viernes, 26 de abril de 2024

Brasil

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 22 al 28 de abril de 2024)

  

La primera vez que entré sin llamar a la obra de Jorge Amado fue a través de La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, la historia de un hombre vagabundo y toma trago que tuvo varias muertes. La definitiva, con varias versiones. Un fragmento muestra la grandeza del autor Amado:


“Hubo testigos idóneos, como Mestre Manuel y Quitéria Ojo Asombrado, mujer de palabra; y a pesar de eso hay quien niega toda autenticidad no sólo a la admirada frase póstuma sino también a todos los acontecimientos de aquella noche memorable, cuando en hora dudosa y condiciones discutibles, Quincas Berro Dágua se zambulló en el mar de Bahía y partió para nunca más volver. Así es el mundo, poblado de escépticos y pesimistas, atados, como el buey al yugo, al orden y a la ley, a los procedimientos habituales, al papel sellado”.


Más conocido por Doña Flor y sus dos maridos, el autor de Bahía está en boca de los asistentes a la Feria del Libro bogotana, porque el país de la samba es invitado de honor. También hablan de Rubem Fonseca, el de El caso Morel y Carne cruda, relatos que oscilan entre la repugnancia y la crueldad —como buena parte de la vida real—. De Joaquim Machado de Asís, que exalta su condición de mulato, sus  costumbres e imaginarios… De una mujer europea de nacimiento, que llegó desde niña a este paraíso del mestizaje: Clarice Lispector. La hora de la estrella, Agua viva y Lazos de familia son obras suyas sin ataduras a los géneros.


La Naturaleza y la cultura, presentes en la literatura, unen a Brasil y Colombia tanto como el mágico Amazonas. 

miércoles, 24 de abril de 2024

La lengua

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 24 de abril de 2024)

https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/la-lengua-GA24352325


La lengua está viva. No solo esa que parece un pez y permanece mojada y sola en su ajustada pecera, la boca, sino esa otra, la española, que también pasa gran parte del tiempo en la boca jugando con ese pez. De la española, se dice que la hacen los hablantes… pero también los escritores y lectores. Unos y otros la reinventan cada día; no las Academias. Estas no son las que dictan cómo se debe hablar y escribir.


Los hablantes en las calles, los cafés, el mercado, los púlpitos, las redes sociales; los dirigentes en las plazas públicas o los recintos de debate; los académicos en las aulas, las revistas, los auditorios; los locutores y periodistas en los medios de comunicación; los escritores en los relatos, los ensayos y los poemas. Toda esa masa parlante mantiene la lengua viva y gozando de buena salud.


Resulta irónico pensar que el idioma nos da libertad o, por lo menos, la ilusión de poder expresar cuanto soñamos, imaginamos, razonamos y creemos, y, sin embargo, también se convierte en un medio de dominación. Recién traído a América, el español sirvió para arrasar con ideas y cosmogonías, arte y folclor. Para enseñar que las culturas de los nativos americanos y las de los africanos traídos para el trabajo forzado, no eran importantes. Mejor dicho, para ejercer un borramiento cultural a punta de lengua.


Sin embargo, la lengua es como el agua: se mete por cualquier resquicio. En todas las invasiones, el intercambio cultural es inevitable. La musulmana en España; la romana en Grecia; la japonesa en Corea…, y, cómo no, la ibérica en América Latina. La resistencia cultural, las relaciones entre las personas (europeas, nativas y africanas) para hablar y producir, y el mestizaje, consiguieron que no solo el invasor impusiera su lengua y, con ella, sus creencias, su cultura… sino que el invadido, así fuera en menor escala, aportara lo suyo al idioma imperante. Fue así como el español incorporó decenas de vocablos de indígenas y africanos, como cacique, canoa, loro, huracán, caníbal, maraca, iguana, jícara, guacamaya, tiburón, petate, jaguar, caimán, tapir, papaya, maíz, tomate, caoba, butaca y chocolate, bachata, cumbia, bongó, mochila, marimba y decenas más.


Y, claro, lo importante es que detrás de las palabras se fueron ideas, las técnicas, los mitos, los rituales, las costumbres y los cuentos. Se transmitieron verbalmente de una generación a otra. Hay algunos relatos que, por fortuna para los cazadores de historias, los buscadores de sueños y el acervo mismo del idioma, han llegado a ser escritos por alguna pluma, como la que empuñara José Eustasio Rivera, el enamorado de la selva. El huilense recogió el cuento de “La Mapiripana”. Esta “es la sacerdotisa de los silencios, la celadora de manantiales y lagunas”, encargada de crear más agua para los ríos. En alguno de sus apartes se lee:


“En otros tiempos vino a estas latitudes un misionero, que se emborrachaba con jugo de palmas y dormía en el arenal con indias impúberes. Como era enviado del cielo a derrotar la superstición, esperó a que la indiecita bajara cierta noche de los remansos de Chupave, para enlazarla con el cordón del hábito y quemarla viva, como a las brujas. En un recodo de estos playones, veíale robarse los huevos del “terecay”, y advirtió al fulgor de la luna llena que tenía un vestido de telarañas y apariencias de viudita joven. Con lujurioso afán empezó a seguirla, mas se le escapaba en las tinieblas: llamábala con premura, y el eco engañoso respondía. Así lo fue internando en las soledades hasta dar con una caverna donde lo tuvo preso muchos años”.


Además de la oralidad, el aporte de América a la lengua de Cervantes ha residido, por supuesto, en la tradición literaria, que, lentamente y con dificultades, se ha ido formando. Primero con autores y escasas autoras  que se atrevieron a cantarle a nuestro paisaje y contar escenas de nuestras culturas. Luego, con más decisión. Y si bien algunas obras han recibido atención, todavía hay una deuda por parte de los lectores y académicos del mundo en recibir y estudiar las creaciones de Nuestra América —como llama José Martí al subcontinente, al sur del río Bravo— con la importancia que se merece. Pero eso no es lo grave. La deuda también está entre nosotros. Pocos lectores y estudiosos atienden lo propio. Olvidados y como bajo una gruesa capa de polvo están los Ricardo Carrasquilla, las Agripina Montes, los Candelario Obeso y mil nombres más de ayer y de hoy, que han escrito en un español que se atrevieron a domar para hacerlo cercano y acorde con nuestra realidad distinta. Y, bueno, a estos al menos se les menciona. No más observemos cómo usaba la lengua el bogotano Ángel María Céspedes (1892-1956), otro de los arrinconados, para hablar de “La juventud del Sol”:


 

“Era un silencio trágico que hervía

en el ánfora enorme de la nada;

una sombra mortal que retenía

con su mano frenética y crispada

toda la inmensidad. En su secreta

desolación caótica el vacío

semejaba un monstruoso analfabeta

de luz y ritmo. Allí la pavorosa

noche sin fondo; la mudez que reta;

el triunfo cadavérico del frío;

la imprecación callada y misteriosa

de lo que no es y quiere ser. Difusa

por la extensión, alguna voz discreta

consolaba ese vórtice sombrío

con promesas amables e inspiradas;

y al escuchar un acento, en la profusa

sombra se debatía una confusa

palpitación de formas increadas (…)”.


Cada año trae su abril. Cada abril, su veintitrés. Y cada veintitrés de abril tiempo para pensar en la lengua. O, más bien, para pensar con la lengua. Esta vez, dos ideas: que el español no sería lo mismo sin los aportes de América, África y demás continentes, y que América pagó con sangre, oro y dignidad el derecho a decir que el idioma es nuestro; no solo de la península Ibérica, sino de todos. 

sábado, 20 de abril de 2024

El murciélago

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 15 al 21 de abril de 2024)

 

Ni los animales se libran de la discriminación. De los peor tratados es el murciélago. Se le considera de mal agüero, repulsivo, tenebroso. El 17 de abril es el Día Internacional de la apreciación de este mamífero, promovido por Bat Conservation International, por su aporte al ecosistema.


El ultraje viene de antiguo. En Levítico, Yahveh da listas de seres impuros a Moisés y Aarón. En la del aire salen, entre otros, la gaviota, el somormujo, el ibis, el cisne, el calamón, la abubilla y, claro, el murciélago. En la Metamorfosis, Ovidio dice que las hijas del rey de Beocia faltan a la fiesta de Dionisio. Hermes sanciona a una de ellas transformándola en murciélago. En Popol-Vuh se lee que el cuarto lugar de castigo en Xibalbá, el Inframundo, es la casa de los murciélagos: muchos de ellos chillan y revolotean encerrados.


La idea de que ingiere sangre humana, que alienta el rechazo, la exprime hasta la última gota la literatura de vampiros, en la que Drácula es rey.


En “El murciélago”, incluido en Mitos de memoria del fuego, Eduardo Galeano dice que, hastiado de ser el bicho más feo, subió al cielo, se quejó ante Dios y le pidió plumas. Las obtuvo. Colorido, se tornó vanidoso por su belleza.


Nuestro Jorge Isaacs habla del personaje en “Apólogo”:


En el artesón dorado

de una oscura sacristía

un murciélago tenía

blando nido acomodado.

Al través del enrejado

cierta mañana decía

a los pájaros que oía

cantar en el emparrado:

"Turba de herejes, malsines,

¿a qué Dios allí alabáis

cuando interrumpiendo estáis

con chillidos los maitines?. 

viernes, 19 de abril de 2024

Apuestas

(Columna publicada en la la revista Generación de El Colombiano el 19 de abril  de 2024) 


https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/apuestas-HF24300546



Las apuestas están en todas partes. La política, los negocios, los deportes. En las noticias, ellas son protagonistas; en la literatura, también.

 

 

Apuesto que si leyeron Gastrónomos, del británico Roald Dahl, se divirtieron tanto como yo. No arriesgo al decir que abrieron los ojos como claraboyas de barco al repasar esa descabellada apuesta establecida por dos de los personajes, expertos en vinos. Uno de ellos debe adivinar la procedencia de una botella y dar las características. En juego están, por una parte, bienes raíces; por otra, la mano de una mujer (mejor dicho, todo su ser, porque, si no lo saben, cuando se dice “la mano”,  no es solo la mano, sino todo cuanto se vaya pegado a esta al agarrarla). Bueno y sé que han disfrutado, y también sufrido, con la situación realmente cómica y embarazosa a la vez que se suscita a partir de tal desafío en este cuento incluido en Relatos de lo inesperado.


Los viciosos y, en este caso, los apostadores, parecen no tener límite. Los de la historia siguen adelante. Para tranquilizar a su hija —mujer que sería el botín—, su padre le dice:


“—Ahora, escúchame, porque yo sé de qué se trata. El experto, al paladear un clarete, siempre que no sea algún vino famoso como Laffite o Latour, sólo puede dar un nombre aproximado de la viña. Naturalmente puede decir el distrito de Burdeos de donde viene el vino, sea St. Emilion, Pomerol, Graves o Médoc. Pero cada distrito tiene varias comarcas, pequeños condados, y cada condado tiene gran número de pequeños viñedos. Es imposible que un hombre pueda diferenciarlos por el gusto y el olor. No me importa decirte que éste que tengo aquí es vino de una pequeña viña rodeada de muchas otras y nunca podrá adivinarlo. Es imposible”.


En fin, apuesto que si no lo han leído, arden de deseo por saber qué pasa después. Dahl, fino en el manejo del humor negro, es conocido por Charlie en la fábrica de chocolate, Matilda, James y el melocotón gigante, Las brujas y otras narraciones. En Relatos de lo inesperado hay otro sobre una apuesta loca, un cuento que sucede en una isla del Caribe, con un hombre excéntrico que viste de blanco y un cadillac verde. Titula Hombre del sur.

 

Apuesto que no saben por qué estamos hablando de relatos de apuestas. Pues, por los escándalos que se repiten en el fútbol. Primero, los dirigentes de este deporte dejaron entrar el cáncer a la actividad, aceptando a las casas de apuestas como patrocinadoras y, después, se quejan porque los apostadores corrompen a futbolistas, árbitros, dirigentes… ¿Acaso los muy ingenuos suponían que quienes suelen arriesgar sumas de dinero por acertar en los resultados son ángeles que, cuando descansan de su labor de guardas, se divierten sanamente viendo a los insignificantes humanos corriendo detrás de un balón?


