sábado, 18 de mayo de 2024

La luz

 (Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 13 al 19 de mayo de 2024)

 


La luz fue lo primero visible cuando nadie estaba para ver. Esta es una verdad de Perogrullo, pero no una tontería. Humilde, la luz resulta invisible por transparente, desapercibida por silente, familiar por oportuna. Destaca a otros más que a sí misma. Por eso, tiene Día: el 16 de mayo.


La luz espantó los miedos. Desterró fantasmas y seres de leyenda que asustaban en los caminos. En libros es personaje, atmósfera y alma de ciertas ideas. Símbolo de filosofías, poemas y doctrinas.


“Nadie, cuando enciende una lámpara, la pone en un sitio oculto, ni bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que los que entren vean el resplandor”, dice san Lucas en el Evangelio. Y sí, es rara una lumbre en lo oculto, pero raros son los humanos y no faltará quién la ponga allí.


Maupassant la hace paisaje: “La luna, en su ocaso, perfilaba a ras del horizonte su forma de hoz en medio de una siembra infinita de granos de luz, arrojados a puñados en el espacio. Y por la campiña negra, unas lucecitas temblorosas se encaminaban desde todas las partes hacia el puntiagudo campanario, que repicaba sin descanso”.


Conan Doyle enciende las lámparas de gas del alumbrado cuando, de noche, su detective va a bordo de un taxi tirado por caballos tras el criminal.


Y Mejía Vallejo la torna personaje de poema:


“Anuncia una luz viajera

por los lados de mi suerte:

partir será media muerte

pero llegar, muerte entera.

Tal vez la luz exagera

por cansancio de alumbrar,

pero me hace preguntar

cuando miro el paisaje

las dos puntas de mi viaje

si es necesario llegar”.

viernes, 17 de mayo de 2024

De bares y cantinas…

 (Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 17 de mayo de 2024)

 

https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/de-bares-y-cantinas-PC24510438



Bares, cantinas, cafés, tabernas…, antiguos como la sed, son sitios de encuentro y de creación artística y literaria.

 


Salón Málaga, en Medellín.
Foto: Cortesía El Colombiano.

En una de tantas entrevistas, William Faulkner, el narrador que universalizó el Misisipi, manifestó que el mejor empleo que jamás le ofrecieron fue el de administrador de un burdel, porque ese, el de un lupanar, es el mejor de los ambientes en que puede trabajar un artista. Y en el caso de un artista, se sabe, trabajar es crear.


Explicó: Allí “goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar”, que en su caso, el de escritor, este trabajar se refiere a escribir, por supuesto. “En las noches —continúa diciendo el autor de Invictos—  hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella (…). Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky”.


Uno bien puede decir que los bares, los cafés, los restaurantes, los salones, los clubes y, bueno, para hacerle caso al viejo Faulkner, agreguemos los burdeles, son instituciones públicas o privadas, que, como otras, aportan en eso de agrupar a los humanos que llegan a ellas con el noble deseo de apagar la sed, calmar el hambre, retozar, descansar. Es decir, en torno al plausible abrevadero hay un lugar de encuentro con otras personas o con uno mismo. Sí, son instituciones, creo, pues estas se definen bien como organizaciones destinadas a desempeñar una función de interés público o bien como agrupaciones de la vida social para desempeñar labores económicas, sociales, culturales, educativas, políticas, científicas, entre otras. En cantinas, restaurantes y clubes se encuentran los de cada gremio para planear sus obras. Por ejemplo, los albañiles, en torno a una mesa de cantina colmada de cervezas, arman su plan de trabajo, hallan y contratan a los obreros que requieren para la tarea y entre trago y trago hasta arreglan la paga.


También los artistas y autores del mundo y de todas las épocas han encontrado en estos sitios públicos el lugar de la creación. Bares de licor existen desde la antigüedad. Los dedicados exclusivamente a la venta y degustación de café, desde los albores del siglo XVII. Con el tiempo, la gracia consiste en incluir ambas bebidas en la oferta.

 


Fuente de creación

Algunos establecimientos se han hecho célebres por la asistencia asidua o esporádica de escritores que llegan allí a escribir, encontrarse con otras personas y conversar, o simple y dulcemente para abrevar su sed.


