Salderrío, ciudad contada

 

Modelo para armar

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·         21. Jun 2008

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·         Narrativa urbana

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Hay mujeres que terminan de acicalarse en el auto, bien sea particular o de servicio público. Van aplicándose sus cosméticos ahí, como si tal cosa, como si ese espacio, el del transporte, fuera una extensión de su cuarto, de su baño o de su tocador.

Uno va ahí, entretenido, viendo el mundo pasar hacia atrás por la ventana de un bus que hace las distancias, cuando de repente, una chica llega derecho a sentarse al lado, con las piernas ladeadas hacia fuera, hacia esa callecita del medio. Está vestida de jeanes ajustados y si tiene blusa ésta queda cubierta por un suéter marrón cuya capucha está tirada hacia atrás.

¿Por qué no se sentará hacia delante, a mirar la nuca y la cabeza morada de la anciana que va adelante? Por fortuna no hay nadie de pie que pueda perturbarle su sentado. ¿Será acaso que le fastidia algo que vio en mí y no quiere arrimarse mucho? ¿Será que entre los dos hay una cucaracha?
La chica abre la cartera. Bueno, ese maldito bolso que no sé como diablos llaman.

Tan campante, va sacando un pintalabios. Y sí, con ese vaivén del bus, con los pares y arranques, con esa brincadera del carajo, más grave de lo normal si consideramos que el cajón de lata con ruedas va medio vacío, ella va modelando su boca. No mira en su espejo y ni siquiera en la lata brillante que es el espaldar de adelante. Como que sabe de memoria dónde tiene esa ranura cuyos bordes pinta. Borra una o dos veces con el pulgar cuando el movimiento, qué digo movimiento, la agitación –que a mí, que no me estoy pintando los labios ni nada, me trae que si hubiera desayunado estaría a esta hora… cómo decirlo… descomiendo, para hablar en los términos medio escatológicos de Lope de Vega- le tuerce el trazo, daña su dibujo.

¡Milagro, ya  aparece la boca! Estoy por pensar que esa tipa se subió al bus sin boca y sólo aquí la acaba de adquirir. ¿De inventar?

Hunde el pintalabios en el oscuro vientre de esa cartera y su diestra muy diestra, sin necesidad de que los ojos vean, saca un rubor. Sí, sí, rubor le dicen al polvo rojo que reemplaza la vitamina A que debería exteriorizar su rostro. Es una palabreja apropiada para ese elemento porque, de excederse en su aplicación, hace ver las mejillas como si la dueña estuviera ruborizada por algo. Bueno, y porque sirve para ocultar el rubor que pueda llegar a sentir quien lo use ante algunas cosas que vea o escuche, ¡Virgen santa!

Mejor dicho, el rubor de las mujeres siempre ha sido artificial. Pero ya está bien de pensar tanta pendejada. Lo que quiero decir es que la muy experta comienza a untarse polvo por toda la cara y hasta por la frente con ayuda de una esponjita. No me parece tanta gracia este paso, como el del pintalabios, porque aquí no hay que tener tanto pulso, tanta precisión para fabricarse una boca creíble y pulida. Las mejillas y el mentón y la nariz son espacios amplios en los que la almohadilla se pasea con rapidez, arreada por esa diestra diestra.

Me distraigo viendo afuera. Letreros. O formando palabras en la mente con las letras de las placas de los demás autos…

De pronto, en esa comedia mutante que pasa por la ventanilla aparece ante mi vista un taxi. Ah sí, es un carro-loco que está abreviando camino,  rodando en zigzag para evadir a los demás autos que al lado suyo son realmente unos lentejos.

Sin embargo, como le sucede a todos los apresurados que conducen como si estuvieran siendo acosados por el reboce de sus vejigas, tiene que detenerse ante la orden roja de los semáforos. Pero… ¡Esto es  una manía generalizada! Me queda en primer plano otra pájara –ésta de cierta edad- ¡en las mismas!

Tiene el pintalabios y el rubor y un lápiz oscuro descansando en sus piernas de seda. Como que su rostro ya fue intervenido por ellos. Ahora engrasa sus pestañas con pestañina. Ella sí está asomada a un espejito. Va observando cómo el cepillito del espejo peina las pestañas del espejo, con una calma que contrasta con el desespero que el conductor evidencia al conducir. Retiñe. Limpia rayitas perdidas con un pañuelo de papel. Tiene aspecto de secretaria, me digo. Porque hay gente a la que parece que le saliera un letrero que anuncia su oficio.

¡Pero esto no puede ser! Cuadras más adelante –ya casi llego al centro- veo una chica conduciendo un campero.

Aprovecha la parada ante un semáforo para pintarse, acudiendo para ello al espejito espejito retrovisor que mira hacia atrás desde el centro del auto.
Interrumpe, arranca, espera para pulir el brochazo en la siguiente parada. Pinta un abstracto.

Si los buses tuvieran ducha, iría uno hasta más entretenido viendo bañar a más de una.

Pero, después de todo, es una manía que resulta práctica, acorde con esta sociedad del corre corre, de la vida sin tiempo para nada, eso de ir por ahí arreglándose.

No se extrañen si un día me ven por ahí afeitándome en el taxi o en el bus, rumbo al trabajo. Simplemente, estaré en la onda.

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3 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/9c6bc992d91185bf59b09ffc7e20cb2a?s=45&d=identicon&r=GDiana   •  11 years ago

Me encantó.

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/c9fe390b71eba84b74d7bb75de2a68bb?s=45&d=identicon&r=GLAURA MONSALVE   •  10 years ago

GRACIAS POR HACERME REIR TANTO. BUENÍSIMO!!

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/c9fe390b71eba84b74d7bb75de2a68bb?s=45&d=identicon&r=GLAURA MONSALVE   •  10 years ago

DIOS BENDIGA GENTE QUE TE HACE REIR SANAMENTE. BUENÍSIMO!!

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Maniquíes mutilados

·         30. Jul 2008

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/07/dsc00843.jpgAlegorías de lo humano, los maniquíes poseen algo misterioso. Una incógnita parece iluminar sus miradas, sus gestos, sus movimientos congelados, sólo por el hecho de que los hemos dejado parecerse a nosotros, bípedos vestidos que damos la impresión de estar descongelados.

Obscenos. No, grotescos. Tampoco, crueles. No, no, más bien horribles. Así son los maniquíes mutilados, decapitados, decorporados que exhiben prendas en las vitrinas de la ciudad.

Un maniquí incompleto es un adefesio.

Si en el devenir de los tiempos, la especie –al menos ese sector comercial de la especie dedicada a vender los forros del cuerpo- ha decidido que tales muñecas y muñecos sean prototipos de lo humano, modelos, cada parte de ellos, por separado, no puede más que representar o ser prototipo de su correspondiente humana, también cercenada.

Tal vez por eso resulte molesto ver una parte, un muñón, un tronco sin brazos ni cabeza, una cabeza sin tronco, un pie apenas con tobillo…

No pueden ser menos que horribles esas piernas sin cuerpo, cortadas más abajo de la rodilla –así sean de pasta sintética; no de carne y hueso-, que exhiben calcetines, por bellos que sean los calcetines. Ni esas cabezas que “descansan” sin cuerpo sobre un armario sólo porque muestran un sombrero encintado. Ni esos torsos, por muy hermosos y erguidos que se noten los senos tras la breve tela o muy novedosas que sean las blusas que los cubren u ocultan.

Cuando uno pasa en la mañana por las tiendas de ropa y ve a las vendedoras vistiendo esas partes, le parece a uno que están cumpliendo la labor del forense, buscando partes en la vasta extensión del desierto donde un avión se ha siniestrado.

En breve, tal vez para economizar plata, veremos una oreja en un escaparate: en ella exhibirán un arete. Un dedo para un anillo. Una nariz para un pañuelo. Dos ojos para unas gafas de Sol -ah, claro, pero necesitan dos orejas y una nariz para empotrarla y ya estamos gastando mucho: tres partes del cuerpo-. Una muñeca para una pulsera. Un cráneo para un sombrero. Unos labios para un labial. Una rodilla para una rodillera. Un mechón de cabello para una hebilla. Una tetilla para un piercing…

En un país donde la motosierra no es solamente la herramienta con la cual se tumba la selva para que la ciudad avance, las partes cercenadas de cuerpos no consiguen otra cosa que llevarnos a espectáculos de horror, embellecido a duras penas por unas prendas, por unos trapos, como la flor que el pasajero arroja al lugar de la barbarie.

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Y Raúl se abrazó a la piedra

·         21. Jul de 2008

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Me impulsó un factor y me abracé a la piedra. Y en la roca encontré la figura.

Ese factor fue la necesidad y tuve que aprender solo a esculpir la piedra talco porque nadie le enseña a nadie. Todo el mundo es egoísta o tiene mucha ética y nadie le enseña a nadie.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/07/psoto3.jpg

Sí. Como le digo, ese factor fue la necesidad. Yo me llamo Raúl Antonio Soto Correa. Tengo 57 años y soy escultor. Desde hace como veinte años me hago aquí en La Playa con El Palo. Al principio me ahuyentaba Seguridad y Control, sí, Espacio Público lo llaman hoy. Pero ya los agentes pasan de largo y me ven aquí, sacando un Botero, sacando un Arenas Betancourt y nada me dicen.

Arenas Betancourt es perfección, Botero es potencia.

Muchos años antes de abrazarme a la piedrita, hace como cuarenta años, yo hacía un dibujo -siempre dibujaba un tigre y lo hacía atacando porque había que ser impresionista- y salía a venderlo. Me daban 160 pesos y llevaba comida a la casa.

El impresionismo. ¿Sabe usted qué es el impresionismo?
Yo primero fui hippie, pero como los hippies tiran mucha marihuana me salí de eso y me metí a Bellas Artes. Y de allá me sacó precisamente el impresionismo. Un amigo mío leyó en un libro que compró en el centro: Ya empezó la verdadera tercera guerra mundial. Me lo pasó. A los pocos días él se envenenó para no presenciar el final. Yo lo leí y aunque pude controlarme, me encerré y me frustré. Dejé Bellas Artes. Al tiempo fue lo del factor que me impulsó a abrazar la piedra. Yo digo que el Gobierno debería observar bien el impresionismo, porque es un veneno para el pueblo.

Ya empezó la verdadera tercera guerra mundial. Recuerdo que un hombre salía por las calles con un letrero colgando sobre el pecho: “yo soy el Adán del Fin del Mundo”. Yo le decía: ¡usté está loco, viejo!

Más bien aquí, sentado en esta caneca, esculpo a Botero pues él es el que rueda ahora en este mundo. En las tiendas de artesanías prefieren un feo Botero que un buen Arenas.
La piedra me la trae un tipo de Yarumal. Viene en bloques. Con esta sierra la corto y con este cuchillo zapatero busco la forma. La tengo grabada dentro de mí. No uso modelos.

Hago búhos. Los he visto en el zoológico una o dos veces y con eso me basta. El mío no tiene que ser igual al de la Naturaleza. Los búhos son sabiduría. No se posan nunca sobre hojas verdes; sólo sobre hojas secas, que se parecen a su plumaje. Y no comen sino cuando están solos.

Ese cerdo se llama “La cobija del pobre”. Los campesinos duermen con los marranitos y es lo último que venden, para tener calor.

Ese caballito en movimiento como los de Arenas Betancourt, se llama “El transporte del pasado”. Pero en el futuro, cuando se acabe la gasolina, será “El transporte del final”. En el caballo llegaron casi todos y algunos no llegaron.

Los elefantes, que a veces hago -ahora no tengo ni uno; es que se me está acabando el material- son “La memoria de los montes”. Nunca les envejece la memoria. Son animales fuertes y tiernos a la vez.

Las pirámides, como éstas que acabé de hacer tan fácil como nada, tienen su historia. Sólo le digo esto: todo teme al Tiempo y el Tiempo teme a las pirámides.

¿La rana? Esa rana la tiene uno que dar por seis u ocho mil pesos, cuando debiera de valer 20 ó 30 mil. Vea el envejecido que le doy con betún negro. El betún es humilde: aporta el brillo y luego desaparece. Y pone en fuga las gotas de agua.

Colombia no carece de artistas, sólo que no hay quien los valore. El artista hace la rana y la gente le pone el precio.

¿Usté cree que yo me amaño en la casa? ¡No, en la casa a uno no lo quiere nadie! En cambio en la ciudad la gente pasa, habla con uno, le dice “vos trabajás muy bonito, negro”. O le dan dos o tres mil pesitos, que “ve, tomá para el cafecito”, aunque no le compren una pieza. O se sientan a conversar, que esto, que aquello; porque esa es otra forma de valorar al artista.

Por eso es que llego temprano. Esa es mi cicla. Es una Hero Bikes. La recuesto en el basurero. No la amarro con cadena. Yo estoy pendiente.

Como le digo, yo creo que la ciudad es la segunda madre del pobre.

 

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La juventud la pegan con babas

·         13. Jul de 2008

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/07/pcaracol-150x150.jpgOnce caracoles grises se mueven en una bandeja de madera, sobre un lecho de hojas de lechuga, en Palacé con Colombia.

Sí, diagonal al Parque de Berrío, en la cima de una mesa de dudosa estabilidad, se mueven con su ritmo de piedra, contradiciendo la efervescencia vital del lugar. Un tumulto de mujeres y hombres avanzando sin tregua en todas las direcciones, enredando las madejas de sus vidas en el ovillo del afán. Un caos de autos que rugen, pitan y resoplan gobernados por el semáforo de la esquina.

Ellos, los once caracoles grises, en sus movimientos limitados, van dejando tras de sí una vía láctea, un hilo lechoso que muchos llaman baba, como si esos seres se la pasaran escupiendo, cuando en realidad es un fluido que segregan por todo el cuerpo, que es del tamaño del puño cerrado de un hombre adulto.

Junto a la mesa, Ceneida Montenegro y Albeiro Agudelo, atienden la venta de baba de caracol.
No recogen la que van echando; no. Los tienen únicamente de exhibición y para que la gente se dé cuenta de que el producto es natural; que la baba es blanca y no transparente como hacen creer algunos otros que la venden por ahí chiviada y que por eso deben estar cambiando de sitio para que no los encuentren cuando les van a hacer un reclamo.

Bueno, y cuando alguien se antoja de tener de mascota un caracol de tierra, menos conocido como Helix Aspersa Muller, pues también se lo venden; vale 15 mil pesos. La semana pasada tenían 25 revolviéndose en esa bandeja; ya no tienen más que once.

La polución de la congestionada esquina y el Sol, que a veces no puede evitar, son los factores que impiden que Ceneida Montenegro use durante el día la baba de caracol en su cara.

De resto, lo aplica en otras partes del cuerpo que permanecen resguardadas con la ropa: una pierna, cerca del tobillo, y el antebrazo, cerca de la muñeca, pues en ambos sitios sufrió quemaduras. Con el exosto de la moto, la primera; con la plancha, la segunda. Y la crema del molusco le ha servido para cicatrizarlas -dice-, más rápidamente.

Sólo en la noche, cuando llega a casa y puede lavar la cara con agua y jabón -lo cual es imprescindible en el tratamiento-, unta el extracto de la secreción. Especialmente cuando aparece acné en su rostro, resultado de algún pecadito alimentario. “A veces como lo que sé que no debo comer -comenta la vendedora-: una arepita con mantequilla. Y claro, ahí me sale el granito. Pero con la baba, en dos días desaparece”.

“Niña -se acerca una mujer trigueña, portando bolso- ¿qué es lo que vende en ese frasquito?” Se refiere a una única botellita plástica blanca que apenas se echa de ver entre tantos tarros de baba. “Es aceite de caracol -responde Ceneida-. Sirve para curar las várices. Pero ahora no hay; me lo traen el fin de semana del laboratorio en Pereira”.

Entre tanto, Albeiro se ocupa de los protagonistas de esta historia. Los baña uno a uno, tomándolos en su mano y, al terminar, les echa trozos de zanahoria y banano. Él los lleva consigo a casa cada noche.

El hombre parece no escuchar a la mujer que habla con su compañera de trabajo, quien le cuenta que sufría de manchas en la cara y que nada le había valido hasta que, por no dejar y porque al fin y al cabo nada se perdía, le encargó a su padre un tarrito de babas, del más barato, para ensayar. “Todavía no se me ha terminado el frasco y mire cómo tengo la cara.” Todavía tiene unos pequeños mapas en las mejillas, pero dice que eso es nada en comparación con los que tenía.

Varias páginas de revistas y copias de fotografías que permanecen fijas en la parte superior de la mesa, bien podrían ilustrar lo que cuenta. Sobre las palabras antes y después, rostros enfermos y aliviados muestran el cambio.

La vida pasa, el bullir de esa esquina céntrica no da tregua.  Al mirar los caracoles, uno diría que, más que en las babas, debe ser en la lentitud, en esa eterna paciencia que ellos guardan el verdadero secreto de la juventud, que la gente persigue con afán.

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El nombre es la moral del viejo


07. Jul de 2008

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/07/dsc00834.jpgQué tranquilo el 42. El carepalo de Guillermo Escobar Carrillo es un Fargo azul y rojo, que por estos días permanece estacionado en Maturín, sin trabajo.

Su dueño le pintó ese letrero arriba de los vidrios parabrisas, “para darle ánimo al viejo”, dice el animista, refiriéndose a su camión.

Y explica que éste, con 66 años a cuestas, ha dado muchas yucas y todavía tiene que dar tantas otras -“pues tengo un hijo de 15 y hay que sostenerlo hasta los 18”-, así que debe darle moral al viejo.

“Ese letrero es para que no lo acosen. Si usté se quiebra un pie, no lo pueden apurar. Hay que darle tiempo. Igual sucede con el viejo: hay que esperarlo que el responde”.

De estos carros ya no hacen, cuenta Guillermo. Y anota que el mundo plateado que tiene de adorno en la trompa es original. Y que el puma congelado en veloz carrera -“¿sabía que es más rápido que un tigre y que una pantera?”-, no.

Guillermo es dos años menor que el “viejo” y su socio desde hace un decenio. “¡A cuántos no habrá enterrado ya!”

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/07/dsc00831.jpgEl Divino Niño hace dos viajes por semana a Vegachí. Este Ford F6 modelo 62, es conducido por Carlos Correa, un yolombino devoto de la Virgen del Carmen, cuya silueta negra tiene adherida al vidrio de la ventana del conductor, cree que con esta imagen y con la consagración del camión al Divino Niño, queda protegido. En 17 años que lleva al volante de diferentes carros, un par de ellos con éste -que es ajeno-, nunca ha tenido sustos en carretera.

A sus viajes a Vegachí, donde viven su esposa, María Eugenia, y sus cinco hijos, sale a las once de la noche. Y en algunos parajes solitarios por los que pasa, a veces llega a sentir miedo de que le salga algún malhechor. Reza algunas oraciones e invoca a la Virgen y a su Niño, y de inmediato se siente cuidado y el temor se ahuyenta de su mente y su corazón.

El Zorro es negro. Es el Ford Big Job F-900, modelo 56, que conduce Edward Muñoz.

La otra noche salió como a las 0nce de Amalfi -cuatro horas de trocha más allá del casco urbano de ese municipio del Nordeste-, cargado de madera, y llegó a Barrio Triste al amanecer.

Mientras los coteros descargaban a El Zorro, Edward descabezó un sueñecillo en la cabina.
 
“Así nos enseñamos nosotros: a dormir a raticos, mientras cargan o descargan”, dice el hombre, quien, como casi todos los camioneros, es animista. De ocho años que lleva en carretera, dos los ha compartido con este camión y “nos hemos entendido bien; no es cositero ni friega para nada, con diez o doce toneladas encima por esos caminos tan verracos, por esos tragadales”.

Lo del nombre, cuenta Edward que cuando lo hizo pintar de negro, se le pareció a uno de estos animales montunos. Y le hizo hacer una franja de un amarillo quemado en la trompa: “el bozo. Eso decimos nosotros”.

Y así como El Zorro, que el color determinó su nombre, Hernán Gómez nombro su Chevette El Palomo. No es tan común que a los automóviles los nombren, pero tal vez contagiado por el entorno de camiones madereros y pick-ups de acarreos, a los que sí suelen nombrar, él se animó a escribirle al suyo un remoquete, que, en ocasiones, terminan por decirle a él mismo.

El Palomo carga maderas también.

Al lado suyo está El Pastrana, un camión tan grande como El Zorro, en cuya carrocería, casi vacía, los coteros observan al conductor señalando con una rayita de tiza blanca cada una de las rastras de madera que faltan por bajar. Y por la esquina cruza Valentina.

De Nogales y qué! Es el desafiante letrero que ostenta el parabrisas de una volqueta Dodge, que al decir de algunos mecánicos, “dejaron botada” en una esquina de Barrio Triste, hace más de un mes. Tal vez su dueño es un bugueño alborotado que ahora anda en apuros.

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Adán, el primero entre las flores funerarias


01. Jul de 2008

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“…Estación con fácil acceso al Hospital Infantil y al Cementerio San Pedro” -anuncian por los altavoces del metro.

Lóbregas opciones. Pero como vamos a ver a Adán, es preciso escoger el Cementerio.
Adán Atehortúa es uno de los primeros hombres, de los que hoy siguen hollando con sus pies el mundo, en establecer un puesto de flores frente a la puerta de esa última casa de patios amplios y jardines.

Que se dedicara a vender flores, más que todo para adornar las tumbas, no puede decirse que sea casual. Casualidades no hay. Él nació el 12 de noviembre de 1932. Sí, claro, en el mes de los difuntos.

Y otro dato que no puede despreciarse: su madre se llamaba María Rosa. Murió en el 73.
Por eso, aunque haya interrumpido por seis años ese destino -tal vez en nadie más quede tan bien usada esta expresión: destino- inexorablemente tenía que volver a sus flores de muertos.

Pero a él le gusta contar la historia al derecho, porque primero se nace, después se crece, luego se reproduce, durante todo el tiempo se goza y sufre y, por último se muere.

 http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/07/mflor1.jpg

Mientras ayuda a Esmely, el del puesto de la esquina, a quitarle con sus dedos los pétalos malos a 50 docenas de claveles que el hombre compró refrigeradas, después de dos meses de cortadas, o botar enteras las flores que están perdidas, dice que nació en Guarne, en la vereda El Sango y, aunque se dedicó en los primeros años, al lado de su padre, a cultivar maíz, en 1964 llegó a Medellín a trabajar con su primo, Jaime Ospina, quien más tarde fundaría la Floristería Kennedy, en un puesto que tenía en el Mercado de Guayaquil y después con él en la naciente empresa.

También dice que el problema de las flores refrigeradas es que duran mucho tiempo en el frío, pero cuando se sacan de allí, se acaban pronto.

Y allí, entre gladiolos y pompones, veía ir y venir a Alicia Gañán, una chica que se ganaba la vida cuidando a un par de viejos y debía pasar cada mañana por la Floristería en su camino hacia la tienda donde compraba leche y arepas. Y Adán aprovechaba “momentos de ocio” para echarle flores, hasta que se casó con ella.

Mientras habla, hay claveles que están perdidos del todo y van cayendo al suelo enteros.

Cuando Jaime Ospina se fue a ver margaritas desde abajo al San Pedro, en 1975, Adán quedó sin trabajo y decidió volver a Guarne a su oficio de horticultor. Se consolaba cultivando un breve jardín de agapantos, claveles y tules de novia, al pie de la casa, hasta que, a principio de los 80, otro de sus primos, Bernardo, lo volvió a llamar a la Floristería y abandonó para siempre la vereda.

Pero a la ciudad volvió sin su Alicia querida. Ella se quedó en Guarne y como él casi no volvió, se fueron dejando.
“Anteriormente se veía mucho la azucena, la estrella de Belén, el agapanto, el clavel, la extraña, el delfinio, la banda -que era una orquídea pequeña y con aroma-, el narciso…”

El 15 de abril –mes de las flores- de 1988, dejó la Floristería y el 16 ya estaba en el andén del Cementerio, que tenía piso de tierra, vendiendo sus propios ramos. “Más o menos de esa época para acá es que los arreglos se hacen con unas flores que antes no se veían: ginger, astromelia, ave del paraíso…”

Y esta rara ave estuvo volando de un nido a otro, vivió en Bolívar con Barranquilla, junto al Parque de Campo Valdés y en Sevilla, hasta que en este mismo barrio conoció a los Aguinaga, una familia que aprendió a quererlo tanto que se lo llevó a vivir con ella, a cambio de nada.

Por supuesto que él, aparte de algunos pesos, lleva las flores de los floreros.

Mercedes, una de las mujeres de esa casa lo ve como a un abuelo. Adquirió la costumbre de ir a buscarlo cada mañana en su venta, bajo los laureles, a la hora del desayuno y comer algún trozo de pan con queso que él le guarda.

Adán es la flor del trabajo. No descansa ni un día. Él cree que su labor es liviana y que por eso nunca se cansa.

“Y usté cree que yo me enrumbo. Qué va, nunca me ha gustado. La primera rasca fue a la edad de quince años con tapetusa con tamarindo. Eso fue con unos primos allá en Guarne. Después de eso, me gusta más ir a algún café por aquí cerca, tomarme un traguito y volver al trabajo. Cuando termino sí voy, me tomo tres o cuatro, y si hay piano tragamonedas, escucho tres o cuatro tanguitos. Después me voy a dormir”.

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Y en cuanto a dormir el sueño eterno, ¿usted cree que le da miedo la muerte? Ni piensa en ella. Tiene claro que las flores al muerto no le sirven de nada. Los vivos son los que se consuelan arreglando una tumba florida.

Y más que todo las tumbas de las madres. Dos o tres noches antes del Día de Madres, muchos floristeros son los que amanecen trabajando en sus mesas de granito, preparando arreglos para las tumbas de las madres muertas.

“¿La muerte? Siempre he sido sin agüero. Tengo 73 años. Trabajo y lucho, pero la muerte es lo de menos. Para qué tenerle miedo si ella siempre está ahí”.

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La voz de Buenos Aires es Chunchurria Estéreo

·         26. Ago 2008

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·         Narrativa urbana

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En Ayacucho, Buenos Aires reafirma su nombre porque huele a frituras.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/08/lchu4-300x281.jpg

Chunchurria Estéreo es Wilmar Echavarría

Y ese olor emanado de fogones protegidos con toldos blancos, se disfruta aun más cuando se llega a la venta de Chunchurria Estéreo. Pues él, un hombre siempre alegre, con cachucha, canta a pleno pulmón de cara a las carnes y al humo las canciones de Luis Alberto Posada.

Menos conocido como Wilmar Echavarría, Chunchuria Estéreo tiene siempre una canción para contestar. Para contar que trabaja día y noche, canta: Día y noche voy a tomar para disipar esta maldita pena.

Va revolviendo y partiendo con la espátula las tiritas de intestino, canta, mientras el hijo del dueño del fogón, Henry Calle, vierte aceite en silencio, como los demás fritangueros de los 40 puestos que hay en esa calle.

A Eduardo Miranda, conductor de Tax Ideal que casi todas las noches se acerca  a comer sin barjarse del auto, le canta viéndolo por la ventana ensartar los retacitos de tripa del platillo de icopor con un palillo de dientes.

Inaudito fuera que yo siguiera amándote así. Se acabaría mi orgullo y de seguro sería infeliz…


Ya cumplió su mayor sueño: cantar junto a su ídolo. Fue en un tablado de la última Feria de las Flores. El cantante percibió tal emoción en él, entonando sus canciones y situado bien adelante entre el público, que terminó por hacerlo subir al tablado y dejarlo cantar con él, delante del micrófono.

A las chicas bonitas que llegan a su venta, les canta. Y les dice que su chunchurria no engorda, que es “chunchurria light”. Y en voz más baja, complementa: ¡una barriga la hi… jue madre es la que saca!” Y ríe, porque él no para de reír.

Ni cuando está aburrido deja de cantar. Ni triste. Abre el negocio de tres de la tarde a dos de la madrugada y no importa la lluvia, el Sol, el frío, Wilmar canta. Ni siquiera dejó de cantar cuando se separó de su mujer y sus hijas y las dejó viviendo en su casa del Popular Número 2 y él se fue a vivir solo a Buenos Aires. Además, para qué amargarse, comenta, si las cuatro hijas se han manejado tan bien en la vida. Con decir que la mayor, que tiene 27, apenas quedó en embarazo a los 21. Total que no es una mala mujer. Y además, lo tiene de abuelo con apenas 43 años y muy pocas canas que ocultar con la cachucha de tela.

“Aburrido es cuando más canto. Ahí sí que me hago escuchar”.

Cuando se oiga el tañir de las campanas nadie sabrá por quién están doblando. Todos preguntan quién ha muerto esta mañana…

Ya Farid Montoya, un cantante del estadero La Clarita, que está situado a dos pasos de su toldo de frituras, lo ha llevado a cantar con él allí. Y, de su repertorio, le pasó canciones de Posada, para que las aprenda también. Hasta técnicas de respiración le ha enseñado en los últimos días.

Por eso es que Chunchurria Estéreo lo abraza mientras lo ve comer las tripitas de un vaso y le va cantando:

La vida va pasando lentamente. El mismo sol alumbra cada dia…

Y el cantante de La Clarira sonríe. Come y sonríe. Mientras tanto, el conductor de Tax Ideal mastica sin prisa, lo oye cantar, le ve los ojos cerrados de emoción y va asintiendo complacido con la serenata gratuita.

Veinte años han pasado desde que Wilmar cogió este oficio y este sitio. Veinte desde que dejó de vender cigarrillos Marlboro. Veinte desde que prestó servicio militar.

“Si viene a Buenos Aires y no come chunchurria -sostiene- más bien diga que no vino”.

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Junior da patentes de guía

·         19. ago

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·         Narrativa urbana

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Sebastián Jean Carlo Montoya (Foto Róbinson Sáenz)

Sebastián y Jean Carlo Montoya (Foto Róbinson Sáenz)

Buenos días. Mi nombre es Sebastián Montoya Flórez. Soy un niño guía de Santo Domingo. ¿Necesita una guía turística del barrio? Desde este mirador se ve toda la ciudad.

Esa construcción que ve allí, negra y en forma de roca, es la Biblioteca España. Fue diseñada por el arquitecto Giancarlo Mazzanti, un señor que tiene amigos en Italia. Yo no me acuerdo de haber visto al señor Mazzanti, pero él estuvo aquí. Fue  terminada en 2007. Tiene 5.500 metros cuadrados y costó 15 mil millones de pesos.

El metrocable hizo progresar el barrio. Tiene 27 torres y 100 cabinas. Y están pensando en extenderlo hasta Piedras Blancas, o sea el Parque Arví. Yo he ido por allá varias veces caminando con gente de por aquí.

Esto es, más o menos, lo que le digo al turista o al visitante cuando lo veo llegar.
También, si quiere, le doy un recorrido por el barrio y le muestro cosas, pero no entro a la Biblioteca porque allá hay otros guías. Hay unos que dicen sí y hay otros que dicen no.

Y las personas me dan lo que quieran: mil, dos mil pesos. Lo más que me han dado es 15 mil. El viernes pasado me hice 23 mil. Yo le doy la plata a mamá para ayudarle porque no le va muy bien que digamos vendiendo obleas en la esquina y ella, de ahí, me da para gastar en el colegio. Yo estudio aquí mismo, en el Campus Educativo Antonio Derka. Estoy en quinto de aceleración. A Junior sí le han llegado a dar hasta 50 mil en una sola guía.

Ese Junior fue el que me enseñó a trabajar. Me enseñó a saludar y las cosas que tenía que decir. Que hay que traerlos al mirador y desde aquí contarles para que vayan viendo todo. Es que él es grande: tiene 13 años como Luisa, mi hermanita, que también tiene 13 y está en séptimo; entonces ya sabe las cosas. Yo tengo once y soy guía desde hace un año.

Mi mamá se llama Elena. Ahora está en una reunión con la Alcaldía, allí, en la Biblioteca. Están hablando de unas casas que van a entregar. Es que nosotros vivimos arrimados donde mamita Gabriela. Ella nos quiere mucho pero a veces mi mamá alega con ella y dice que es mejor estar en otra casa, en la de uno, para evitarle rabias a mamita.

Los guías somos tres: Junior -que de verdad se llama Jean Alexis- y Darwin Humberto. Ah, mire, esa señora que está allá abajo, en ese balcón, es la mamá de Junior. ¿Ya le dije que Junior es primo mío? Sí, esa señora es mi tía.

Somos tres, pero podríamos ser cuatro. Hace tiempos me la pasé enseñándole a ese Mateo que también es primo mío. Andaba conmigo para arriba y para abajo.

Me acompañaba en las guías y nada que pudo aprender. Y no es que hablar con la gente sea difícil. Yo hablo con la gente como si nada. Pero él no sirve para esto. A él le da miedo. Suda y tiembla cuando habla como unas niñas de mi salón que cuando las sacan al tablero a dar alguna lección o a coger la tiza para algún ejercicio de matemáticas no salen. Les da miedo también entonces no salen.

Jean Carlo, mi hermanito, en cambio sí está aprendiendo. Se me pega toda la mañana, de nueve a doce que me paro yo aquí en el mirador a esperar visitantes porque en la propia estación del metrocable no nos podemos hacer porque el cela nos saca. Pero mi hermanito apenas tiene seis años y mi mamá dice que todavía no y que pongamos mucho cuidado, que uno no sabe quién es quién.

Este fin de semana vamos a trabajar muy duro y nos tiene que ir muy bien porque vamos a comprar tarjetas Cívicas para montar en metro.

Pero eso no es tan fácil: para ser guía hay que pedirle permiso a Junior.

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Los coleccionistas de todo

 

·         11. Ago 2008

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·         Narrativa urbana

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De todo. Hugo García y Marta Restrepo coleccionan de todo. Licores, aviones, soldados de porcelana, relojes, cámaras fotográficas, palillos mondadientes… De todo.

Ella dice que quien comenzó con la idea fue él. Llegó hace 22 años, cuando decidieron unirse, con dos costales llenos de aviones y autos; botellas de licores colombianos en miniatura, como aguardiente Néctar, ginebra Katía, ron Viejo de Caldas y otros, y de mezcladores. Y llenaron cuatro repisas de vidrio.

Pero ella también aportó sus porcelanas: angelitos, santos, soldados y animales.
Y la estrecha vivienda, de dos metros de ancho por unos doce de largo, situada en la calle 44 y marcada con el número 50-16, cerca al cementerio de Itagüí, se veía llena de adornos, sí, pero podían reunirse allí los amigos de Hugo, trabajadores, como él, de Coltejer. Oían música, se tomaban unos tragos y podían hasta bailar seis parejas al tiempo. Ahora también se reúnen, pero no bailan. No pueden.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/08/ptodo4.jpg“En esa cama hacíamos pereza”. “¿Cuál cama?”, les pregunto. Sólo veo una cantidad inverosímil de muñecos de trapo, en un espacio un poco más ancho que el de la entrada, bajo las escalas que suben a la casa del segundo piso. Y más arriba, en repisas, cerros de tazas y platos de loza y porcelana, como en un almacén. “Es que debajo de todo eso hay una cama –explica Marta-. Incluso cuando estaba brava, ¿no cierto, amor?, dormía en ella y lo dejaba a él solo en la otra”.

