miércoles, 8 de septiembre de 2021

Gardeazábal, a vuelo de cóndor

(Comentario publicado en el diario ADN, el 27 de agosto de 2021. Esta es una versión sin editar)


Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, es un viaje a la realidad a bordo de la nave de la ficción. Esta novela, una de las obras clásicas de la literatura colombiana —clasificación privilegiada que obviamente no es abundante— celebra 50 años este 27 de agosto.


Creo no equivocarme al señalar que el tema de La Violencia, ese período aciago de la vida nacional sucedido oficialmente entre finales del decenio de 1940 y finales del siguiente y caracterizado por la enconada guerra entre conservadores y liberales, muchas personas lo entendimos más, o por lo menos con mayor claridad, por Cóndores… que por los libros de historia.


Ediciones Unaula
Creo que entre los numerosos aciertos de la novela están el punto de vista, la voz narradora y el tono. El punto de vista es el de los tulueños de a pie; la voz narradora, la de un tulueño común y corriente, o más bien muchos unidos en una sola voz, y el tono, el de un tulueño chismoso sentado en el bar Central (“¡Ah…! también dijo Poncho cuando lo vio en la puerta de su casa. Don León, cuánto gusto, dizque alcanzó a decir, dice doña Midita de Acosta en una de sus recitaciones lunares, porque a ella se lo contó Magola Jaramillo, que vivía al frente y desde la ventana de su casa lo vio todo”[1] (pág. 47 y así todo el libro).


“Por supuesto que el narrador es un tulueño —confirma el autor—. Somos cultores del chisme contado con pizcas de humor”.


Si miramos bien, así contamos las historias los colombianos en general. Colmadas de detalles y haciendo comentarios de personajes o circunstancias que parecen no tener relación directa con el tema. Quien relata debe estar atento, pues corre el riesgo de irse por uno de esos caminos secundarios del cuento, y estos bien pueden ser trochas que conducen a lejanas tierras o vías sin salida; es preciso que haga la anotación y se salga de allí para retomar el rumbo principal y, con este, el hilo narrativo.


Por supuesto, a este saber adquirido por estar inmerso en la cultura tulueña, se sumó el conocimiento académico sobre literatura. Así lo indica Gardeazábal: 


“Durante mi carrera universitaria estudié mucho la teoría alemana del punto de vista de la narración. Y apliqué su reconocimiento en la lectura de Thomas Mann (con quien me identificaba mi nihilismo nato y aprendido), de Proust, de Flaubert y de los novelistas rusos”.


El personaje narrador de Cóndores… resulta irreverente hacia la figura del narrador como ser todopoderoso, omnipresente, omnisciente, que todo lo sabe, habitual en la literatura. Y al decir que tal vez sean varias voces unidas, recuerda entonces el coro griego. Sí, ese que en las tragedias hacía de personaje intermediario entre el poeta y los espectadores, se involucraba en las acciones y ayudaba a entender el significado de los acontecimientos. Solo que en Cóndores… no solo hace de intermediario, comenta y ayuda a entender los sucesos, sino que narra la historia.


“Por supuesto también que es un coro —confirma Álvarez Gardeazábal—. Todos hablan y van enlazando una narración con la otra. Así se narra aun verbalmente en las fiestas donde los tulueños se encuentran”.


Y al mencionarle tragedia —que Cóndores… lo es, cómo no— y coro griego, el escritor se anima a complementar su comentario:


“Discutiéndolo con alguna profesora polaca hace unos días y quien  me ha estado estudiando, veíamos cómo el coro hablado no tiene libreto, se desarrolla solo y sobre sí mismo para arrebatarle el poder al autor y dejar sin parpadear al lector convenciéndolo de la verosimilitud del relato. Tal vez allí resida la gran capacidad de la novela para haber trascendido la historia”.

 


Radiografía nacional

El Cóndor, jefe de los pájaros, es decir, de los conservadores combatientes de liberales, es León María Lozano, vendedor de quesos de la galería de Tuluá. Pero más que este, Tuluá es el personaje central de la novela. Se personifica. Desde la primera línea queda claro:


Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las diez y Agobardo Potes haga quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito donde la vida apenas se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en el cementerio”[2]. Y así sigue.