La closerie des Lilas es un café de París, abierto desde 1847. Es lugar común de escritores en casi 180 años de existencia. También es lugar común mencionarlo al hablar de sitios frecuentados por literatos. Aseguran que Émile Zola tuvo allí “oficina”. Que Paul Verlaine y Guillaume Apollinaire tuvieron reuniones semanales con otros autores. Y que Oscar Wilde, Jean-Paul Sartre, Samuel Beckett y Ernest Hemingway han ido de visita.


Y como se escribe mejor de lo que se conoce, Zola debió basarse en una o varias cantinas para escribir La taberna y describirla con detalle:


“La taberna del tío Colombe hallábase en la esquina de la calle de los Poissonniers y del bulevar de Rochechouart. Su letrero llevaba, en grandes caracteres azules, de un extremo al otro, esta única palabra: Destilación. En la puerta y en dos medios barriles había sendos laureles rosas llenos de polvo. El enorme mostrador, con sus filas de vasos, su fuente y sus medidas de estaño, se extendía a la izquierda de la entrada, y todo el contorno de la amplia sala estaba lleno de grandes toneles pintados de amarillo claro, resplandecientes de barniz, cuyos aros y espitas de cobre relucían”.


Y allá mismo, en la capital francesa, está el Café de Flore. Según cuentan, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, la pareja existencialista, acudía con frecuencia y pasaba hasta más de ocho horas seguidas.


En el Davy Byrnes, de Dublín, se dan tono con la curiosidad de que en sus mesas, James Joyce escribió algunas páginas del Ulises.


El gran Fernando Pessoa prefería el Café a Brasileira, del barrio Chiado, en la capital portuguesa. Por eso, desde hace años, petrificado en una estatua, sentado a una de las mesas del patio al aire libre, el autor de El libro del desasosiego les da la bienvenida a los visitantes. A propósito, en el apartado 97 de este volumen dice:


“Desde la terraza del café miro trémulamente hacia la vida. Poco veo de ella ―el bullicio― en esta concentración suya en esta plazuela nítida y mía. Un marasmo como un tropiezo de borrachera me elucida el alma de cosas. Transcurre fuera de mí en los pasos de los que pasan [...] la vida evidente y unánime”.


También cuentan que las geniales revolucionarias Sylvia Plath y Anne Sexton, a la salida de un curso de poesía que dictaba Robert Lowell (“Esas benditas estructuras, trama y rima…/ ¿Por qué no me sirven ahora/ que quiero trabajar/ desde la imaginación, y no desde el recuerdo?”) en la Universidad de Boston, se iban juntas al bar del hotel Ritz a conversar entre martinis sobre sus vidas atribuladas, que ya iban revelando en sus poemas confesionales.

 


Los nuestros

Y para aterrizar en Colombia, el más célebre puede ser el bar La Cueva, de Barranquilla, la que el flaco Cepeda Samudio, que laboraba en Cervecería Águila, ayudó a trasformar de tienda de miscelánea El Vaivén a bar La Cueva, en los años cuarenta del siglo pasado, cuando su dueño, Álvaro Vilá, le manifestó que se aburría como un condenado vendiendo peines y espejos. Esta metamorfosis propició que en 1954 comenzaran a reunirse los artistas plásticos Cecilia Porras y Alejandro Obregón; los escritores Germán Vargas Cantillo, Gabriel García Márquez y el mismo Cepeda Samudio, y el fotógrafo Nereo Pérez —el Grupo de Barranquilla—, guiados por el narrador José Félix Fuenmayor, en una tertulia de la que hoy todos hablan.


En Bogotá fue célebre el bar El Automático. Por los escritores y poetas que lo frecuentaban, claro, pero tal vez ningún acontecimiento lo inmortalizó como la lectura del Primer manifiesto nadaísta, por parte de Gonzalo Arango, en 1958. Escrito en un rollo de papel higiénico, el andino iba desenrollándolo como si fuera un papiro.


“No dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante en Colombia será examinado y revisado. Se conservará solamente lo que esté orientado hacia la revolución y que fundamente, por su consistencia indestructible, los cimientos de la sociedad nueva.


Lo demás será removido y destruido”.


En Medellín hay casos preci(o)sos. Y, como es de suponerse, unos bares más conocidos que otros. Porque los poetas y escritores, salvo los exhibicionistas, no buscan el bar más popular por popular. Se habitúan a alguno, prestigioso o no, solo si en él se percibe una magia, un ambiente seductor. Hay quienes se juntan en una tienda insignificante o un cafetín ruinoso, tal vez sin poder explicar cuál es su encanto.