Marta comenta que aquí, en esta casa,  aprendió a caminar de lado. Y es que no de otra forma puede uno moverse en ese espacio. Si uno se mueve sin cuidado, hace sonar con los zapatos las botellas de cerveza de otras partes del mundo o tropieza con bastones y zurriagos. Y si manotea, puede hacer volar por el aire un avión, derribar una virgen o hacer que el mismo san José que tienen “para que no falte el pan” pierda el equilibrio y vaya a besar el suelo. O descuelga una camándula. “Ay, claro, los rosarios. Nos encantan. Y como yo soy tan devota, cuando muere alguien conocido, rezo. Guardo con esmero, en esta cosmetiquera, un rosario que me regaló mi mamá. Se lo dieron a ella cuando tenía diez años. Es de filigrana. Y si lo dejo afuera, se me envolata entre tanta cosita. Ella murió hace poquito, de 91 años y tres meses. Y la sacaron en la revista Bohemia porque fue nacida y criada en Itagüí”.

Muchas son las personas que piensan que esa casa es un almacén. Una de esas cacharrerías donde se encuentra desde un juego de agujas hasta uno de balones de fútbol; desde una bolsa de canicas peruanas hasta un juego de ollas de aluminio. Una reja protege la puerta, de manera que ésta puede permanecer abierta y ese universo de cosas, a la vista. Y por lo general, en medio de esa abundancia de objetos disímiles, sentados en sendas sillas de comedor, están sus dueños, Marta y Hugo, como reyes o esclavos rindiendo tributo a las cosas de los humanos.

Como todos los coleccionistas del mundo, sienten placer mirando los objetos. Observando cada detalle. Saben que mientras están ahí sentados, detrás, colgadas a la pared, están las copas de aguardiente, de guadua, de peltre, de porcelana y de cristal. Los relojes ensamblados en platos de tocadiscos y en balineras y en piñones y en platos de comida. Delante suyo, al otro lado del estrecho camino, las repisas que ella más valora: las de sus objetos de cobre y porcelana. No se cansan de mirar la campesina holandesa hecha del metal rojizo y que también es destapador. O las fundamentales nalgas de los elefantes de la suerte. O la sobria belleza del cáliz auténtico, el que les dejó un sobrino de Hugo que es cura y recibió de un sacerdote anciano algunos elementos. Ah, y la colección de candados de tamaños diversos.
Hay tantas cosas en la casa de Marta y Hugo, que la cama en que duermen permanece ocupada durante el día con bolsas y maletines que contienen la ropa que usan. De noche, deben quitarla para acostarse a dormir. El baño es igual: guardan algunas cosas en el suelo bajo la ducha, de modo que, al momento de bañarse, deben sacarlas.

“Algunos dicen que estamos locos –cuenta Marta-. En mi familia dicen que no compremos más cosas. Pero cuando salimos en la misma revista que mi mamá, se alegraron. Y, claro, lo más importante es que nosotros somos felices así”.

Pero eso de no comprar más cosas, les resulta imposible. Desde junio, Marta empieza a averiguar cuándo son los bazares de san Isidro de las iglesias, para no perderse ni uno. En un bazar, un plato puede costar quinientos pesos y uno tiene que aprovechar. Y cuando salen a puebliar, zurriago en mano, traen recuerdos. De Fredonia trajeron dos cajas de cigarrillos Cruz, de 114 unidades. Tenían que comprarlos: de esos no se consiguen por aquí. Ah, y una tortuga de porcelana en miniatura que vive debajo de un elefante.

La nevera, un monstruo grande en el que cabría un caimán, sostiene, en el lado que da al pasadizo, la colección de ángeles de cerámica.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/08/ptodo6.jpgA veces, cuando está de ánimo, Hugo saca de debajo de la cama una bolsa y de ella, una decena de envoltorios de papel periódico: navajas de lujo, manuales y automáticas. Hay una japonesa nacarada. Las va poniendo encima de la cama, una al lado de la otra, como para una exhibición. Disfruta viéndolas. Las ha conseguido de diversas formas. Algún muchacho le dice: “vea, don Hugo, quédese con esta navaja que mi mamá anda toda brava porque la compré”. Y le pide dos mil pesos por ella. Y Hugo, tomando una en la mano, la japonesa, juega al bandido: apuñala el aire de la habitación e imposta la voz para decir: ‘¡hey, guardame esto ahí!’ ‘¡Ay! Hasta cuándo?’

Plomadas, martillos, serruchos… Un centenar de pesebres sale de su escondite en diciembre a ocupar el sitio del cobre y la porcelana. La mayor parte de los objetos no se ven: están guardados porque no caben.

“No sé de dónde viene mi pasión por conseguir cosas y hacer colecciones –habla él, filosófico-. Tal vez sea un afán de tener hoy todo cuanto quise tener y no tuve cuando era niño. Porque mi hermano y yo tomábamos un trozo de madera, lo partíamos en dos, les poníamos ruedas y ahí teníamos nuestros carros. ¡Y a jugar por ahí!”

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Jaramillo: elfo y perifonista

·         04. Ago 2008

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·         Narrativa urbana

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/08/carlos-arturo-jaramillo.jpgAlejo Durán estaba visiblemente desesperado. Todo estaba listo para su presentación, en una caseta de Ayapel, pueblo de la zona donde era el rey. La plaza llena de gente, los músicos en la tarima del bazar de San Isidro, todo. Pero su bajista nada que llegaba.

Eran las ocho de la noche cuando el negro Jaramillo, bajista de Los Elphos, la agrupación que alternaría con él, se acercó para decirle: “maestro, yo conozco toda su música; venga a ver yo le hago el bajo”.

La gente bailó con El 039, Cachucha Bacana, Alicia Adorada, El Mejoral. Al terminar esa intervención, el costeño se acercó a Carlos Arturo, lo abrazó y le dijo: “¡Me has salvado! Me has salvado de quedarle mal a mis seguidores que me quieren tanto”.

Antes de eso se habían visto dos o tres veces en los estudios de discos Fuentes, ambos grabando álbumes con sus respectivas agrupaciones, “pero no creo que el maestro me recordara”.

Carlos Arturo Jaramillo tiene este recuerdo vivo y va hablando en el precario estudio que tiene en su casa paterna, en el barrio obrero de Envigado, mientras busca en vano al menos uno de los ejemplares de los discos de su grupo, Los Elphos, entre cientos de otros de carátulas coloridas. Es el estudio de grabación de los mensajes publicitarios que pregona por todas partes en su Renault 6 color café lechoso, pero que Rubén, su hermano, el bongosero, llama entre risas el “Mazda Sentra” (“Más daña´o que un verraco y sentra el agua por todas partes”).  Ahí están la consola de sonido, los bafles, los amplificadores, los micrófonos; hay cables por un lado y por el otro, el soporte metálico de los teclados del grupo, los platillos de una batería, unos tambores… Pero también hay un sillón mullido y amplio y dos armarios: uno, ese atiborrado de  discos y otro en el lado opuesto, un clóset sin puertas en el que se ve la ropa doblada en la parte alta y más discos en la parte baja.

Integrante de una familia en que la música y el sonido han sido fundamentales -su padre, Jesús María Jaramillo fue baterista de aires populares e integrante de una banda que había en Envigado, la cual muchos recuerdan como La Banda de Roque, en tanto que su abuelo interpretaba la lira y el tiple, y sus tres hermanos hombres son músicos: África, menos conocido como Orlando, quien tocara en la célebre pero extinta Discoteca Azteca de la calle Colombia; Rubén, el Negro que inventó los tambores, y Álvaro, quien en los años sesenta y setenta hizo parte de una agrupación conocida como Soul Malandra, nombre que hacía relación a un alma pilla-, no es raro ni desemparentado que dedique su tiempo a la música, con Los Elphos, y al perifoneo de anuncios publicitarios en su “Mazda Sentra”. Al menos, así lo cree, dice y vive él mismo.

Carlos Arturo comenzó en la música con un grupo de vallenatos, Aires de la Sabana, en su sector, que hacía las delicias en los bailes organizados por el templo de San Mateo, hace unos treintaicinco años. Eran fiestas para conseguir fondos para la parroquia; no para su construcción que se había efectuado ya, “sino que, usted sabe, las iglesias siempre siguen pidiendo plata”. Entonces tocaba la conga. Pero como dependían de un acordeonero y éste a veces incumplía, resolvió aprender a tocar este instrumento de fuelle.

Y, al evocar esos tiempo, suspendió la búsqueda del disco, dejó la habitación–estudio, se internó en otro sitio de la casa y, al momento, volvió al aparecer por el umbral sin puerta con un acordeón. Lo traía abrazado, lo colgó con las correas de sus hombros y comenzó a tocar, mientras hablaba.

“Éste es un instrumento incompleto. No tiene todos los tonos. ¿Usté no ha visto que cuando, por ejemplo, Alfredo Gutiérrez se presenta, tiene, además del que está ejecutando, otros acordeones en el suelo? Es por eso. Él va cambiando, y un instrumento le da unos tonos y el otro, otros. Es que, además, cuando usté oprime un botón, suena diferente cuando lo abre que cuando lo cierra, lo que lo hace un poco más complejo el aprendizaje”.

Ese grupo se fue desintegrando. Pero muy pronto fue que Fernando Calle, uno de los fundadores de Los Elphos, lo llamó y le dijo que aprendiera a tocar el bajo para que entrara al grupo. Los otros dos integrantes se retirarían. El uno, William Echeverri, se casaría y viajaría a vivir a Costa Rica; Luis Palacio, abandonaría la música para dedicarse por completo a la gnosis. Precisamente había sido Luis quien bautizó el grupo con este nombre en inglés de esos seres de la mitología escandinava, los elfos.

“El nombre es bonito. Un día leí en un periódico que los elfos son seres parecidos a los humanos, de apariencia frágil, con las orejas puntiagudas, a quienes les gusta mucho la música, el baile y la poesía y son muy diestros con el arco y las fechas. Viven en los bosques”.

Leyó que son nictálopes, de modo que se mueven con destreza en la profundidad de los bosques donde no llega la luz del Sol, y hasta de noche. Las elfas también son buenas para la lucha. Son legendarios los ejércitos de doncellas elfas que cabalgan a lomo de unicornios.

Una vez Los elphos fueron al municipio de Chiriquí, en el departamento panameño de David, a tocar en una feria agropecuaria, alternando con el vallenatero Plutarco Urrutia, el humorista Montecristo y la Banda Marcial del Ejército de Estados Unidos que custodiaba el Canal. De ese viaje recuerda los caballos de exhibición y, sobre todo, la maravilla que es ir en un avión sobre el istmo y ver por la ventanilla de un lado el Océano Atlántico y, por la del otro, el Pacífico.

Pero, musical y económicamente hablando, el que más le dejó fue el que hicieron a Nueva York, en 1981.

“Unos envigadeños montaron un restaurante en Queens. “El Rincón de los Recuerdos se llamaba”, y querían que tocáramos todas las noches durante los primeros dos meses de funcionamiento. Como la nuestra es una musiquita tan variadita y tan colombiana… Pasillos, boleros, bambucos… Allá había una emisora que pasa música parecida a la de Radio Reloj de aquí. Se llamaba Radio Wado. Pero ni siquiera ahí los colombianos tenían la oportunidad de escuchar lo que nosotros cantamos. Gustamos tanto que nos dejaron cinco meses. Una noche, Plátano, no sé si usté lo conoce, nos pidió que tocáramos un vallenatico clásico: “El almirante Padilla”. Yo le dije que ese acordeoncito que teníamos era muy malito y no se podía. No daba. Y que uno nuevo valía 550 dólares y no teníamos con qué comprarlo. “Tome la plata, lo compra y mañana nos toca la canción”, me dijo. Eso valió este acordeón y tiene entonces veintitrés años”.

Y, ahí parado, empujando sus gruesos labios con la lengua y a veces dejando asomar ésta entre ellos, comenzó a tocar un mosaico de arpegios de temas conocidos. No los cantó, pero cuando cambiaba de tonada, decía su título: El Almirante Padilla.., Dos mujeres…, La cumbia cienaguera…, Ay hombe…

Con la  plata de ese viaje compró también el Renault 6 modelo 76, pero no con la idea de trabajar en él, sino por puro placer. No obstante, transportaba en él algunos equipos del grupo y en él llegaba a sus presentaciones, pero no le había pasado por la mente la idea del perifoneo.  Ésta llegó más bien de terceros. Unos amigos suyos, dirigentes del Envigado Fútbol Club de ese entonces, entre los que se encontraban Javier Velásquez, Hernán Gómez Agudelo y Jairo Santamaría, se devanaban los sesos ideando una forma de hacer publicidad al equipo, todavía en la categoría Primera B, para que más personas lo acompañaran en los partidos. Algo distinto y menos engorroso que pegar carteles con engrudo en las paredes del sur del Valle de Aburrá. Uno de esos días, caminado por el barrio Primavera, cerca del estadio del equipo naranja, Carlos Arturo vio que venían esos personajes en el auto del tercero. Les hizo señas para que se detuvieran y así, sin pensarlo dos veces y como si siempre lo hubiera sabido, les fue diciendo: “¿qué tal si grabo un mensaje y salgo en el renolcito a difundirlo amplificándolo por todas partes?” “Hágale, mijo, que eso es lo que necesitamos”.

Jaramillo llegó a su casa y en cualquier equipo de sonido grabó unas palabras de invitación previamente preparadas y escritas en una hoja de papel.

Fútbol profesional. Este domingo, el partido Envigado Fútbol Club contra el Deportes Tolima.
Con su apoyo haremos del Envigado un club grande.
Niños menores de diez años entran con la camiseta.
Adultos boletas a cinco mil.

Dio vueltas a dos o tres kilómetros por hora, casi parado, y deteniéndose en las esquinas para dejar oír su mensaje. Y así siguió haciéndolo. Recorría calles de Envigado, Itagüí y Sabaneta con este sólo mensaje que se repetía cada que había partido, con la variante, claro está, del nombre del equipo adversario. Con el paso de los días fue que los comerciantes encontraron en el perifoneo de Carlos Arturo una manera efectiva de anunciar sus productos, de invitar a la gente de visitar sus almacenes, y los dirigentes de las Juntas de Acción Comunal, de convocar a sus reuniones y fiestas.

“Yo anuncio las ofertas de tiendas y almacenes de abarrotes, de las que venden artículos de temporada, como ahora los navideños y sigo con la invitación de siempre a los partidos del Envigado. Voy por todas partes. Perifoneo es el nombre de este oficio, porque peri viene de periferia y fono es sonido: sonido hacia la periferia”.

Hace años, Carlos Arturo fijó con un delgado lazo de polietileno, en la capota de su coche, sendos avisos en acrílico, uno para cada lado, que dicen: «Los Elphos. Todo en Música» y un número telefónico un poco desdibujado ya. En medio de ellos instaló dos cornetas o campanas de propagación de sonidos, montada cada cual en un imán y acompañadas por un bafle.

Aborda su auto. En la silla delantera del acompañante nadie debe sentarse. Está ocupada por una grabadora destapada, con la maquinaria a la vista. Está ahí y descubierta por razones prácticas: él puede ir vigilando que la cinta del casete no se enrede ni se rompa y solucionar el problema cuando suceda; además, para ajustar el sonido, manipulando algunas piezas con un destornillador de relojería que mantiene consigo.

El centro comercial las granjas. El Hueco de Envigado. Ubicado entre la Biblioteca y Comfama tiene para usted el más variado surtido en artículos para esta Navidad.

“¡Vos te ganás la plata ahí sentado!” Es lo que muchos le dicen. No saben lo que es estar cinco horas seguidas en este horno, bajo un Sol de mediodía y dando vueltas despacio por todas partes”. “¡Quitá ese podrido!”, le gritan los taxistas, a lo que él responde: “Qué pena, pero este carro da más plata que ése”. En el interior, costales forran el techo. “¡Jaramillo! –coinciden sus amigos-. ¡No vas a ser capaz de acabar con ese carro!” “Si pudiera cobrar siquiera cincuenta o cien pesos por cada saludo, estaría millonario”, comenta. Maneja mirando para todos los lados. Y hacia delante.

De pronto, después de un silencio en su conversación, pero no en el mensaje publicitario de voz metálica que vuela por el aire de las calles buscando oídos de gente, dice:

“Esa vez que leí esas cosas bonitas de los elfos en el periódico, leí también que son un poco mentirosos… Quedé un poco aburrido. Y yo quisiera decirle a todo el mundo: ¡yo no soy así!”

(Del libro El Arca de Noé. Biblioteca de Escritores de Envigado, 2007)

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9 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/a1dc857123d3bf33af760a93d069f36a?s=45&d=identicon&r=GRafael Alonso Mayo   •  10 years ago

Es una historia muy bonita, muy humana y real. Esa es la manera en que John hace de un personaje cotidiano una historia muy bien narrada, llena de emociones, éxitos y mucha realidad.

Saludos maestro

Rafael

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/e394b473f27c428e6a08cdc3ecdaefe7?s=45&d=identicon&r=GROBERTO PANIAGUA   •  10 years ago

Bello relato Saldarriaga :Hay un pequeño error la provincia panameña es Chiriquí y la ciudad capital se llama David,a propòsito en Panamà los nacidos en Chiriquí son como los paisas de Colombia trabajadores y echados para adelante .Saludos

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/2099e803b49e8a360b83752fd59189c5?s=45&d=identicon&r=Gguillermo agudelogonzalez   •  10 years ago

es una historia muy real con un personaje conocido por los envigadeños seguros de una gran talento musical y una inmensa calidad humana que lo ha llevado a ser reconocido como un personaje que deja huellas a medida que transcurren los tiempos

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4.    http://1.gravatar.com/avatar/7f2fbe23adf2f5b52e702fb2eda51934?s=45&d=identicon&r=GANDRES RESTREPO ANGARITA   •  10 years ago

Excelente articulo, para las personas que lo vemos a diario un buena forma conocer su historia.

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5.    http://0.gravatar.com/avatar/22cef2c38c3fcc208627e5b33dcb60d2?s=45&d=identicon&r=GBernardo Rivero Ramos   •  10 years ago

Que lastima que no se hubiera conservado la agrupación como LOS AYERS. Recuerdo que hace unos 30 años en un estadero que tuve en mi tierra,Buenavista (Córdoba) un LP con canciones como NEGRA DUDA Y LA NIEVE DE LOS AÑOS.Me gustó muchísima su música. Saludos al Negro Jaramillo.

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6.    http://0.gravatar.com/avatar/233941a2176b28887d32233591a4e21c?s=45&d=identicon&r=Gluis londono (NANO)   •  9 years ago

ese man es mi vecino,ojala todos fueran como es EL.le falto contar lo de la rifa del carro para que se murieran de la risa

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7.    http://0.gravatar.com/avatar/a784a86378fc45ffe25a1b0abb46b551?s=45&d=identicon&r=GCollege Scholarships For Students   •  7 years ago

Hi, I try to add your blog post to my RSS reader, but it looks like your Feed does not work properly. Try to repair it!

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8.    http://1.gravatar.com/avatar/586b886f9f91c988f2b3976b5d314496?s=45&d=identicon&r=GVictor Raul Ayala Buitrago   •  7 years ago

ME ALEGRO MUCHO SABER DE CARLOS ARTURO YA QUE TUBE LA OPORTUNIDAD DE SER BATERISTA DE SU GRUPO SOBRE LOS AÑOS 75 Y LOS 80 EL TIEMPO ES FUGAZ PERO LOS RECUERDOS PERDURAN SIEMPRE DESDE EUROPA LE DESEO A CARLOS ARTURO MUCHA SUERTE Y LO ADMIRO POR SU CAPACIDAD PARA SEGUIR EN LA LUCHA YA SABE QUE SE PUEDE COMUNICAR CONMIGO PARA QUE SIGAMOS EN CONTACTO UN ABRAZO TU AMIGO COMPAÑERO Y COLEGA RAUL AYALA.

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9.    http://1.gravatar.com/avatar/7ee5ae6a1da3318889fcb954ce07fa37?s=45&d=identicon&r=GJaneen Bonaccorsi   •  6 years ago

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·                     Da hambre rezar

·         29. Sep 2008

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Bandeja, pesebre, cazuela de fríjol, María Auxiliadora, chicharrón, sacerdote Ramón Arcila.

Ésta es la composición de un mural en Sabaneta, junto a la iglesia de Santa Ana.

Y así, hubiera querido o no su artífice o sin querer queriendo, este mural resumió la economía de este municipio, el más pequeño de Colombia.

En fondo blanco, de colores deslustrados y ya carcomidas por el tiempo, están esas imágenes religiosas. Los nombres de las comidas son letreros -esos sí muy lustrosos- intercalados entre ellas.

Pertenecen a un restaurante situado junto al templo, en el que se ve una cortina de chorizos y al pie del busto de José Félix de Restrepo, que hace equilibrio en un delgado pedestal.

Y pensar que ambas actividades nacieron el mismo día de 1968, cuando a Nevardo Montoya se le apareció la Virgen y se la hizo ver a los demás.

Y desde ese momento, el entonces abandonado corregimiento de Envigado, de calles polvorientas y escaso movimiento, comenzó a desarrollarse atrayendo turistas que rezaban y comían, comían y rezaban.

Así, pues, desde entonces, lo que expresa el mural es cierto porque en ese municipio de 15 kilómetros cuadrados hay por todas partes ventas de velas, chorizos, novenas, morcilla, medallitas, pasteles de pollo, escapularios, papitas fritas, imágenes, albóndigas, estampitas, arepas, medallitas, empanadas…

·         Agregar nueva etiqueta, arte público, Ciudad, john saldarriaga,Sabaneta

***

El fotógrafo de los recién nacidos;

·         19. Sep 2008

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·         Narrativa urbana

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Óscar Manrique cree que fue el azar el que lo empujó a tomar fotos a los recién nacidos en la sala de maternidad de León XIII.

Siempre había sido un fotógrafo social y, como tal, acudía los domingos a la capilla de la clínica a hacer las fotos de la ceremonia de bautizos.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/09/reiennacido-26.jpg

El nacimiento de un niño es siempre el nacimiento de una historia.

 

Un domingo como cualquier otro fue tanta la aglomeración de personas en el hospital, que Óscar decidió no esperar el ascensor para descender del octavo piso, cuando terminó su labor, sino bajar por las escaleras. Al pasar por el sexto piso, uno de los que ocupaba el área de maternidad, una mujer lo detuvo con un grito:_“¡Oiga! ¿Usted es fotógrafo?”

No esperó respuesta, innecesaria por demás, considerando que del cuello y sobre el pecho de Óscar pendía una cámara fotográfica y de su mano un maletín con las fotografías que debía entregar. “¿Puede tomarme una con mi hija recién nacida?”

Dicho y hecho. De modo que la jefe de enfermeras, Margarita, que por allí pasaba, al ver la escena de la fotografía, le sugirió en forma de pregunta: “Usted por qué no sigue viniendo a tomar fotos a tantos niños que nacen en esta clínica?”

Corría el año 1972 y en León XIII ocurrían más de 16 mil partos al año. A todas luces, era un buen negocio. Como un flash, él acogió la idea. Supo de inmediato que en ese momento lo había parido la suerte. De ahí en adelante no tendría que estar con su vieja Olympus, de barrio en barrio ofreciendo “el famoso telescopio”, una diapositiva que iba en el fondo de un portarretratos, la cual, para verse, debía arrimarse a un ojo. Podía decirle también adiós a las visitas a las iglesias para ofrecer fotografías de los sacramentos, con su Pentax K-1000.

Con una escarapela que certifica el permiso, la cual también pende sobre su pecho, como su cámara -que ya es una Minolta con lente de tres servicios: gran angular, normal y macro-, se ha paseado como Pedro por su casa por el área de maternidad ofreciendo su labor.

Incluso hoy, cuando la clínica atiende el 10 por ciento de los partos que en los 70, ven asomar su cabeza brillante y medio poblada de cabello gris, como la brocha de su bigote; sus gafas; su chaleco de motociclista y su maletín.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/09/recien-nacido-25.jpg

Casi por casualidad comenzó Manrique su ejercicio en la León XIII

Administrar saludos y sonrisas hasta el cuarto piso, descargar el maletín en la sala de espera, al cuidado de una fiera de icopor pegada a la pared y dirigir sus pasos hasta el escritorio de la enfermera de turno para preguntar cuántas parturientas hay.

Ah, doña Mariana Arcila está en la 405A. Cliente conocida. Llega a su puerta y golpea, a modo de anuncio, y asoma su cabeza y su cámara. La ve parada al pie de la cama, sin cansarse de mirar al bebé que duerme.

Ella, contenta y asustada como si fuera la primera vez que pariera, le insiste en que no obture su cámara hasta que no peine su cabello en riñas y él bromea diciéndole que es mejor así, con una figura auténtica de recién parida.

Es una niña, cuenta ella. La llamaremos Sofía. O tal vez Salomé. Óscar ha tomado la foto de sus otros seis hijos. “¡Pero esta vez espere al papá, que está por llegar! -le advierte-. Él también quiere una foto con la niña. La otra vez, cuando nació Mariana, usted se fue y no lo vimos más”.

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La miscelánea de las curiosidades

·         08. Sep 2008

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Si necesitas trampas para cazar vivos los ratones, ve a la Miscelánea de María Vargas. Ve antes de que se extinga.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/09/scacharros2.jpg

Pacho, cacharrero de la miscelánea María Vargas

También allá puedes encontrar las tradicionales trampas de golpe para ratón –las consabidas tablitas con sistema de resorte y garfio para carnada, que se activa cuando el roedor la muerde -, si no quieres cogerlos vivos. Nidos de pájaros, ajuareros de mimbre para bebés, pilones con su mano, cucharas de palo largas. Y si eres minero de río o quieres serlo, puedes comprar allí una barequera de madera de naranjo de monte hecha en Tarso, resistente al agua, antes de abordar el bus que te lleve a Segovia o Zaragoza a buscar un afluente donde sumergirte.

María Vargas, su fundadora, murió octogenaria el nueve de agosto de 2007. Fue una mujer activa y despabilada en tiempos de la Plaza de Cisneros hasta el incendio que acabó con ésta en 1968; luego, en la Plaza de la América donde fue reubicada y, un año más tarde –ahuyentada por las pobres ventas- en el lugar que hoy ocupa este negocio singular, en Cundinamarca entre Maturín y Amador, para quedar muy cerca del mercado de El Pedrero, que remplazó por años la Plaza. Le compró un amplio espacio a Gabriel Fernández, el dueño de la arrocera Marfil, que allí funcionaba.


María pasó sus últimos años presidiendo las acciones de su trabajador, Francisco Ocampo, sentada en un taburete entre materas de barro, esteras, alcancías de barro en forma de marranito y de pato, y cedazos. Viendo despachar botellas de aceite de higuerilla y de pata. El primero para alimentar lamparillas; el segundo para mezclarlo con
 Tricófero de Barry con el fin de evitar la caída del cabello.

-Te estás poniendo viejo, Pachito.

Le decía de pronto la anciana.

-Por qué lo dice, María.

-Porque ya sos un tipo llevado de su parecer. No hacés las cosas cuando uno te dice sino cuando vos querés.

Pacho, un cejeño que siendo un adolescente llegó a la Miscelánea en 1958. Primero a venderle escobas de chiqui-chiqui, una fibra negra que para conseguirla debía viajar a Bogotá cada mes, pues procedía de los Llanos Orientales. Ya bromeaba con María Vargas y la mujer le tomaba confianza al muchacho. Tanto que en 1962 ella le ofreció trabajo en la Miscelánea por 24 pesos el mes y él no lo pensó dos veces pues, si bien más o menos ganaba eso con sus escobas, evitaba el inconveniente ese del viaje mensual a Bogotá.

El centro era un hervidero mayor que el de hoy. Los buses de Rionegro parqueaban al frente. Muy cerca los de Santa Elena. Y así, diseminados por el sector estaban las terminales de las flotas municipales. De modo que la gente que procedía de todas partes de Antioquia llegaba directamente al centro, a un lugar de mercado, ventas de todo tipo y bares. Un lugar donde podían conseguirlo todo.

Lo de llevado de su parecer era porque ella le decía que debía fabricar hornillas –fogones de carbón hechos con galones de lata, antes de manteca, hoy de pegante de caucho-, y Pacho le contestaba que no había tiempo, que más tarde las haría.

Los ochentas fueron difíciles. Había una delincuencia rampante por esas calles. Algunos peatones pasaban por ellas con los bolsillos vueltos del revés para que los atracadores vieran que nada tenían y no los asaltaran. Y ni Pacho, que conocía hasta a los hampones, se salvaba de ellos. Antes de abrir el negocio, a las seis de la mañana, se paraba en la esquina de Maturín a ver quién vivía, no fuera que lo atacara cuando estuviera agachado abriendo los candados o que alguien más, por matar a alguno de esos gandules, le diera a él un tiro. “Si en una semana no había aquí ocho muertos, esto no se llamaba”.

Los noventa llegaron vacas menos gordas para la Miscelánea. La construcción de terminales de transporte que centralizaron los paraderos de los buses de los pueblos, evitando que los viajeros llegaran al centro como a un gran puerto, tuvo que ver mucho en ello. De ahí que dueña y trabajador pensaran en complementar el negocio con venta de refrescos y cerveza. Sin música, no faltan quienes tomen una butaca y se sienten a ver pasar la vida de Cundinamarca con una cerveza en la mano. Rameras, vendedores ambulantes, indigentes, legumbreros, restaurantes callejeros. Y música de despecho emerge de bares cercanos.

“Las cosas cambian –reflexiona Pacho-. Primero yo compraba 300-400 galones de manteca para hornillas. ¡Vaya a ver si hoy se consigue uno! El que lo tenga que lo guarde de recuerdo. Ya son de pegante y necesito muy pocos. ¡Y cómo se vendían los canastos! Con decir que los que los vendíamos casi peleábamos con los distribuidores para que nos los entregara y hoy vea: ahí tengo algunos en ese zarzo por si preguntan por ellos…”

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Aguacateras de Palenque

·         02. Sep 2008

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/09/paguacate-150x150.jpgRosa González, una de las cuatro aguacateras de Palenque que se sitúan en los alrededores de la Plaza de Mercado de Envigado, es dicharachera y locuaz.

Su figura delgada, sus movimientos ágiles y rápidos no revelan ni por asomo que el 20 de julio, Día de la Independencia -“y hasta me ponen bandera y todo”- haya cumplido 77 años y menos aun que en veinte años de matrimonio con la Gumbia, matarife de ganado en el matadero municipal, haya parido 21 hijos.

“¡Sí, 21 hijos. Todos con el mismo pilón, claro. Si en ese tiempo no había contrabando -sonríe-. ¡Quedaba preñada cada once meses! Y yo le decía: ¡pero Gumbia, mijo! Y él contestaba: “no mija, como es de bueno ver caras nuevas todos los días”. Qué tal que no se hubiera muerto en el setenta. ¡¿Cómo hubiera quedao yo?!”.

Pero viéndolo bien, reflexiona, ella no es que haya tenido tantos hijos: allá en Palenque, ese barrio de Sabaneta, hay otra mujer que parió 33.

Uno podría decir que Rosa fue tan fértil por el consumo de la fruta que ha vendido. ¿Al fin de cuentas, el saber popular no le atribuye al aguacate poderes afrodisíacos? Pero no. Ella no es que haya sido nunca muy aficionada a comerlo. Habría que preguntarle, entonces, a Eugenio Montoya, la Gumbia, si éste también era su caso, pero eso ya es imposible.

Rosa González tiene su puesto en la acera junto a la entrada de la Plaza de Mercado de Envigado. Y puede decirse que allí ha permanecido más de la mitad de la vida. No solo en cantidad de tiempo sino en la pasión con la que lo ha vivido.

Rosa es una que puede terminar la venta después de la hora del almuerzo, tan fácil que vende, tantos clientes que tiene, y sin embargo se queda ahí hasta el anochecer, sentada en su taburete de plástico bajo la palmera que adorna la acera o contra la pared, hablando, bromeando con sus vecinos: dueños de dos casas de empeño, el administrador de una cantina en la que se oye todo el día música de carrilera y rancheras, un vendedor de revistas, los vendedores de lotería, las mujeres que trabajan en la cantina, las vendedoras de apuestas, los taxistas y, por supuesto, con Consuelo Uribe, vecina en ese barrio del que lamentan haya quedado en Sabaneta luego de que éste se hubiera separado de Envigado a finales de 1967, y compañera en las frías madrugadas en las que, sin un amague de pereza, encaminan sus pasos a la Plaza Mayorista para comprar el surtido.
Rosa no mantiene esclava del puesto. A ratos, se aleja media cuadra arriba, dobla la esquina a tomar la carrera 40, que está colmada de graneros, legumbrerías, carnicerías, hueverías, sólo para ir a saludar y a darle vuelta a “la Gorda”, su nuera Nubia Jaramillo, que tiene otro puesto de aguacates en la acera.

No se inmuta si en esas correrías quedan sus aguacates solos, a la vista del mundo. Sabe que nadie se los va a robar en medio de tanta gente que la quiere tanto circundando por ahí.
“¿Me quiere?”. A uno de ellos, el de una casa de empeño, hasta le dice hijo, sin serlo. Como si no fueran ya bastantes los 13 que le quedan vivos.

A veces también se abandona en sueñecitos cortos, cabeza apoyada en la pared. Ella dice que tal vez son las rancheras las que la van arrullando, pero qué va. Si se levanta a las tres de la madrugada a despachar nietos -no porque la mamá no los despache, no, sino porque Rosa desea hacerles el detalle a ambos, “son ideas de una”- y después camina en compañía de Consuelo loma abajo hasta la bocacalle de la carretera que conduce a Sabaneta, consigue el taxi y salen rumbo a la Mayorista a comprar el surtido. Entonces cómo no se va a dormir cuidando un león, como suelen decirle. “Me siento mareada pero no vencida”, les contesta.

Con todo el mundo, Rosa tiene que ver.
Cuando alguien da un traspiés en las escalas de la entrada de la Plaza y cae al suelo haciendo un reguero de tomates y papas criollas que parecen aprovechar la ocasión para huir despavoridas en todas las direcciones, ella es la primera que corre a ver qué pasó y cómo ayuda al desafortunado. Cuando un chico es atropellado por una motocicleta que apareció en la esquina de la nada, como un fantasma, ella vuela a recogerlo.

Una mano aparece por encima de su cabeza empuñando un billete. Ella dice sin volverse a mirar, juguetona: “ya sé quién es”. Y toma un aguacate cejeño que están resultando mejores que los otros, los costeños, lo entrega a la mano sin dar vuelta a mirar la cara, y guarda el billete en el delantal.

Un taxista detiene el auto lejos de la acera y acosa por una fruta. Rosa alborota el ambiente: “¡llévenle, por Dios, el aguacate, no ven que va a hacer taco!” y no falta el solícito -el cantinero, el del montepío, cualquiera- que le obedezca como si fuera un socio, vuele presuroso y hasta le traiga el dinero y todos se quedan tan tranquilos como si se tratara de lo más natural o si ella simplemente les dijera hace calor para ser época de lluvias.

Que no tengo dos mil, que sólo tengo mil quinientos, le dice una mujer y Rosa le contesta cómo te vas a quedar sin aguacate, querida, ¿vos sos boba?

“Qué estarás diciendo ahí, Rosita, vos como sos de mentirosita”, bromea el cantinero, quien cuenta a los demás que hace pocos días Rosa le dijo que las canas le abundan solo en la cabeza porque con ésta no ha gozado sino que ha sufrido. Ella escucha y sonríe ante las ocurrencias. Y le repite su frase tenaz: “me siento mareada pero no vencida”.

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Un disfraz para olvidar

·         31. Oct 2008

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Ahora se ríe de sí mismo y de la situación, pero ¡cuánto sufrió, por Dios, con ese disfracito que la mamá le dio por ponerle cuando él era un chiquillo de cinco años!

Era de payaso. No sabe qué diablos era lo que veía la gente en él, sobre todo los otros niños, que apenas lo miraban se desternillaban de la risa y lanzaban burlas. Lloró un rato sentado en la acera.

Esteban Giraldo es un muchacho de Itagüí, que por estos días valida el bachillerato en un instituto comercial.

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Ayer caminaba por una calle céntrica en compañía de Luisa Fernanda Pino, compañera de clases, y ella reía oyéndolo contar la anécdota. Reía -como si ella no hubiera tenido infancia, como si no hubiera sufrido con situaciones parecidas, como si nunca hubiera hecho el ridículo- cuando él continuó su relato enumerando los disfraces que había vestido: El Zorro, Peter Pan…

 

El que más disfrutó, dicho sea de paso, fue el de El Zorro. Las calles de Itagüí, donde creció, lo vieron desenfundar la espada luminosa y trazar, lo menos torpemente que le permitía su recién estrenada habilidad, la zeta en el aire oscuro de la Noche de Brujas, mientras cantaba la invariable canción: triqui, triqui Halloween. Quiero dulces para mí. Si no me das te rompo la nariz.

Luisa se animó a contar lo suyo. Dijo que también anduvo por esas mismas calles disfrazada de Blanca Nieves, muñequita, Fresita… Que odia con todas sus fuerzas ese tonto disfraz de muñequita, porque desde el momento en que su mamá le ayudó a vestirlo, se sintió ridícula. En la calle, los dedos señaladores y los dientes burlones terminaron por confirmarle su impresión.

 

Pero díganme ¿cómo hace uno para entender que el disfraz que más le gustó fue el de Fresita? Porque no vayan a creer que se trataba de una fruta roja en cuyo interior ella incrustaba su humanidad, y provista de cinco huecos para que sacara su cabeza y sus extremidades. No. Fresita era una muñeca que ocupó espacio en la Casa de Muñecas de muchas niñas y, claro, en la de Luisa también. ¿Por qué? Pues porque el vestidito -dice ella- era más bonito…

Juan David García tiene 25 años y puede decirse que nunca ha parado de disfrazarse un 31 de octubre.

Fue Superman, Robin Hood, Príncipe Azul… cuando era un niño y se conformaba con el vestuario que le mandaba a hacer su mamá. A los veinte años fue colegiala, usando un uniforme de su hermana, pero este traje es difícil de llevar: debe uno estar siempre acompañado por otros iguales; de lo contrario, no resiste las burlas.

Y Kelly Gutiérrez, ya disfrazada de coneja, creció en los barrios Playa Rica y El Progreso, también en la Ciudad Industrial, recuerda con cariño sus disfraces de ratona, bailarina española, mujer árabe… Pero quiere arrojar varias veces al fuego del olvido para que no queden ni cenizas, el de Chilindrina, que ella tuvo que inventar un octubre en que su mamá no le dio disfraz.

 

Dónde poner los ojos

·         28. Oct 2008

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/10/vmetro30-elc22240-300x190.jpgEsa inveterada manía de los humanos de no querer mirarnos porque la mirada nos intimida, ofende o excita, hace que busquemos siempre un sitio donde posar la vista.

En los buses es más fácil que en el metro. Allí, las sillas están dispuestas para dos personas que le dan la espalda a otras dos que le dan la espalda a otras dos… y, así, uno puede irse viendo por la ventana lo que pase. En el “peor” de los casos mira la nuca de quien va adelante y soporta que le miren la suya los de atrás. En un bus, hasta los que van de pie pueden mirar por la ventana sin que se choquen mucho las miradas; siempre y cuando no vayan en una fila metida entre otras filas, como jamón de emparedado, pues, en ese caso no puede hacerse más que sujetarse da algún pedacito de tubo libre, para no tener que irse en cada frenazo contra el sujeto que se sujeta de uno o que le impone alguna parte de su humanidad.

Pero en el metro es otra cosa. Las sillas están dispuestas de espaldas a las ventanas. Cuando no hay personas de pie, uno que va sentado debe buscar lugares indefinidos del paisaje exterior, a través de las ventanas transparentes. De frente, por encima de las cabezas de los que están allí, uno va siguiendo, por decir algo, el contorno de las montañas, la forma de las nubes –“ parece que va a llover, a juzgar por ese nubarrón gris encima de Santa Elena”-, y  sabe que los ojos de aquellas cabezas que están allí frente a uno también han desarrollado un inusitado interés por la geografía que se ve por encima de la cabeza de uno.

Lo “peor” es cuando los vagones van atestados de pasajeros. Y  no es difícil que lo estén, porque los trenes son muchas veces de tres vagones –hasta en las horas pico; claro que con la ventaja que pasan cada tres minutos-. Es tanta la gente que se sube a los trenes, que en breve van a tener que  contratar a algunas personas para que empujen con todas sus fuerzas a esa multitud que entra, para que puedan cerrarse las puertas. O conseguir vagones de caucho.

Los que están de pie impiden realizar ese ejercicio de ver por las ventanas de enfrente, el cual a veces permite hasta pensar, ¡y eso que pensar es tan difícil! El paisaje que se tiene –a menos de dos palmos de distancia; nuestras rodillas se tocan con sus rodillas- es un bosque de personas con los brazos arriba, como árboles con las ramas enhiestas. ¿Dónde posar, entonces, los ojos? ¡Si al menos hubiera un divino rostro, un cuerpo que soportara estos ojos extraviados!

Algun@s solucionan el inconveniente cerrando los ojos. Sí; simplemente bajan las persianas de su alma, agarran bien su bolso de mano, sus cuadernos, y se orientan sólo por los oídos, que dejan bien abiertos recibiendo los mensajes maquinales del altavoz: “próxima estación… Alpujarra”. E internamente suena el altavoz de su mente: “todavía no es la mía; debo estar pendiente…” y así.

Otros, torciendo el pescuezo casi hasta volverlo giratorio, para mirar por la ventana que tienen detrás. “¡Ah, el río! ¡Qué bello es el río! Sus suaves ondas, aquella espumosa corriente, las piedras que sobresalen… ¡Cómo sería, entonces, si sus aguas fueran diáfanas!”. En fin, siempre la geografía al servicio de la evasión ocular.

La cosa se torna mejor para quienes van de pie. Además de que reciben sobre sus humanidades el soplo directo del aire acondicionado, que se mete en el tren por esa franja negra que hay, longitudinal, en el centro del techo, dominan un paisaje de ciudad en panorámica. “Ve, de aquí se observa parte del estadio”, se dice uno; “los tejados de las fábricas y los talleres de La Bayadera están siendo reparados. Si bien los más de ellos no son bonitos, las hojas de zinc y las tejas de eternit están en buen estado y han retirado de ellos esa cantidad de escombros y leños que solían mantener”; “tan sabrosas las terrazas de este sector del Hospital como para hacer un asado; esas donde se ven esas ropas secando en los alambres”, y así por donde vaya.

Y cuando no hay puesto los mejores sitios están en las puertas. Sobre todo las del lado que no se abre en todo el viaje. El paisaje es más amplio. Y en las estaciones, uno ve la gente del otro tren, ahí no más como a distancia de salto. Ve la gente moviendo los labios, parloteando y accionando como en cine mudo. Y en los trayectos va viendo los letreros del comercio y se da cuenta uno de que hasta aquellos que hace años no tenían uno bien vistoso, lo han puesto en un lugar alto para que se vea desde el metro.

Pero al fin, todo va pasando, como la vida. Todo queda atrás. Y llega uno a la estación de destino y sale más bien orgulloso –con la cabeza en alto pero sin dejar de mirar ese hueco que queda entre tren y plataforma, no sea que se nos vaya un pie, accidente que incluso está advertido no sin cierta comicidad en un adhesivo pegado a la puerta- por en medio de una calle de honor que le hacen los pasajeros que esperan. “Itagüí es una estación terminal y todos deben descender del tren. Gracias por utilizar el sistema metro”.

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El nombre sí importa

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21. Oct 2008

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Poéticos unos, grotescos otros, evocadores los demás, simples o impronunciables otros tantos, los nombres de los negocios son la poesía incoherente de las calles. Entran en el imaginario de la gente como los de las personas.

Los seres humanos tenemos una gran pasión por nombrar. Darle nombre a las cosas y los animales nos pone en la dirección de creadores, de reinventores de seres porque con el tiempo, cuando un nombre está bien aherrojado en un imaginario común, termina por ser tan importante como la cosa que nombra y ésta parece no poder existir sin aquél.

El lingüista Ferdinand de Saussure creyó dejar claro –cuando contribuyó en la invención del siglo veinte- que la cosa y la palabra que la nombra tienen una relación arbitraria; no una relación directa, mejor dicho. Pero como que no le creímos del todo porque el nombre se va metiendo en la esencia misma de la cosa nombrada, se convierte en su tuétano o en su alma.

La verdad no nos podemos imaginar cuerpos por ahí andando innombrados. Nos parecería que van por ahí a la deriva como canoas vacías en altamar, juguetes de olas y vientos.

Hay que fijarse en el dilema que tienen los padres para nombrar un hijo. Hay que ver el problema que tienen los hijos para nombrar una mascota.

Y no menor es el de los empresarios, pequeños o grandes, para bautizar su negocio, pues, con él esperan seducir a la humanidad –al menos a la más cercana- para que vaya a visitarlo y deje en él billetes que mantengan llenas sus arcas.

En esto de los nombres de los negocios es que quiero que pongamos los ojos un momento. ¿Quién de nosotros ha celebrado la belleza y el ingenio reflejados en ciertos nombres de negocios? ¿Quién también no ha vituperado el cerebro obtuso del que se le ocurrió cierto desafortunado nombre? Porque no digamos mentiras: el nombre sí importa.

Y en esta materia, hay de todo.

 

Poéticos resultan algunos de ellos: La puerta del Sol, por ejemplo, nombre de un sitio envigadeño, tomado seguramente de un establecimiento homónimo mencionado en  “La busca”, de Pío Baroja, resulta emblemático. Lo mismo podemos decir de “El pez que fuma”, personificación escrita de un letrero de un tienda de animales en esta misma localidad.

Y, aunque quiero centrarme en los nombres de los negocios, observemos, aunque sea de soslayo, los de los grupos de teatro de la ciudad, que acuden a palabras sonoras como Fanfarria o Matacandelas, cuya sonoridad y cuyo objeto representado retumban en la mente del humano con la voz de bronce de un campana de una bodega vacía.

Otros nombres nos resultan evocadores. No sólo de épocas pretéritas sino también de espacios distantes. La Bella Época, por ejemplo, Los Recuerdos o Tierra Labrantía. Casos en que, sin ir a verlos, sabemos que deben tener un ambiente propicio para mirar la vida como por un espejo retrovisor. El primero, como parisiense, y los segundos de esa Antioquia de ruanas y carrieles.

A la naturaleza se le sigue rindiendo homenaje en muchos nombres. Cacharrería El Sol, bar el Guanábano, bar el Choclo –que también tiene algo de culto a la antioqueñidad, por aquello del maíz que da la arepa-.

Hay  nombres que resultan grotescos, como los de las cadenas de comidas El Tragadero y Pa’Tanquiar, y otros que encierran un chiste: bar La Ruina, cacharrería Pendejadas o Almacén El Agitador –que vende repuestos para licuadora pero por ahí derecho alude al revoltoso político. Bueno, entre licuadoras y política hay más coincidencias de lo que uno cree-.

 

Uno no sabe si es una buena dosis de egolatría, urgencia de conseguir inmortalidad o simplemente de sentido práctico o de las tres circunstancias, en el caso de los negocios en los que sus dueños ponen sus nombres, a veces con apellido. Papelería Carlos Navarro & Cia, Almacén José Hernán. Pinceles Rafael Esteban o, digamos, peluquería Hermanos Restrepo.

Un sentido práctico que supera el ingenio es el de los que bautizan sus negocios con el referente arquitectónico, histórico o cultural que tengan cerca: asadero Cable Pollo, por estar cerca del metrocable, o heladería San José, por estar situado frente a este templo.

Y también tienen un toque poético esos nombres de cosas que no hay cerca, como tienda mixta El Río, sin haber afluente por ahí; tienda El Jordán, la centenaria de Robledo, ahora cerrada, bar Atrato, o bar Putumayo, porque tienen la capacidad de atraer imaginariamente lo lejano –sabemos que los bares son casi todos ejemplos de esto-.
Otros, en cambio, son desagradables, al punto de que uno siente un enredo de alambres de púas en los dientes cuando intenta pronunciar siglas como esas con las cuales consiguen armar nombres los transportadores. Son iniciales o fragmentos de palabras que se arman entre sí con dolor o repulsión. Abratec -el de un almacén de papeles abrasivos- es sólo un nombre así, que no permite que en la mente se forme imagen alguna. Y los hay peores.
Si yo pusiera un bar lo llamaría Tabacal…era; si pusiara una librería, Amadís; una panadería, Panacea; una miscelánea, El Arca… Ah, no: tendría que pensar otro rato, porque esa ya existe: El Arca de Noé -de Noé Zuleta-.

(Todo esto recuerda ese poema de Fernando Pessoa, Tabaquería: “(…) En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como gente / continuará haciendo cosas como versos y viviendo por debajo de cosas como letreros)

¿Y a usted, cuál nombre de negocio le gusta? ¿Si tuviera una tienda, cómo la nombraría?

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·         Las muertes simples

·         10. Oct 2008

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·         Narrativa urbana

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A veces los dioses, o los Ángeles de la Guarda, como que se confunden y dan a unos una muerte indigna, una muerte más bien ridícula, que no corresponde a una vida decorosa que llevaron, en la que se registran hazañas o, al menos, actos útiles a la humanidad y el Universo.

Durante la vida, los humanos pasan haciendo cosas significativas que le den sentido a la existencia. Esta búsqueda de significación debería hacerles merecedores, también a muertes poco ridículas. Pero a veces, las muertes más simples y absurdas salen al paso.

Hace unos días, Juan Diego Toro, un muchacho de 19 años, muy deportista, estudiante de una universidad privada de Medellín, murió a causa de un golpe en cabeza, al estrellarla con fuerza contra la rodilla de uno de sus compañeros del inocente juego del Pañuelito. Un juego de niños, que consiste en que dos grupos de jugadores van destinando cada uno a uno de ellos para que compita con el adversario por agarrar primero que el otro un pañuelo –limpio, claro está; no moqueado-, que descansa en el suelo.

Hace más días, en un bar, escuché a unos viejos hablar sorprendidos de la muerte de uno de sus amigos. Tan aliviado que mantenía – se sorprendían-y, en una ida a la finca de su hija, murió arrancando una yuca.

 Fue en una cocina de Itagüí que escuché contar una historia curiosa. Horrible y curiosa.
Hace algunos años, en alguna vereda de
 Jericó, vivía un hombre muy piadoso. Campesino, solía leer la Biblia casi en todo momento, incluso cuando iba montado en su caballo (sonará extraño: el hombrecito era de apellido Toro y montaba su caballo-.

No es raro encontrar caballos que, a fuerza de costumbre, se saben los caminos de su amo y éste puede despreocuparse hasta de las riendas. Son comunes las historias de equinos que llegan a casa llevando a cuestas a su dueño borracho y dormido. Dicen que, hace más de un siglo, contrabandistas de tabaco dejaban avanzar solas las mulas con el alijo por el camino, mientras ellos hacían las distancias por las espesuras del monte, por si se llegaban a topar con agentes del Gobierno no los encarcelaran.

Era el caso del caballo de nuestra historia, según decían quienes hablaban del asunto, descendientes de ese peculiar personaje, de modo que no era extraño que pudiera ir leyendo.

Contaron que el campesino requirió un día para quemar una faja de tierra para cultivar, como es la práctica entre muchos agricultores. Échele candela al monte, que se acabe de quemar, como dice la canción. Prendió un fuego y entre tanto, como era su costumbre, desenfundó las Sagradas Escrituras y leyó, dejando que el viento, suave y seco, se encargara del resto, es decir, de esparcir la candela. Estuvo tan arrobado con las historias que contaba el libro santo, que no supo cuándo diablos había pasado el tiempo y, peor, cuándo el maldito viento había regado tanto las llamas, al punto que se vio rodeado por éstas, que lo devoraron junto con los pastos y las malezas. Lo que ignoraban los relatores era la suerte del caballo; nadie se había interesado por averiguarla.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/10/caballo-solitario-2.jpg

Esa sí que es una muerte simple. Después de ser un campesino avezado, curtido en las lides del agro, y terminar vencido en una actividad cotidiana. Por otra parte, ¡buscar con tanto ardor el cielo y morir en un verdadero infierno!

No parece justo tampoco que un veterano pescador muera por culpa de un pez. Y no de un pez inmenso como el que Santiago, el deEl viejo y el mar, la bella novelita de Heminguay, consiguió pescar después de más de ochenta días sin sacar un solo animal de las aguas.

Eso fue lo que contó la agencia EFE hace unos meses. Es como un cuento de ficción, de modo que transcribo el texto completo para evitar que mentes suspicaces piensen que es producto de mi imaginación.
Veamos:

Barranquilla (Colombia), EFE.-un pescador de la ciénaga Grande de Santa Marta, en el norte de Colombia, murió asfixiado al introducirse en su garganta un pez pequeño que capturó con su red, informaron medios locales.

El hecho se registró en la laguna situada en el departamento caribeño del Atlántico, a unos 1.000 kilómetros al norte de Bogotá, cuando Manuel Lorenzo Ospino, de 62 años, terminaba la faena y atrapó con los dientes un pequeño pez que saltó, para evitar que se escapara.

Los familiares de Ospino y médicos del hospital de la población de Santo Tomás, población cercana a la ciudad de Barranquilla, indicaron que el pescador fue ingresado con una tilapia, un pez muy voraz similar a la piraña, introducida en su garganta, y cuya cola le salía por la boca.

El médico Jorge Daza declaró que el pez destrozó la garganta del pescador mientras éste intentaba llegar a la orilla, lo que tardó dos horas, por lo que falleció cuando intentaba extraerla por medios quirúrgicos.

María Ospino, uno de los once hijos del pescador fallecido, explicó a la prensa que los pescadores de la región tienen la costumbre de asir con los dientes las sardinas “escurridizas”, para evitar que caigan al agua.

La esposa del pescador, Berta, quien estuvo casada con Ospino durante casi cuarenta años, guarda en un refrigerador de los vecinos al pez culpable de la muerte de su esposo”. 

Y una mujer de Cali, que hace cuatro años fue protagonista de noticia, hubiera merecido mejor muerte, diría uno, por el solo hecho de haber vivido, de haber transitado tantos días y tantas noches, sufriendo en su categoría de ser humano y ser vivo. Me refiero a una tal Myriam Yaneth Tacán, que, según cuentan, era empleada del servicio para una familia que habitaba un duodécimo piso de un edificio de apartamentos.

Al parecer nadie se explica –ni la familia para la que trabajaba, la cual se declaró consternada; ni su padre Luis Abelardo, campesino que viajó desde su lejana vereda situada detrás del volcán Galeras en Nariño, hasta la Sultana del Valle para reclamar el cuerpo de la chica y poder darle una sepultura sencilla que le valió 200 mil pesos y que pudo pagar porque antes de emprender el viaje había empeñado la escritura de su terrenito papero; nadie- por qué le dio por escaparse por la ventana, descolgándose por una decena de sábanas que ató una a otra y cuando iba ya a la altura del quinto piso –a lo mejor pensando que su empresa era prácticamente un éxito y que tocaría suavemente el suelo-, la improvisada cuerda se rompió y su humanidad visitó la Tierra de manera aparatosa y se rompió también.

El fardo de su ropa quedó a su lado.

Son ejemplos de muertes simples, muertes tontas, como descuidos del destino.

Me cuentan que hace también cuatro años, un sepulturero del Cementerio de San Pedro pegaba una lápida de una mujer muerta en noviembre. El obrero dijo que era una señora que, en su terraza, extendía una sábana para secarla al Sol. No vio el borde de la loza y cayó desde las alturas y murió.

Con ésta son dos historias de sábanas y una de un pañuelo en esta misma crónica. ¿Qué diablos ocurrirá con esos elementos que cubren las camas y los otros que limpian narices?

 

Estos son algunos casos de muertes simples. ¿Tiene usted otros ejemplos?

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5 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/9d6c6bb3139ede31bcd98542b66c649a?s=45&d=identicon&r=GMarian   •  10 years ago

Muy interesantes las reflexiones que haces acerca de los nombres y el ejercicio de nombrar. Los nombres dicen mucho de una época, de una ciudad, de un país y de las personas que los nombran. Aunque,por desgracia, la tendencia actual, con la globalización, la modernización y todo eso, es que, se vaya perdiendo la originalidad, y cada vez más se va imponiendo lo estándar, lo impersonal. Saludos

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/141302b59f5d8fe017958dec454ba860?s=45&d=identicon&r=GMario Augusto Arroyave   •  10 years ago

Bueno John. Lo que dices de Saussure es como la clave que conocimos en la U. y que nos develó el mundo del lenguaje,nos abrió un espacio crítico frente a la construcción de imaginarios colectivos de los que hace parte el tema que tratas. Con pasión, el profesor Armando Silva se ha dedicado a registrar ese fenómeno del nombramiento como en el caso de los vehículos de servicio público (“El palomo”, “La roncona”, “La pitufina”…). Pero a mí particularmente me llama la atención la escasez cuando a todo lo llaman igual o con la nomenclatura: Buñuelería La 10, Sastrería La 10,Materas la 44. En los pueblos no falta la Heladería Claro de Luna, Colonial, El Cacique o Añoranzas. Ahora todo es ParK, Plaza o “Primium”. En Briceño hace veinte años,lo único que tenía nombre era la Heladería La Montaña. Los demás negocios no necesitaban “seducir” a nadie, ni hacer maniobras persuasivas porque todos sabían de la tienda de don Gildardo, El granero de Don José, el almacén de doña Lilian. La creatividad aflora con la competencia y es así como una panadería cerca a la IV Brigada se identificaba hasta hace poco con una expresión: “EH! Qué parvita!. o como se anuncia con mucha imaginación este negocio: “Floristería La Flor, lo mejor en el ramo”.

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/187aec77453e60d34c735564abfe62aa?s=45&d=identicon&r=GJuan David   •  10 years ago

Bueno, y que dicen de los “originales” Tres Esquinas, Cuatro Esquinas, Palos Verdes, La Ventanita, La Amistad, La Abundancia, El buen Precio y La Avenida no faltan en ningun rincon de la ciudad, ademas de Las Rejas y Carpas de todos los colores. Y en la costa Atlantica se encuentra en cada barrio un “los recuerdos de ella” y un “en nombre de Dios” un “Oasis” “Tienda Medellin” “Los Marinillos”. O para nombrar algunos simpaticos que recuerdo: El otro domingo vos…; El ultimo y me voy; Aqui estoy; Chupartodo; La otra y Tu…y asi encontramos cantidad y variedad de nombres

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/c67bb97d777776d22dfdd1a4d65d7b36?s=45&d=identicon&r=GPablo   •  10 years ago

Me gustan los nombres que suenen parecido al establecimiento o que rimen, pero que no tenga nada que ver.

Por ejemplo: Zapatería Zapatoca, Restaurante el elefante, Bar del mar, Repuestos dispuestos,

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5.    http://1.gravatar.com/avatar/9346a66b37550383f3456770f1910983?s=45&d=identicon&r=GEDGAR ALBERTO ISAZA   •  10 years ago

en los años 80 en Granada Antioquia me encontré uno simpatquísimo: cafetería “la peluquería”. por supuesto convivían en un mismo ambiente, dos objetos sociales tan disímiles.

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Un disfraz para olvidar 

 

4 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/f79d71911d416e1904bce6528edec4d3?s=45&d=identicon&r=GBetty   •  10 years ago

A veces narro historias en mi mente mientras voy en el metro, observo los rostros de la gente y me imagino lo que piensan, lo que viven cuando se bajan del tren. Eso me hace mas corto el trayecto, a veces aburrido….

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/f5c8957337140f358168080dd95c6f71?s=45&d=identicon&r=GKathe   •  10 years ago

El metro para muchos de los que lo usamos se convierte en un espacio de conocimientos, pensamientos y que pensamientos.
Yo siempre me fijo en la gente, en lo que dice, sus palabras entran a mis oidos y las analizo paso a paso así logro identificar hacia que zona se dirigen o de que manera llevan su vida.
Yo defino el metro como una herramienta de imaginación y persepción de la vida.

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/98267c5d4ca794c99ceda133d4774e51?s=45&d=identicon&r=GPatry   •  10 years ago

Al leer este relato es como si yo lo estuviese escribiendo (lástima que no tengo la capacidad de plasmar con letras lo que siento), cada viaje que realizo en el metro que es diario, tengo la misma sensación, es no saber donde mirar, si voy sentada es sentir muchos pares de ojos sobre mi cabeza, pienso que las pesonas imaginan cualquier cantidad de cosas (buenas o malas, no lo sé) por mi apariencia, por mi cabello, por mi cabello, por mi maquillaje, por la forma en que miro, por la forma en que me siento y muevo mis manos, confieso que es la sensación más desagradable, prefiero siempre viajar de pie, pues asi siento que tengo el control de mi mirada y mi cuerpo.

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***

Sinforiano, el barbero cantor

·         06. Oct 2008

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2008/10/hbarbero4.jpg“Uno debe tener siempre dos profesiones. Cuando a mí me dicen: usted es muy mal peluquero, yo contesto: ¡no, es que yo soy músico! Y cuando me dicen: hombre, usted es muy mal músico, digo: ¡no, es que yo soy peluquero!”

Esa es la clave de Sinforiano Antonio Marín Granada, el de la Barbería Londres, de la cual algunos afirman que se trata de la más antigua de la ciudad, entre las vigentes. Y siempre ha estado en el mismo sitio: Boston, cerca del parque. Marcada con el número 56-23 de la carrera 39. Fue fundada en 1951 por Valentino Galeano, un hombre de noventa y siete años que dejó el oficio y la barbería hace seis para cedérsela en arriendo a Sinforiano.

Sinforiano nació el cuatro de abril de 1939. En un pueblo del Valle del Cauca llamado San Francisco, corregimiento de Toro, tan pequeño que ni sale en el mapa. Sus padres lo llevaron temprano a Quimbaya -entonces municipio de Caldas y, desde 1966, del Quindío-, al cual considera su patria chica, pues la patria es la infancia, como decía Gabriela Mistral.

Apenas sí fue a la escuela -hizo medio año de primero y fue promovido a segundo porque era muy inteligente- y sin embargo es compositor de medio millar de canciones, en letra y música, de las que hay grabadas más de doscientas. Los Hermanos Visconti, Rómulo Caicedo, Las Hermanas Calle, Tito Cortés, Trío los Albinos y su propio dueto Los Dos han grabado temas de serenata. Agustín y José Bedoya, así como Los Relicarios, composiciones parranderas.

Pero la más célebre de las canciones de Antonio -éste es su nombre artístico; Sinforiano, el de peluquero- es el bolero que dice: si tú buscas otro amor… Yo también haré lo mismo.

A los diez años comenzó a cantar y lo hacía en un trío de guitarras, al lado de dos adultos. “Éramos Moisés Soto, Leonel Hernández y este servidor”. En una fotografía enmarcada en portarretratos y colgada en una de las paredes de la barbería, “este servidor” aparece en la mitad de los dos hombres, vestido de blanco y portando guitarra. Detrás, matas de fique. “Cuando tocaba, la gente me echaba por el oído de la guitarra unos billeticos de esa época que llamaban Lleritas. Como yo no tomaba trago como ellos…”

Y poco tiempo después también aprendió a motilar. Su maestro fue Jairo García, que al decir de Sinforiano, era el mejor barbero de Quimbaya. Mantenía exigiéndole elegancia en su actitud y postura corporal: “¡Párese derecho! ¡Derecho! -le ordenaba cuando veía que Sinforiano se encorvaba para ver de cerca el corte-. La barbería es un arte”. Y menos toleraba que, al afeitar a algún cliente, el alumno arrimara a la de éste su cara y “su boca con aliento a quién sabe qué”, para manejar la barbera.

Y su papá le regaló una silla Dos Leones, que le valió mil ochocientos pesos en 1960. De otro modo él no habría podido comprarla, pues entonces cobraba menos de un peso por motilada. Aún la tiene y sus clientes se sientan en ella. Ésta cuenta con una palanca lateral que le permite subirla o bajarla a su antojo, según la talla del cliente. De esos inicios, conserva también dos máquinas manuales, la bomba para esparcir el agua, unas tijeras marca Dos Gemelos y una barbera en su caja de cartón.
 

Fotografías y discos compactos de sus producciones musicales de cuarenta años de vida artística alternan con fotografías en que lo muestran con su compañero del dueto, Héctor García Herrera, en distintas épocas de la vida: en los veinticinco años de carrera artística, en los treinta… Después de franquear la reja con la cual se protege de los vándalos, hay un muestrario giratorio de discos compactos de diversos artistas que le han grabado sus temas.

Esta barbería es también lugar de tertulias con amigos músicos. Mantiene allí una guitarra y canta cuando le viene en gana.

De pronto, a Sinforiano le da por pensar que lo suyo, ser peluquero y cantante, es lo más común. Y como extrañado de nuestra extrañeza por su doble actividad, dice: “Es que vengo del tiempo en que peluquero que se respetara era músico y coplero”.

No basta con hacer bien los cortes de cabello clásicos y modernos o dibujar las barbas a gusto del cliente -chiva, pera, candado, valentina…- El peluquero debe ser buen conversador y vivir actualizado. “No falta quien llegue preguntando qué dijo Chávez, el presidente de Venezuela”. Claro que puede pasar como me ocurrió la semana pasada. Llegó un tipo y le pregunté: ‘¿cómo quiere que lo motile?’ Él contestó: ‘Callado’. Le obedecí. Cuando terminé de peluquearlo me preguntó cuánto debía. No abrí la boca sino que le hice señas con toda la mano abierta. Eran cinco mil pesos”.

El barbero cantor muestra con igual deleite los trastos de peluquería -presenta emocionado la escritura de su Dos Leones, que le vendiera un tal Antonio María Giraldo, de Quimbaya el 18 de febrero de 1960; los peluquines, las máquinas manuales y eléctricas; la piedra lumbre, que por cierto ya dizque las autoridades sanitarias no permiten usarla y que algunos niños, al verla, piden que les pase ‘ese helado’ por la cabeza…- que los elementos alusivos a la música -los cuadros de recuerdos, los discos, los instrumentos musicales…-

“Siempre digo: ¡soy el barbero de los campeones y soy el campeón de los barberos!

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Las mujeres de las neuronas dormidas

·         26. Nov 2008

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En sus siete años como prostituta no hubo una noche en que el miedo, el asco y la vergüenza desaparecieran. Y con ellos forcejeando en su interior como cuatro potros que tiraran de una misma cuerda para distinto lado, menos para adelante, Nancy tenía que acercarse a los hombres para dejar que ellos hicieran con ella lo que quisieran.

Había llegado a las cantinas movida por una vecina suya, a quien veía salir cada noche “muy titina”. Ella, que administraba como podía una miseria que no le alcanzaba para nada, le preguntó cómo diablos podía hacer para mantenerse así. “Pues, en los bares –le contestó-. Los hombres son muy amplios y te dan lo quieras: plata, ropa y hasta comida”.
 
Nancy vivía en Castilla y tuvo un hijo a los 19 años con su novio adolescente. Pero el estorbo éste no respondió nunca en la manutención del niño. Desde el principio le dijo que quería vivir como soltero y que con él no contara. “Así como dice la canción de Johnny Rivera, que suena tanto. ‘Soy un hombre soltero, no tengo compromiso, para ir a la calle yo nunca pido permiso’. Ese es el pensamiento de muchos”.

Estaba cansada de llevar solicitudes de empleo a todas partes y de recibir negativas. En su casa, su papá, su mamá y su hermano le pusieron un ultimátum: ¡aporta dinero o se va con su niño! Estas cosas la empujaron a aceptar la propuesta de su vecina: “No seas boba; esto es bueno”.

La vergüenza. Nancy estaba acosada por este sentimiento, aupado por los valores morales que le habían inculcado en casa. “Que se vinieron al piso cuando, soltera, tuve el hijo”. Su madre, de joven, había sido monja. Hizo parte de una comunidad en Venezuela. Sólo que un día su vocación se fue al traste cuando, en una visita a sus padres en Medellín, se encontró con un hombre que cambiaría su vida. Colgó lo hábitos, se casaron y tuvieron dos hijos. Esa mujer educó a sus hijos en los valores cristianos. Les enseñaba catecismo. Nancy quiso llegar a ser monja y, siendo niña, rogó a su madre que la internara en un convento.

Por eso, durante el ejercicio de la prostitución, siempre sintió que estaba en pecado. Y trataba de ocultarse. Ejercía en Caldas o en municipios del Oriente antioqueño; nunca en el centro para evitar que alguien conocido, la viera. Su hermano trabajaba en el centro y entraba a los bares. “¡Qué tal que me hubiera visto un día!”

Nancy inventó desde el principio una mentira para camuflar su oficio ante sus padres, hermano e hijo. Les armó el cuento de que trabajaba con una señora vendiendo ropa en los pueblos. Así hasta justificó una ida a Guaviare, que duró un año. En San José del Guaviare, las cantinas son enramadas armadas de cualquier manera. En un potrero situado al lado de la vía, un cantinero puede tener su negocio sin paredes ni puertas, con mesas apenas cubiertas con quitasoles y suelo de tierra. Y las motocicletas y los autos pasan a un lado de las mesas, porque no se distingue interior y exterior. Son fondas al aire libre.

En casa estaban felices. “Yo era como el banco. Mi mamá me decía que debía en la tienda de la esquina el diario de varios días; mi papá me recibía dinero para sus cosas, y mi hijo, estiraba la mano para recibir lo de su mecato (pero, claro que él estaba muy chiquito)”.
Entre tanto, Nancy seguía desdeñando su oficio. Nunca dejó de echar de menos el estudio. Cuando terminó la primaria, su papá le dijo que para qué quería cursar el bachillerato. Que una mujer no necesitaba estudiar. Que en cualquier momento hallaba un hombre, ojalá trabajador, que la mantendría.

Y a veces, en sus noches de cantina, a hombres que parecían sensibles, se atrevía a contarles que ella soñaba con estudiar. “Pero en esos ambientes, nadie le escucha a una”. Y sus compañeras la llamaban a un lado para preguntarle vos qué bobadas le estás diciendo a ese tipo, convencete querida de que a nadie le interesa.

La voz de su padre diciéndole que para qué estudiaba. Los hombres valorándola sólo por su cuerpo… Terminó por pensar que ella no servía para nada. ¿Pensar? La voluntad y el pensamiento no se necesitan para prostituirse –le decían.
¿Oportunidades? No creyó mucho cuando una amiga le habló de una oenegé dedicada al apoyo de las mujeres de la calle. Pero una vez llegó allí, sólo como por no dejar, y recibió saludos y besos y abrazos y percibió que nadie le censuraba y en cambio le escuchaban sus problemas con atención, fue creyendo. Estudió bachillerato, luego se hizo técnica en sistemas. “Dije sistemas porque yo creía que no era capaz con otra cosa” y después no le sirvió para encontrar empleo. Más tarde, adelantó una tecnología en farmacia –“escogí tecnología, porque creía que no era capaz con una carrera”- y esta tecnología la tiene trabajando orgullosa en una droguería de un hospital oficial y alejada de la prostitución. Ahora sueña con llegar a la universidad a terminar la profesionalización.

“La prostituta es una niña –reflexiona Nancy-: no piensa, la voluntad la tiene dormida y se va con quien la tome del brazo. No decide, las neuronas están como dormidas. Hoy que estoy recuperada siento como si las neuronas estuvieran despiertas otra vez”.

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La última lágrima

·         11. Nov 2008

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Y para despedir el mes de difuntos como se merece, voy a contar la historia de La Ultima Lágrima. El lugar en que el más viejo fue un enterrador de leyenda y una de sus hijas es Juana, la enterradora. Un lugar en el que la muerte no es causa de desasosiego Y los espantos son juego de niños.

Está situado justo al lado del Cementerio de Envigado. Hasta hace unos años, en un local aledaño, funcionó la morgue, la misma que allí están volviendo a construir.

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El enterrador, Víctor Londoño Vanegas, a sus 96 años, recuerda su época del cementerio como la dorada. Fue amigo de Fernando González y lo llevó a la tumba; del médico filántropo Francisco Restrepo Molina y también lo enterró. Pero es que quién diablos se habría de salvar de sus garras si hasta enterró a su segunda esposa, María Evangelina; así como a la primera, cuyo nombre habita el olvido, a dos hijos y a dos nietos.

A María Evangelina va a visitarla los domingos. Su yerno, Óscar, empuja su silla de ruedas, pasándolo por bóvedas abiertas a las que el viejo enterrador echa un vistazo y dice que están muy buenas, y lo lleva hasta la galería de osarios en una de cuyas lápidas de mármol se lee:

María Evangelina Mejía de Londoño.
Julio 25 de 1978

Y Víctor da dos-tres golpecitos con la palma de la mano, como si tocara la puerta, y reza en voz baja un Padrenuestro.

Todo hay que decirlo, Víctor fue un tipo travieso. Tal vez como nació un 31 de diciembre, él ha conocido los excesos del licor. En la época de los mafiosos escandalosos, no faltaba el que le decía: “manteneme bien bonita la tumba de mi mamá, viejito, las flores frescas” y le daba una botella de guaro que él, tras destaparla y verter en el suelo el consabido chorrito de la Ánimas del Purgatorio, escondía en algún lugar ignoto para los demás mortales.

Una vez, estando a media caña, como suele decirse, la caída de un rayo le hizo tragar la lengua, pero esto no pasó de un susto.

Se amarraba unas borracheras que hacían vociferar a María Evangelina.

El preguntaba: ¿para qué aguantar cantaleta teniendo para mí un lugar tan tranquilo? Y conducía sus pasos al cementerio, buscaba una bóveda vacía y, sin misterios, ¡allí se metía a dormir!

A los 10 hijos no parecía asombrarles las ocurrencias de su padre.

Para esta familia, los muertos han sido vecinos y amigos. De chicos, sus juegos diurnos se  basaban en correr sobre las leves lozas de las galerías, volar de una a otra y hasta esconderse en las tumbas para que los otros no los encontraran.

Y los nocturnos, en aprovechar la profunda oscuridad del sector, que ayudaba a mantener la misteriosa atmósfera de las leyendas del Envigado pueblerino de hace cuarenta años, cuando muy pocos se atrevían a pasar, al menos no en soledad, por ese cementerio, del que decían se veían las Ánimas tal como las describe la vieja Novena de Difuntos. Se escondían en un frondoso árbol cercano a la puerta y, envueltos en sábanas blancas, asustaban a los transeúntes, especialmente borrachitos trasnochados.

 

Juana, la enterradora, era la mano derecha de su madre. Fundó con ella el estadero La Última Lágrima, en 1963. Una ramada de latas entre las que destacaba el nombre. Las procesiones de entierro paraban allí.

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Viudas y huérfanos y amigos llorosos llegaban a pedir rancheras y canciones fúnebres, que les recordaran al difunto. Y a veces hasta metían el ataúd, con todo y muerto, al negocio para que él oyera sus canciones. Era que, en vida, éstos habían dejado dicho que los llevaran al estadero, como paso previo al cementerio.

Juana no hizo caso a su corazón, dice con tristeza. No se fue al convento. Se quedó en casa criando a sus hermanos, haciendo las diligencias, atendiendo las matrículas de los colegios, todo, y atendiendo el estadero. Por eso, ella cree que haber enterrado a cinco compañeros sentimentales no es otra cosa que un castigo de mi Dios.

El primero fue un novio, William, se suicidó, envenenándose con totes; el segundo, Antonio, murió de cáncer en la sangre; el tercero, Luis Carmona, carnicero, se  accidentó en una carretera; el cuarto, Pedro Claver… ¡No, por  Dios! Es una cadena trágica. Al  último, Bernardo Espinosa, le dio por suicidarse en la misma puerta del cementerio hace apenas dos años. Se tragó unas cápsulas de cianuro. Ya él venía con un cuento obsesivo de que si ella había enterrado a los otros cuatro, a él también lo  enterraría.

 

La Última Lágrima y la vivienda de Víctor Londoño son hoy de material. En noviembre, especialmente el primero que es Día de Difuntos, se llena el negocio. Cuatro gallinas blancas, sucias de polvo, caminan orondas, impávidas, por este lugar de lágrimas.
         
         (Crónica escrita en 2006.   Publicada en El Arca de Noé. Envigado, Biblioteca Escritores de Envigado,  2008)

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La primera y última lágrima

·         17. Dic 2008

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El hombre vive de ilusiones y muere de decepciones. Esta frase lapidaria –en momento más oportuno no podía haber mencionado este calificativo, ya verán por qué-, la escuché hace mucho tiempo a un campesino envigadeño, Sigifredo Correa, célebre, entre otras cosas, porque en su juventud explotó la sal de caldero, de los manantiales de El Retiro y porque hasta el final de sus días curaba con oraciones y a distancia los males del ganado.

La recuerdo ahora cuando recibo la noticia de que el viejo sepulturero de Envigado, Víctor Londoño Vanegas murió en la madrugada de hoy, miércoles 17 de diciembre, a 14 días de cumplir 99 años de edad.

Una reflexión acude entonces a mi mente: debe haber recibido muchas menos decepciones que otros seres humanos para haber llegado campante a esa poco despreciable suma de años. Aunque sus parientes rogaban a Dios que lo dejara llegar a cien.

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Víctor, con un nuevo sepulturero

Él es un personaje de mi libro de crónicas El Arca de Noé. De él conté en 2006 que, en sus tiempos de enterrador, sepultó al Filósofo de la Autenticidad, Fernando González; al médico filántropo Francisco Restrepo Molina y a decenas de personajes ilustres del Envigado del siglo XX. Y dos esposas suyas. A la primera de ellas la había enterrado tan hondo que había olvidado su nombre.

También, que cuando se enojaba con ellas o, mejor, cuando ellas se enojaban con él, pues era un borrachín dueño de gran picardía, él se iba a dormir a alguna bóveda desocupada, pues, al fin y al cabo, su casa estaba –y sigue estando- situada al pie del cementerio de Envigado.

En esa conversación, el viejo Víctor contaba que los mafiosos le daban una botella de aguardiente como compensación por mantener las tumbas de sus seres queridos bien tenidas, las flores frescas…

Cuando su nieta, Gloria, me llamó por teléfono a contarme de la muerte de su abuelo, contó que murió a las 2:45 a.m. Y cuando le pregunté de qué murió el viejo, ella me respondió, como si fuera un asunto de lo más obvio, que “de viejito”, lo cual me sorprendió porque nunca he asociado la muerte con la edad, sino, tras la enseñanza del campesino, a los agravios y tribulaciones de la vida.

En fin, ahí queda Juana, su hija, y el estadero La Última Lágrima para recordar al viejo. De hecho, estas palabras simbolizan la última lágrima que vierte este autor por su personaje.

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El guajiro que hace bajar a los ángeles

·         10. Dic 2008

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«Unos me dicen loco; otros, estafador; algunos más, que me van a matar… y a nada le tengo miedo porque el que con Dios anda es muy difícil que se muera antes…». Dice sonriente Máximo Díaz Iguarán, un villanuevero que echó a andar por Colombia desde hace sesenta años, cuando apenas sí tenía dieciséis. Antes de emprender dicha andanza, había dejado de estudiar porque sentía que nada más necesitaba aprender en la escuela, aparte de leer, escribir y las cuatro operaciones aritméticas que mueven el mundo. Su padrino, un hombre ayudado por lo sobrenatural, un zahorí, le había dejado como herencia hacía más de diez años, cuando él no tenía uso y menos abuso de razón, un extraño lío que nadie había abierto hasta entonces.

«Precisamente, su padrino me dejó dicho al momento de entregarme este fardo», cuenta que le mencionó su madre en esa lejana tarde, «que no le diera mucho estudio, que con este paquete usté no lo necesitaría».

Ya un adolescente, Máximo deslió el paquete en soledad y se maravilló del tesoro que tenía ante sus ojos: era un conjunto de papeles manuscritos, con oraciones poderosas que haciéndolas con fe profunda y en la soledad de un campo hacen bajar a los ángeles; además, los procedimientos y fórmulas secretas para que él siguiera ejerciendo la medicina tradicional. Fue entonces cuando Máximo, que hasta ese momento había sido Iriarte González, adoptó los apellidos, “astrales” según explica, Díaz Iguarán, y sintió la necesidad de errar por Colombia. «Mi intención era seguir aprendiendo y trabajando en esa actividad en la que yo, desde niño, ya había mostrado curiosidad». Poco antes de salir, se vio obligado a poner en práctica sus conocimientos recién adquiridos. Se hallaba entonces en el corte de madera de un tío suyo, cuando uno de los trabajadores sufrió la mordedura de una culebra muy venenosa. No había recursos. El médico más cercano estaba a miriámetros y de no recibir asistencia, pronto moriría. Así fue cómo Máximo Díaz Iguarán se decidió a obrar. Hizo acopio de toda su fe, se arrimó al sitio donde el hombre sudaba y tiritaba por la fiebre, y comenzó a repetir las oraciones secretas que para esos casos había aprendido de memoria, se dirigió a Dios con la firmeza y confianza de quien lo tiene de aliado y hasta lo llama por teléfono, y casi en el acto pudo darse cuenta de que el enfermo entraba en un estado de serenidad y pronto se quedó dormido. Al otro día el enfermo amaneció mejor y, con la toma de esencias vegetales que el nuevo brujo le brindaba, «al siguiente día amaneció mejor y después mejor y mejor».

El mago blanco, un mozalbete de dieciséis años y uno entre los veintiún hijos de los riohacheros Marquesa González y Juan Manuel Iriarte, echó a andar. Atrás quedó su trabajo en la sedienta Guajira, encerrando el ganado de su padre, tan copioso que resultaba difícil contarlo. Puso sus pies a caminar por la zona baja del Magdalena, por los pueblos y caseríos ribereños río arriba, por municipios de Meta y Caquetá… Recorrió los departamentos más brujos de Colombia: Tolima, Antioquia y Chocó. En este recorrido aprendió, entre otras cosas, que con el caracol «se hacen bellas curaciones»; conoció los poderes del aserrín de madera y de la arena de mar para cerrar cualquier herida. A su paso por Segovia y Remedios, entendió que el mal de ojo no es una brujería como muchos creen, sino que se trata, en cambio, de un fenómeno natural que se produce por llegar al cuarto de un recién nacido y mirar a éste muy fijamente con la vista acalorada y llena de la energía del astro Sol. Con decir que a un niño lo puede aojar hasta su padre, sin darse cuenta. En esos casos, es preciso darle una nalgada a la criatura para que llore y se le quite esa energía de los ojos. «Usté puede secar un árbol con la mirada, si tiene las vistas acaloradas, diciendo, por ejemplo, “¡ay, qué palma tan bonita!” y concentrándose en ella. Es que el que diga que el mal de ojo es brujería o enfermedad postiza es un embaucador o un ignorante».

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Máximo aparece en la carátula

También aprendió que la Atlántida es un continente que se hundió en el océano pero que, a pesar de eso, sigue ocupado por gente muy evolucionada; unas personas tan altas que tienen que dormir paradas. Asimismo, a comunicarse por una especie de telepatía con los Mamos, los indios sabios de la Guajira, cuando el caso que tiene ante sí es superior a sus fuerzas o a sus saberes. Los Mamos tienen, a su vez, conexión con esos seres especiales del continente sumergido. «Todas estas cosas comprenden la ciencia india que yo practico».

De algunos sabios, “botánicos de cartel”, aprendió, por ejemplo, a saber si alguien, con quien se quiera encontrar, se va a demorar o no. Durante muchos años hizo curaciones por trueque, como las hacía su padrino, de quien, por cierto recuerda que tuvieron que matarlo mientras descabezaba un sueñecillo al suave vaivén de su hamaca. Una vez habían intentado asesinarlo con arma de fuego, pero él estaba atento, de modo que recogió las balas que le rebotaron en el pecho, se las entregó a quien había disparado y lo invitó a que las gastara más bien en cazar un guacharaco o cualquier animalito para que le diera de comer a sus hijos. Durante su correría, Máximo también fue objeto de un episodio semejante y hoy muestra como un trofeo las cicatrices que le dejaron las quemaduras en el pecho. En esos años puso a prueba –como también lo hizo mucho después, en una montaña envigadeña- la oración que baja los ángeles. Apenas sí había terminado de pronunciarla, esos seres ya se habían hecho presentes y lo enceguecieron con su inefable luz, obligándole a cerrar los ojos con fuerza y clavar la cabeza en tierra como un avestruz. «A ellos no hay que pedirles nada; con sólo verlo a uno saben qué es lo que tienen que hacer, que es lo que uno necesita».

Máximo vino a parar a Medellín hace veinte años, luego de haberse radicado en La Dorada, Caldas. Un fabricante de escobas que estaba arruinado después de tener una próspera empresa, fue a buscarlo. El médico tradicional adivinó su sufrimiento con sólo mirarlo a los ojos. Le habían hecho brujería. Si bien no existía problema en trasladarse a la capital de Antioquia, pues a Máximo nada lo ha atado a nada, existía un inconveniente: «yo no quería trabajar en tierra fría», pero, en fin, en vista de la necesidad del empresario, cotizó su labor y le dijo: «vale ochenta mil pesos la curación. Ah, y una cosa más. Este presupuesto es libre de pasajes y alimentación». El otro no puso reparos y trajo al mago, quien de inmediato se puso al frente del negocio. Hizo descargar una tractomula llena de fibra sin que hubiera un peso para pagarla. «Usté no se preocupe. Llame a Bogotá y hable directamente con el dueño de la materia prima, no con el camionero, y le dice que en tres días la paga… y si no quiere, pues que él dé la orden de volver a cargar la mula», dijo al escobero esa vez. Fueron tres días de oraciones y riegos, baños y sahumerios, y por arte de magia, los pedidos de la empresa se incrementaron. Y desde ese día, con cierta intermitencia, se radicó en Medellín. «Aquí me retiene el trabajo».

Desde hace siete años encontró nueva sede. El ángulo noroccidental del Parque Marceliano Vélez de Envigado. Allí se sienta cada mañana en una jardinera blanca y bajo un árbol a ver salir el Sol y a conjurar el espacio, con un ritual de purificación en el que reza en silencio mientras agita un ramo compuesto por mirto, ruda y albahaca, como si estuviera ahuyentando demonios, ante la mirada curiosa y desconcertada de los transeúntes que a esa hora aprietan el paso para no llegar tarde al trabajo y las alumnas del Manuel Uribe Ángel, enfundadas en su uniforme de falda oscura y blusa blanca, que pasan despacio entretenidas en sus asuntos y mirando sonrientes al extraño abuelo que agita su rama. El viejo brujo traza un rectángulo con sus pasos, cierra sus ojos por momentos, abstraído, y en otros mira el cielo:
Verbo que habéis sido hecho carne,
que habéis sido clavado en cruz
y que estáis sentado a la diestra de Dios Padre…

Está convencido de que con ese ritual cotidiano, bloquea el daño que esté haciéndole al pueblo un mago negro en esos momentos. «Es un deber. No lo hago para mí, sino para la humanidad».

Una vez, cinco y media de la mañana y nada raro en el ambiente, se apareció de pronto el Diablo ante sus ojos, en medio de la oración, y le dijo: «En lo que estás haciendo vos, estás equivocado… ¡Envigado es mío! Y no sólo Envigado, sino el mundo entero…»

Si palideció, la espesa barba cana de Máximo impidió que se revelara. Siguió con las ramas en alto y contestó altivo: «Será tuyo el mundo entero, pero yo no lo soy. Ándate de mí, Satanás», y Satanás se desapareció ante el signo de cruz que dibujara en el aire nuestro héroe. Éste cruzó corriendo el Parque y fue a contarle lo sucedido al cura de Santa Gertrudis. El sacerdote escuchó el episodio, pensó en ello largamente y dijo insistentemente que tenía que conjurarlo. «¡Pero si al que tiene que conjurar es al Diablo, que está ahí afuera!», contestó el Guajiro, pero el hombre de la sotana no entendió y aquél debió marcharse sin encontrar apoyo.

Pero no sólo el Príncipe de las Tinieblas se le ha aparecido a Máximo Díaz Iguarán; también san Cayetano. Esto ocurrió una noche en la Avenida Oriental, a dos cuadras del templo de San José. Iba caminando tranquilo, con su fardo de esencias vegetales para la suerte, preparadas por él mismo, cuando sintió un viento agitado dentro de su camisa, tan fuerte como el que produce un avión al momento de despegar. Volvió a mirar y se encontró con la figura de un hombre con un niño en brazos, quien besaba al infante y lo miraba a él en forma alternada. «¡Este viejo fue que se embobó!», dice Máximo que alcanzó a decir, antes de que esa imagen se diluyera en el aire. «Entonces caí de rodillas y pedí perdón al Cielo por esas palabras necias y comprendí que era la figura de san Cayetano».

Con la naturalidad de quien habla de los visible, Máximo habla de sus asuntos y explica que el mundo no es sólo lo que se ve. Está convencido de que quienes se debieran casar serían los curas y no los demás hombres. De ahí esta recomendación: «si quieres ser ministro de Dios, para que no te veas tentado a caer en el pecado, cásate». En cuanto a él, si tiene hijos, no los conoce, pero no puede asegurar nada, puesto que ha bebido mucho licor y en la embriaguez uno se desordena. Lo que sí no hace cuando se emborracha es practicar su ciencia india, pues sabe que se pueden cometer errores y que, además, esa sabiduría hay que respetarla. «Por lo pronto, pienso seguir trabajando, hasta que Dios quiera; no antes…»

                                                                                                                                                     2002

(Crónica tomada del libro El Arca de Noé, de John saldarriaga. Biblioteca de Escritores Envigadeños, colección de periodismo N° 1, Municipio de Envigado, 2007)

 

La “carnicidad” de Manuel

·         03. Dic 2008

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La víspera de la última gran inundación de Nechí, salimos de este municipio cuando la tarde iba a acabar. Truenos lejanos anunciaban aguacero. Abordamos una camioneta en la terminal de transporte, un terreno situado a dos cuadras de la Alcaldía. Colmada la doble cabina, ocupamos puestos atrás, con alguna carga entre la que había una nevera de icopor llena de pescados, que un pescador vendería en Caucasia.

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Nechí,Antioquia

Yo había ido a cubrir la premiación de un concurso de cuento. Estaba acompañado por Daniel Álvarez, un licenciado en español y literatura, encargado del concurso. En el auto, él estaba ya relajado, sentado en la banca situada frente a la mía, después de las actividades del día, tomando fotografías a las aves silvestres que iba viendo en la vasta llanura, en la cual a veces también se veían vacas y toros cebúes pastando.

Un hombre venía con nosotros. Estaba sentado a mi lado y frente a Daniel. Amable, señalaba al fotógrafo algunas aves que él alcanzaba a ver desde su lugar. “Ese es el pisingo”, le dijo…”

Aunque no había lodo y la carretera estaba seca en su mayor parte, tampoco había polvo. Nos detuvimos a surtir combustible en una estación de gasolina. Daniel y yo descendimos del auto y aprovechamos para tomar fotografías de un callejón anegado, al final del cual, unas dos cuadras después, había una montaña de bultos de arena que los lugareños tenían dispuesta para evitar que el río rompiera el muro de contención que los protegía de la creciente. El otro pasajero no se bajó del auto. Cuando Daniel y yo volvimos a subirnos, él estuvo callado mientras hablamos de política y volvió a hablar cuando el tema fue de nuevo la Naturaleza. Nos contó por donde iba la vieja carretera, nos señalaba el río a lo lejos, nos señaló algunos trasmallos que pescadores instalaron en una ciénaga a bordo de la vía; mejor dicho, no una ciénaga sino un charco grande que se forma con las lluvias, y nos aseguró que en esas aguas superficiales había peces. Los mismos que pescaban en el río. Y contó que su nombre era Manuel. Que era oriundo de Sahagún. Se enorgulleció notablemente cuando observé que Sahagún tenía fama de ser un municipio ilustrado y lector.

Con ese hablar sereno de los costeños que saben mucho de la vida por andariegos y por andariegos se van volviendo buenos conversadores, Manuel contó que ha caminado medio país negociando frutas y verduras. A Cali lleva limones; de Medellín carga cebolla, tomate, repollo, lechuga papas y así, cosas de tierra fría para vender en el Bajo Cauca. En Caucasia, donde vive, suele ir por ahí, por los barrios, empujando una carretilla colmada de frutas o legumbres en los días que no viaja a ninguna parte. Precisamente, ese día regresaba de Nechí tras haber vendido varias cajas de mandarinas.

“¿Aquel es el pato chapucero?”, le preguntó Daniel. “Sí, ese es el que se chapucea”. “El que yo quisiera ver es el chavarrí –exclamó el licenciado fotógrafo-. Un niño lo mencionó en un cuento y quedé antojado de conocerlo”.

“Cuando vivía en Sahagún tuve toda clase de pájaros –contó Manuel-. Sinsontes, turpiales, mochuelos, pericos, calandrias… de toda clase de pájaros. Una noche, borracho, le di una cachetada a una mujé que me dio una insultada la macha. Un policía me cogió y me llevó al calabozo. Pasé allí en esa jaula desde las nueve de la noche hasta las tres de la tarde del otro día. ¡Pero, qué va, esas horas yo las sentí como tres meses! Tanto que le prometí a mi Dios que si me soltaban ligero, iría a mi casa y dejaría libres los pájaros. Y así lo hice. Entendí el valor de la libertad. Esos pájaros estaban en una cárcel por mi voluntad. Después, cuando iban tipos a la casa a preguntar por algún pájaro, les contaba esta historia y pensaban que me había enloquecido. Pero fue que yo pensé en el calabozo que los pájaros son como los humanos: los encierran en una jaula y terminan por resignarse al encierro porque ahí tienen agua y comida, pero nada más”. Volteando la cabeza, Manuel señaló con el dedo una garza azul.

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Nechí, Antioquia

La carretera formó una ye. Nuestro auto tomó la senda de la derecha. “Si uno sigue derecho –informó Daniel- llega a Colorado, un caserío que yo conozco”.

En este sitio comenzó el pavimento. Manuel dijo que, hace mucho tiempo, la carretera destapada le causó una enfermedad. Trabajaba de ayudante de bus de escalera. Solía irse arriba, en la parrilla, con la carga. “El polvo del camino me iba entrando en las vistas y fue formándome una ‘carnicidad’. Y usté sabe, esa ‘carnicidad’ lo ‘ciega’ a uno. Pero un día, años después, en Turbo, un hombre me dijo: si no quiere quedar sentado en un taburete, ciego, inservible, échese en los ojos una gota de jugo de noni. Cueste lo que cueste. Un día en un ojo y el otro día en el otro”.

Manuel no ha parado de hacerse el remedio desde hace tres años. Y está convencido de que ha habido mejoría.

La amenaza de lluvia quedó en Nechí. A medida que nos acercábamos a Caucasia, el clima se hacía neutro. La tarde también quedaba atrás. Iba oscureciendo lentamente.

También en los viajes, hablando con todo el mundo, manuel habá aprendido remedios para muchos males. Aprendió que la miel de abeja –el decía miel de oveja-, es una maravilla de la Naturaleza. La recomienda para los hongos que atacan a los costeños como él cuando se internan varios días en tierra fría.

Para lo que no sabía el remedio era para la hepatitis. De haberlo sabido no hubiera estado a punto de morirse y, sobre todo, no hubiera tenido que gastar tanta plata como gastó. Fue al médico. Hasta en Cereté tuvo que mandar a conseguir las ampolletas que le recomendó el doctor. Tras unos meses de cama y tratamiento, todavía amarillo, quedó sin dinero para las últimas medicinas. Y ni qué decir de la comida de la casa. Pero Dios no abandona a nadie. Iba por la calle, después de haber comprado la bendita ampolleta, apenas con quinientos pesos en el bolsillo, cuando, al pasar por el mercado, un muchacho le ofreció una boleta a rifa de 200.000 pesos. “Cuánto vale, men?” “Quinientas barras, no más”. Y ahí fue a dar la última moneda de Manuel.

Al día siguiente, el muchacho fue a buscarlo para informarle que había ganado. “¡Mierda! ¡Y yo que boté la boleta!. Vamos a ver. Si mi suegra le echó candela a la basura después de barrer, estoy jodido, mi hermano”. Manuel vació la caneca de la basura y, entre cáscaras de plátanos y papeles higiénicos y papeles inútiles, halló el papelito de la suerte. Fue a cobrar.

Finalmente, se alivió. En la última consulta, el médico le recomendó que estuviera por ahí un año y medio sin beber licor. Y así lo hizo. Esta es, sin duda, su más grande hazaña porque “eso no lo hace todo el mundo”.

A los dos años un compadre lo invitó al bautismo de un hijo. “Déjeme yo le pregunto al doctor si puedo tomar”, le contestó. El médico le respondió que no había problema, pero que bebiera con mesura.

Fue a la fiesta y metió tanto ron y se dio una juma tan grande que no supo quién diablos lo llevó a la casa.

“Ajá, era que llevaba ¡dos años sin bebé, no joda!” Fue al médico con dolores de hígado y de cabeza y éste lo regañó. Tomó Alka Seltzer y esa vaina, dijo señalando la región del hígado, se calentó tanto que tal vez por eso circuló el alcohol. Es una sensación tan desagradable, que no volvió a beber. Sólo de vez en cuando se toma una cerveza para la sed.

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Nechí, Antioquia

La camioneta se detuvo. Uno de los hombres de adelante fue a la parte trasera a sacar la nevera del pescador y los pasajeros debimos apearnos para que él tuviera espacio. Cuando nos subimos de nuevo, el hombre regresó con la nevera: se había equivocado: no era el pescador el que había llegado a su destino, sino otra persona. Volvimos a descender para que el ayudante subiera otra vez la nevera y sacara el equipaje del pasajero que sí había llegado.

 

En breves instantes vimos a un tipo gordo y bajo de estatura parado entre nosotros diciendo que su maleta era la azul y que se quedaba allí para esperar el colectivo que lo llevaría a La Apartada, donde tomaría otro que lo llevaría a Ayapel, su destino. Entonces me di cuenta de que había oscurecido del todo y de que habíamos llegado a la troncal.

El automotor volvió a moverse. Manuel contó que no va a El Bagre. Se asoció con un tipo de allá para establecer un puesto de frutas y verduras en el mercado, cerca del puerto. Aportó un millón de pesos que pagó al diez por ciento mensual. Pero al mes, el tipo aquel no hablaba de repartir ganancias y ni siquiera del estado del negocio. Manuel dormía en el puesto de frutas, ahí en la calle, mientras el bagreño lo hacía en su casa, entrepiernado con una mocita que tenía en esos días. Cuando nuestro hombre reclamó a su socio, éste lo amenazó de muerte. Si vuelve a El Bagre, le advirtió, le tendería una trampa. Manuel ya les dejó una carta a sus hijos y amigos para que sepan que si algo le sucede se debe al tipo aquel.

Ya pagó el millón. Y una carretilla del socio que le quedó, la venderá en Sahagún para obtener por ella siquiera 200 mil pesos. “Del ahogado el sombrero”.

Manuel hizo detener el auto con un silbido. Se apeó, fue a pagarle al conductor por la ventanilla. Y se despidió. “Aquí me quedo muchachos. Tal vez nos veamos otro día”.

Sólo en ese instante, Daniel se dio cuenta de que estaba adolorido por estar tanto rato en esta posición y se le hicieron largos los dos kilómetros que hacían falta para llegar al hotel. Yo no podía dejar de pensar en las palabras de Manuel. En todas. ‘Carnicidad’ quedó retumbando en mis oídos.

Porcelana y Platanazo, dueños de risa y llanto
16. Ene 2009

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·         Narrativa urbana

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Los ratos más amargos de Porcelana y Platanazo son aquellos en los que la gente no se ríe de sus ocurrencias.

En esos momentos, Porcelana saca la casta de 36 años de experiencia y va cambiando el rumbo de los diálogos, hasta que encuentra los comentarios que arranquen la risa de su público.

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"Es más difícil hacer reír que llorar", dice Porcelana (de perfil)

¡Bienvenidos al show de la calle! ¡El teatro sin techo!”

Por dos caminos diferentes los ha llevado y traído la vida, hasta que hace tres años decidieron unir las suertes.

Porcelana, quien en Centro Día y en el Hotel Marquesa lo conocen también por su nombre, Jaime Orlando Lara, nació en Túquerres, Nariño, hace 50 años. Muy poco fue lo que vivió en la casa materna porque el padrastro le daba mala vida.

“¡Mire, señor, se le cayó… el precio del tinto!”

Comenzó en un circo pequeño llamado Manolo Real. Allí debía cuidar los alambrados que rodeaban la carpa, para evitar que alguien entrara e hiciera daños. Muy pronto le dijo al director que él quería hacer parte de los artistas y, más aun, de los payasos.

¡Miren todos el esqueleto sin cabeza. Asistiremos a la aparición de la calavera! ¿La ve usted, Platanazo? Dígame, ¿la ve usted?… Yo tampoco.

Debutó, no ya con Manolo Real sino con Águilas Humanas, en una gira por pueblos de Nariño y Cauca, con el nombre de Carasucia y un papel muy secundario en una parodia de El hijo pródigo.

Parado al lado de Platanazo, vistiendo un chaleco  que dice Brasil, sombrero negro y la cara pintada, sin nariz de payaso, en pleno cruce de Maturín con Junín, recuerda el susto que tuvo entonces. Las piernas le temblaban por las dos breves intervenciones que debía hacer en la caravana de payasos. La mente le quedó en blanco y sólo con ayuda de los más experimentados logró balbucir: “¿ah, y yo voy a trabajar en esa película?”

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En los autobuses o en cualquier esquina de Medellín, los payasos hacen su show.

¿Sabe qué, Platanazo? Mi mujer me cambió el nombre. No me dice Porcelana; me dice Negro: lave la ropa, Negro; prepare la comida, Negro… y de noche: monte, Negrito.

Platanazo, por su parte, lleva 10 años de payaso. A él a veces lo llaman León Darío Agudelo. Nació y se crió en La Gabriela, barrio de Bello. Contrario a su amigo, era él quien hacía sufrir a su mamá cuando se iba al circo de barrio o se marchaba tras él. Al principio, ayudaba a armar trapecios. “En los espectáculos, me asomaba por los telones y en los días en que no había que hacer, me ponía a entrenar en el Giro de la Muerte”.

Platanazo usa una gorra de lado, tiene la cara rosada, corbata azul, chaleco negro y cara triste. A él lo maquilla su compañón, pero él nunca ha sido bueno para devolverle el favor.

Como payaso, recuerda que debutó sin mucho susto, a diferencia de Porcelana, porque ya llevaba tiempo actuando en el número anterior.

En el Circo Amazonas comenzó de payaso al lado de otros dos, llamados Cascarita y El Gringo. Era un número sencillo, en el que debía levantar el auricular de un teléfono y asustarse cuando estallara una pólvora conectada al aparato.

En los circos se vivía bien. Viajaban por el país y hasta por pueblos de Ecuador y Perú, como en el caso de Porcelana, quien dicho sea de paso, fue bautizado con este nombre en Neiva, luego de trabajar unos días en una fábrica de vajillas.

Al llegar a los pueblos, ganaban de artistas. Saludaban a todo el mundo y gastaban sus palabras vanas y dulzonas con las chicas bonitas. Asistían a fiestas, que no faltaban, como tampoco plata en los bolsillos.

Por vivir borrachos perdieron sus trabajos. Fue así como después de mucho rodar, se toparon en Centro Día. Ya no beben. Trabajan en parques, calles y buses todos los días.

Hablando en serio, ambos coinciden en decir que sus vidas han sido tristes. Y que esto parece ser constante en los payasos.

“Yo añoro la vida de mi casa. Si pudiera revivirla, la aprovecharía -lamenta Platanazo”.
“Yo no tuve niñez -lamenta Porcelana-. Apenas ahora es que la estoy viviendo. Apenas ahora es que me río. De niño yo no me reí”.

·         arte callejero, arte urbano, crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, payasos, periodismo literario, salderrio

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Los hidrantes, eternos impasibles

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·         14. Ene 2009

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Me declaro admirador de los hidrantes. Pienso que hacen parte de una historia de aventuras. Que se escaparon subrepticiamente de un cuento infantil que alguien dejó abierto. Parece presto a servir de lugar donde atar levemente un caballo. Levemente, con la suave y suelta vuelta de cuerda como atan los caballos en las películas del Oeste. Como por decir que están atados. Y así, cabizbajos frente a los hidrantes, los equinos -que creen estar amarrados- esperan pacientes, coceando por horas, a que el imbécil de su dueño se emborrache hasta las orejas y arme un lío de marca mayor, antes de poder largarse.

Los hidrantes tienen una figura hermosa y altiva. Pero se trata de una hermosura y altivez extrañas, tal vez clásicas, antiguas, pero, en todo caso, arcanas.

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Se me antojan seres de la Edad de Hierro que nunca murieron. Que nacieron por allá en épocas remotas y que han estado atentos, vigilantes al paso del tiempo. Nos observan. Observan en contrapicada el agite de la ciudad que hierve y él incólume. Parece orgulloso también cuando los hombres, mientras esperan, montan uno de los pies en él, y sobre la alta rodilla el codo respectivo -preferiblemente fumando-, para dar una impresión más masculina.

Quizás sean esculturas que adornan la urbe.

Su figura es como de una suerte de niño bondadoso, presto a servir sin aspavientos, como debe hacerse. Parece querer pasar desapercibido, pero no lo logra.

Las cambiantes tendencias arquitectónicas modifican el aspecto de los edificios y de las ciudades. Con el paso de los años van desapareciendo las grandes casas, espaciosas, de dos o tres patios; los techos altos de cañabrava son remplazados por plásticos traslúcidos o por losas que, son, al tiempo, los pisos de otras viviendas; desaparecen las tapias, aparece el estuco, y en lugar de ventanas de madera y pomos anchos que hace un siglo permitían a las novias sentarse a escuchar arrumacos, hay ventanas de vidrio y persianas o pequeñas escotillas como de barco. El aprovechamiento del espacio obliga a construir edificios que cada vez intentan rascar más y más el cielo, pues la Tierra no estira ni tenemos indicios de una fórmula para lograr tal efecto. Los teléfonos públicos son remplazados por nuevos modelos cada cinco años. Todo cambia y, sin embargo, ¿qué tienen de mágico los hidrantes, cuya figura no varía? Tienen, no cabe duda, el secreto de la eterna juventud.

Inteligentes ingenieros construyen edificios inteligentes y posmodernos y, a una cuadra está el bello intruso de la Edad de Hierro, el hidrante, que mira complacido como si tal cosa. Es el diálogo entre el pasado y el futuro en un espacio-tiempo que creemos presente. Es, quizá, una prueba material y tangible del pensamiento gonzaliano sobre el eterno presente.

Recuerdo que de niño, un hidrante permanecía firme en la esquina de mi casa. Tenaz, de día y de noche, expuesto al viento, el Sol y la lluvia y él… impasible. Los lunes en la mañana era el personaje más glorioso de Los Naranjos. Los bomberos de una fábrica de recipientes de cristal, que prestaban su servicio en todo Envigado, pues éste aún no había constituido un cuerpo propio, llegaban temprano a abrir sus llaves y destapar sus bocas. Por dos de ellas dejaban manar el agua, que corría libre, limpia, como el milagro de un aljibe repetido cada ocho días, a todo lo largo de la acera, hasta la otra esquina; al llegar a la cual caía a la calle, doblaba en ángulo de 45 grados y se perdía en un hilo delgado por el borde de la vía, arrastrando el polvo, hasta la mitad de la cuadra, donde se internaba por una rejilla del alcantarillado público. Más tarde, en la escuela, habríamos de imaginar que ese era el ciclo del agua, del que hablaban en ciencias naturales. Nuestra mentalidad infantil nos permitía pensar tranquilamente que, como en esos surtidores de parque, el agua volvía, subterránea, sin que la vieran, nuevamente hasta el hidrante, para salir otra vez. Aunque, a decir verdad, este proceso poco nos importaba (como no nos interesaba que los hidrantes estuvieran clasificados en diferentes tipos, de acuerdo con su tamaño y capacidad, como supe después). Sólo era importante que existía el hidrante y nosotros para verlo y disfrutarlo. Sólo deseábamos que siempre vertiera sus aguas, generoso, para correr descalzos de arriba abajo, de abajo arriba de la cuadra.

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Ahora que lo recuerdo, la corriente fría de los lunes en la mañana, coincidía con la visita de un camión cisterna que transportaba agua y la llevaba a los barrios cuando suspendían el servicio.

Me parece todavía estar viendo a los hombres que manipulaban el hidrante, metidos en unas botas de caucho que les llegaban más arriba de las rodillas, enfundados en pantalones y camisas caquis y coronados por cascos rojos. Mientras dejaban que el agua chorreara por dos bocas -por una tercera y mediante una manguera de tres pulgadas de diámetro llenaban el camión-, ellos tomaban café negro, sin prisa, luego de mecerlo con una cuchara como si fuera un remo, pero al descuido, mirando sin ver el edificio del Seguro Social, al otro lado de la calle.

En esa época quería crecer para ser bombero. Tal vez porque creía que toda su labor era esa: abrir hidrantes, viajar en camiones cisterna y tomar café negro en tiendas de esquina.

Recuerdo que el hidrante era marrón y tenía un letrero grabado en su lomo: Apolo. Creo que así se llamaba.

·         cosas de ciudad, crónica urbana, hidrantes´, john saldarriaga,salderrio

 

Pero, ¿para qué sirve un paraguas?

·         23. feb

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Siento la lluvia como una humillación de la Naturaleza. Eso de que vaya uno por ahí, cantando su canción, y de buenas a primeras te caiga agua del cielo es, por decir lo menos, absurdo. Se diría que están lavando el segundo piso del mundo y vertieran el agua residual por desagües que dan al patio. Estás mojado y, lo peor, no tienes a quién diablos injuriar ni hacerle responder por mandarte por las calles andando con tu imagen emparamada ante los ojos de la gente, como habla.

Comienza a llover y me digo: juro que no voy a correr. Aguanto mi humillación con estoicismo, haciendo acopio de una manoseada dignidad. Mascullo en silencio mis improperios. Rumio una rabiecita de impotencia. Sólo atino a recordar que de niño hablaban de san Isidro, el labrador que quitaba el agua y ponía el Sol. Instalo una cara sin gesto, como de sordo, no sea que la Naturaleza lo advierta y se ría más a costillas mías, que de hecho ya lo hace. ¡Es que no quiero que se entere de que me molesta su jueguito tonto! Hago, simplemente, como si no lo advirtiera, como si no causara en mí ningún efecto o como si me fuera lo mismo ir por las calles mojado como un pato, con las gotas temblando en la punta de la nariz o en el vértice del mentón.

(Pero tengo mi desquite. He pensado, en cambio, que humillo la Naturaleza cuando ella abre sus canillas como más le gusta, inopinadamente, y yo estoy lejos de su alcance y hasta la miro a través del cristal de una ventana, que se empaña en breve. Y me arrellano en mullido sillón a observar el espectáculo de la tarde mustia, preparo en un vaso algo fuerte y, desde el tibio vientre de la habitación, miro la lluvia sin prisa. Siento, entonces, que Ella haría cualquier cosa por mojarme. O, de lo contrario, porque no la viera entonces. Y yo hago lo posible porque me vea tibio y seco. Y le digo: “esta vez, Viejita, no pudiste conmigo”. ¿Para qué disimular una mirada de gozo, como devoto dueño de plegarias atendidas?)


Varias veces me han dicho que un paraguas solucionaría el drama. ¿Paraguas? Sepan de una vez por todas que un paraguas es un inventico que ya se quedó sin terminar. Los chinos, a quienes se les atribuye, tomaron como base para construirlo lo que era apenas un boceto de algo, que algún ingenioso inventor, también atormentado por las absurdas gotas, dejara olvidado por descuido en alguna parte, la banca de un parque, tal vez por salir huyendo de un aguacero. Y el aparatico invadió el planeta, aunque no sirviera de mucho. Aunque no fuera más que un objeto que te estorba en la maleta o te ocupa una mano cuando no llueve -¡y uno no tiene más de dos manos para hacer todo!-, y que adorna la ciudad cada vez que la Naturaleza se hace aguas. Al mirarla desde lo alto, se diría que una extraña especie de hongos echó a andar, se tomó la ciudad y la dominará rápidamente si sabe moverse, estratégicamente. Pero esto no es otra cosa que un efecto estético.

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Y no me detendré en el detalle de que quien porta el paraguas puede llegar a su destino con algunos ojos enredados en las puntas de sus varillas, pues, por una parte, se trata de un problema menor: esos órganos pueden desengarzarse fácilmente y el paraguas seguirá ahí, intacto, sin rastros de niña ni de córnea y, por otra, es un argumento que no habla en contra de su capacidad de cubrir. Ni tampoco en el de que no necesita lavarse, pues, es ésta una ventaja nimia.
Seguiré diciendo que es inútil, hasta que me oigan. No sirve para lo que fue creado. Los humanos deberíamos considerar la cancelación de su existencia, porque no se trata de llenarse de cosas porque sí y de decir: “sí, el paraguas es otra invención humana”. Pero, por Dios, cuál invención.

Y lo digo porque lo sé; también lo he usado. No soy de los que hablan de cuanto ignoran; no sería ético. Y aseguro que no funciona por un motivo muy simple, el mismo que tendría pensativo al autor del remoto boceto en el momento en que cayó el pertinaz aguacero que le hizo perderlo: la lluvia no cae en una sola dirección, la vertical, sino también en forma oblicua y horizontal y en todas las direcciones al tiempo, aunque el surtidor esté arriba. Y todo porque es juguete de los vientos. Optimista declarado quien lo usa y optimista de chiste quien lo usa acompañado. He visto a los enamorados usarlo para dos, pero es que en su caso se trata es de ir ahí, muy juntos, aunque se mojen; no de no mojarse.

Brindaré un ejemplo para que no se diga que es mera inquina con ese útil inútil: hace unos días, un aguacero se cerró sobre la ciudad. Debía trasladarme de un sitio a otro, en una distancia no mayor de cien metros, para recoger unos papeles importantes. Tonto y fementido, hice caso de usar uno de esos murciélagos sin alma que un colega ausente había dejado olvidado desde hacía meses en un cajón de archivador -me temo que, más bien, se deshizo de él, ¡ah, buena esa, taimado!-. Pero una vez entré en el mundo de la lluvia, el maldito paraguas cobró vida. Comenzó a moverse en todas las direcciones, preso del frenesí.

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Lluvia oblicua

Excitado, sus delgados huesos se desarticularon, se despatarraron y yo seguí bajo la lluvia, ridículo, portando un impúdico esqueleto al que seguía sujeto un trapo negro que se haría jirones. Por fin, el aparato quiso funcionar. Volvió a adquirir su postura cóncava, con un leve desperfecto, una protuberancia que yo hubiera estado dispuesto a perdonar. Y no pudo más que “cubrirme” la cabeza -para lo cual me hubiera bastado un sombrero- como si las demás partes de mi anegada humanidad no fueran también cuerpo. Y lo peor, el asa no era en forma de jota, que le da, al menos, belleza y complejo de bastón. Inútil resulta aquí decir que tras los primeros diez pasos parecía haber acabado de salir de la piscina olímpica, en la que hubiera decidido clavarme con ropa y todo. Fue la última oportunidad que le di al objeto aquél.

… No lo niego, el nombre me seduce: paraguas. Poema de una sola palabra. Pero prefiero la sombrilla. Porque es casi innecesaria. Quien la porta no le está pidiendo nada más que una sombrita móvil para no sudar mucho y ella algo puede hacer en ese sentido.

·         crónica, crónica urbana, john saldarriaga, lluvia, paraguas,periodismo literario, salderrio, sombrilla

6 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/379785f4a2cff16c129d2b3f0d61a466?s=45&d=identicon&r=GClaudia   •  10 years ago

John…No sabes cuanto me identifico con tu sentir, pero no te imaginas lo agradecido que tienes que estar con la vida por no ser mujer en esa circunstancia, salir de casa con el cabello cepillado, y un maquillaje casi perfecto en lo que parecia un dia soleado…pero ¡¡¡ohh sorpresa!!! cuando a mitad de la tarde un fuerte aguacero se cierne sobre la ciudad y en medio de la prisa para cumplir una importante cita buscas desesperadamente en lo profundo de tu cartera esta “salvadora de imagen” que tanto espacio ocupa cuando no la necesitas pero que ahora la cargarias solo por consentirla y la tendrias en el rincon más privilegiado de tu bolso como la mejor amiga del mundo.
o…¿la culpa sera de la lluvia?

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/26e403a4feb679a256d6caffce1e597a?s=45&d=identicon&r=GDownload Movies   •  9 years ago

Helo
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3.    http://0.gravatar.com/avatar/49ba6410047062c37d68af56b17103ac?s=45&d=identicon&r=Gfafpribia   •  8 years ago

I enjoyed reading your blog. Keep it that way.

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/6c7acb515bd71cb6df2e587296151de3?s=45&d=identicon&r=Gana maria perez   •  8 years ago

hace mucho tiempo no me reía tanto

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5.    http://1.gravatar.com/avatar/3633f392e9f56aeab0171a2ef15f674b?s=45&d=identicon&r=Gana maria perz   •  8 years ago

hace mucho tiempo no me reía tanto

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6.    http://1.gravatar.com/avatar/911a42d5541670fbc3493f28ee89c4e2?s=45&d=identicon&r=GJulius Kinroth   •  8 years ago

Hello.This post was extremely fascinating, especially since I was searching for thoughts on this subject last Monday.

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Guacharaca y maraca entre melenas blancas

 

·         8. Feb 2009

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·         Narrativa urbana

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·         1 comentario

En Junín con Maracaibo, pleno centro de Medellín, sentado en la escala de entrada de una pastelería, Lizandro toca la guacharaca. Con la mano derecha porta el rastrillo. Aprovecha los agitados movimientos que debe hacer al frotar las estrías del instrumento, el vaivén de su mano, para hacer sonar una maraca.

Su cara se perdió hace años entre una selva blanca, se ve como esos árboles viejos de los que cuelgan melenas epifitas. Impávido, a duras penas se entera del contenido de su recipiente de monedas, cuyos tintineos se pierden entre el sonido semejante de sus instrumentos.

Se la pasa sentado, cantando, de cuatro de la tarde a diez de la noche y a veces desde más temprano porque “¡esto está muy duro!; ¡esto está muy malo!” A su derecha, un refresco de naranja a medio consumir, en la misma botella y tapado con un vaso desechable.

Unas chicas solidarias, dependientes del salón de juegos de al lado, le guardan cada noche los instrumentos, para que no se encarte en su viaje hasta Robledo Miramar, donde vive.
Su voz está más enmarañada que su barba. Al terminar una pieza musical –que parece inventada sobre la marcha- y descansar, le pregunto:

-¿Qué tocaste, Lizandro?
-“El preso”.
-¿De Fruko?
-No; de Daniel Santos.

·         crónica, crónica urbana, john saldarriaga, músicos callejeros,salderrio

 

Mi casa es un desagüe

·         11. Feb 2009

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·         Narrativa urbana

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·         12 comentarios

Como en las calles están matando tanto, niño, y la situación está tan dura, yo me meto en este desagüe a pasar el tiempo.

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Gabriel Carvajal (Foto Manuel Saldarriaga)

Me llamo Gabriel. Gabriel Carvajal, y tengo 32 años. Por Dios que me está oyendo, que llevo más de 20 años en la calle. No lo debería decir, pero cuando estaba en la casa estaba peor. Me trataban muy mal. Y menos debería decir que mi mamá y mi papá, que se murieron hace como 15 años, no se manejaron nada bien conmigo.


 
A veces, cuando es de día, me recuesto en una de las paredes de este túnel, recojo las piernas para evitar esos charcos porque aunque dicen que estos desagües ya no echan agua en el Río, todavía filtran chorros de adentro, será de las fábricas, y me pongo a pensar, no sé, en ese tiempo. Vivíamos en El Rosario, en Itagüí, cuando me fui de la casa. ¡Uf, que si me dio duro! Yo tenía nueve años.

 

Me fui para una manga a llorar. Era que me trataban a los gritos y me azotaban tanto. Después, cada que amanecía, yo ya estaba desde hacía rato sentado por allá cerquita de la casa para ver salir a mi mamá. Un día, apenas la vi, llegué corriendo y le dije: “¡Amá, tengo hambre!” “Andá comete una arepa con mantequilla ¡y te volvés a largar, culicagao!”

Como a los tres o cuatro años, yo bañándome en un chorro que sale por el Cerro Nutibara, agua sucia, pero yo me bañaba ahí, en interiores, y llegó un tipo todo agitado: “¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Que vas a tu casa ya que tu mamá se está muriendo!” “¡Largate de aquí! -le grité-. Que vos no sabés nada”. Él insistió, insistió y yo para descolgarlo le dije que yo llamaba más tarde. Me coge a mí esa pensadera, niño, y al rato me dio por llamar a una vecina. “Ay, usté dónde está. Diga a ver que nosotros lo recogemos. Su mamá nos dice que no se puede morir hasta que no lo vea a usté, dice que lo busquen”. “Bueno, vengan por mí. Los espero en la Feria del Brasier”. Y sí, ahí me estaban esperando. Fui a ver a mi mamá. Ella, en la cama me dijo, “¿mijo, ya comió?” “Sí, señora. Sí, señora”. Le contesté y eso fue todo. ¡Lloré en ese entierro! Pero no era como la gente decía que era por remordimiento. ¡Bah! ¿Sabe por qué era, niño? Bueno, porque la mamá es el ser que le debe ayudar a uno, pero la mía no fue así.
Todo eso lo pienso sentado aquí, mirando, desde adentro, desde lo oscuro, el río y, más allá, el metro y esos edificios. Y oliendo este maldito olor a cañería que debe ser malo, ¿sí o no, niño? Uno se puede enfermar por el olor. Yo mismo no sé cómo hago pa aguantármelo.

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(Foto Manuel Saldarriaga)

Por la noche no duermo. Me acuesto aquí afuerita, porque me da miedo que se crezca el Río o que me aparezca un animal. La otra vez me salió fue una culebra, larga, larga. Y gruesa. Yo primero creí que era una rata, cuando oí un ruidito que se iba acercando, como que venía de adentro. De por allá tan adentro que ni siquiera de día he sido capaz de llegar hasta lo más hondo, por allá debajo de la Regional. He caminado, caminado… así… despaciecito, en la oscuridad, de miedo de que de pronto, niño, me vaya a un abismo y más bien me devuelvo. Y a mí las ratas no me habían dado miedo. Ni cuando le caminaban a uno por encima. Yo apenas las espantaba con la mano. Pero ya sí me dan miedo, desde la otra vez que espanté una grande y se me aventó al pecho la condenada. Y quería pelear conmigo. ¿Brava? Y tuve que correr.

Bueno, y, como iba diciendo, me doy cuenta de que era una cosa larga, una culebra. Salí corriendo de este hueco, no sé cómo no me fui al río y de un brinco ya estaba en la vía.
Después, hablando por ahí con la gente, me dijeron que esa culebra era de tal y de tal manera, no era peligrosa, pero, qué va, a mí sí me dio miedo.

Y por eso duermo aquí, en el bordo. Tiendo dos cartones, aparto ese reguero de cáscaras de naranja, miro que el sitio no esté sucio, porque uno aquí hace las necesidades, y duermo aquí recibiendo el viento.

Bueno, duermo no, mentiras. Me he quedado hasta una semana sin dormir. Porque me agarra la pensadera de qué voy a hacer mañana.

Antes de encontrar esta boca seca donde meterme, dormía en un matorral por la Fábrica de Licores. O debajo del tendido de vigas que hay sobre el Río por la estación Ayurá.

Era que yo mantenía trabajando en la plaza mayorista. En esos kioscos que había por esa calle y que ya los quitaron. Yo hacía mandados, llevaba almuerzos, lavaba mesas, hacía lo que fuera.

No lo debería decir yo, pero las dueñas me querían tanto que de pronto iba yo a comerme un sobrado y ahí mismo me regañaban y decían, vean, sírvanle un almuercito a Makro -me decían Makro porque yo vendía de todo- y comía hasta quedar lleno. Eso se acabó.

Y ya casi no salgo. Apenas voy por allí cerquita a una pizzería que botan esos sobrados muy limpiecitos, en sus cajitas de icopor. Y como a mí me da pena pedir, más bien esculco canecas cuando camino de regreso de bañarme por la mañana. Porque eso sí tengo yo: todos los santos días voy hasta la quebrada de La Aguacatala, cojo de la Virgen pa arriba y me baño y lavo la ropa y a veces la dejo secar un poquito o me la pongo así, mojada, y que se vaya secando puesta y vuelvo a meterme aquí en este desagüe. Que me vean por ahí caminando, por el centro, no. A mí me duele que la gente me tenga miedo. Que uno mire, por ejemplo, a una muchacha y ella se cambie de acera por miedo de que le haga alguna cosa.

Aquí me quedo y nadie puede meterse aquí. Por qué, si yo encontré primero este parche. Si viene alguno yo sí lo hago salir de aquí.

A veces consigo Frutiño y me siento en este desagüe a tomármelo despacio y a pensar. Y le digo a Dios: por qué no me has llevado en esas veces en que me han aporreado los vigilantes o los de las Convivir, que hasta de hospital me han dejado, derramando bilis y con sondas por todas partes. Le pregunto: ¿vos para qué me tenés, pues? Y pienso en mi muerte. Yo pienso en ella.

·         crónicas, crónicas urbanas, indigencia, john saldarriaga, Medellín,pobreza, río Medellín, salderrio

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 San Judas raja y presta el hacha

 

 

Guacharaca y maraca entre melenas blancas 

 

12 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/f63a5a035507a35df478e744e8c32a51?s=45&d=identicon&r=GMarcos Baena   •  10 years ago

Considero que como este hermano se encuentran sentenares, ya que uno los observa desde el metro y en cada desagüe hay uno o más.
Existen empresas patrocinadas por el estado disque trabajando para remediar esto, pero no es así; solo son pañitos de agua tibia. Mientras el estado no se apersone de esta problemática, seguirá en aumento.
Si la sociedad en generagl no tomamos conciencia que formamos parte del problema y no de la solución, esta personas seguirán así hasta encontrar su muerte en la calle, que es tan ansiada por ellos.
Debemos hacer algo… pero ya!!

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/af8c40b76d451501eec6e83ded7e0ac9?s=45&d=identicon&r=Gclaudia   •  10 years ago

con ese corazon tan grande que tiene, deberias pensar mas en el pienso que seria una persona que saldria facil adelante, si tuviera alguien que lo apoyara, que Dios lo bendiga

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/ab9da4603978894b5330c53b5ae3fc8d?s=45&d=identicon&r=Govi   •  10 years ago

que lastima que haya gente que les toque un destino asi tan fatidico,ojala alguien de buen corazon le pudiera ayudar, y sacarlo adelante,el tambien tiene derecho a vivir y a ser feliz. Una pregunta sin respuesta, que haces las entidades gubernamentales por esta clase de gente , creo que nada porque son indolentes y no les Interesa el dolor ajeno.
Para SALDERRIO, un saludo y soy un gran admirador de su blog, adelante

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4.    http://1.gravatar.com/avatar/f8488a8a3136d6c61f2d8fd0a50006df?s=45&d=identicon&r=GCarlos Munera   •  10 years ago

Hay de todo para hablar de estos temas, porque ellos estan ahi es por decision propia y se quedan alli por lo mismo… Conozco a muchos profesionales que se han salido del sistema y ya no entran ni a palos.

Pero lo que de verdad quería decir, es que bacano el relato en la voz misma del humano que relata su vida. Todo los días los veo desde la ventanilla del Metro. siempre los busco con la mirada.

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5.    http://1.gravatar.com/avatar/9cfb3ead502b4186d8814a9dbbfd5191?s=45&d=identicon&r=GRocio Herrera   •  10 years ago

Dios mio! que historia tan triste y saber que hay por montones en todo el mundo! gente que merece un lecho caliente y comida y abrazos…
y no solo no hacemos nada, y los miramos con miedo, sabiendo que mas daño les hacemos nosotros a ellos.
Levanta tu mirada, alguien debera tenderte una mano… a falta de la de tu mama.

Muchos estaran por su voluntad (?)
pero no la gran mayoria.

Hagamos algo! no joda!

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6.    http://0.gravatar.com/avatar/842c515b5a87e7fb4220009f50de4893?s=45&d=identicon&r=GAdriana Franco Chica   •  10 years ago

Muy desconsolador escuchar esas historias, pero si se le pudo ayudar? se le llevó a alguna isntitución de ayuda. Por que lo màs triste no es la historia, si no que no salga de ahí.

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7.    http://0.gravatar.com/avatar/a4a8b9ab1a4b6060a0a26b7bd0540c36?s=45&d=identicon&r=GRoche   •  10 years ago

Si necesitan ayuda instituciones donde puedan entrar y salir a siertas y ser alimentados con la ayuda del govierno,agregando las carceles estan llenas lo que Colombia nesecita es legalizar la pena de muerte soporta estaras votando por la pena de muerte di si.
son estupidos muestran una mujer con 6 hijos que no tiene ni con que alimentarla que les dieron bonbonbun.despierten no sean asi,o quieres desir si a homosesuales para matrimonio.porfavor.

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8.    http://1.gravatar.com/avatar/73b3573ae23ceae6789cd406bfb7a6a7?s=45&d=identicon&r=GOlga Lucia   •  10 years ago

Que lastima de nosotros que todo lo tenemos y ni asi nos preguntamos para que Dios nos tiene en este mundo, algún dia podriamos llegar a pensar que puede ser para ayudar a la gente que lo necesita, pero es mejor pensar que estamos aquí para disfrutar día a día.

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9.    http://1.gravatar.com/avatar/b6e176978d1325204227bdba7a45c6f4?s=45&d=identicon&r=Gpiedad gil   •  10 years ago

Bienestar Social del municipio de Medellín puede interesarse y hacer algo por este señor y por otros que como él han tenido esta desgracia de caer a la calle.

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10.  http://0.gravatar.com/avatar/6588103a239f112345c3003de16ee4ea?s=45&d=identicon&r=GBritteny Muhammad   •  8 years ago

hey Friend , i w/ ur site. i will come to your blog again tomorrow

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11.  http://0.gravatar.com/avatar/e523aba2d578a05b6d4871a511f0cd64?s=45&d=identicon&r=GJulianna Venturella   •  7 years ago

I used to be recommended this blog by means of my cousin. I am not sure whether this put up is written by way of him as no one else recognize such certain about my difficulty. You’re wonderful! Thanks!

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12.  http://0.gravatar.com/avatar/68a22ab2eec87f1a0732338c2d261707?s=45&d=identicon&r=Gzildjian crash   •  7 years ago

I desire to make use of some of the content material on my blog. Naturally I’ll give you a link on my internet blog. Thanks for sharing.

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San Judas raja y presta el hacha

·         06. Feb 2009

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·         Narrativa urbana

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·         5 comentarios

Puede decirse que Marta Álvarez Valencia predica y practica. Porque desde hace más de veinte años no hay miércoles en que no esté vendiendo imágenes, veladoras, escapularios y novenas de San Judas Tadeo en la puerta del templo de este santo en Castilla ni rezándole para que sus hijos y yernos no pasen un solo día de su vida sin trabajo. Y a fe que le ha atendido sus plegarias.

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Marta Álvarez Valencia

Por delante de su puesto de artículos religiosos ha visto pasar a miles de peregrinos con caras alargadas por las tribulaciones y, días más tarde, a los mismos con rostros rozagantes por las bendiciones que han recibido del patrono del trabajo y de los casos difíciles y desesperados.

“¡Qué más que me tiene parada, a mí que soy asmática!”

Ella qué se va a acordar de todo el mundo, si en diciembre “llega hasta gente de Estados Unidos”. Pero lo más seguro es que en los últimos dos años haya visto los rostros de Érika Cristina Velásquez y Yaneth Duque, dos mujeres que llegan sin falta a rezar la novela de las tres y media de la tarde y quedarse en misa de cuatro. Tal vez no les sepa el nombre.

Ellas son dos vecinas de Robledo Miramar que han incorporado en su rutina hacer ese trayecto caminando. Y todo porque el esposo de Érika, Germán Vélez, estuvo más de un año desempleado y, cuando ya la desesperación les desbordaba el ánimo, le hicieron caso a la mamá de ella que les habló del poder del santo. Y les contó lo que dice en la primera página de los Siete miércoles de san Judas Tadeo, un libro de oraciones que vende Marta: que Judas sólo tenía en común con el traidor su nombre, porque tuvo el privilegio de haber sido amigo de Jesucristo y de su familia desde que el Mesías era un niño, así como de ser su admirador en la juventud. Y por eso tiene tanta influencia para resolver los casos más difíciles.

“Y cuando íbamos en el tercer miércoles, lo llamó un señor de Rionegro para que le manejara un carro. Es tan bueno ese trabajo, que ese señor le entregó el camión del todo, como si se lo hubiera regalado, y no sabe ni siquiera donde vivimos nosotros. Le paga bien y puntual. Mi esposo no terminó los siete miércoles, pero yo los finalicé por él. Claro que a veces, cuando él está por aquí, nos acompaña a rezar”.

Marta le vendió el librito de oraciones a Roberto Lozano desde mediados de los ochentas. Todavía lo tiene. Ajado y un poco sucio, pero entero. Lo imprimían sin gracia, con una carátula blanca con el solo título, a diferencia de hoy que tiene la imagen del santo portando una rama de palma en la mano derecha y un hacha en la izquierda. Quizás era zurdo.

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Roberto Lozano

Roberto es un comerciante de Laureles que no falta cada semana en el santuario de San Judas, para darle gracias al patrono de que nunca le faltan negocios.

“En esa época la multitud de peregrinos era mayor -recuerda el hombre, quien no se sienta en una banca, sino que se queda de pie en la nave más cercana a las puertas laterales que dan al parqueadero-. No había por donde andar. Era, haga de cuenta, como la de peregrinos de María Auxiliadora, en Sabaneta, pero disminuyó en los años duros de violencia en Castilla. Pero ésta se acabó y la gente está volviendo”.

Y contó que él a veces reza la novena; en ocasiones, los Siete miércoles…, y en otras hace la Cuarentena de San Judas: “el primer día rezo un Padrenuestro; el segundo, dos; el tercero, tres, y así sucesivamente hasta cuarenta”.

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Dos mujeres, una joven y otra anciana, llegan todos los miércoles tomadas del brazo y así permanecen en la iglesia que tiene forma de media elipse. Son Bibiana Molina y su mamá, Carmen Arango. ¿Que si le tienen fe a san Judas? “Con decir que mi hija salía de la casa para el Sena, a averiguar si había empleo para ella, y yo para la iglesia. ¿Y cuánto estuvo varada ella, vos Bibiana? ¿Seis meses si acaso? De eso hace más de ocho años y nunca más se ha quedado desocupada”.

·         barrio Castillacrónicacrónica urbanajohn saldarriagaMedellín,religiosidad popularsalderriosan Judas

 

Cuando el Sol se pone

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·         27. Mar 2009

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·         Narrativa urbana

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·         8 comentarios

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Queda atrás la tarde. Por donde los edificios dejan, el Sol se ve como un incendio en el Chocó. Uno se imagina que la selva debe ser virgen ardiente. Las calles del centro de Medellín se llenan de personas que corren con rumbos, al parecer, bien definidos, como si fueran a llegar tarde a la noche.

Salen así del trabajo, despavoridos; por algo será. Vuelan a enracimarse en el metro o el bus hacia los barrios bajos, que están, por lo general, ubicados en las partes altas.

Atormentan por aquí y por allí ruidos metálicos que parecen de guerra. Son las persianas de almacenes, bodegas y talleres que caen con fuerza contra el suelo de cemento, haladas por unas manos fuertes y unos ganchos largos, con tanta fuerza que amenazan con sacar la lámina de sus carriles. (Es probable, por qué no, que al amanecer, esos mismos trabajadores las levanten con el mismo ímpetu.)


Esas puertas que caen parecen de demolición. Parecen decir: “¡se acabó todo!”, “¡se acabó el mundo… al menos por hoy!” Dan por terminada una jornada llena de sudor, de órdenes, de pedidos de buena y de mala gana, de clientes acosones y de clientes pacientes, de paquetes a domicilio y de devoluciones por unos bluyines más estrechos, señor. Nadie está quieto en las calles a esta hora de sombras largas.

Todo es confusión. Hay trancones de autos en San Juan y la Avenida Oriental y Ayacucho. Pitos, frenos, gritos, silbatos de policías azules que regañan a conductores por recoger pasajeros en media vía, hombres que se meten con balde entre las ruedas para vender una bolsa de agua por la ventana de un auto, carretas que todavía tienen frutas sobre las cuales descansa un megáfono: “lleve la papayuela, el mango, la ciruela Claudia”, pero esa maldita Claudia no se da por enterada. Sordas, campanas de iglesia suenan como voces del siglo XVIII.

En Cundinamarca, los fruteros que no tienen puestos estacionarios, van tirando con cuerdas sus canastas como niños de sus carritos, ya medio vacíos. Los que sí poseen, comienzan a cerrar despacio, tapando las canastas con cartones y con plásticos negros. Primero lo que menos se vende. Por último, atan la silla al puesto con el lazo de amarrar, para que permanezca sentada en su sitio hasta el amanecer.

En Ayacucho, los vendedores de los almacenes de carteras y bolsos y morrales, van descolgando uno a uno de la puerta y la fachada, con un palo largo de clavo en el extremo. Otra persiana cae.

Pronto quedan desoladas las vías arterias y las venas. Es noche ya y en el cielo, entre una nube de humo que se mece ahíta sobre la ciudad brilla una estrella solitaria y opaca. Pocos trabajadores son los que pasan, éstos sin mucho afán, con sus guayeras curtidas, en las que se traslucen las vasijas del almuerzo, ya vacías, ya livianas.

Los vendedores de avena pedalean ya sin aliento sus triciclos que parecen a toda hora vestidos de carnaval con sus alegres carpas de quitasol. Pasan oyendo comentarios de fútbol rumbo a casa. Otros, en vehículos semejantes, pasan vendiendo chicha y guarapo, dejando un olor dulce, pegajoso.

Las chanceras aprovechan los instantes de tranquilidad, en que los jugadores no se detienen a apostar, para conversar.

No es silencio total lo que ocupa el espacio y el tiempo. Es un conjunto de ruidos con menos elementos, para el que alcanzan los oídos. Hasta se oyen emerger aquí y allí las canciones de música guasca y los vallenatos cuando uno pasa por la Avenida de Greiff, decorados con rugidos de motor y frenos chillones. Así también, los olores de los negocios que apenas se abren, fogones de buñuelos, arepas, chorizos y otras frituras amarillas, llegan de a uno o dos a la nariz y no en mezcolanza.

Bombillos de cien vatios comienzan a pender de las cuerdas del alumbrado público en algunas esquinas para iluminar puestos de cigarrillos que funcionan toda la noche.

A medida que van quedando algunos claros en las aceras; la multitud va disminuyendo. Esos espacios van siendo colmados por los marginales, algunos de los cuales enloquecidos de hambre gritan sus incoherencias a los trabajadores que abandonan -indiferentes, unos; risueños, otros- esa especie de puerto que es la ciudad. Otros, con lentitud, esculcan basureros en busca de residuos de alimentos.

Aparecen los recicladores como gallinazos llevando a cuestas sus costales descomunales que llenan de materiales reutilizables, antes de que pase ese ejército de barrenderos de la municipalidad con sus escobas, palas y canecas rodantes embocando en éstas la mugre de la producción. Y los carros de basura que a esa hora son copiosos. Se juntan hasta tres en una sola cuadra del Hueco.

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Las rameras, a esta hora, ya no se van por las ramas: son directas y más atrevidas. Sostienen paredes y umbrales con sus carnes que desafían el frío. La altura de sus faldas está muy cerca de encontrarse con la profundidad de sus escotes. A sus anchas, parecen tener ahora toda una ciudad por oficina. A las ocho, los serenateros pasan por su lado haciendo sonar guitarras y liras, acordeones y guacharacas.

Los indigentes colman las aceras. Todavía no duermen. Departen, comen, esperan, pero todavía no duermen. En la calle Colombia, cerca de la Avenida del Ferrocarril, un grupo de indígenas embera, de los que dejaron su tierra en el alto Andágueda, reunidos, callados los más de ellos, esperan hacer un poco más de sueño para dormir. Hasta los niños, aunque también silenciosos, tienen los ojos bien abiertos. Es el turno de los marginados. No encuentran lugar bajo el Sol, así que deben salir a buscarlo bajo la Luna.

·         crónica, john saldarriaga, Medellín, salderrio

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 Cosas de ciudad

 

 

El copito de nieve vino del sur 

 

8 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/53f0976e7cb70dc6075b7632c7dd9641?s=45&d=identicon&r=GJuan Diego   •  10 years ago

Me gustó la descripción. Así cae la noche en Medellín. Afortunadamente ya se puede caminar de manera relativamente segura por el Centro en las noches.

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/0fbfb04c79e6b810139b569c9ff26468?s=45&d=identicon&r=GESTEBAN POSADA DUQUE   •  10 years ago

John Jairo….quizá la mejor hora & momento para “retratar” la urbe….gracias por tus crónicas….saludos de un lector frecuente de tus crónicas de GENERACIÓN….¿te acordás del la superpoblación china?….bueno un saludo.

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/160ac292fb7fde23e19a286013d3a884?s=45&d=identicon&r=Gleysla   •  10 years ago

Es crudo, pero las cosas son como son

PD exelentes cronicas

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Cosas de ciudad

·         12. Mar 2009

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·         Narrativa urbana

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·         5 comentarios

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/03/mfigurita-196x300.jpg

Figurita (Jairo Parada Muñoz). Fotógrafo popular y callejero de Medellín. Murió en 2008.

Edificios de mil ventanas que rasgan el firmamento con sus sombreros encopados; puentes de uno o más niveles, basados en ese invento milenario, sencillo y práctico que permite pasar sin mojarse sobre las corrientes, sin tener que recurrir a milagros; autos y, por consiguiente, humo, ruido, porque los seres humanos, basados en su misma biologíay en la de los demás seres de la Naturaleza, no hemos podido inventar nada que no excrete algún fluido al tiempo que produce el efecto positivo para el que fue creado; fábricas que, a pesar de cientos de años de avances técnicos y  tecnológicos fuman sus pipas de carbón o gasolina y esparcen sus partículas sobre nuestras cabezas y muchas de ellas llegan a alojarse en nuestros pulmones, y saber que sus dueños no nos pagan ni un céntimo por ayudar con nuestra salud a que se enriquezcan cada día más; viviendas a la medida de cada bolsillo; un tren semejante a un reptil roncador que atraviesa la urbe de norte a sur, de sur a norte, como una especie de gusano de guayaba que sólo atravesara la fruta de un extremo a otro pero le estuviera vedado arrimar a otras carnocidades; calles que conducen a casi todas partes, como un laberinto en cuyo centro también habita un Minotauro: la pobreza…

En fin, todo esto es la ciudad. Cosas inmensas que alcanzan a barruntar hasta esos ciegos que tocan armónica y piden limosna en sus arterias.


Pero existen otras cosas que ayudan a complementarla y que pocas veces las echamos de ver. Cosas que complementan la arquitectura urbana, que ayudan a vivir. Se diría que sin ellas, el mundo sigue andando, pero nadie diría que con ellas la vida urbana y su paisaje son iguales a los del campo.

Hay que ver los postes del alumbrado público y privado, con sus cuerdas que sirven de atril a las golondrinas que, si bien con las condiciones climáticas más adversas, no claudican en su empeño de hacer verano; las mismas lámparas de la calle, en las que los gallinazos, esos bellos seres negros de existencia apacible como su vuelo, han decidido posarse en las mañanas, especialmente en las que iluminan su río. Y se les ve como ensimismados y pensativos, y hasta les resulta difícil mudarse, aun cuando los atormenta la garúa.

Y los semáforos, que se roban el protagonismo con su dictadura de colores. Todo el mundo los mira obediente. A veces se ve que un par de hombres, con uniforme caqui de la municipalidad y dotados de escalera plegable y de aluminio, un balde con agua espumosa y una esponja, se acerca a cada uno de ellos y, suavemente, como si no quisieran interrumpir su aplicación, lavan su cara y cuerpo con una especie de ternura maternal. Y quedan olorosos a jabón y esplendorosos, luciendo con decoro su traje de preso gringo, durante un buen tiempo.
 
Igual hacen con los teléfonos públicos, esos aparatos hijos de la magia. Su origen debe haber sido, precisamente, un sombrero de mago, cuando algún taumaturgo lo sacó sin querer, en el momento en que, la verdad, se proponía extraer un conejo. Ya no podemos creernos esa historieta romántica de que un viejo físico de origen escocés  -Bell campaneaba su nombre- hubiera inventado este artefacto a finales del siglo XIX, porque la historia ya hizo justicia con -al parecer- su verdadero creador: un italiano que no tenía plata para patentarlo. Pero es que da lidia creer, ya que uno está convencido, tal vez erróneamente, que los robos intelectuales, las injusticias en el mundo académico y las intrigas entre seres que se dicen a sí mismos “intelectuales”, sólo ocurren aquí, en nuestras narices y sólo nos pasa a nosotros, pero qué va, timar es una costumbre que sabe tener la gente… en todas las latitudes y esferas. Y uno ve, sí señor, esos teléfonos en los andenes, que en nuestro medio prometen ser amigos -¡pero ladrones…!-, esenciales en la ciudad. ¡Quién imagina una ciudad sin ellos!

¿Habrá, por otra parte, alguien que no reconozca la utilidad de las carteleras de cemento en la que se acostumbran fijar los anuncios de eventos para divertir o enseñar? Te los topas cuando menos piensas. Algunos son un simple armatoste de cemento, como una pequeña torrecita oval o redonda a la que le robaron el molino de viento, y se le pegan los letreros con engrudo por todas partes. Entre nosotros, el que pega primero pega dos veces… y cuatro… y seis… Empapela la pequeña torre de arriba abajo con carteles iguales, que anuncian el mismo espectáculo, como insinuando: “los demás que lleguen después, de malas, para qué no madrugaron como yo lo hice, a atiborrar esta ciudad con el anuncio de mi espectáculo”.

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Otras carteleras, más lujosas pero no tan prácticas, son cuadros metálicos, con cubierta de vidrio cerrado con llave, todo lo cual soportado por dos varillas férreas como patas que se internan en el suelo. A primera vista se diría que unos constructores locos, para una futura edificación, fijaron primero las ventanas, pero que de seguro no tardarán en construir las paredes que les dará sentido. En ambas, en las de torrecita o en las de ventana, uno se entera de lo que hay para hacer en el tiempo libre, aunque no haya tiempo libre o, habiéndolo, no haya con qué pagarlo, pero ya ésta es otra discusión y la pobre cartelera no tiene la culpa de esa realidad neocolonial que nos imponen…

Y los relojes, símbolos de la modernidad, que van indicando, a nuestro paso en buses o colectivos, si debemos alarmarnos por el inminente retraso al trabajo o estudio. O a la vagancia. Los de los templos -salvo el del Sagrado Corazón, ahí en el Barrio Triste, que se quedó atrancado en las cuatro, no se sabe si de la tarde o de la madrugada ni de que día, desde hace años; pero bueno, sirve cada que son las cuatro- cumplen un gran papel. Su altura es garantía de ser visto, por lo menos a media cuadra de distancia, por entre los edificios.

Así mismo los electrónicos, encumbrados en su negro pedestal, aunque en sus dígitos falten puntos luminosos que hagan confundir el ocho con el tres, pues, al menos es una guía. Si la luz falta en el horario, el problema no es mayor, pues la diferencia entre una hora y otra es grande en luminocidad y temperatura, y no se presta a engaños; pero si es en un minutero nuestra alarma es grande, puesto que cualquier minuto es importante en esa carrera contrarreloj individual por llegar temprano, y en este caso la diferencia de luz y calor entre un minuto y otro, que de seguro la hay, no es observable a nuestros sentidos. A veces, uno se pone a leer el texto publicitario que va pasando por la pantalla de esos artefactos, sólo con la intención de ver la hora al final del mismo, pero pasan mensajes y mensajes (Practica la paciencia… No te pierdas los Juegos Callejeros en Medellín durante los días…), luego la temperatura, que es un dato útil, pero no tanto, y cuando va uno, por fin, a ver la hora… el bus dobla en la esquina, ¡maldita sea!

Y los que instaló el Metro de Medellín cerca de las estaciones, redondos como de báscula de verdulero y pequeños como de sala familiar, también orientan. La ciudad está llena de estos artefactos tan útiles al sistema productivo. Pero díganme, en todo caso, ¡quién le discute a un reloj! Todos parecen muy convencidos de la hora que anuncian, por más disparatada que sea. Hasta un reloj parado o esos artefactos que exhiben en las vitrinas, que no tienen la obligación de decir la verdad sino de mostrar su belleza. Hasta una clepsidra o un reloj de arena. Todos inspiran la credibilidad que ya se quisiera para sí un periodista o una novia infiel.

Y qué decir de los hidrantes. Esas pequeñas esculturas que parecen estar mirando la ciudad desde la Edad de Hierro, siempre listos para servir. Si no es el bombero que llega con sus botas de caucho hasta las rodillas a abrir sus llaves y surtir su camión cisterna con el agua que este pequeño centinela guarda con celo en su interior, es el indigente que lava en el sus harapos, el hombre que posa en él su pie para atarse el calzado o el perro que lo considera digno de su micción con la que pretende decirle al mundo: “ojo, que la ciudad es mía”. Y que tiene razón.

Fácil también resulta ver la utilidad de los basureros, que atados a postes del alumbrado o a semáforos, recogen cuanta basura queramos echarle y provee de alimento a cuantos se quieran asomar por sus fauces y comer los que encuentran en sus entrañas. Y las cámaras de vigilancia, que también reciben tanta basura todo el tiempo, para vigilar y castigar.

Lo que también puede observarse es que quedaron en el pasado las antenitas de televisor que parecían esqueletos de pescado en los tejados. Fueron remplazadas por unas simpáticas jofainas de diversos tamaños -unas pequeñas, como para lavarse los pies, cuando es para una sola casa; otras que parecen paraguas vueltos al revés y otras inmensas como si fueran abrevaderos de elefante-. Se ubican en las ventanas de los apartamentos, en las azoteas o en jardines aledaños, como si lo que apararan del cielo no fueran ondas sino agua para almacenarla en su oquedad hasta el próximo verano y mitigar la dureza de un factible racionamiento del líquido esencial.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/03/pasaje14.jpg

Y los kioscos de comestibles son cónicos. Y cómicos: más bien estrechos los más de ellos y de un gris insoportable, pero, con todo, resultan ser agradables tenderetes por cuya ventana se ve un hombre o una mujer que hace de vendedor, quien debe permanecer inmóvil como en un ataúd vertical. A veces se escapan un rato, como palomas que deben estirar sus alas aunque sea al pie la palomera, y cuando llega algún cliente, aquéllos deben ingresar agachados por una puertecita como la que, según cuentos, sirvió a Blanca Nieves al ingresar a la casa de los enanos. A otros es que no les cabe en ellos la mercancía y mucho menos sus humanidades agobiadas y dolientes, y se la pasan afuera, a la intemperie, como si no fueran ellos sus dueños, y cuando uno les pide algo, una goma de mascar, un cigarrillo, deben asomarse y sacarlos por el hueco de la ventana como ladronzuelos de sí mismos.

Hasta esos mismos ciegos de armónica habrán adivinado la existencia de los techos de zinc o lámina metálica que cubren un retazo de ciertas aceras, como si alguien necesitara que ese espacio en especial, por simple capricho, no se mojara con la lluvia ni se quemara con el Sol. Ese techo, lo aprendieron a golpes, está sostenido por columnas del mismo color que se clavan en el cemento. Han de saber que no están allí tan gratuitamente, ya que en la ciudad casi nada está porque sí, todo tiene que pagar caro su derecho de existir, empezando por las personas que la habitan.

Son esperaderos de buses. Algunos están siendo dotados de sillas, porque son sitios hechos para esperar, aunque allí la gente no debe durar mucho tiempo y no justifica la sentada. Con esas sillas puede suceder que alguien se acomode y se entretenga viendo la tragicomedia humana, o hasta se quede dormido sin darse cuenta cómo los buses que habrían de servirle para llegar a su barrio siguen de largo. Total, a los conductores de los buses hay que indicarles con una mano levantada como si en ella uno portara una invisible banderita a cuadros de las que usan en la fórmula uno, que deseamos -o más bien, requerimos- montarnos en su automotor. Es una simpática escena. Estos techos, decíamos, cubren del agua que cae del cielo, pero no de la que te salpican los autos que pasan raudos sobre los charcos.

Latas que indican destino y distancia, otras que muestran dibujos con flechas, pedazos de rieles verticales que no sirven para trenes sino para proteger fachadas; cajas grises como ataúdes verticales que contienen tienen la maraña del cableado telefónico por el que algunos operarios hacen visita conectando su teléfono portátil en cualquiera de ellos y hasta esculturas que adornan o cuestionan. En fin, la idea es que la ciudad está colmada de extraños artefactos cuyo sentido no es a veces tan obvio. Ese sentido se lo damos los seres vestidos, los perros, los gallinazos y todo el que la habita.

·         crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, salderrio

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 Arrieta, el publicista rodante, no el cornudo

 

 

Cuando el Sol se pone 

 

5 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/0aecb8a33071aa70b8383b92dda35757?s=45&d=identicon&r=Gdiego   •  10 years ago

Estuve en Medellín a comienzos de año por diez días. Aún no puedo expresar el sentimiento que tuve al estar allí. Recorrí todo de la ciudad desde afuera hacia adentro. Fue una experiencia muy muy conmovedora. Ver el río con las luces de navidad y la gente y todo. Sentía que estaba en otro mundo. Cosa muy distinta a Lima, Perú. Espero poder regresar muy pronto. Hasta estoy haciendo planes de poder vivir ahí. Una ciudad muy moderna, con gente A1.
Felicitacions por tener una ciudad tan maravillosa!!!
Diego

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/fe551ffe2436d92f9883c83c92052f79?s=45&d=identicon&r=GFrank Parada   •  10 years ago

John, muchas gracias por los articulos que escribiste de mi padre, y se que lo recuerdas ya que veo su foto en este articulo. gracias por todo

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/e1809201c11a884d79a58644c5870aac?s=45&d=identicon&r=GAlejandro Restrepo   •  10 years ago

Solo se aceptan comentarios positivos

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/68fbdbb4dbe722abd14006fb2435d97b?s=45&d=identicon&r=GBlog   •  8 years ago

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Arrieta, el publicista rodante, no el cornudo

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06. Mar 2009

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·         Narrativa urbana

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·         2 comentarios

No hacía dos minutos había dejado al profesor Herrera en su Parque de Bolívar de Cartagena de Indias, cuando vi a Arrieta, en el extremo de la Calle de las Damas.

O no, mejor dicho, cuando me topé de frente con una cicla estrafalaria y ruidosa. Emergían de ella pregones, música, pitos. Estaba decorada con numerosos objetos: dos banderas, la de Colombia y la de Cartagena, una en cada manillar; bocinas; dos espejos retrovisores, uno de éstos roto; calcomanías… Atrás, varios cajones: uno con la batería que hace sonar tal escándalo, y dos más, con letreros de publicidad del almacén La Surtidora. Predominaba el amarillo.

Luego fue que vi al hombre que pedaleaba.

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Carlos Arrieta López

“¿Que quién soy? -Puso un pie en el suelo y ningún ruido cesó-. Yo soy Arrieta. Carlos Arrieta López.

Y contó que aunque es matero, es decir, oriundo de Mate, Bolívar, donde vio la luz del Sol hace 45 años, lleva tantos en Cartagena, que se considera más de la bahía.

Le bajó volumen al pasacintas, en el que sonaba la voz de un locutor enunciando la “moda fresca” demás bondades de La Surtidora, mientras alrededor muchos turistas le obsequieban al binomio, Arrieta y cicla, unas miradas de curiosidad. Hasta los vendedores de cucharones y pulceras y aretes de cacho de toro y de carey, que lo han visto toda la vida, día tras día, se detuvieron un momento a ver al pregonero. Había noche fresca, gracias a los vientos Alicios que, según los transeúntes, se habían demorado en llegar, pues suelen esperarlos para diciembre.

“El dos de noviembre pasado cumplí 26 años con este negocio”.

De uno de los cajones traseros extrajo fotografías. “Estos son mis hijos: Leima Isabel, Lizmila Isabel, Andy Ariel y Alice Isabel. Ya una de ellas, Leima, me hizo abuelo”. En otra imagen estaba la cicla, a la que él llama La Original o la 629, por el número de la placa que luce adelante.

“¿Y por qué le cambiaste el color a La Original? -Le pregunté-. En esta fotografía está roja y ahora es amarilla”.

“Sencillo. Porque en el momento de la fotografía, que fue tomada el día del aniversario, el Día de los Muertos, estaba anunciando un negocio que tiene emblemas rojos. En cambio, La Surtidora es amarilla”.

Arrieta le da la vuelta a Cartagena todos los días. Se detiene en el centro, va por los barrios y veredas sin pereza. No lo detiene el Sol ni la lluvia. Y a puro pedal es capaz de llegar a poblaciones como Payunca, Mate, Malagana y Palenque de San Basilio, si a sí lo piden sus clientes.

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Publicidad sobre ruedas

Sigue el pregonero en su cicla y vuelvo a pensar en las historias del profesor Federico Herrera. En las dos que alcanzó a contarme.

Una, la de otro Arrieta, vaya coincidencia. Alonso Álvarez de Arrieta. Era un español que llegó a Cartagena de Indias decepcionado por que su mujer, Antonia de Trillo, le era infiel. Nada más ni nada menos que la muy bribona se iba a “trillar” con el poeta Lope de Vega.

El cornudo compró una casa precisamente allí, en la Calle de las Damas, y encontró consuelo con religiosos y,  por esto, dejó sus bienes “a capellanías y obras pías”. La lápida más hermosa del templo de Santo Domingo es la de Alonso Álvarez de Arrieta.

Y la otra historia me la contó en la propia Plaza de Bolívar, parados junto a un buzón que fue instalado en 1920, en gobierno de Marco Fidel Suárez.

Funcionó muy poco tiempo y, después de esto, un hombre seguía depositando en él sus cartas de amor a una mujer residente en Europa. Él murió pensando que ella no quería responderle. Ella, que él la había olvidado para siempre.

·         Cartagena de Indias, crónica, crónica urbana, economía informal,john saldarriaga, salderrio

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 Pero, ¿para qué sirve un paraguas?

 

 

Cosas de ciudad 

 

2 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/669781ecd926e81671f743a148e9764b?s=45&d=identicon&r=GDiego González   •  10 years ago

“Pulseras”, “vientos alisios”

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Medellín tiene quien le cante

·         21. Abr 2009

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·         Narrativa urbana

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·         3 comentarios

La ciudad tiene quien le cante. Muchos son los hombres y las mujeres que no portan maletín de comerciante, sino guitarras, liras, acordeones, tiples, guacharacas de aquí para allá, llevando cantos y acordes a todos los rincones. Si no fuera por el instrumento que llevan delante de su humanidad, se diría que son indigentes, pero aquél les brinda su gracia y ellos se abrazan a él como si fuera -y en efecto lo es- el escudo para defenderse de ese mundo cruel del que son incomprendidos, que no les entiende su arte y que, al parecer, quisiera ignorarlos.

Empujados tal vez por un talento indisciplinado que no les permitió beber mieles de grandezas o, simplemente, por la crisis económica, se les ve establecerse en sitios que consideran estratégicos para desarrollar su actividad, cerca de multitudes de trabajadores, estudiantes y vagos que caminan en mil direcciones por calles y aceras como ejércitos de sonámbulos, que callan y vociferan por momentos, que son capaces de oír y prestan oídos a los sonidos de la urbe o que permanecen sordos ante ellos.
El Pasaje Colombia, entre Junín y el Parque de Berrío, es uno de esos espacios escogidos por los serenateros marginales. En la acera del almacén Fantini, el Trío Añoranzas, dirigido por José Álvarez, entona canciones viejas ante un auditorio que se renueva cada minuto. Su voz nasal, que parece la fortaleza del trío, especialmente para las piezas de carrilera y guasca, se superpone sobre la de sus acompañantes, quienes portan guitarras de Bucaramanga. Canta.

Adiós casita blanca…
adiós mi dulce tierra…
Y  yo tan triste y solo
voy con la cruz cargado…

-Mi nombre es José y soy el director del grupo.

El hombre, enfundado en pantalones y saco cafés, raídos y torcidos, es amable. Sus ojos no miran; sólo se dirigen hacia el lugar que ocupa, al parecer, su interlocutor; al sitio de donde procede la voz que le habla. Sus ojos no tienen pupilas; son sólo unos globos gelatinosos, acuosos, de un color entre blanco y tabaco. La esquina del Banco Popular, adornada con una escultura del maestro Rodrigo Arenas en la que se ven caballos volando, está a pocos pasos y contribuye a ese caos vital con los pregones de vendedores de morrales para útiles escolares, las nuevas Reformas Tributaria y Pensional. Son voces recias de hombres y mujeres que levantan sus brazos para mostrar a los peatones esos grotescos objetos que anuncian. Es el cruce de Colombia con Palacé, de modo que son continuos los pitos de los taxistas que quieren abrirse paso a codazos, los frenos de aire de buses que resoplan como caballos exhaustos. Y, lo más singular, la voz terrosa de don Pedrito, el primer pregonero de buses de Medellín y que, como un arrullo, canta: “Por la Terminal de los transportes… Súbanse, que ya nos vamos… ¡De salida!” José sigue hablando:

-La agrupación tiene más de quince años. Yo diría que veinte. Le cuento que ahora estoy haciendo estudios en acordeón… ¡profesional, claro! –hace una pausa, agacha la cabeza, acaricia su guitarra, por cuyo oído se lee el nombre del fabricante que hace también de marca, en letras laboriosas: Gerardo Arbeláez.

José Álvarez es santarrosano. Vino a Medellín hace cosa de veinte años y de inmediato comenzó a cantarle a sus gentes a cambio de unas monedas que manos dejan caer en una dulcera plástica, la cual yace entre sus zapatos deslustrados y produce ruido con cada contribución. Este ruido debe servir para enterar de cada una de éstas al hombre que no necesita ojos. Al poco tiempo de su traslado de ese pueblo frío que más bien es una fábrica de curas, y a base de canciones, conoció e ilusionó a esa mujer que ahora canta con él.

-María. María Serna –resulta tan obvio: María, al lado de José, pegados de unos maderos sonoros. Aunque tienen una hija que se llama Marina y se tiró en mis coincidencias bíblicas-. Yo nací más bien lejitos de aquí: en Florencia. Al principio, yo no sabía tocar ningún instrumento; entonces, cantaba solamente. Después fue que aprendí a tocar la guitarra y desde eso toco y canto.

Un cisne más blanco
que un copo de nieve
en un tibio lago
tenía su mansión.
Hernan Díaz los observa con deleite. Coronado de sombrero aguadeño, está sentado con los pies cruzados, en una jardinera del Pasaje. Su visión es interrumpida por decenas de peatones y peatonas, unas de éstas con sus piernas desnudas, algunos de aquéllos con su andar raudo, casi todos con sus miradas curiosas hacia el lugar donde los músicos inundan el aire con sus sonidos agudos. Es ganadero de Concordia, pero suele sentarse aquí de día en día, a escuchar al Trío Añoranzas. Hasta les ha traído cintas magnetofónicas de canciones de la cultura cafetera para que las aprendan e incluyan en su repertorio. También, de cuando en cuando, echa monedas en la dulcera.

A las once de la mañana llega el tercer integrante del grupo, José Iván Gutiérrez. Su figura desgarbada se ve acercarse, de Junín hacia abajo, detrás de un bastón que le llega al cuello, elaborado con un palo de escoba cuyo extremo superior está protegido con una tapa de pata de mesa como si fuera un dedal. Viste un buzo de lana con cuello de tortuga. Toma café mientras camina. Silenciosa y lentamente, como si quisiera pasar desapercibido en la canción del cisne, el recién llegado da la vuelta a los músicos y, también sin prisa, desenfunda el instrumento, descarga el basito vacío, espera. Tiene todo el tiempo que hay. En la próxima canción, se integrará. Después del mediodía, según cuentas, van a almorzar.

·         artistas callejeros, crónica, crónica urbana, john saldarriaga,Medellín, salderrio

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 Un milagroso indulto de papel

 

 

Los pregones de don Pedrito 

 

3 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/c8f21cd6fefc221b5111e092375704b2?s=45&d=identicon&r=GJuan Fernando Subero   •  10 years ago

Que buena historia… es la voz de los olvidados… de los despreciados…

La vos de los sin voz…

Necesitamos mas historias de esas para acordarnos de una realidad que nos enreda y de un mundo que nos hace cerrar los ojos ante lo que pasa a nuestro alrededor para solo ver y recordar lo “bueno”… lo que nos agrada o lo que los medios nos quieren vender como nuestra nueva realidad.

Felicitaciones !!!

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/c8f21cd6fefc221b5111e092375704b2?s=45&d=identicon&r=GJuan Fernando Subero   •  10 years ago

Perdon por una voz que se me fue como “vos”

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/b250f7eac746a633560ed6df4d01ebe6?s=45&d=identicon&r=GFelipe   •  9 years ago

Hace un ano que no voy a Colombia y la mayor parte de su historia la vivi cuando estuve la ultima ver alla. Es bien agradable ver que alguien tiene la sensibilidad de apreciar las buenas cosas de su propia ciudad.

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Un milagroso indulto de papel

·         5. Abr 2009

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·         Narrativa urbana

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·         8 comentarios

Uno diría que los libros condenados a muerte o a la no existencia sí tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/04/flibro9-150x150.jpg

No todos. Ni siquiera la mayor parte de ellos. Pero sí, al menos, algunos que, antes de llegar a los molinos de la destrucción, donde son picados en miríadas de pedacitos para, tras un proceso de reencarnación, hacer más papel; algunos que antes de ser despojados de sus vestiduras, es decir, las pastas, para volver desnudos a la transformación, caen en las manos de recuperadores de deshechos que intuyen en ellos un valor y los salvan del final para llevarlos donde unas personas como Miguel Ángel Espinosa, un tipo que los acoge en su vida, en la vida, nuevamente, y les da esa segunda oportunidad de seguir siendo libro.

Si bien Espinosa es un ser de cuellos inmaculados y manos limpias y no es quien retira los volúmenes de las garras de la muerte, es quien está detrás, invisible, de esas mujeres y esos hombres que van por las calles y avenidas de la ciudad, sin importar el contacto con el mugre y ensuciarse, palpando las bolsas de basura con el fin de recuperar lo útil de lo inútil y, en su camino llegan a encontrar esos textos. Libros de abuelas o de padres que ahora los hijos creen que no son dignos de ocupar el breve espacio de un apartamento, ni siquiera el que queda tras instalar un teatro en casa. Y los arrojan a la bolsa de desperdicios, muchas veces al mismo purgatorio del papel higiénico y las cáscaras de papas.

Detrás está Miguel Ángel. Y ahí, detrás quiere mantenerse. Ahora le ha dado porque no puede salir en las fotografías que ilustran esta nota, pues no quiere restarle protagonismo a los “recicladores” y a los mismos libros.

En este momento debe estar lamentando que su nombre aparezca antes de mencionar un Quijote; una cartilla de Alegría de leer, un ejemplar de la revista El Montañés, en la que publicó Tomás Carrasquilla algunas piezas, o el mismo Índice de los libros prohibidos, revisado y publicado por orden de Su Santidad el Papa Pío XI.

Y no solo libros. Él ha conseguido objetos que dan cuenta del modo de vida de otras épocas. Como tarjetas de Navidad de hace casi cien años, diseñadas de tal manera que sus paisajes de pinos se despliegan como las ilustraciones de los libros animados; diplomas de estudios; fotografías de estudiantes, y hasta artesanías: tiene una bonita colección de lectores.
Y como un curador de museo, selecciona y agrupa materiales según un tema, como decir, la moda femenina en los años veintes o la literatura infantil de 1.900, y los exhibe en colegios públicos y privados acompañados por charlas que él mismo dicta.
http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/04/flibro11-150x150.jpg

Hace unos días hizo una exposición sobre el autor de La Marquesa de Yolombó, de la cual Sofía Restrepo, una chica de undécimo grado del colegio de las Bethlemitas dijo: “me pareció realmente fascinante. Me ayudó a ver la lectura de una forma diferente, de una forma más amena, didáctica, divertida y genial”.

 

 
“Quiero entablar relaciones con un muchacho que conozco por referencias. Es moreno claro, alto, bien parecido, que trabaja en el Edificio Henry y cuyo nombre es Ignacio.

”Yo soy alta, rubia y de ojos verdes, tengo 22 años.
”Según me han contado, usted como que no ha tenido hasta ahora ningún amor verdadero y quiero ser yo la que llene por entero su corazón.

”Sea negativa o afirmativa conteste a… Ilusionada”.

Ésta es una carta escrita en la cara interior de la pasta de un libro de principios de siglo pasado. ¿Sería que la remitente tenía la costumbre de enviar cartas en libros para, de este modo, hacer dos regalos en uno?

Miguel Ángel Espinosa está preparando un libro de libros. Se llamará Antioquia visión de una época. Buscó a escritores, conocido unos, otros no tanto, para que comentaran textos recuperados de la basura, correspondientes a más de un siglo de lecturas en Medellín y Antioquia.

Héctor Abad Faciolince comentó La alegría de leer; Darío Ruiz Gómez, Lectura progresiva; Jorge Alberto Naranjo, sobre Tomás Carrasquilla…

Suman 130 comentarios. Y si bien le costó trabajo y suelas de zapato ir en busca de uno y otro autor, de cada uno de los cuales obtuvo también la firma que autoriza la publicación de sus palabras, le ha costado más conseguir recursos para editarlo. Pero él no desmaya en su intento y sabe que si los libros que ha ayudado a recuperar de la basura recibieron el milagro, el que ahora prepara, también lo obtendrá. Todo es cuestión de fe.

·         Ciudad, crónica, crónica urbana, john saldarriaga, libros viejos,Medellín, reciclaje, salderrio

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 El copito de nieve vino del sur

 

 

Medellín tiene quien le cante 

 

8 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/d266f257b5c29cee5a369564191c597c?s=45&d=identicon&r=GMARTHA CATAÑO   •  10 years ago

Se me aguaron los ojos al ver la portada de COQUITO, yo a prendi a leer con ese libro. que bonito que haya alguien recuperando libros como ese. Estoy segura que cuando publique su Libro de Libros, tendrá exito rotundo.
Atte,
Martha Cataño
Periodista / Productora / Locutora

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/8d699e85512304d24ca476ef9a43d389?s=45&d=identicon&r=Goscar sepulveda   •  10 years ago

Me hiciste volver a mi ninez, hace 37 anos aprendi a leer con el libro coquito( mi mama me ama,mi mama me mima)cuando no existia el celular,la computadora que tiempos tan bellos esos, muy buen reportage siga adelante, saludos desde Land o LAKES, FL, Usa.
Atte: Oscar Sepulveda

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/dd977def0cf0493a709e38e65dc56007?s=45&d=identicon&r=Gflor de lis   •  9 years ago

Que maravilla. Esos libros que nos ensenaron cosas tan dificiles como aprender a leer. El libro de civica; la urabanidad de Carreno; el catecismo del padre Astete; el libro de ciencias; el herbario que haciamos con hojitas de los arboles y las flores de las plantas de la abuela(al escondido, por supuesto).Gracias Miguel Angel por recuperar esos tesoros. Desde muy lejos un saludo para usted.

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4.    http://1.gravatar.com/avatar/fb27235ded336e79d2aaa5f7684de2ff?s=45&d=identicon&r=GBest escorts in Toronto   •  7 years ago

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6.    http://0.gravatar.com/avatar/021b39c599ec3f26995f5eb11febf7f9?s=45&d=identicon&r=Gpaktofonika   •  7 years ago

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Como dirían los comentaristas anteriores, que bellos recuerdos me trae volver a ver el libro Coquito, en el aprendí a leer recuerdo mi escuela, mis maestras mis compañeros de infancia que hoy la mayoría han emigrado y otros han fallecidos, la niñes es lo mas bello que puede tener un ser humanos, los años han pasado y los recuerdos aun los mantengo vivos. saludos desde Managua, Nicaragua.

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El copito de nieve vino del sur

·         01. Abr 2009

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·         Narrativa urbana

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·         3 comentarios

 

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/04/znieve20-150x150.jpg

¿Qué hay de mágico en el copito de nieve? ¿Será su simpática forma de cono de colores? ¿Será su aspecto que recuerda la nieve? Ni siquiera Ómar Díaz Bañol, el cartagueño que trajo a Medellín el primer carrito de la golosina, sabe responder estas preguntas.

Ómar lleva más de 40 años viviendo de la sed de los demás. De hacerle barra al Sol, diariamente, para que sus rayos no se dejen derrotar por las nubes y, sobre todo, por el frío. Porque él es el dueño del frío, él tiene la nieve en sus manos o, mejor, en su cucurucho blanco.

 

Los niños del Parque Norte, en cuya plazoleta frontal suele establecerse, y de los colegios cercanos que pasan al medio día en su camino hacia la casa, cansados de tiza y pupitre, lo llaman a él Copito, pero la verdad, él es un tipo cálido. Tímido, pero cálido.

Cuando conoció las máquinas de “raspado”, desdeñó el azadón, que sin duda estaba marcado en su destino desde muchos años antes de que naciera: sus mayores, terminando por su papá, fueron agricultores.

Era 1964. Tenía 21 años al momento de aparecer en su senda Roberto Díaz, un ecuatoriano que tenía las únicas máquinas picahieleras de fabricación china en las zonas calientes del Valle del Cauca. Y se enroló a trabajar con él. Empujó un carrito, recorriendo la Sultana.

Un día tuvo que ir al taller de mecánica para que le arreglaran una rueda. Y allá, los mecánicos tenían una máquina igual. Se la ofrecieron, la compró y mandó hacer el carrito para empotrarla. No lo pensó: de una vez renunció a trabajar con el ecuatoriano.

-¿Y dónde conseguiste una máquina igual, sabiendo que son tan escasas? –fue lo que intrigó al patrón, más que la renuncia misma.

-En el taller.

Y quien había sido trabajador durante unos dos años, se convirtió en competencia de aquel pionero.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/04/znieve04-150x150.jpg

“Me iba tan bien en ese tiempo, que un día un tipo vendedor de helados, en un parque de Cali, me sacó machete: ‘¡te vas de aquí ya mismo!’ Los demás vendedores le decían: ‘¡dejalo que venda, no seas envidioso!’ Y terminó por irse de allí”.

En breve se hizo a otras dos máquinas rodantes y se las mandó a su papá, todavía residente en Cartago, para que trabajara empujando el carro del frío, “porque usted sabe, la vida del campo es muy dura…”

Su papá, Nicolás Bañol, un riosucieño que no tardó en salir de su tierra natal para trasladarse al pueblo del norte de Valle a trabajar en un sembrado de caña de azúcar, le recibió de buena gana los carritos. Salió empujando uno y dio en alquiler el otro a un hombre de la zona.

Pero estuvo de malas. El tipo ese se lo robó. Bañol puso la denuncia y a los días, el carro apareció en La Virginia.

Fue por ese tiempo que Ómar se vino a Medellín, trayendo consigo dos carros de copito de nieve: el propio y el del incidente, el cual le devolvió su padre.

A Medellín llegó con su esposa, Rosalba Restrepo. Vivieron en el basurero de Morabia, pero ninguno de los dos se dedicó jamás a escarbar la colina humeante en procura de recuperar materiales servibles. Sólo al copito de nieve, del que no había en la ciudad más carritos que los suyos. Era tan buena la venta, que en poco tiempo tuvo una flotilla de ocho puestos rodantes.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/04/znieve11-150x150.jpg

Ómar Díaz vende copito de nieve (Fotos Donaldo Zuluaga)

Ahora vive en Vallejuelos. Su vecindario se perfuma de olores dulces todos los sábados cuando Díaz Bañol enciende el fogón y hierve las mieles de mora, cola y limón para toda la semana.

Y con fe en José Gregorio Hernández -a quien llama san Gregorio-, sale todos los días a vender el dulce frío.

“A punta de raspado he sacado adelante cinco hijos -reflexiona-. La mujer nunca ha tenido que trabajar. Es verdad que ya no vendo tanto como al principio y que tengo un solo carrito, pero es que ahora años ganaba por la novedad”.

·         crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, salderrio,trabajo informal, vendedores ambulantes

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 Cuando el Sol se pone

 

 

Un milagroso indulto de papel 

 

3 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/0fbfb04c79e6b810139b569c9ff26468?s=45&d=identicon&r=GESTEBAN POSADA DUQUE   •  10 years ago

…..copito…RASPAO….¡ que empalague ! tan delicioso…..ah…y con la cásica…..L E C H E R A….mmm…mmm….que delicia…y al pié…del mar…no SE PIDA MÁS…y ni se hable de la hermosura de la máquina….con su arco iris….irradiante de colores.

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/046a798665a57b72eb3f994bb6dc74e5?s=45&d=identicon&r=GSebastián Gámez   •  9 years ago

Buenas, soy profesor de la U. Javeriana y la U. Tadeo. Les escribo, pues me veo en el deber de mencionar que un grupo de estudiantes ha usado su artículo para un trabajo de mi clase. Pueden ver el artículo plagiado en:

http://raspadocolombianoymas.blogspot.com/2010/02/el-raspado-colombiano.html?showComment=1271745099143_AIe9_BESgKQyV044Ks06bJRxGWuUHdL2oh3drDflGL4–E3VPy4ZOic3owGECH8hczyJt_2tLZM9b3WTNDNcfJtmfLghEGkFEgYJdGNQ3vWVba_bWMpG2TK6vxh1FvMDmGmI8_68F4m0O51-B-UNpofjz25ja_hVuPaC-FX8iQ6TS4j1ExweVdiJYXtoFTSf3Jap8RUHtr8Qq1erP5nyNSJUz7CXrJgSgXh4q-2vCJZ6m1yLpdRLsiY#c2573309720755405271

Saludos,

Sebastián Gámez

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/281314ec3bcfe1ed47b268fb26d99673?s=45&d=identicon&r=GGeorgine Potocki   •  6 years ago

I like this blog very much so much great info .

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Los pregones de don Pedrito

·         02. Jun 2009

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·         General

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·         6 comentarios

(El viejo pregonero de buses se comprometió a verse conmigo el viernes a las ocho. Se apresuró a decir, con su voz terrosa: -Listo, don Pedrito, el viernes. ¿Y va a tomarme fotos? Vendré pintoso. Pero déme hoy una moneda y otra el viernes… -Si canta hoy un pregón y otro el viernes).

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/07/jj-150x150.jpg

Ilustración: Esteban París

 
Cuando salí de prisión -por pagar un crimen que no cometí; eso que quede bien claro- me di cuenta de que ya me había cogido la noche. Era 1981 y nadie me daba trabajo por mi edad -como si la que fuera a trabajar fuera la cédula y no yo, con mis dos manos y mi entendimiento- y por haber estado en la Gorgona. ¡Es que la Gorgona era cosa seria! Y quedaba uno más marcado que el ganado fino. ¿Que si había muchos tiburones, como mantienen diciendo por ahí? Pues tal vez en el mar. Esas bestias están en el océano y yo estaba muy en el interior de la isla, de modo que no los veía nunca. Me tocaba limpiar la oficina del subdirector. Ahí fui pagando una pena que de 20 años convertí en 13 por mi trabajo y mi buen comportamiento, don Pedrito.

Entonces al verme libre pero viejo, ese primero de junio el Sol me encandiló y tuve que inventar el trabajo de pregonero. Fui tal vez el primero de Medellín. Al menos yo no conocía otro. En cambio hoy son muchos los que pregonan, pero no con mi estilo, cantaíto:

“Los amantes a la literatura, pilas pa´ si está su poema favorito o me pregunte por el autor. Estos son los títulos: La gran miseria humana; Efraín y María; El brindis del bohemio; Flor de fango; El dolor; El tren expreso; Anarcos, por el maestro Guillermo Valencia; El elogio de la mujer; La Magdalena; El arte, ¿cuál? Los claveles rojos; Cielo del amor; Joselito en su gloria; Romance de Marianita Pineda; El milagro pequeño; En la calle; Madre; ¿Por qué se mató Silva?; Erótica; En el calor; Gotas de ajenjo; La ramera; Los tres cantos; Poesía para la madre; Poesías gauchas; Para algo fuiste a la escuela (uffff); Proceso amoroso; Canción de la vida profunda; El Cristo de la quebrada; Para mí todas son madres; Toíto te lo consiento; Alavanzas de la Revolución Chilena; Vida, pasión y muerte de Ernesto el Che Guevara; Lo que me dijo un esqueleto, por Julio Flórez; Reír llorando; La casada infiel, por el poeta gitano Federico García Lorca… y ahí vamos. Tenía que anunciar todos estos títulos y otros más en una retahíla que duraba más de tres minutos, así como los acabé de decir, en una velocidad endiablada si quería que los transeúntes de las esquinas de Medellín alcanzaran a escuchar la amplia gama de libros que tenía. Después fue que descontinuaron esos libros, yo no sé por qué, y debí inventar este oficio de pregonar cantando las rutas de los buses en los cuadraderos.

Comencé con los de Envigado. Recuerdo aún: “por El Doradooo-La Paaaaaaaaaz, súbanse, que ya nos vamos. ¡De salida!”. Y ponía así la mano, como una vocina, para que el canto se oyera lejos en esa Plazuela Uribe Uribe, cuando allí vendían libritos en kioscos de lata. Y a los choferes no les molestó. Hoy anuncio los de la Terminal Norte debajo de la estatua en la que el libertador parece que fuera a salir volando en su Palomo desde esta esquina del Parque de Berrío. “Suban todos al bus de la Terminaaaaal de los Transporteeees… Ya nos vamos. Por la Terminaaaaal de los Transporteeeees… ¡De huido!”.

Yo nací en Liborina en 1931 y aunque me llamo Miguel Ángel Rivera Vásquez, nadie me llama por ese nombre de artista. Me dicen don Pedrito, Lorenzo o Timoteo… mejor dicho, de todo menos Miguel Ángel. Lo entiendo: es porque yo a todos los hombres les digo don Pedrito y a las mujeres, madrecita.

De mozo estuve en Pitalito, Huila, donde trabajé en un negocio de mercancías, como pregonero. ¿Grabadoras, calculadoras? No, don Pedrito, cuando eso no habían esas cosas. Ja. Era un almacen de vestiditos de mujer, pantalones de hombre, ropa interior… “Lo que usted escoja, lo que usted seleccione, aquí en su almacén El Punto, en Pitalito, Huila” y así me la pasaba. ¿Dueño? Si yo hubiera sido el dueño de ese almacén hubiera dao golpe de estao. Ja.

Estuve casao y todo con una paisa, pero todo eso se acabó cuando me fui para la islita.

Vivo solo. Comienzo mis pregones tardecito porque me duelen los pies por la mañana. Soy juicioso, don Pedrito. La moneda que me dan la uso en mi comidita y en pagar la piecita.

¡Tres mil quinientos del alma! sí, señor. Duermo en un hostal, en el Hueco. Es lo que se llama un hotelito de mala muerte. Allí van lustrabotas, limosneros, indios -tanto de los ecuatorianos que venden ropita y trapitos por el pasaje Coltejer, como los que se vinieron de Andes a pedir limosna, don Timoteito-.

·         crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, pregonero,salderrio

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 Medellín tiene quien le cante

 

 

El deporte de los mudos 

 

6 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/ddd8411443e6671ee67310af18b6a0f6?s=45&d=identicon&r=Gjuan fernando   •  10 years ago

que buena historia.

hace rato no me sentía a gusto leyendo una historia de aquel pregonador

felicidades señor periodista

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/c7fbb955f3bdcb80f0e2912c89e8d5b0?s=45&d=identicon&r=Gkarina ortiz   •  10 years ago

quiero saber que son los pregones para un trabajo

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/d3e401f31b373fa86287a2bc72dc180e?s=45&d=identicon&r=GEfrain Romero Zapata   •  10 years ago

Estas son las anecdotas que los políticos de turno no leen, que nos pueden sensibilizar y que nos dan a conocer la verdadera ciudad en que vivimos.

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/0bf1e5352a690916e7d2fc026a2ba793?s=45&d=identicon&r=GJorge   •  10 years ago

Muy buen recuerdo de la vida de un hombre. Aunque le falta un final. El escrito queda inconcluso. No tiene sentido haber leido todo eso para no terminar en nada, es mi opinion. Gracias

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5.    http://1.gravatar.com/avatar/da9d1b8aa8beff38d421ecc8816ac0a1?s=45&d=identicon&r=Gjoel flores iko   •  9 years ago

putos perros

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6.    http://0.gravatar.com/avatar/855f06a5bfba0799a397b2639072a7be?s=45&d=identicon&r=Gfatima   •  6 years ago

Esta muy bien quiero saber algo

Que es un pregonero

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Un jardín de noche

·         21. Jul 2009

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·         Narrativa urbana

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·         7 comentarios

Pasó la media noche. Ya es madrugada de sábado. Hace frío y llueve por momentos. No ha llegado el Apolo 11 y ya en el parqueadero de La Placita de Flórez, lo mismo que en los andenes de la carrera 39 y en la acera de la calle 50, hay movimiento de campesinos.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/07/splazita87-300x188.jpgSon algunas personas que llegan de Santa Elena todos los días desde las siete de la noche y ocupan sitios –siempre los mismos- en los cuales descargan flores y frutos. Cartuchos, siemprevivas, ásters, botones de oro; mostaza, papas criollas, cebolla, cilantro y fríjol, mucho fríjol. Y permanecen hasta las ocho de la mañana, cuando expira el permiso para estar ahí.

Los fines de semana hay más concurrencia de vendedores… y de clientes.

Después de la una y media de la madrugada, cuando aterriza el Apolo 11, un bus de escalera que comenzó su labor en tiempos en que un homónimo suyo más célebre llegó a la Luna, y algunos camiones procedentes de ese corregimiento comienzan a llegar, es que ese lugar se convierte en un hervidero.

Ni la llovizna pertinaz impide la acción. Un movimiento de hombres y mujeres cargan y descargan líos de flores, cajas y bultos. Como a esa hora no son muchos los clientes, y los que hay son, en su mayoría, compañeros que tratan de conseguir los productos de que carecen para ajustar su surtido, a muchos se les ve desgranando fríjoles.

En la acera de enfrente, entre flores y frutos, hay una mujer sentada sobre un cerro de mostaza y flores: es Eloísa Amariles. Recuesta su espalda y su cabeza en el muro de una puerta cerrada. Duerme. Esta octogenaria no tiene prisa. Se sumerge en su sueño y se olvida por momentos de sus paisanos que van y vienen, vociferan y ríen. Llega en uno de esos camiones con su carga, que ella misma cultiva en la vereda Barro Blanco, porque más tarde es difícil encontrar un transporte que la lleve a su destino, el Cementerio San Pedro, donde hace décadas tiene su puesto de flores, al cual acostumbra llegar a las seis de la mañana.

Apenas iluminada por la luz de las lámparas públicas, como en un sueño, lentamente se aproxima Carmen Grisales. Carmelita. Se cubre con un paraguas grande y colorido. Ríe. Tiene una rutina parecida. Vende arepas y flores y verduras en el atrio de la iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Se acerca a conversar con su amiga. Carmelita no sabe su propia edad. Aparentemente es coetánea de Eloísa, pero nunca le ha prestado atención a ese tema.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/07/splazita10-300x205.jpg

“Si alguno necesita saber sobre mí, mis datos están en la iglesia del Sagrado Corazón: allá me bautizaron, allá me confirmaron y allá me casé”.

Sólo tiene claro que desde que era una niña “era berriondita”. Y acompañaba a su mamá a esta misma rutina de madrugadas en plazas de mercado. Eloísa abre los ojos un momento, sonríe y vuelve a dormir.

“Mis hijas me dicen: ‘¡mamá, usted no se puede quedar quieta!’ Pero es que a mí no me da pena que me vean con un costal de musgo o bregando con un azadón”. Dice Carmelita y sigue andando y saludando a sus paisanos.

Y “berrionditos” también parecen muchos niños que madrugan los fines de semana con sus padres a vender allí. “Atraídos por la plata”, dice la mamá de dos de ellos, cubierta con paraguas y sentada junto a sus flores, en el parqueadero.

Algunas personas se tapan la cabeza con una bolsa plástica. Otras cubren sus hombros con un costal de fique atado por el cuello. Muchas más toman café en el kiosco Mekatos El Mexicano, situado en el parquedero, cuyas luces y música de despecho atraen como un fogoncito. Una de esas personas es Pablo Emilio Soto, quien llegó desde la noche anterior con un lío grande de siemprevivas, el cual a esta hora, casi las tres de la madrugada, ya va por la mitad.

 http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2009/07/splazita42-300x187.jpg

Cuando escampa, nadie se quita sus bolsas ni sus costales de encima. Saben que en cualquier momento volverá a llover.

A las cuatro prende motores el Apolo 11. Como otros autos -camiones y automóviles- sigue su camino hasta los sitios de destino de algunos comerciantes: la Plaza de la América, Manrique. Y comienzan a llegar algunos clientes a hacer mercado.

“Hace treinta años que vengo a comprar aquí todos los sábados a esta hora. Los precios son más favorables y las verduras, más frescas. Vivo en La Mansión y me vengo a pie, sin pereza”. Olga carga un cesto de colores. Va de un puesto a otro. Ella misma escoge los productos y los entrega al vendedor para que los pese”.

Muy deportivo, con sudadera y camiseta de algodón, Edgar Duque llega a las cinco. Debe comprar flores para su madre, su hermana y su esposa. Y a pesar de que vive en La América, en cuya plaza de mercado tienen venta algunos de los campesinos que él mismo ve a esta hora salir en autos repletos de flores y frutos, prefiere llegar hasta la Placita de Flórez, “porque aquí hay más variedad”.

Amanece. Escampa. La temperatura sube rápidamente. Todo indica que habrá un día azul. Las aceras de la carrera 39 quedan libres de esos fardos y cajones de frutas y de tantos atados de flores. Sólo el parqueadero de la Plaza queda lleno de los colores del campo.

·         Ciudad, Crónica de ciudad, john saldarriaga, Medellín, noche,salderrio

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 El deporte de los mudos

 

 

El Apolo 11 viaja en Luna menguante 

 

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1.    http://0.gravatar.com/avatar/0134aba9811a1737383779df807f58f5?s=45&d=identicon&r=GRuby maria   •  9 years ago

felicitaciones al Colombiano por tener tan excelente periodista

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El deporte de los mudos

·         03. Jul 2009

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José Jairo López había pasado inquieto toda la tarde. No se concentró en las partidas de ajedrez que jugó, algunas de ellas contra los jugadores más “marranos” que suelen arrimar de tarde en tarde a disputar y a patearse una que otra partida, sentados en una jardinera en cuyo centro, la cabeza de piedra de Marceliano Vélez parece rabiar.

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Foto Manuel Saldarriaga

Una partida la perdió sólo por hablar. Se arrimó un hombre a preguntarle no sé que cosas y Jairo prefirió conversarle al extraño, sin percatarse de que su rey blanco estaba siendo asechado por una torre, un alfil, dos caballos y dos peones enemigos. Creyó que sólo iban por su dama y se entretuvo defendiéndola de los enviones disuasivos del oponente. La protegió ubicándola detrás de uno de los dos curas gordos, los alfiles, y con dos peones zonzos, aperezados, buenos para nada. Y para colmo, dejó menguar demasiado rápido sus huestes. No calculó. La salida había sido buena. Tras el consabido avance doble de su peón central, logró poblar en breve el tablado con su artillería, adelantó rápidamente sus piezas principales y como estaba distraído, fue cayendo lentamente en la trampa que le tendiera el otro estratega. Fueron pasando los minutos y la mente de Jairo fue a pensar en otras guerras, las de su vida cotidiana.

Estaba triste porque su niña, Cindy Yasmín, una adolescente de catorce años y que cursa noveno en el Externado Patria, había sufrido, dos días antes, un atentado terrible. Alguien había esparcido algunos gases tóxicos con atomizador en las caras de los compañeros y la chica, así como otros quince alumnos, sufrió trastornos físicos que se evidenciaron en inflamación de la cara y problemas para respirar. También tuvo fiebre.

¿Un accidente? No, señor. ¿Una broma? Jamás. Eso fue un intento de homicidio colectivo. No podía tratarse de otra cosa. Una broma hubiera sido derramar, en el laboratorio o en el salón de clases algún líquido o gas de olor nauseabundo, muy común entre los jóvenes, para intentar con ello boicotear las clases. Era la idea recurrente que rondaba por su mente, mientras su mano pensaba por su cerebro los movimientos de esas fichas fabricadas en madera de nazareno -todas menos la dama negra, que era de cedro-.

Por fortuna, la suerte o Dios o la Naturaleza o una simple compensación por sus acostumbrados buenos pasos o vaya uno a saber qué, permitió que ella viviera, para su bien; al fin de cuentas, la chica, así como la mayor de sus hijas, Yuly Patricia, era su dama. Por ellas trabajaba como un peón en ese oficio de lustrabotas, al que había llegado hace unos tres años, cuando se acabó el trabajo de la construcción, en el que se había desempeñado siempre.

De un momento a otro, la voz de su oponente se dejó escuchar:

-¡Jaque!

Pero en realidad debió haber dicho: “jaque mate”. Al fin de cuentas, su rey estaba arrinconado, vencido, a merced de una torre amenazante a sólo tres cuadritos, un peón atrevido y un alfil a considerable distancia, pero en línea.

-¡Ah, sí! -dijo Jairo cuando su mente y sus ojos se percataron de lo inevitable- Pensé que todos esos movimiento era para llevarse la dama.

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Foto Manuel Saldarriaga

Ambos hombres volvieron a organizar las fichas, como para otra partida, pero no la jugaron. Jairo se dirigió a la banca cercana donde lo esperaba su cajón de embetunar, en forma de autobús, que él mismo fabricó porque también sabe de carpintería.

Jairo fue el que despertó la afición por el juego del ajedrez en la Plazuela San Ignacio, cuando llegó a ocupar su espacio hace casi diez años. Inquirió entre los habitantes habituales del sector -vendedores de libros y revistas; Jerónimo, el artesano peruano; los otros embetunadores; los vendedores de café, entre ellos al Calidoso, el mismo que terminó por apodarlo Kasparov; el frutero…- y sólo uno de ellos, el gordo Gilberto, el de las frutas, le dio una esperanzadora respuesta:

-Yo sé mover las fichas…

-Me sirve -recuerda Jairo que le respondió entonces-

Y al día siguiente se apareció con el juego bajo el brazo. El mismo que no volvió a llevar a la casa, porque consiguió que se lo guardaran en una panadería. Y los demás se acercaban a mirar a estos hombres pasar el rato jugando el juego del ajedrez. Al principio, Jairo abandonaba su banca de embetunar, que ya había engalanado con un cojín para evitar la dureza y la frialdad del cemento, y desde la distancia estaba ojo a visor por si llegaba un cliente. Pero consciente de que de este modo abandonaba demasiado el puesto, porque ¿cuántas personas, con intención de lustrarse los zapatos, no pasarían de largo al ver que el pequeño bus estaba solo?, trasladó el tablero para la jardinera de Marceliano Vélez, justo detrás de su banca.

Y los demás habitantes hacían corrillo a las partidas, muchas de las cuales quedaban truncas o eran seguidas por otro cualquiera, pues primero estaba el trabajo.

Un año más tarde, le regalaron otro tablero. En acrílico y con marco metálico. Y mantenía listos los dos tableros para que quienes quisieran, conocidos o desconocidos, se sentaran a jugar el juego de los mudos, como él mismo le llama. Y después fue Jaime Calderón, el librero que tiene su puesto al lado del peruano en la fachada de la casa cural, y Fáber el Corbata y otros que se fueron sumando al pasatiempo. Y desde entonces ha sido común ver a los ajedrecistas en su juego apacible todas las tardes, especialmente los viernes, en que se quedan hasta las diez u once de la noche. El peruano, que no juega, los ha visto a esas horas cuando va de regreso a su casa en Niquitao.

-Y hasta se han detenido aquí grandes tableros. Maestros incluso, a jugarse una partidita con nosotros.

Y la fama de los ajedrecistas de San Antonio fue creciendo. Con decir que el párroco de San Ignacio buscó a Jairo un día para regalarle un juego de lujo: en un tablero metálico, la guerra se desenvuelve entre indios y españoles. Las fichas negras tienen en la corona al cacique y su dama, defendidos por guerreros de torso desnudo, armados con arcos y flechas. En el bando español, Isabel y Fernando intentan repetir la historia de hace quinientos años, con unas huestes dotadas de artillería.

… Y hace años se apareció ese señor de La Milagrosa, Nelson Sánchez, con la idea de conformar un club. Y a fe que lo conformó. Y con Jairo, fueron treintiocho los socios iniciales.

Es viernes. Una veintena de tableros rodea las dos jardineras aledañas a Marceliano Vélez -quien fuera hombre de guerra, por cierto-. Las fichas están dispuestas. Todo está listo para una jornada de juegos de un torneo del Club San Ignacio. No es la primera. Tampoco la última.

Nelson Sánchez llega con los papeles de las clasificaciones, revistas del tema para irlas vendiendo en la tarde -única fuente de subsistencia del Club-. Clava un palo en el prado que rodea el pedestal del guerrero y en él pega el papel de las clasificaciones para que todo el mundo se entere de cómo va el torneo. Cristian Ballesteros, con catorce puntos, es quien va punteando.

-Hoy tengo dos partidas oficiales -comenta Jairo a sus amigos, los lustrabotas- pero no sé, creo que tendré que aplazarlas…

-Y por qué -le inquiere Fáber el Corbata, sentado en el brazo de la banca, junto al pionero-.

-Es que mire la hora que es, tres y media, y no tengo sino dos mil pesos en el bolsillo. La cosa ha estado mala. Así que más bien me concentro sólo en el trabajo.

Sólo decir esto, cuando un hombre largo y desgarbado, de tez trigueña, vestido de camiseta y pantalón blanco, se acerca sonriente.

-Vamos, pues, Jairo.

Es Geovany Gómez, su contrincante. Con él son las dos partidas. Y Jairo olvida lo que ha dicho. Va al tablero. Se sienta dándole el frente a su negocio de embetunar, por si llega un cliente, atenderlo.

-Yo juego primero con las negras -elige el lustrabotas. Detrás de él, un hombre juega de parado, con uno de los pies subido en el murito de la jardinera, contra Jaime Calderón, quien sí se sienta en una butaca pequeña. No es una partida oficial. El librero no se siente todavía muy “gallo” como para hacer parte del Club, pero sabe que de aquí a octubre, jugando todos los días como lo hace, estará listo y hasta será capaz de vencer o jugarle de tú a tú al pionero-.

La partida es interrumpida dos o tres veces, cuando Jairo debe ir a embetunar zapatos. Un grupo de señores observa el juego. Algunos de ellos son socios del club. De pronto, se acerca un vendedor de café y cigarrillos, y Jairo compra para él y su oponente.

-Antes, cuando yo estaba empezando aquí, me achantaba con tanta gente mirándolo a uno jugar -comenta Jairo, a todos en general-. Ya no. Lo único que me choca es cuando comienzan a murmurar: “¡ay, lo que hizo!; ¡ahí perdió la dama!”… “No, no, ¡cómo es que movió el alfil!, ahí le van a comer la torre. Lo que debió hacer fue un enroque”. Eso sí es lo que me choca porque el ajedrez es el deporte de los mudos. Así se debería llamar.

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El apolo 11 viaja en Luna menguante

·         10. Ago 2009

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José Zapata, floricultor

En el pasacintas del Apolo 11 comenzaron a sonar fuerte la música de despecho y las rancheras, cuando el último de los pasajeros subió abordo.
 
Y se apagó la luz. La oscuridad fue casi total, apenas mitigada por la bombillita anaranjada que alumbra el Santo Cristo de la parte alta del tablero de operaciones del bus de escalera, un Ford 69, y por la muy débil que entraba por el costado derecho, el de abordar, cada vez que pasaba bajo cada lámpara del alumbrado público. Por el izquierdo estaba una carpa bajada.
 

Una Luna menguante aparecía por momentos entre la niebla ante los ojos del medio centenar de agricultores que colmaba el Apolo 11 la madrugada del sábado. Pocos eran los que aprovechaban para descabezar un sueñecito corto, en ese viaje entre el corregimiento de Santa Elena y la Plaza de Flórez. Sólo una que otra cabeza cubierta con sombrero o chal caía desgonzada sobre el pecho.

Héctor Patiño tarareaba en voz baja las canciones a dúo con el intérprete. “Cachitos a mí, que no me quedan bien…” Es el primero en abordar. Podría ser uno de los últimos, en vista del sitio en que vive, pero como su casa está cercana a la Fernando Londoño, el conductor, prefiere subir abordo desde el principio y acompañarlo en su vuelta, para no verse en problemas para encontrar un lugar libre. Y pensar que es de los últimos en apearse. Tiene un puesto de flores en Aranjuez desde hace más de 40 años. Ha ocupado el Apolo 11 desde que éste llegó a la vereda, recién salido de agencia el mismo año en que un homónimo suyo subió a la Luna. Antes de eso, cuando las carreteras eran estrechas y destapadas, él y todos los demás debían llevar al hombro o en mulas sus productos hasta la vieja carretera que une a Medellín con Rionegro. Interrumpió en cualquier punto su canción para lamentarse porque el granizo golpeó un poco sus cultivos. Llevaba consigo un ramillete de girasoles en la mano. Un paquete de flores diversas, atado como otros tantos a la baranda del automotor, a su lado, también era suyo.

José Zapata, por su parte, sentado en medio de una de las largas bancas, sostenía un paquete de cartuchos y hablaba con su vecina sobre los cultivos, el tiempo del que decía que parecía estar “temperando” en los últimos días, “aunque, acuérdese que anoche cuando bajábamos estaba lloviendo”.

La mayor parte de ese grupo de hombres y mujeres, siete en cada una de las siete bancas, viajaba más bien callada y ensimismada en la fría madrugada.
Como en todas las madrugadas de viernes y sábado, el recorrido había empezado antes de la una. Ese pare y arranque para recoger pasajeros era más bien ágil, cosa de segundos, gracias a que Fernando Londoño solía hacer el mismo trayecto, veredas El Rosario y Barro Blanco, entre las seis y siete y media de la noche de la víspera para recoger las cargas de los campesinos. Legumbres, mostaza, ruda, mora y flores. Fardos y cajas de cartón atadas con cuerdas sintéticas que iban siendo dispuestas en el capacete por César García, el ayudante.

En ese primer recorrido, en muchos casos ni siquiera el dueño de la carga estaba parado junto a ésta, cuidándola, sino que conductor y ayudante sabían que hacer: detener el Ford y alzar el lío hasta la parte alta del automotor. Sobre todo cuando se trataba de una cantidad pequeña que no necesitara de ayuda para subirla. En tantos años, nunca nadie se ha quejado de que le falte un esparto.

Como al día siguiente no hay colegio, algunos chicos acompañan a Fernando en su vuelta del anochecer. Luego de ésta, Fernando guarda el auto cargado en su casa.

 

Tan fresco que parecía estar José Zapata sabiendo que estaba despierto desde la medianoche del jueves. Sí, cuando se había levantado para hacer lo mismo que hacía ahora: viajar en el Apolo. Y de que ayer –es decir, hace unas cuantas horas-, no había podido acostarse a dormir a las siete de la noche, como suele hacerlo él y todos cuantos tienen la costumbre de bajar de madrugada a Medellín con sus productos.

Era que debía cortar 48 cartuchos que tenía encargados. De modo que se internó en el sembrado de su finca El Pensamiento cuando la oscuridad era profunda y la neblina estaba empezando a espesar. Y entre esta actividad y una subsiguiente que incluía atarlos, empacarlos por docenas, envolverlos en piyamas de plástico transparente, la cual desarrollaba a la luz del corredor frontal de su casa y en compañía de su esposa, Blanca, y amenizada por su charla y un chocolate caliente, se le fueron pasando las horas.

Eloíza Amariles, su madre, una mujer de más de 80 años que aún cuida mostaza y flores y baja a venderlas frente al Cementerio San Pedro, daba la impresión de dormir como siempre, a juzgar porque ninguna luz se veía en las ventanas de su casa, situada a pocos pasos de allí.

 

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Apolo 11

A las dos, el vehículo llegó a la Plaza. La música y el motor dejaron de sonar. Sin embargo, muchos de los pasajeros no dieron muestra de tener afán alguno por descender.

Los que se atrevieron a dar ese pequeño paso para el hombre, es decir, tocar la superficie terrestre –luego de pagar tres mil pesos por su pasaje a Javier Londoño, el propietario de la nave-, eran los que ocuparían los espacios numerados del parqueadero de la Plaza de Flórez, cuya locación permanecía cerrada. Los que seguían abordo, haciendo caso omiso al ajetreo de hombres bajando la carga del capacete, continuarían, un rato después, hacia sus puestos, diseminados por la ciudad. Con ellos, la misión del Apolo 11 no había terminado.

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 Un jardín de noche

 

 

Una piedra en el zapato 

 

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1.    http://0.gravatar.com/avatar/ab9da4603978894b5330c53b5ae3fc8d?s=45&d=identicon&r=GOVI   •  9 years ago

Muy amena su forma de escribir y de contar vivencias que con el pasar del tiempo pasaran al olvido.
Muy pronto solo sera historia por culpa del modernismo .y esta la unica forma de recordarlas
animo SALDERRIO me encantan tus escritos

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/a2a0dcbab173bc4ddf53e68b245d8bf5?s=45&d=identicon&r=Gexchangecards   •  9 years ago

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Una piedra en el zapato

·         09. Sep 2009

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·         10 comentarios

Siempre se ha dicho que los viejos zapateros son en su mayoría filósofos, quienes, como dice Pessoa en su Tabacaria, han “desarrollado filosofías en secreto que ningún Kant escribió” y han “abrazado a su pecho hipotético más humanidades que Cristo”. Las nuevas generaciones, en cambio, han perdido el romanticismo, la auténtica bohemia y el amor a la sabiduría de antaño.

Por Ricardo Saldarriaga, que es su nombre de pila -no tiene nada que ver con el autor de estas líneas-, no preguntes que ya no responde cuando se le llama. Ramiro Muñoz no tiene sobrenombre que le reemplace el nombre como a su compañero. Ellos no son la excepción de aquella regla. Han sido, desde que están juntos hace poco más de 30 años, un par de lectores voraces de las obras clásicas de la literatura universal, amantes de la Revolución Cultural China, admiradores acérrimos de Mao y aficionados sin par a la música clásica.

A Ricardo le llaman Alí, quizás porque fuera boxeador en los años mozos y quieran relacionarle con el famoso pegador y Pato por buen nadador en el río Medellín de otros tiempos.

De pasta a pasta se han maravillado juntos con la nitidez etnográfica de Víctor Hugo, con la magistral broma literaria de Los perezosos de Charles Dickens y William Collins y con la Inglaterra victoriana de Oscar Wilde, sus favoritos.

Han discutido por horas el existencialismo, del cual confiesan compartir algunas ideas, pues se definen eclécticos. “Sólo siendo eclécticos conservamos nuestra identidad y podemos darle la pelea a cada autor. De lo contrario, perderíamos nuestra autonomía al terminar de leer cada libro y nos convertiríamos en marionetas del pensador de turno”.

Durante la época del Nadaísmo, discutieron a espacio el pensamiento de Arango “que le hizo mucho daño a quienes no lo entendieron”, comenta Pato, y, sin falta, todas las tardes, las lecturas de la Revolución China, la cual comparaban con la Bolchevique y con la Cubana y no podían llegar a otra conclusión diferente, después de haber sometido todas las ideas a la crítica y al revisionismo, que el líder chino tenía razón: “todas las revoluciones son distintas entre sí. Varían de acuerdo con las condiciones propias de cada país. Además, es la revolución la que debe ajustarse a la cultura de un pueblo y no viceversa”.

-Por eso se han equivocado los revolucionarios de los países latinoamericanos -dijo Alí-, porque han querido acomodar esquemas extranjeros al pie de la letra.

Son estas actividades del espíritu las que les ha permitido entender cuál es la piedra en el zapato de cada sistema político, cuál es el tropezón cualquiera que dan en la vida los países tercermundistas, cuáles son los acostumbrados malos pasos del imperialismo norteamericano y cómo pesa la bota militar en las clases más explotadas.

En la fachada de tapia blanqueada de su zapatería, en letra pegada y negra, puede leerse, aunque ya con cierta dificultad:

Aunque la muerte llega a todos
puede tener más peso que la montaña Andina,
o menos que una pluma.
Morir por los intereses del pueblo
tiene más peso que una montaña;
servir a los fascistas y morir por los
que explotan y oprimen al pueblo
tiene menos peso que una pluma.
Mao-Tse-Tung

-Lo de la “montaña Andina” lo acomodamos nosotros -explicó Ramiro-, porque Mao mencionaba en su poema un complicado nombre del relieve de su país y debíamos contextualizarlo a nuestro medio.

-En el decenio del setenta, cuando estaba en pleno furor la cultura china, repartíamos a los clientes un papelito con el texto que reza en la fachada cuando venían a reclamar los zapatos -comentó Alí-. Todavía nos quedan algunos por ahí de tantos que mandamos a imprimir.

Unos zapatos de tacón alto azules, descansan en el banco de trabajo, junto a los cuales una lesna y un martillo han terminado la labor del día.

Las paredes están atestadas de fotografías y láminas chinas, bajo un título absurdo: “El patio de los arriendos”. Las más de ellas escenifican historias de la Revolución. La voz de Ricardo, se deja escuchar:

-Esas imágenes representan escenas del tiempo anterior a la Revolución. Son tristes, porque el pueblo chino estaba subyugado. La que más me conmueve es la que muestra al par de abuelos, con la expresión de su rostro marcada por la desesperanza, seguidos de sus hijos y nietos, quienes les ayudan a cargar los pesados fardos y los cestos. También me gusta aquella otra vista en la que los viejos cuentan a los niños sobre esos tiempos dolorosos que vivieron, para que nunca se les olvide y no vuelvan a caer en aquellos males tan atroces. Estoy contento porque, según tengo noticia, últimamente están volviendo a leer a Mao entre los chinos de ahora, no ha pasado la “fiebre amarilla”, por así decirlo. En estos momentos el socialismo se encuentra en un revisionismo. Se han perdido espacios, no hay duda, pero no se ha terminado”.

Cuando Pato fue boxeador el coliseo estaba en el barrio Colón, cerca a la 33 donde hoy está la fábrica de brasieres Leonisa. Allí se reunían a pelear.

Los entrenaba un tipo grandulón de apellido Godoy, llegado de Chile, y que se vanagloriaba de haber estado en el ring con el invencible Joe Louis, aunque, como era de esperarse, no le venció. Contrario a ello, duró pocos minutos en el cuadrilátero antes de caer noqueado y salir en camilla, pero lo que valía era que había peleado con Joe Louis.

El zapatero peleaba algunas horas, mientas Ramiro pasaba pescando en el río, luego juntos trotaban de norte a sur por la carrilera, jugando a pisar los polines, lo cual resultaba asaz extenuante, o a hacer equilibrio por los rieles. Una vez llegaban a la zapatería, trabajaban hasta el anochecer en la fabricación de sandalias y posteriormente se embriagaban de aguardiente, música y literatura.

Hoy, en cambio, solamente de las dos últimas, porque el licor lo han cambiado por café, que consumen en cantidades también copiosas.

Junto con el licor, dejaron la inveterada costumbre de mantener las puntillas en la boca.

-¿Cómo podemos definir la vida, hombre Alí? -inquirió el perpetuo asistente.

-Un cuento chino cuenta que un viejo, del cual pensaban que estaba loco, pasaba a totumadas una montaña para un abismo, para así poder pasar al otro lado del cañón. Mucho le decían que desistiera de esa empresa, porque nunca le vería final. El anciano respondía: “no importa que no vea el final. Lo importante es que mis hijos me han prometido que continuarán la obra y que harán prometerlo a los hijos de sus hijos y así sucesivamente hasta que un día, no importa cuán lejano esté, podrán pasar caminando hasta el otro lado del cañón”. Así, pienso que la vida es una permanente construcción conjunta, no individual.

(Crónica publicada en el libro El Arca de Noé, de la Biblioteca de Escritores Envigadeños. Editorial Lealon, 2007).

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Esta maravilla azul tan parecida al verano

·         29. Ene 2010

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Tal vez sea porque en el país, o al menos en esta ciudad, no vivíamos un verano generoso desde hacía mucho tiempo, años, decenios incluso, que éste que ahora disfrutamos, nos tiene contentos.

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Medellín. Enero de 2010. Foto Juan Antonio Sánchez

La ciudad se ve amplia; los aviones que surcan el aire parecen volar más ahora, no sé cómo decirlo, estar más claramente en el aire que cuando los cielos son grises, pues en esos momentos dan la apariencia de sostenerse en esa sustancia sucia, espesa y casi sólida que llena la atmósfera; las golondrinas, aplicadas en mantener el cielo despejado, y los gallinazos, en mantener su vuelo sereno sobre la urbe, dan la impresión de desplazarse más sueltos y ligeros por los aires; las montañas azules, resplandecientes, parecen lavadas con cepillo y jabón por los gigantes que cuidan el mundo.

En los días se ven los cirros; en las noches, las estrellas. Y las más bajas de éstas se confunden con las luces artificiales más altas de las cordilleras.

Un verano en la ciudad es para disfrutarlo. Al cruzar las calles, nadie siente temor de ahogarse en esos ríos de asfalto de que hablaba Carlos Castro Saavedra; ni, como Rosario, la más bonita del barrio, de caerse en los charcos de un lugar, como en una canción de Fruko y sus Tesos.

Cantan las cigarras sin importarles aprovisionarse para el invierno.

Como las cucarachas y las aves y los animales todos salen de sus cuevas y nidos, los humanos salen de sus casas, apartamentos e inquilinatos a gozar de la vida no más porque sí, sin que los espante un monstruo helado. Los ancianos se sientan en los andenes. Las mujeres no van enrolladas en kilometros de tela como momias andantes: usan prendas por las que entra el aire suave y dejan ver su piel sin temor a amoratarse. Y cuando se mojan, no es por la acción ajena de los fenómenos atmosféricos, sino por sus propios fluidos que emergen por sus poros como surtidores abiertos y autónomos, lo cual hace de la humedad un asunto más meritorio, más sensual, más humano.

Los edificios parecen artesanías de barro que se terminan de secar al Sol. Las terrazas están llenas de chiquillos y de perros jugando y de ropa colgada. Los cerros, colmados de cometeros y los aires de cometas de colores.

No se duerme tanto. Los ciudadanos son más testigos de su ciudad. Caminan por las aceras renegando del calor pero yo sé que contentos de sentirlo los más de ellos, buscando bebidas frías y helados de nata. Suben a los cerros a ver hasta el otro extremo de la urbe, que se antoja por momentos el otro extremo del mundo. Y hasta imaginan que no hay límites para sus sueños que en otros tiempos se ahogan antes de emerger a la superficie de la vida.

Y dejan descansar en sus roperos los abrigos y en sus percheros los paraguas.

Sí, ya sé, el Fenómeno del Niño. Ya no se puede disfrutar tranquilo el verano (ni el invierno, dirán quienes lo disfrutan). Ya nos han dicho de mil maneras que este verano hay que gozarlo con miedo o hasta con tristeza porque se trata de una enfermedad del planeta. Lleva apenas un mes –lejos están los antiguos veranos nuestros de dos y hasta tres meses- y ya a muchos les parece largo. Han dicho, más o menos, que este verano no es verano sino Fenómeno del Niño. Ya nos han insinuado y hemos aprendido desde hace años que debemos añorar la lluvia mientras hay verano y anhelar el Sol mientras hay invierno.

En fin. Pero mientras hay verano o esta maravilla azul que se le parece tanto, hay que disfrutarlo sin tristeza.

(Nota: después de unos días vuelvo como si nada a escribir esto, a sabiendas de que el tema del clima es para mí vedado. Cuando hablo del Sol, llueve; cuando hablo de lluvia, no cae ni una gota. Es como si la Naturaleza quisiera siempre contradecirme. Corro el riesgo, pues, de que por hablar de los buenos tiempos los eche a perder. Si así a de ser otra vez, ¡malhaya sea!)

·         Ciudad, crónica urbana, john saldarriaga, salderrio, verano

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 Una piedra en el zapato

 

 

El hombre que vive en el año 30 

 

2 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/e4043a4f000025c380b288bb6ff8ee4c?s=45&d=identicon&r=GEsteban Torres lopera   •  9 years ago

Pues ojala lo contradiga en esta ocasion porque hace falta el agua por estos dias aunque se vea hermoso el cielo.
Y bienvenido otra vez.
Esteban

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/3a7c65db0221e3dc41039f699cabbc70?s=45&d=identicon&r=Goscar jairo gonzález hernández   •  9 years ago

excelente

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Magdalena, al pie del Divino Maestro

·        
22. feb

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Magdalena está siempre al pie de El Divino Maestro. Solícita en cuerpo y espíritu, mantiene atenta a sus necesidades y corre presta a ayudarle cuando es el caso.

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Magdalena Tangarife, sacristana de la parroquia El Divino Maestro. Foto: David Sánchez

Se levanta antes del alba, sin que ese artefacto que remplazó al gallo, menos al de la Pasión, el reloj despertador, la despierte. Y nunca, en los 19 años que lleva de sacristana en ese templo de Santa Mónica, ha llegado tarde para anunciar, con tañido de campanas, la misa matinal. Ni los domingos, los cinco oficios religiosos.

Bueno, una vez sí, cuando se quedó entretenida viendo un partido mundialista de la Selección Colombia, pero ese es un pecadillo benial que ni siquiera el párroco de entonces le reprochó.

¿Acaso el mismo san Pedro no negó tres veces a Jesucristo? ¿Acaso Judas no lo traicionó? ¿Acaso los apóstoles todos no se quedaron escondidos mientras el Divino Maestro soportaba la tortura del Vía Crucis y la crueldad de una muerte en cruz? Ahora qué decir del leve descuido de Magdalena, que ni siquiera fue intencional.

Hay que añadir, en este punto, el de sus ausencias, que tampoco fueron sus manos las que hicieron sonar las campanas en los tristes días de la muerte de sus hermanas Edelmira, el 5 de abril de 2000, y Rosa, el 19 de diciembre de 2008.

Digámoslo de otra forma: de 6.700 días que lleva con la responsabilidad del campanario -sin contar las 19 vacaciones-, ella ha dejado de abrir el pequeño cuarto situado en la parte de atrás de la iglesia y de alzar sus brazos para halar los lazos que hacen sonar las campanas sólo dos días completos y, de otro, una misa.

A Magdalena Tangarife Ruda todos le dicen Nena. Y así le seguiremos diciendo nosotros. Tiene 80 años. Oriunda de Amagá, aprendió la fe de su padre, Aicardo, porque a su mamá, Alejandrina, no la conoció: murió de 36 años, cuando Nena apenas había cumplido 17 meses.

“Una fiebre mala se la llevó -cuenta, mientras dobla una sotana sobre una gran mesa, en la sacristía-. No he llegado a verla ni en retrato. No sé cómo era”.

Fue una tía suya, Clementina -“a ella también la cantaron aquí, antes de que yo llegara a trabajar”-, quien crió a los siete hijos de Aicardo, de los cuales nuestro personaje ocupa el sexto puesto.

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Foto: David Sánchez

 

Esa fe la llevó a ser parte de la Legión de María y a añorar con fuerza ayudar en una iglesia, hasta que se le consedió este milagro.

“Hace 19 años, el párroco Juan Carlos Rivas nos pidió a Laura Bustamante y a mí que decidiéramos quién de las dos podía ser la sacristana. Ella no pudo y yo quedé feliz con el puesto”.

Aprendió a tocar las campanas: para el oficio ordinario, 20 toques. Para el de difuntos, cuatro veces con una campana; cuatro con la otra, y por último, cuatro tañidos con las dos al unísono. Doblan doce veces. “Despacio -explica-, que se sienta el dolor”. Aprendió que, tras lavar los purificadores, no podía verter el agua a la cañería, sino echársela a las plantas.
 
Al principio, las palomas se metían por el campanario a hacer sus nidos. No era raro que Nena encontrara huevos rotos en el suelo. Hasta que un día, un cura decidió hacer tapar ese hueco, allá en lo alto, con anjeo.

“A veces sueño que voy a llegar tarde y me levanto más temprano, asustada”.

·         Barrio Santa Mónica, Ciudad, crónica, john saldarriaga, Medellín,sacristana, salderrio

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 El hombre que vive en el año 30

 

 

¡Biaka! Están escuchando Chamí Estéreo 

 

4 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/3a7c65db0221e3dc41039f699cabbc70?s=45&d=identicon&r=GOscar González   •  9 years ago

Querido John: Excelente crónica. Esto es de lo que hablamos nosotros. Los Seres Principales, de los que habla María Sabina, en otro sentido, claro, pero esos seres son los que hacen que el mundo ni la realidad se derrumben ni nos derrumben a nosotros. Nos sostenemos quizá, en mucho de nuestra vida, en ellos, que hacen las acciones más humildes y severas por nosotros. Saludo y abrazo, Oscar

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El hombre que vive en el año 30

·         15. Feb 2010

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·         Narrativa urbana

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En Medellín hay por lo menos una persona que afirma que Jesucristo no nació cuando se cree y tampoco murió cuando está convenido, es decir, en el año 33.

Es Germán Suárez Escudero, un historiador con coraza, integrante de la Academia Antioqueña de Historia, quien hace unos meses sorprendió a mucha gente con la primera escultura que existe del Libertador, Simón Bolívar. Un busto tallado en madera, que encontró en una tienda de antigüedades de Medellín, olvidada entre baratijas centenarias, y adquirió por un precio de risa.

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Germán Suárez Escudero. Foto: Jaime Pérez


 
“No somos capaces de decir el año exacto en que nació. Tenemos más datos sobre su muerte”, dice Germán, en medio de libros de historia de Roma, misales, Biblias, todos abiertos sobre el escritorio. Entre ellos, veo el
 Diccionario Ilustrado de la Biblia, editado por Wilton M. Nelson, y el Missale Romanum. Hay  mapas de oriente en las paredes, un mapamundi redondo y azul sobre una mesa y un computador encendido en cuyo monitor aparece un texto titulado:
 
Almanaque ideal del Siglo I, cuando el año comenzaba en marzo y los meses alternaban 31 y 30 días. Tal como correspondía, febrero tenía 30 en años bisiestos.
Germán Suárez Escudero

Bajo este título, aparecen las fiestas que se celebran día a día, mes a mes.
 
Él explica que la confusión comenzó con el equivocado estudio de Dionisio El Exiguo, de 527. Éste determinó que el nacimiento de Cristo había tenido lugar el 25 de diciembre del 753 después de la fundación de Roma, pero se equivocó en cuatro años. No obstante su condición errónea, la Iglesia aceptó esos cálculos. Y comenzó a usarse masivamente en 1582.
 
Lo cierto es que, con eso se aceptó una contradicción grandiosa para la doctrina, porque Herodes “quedó muriendo” cuatro años antes del nacimiento de Jesucristo. Sonríe mientras habla el historiador, a quien los datos parecen causarle alegría: “el mismo gobernante que, según las
 Escrituras y algunos libros de historia, lo persiguió con sentencia de muerte, como a todos los niños menores de dos años”.
 
Siguiendo el calendario Juliano, promovido por el cayo Julio César en 46 a.C., Germán Suárez Escudero está convencido de varias cosas: una, que “Cristo nació en un mayo”.
 
También, de que murió en el año 30, es decir, tres años antes de lo estimado.

“Yo digo que murió el 6 de abril de 30; no el 5, como indica Indro Montanelli en el capítulo XXXV Jesús, de su libro Historia de Roma –se emociona el historiador. Y entregándome uno de los libros que tiene abiertos en la mesa, el citado, me ordena-: Lea este párrafo del libro, por favor”.
 
Leo:

La noche del 3 de abril del año 30, Él fue informado de que el Sanedrín había decidido Su arresto por denuncia de uno de los Apóstoles. Comió igualmente con éstos en casa de un amigo y en aquella última cena anunció que uno entre ellos le estaba traicionando, advirtiéndoles que ya le quedaba poco tiempo que pasar juntos. Los gendarmes le capturaron aquella misma noche en el Huerto de Getsemaní. Y cuando al Sanedrín que le pregunta si Él era el Mesías, respondió: “sí, yo soy”, fue entregado al procurador romano, Poncio… 
 

-Deje ahí. Está bien -dice Germán- Él, Montanelli, se equivoca. El 3 de abril terminaba a las 6 de la tarde, con la puesta del Sol. Así era en ese tiempo: el día no terminaba a las 12 de la noche, como hoy. Se consideraba que primero era la oscuridad de la noche y, después, la luz del día. Por eso, después de las 6 de la tarde, ya era el día siguiente, 4 de abril”. 

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Foto: Jaime Pérez

Y dice más: que sus cálculos le alcanzan para asegurar que Jesús se aisló a orar al Huerto de los Olivos, el 22 de febrero –último mes del año 29-, porque ese era el Día de los Muertos, entre los judíos.

“Al fin de cuentas, Él tenía familiares muertos por quienes rezar, como su padre, José”.
 

En fin. Son los hallazgos de Germán Suárez Escudero. Pero él no está proponiendo un cambio en el Calendario Litúrgico Cristiano. Es consciente de que la gente, especialmente los cristianos, está acostumbrada a que la Navidad sea en diciembre, a que los años comiencen con la fecha convenida de la circuncisión de Jesús y a que éste muera cada año en marzo o en abril, según sea la Semana Santa, calculada con base en los ciclos lunares.
 
Sabe que ya es sólida la costumbre de que en diciembre se celebra, especialmente el 24 y el 31, hasta la madrugada del día siguiente, y que en enero la vida va despacio como una babosa.
 
En todo caso, si alguien va a Belén -el barrio de Medellín; no Palestina- en mayo y ve a un hombre obeso y de cabeza algo despoblada cantando villancicos a voz en cuello, revolviendo natilla y friendo buñuelos, no se extrañe: es Germán Suárez Escudero, el historiador, que se dignó salirse un momento de su año 30 para darnos un saludo de Navidad en estos tiempos modernos.

·         Año 30, Ciudad, crónica, crónica urbana, Jesucristo, john saldarriaga, Medellín, Muerte de Cristo, salderrio

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 Esta maravilla azul tan parecida al verano

 

 

Magdalena, al pie del Divino Maestro 

 

7 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/93f951ba342785f94ad018cea7b387d4?s=45&d=identicon&r=Gnacho   •  9 years ago

muy bien en el final sobre si en mayo se ve un señor haciendo buñuelos y cantando villancicos bien por esa

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/72e42f66c3f61a4b5d1563c44077bef7?s=45&d=identicon&r=GENFERMERA   •  9 years ago

Felicitaciones por ese Espiritù de investigaciòn, le recomiendo leer la biblia, como la carta de amor de Dios para nosotros y pidiendo la direcciòn del Espititù Santo para entenderla, alli encontrarà verdades muy profundas y poco practicadas, como la del Sabado como dia de Reposo, si investiga se dara cuenta que no fue abolido como nos han hecho creer, sigue siendo el dia de pacto que el Señor Pide le regalemos.

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/fabecfcdaa915b7935a4407a8474dbba?s=45&d=identicon&r=GLuis Miguel Gonzáez Céspedes   •  9 years ago

ES VERDAD, LA MUERTE DE CRISTO OCURRIO UN DIA 6, PRIMER VIERNES DE ABRIL, QUE EN SU TIEMPO SE DECIA “FERIA SEXTA INPARASCEVE”. ESE VIERNES TERMINABA A LAS SEIS DE LA TARDE, CUANDO EMPEZABA EL SABADO, SEGUN EL COMPUTO ROMANO

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/0f715c53e9e4cb70fb7af18c8f63043a?s=45&d=identicon&r=GDanial Cerney   •  7 years ago

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Si todo lo de Germán Suárez Escudero fuera cierto, que lo dudo. Si se ha creído tan grande cosa, no se avergonzaría nunca de los suyos; antes por lo contrario fuera humilde y sencillo; ¿no se avergüenza pues tanto de tener una familia pobre, y se la tira de rico por se un estrato mas alto? que mire a su lado la clase de hijo que tiene, o es que de ese si no se avergüenza. [XD] Pedís para en todas las empresas para los pobres y carceleros y después pones tu mujer por debajo de cuerda a vender las cosas, o es que te a tu familia pobre si le ayudas. Falso “!$&//(“

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7.    http://0.gravatar.com/avatar/c4d64c9f2493bb504bb3482e143ac9d5?s=45&d=identicon&r=GJesus Acevedo   •  6 years ago

Si todo lo de Germán Suárez Escudero fuera cierto, que lo dudo. Si se ha creído tan grande cosa, no se avergonzaría nunca de los suyos; antes por lo contrario fuera humilde y sencillo; ¿no se avergüenza pues tanto de tener una familia pobre, y se la tira de rico por se un estrato mas alto? que mire a su lado la clase de hijo que tiene, o es que de ese si no se avergüenza. [XD] Pedís para en todas las empresas para los pobres y carceleros y después pones tu mujer por debajo de cuerda a vender las cosas, o es que te a tu familia pobre si le ayudas. Falso “$&//(” . BLANDO DE JESUS Y DESPRECIENDO A TU FAMILIA. ¡QUE TESTIMONIO!

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El Belén, Cristo padecerá de nuevo

·         31. Mar 2010

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·         Narrativa urbana

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Oíd, sabios Doctores, lo que Jesús de Nazaret, dice de los Doctores de la Ley…

En el fondo del amplio salón parroquial, Enrique Isaza recita de memoria su libreto. Es Pregonero, un fariseo que ha tenido por misión acumular toda la información posible sobre Jesús, ese falso profeta de Galilea, el hijo de un humilde artesano y que se autoproclama Rey -Hasta cuándo vamos a permitirlo…,  y la ha cumplido para que ellos, los Doctores de la Ley, tengan más argumentos a la hora de tomar su decisión frente a ese hombre que revolucionaba el ambiente y se convertía en un peligro para los intereses del Imperio, romano en ese entonces. Pero no se conforma con darles la información, sino que los insta a tomar la drástica decisión, interviene, acusa, acosa.

Sostiene el rollo de unos anchos pergaminos en su mano izquierda. Su mirada directa y firme, el tono de su voz solemne y su discurso grandilocuente, intimidan la columna cuadrada de cemento que sostiene el segundo nivel del lugar, el mismo en donde funcionó una emisora de radio. Y hace temblar la soledad que tiene enfrente. A unos pasos de él, hombres y mujeres se visten en túnicas que parecen meterse en el tiempo pretérito. Otros caminan de aquí para allá llevando espadas, lanzas, corazas, turbantes. Y sujetándoselas en sus cuerpos.


Enrique o el Pregonero, espera que los Doctores de la Ley y los soldados y Jesucristo y los apóstoles Pedro, Juan y Santiago y la Virgen María y la Magdalena terminen de llegar y de vestirse para comenzar de una vez por todas. Pero hasta su rincón llegan dos noticias. La primera, no tan grave: que no todos trajeron el vestuario y otros, no lo trajeron completo. La segunda, un tanto anómala: que Jesucristo no vendrá esta noche al ensayo porque en la fábrica lo dejaron trabajando horas extras. Entonces de Él hará, por hoy, quien habitualmente hace de Poncio Pilatos, Orlando Mesa.

¡Raza de víboras!…

No hay problema, piensa, Orlando fue por mucho tiempo Jesucristo, como nueve años, hasta hace tres que comenzó a hacer de Procurador romano en Judea, de modo que se sabe los diálogos.

Judas Iscariote desdobla su túnica sobre la mesa, junto a Naún. Se quita la camisa de todo el día y muestra su humanidad quemada por el Sol, junto a Naún. Y Naún se quita la camisa de todo el día y muestra su humanidad abultada por una alimentación alta en grasas y harinas. El Jesucristo de esta noche se acerca. Camina de aquí para allá, de allá para acá revisando todo; es un líder y anima a su grupo para que empiecen el ensayo de una vez por todas.
¿Quién de vosotros puede agregar a su estatura un codo? ¿Quién de vosotros puede hacer que se vea blanco uno de sus cabellos que no tenga dicho color?

Y como hoy se trata de un ensayo para la puesta en escena de Semana Santa, los Doctores de la Ley no se sientan en butacos de madera como hace unos mil novecientos ochenta años, o como lo hacen en los días santos ante esa multitud enardecida de Belén Rincón, entre la que sudan y sufren como ocurrió en aquel tiempo, sino en sillas plásticas de esqueletos metálicos. Y Caifás tiene pantalón por debajo de la túnica. Es como si el pasado y el presente, las culturas judía y colombiana se debatieran o se abrazaran en un sólo hombre.

El único que se ha vestido completamente es Conrado Mesa, el soldado “malo”. Su armadura, su lanza, elaboradas por ellos mismos durante los días previos a la puesta en escena, así como sus sandalias y su túnica, hacen ver a las claras que se trata de Malco, el guardián del Sanedrín que debió tomar preso al galileo.
Leed bien las Escrituras: en ellas dice que de Galilea jamás saldrá algo bueno.

“Nunca he dejado de ser Malco; no puedo ser otra cosas”, dice Conrado. “Y, además, ya me he ganado demasiados sombrillazos de la gente de Belén Rincón y tantos madrazos por tratar de esta manera a Jesús, como para cambiar de personaje”.

¡Necio! El que hizo lo que está afuera, ¿no hizo también lo que está adentro?

Conrado es cofundador de este grupo teatral. Desde la cumbre de sus más de 75 años años recuerda que Belén Rincón era, en 1962, un pequeño caserío en el que se albergaban unas mil o mil doscientas personas. Y él, junto a Hernando Agudelo y Ramiro Porras, y bajo la orientación del padre Arturo Ramírez -un entusiasta hombre de iglesia que acompañó el desarrollo del barrio con notas de concertina, ese acordeón de forma hexagonal-, tuvieron la idea de representar la Semana Santa en vivo, pues, no tenían plata para comprar los pasos con santos de pasta, como se acostumbra en los templos. Para colmo de su buena suerte, en Amagá habían abandonado la propuesta de seguir representando la Pasión y Muerte de Jesucristo de esa manera teatral y los rinconeños decidieron ir hasta allá para hacerse a los libretos, que complementaron con base en la Biblia y el libro El mártir del Gólgota.“Por allá en los comienzos, nos vestíamos con camisas y pantalones anchos y pintados, solamente. Esto de usar vestuario y utilería adecuados, vino después para darle mayor realismo; ¡pero es que las cosas tienen principio!”

Es el padre de Pilatos; o, mejor, de Orlando Mesa, quien representa a ese hombre que ofició del Procurador Romano. Pero, ¿para qué diferenciarlos?, ¿por qué no decir que Conrado o Malco es el padre de Poncio, si el actor se mete en su personaje y lo encarna y es él durante un tiempo? ¿Si vive su vida prestada, o al menos, un episodio de ella? ¿Si el actor es un ser y muchos seres? No nos enredemos en este asunto. Por cierto, Orlando dice que siendo Poncio no sufre tanto como cuando era el Mesías, por obvias razones. Su padre, Malco, lo fueteaba de veraz, aunque él le dijera en voz baja, “¡papá, me estás dando muy duro!” y el viejo y fuerte guardián debiera contestarle: “¡No es a usted, mijo, es a Jesús!” Y mientras el guardia de los Doctores recibía los sombrillazos de las señoras conmovidas por semejante trato a Nuestro Señor, éste veía cómo a su paso las mismas damas le tocaban a ´este la túnica y el sudor y se persignaban, devotas, y sentía que la Corona de Espinas le hacía sangrar la frente y hasta le dejaba una cicatriz de verdad.

Y hasta la sangre de Zacarías os hace indignos de entrar adonde está el Padre…
“¡Empezamos!, grita Orlando Mesa, ya vestido con su túnica inconsútil. El Pregonero comienza su representación ante los Doctores de la Ley. Estos escuchan y reaccionan furiosos.

Oíd, sabios Doctores, lo que Jesús de Nazaret, dice de los Doctores de la Ley… ¡Raza de víboras!…
¿Hasta cuando vamos a permitirlo?
El dice que construirá el templo de Jerusalén en tres días…

Judas entra en escena con esa consabida intensión de vender al Hijo de Dios. Malco talla su humanidad con la espada. Pero es un negocio rápido que conoce todo el mundo. Te extrañas de que venda a un amigo. No soy el primero ni seré el último… Yo soy su enemigo… 
Caifás arroja las monedas a los pies del traidor.
 El no opondrá resistencia. Entregará sus manos para que las atéis…

 Hace algunos años, la compañía teatral llegaba hasta el episodio de la muerte de Judas, el desprejuiciado, el pragmático. La horca. Pero la Iglesia ha prohibido esta escena, así como la crucifixión, por su carga de violencia. Es a mí al que buscas… Yo soy el que soy… Y tú, ¿con un beso entregas al hijo de Dios?

Una Virgen que inspira voluptuosidad llora desconsolada ante su hijo amado, hecho preso. Ante las rejas de ese falso profeta de Galilea, el hijo de un humilde artesano y que se autoproclama Rey -Hasta cuándo vamos a permitirlo…¡Crucifícalo!, ¡crucifícalo! ¿hasta cuándo vamos a permitirlo?

(Crónica publicada en el libro Algunas cosas nuestras (Crónicas de Belén, con varios autores, editado por la Alcaldía de Medellín en 2007).

·         Belén, crónica, john saldarriaga, Medellín, salderrio, Semana Santa en vivo, teatro religioso

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Vaqueros en Medellín

·         24. Mar 2010

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·         Narrativa urbana

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-En fin, no me gusta la violencia, pero ante cosas así…
Marcial Lafuente

«Rancho perdido es la historia de un vaquero pobre que se enamora de la hija del dueño del rancho. Ella también se enamora de él. Pero el papá de la muchacha se interpone en esa relación. Son muchas las acciones que se cuentan hasta que por fin el vaquero logra casarse con la chica».

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Javier Gómez lleva más de 40 años como librero callejero. Foto de Róbinson Sáenz.

Esta, amigo, es la reseña que hace don Javier Gómez sobre uno de los libros de bolsillo de la colección popular de Silver Kane. «Esa serie es de las que más me gustan». Sabe de lo que habla: por más de cuarenta años ha estado cambiando libros y revistas de segunda mano -principalmente los libritos de pistoleros, en la acera de Bolívar, entre Amador y San Juan. Y en más de una legua a la redonda de esta ciudad del oeste (del país), no hay otro tipo como él, que ceda en préstamo libros y revistas. De más de dos mil volúmenes que conforman su negocio, viejo, una tercera parte está integrada por la célebre colección de Marcial Lafuente, Estefanía; libros de terror, novelas rosas, revistas de historietas, manualidades, actualidad, farándula, Selecciones de Reader’s Digest y pornográficas. En cuanto a novelas, algunos títulos de literatura universal -Cortázar, Carranza- y de superación personal. Estos están acaparando su gusto por estos días, «aunque yo leo de todo. Desde que estaba niño he sido lector».

Y fue esta vocación de lector la que le insinuó dedicarse al negocio de los libros – “yo aprendí a leer en las revistas del Pato Donald y Superman., amigo”- cuando se terminó para él un trabajo de mensajero en la compañía estatal de correos.

-¡Sheriff! Hay dos vaqueros que desean verle.
-Pregunta qué quieren. No tengo ganas de perder el tiempo.
-Dicen que han de hablar con el sheriff personalmente… también ha venido el sastre para tratar de los uniformes de los guardias. Opina que será mejor unos cascos, como los que llevan en Chicago.
-Prefiero las gorras que usan en Nueva York… Esta ciudad es muy importante… El municipio va a acordar lo que se pagará a cada uno. Y habrá que nombrar un capitán, como jefe de todos ellos, aunque en realidad el jefe lo sea yo. Ya que ese capitán dependerá de mí…
-¿Qué digo a esos vaqueros?
-Que vengan más tarde. O mañana… San Francisco no es la ciudad de antes. Me cansan los vaqueros.

 

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Javier también compra y vende imanes, así como monedas antiguas y billetes en su puesto de Bolívar con Amador. Foto de Róbinson Sáenz

Nacido en 1939 en Yarumal -«donde ya no hay yarumos donde atar un caballo, pero había»- don Javier defiende su argumento de que «la lectura», vaquero, «es una forma instructiva de ocupar la mente. He sabido de gandules que van dejando hasta el trago por medio de la lectura. ¿Usté no ha visto que cuando uno está bien encarretado leyendo, ni escucha cuando lo llaman? Pues a ellos, con la botella al lado, se les va olvidando se les va olvidando… hasta que les entra sueño y se acuestan más bien a dormir…». A soñar. Tal vez se vean atravesando el gran río con el ganado -cientos de cabezas- pendientes de los cuatreros. O disparando atinados desde un potro salvaje. «Pero los niños de hoy no leen. Viven enfrascados en la droga o en esos juegos electrónicos y ya cada vez son menos los que vienen a buscar las revistas de muñequitos, como la de Tío Rico, que primero tanto les gustaba».

Y como las veces que le he visto es muy de mañana, vaquero, va encarrando libros en libros, revistas en revistas. Llega, es su costumbre, a las siete pasadas. Y, sin prisa, como un boticario, va armando su negocio en la acera de la Ferretería Técnica. De un depósito cercano, donde le cobran mil quinientos pesos diarios por guardarlo, amigo, ha empujado hasta allí un carro de rodillos con armario, cuyo vientre está atestado de los tales libritos de historias del oeste. Es un armatoste forrado en lata pintada de verde, decorado con imanes; unos de éstos en forma de aro, otros como piedritas informes, todos los cuales para atraer la suerte. En tantos años metido entre libros y revistas, quién sabe dónde habrá leído que los imanes sirven para esto. Tal vez en uno que otro librito de magia que -ahora sobresale uno de pasta azul cielo-, a veces lo trae a su puesto alguien que quiera pagar los cuatrocientos pesos y llevarse a cambio otro libro.

Como aún no han abierto la Técnica, donde guarda parte de su surtido gracias a la solidaridad de su dueño, el librero va organizando lo que tiene allí, que es bastante, mientras toma café negro, departe con los empleados de la ferretería que van llegando. Cuando abren las puertas de ésta -bueno, don Javier ayuda en este proceso, empujando la gran puerta de lámina que se dobla varias veces sobre sí misma como un abanico-, nuestro hombre saca, también sin prisa, media docena de cajas de cartón y bultos tan repletos de mercancía que ni cierran de lo llenos, amigo; una mesita azul que ha amanecido patas arriba sobre su arrume, y otro carrito, también azul.

 

-Sí, creo que tienes razón… Nos colgarán esta noche. ¡¡Maldito Burman!! Es el culpable de todo…
-No creas que no le castigarán…
-Si pudiéramos hacer venir al juez…
-No se atreverá… y, de atreverse, estos muchachos no le harían caso. Está asustado con ellos.
-Es para estarlo… La sonrisa del marshal es lo que más nervioso me ha puesto… Ha dejado que nos golpeen, pidiendo serenidad y sin dejar de sonreír.
-¡Si pudiera salir de aquí…!
-Nos han arrancado una confesión extensa.
-Que nos llevará a la cuerda. No debimos decir nada.

 

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Por 300 pesos, Javier Londoño cambia libros de pistoleros, revistas de Selecciones, Más Allá, Play Boy. Foto de Róbinson Sáenz

Quien pase por allí, sea forastero o lugareño, tiene que ver los arrumes de libros y revistas encarrados. Un revistero de madera, también azul, hace de hipotenusa contra la pared. En éste se anuncian los productos, con letreros bien pintados a mano con pintura blanca, en cada uno de los cuatro bolsillos o compartimientos. En el más alto: compra-venta y cambio de revistas; en el segundo: y libros de pistoleros; en el tercero: compra de revistas pornográficas, y en el cuarto: compro. cambio. vendo monedas antiguas y billetes.

«Este negocio es prácticamente de adultos», sostiene. Y créalo, amigo. Sus clientes son, en su mayor parte, jubilados. Vaqueros viejos que encuentran en la lectura una manera amable de pasar las horas. Van llegado estos personajes sin afán, a escoger entre los libritos que don Javier les va entregando por puñados de a diez o doce. Van pasándolos uno a uno de una mano a otra. Parecen chicos que vieran pasar ante sus ojos los cromos para intercambiar los repetidos con sus amiguitos. Y, como éstos, van diciendo en murmullo: «ya…, ya…, ya…», hasta que se atraviesa ante ellos un título y una imagen -pistolas, sombreros, chalecos de cuero, puertas de batientes, diligencias volteadas- que no recuerda haber visto nunca. «¡Este no!», dice al fin. Lo miran bien con visible emoción y dicen: «¡me lo llevo!». «Se pueden conocer más de cuatro mil títulos de esta serie española, que por cierto, nueva ya no se consigue», comenta don Javier al jubilado embuzado que tiene ante sí tan temprano. Y créalo, amigo, si don Javier lo dice, es así.

«Todavía me faltan muchos por leer», dice el cliente, quien agrega: «y eso que he leído muchos. Uno de éstos me lo puedo leer en hora y media o dos horas». Da las monedas al librero, quien las echa sonoramente en un tarrito que descansa sobre el cajón verde, da media vuelta con el ejemplar prensado entre el codo y el costado y sale muy lentamente como el niño más aplicado del condado camino a la escuela, apretando bajo su brazo sus frases y sus sumas. Camina alegre de tener ya la lectura para un par de horas muertas. ¿Y las demás, vaquero? «Quién sabe. