(Comentario publicado en el diario ADN, el 27 de agosto de 2021. Esta es una versión sin editar)
Cóndores
no entierran todos los días, de Gustavo
Álvarez Gardeazábal, es un viaje a la realidad a bordo de la nave de la ficción.
Esta novela, una de las obras clásicas de la literatura colombiana —clasificación
privilegiada que obviamente no es abundante— celebra 50 años este 27 de agosto.
Creo no
equivocarme al señalar que el tema de La Violencia, ese período aciago de la
vida nacional sucedido oficialmente entre finales del decenio de 1940 y finales
del siguiente y caracterizado por la enconada guerra entre conservadores y
liberales, muchas personas lo entendimos más, o por lo menos con mayor claridad,
por Cóndores… que por los libros de
historia.
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Ediciones Unaula |
“Por
supuesto que el narrador es un tulueño —confirma el autor—. Somos cultores del
chisme contado con pizcas de humor”.
Si miramos
bien, así contamos las historias los colombianos en general. Colmadas de
detalles y haciendo comentarios de personajes o circunstancias que parecen no
tener relación directa con el tema. Quien relata debe estar atento, pues corre
el riesgo de irse por uno de esos caminos secundarios del cuento, y estos bien
pueden ser trochas que conducen a lejanas tierras o vías sin salida; es preciso
que haga la anotación y se salga de allí para retomar el rumbo principal y, con
este, el hilo narrativo.
Por supuesto, a este saber adquirido por estar inmerso en la cultura tulueña, se sumó el conocimiento académico sobre literatura. Así lo indica Gardeazábal:
“Durante mi
carrera universitaria estudié mucho la teoría alemana del punto de vista de la
narración. Y apliqué su reconocimiento en la lectura de Thomas Mann (con quien
me identificaba mi nihilismo nato y aprendido), de Proust, de Flaubert y de los
novelistas rusos”.
El personaje narrador
de Cóndores… resulta irreverente hacia
la figura del narrador como ser todopoderoso, omnipresente, omnisciente, que
todo lo sabe, habitual en la literatura. Y al decir que tal vez sean varias
voces unidas, recuerda entonces el coro griego. Sí, ese que en las tragedias
hacía de personaje intermediario entre el poeta y los espectadores, se
involucraba en las acciones y ayudaba a entender el significado de los
acontecimientos. Solo que en Cóndores…
no solo hace de intermediario, comenta y ayuda a entender los sucesos, sino que
narra la historia.
“Por supuesto
también que es un coro —confirma Álvarez Gardeazábal—. Todos hablan y van
enlazando una narración con la otra. Así se narra aun verbalmente en las
fiestas donde los tulueños se encuentran”.
Y al
mencionarle tragedia —que Cóndores… lo
es, cómo no— y coro griego, el escritor se anima a complementar su comentario:
“Discutiéndolo
con alguna profesora polaca hace unos días y quien me ha estado
estudiando, veíamos cómo el coro hablado no tiene libreto, se desarrolla solo y
sobre sí mismo para arrebatarle el poder al autor y dejar sin parpadear al
lector convenciéndolo de la verosimilitud del relato. Tal vez allí resida la
gran capacidad de la novela para haber trascendido la historia”.
Radiografía
nacional
El Cóndor,
jefe de los pájaros, es decir, de los conservadores combatientes de liberales,
es León María Lozano, vendedor de quesos de la galería de Tuluá. Pero más que
este, Tuluá es el personaje central de la novela. Se personifica. Desde la
primera línea queda claro:
Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las diez y Agobardo Potes haga quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito donde la vida apenas se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en el cementerio”[2]. Y así sigue.