Tomás Carrasquilla, se cuenta, solía sentarse en el Café La Bastilla, situado en el cruce de La Playa con Junín y allí pasaba horas. Leía, bebía, hablaba con la gente, tertuliaba con intelectuales y hasta comía chicharrón. Y —lo leí en Universo Centro no sé cuándo—, los Panidas, el grupo integrado por Fernando González, León de Greiff, Teodomiro Isaza, Rafael Jaramillo, Bernardo Martínez, Félix Mejía, Libardo Parra, Ricardo Rendón, Jesús Restrepo Olarte, Eduardo Vasco, Jorge Villa, José Manuel Mora y José Gaviria Toro, hacían sus reuniones en un bar de Bomboná. Planeaban la revista en la que había obras propias y de artistas del mundo.


“Tienes, tabernero, la vida o, por mejor decir, la esencia de la vida en tus redomas.


El vino es el jugo que das a todos: el jugo que en tus redomas guardas y das a todos, tabernero (…)”.


Esta es parte de uno de los poemas que aparecen en el número 2 de la revista de los seguidores del dios Pan, firmados por Helena de MAIA y bajo el título Almas humanas.

 

¿Cuántas mañanas vi a Alberto Aguirre llegar solo al bar Caracas, situado a media cuadra de la Avenida Oriental en dirección a la carrera Sucre y el Parque de Bolívar? Ocupaba una de las mesas del salón próximo a la puerta, no el de más adentro, inmenso como un hangar y separado del primero mediante biombos, pues este era destinado a los juegos de azar. Pedía café. Entre el sonido de bolas de billar que llegaba de adentro y el rugido de automotores que entraba de la calle, desplegaba un periódico y después otro, leía hasta los avisos y, con ayuda de una regla corta que sacaba del bolsillo de la camisa —no de tijeras—, recortaba una noticia y después la otra, las que le interesaban para su columna, Cuadro, la que mantuvo por cuarenta años en El Colombiano, El Mundo y Cromos.


Es historia sabida que en el mezanine del salón Versalles, Manuel Mejía Vallejo escribió partes de Aire de tango. En La Boa, un bar de la calle Maracaibo, cerca de la Avenida La Playa, que por la escasez de clientes durante la pandemia del covid-19 dejó de ser “Cantina constrictor”, como la definía el aviso, había un mural de Gardel y junto a él un letrero que decía: “En este sitio se escribió Aire de Tango, de Manuel Mejía Vallejo”. Es decir, seguramente, un conjunto de páginas distinto y complementario al que “se escribió” (¿por sí solo?) en el salón de Junín.


Ah, y allá mismo, en La Boa, presencié una vez la reunión de los integrantes de Punto Seguido, la revista literaria que rinde culto al asombro. John Sosa, Luis Fernando Cuartas, Óscar Jairo González… le daban forma, por decirlo así, a un número. Sobra aclarar que, cuando digo: “le daban forma”, no me refiero a que se limitaran a decidir lo organizativo, cuál texto iría ates que otro; cuál ilustración del absurdo iría en portada. Hablaban, por supuesto, de todo esto, pero lo hacían mientras exponían teorías de arte, diseño, poesía y literatura.


Solo agrego que no hay ciudad, pueblo ni vereda sin su bar o cafetín; tampoco sin su poeta o creador que se encueve en él a contemplar, pensar, imaginar, soñar y beber.

sábado, 11 de mayo de 2024

Auster, funambulista

(Columna RÍO DE LETRAS publicada en el diario ADN en la semana del 6 al 12 de mayo de 2024)

 

Paul Auster cuenta —en presente, porque, aunque mueran, los creadores siguen contando— que a los ocho años nada le importaba más que el béisbol. Un día, acompañado de sus padres, se cruzó con el estelar Willie Mays. Le pidió el autógrafo. El jugador se lo concedió y le preguntó: “¿Tienes un lápiz?”. Ni él ni ninguno de los presentes tenía uno. Perdió la ocasión de obtener la firma. La frustración le enseñó que no podía salir de casa sin la herramienta esencial del escritor.


Leí la anécdota en ¿Por qué escribir?, librito de historias simples con el que la editorial celebró los 70 años del autor. No responde expresamente esa pregunta, pero se infiere que la escritura es el imperativo vital de quienes descubren que su misión es registrar cuanto observan, piensan y sienten.