En el mundo entero hay escándalos. Cerca de aquí, en Bolivia, suspendieron el campeonato hace unos meses para investigar y sancionar a los integrantes de una red de apostadores que enturbiaron el balompié. Hace unos días, un jugador de un equipo de ese país cuyo nombre es la consigna de los boy scouts dicha en inglés, denunció que lo llamó no supo quién desde el Paraguay para ofrecerle un soborno a cambio de que se hiciera mostrar tarjeta amarilla en un partido de la Copa Sudamericana, todavía en disputa.


Y más cerca aun, dirigentes de un equipo de la costa Caribe colombiana, participante en el torneo de ascenso, denunciaron ante la Fiscalía a varios de sus jugadores por asuntos parecidos y los separaron del plantel.


Por eso, en lugar de creer en la transparencia de los espectáculos en los que se mueven grandes capitales e intereses, más bien sigamos leyendo relatos de apuestas y apostadores, porque en la literatura, aquellas son más entretenidas y estos tienen más imaginación.


Apuesto que nadie olvida 50 de a mil, el cuento de Ernest Heminguay en el que un boxeador viejo, al enfrentarse a un joven, se deja arrastrar por el favoritismo del otro y, para hacerse a unos pesos, apuesta contra sí mismo. Ah, si ya lo han olvidado, no les recuerdo quién ganó la pelea para que no me digan aguafiestas.


O qué tal otras obras en las que las apuestas, sí, son una adicción, un infierno del cual es difícil, muy difícil, salir, pero los jugadores no son sujetos inmorales que compran a nadie; simplemente se entregan confiados a la suerte o el infortunio. El jugador, de Fedor Dostoievski, relata la historia de un tal Alexéi Ivanovich, quien espera la muerte de una tía, vieja, enferma y acaudalada. Lejos de recibir la noticia esperada, no gana sino desgracias. En alguna parte, este clásico entre clásicos dice:


Pero, en fin, había recibido su encargo: ganar a la ruleta de la manera que fuese. No tenía tiempo para pensar con qué fin y con cuánta rapidez era menester ganar y qué nuevas combinaciones surgían en aquella cabeza siempre entregada al cálculo. Además, en los últimos quince días habían entrado en juego nuevos factores, de los cuales aún no tenía idea. Era preciso averiguar todo ello, adentrarse en muchas cuestiones y cuanto antes mejor. Pero de momento no había tiempo. Tenía que ir a la ruleta.


El cartero, de Charles Bukowski, cuenta de un hombre que, además de fornicar, beber y repartir cartas, se entrega a las apuestas en el hipódromo y gana como si se hubiera bañado con abundante ruda californiana.


O ese otro cuento, La apuesta, de Antón Chéjov, en el que un banquero, un jurista, periodistas, gente de ciencia y otras personas debaten si la pena de muerte es moralmente más inhumana y anticristiana que la reclusión perpetua o viceversa. Las opiniones se dividen. Los ánimos se caldean más a cada momento, especialmente entre el banquero y el jurista.


“—¡No es cierto! Apuesto dos millones a que usted no aguantaría en la prisión ni cinco años.


—Si usted habla en serio —respondió el jurista— apuesto a que aguantaría no cinco sino quince años.


—¿Quince? ¡Está bien! —exclamó el banquero—. Señores, pongo dos millones.


—De acuerdo. Usted pone los millones y yo pongo mi libertad —dijo el jurista”.


No contaré el final, por más que me llame por teléfono quién sabe quién a presionarme, como le ocurrió al jugador del equipo que juega en las nubes y les gana a sus adversarios mediante la asfixia. Solo les compartiré la lección del genio ruso: nunca queda claro si el ganador de verdad vence y el perdedor realmente es derrotado.


sábado, 13 de abril de 2024

La invención de Bioy Casares

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 8 al 14 de abril de 2024)

 

 

A muchos les ha pasado por la mente alguna vez la idea de que Adolfo Bioy Casares es invención de Borges. No parece un disparate. Este se dio a inventar a tantas personas, que no es claro cuáles son de carne y hueso, cuáles creaciones suyas. Para colmo, formaron una yunta creativa de la que salieron obras firmadas con seudónimos como H. Bustos Domecq.


Bioy Casares, maestro de la literatura fantástica, cumplió 25 años de muerto el 8 de marzo. Había nacido 110 años antes en Buenos Aires. En La invención de Morel, un fugitivo llega a una isla al parecer desierta. Luego halla a unas personas, se enamora de una solo con observarla, pero permanece oculto. Allí, un científico había inventado una máquina que reproducía indefinidamente las actuaciones de una persona tras su muerte.


La inmortalidad a la que alude la novela la encontró con obras como El perjurio de la nieve, Dormir al sol o El lado de la sombra. “El viaje o El mago inmortal” es parte del último título. Dice:


“Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul…”.


Borges no inventó a Bioy Casares, pero alentó en él una imaginación más atrevida.


viernes, 12 de abril de 2024

Rivera, a flote en La vorágine

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 12 de abril de 2014)

https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/rivera-a-flote-en-la-voragine-OG24220583



La obra de José Eustasio Rivera cumple un siglo. Clásico de la literatura, es una historia de aventuras en la selva, amores difíciles y violencia.


Disparados en el inicio de La vorágine, dardos envenenados de poesía van directo al corazón y el cerebro: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.


Su autor, José Eustasio Rivera, nació en San Mateo, Huila, en 1888, municipio al que cambiarían su nombre de apóstol por el apellido de este hijo insigne. Quería hacerse dramaturgo. En este género se le conoce solo la obra Juan Gil, de la que hizo lectura en una tertulia bogotana en 1912. Se graduó de abogado y estuvo vinculado al Ministerio de Gobierno. A la pasión de la escritura, sumaba un sentimiento de afecto por el país. Bien podríamos decir, como se habla de manera coloquial, Rivera era “enfermo” por Colombia: debido a sus idas a la selva, contrajo una malaria cerebral, que finalmente causó su muerte. Esta sucedió en Nueva York, el 1 de diciembre de 1928.


Al servicio del Ministerio, recorrió varias veces la Orinoquía. Revisó los límites con Venezuela, se enteró y denunció las condiciones de vida de indígenas y colonos, así como las injusticias de que eran víctimas los habitantes de zonas excluidas. Conmovido por la Naturaleza, la gente y sus costumbres, encontró en esa región una mina temática para sus obras, que no fue extensa, pero sí excelsa. Tierra de promisión, un conjunto de cincuenta y cinco sonetos que cantan a la selva y los ríos, y La vorágine, que nos tiene de fiesta todo el año.


En la página de la Biblioteca Nacional (https://bibliotecanacional.gov.co/es-co/colecciones/biblioteca-digital/publicacion?nombre=Manuscrito+de+La+vor%C3%A1gine) promueven y comentan el original de esta novela publicada hace 100 años y convertida en clásico de la literatura, no solo colombiana. Dicho manuscrito fue adquirido mediante compra a un sobrino nieto del escritor y guardado en “la Sala Fondo Antiguo en Raros Manuscritos”. Es un cuaderno de contabilidad. La narración, escrita en caligrafía estilizada y letra cursiva, la del autor, no respeta las líneas verticales que establecen las columnas en las que los contadores suelen registrar ingresos y gastos. “Este cuaderno viajó conmigo por todos los ríos de Colombia durante el año 1923, sus páginas fueron escritas en las popas de las canoas y las piedras que me sirvieron de cabecera, sobre los cajones y rollos de cables, entre las plagas y los calores. Terminé la novela en Neiva el 21 de abril de 1924”.

 


La vorágine, con influencias del romanticismo y el modernismo, hace parte del realismo social. Del romanticismo se nota cierto sentimentalismo y vitalidad en la narrativa; del segundo, la inconformidad y el esfuerzo por renovar el lenguaje y hasta por experimentar con el género. Como artista del realismo social, Rivera puso en relieve los problemas de la gente; las condiciones de miseria y explotación.


Cuenta la historia de Arturo Cova y Alicia. Aquel, poeta de cierto renombre, pobre y mujeriego; esta, hija de una familia influyente y adinerada, una mujer educada a quien sus padres obligan a casarse con un terrateniente rico y viejo. Los personajes centrales se enamoran en la ciudad y deciden fugarse al Casanare para evitar que ella deba cumplir aquel destino indeseado. El novio impuesto consigue, mediante influencias, que Arturo sea condenado a prisión. En los llanos, los enamorados llegan al hato La Maporita y hacen amistad con Fidel Franco y Griselda, su mujer. Al poco tiempo, son víctimas del bandolero Narciso Barrera, un explotador de trabajadores, en cuyo poder caen las dos mujeres. Arturo y Franco van tras él. Comienza un viaje al infierno verde de la selva, donde conocen la esclavitud de los caucheros. Encuentran a Clemente Silva, un sujeto que cobra una importancia tal en el relato que se eleva casi a la condición de un personaje central paralelo.


Dicho en dos palabras, además de las aventuras de Arturo Cova por la Orinoquía y la Amazonía tras los pasos de Alicia, y la denuncia de las duras prácticas esclavistas en la explotación cauchera y la violencia entre diversos grupos, la gracia de La vorágine está en que, para su escritura, el autor recurre a varias corrientes literarias y a un manejo extraordinario del tiempo, que cambia a lo largo de la narración: se dilata o acelera según las situaciones. Un prólogo, tres partes y un epílogo conforman esta obra en la que se evidencia la experimentación literaria propia del modernismo, al contar con varios narradores —Arturo Cova, el autor, Helí Mesa, Clemente Silva y Ramiro Estévanez— que consiguen fragmentar el relato y romper la linealidad temporal del mismo.


Disparados hasta el final de esta obra maestra, dardos envenenados de maravilla van directo al corazón y al cerebro: “Último cable de nuestro cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!”.


viernes, 5 de abril de 2024

Meses de Gabo

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 5 de abril de 2024)


https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/meses-de-gabo-PC24152397


Marzo, por el cumpleaños de su nacimiento; abril, por el de su muerte son pretextos válidos para mencionar a García Márquez. Ah, y agosto por la novela recién publicada.

 


Marzo, abril y, ahora, agosto hacen parte del calendario de Gabriel García Márquez, la figura más importante de la historia de la literatura en Colombia. Los dos primeros meses permiten recordarlo, hablar de él y volver a maravillarnos con su obra. Nació en Aracataca, el seis de marzo de 1927. Murió en Ciudad de México, el 17 de abril de 2014.


Debo decir que este autor fue el primero que consiguió cautivar mi atención. La creación de Macondo, los personajes desmesurados, la realidad distorsionada, su estilo narrativo musical y adictivo fueron las “trampas” amables para tal seducción. La llave que abrió la puerta de las emociones fue La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, un conjunto de relatos macondianos, cuya lectura constituía una tarea escolar. El cuento que da nombre al volumen narra la historia de una niña esclavizada por su abuela, primero obligándola a realizar labores domésticas superiores a sus fuerzas y, luego, a prostituirse para conseguir dinero. Uno de los visitantes de la cama de Eréndira, tocayo del héroe homérico, llegó un día para salvarla: a su lado y sin importarle los riesgos, emprendió la odisea de la libertad. Este y los demás relatos, Un señor muy viejo con una alas enormes; La prodigiosa tarde de Baltasar; El último viaje del buque fantasma; Blacaman el bueno, vendedor de milagros; El mar del tiempo perdido… fueron instalándose en mi mente sin permiso para no salir jamás.


Aparte de las tramas envolventes sentía un encanto, un regusto dulce que permanecía al cerrar el libro. Me hacía prometer —y cumplir— un pronto regreso a la lectura. ¿Cuál era el secreto de aquella sensación indescriptible? Con más instinto infantil que conocimiento, por supuesto, comencé a responderme que se trataba de la manera propia de contar. El estilo, diría tiempo después.


Tras la cándida Eréndira… y unos libros más, con amigos conformé un grupo para “estudiar” las obras de Gabo publicadas hasta ese momento. No habían salido aún Del amor y otros demonios, Noticia de un secuestro, El general en su laberinto, Doce cuentos peregrinos, Memoria de mis putas tristes, El amor en los tiempos del cólera... Pero teníamos suficientes para solazarnos: Ojos de perro azul, Los funerales de la mama grande, El coronel no tiene quien le escriba, Relato de un náufrago, La hojarasca, La mala hora, Cien años de soledad, El otoño del patriarca, Textos costeños, Entre cachacos…


Nos maravillamos con los muertos flotando en la atmósfera acuosa del cementerio, en el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, que se posicionó desde entonces y para siempre como mi favorito entre los relatos del cataquero; Melquiades, el inmenso personaje y uno de los hilos conductores de la gran obra…; la competencia entre los comedores Aureliano Segundo y Camila Sagastume, apodada La Elefanta; el coronel alimentando un gallo como a un campeón mundial mientras él y su esposa morían de hambre; el personaje que se afeita con jugo de duraznos por falta de agua en Caracas; las cruces de ceniza que nunca se borraron de las frentes de los doce Aurelianos; Eva, la mujer que se cansa de su belleza y decide irse a vivir en el gato... Los argumentos, las tramas, sí, son maravillosos. Pero entendimos que la mayor magia estaba en el lenguaje. En las palabras que se suceden una tras otra sin esfuerzo, la musicalidad de las frases largas y en contrapunto con las cortas, las figuras literarias, sobre todo las hipérboles. Estas, absolutamente determinantes, como cuando dice en Del amor y otros demonios que el caballo del médico Abrenuncio Sa Pereira Cao murió de cien años de edad. Es la trampa, el anzuelo con sebo dulce en el que uno inevitablemente se pierde. Esas imágenes desmesuradas terminaron por ser inolvidables por efecto de hechicería literaria.


Después, supimos que el remedio para salir del embrujo, en nuestro caso que, además de lectores, queríamos emprender un camino de escritores, era someternos de inmediato y de por vida a una terapia intensa y extensa de lecturas de cientos de autores diversos, de todos los tiempos y lugares, que mostraran imaginarios y realidades distintas, y con lenguajes, obviamente, disímiles.


Falta contar que, dos años después de haberlo conformado, el grupo se disolvió. Uno de los integrantes manifestó que renunciaría en sus intentos de hacerse escritor. “Cada vez que me siento a escribir —reveló— me da la impresión de hacerlo ante un tablero de ajedrez. Al otro lado de la mesa, como oponente, está Gabo. Sé que jamás podré superarlo”.


Tal vez parezca exagerado, pero de tal grado es la influencia del estilo garciamarquiano. Un mar de arenas movedizas. Mientras uno más se mueve en él, más se hunde. Cuando se va de excursión por esas regiones, debe irse prevenido con un lazo para, cuando se sienta falsear el piso bajo los pies, pedirle a alguien que esté a salvo, ate la otra punta a un elefante entrenado para tareas de rescate. Un paquiderno que, con ciertas órdenes, logre sacarlo.

 

Por sus cumpleaños, varias veces busqué su sombra en Aracataca. Sigue intacta. La casa natal, museo que rememora los primeros once años del escritor, antes de trasladarse con su familia a tierras sucreñas; parientes reales e imaginarios;  vecinos añosos colmados de evocaciones de infancia, como Luis Carmelo Correa, el Fello, quien lo recuerda tímido y, a diferencia de los demás niños, siempre calzado; la biblioteca Remedios La Bella donde estudian su obra; el tren, que si bien no lleva y trae pasajeros ni bananos, sino carbón, se hace sentir en todos los rincones del pueblo como un demonio ruidoso; la Calle de los Turcos; galleras; el Puente de los Varados… Y en los billares, conversaciones permanentes sobre su figura mítica.


Lo saludé un día en Cartagena de Indias durante un Hay Festival, después de haberlo buscado sin éxito en su casa. Sin embargo, al caer la tarde, mientras hablaba con William Ospina en el patio del Claustro de Santa Teresa, lo vimos entrar con su esposa, Mercedes, y otras personas. Ospina había leído hacía poco tiempo un borrador casi definitivo de Vivir para contarla y tenía amistad con el Nobel. Nos acercamos. Sencillo y con la familiaridad de quien me hubiera conocido por años, me invitó a sentarme a su lado. Hablamos de literatura (“suele ser mejor que la existencia muchas veces”; de periodismo (“por delante de este oficio no hay otra cosa”; de la vida cotidiana (“el clima del trópico es una bendición incomparable”)…

 

Pocos creadores tienen la fortuna de haber propiciado la invención de palabras por parte de sus lectores y el público en general. Vocablos que ayudan a explicar el mundo o, por lo menos, una situación. Cervantes, gracias a su gran personaje, motivó el término “quijotada” para señalar una acción difícil, noble y desinteresada que alguien hace en favor de otras personas; Dante, por ese Infierno y ese Purgatorio de su Divina Comedia, tan horribles, llevó a calificar de dantesco lo que resulta espantoso; García Márquez condujo a nombrar de macondiano lo que resulta irreal o absurdo. Esto es parte de su legado notable.


El más universal de los escritores colombianos está entre quienes nos han enseñado a cantarle a la realidad disparatada y violenta de nuestros pueblos latinoamericanos, al paisaje exuberante, a las costumbres mágicas, al folclor… Hay lectores que encuentran más bella o contundente Cien años de soledad; otros, El amor en los tiempos de cólera; los demás, Crónica de una muerte anunciada o El coronel no tiene quien le escriba. Hay quienes hallan más legible Doce cuentos peregrinos, por ser historias del mundo vistas con ojos de latinoamericano… Hay obras para diversos gustos. Y quienes no celebran su obra, tampoco niegan su calidad.

 

Ah, queda por hablar de agosto, el otro mes del calendario garciamarquiano por En agosto nos vemos, la novela recién publicada. Si bien no quisiera empañar este texto hablando de asuntos de baja talla, sé que algunos no justificarían el que no refiriera unas palabras a la novela que había permanecido inédita hasta este año —salvo por unas páginas iniciales que habían salido hace tiempos—. Sobre todo porque es tema de moda. Se trata de una historia atractiva, en la que el personaje central, una mujer en sus cincuentas, acude sola cada año a alguna isla del Caribe, procedente de algún lugar del continente, a ponerle flores a la tumba de su madre y a contarle sucesos familiares acaecidos en los doce meses anteriores. De pronto, a partir de una de las visitas, al motivo fúnebre se suma una aventura de infidelidad sin explicaciones, como históricamente ha sido común entre numerosos autores con personajes masculinos. La magia arrolladora de García Márquez está ausente. Los personajes quedan sin desarrollar y los hechos sin mayor verosimilitud. Se diría que él hubiera abandonado su escritura y refinamiento, quien sabe por qué motivo. Este texto no suma a la inmensidad del creador. Por supuesto, tampoco le resta, porque la mayor parte de las obras del cataquero son grandiosas y una novela de inferior calidad no es luna capaz de eclipsar un sol radiante.


En agosto nos vemos

(Columna Río de letras publicada en el diario ADN en la semana del 1 al 7 de abril de 2024)

 


En la mente y las manos, García Márquez tenía una obra notable. Con refinamiento, hubiera podido hacer de ella una buena novela. Quizá extraordinaria, como varias suyas. Sin embargo, algo le impidió pulirla. ¿Los viajes continuos? ¿La enfermedad? ¿Acaso le contó a alguien el argumento de un trabajo en ciernes y dejó de parecerle una idea genial, le perdió el gusto, la motivación para escribir, tachar, devolverse, reescribir; en suma, para realizar la tarea creativa que requiere paciencia de monje? A mi juicio, esto sucedió con En Agosto nos vemos.


Una mujer viaja cada año a una isla caribeña a remover la tierra de la tumba de su madre y ponerle gladiolos frescos. Cierta vez añade a este motivo una aventura de infidelidad sin explicaciones. El argumento no tiene problema, pero el relato carece de la magia arrolladora de Gabo. Quien ha leído sus obras, ficción y periodismo, ha delirado con escenas de maravilla. Por eso, sabe que tal relato quedó crudo. El título está en desventaja. Los personajes no se desarrollan, se sabe poco de ellos. No tienen alma y se olvidan al cerrar el librito.


No digo que Gabo escribió una novela mala, sino que no la terminó. No porque no hubiera contado la historia; ahí está. Solo que, a partir de eso, debía desarrollar atmósferas, caracterizar personajes, mostrar escenas, afinar lenguaje…


Infeliz quien acuda por vez primera a la creación de García Márquez a través de una pieza inacabada, habiendo varias magistrales. Por eso, creo, se debe leer al menos dos obras de cada autor, si se quiere formar un criterio.