(Columna publicada en el semanario Gente, de El Colombiano, el viernes 17 de septiembre de 2021)
Siento
un placer indescriptible cuando en novelas y cuentos aparecen lugares que
frecuento. (Añadiría: tal vez más si son relatos de ficción, porque es normal
que al hablar de hechos reales se mencionen los sitios donde suceden). Es como
si lo nombraran a uno.
Por
ejemplo, recuerdo esa emoción al leer El
amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. En el recorrido por el
Magdalena, hay una parada en Puerto Berrío y el narrador dice que allí
desembarcan “pianos de cola para las solteras de Envigado”. ¡Y eso fue todo!
Los
norteamericanos, por mencionar un solo caso, les cantan a sus paisajes desde hace
siglos. Por eso, no es raro que muchos escritores se apropien de ciudades y
pueblos para escenificar sus relatos. En Manhattan
Transfer o El paralelo 42, John
Dos Passos da ubicaciones tan precisas que uno se ofrecería a llevar un paquete
sin temor a perderse. En nuestro medio, lo han hecho Tomás Carrasquilla, Arturo
Echeverri Mejía, Darío Ruiz, Gonzalo Arango, Manuel Mejía Vallejo, Fernando
Vallejo…
En
conversaciones con Darío Ruiz coincidimos en que ha habido cierta vergüenza de
los nuestros a situar hechos en una esquina de Maturín del Centro de Medellín,
la Calle del Frito de El Poblado, o La Horqueta de Envigado. Sabiendo que hablar
de lo propio consigue crear en los lectores la ilusión de pisar las calles de una
ciudad reinventada.
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