En Cóndores…, el lector va de un lado a otro por Tuluá. Toma tinto en el bar Central; se demora en el parque Boyacá; cruza el puente Blanco; entra a las casas de algunos personajes, como la del propio León María, con patio grande donde él podía abrir los brazos plenamente en busca del aire que le negaba el asma; la galería del mercado, donde ese hombre tenía su puesto de quesos; va a misa de once los domingos en la iglesia de San Bartolomé; visita la librería de Marcial Gardeazábal… Se mueve sin restricciones —aunque aterrado por las matanzas— por ese pueblo, y un poco también por parajes de Riofrío.


Además, recorre lugares del alma, no solo de los tulueños sino de los colombianos en general. Por una parte, los descubre solidarios ante las dificultades materiales de los vecinos; compasivos con los adoloridos, y confiados, sociables y alegres, como si la vida fuera endemoniadamente fácil. Por otra parte, los encuentra obtusos, al seguir un partido político sin entender por qué, y hacerse matar por líderes que nada tienen que ver con ellos; e indiferentes, puesto que no les importan las víctimas de la barbarie, mientras no sean familiares o amigos.


Por esto, en la novela, la gente prefirió creer por mucho tiempo, incluso después de saber la verdad, que “a los liberales los estaba matando el jinete del Apocalipsis”[3] (pág. 82). También los halla increíblemente ingenuos, pues creen en la libertad de expresión, y dueños de una doble moral que les permite ser, al mismo tiempo, cristianos y matones o, si no matones, indiferentes con las matanzas.


Todo esto campea en la Tuluá de la novela hasta que Gertrudis Potes le paró el macho al Cóndor asesino. Y ahí sí, los tulueños, al menos muchos de ellos, cayeron en la cuenta de que debían decir basta de violencia. Antes, no.

 


Ajusticiados


Gustavo Álvarez Gardeazábal

Denunciar. Este es el verbo que define la obra literaria y periodística de Gardeazábal. Denunciar desde la ficción y la no ficción.


Cóndores no entierran todos los días, su segunda novela, es entonces su segunda denuncia literaria.


Otras son, por ejemplo, Los sordos ya no hablan, sobre la desidia de gobernantes ante la inminente erupción del volcán Nevado del Ruiz, que estaba anunciada, y La misa ha terminado, en la que aborda el tema de los curas pederastas.


Cuando publicó Cóndores… en 1971, los acontecimientos narrados todavía estaban frescos. Muchas de las personas aludidas en la obra estaban vivas. ¿Cómo recibieron la novela?, le preguntamos al autor. Él responde:


“Hay numerosas anécdotas de las protestas de quienes trasloqué en la narración. Hasta reclamos de personajes que gozaban de perfecta salud y yo había ajusticiado en la novela. De actores, como el Tuerto Celin, que en vez de enfrentarme prefirió dialogar como si fuera el abuelo y yo su nieto. Pero también hay numerosos escritos estigmatizando la novela al estilo colombiano. Todavía escriben contra ella calificándola horrorosamente”.


La obra que ahora cumple cincuenta años está más vital que cuando apareció por primera vez y, gozosamente, es leída especialmente por adolescentes colegiales. Por tanto, para muchas personas, es puerta de entrada a la formación del gusto por la literatura.


Comencé estas líneas afirmando: Cóndores… es un clásico colombiano. No lo digo de manera descuidada. Lo hago en el sentido en que lo expresa Italo Calvino, el escritor italiano: un clásico “es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”[4].


A esta definición añado: es una obra fundamental por su contenido y tratamiento; su lectura enseña y sus relecturas aportan más elementos de análisis.


Pero dejemos que el autor cierre esta nota expresando cuánto le debe a la novela escrita en la ciudad universitaria de Torobajo, en Pasto, hace medio siglo:


“Me consagró. Tal vez por ello el epitafio en mi tumba que albergará mis restos en el Cementerio Museo de San Pedro dice: CÓNDORES NO ENTIERRAN TODOS LOS DIAS”.


[1] Álvarez Gardeazábal, Gustavo. Cóndores no entierran todos los días. Edición conmemorativa 50 años, Ediciones Unaula, Medellín, 2021.

[2] Ibid

[3] Ibid

[4] Calvino, Italo. Por qué leer los clásicos. Editorial Siruela, 2012

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