Muerto el pasado 30 de abril, Auster deja obras geniales en las que flotan el azar y la incertidumbre. El palacio de la Luna, La invención de la soledad… En Ciudad de cristal, novela de la Trilogía de Nueva York, dice:


“Más tarde quizá haga otra cosa. Cuando termine de ser poeta. Antes o después me quedaré sin palabras, ¿comprende? Todo el mundo tiene solamente cierto número de palabras dentro. Y, entonces, ¿dónde estaré? Creo que después me gustaría ser bombero. Y después médico. Da igual. Lo último que seré es funambulista. Cuando sea muy viejo y al fin haya aprendido a andar como las demás personas. Entonces bailaré en la cuerda floja y la gente se quedará asombrada. Incluso los niños pequeños. Eso es lo que me gustaría. Bailar en la cuerda floja hasta que me muera”. 

jueves, 9 de mayo de 2024

Retratos del final

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 9 de mayo de 2014)

https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/retratos-del-final-JH24451392


Sequías, inundaciones, cambio climático… realidades indeseadas que llega a las letras para servir, más que de profecía, de advertencia.

 

En aquel tiempo, los humanos podíamos disfrutar de la Naturaleza. Gozar del verano —al que nadie llamaba “temporada seca”, sino así, verano—, sin pensar, como hoy, que se acabaría el mundo, derretido bajo un sol como empujado por otros cuatro, en medio de la sequía y la desolación. Sin tener que estar implorando que cualquier cirro se convirtiera en nube y esta, en lluvia, para no perecer de sed.


En aquel tiempo, cuando llegaba el invierno —al que nadie llamaba “temporada de lluvias”, sino así, invierno—, quienes gozaban con este más que con la “temporada seca”, bien podía asomarse a la ventana a ver llover, emocionarse al ver las gotas demorarse suspendidas en las hojas de los árboles, caer en los charcos, o hasta, por qué no, salir a mojarse. Entonces su corazón no se convertía en un tambor de guerra al presentir un final en el que el agua borraría los continentes y, en su proceso, mutaríamos en peces o anfibios, la piel se nos llenaría de escamas y el dorso contaría con aletas, como corresponde al nuevo hábitat.


En aquel tiempo había verano y había invierno, y ninguna de las dos estaciones parecía querer apoderarse del mundo cuando le llegaba el turno, ni tumbar a la otra del poder.


Tal vez de esa rara realidad quede registro en los libros de ciencia, los relatos literarios y las películas. Y, claro, no pocos dudarán de su existencia pretérita, desconfiarán que eso fuera posible y opten por creer que se trata, más bien, de un mundo inventado por cerebros inclinados a la fantasía. Pero, ojo, no tendremos derecho a juzgar a los incrédulos; total, en un planeta tan acabado, no se puede disfrutar de nada y es difícil imaginar que algo pudo ser diferente, que el equilibrio climático hubiera existido jamás.


Hoy sentimos un complejo de culpa si nos regocijamos con los días de sol. Igual, si nos alegramos por la lluvia. Porque en el fondo sabemos que la Tierra está enferma. Que ese sol o esa lluvia tienen no sabemos qué de malsano, de sospechoso. Es como si nos riéramos de la enfermedad del planeta y no está bien reírse de los enfermos. Menos cuando somos parásitos de ese enfermo; de él dependemos y le debemos la vida.


Cuando, en cierto relato de Gabriel García Márquez —qué tontería decir “cierto relato”, lo diré sin ambages: La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada—, leímos que el alcalde de un pueblo del desierto se pasaba horas disparando a las nubes para hacer llover, creímos que se trataba de un absurdo, pero no; era más bien la representación de una medida desesperada, tomada en un intento por solucionar una situación apremiante.


Nada menos, hace unos días, la gente en Colombia clamaba por la llegada de los aguaceros. Sentía cerca la distopía de las guerras por agua. Hoy, esas personas parecen alegrarse porque llueve: tal vez significa que se pospone la tragedia.


 

Letras apocalípticas

“La lluvia… Al recordar que la palabra había tenido algún sentido, Ransom miró el cielo. Ni una nube, ni una gota de vapor empañaban la fuerza del sol que colgaba allá arriba como un genio siempre solícito. La misma luz invariable, un palio de amarillo esmaltado que embalsamaba todo en calor, cubría los campos y caminos al borde del agua”.

Las anteriores son líneas de la novela La sequía, de James Graham Ballard, un inglés nacido en Shanghái. Publicada en 1965, detiene su drama en ese que es uno de los escenarios posibles derivados del cambio climático.


Como esta, las piezas literarias que pintan realidades indeseadas, son voces de alerta para que actuemos a tiempo —si acaso no es tarde ya— y no permitamos que reine la deshumanización. Y este, el de las distopías, tema vigente porque los científicos advierten ahora más que nunca sobre la inminente destrucción planetaria, ya lo preveían algunos autores desde siglos anteriores. ¿Será que no hay que ser un genio para predecir que los humanos vienen caminando desde el principio de los tiempos hacia su propia destrucción?


Uno de los visionarios es Julio Verne. París en el siglo XX es una novela escrita en 1863, que permaneció inédita y engavetada por más de cien años hasta que, al fin, la publicaron. En ella, el maestro de la ciencia ficción vaticina el uso excesivo de las máquinas, a las que los humanos rinden culto; la esclavitud de la moda; la falta de espacio para vivir; la silla eléctrica; la decadencia del idioma, porque los hablantes combinan el materno con términos técnicos y expresiones en inglés, y la contaminación ambiental causada por los motores de combustión para el transporte y la industria. ¿Ah? ¡Ni porque hubiera hecho un viaje a tiempos recientes para observarlo todo el muy bribón! En ese relato se lee:


“La mayor parte de los innumerables coches que surcaban la calzada de los bulevares lo hacían sin caballos; se movían por una fuerza invisible, mediante un motor de aire dilatado por la combustión del gas”.


El del libro es un París dominado por funcionarios, tecnócratas y banqueros. Con cien mil casas y humo de chimeneas de diez mil fábricas.


 “Gracias” al cambio climático, cada vez más parecemos personajes salidos de una novela de Cormac McCarthy con el paisaje quemado, o de una de Stephen Baxter donde las ciudades son tragadas por el agua. Y en ambas surgen escenarios de hambruna y barbarie.


Por fortuna, uno no ha vivido un fin del mundo; lo ha leído no más.

viernes, 3 de mayo de 2024

Mujeres de Gardeazábal

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 29 de abril al 5 de mayo de 2024)

 

 

Hay conflictos que involucran pueblos o enfrentan ejércitos; hay disputas de familias, venganzas de cornudos, asesinatos injustos, muertes absurdas… Con Las mujeres de la muerte, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, uno entiende que guerras grandes y pequeñas, por igual, dejan marcas de sangre, desequilibrios emocionales y económicos, vidas truncas e infelices.


Este volumen, el cuarto de la Biblioteca Gardeazábal, narra vidas de mujeres que han sentido respirar la parca en el cuello. Los relatos tienen aire de crónica —crónica hecha de memorias— y voz narradora de quien habla por el pueblo entero: “Nadie supo nunca”, “nadie entendió”.


Las mujeres han sido “los soportes de mis afectos, los pilares de mis gestas y los grandes personajes de mis narraciones”, dice en el epílogo. Entre “los grandes personajes”, salta primera Gertrudis Potes, antagonista de León María Lozano, el Cóndor, en la novela cumbre de La Violencia. Uno de los cuentos se ocupa de ella. “Llegó a Tuluá en una cesta de mimbre donde la escondió su padre, un joyero de Palmira, cuando arreció la guerra de 1885”. Dueña de un liderazgo y una valentía naturales, llegó a tener espacio radial en el que daba los nombres de liberales asesinados, no como noticia, sino como obituario, sin espectacularidad. La Potes fue alcalde a los 88 años. El autor menciona a dos mujeres ancestrales, Rosalba Escobar, de Tuluá, y Natalia Gardeazábal, de Anorí, despabiladas y pragmáticas, de quienes aprendió en parte a contar historias.


Muerte es la última palabra del título; también la última del libro. 

jueves, 2 de mayo de 2024

Los clásicos

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 2 de mayo de 2024)


 https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/los-clasicos-NM24397846


Las obras literarias clásicas no envejecen; siempre vigentes, parecen escritas esta mañana para lectores de hoy y de siempre.




Cuando se habla de los clásicos, la idea no es tan clara como parece. O tal vez es más amplia de lo que parece. Empezando porque en las emisoras musicales, consideran clásicas todas la canciones viejas de su catálogo, como si la edad de las producciones musicales fuera el único criterio para calificar una obra de clásica. Considero que no toda obra vieja es clásica. Para que lo sea, debe ser excelsa. Ejemplar. Reunir calidades técnicas y expresivas dentro de su género. Modelo a seguir. Constituirse en esencial dentro del acervo artístico. Así, cualquier cumbia no es clásica por ser vieja, sino porque conocedores y público en general encuentran en ella el culmen de los atributos del arte. La antigüedad es solo uno de los requisitos para calificarla de clásica.


No podría tener otras consideraciones al hablar de obras literarias. Una obra clásica es aquella que, escrita en un pasado remoto o reciente, se mantiene vigente. Sus reflexiones, siempre iluminadas, son como pensadas para nuestro tiempo. Y consigue que cada lector crea que la escribieron (solo) para él. Así, para que una obra sea clásica se requieren edad y atributos.


Nadie pondría en duda que la Divina Comedia de Dante Alighieri, el Decameron de Boccaccio, El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha de Cervantes, Los miserables de Victor Hugo, Crimen y castigo de Dostoievski… sean clásicos de la literatura. Pero no todos se atreverían a afirmar que todos los títulos salidos de la pluma y el caletre de cada uno de esos mismos autores sean clásicos. Tampoco, que todos los libros antiguos lo sean.


Voy dejando una idea clara: prefiero hablar de obras clásicas, que de autores clásicos.


Como parado ante el auditorio del mundo, con voz potente y como si le asistiera una razón indiscutible, a pesar de sostener una tesis subjetiva sobre el determinismo histórico, Tolstoi dice en el capítulo IV de la Segunda parte, La invasión (napoleónica), en Guerra y Paz:


“¿En dónde hallar las causas de un hecho tan extraño como monstruoso? Los historiadores modernos pretenden haberlas encontrado; pero nosotros no podemos comprender jamás cómo la ambición de un solo hombre, llamado Napoleón, arrastró a la muerte a millones de cristianos.


El fatalismo es inevitable en la historia, si se pretende comprender las manifestaciones ilógicas o, al menos, aquellas cuyo sentido no vislumbramos y cuyo silogismo aumenta a nuestros ojos cuanto más nos esforcemos para advertirlo.


Todo hombre es soberano de sí mismo y posee el libre albedrío necesario para alcanzar el fin propuesto. Tiene y siente la facultad de hacer o no tal o cual cosa; pero, después que ha sido hecha, ya no le pertenece y pasa a ser propiedad de la historia, en donde encuentra el sitio que ha sido previamente destinado. El hombre tiene dos vidas a un tiempo mismo: la una es la íntima, individual e independiente: la otra es general, colectiva, de relación con la sociedad cuyas leyes se ve obligado a cumplir.


Aunque el hombre tenga conciencia de su vida personal, es siempre el instrumento inconsciente del trabajo de la historia de la humanidad.


Cuanto más elevado sea el puesto que ocupe en la escala social, mayor es el número de sus relaciones y mayor es su poder.


«¡El corazón de los reyes se encuentra en la mano de Dios!

¡Los reyes son los esclavos de la historia!»”


Quienes leemos creemos oír la voz de un sabio. Por eso, además, esta obra es clásica.

 

También parece primar la idea de que los clásicos solamente son los del Viejo Continente. En América también los hay, si nos atenemos a esas condiciones expresadas: el paso del tiempo que, en lugar de descalificarlos, los eleva; la vigencia de los mensajes en la actualidad y la maestría expresiva.


Nadie discutirá que estas cualidades asisten a Pedro Páramo de Juan Rulfo, Hausipungo de Jorge Icaza, Redoble por Rancas de Manuel Scorza y Azul de Rubén Darío, por mencionar apenas unas cuantas obras. Y entre las colombianas, tampoco creo que haya disputa si mencionamos María de Jorge Isaacs, La marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla, La vorágine de José Eustasio Rivera, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazábal, por mencionar solo algunas.


Y no hay discusión, porque se saben fundamentales en nuestra historia literaria. Parecen interpretar la época, la cultura, los fenómenos sociales, la vida familiar. Y encuentran, para hacerlo, métodos, técnicas y estilos efectivos y cautivantes.


“Las cosas viejas, tristes, desteñidas,

sin voz y sin color, saben secretos

de las épocas muertas, de las vidas

que ya nadie conserva en la memoria,

y a veces a los hombres, cuando inquietos

las miran y las palpan, con extrañas

voces de agonizante, dicen, paso,

casi al oído, alguna rara historia

que tienen oscuridad de telarañas,

son de laúd y suavidad de raso”.


Dice José Asunción Silva en el poema “Vejeces”, incluido en un clásico: El libro de versos.


Así, pues, clásicas son las obras que fueron importantes en su tiempo y continúan siéndolo; acumulan edad, pero no envejecen.