En Cóndores…, el lector va de un lado a
otro por Tuluá. Toma tinto en el bar Central; se demora en el parque Boyacá; cruza
el puente Blanco; entra a las casas de algunos personajes, como la del propio
León María, con patio grande donde él podía abrir los brazos plenamente en
busca del aire que le negaba el asma; la galería del mercado, donde ese hombre
tenía su puesto de quesos; va a misa de once los domingos en la iglesia de San
Bartolomé; visita la librería de Marcial Gardeazábal… Se mueve sin
restricciones —aunque aterrado por las matanzas— por ese pueblo, y un poco
también por parajes de Riofrío.
Además, recorre lugares del alma, no solo de los tulueños sino de los colombianos en general. Por una parte, los descubre solidarios ante las dificultades materiales de los vecinos; compasivos con los adoloridos, y confiados, sociables y alegres, como si la vida fuera endemoniadamente fácil. Por otra parte, los encuentra obtusos, al seguir un partido político sin entender por qué, y hacerse matar por líderes que nada tienen que ver con ellos; e indiferentes, puesto que no les importan las víctimas de la barbarie, mientras no sean familiares o amigos.
Por esto, en la novela, la gente prefirió creer por mucho
tiempo, incluso después de saber la verdad, que “a los liberales los estaba
matando el jinete del Apocalipsis”[3]
(pág. 82). También los halla increíblemente ingenuos, pues creen en la libertad
de expresión, y dueños de una doble moral que les permite ser, al mismo tiempo,
cristianos y matones o, si no matones, indiferentes con las matanzas.
Todo esto
campea en la Tuluá de la novela hasta que Gertrudis Potes le paró el macho al
Cóndor asesino. Y ahí sí, los tulueños, al menos muchos de ellos, cayeron en la
cuenta de que debían decir basta de violencia. Antes, no.
Ajusticiados
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Gustavo Álvarez Gardeazábal |
Denunciar. Este es el verbo que define la obra literaria y periodística de Gardeazábal. Denunciar desde la ficción y la no ficción.
Cóndores no entierran todos los días, su segunda novela, es entonces su segunda denuncia literaria.
Otras son, por ejemplo, Los
sordos ya no hablan, sobre la desidia de gobernantes ante la inminente erupción
del volcán Nevado del Ruiz, que estaba anunciada, y La misa ha terminado, en la que aborda el tema de los curas
pederastas.
Cuando publicó
Cóndores… en 1971, los
acontecimientos narrados todavía estaban frescos. Muchas de las personas
aludidas en la obra estaban vivas. ¿Cómo recibieron la novela?, le preguntamos
al autor. Él responde:
“Hay
numerosas anécdotas de las protestas de quienes trasloqué en la narración.
Hasta reclamos de personajes que gozaban de perfecta salud y yo había
ajusticiado en la novela. De actores, como el Tuerto Celin, que en vez de
enfrentarme prefirió dialogar como si fuera el abuelo y yo su nieto. Pero
también hay numerosos escritos estigmatizando la novela al estilo colombiano.
Todavía escriben contra ella calificándola horrorosamente”.
La obra que
ahora cumple cincuenta años está más vital que cuando apareció por primera vez
y, gozosamente, es leída especialmente por adolescentes colegiales. Por tanto,
para muchas personas, es puerta de entrada a la formación del gusto por la
literatura.
Comencé estas líneas afirmando: Cóndores… es un clásico colombiano. No lo digo de manera descuidada. Lo hago en el sentido en que lo expresa Italo Calvino, el escritor italiano: un clásico “es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”[4].
A esta definición añado: es una obra fundamental por su contenido y
tratamiento; su lectura enseña y sus relecturas aportan más elementos de análisis.
Pero dejemos
que el autor cierre esta nota expresando cuánto le debe a la novela escrita en la
ciudad universitaria de Torobajo, en Pasto, hace medio siglo:
[1]
Álvarez Gardeazábal, Gustavo. Cóndores no
entierran todos los días. Edición conmemorativa 50 años, Ediciones Unaula,
Medellín, 2021.
[2]
Ibid
[3]
Ibid
[4] Calvino,
Italo. Por qué leer los clásicos.
Editorial Siruela, 2012
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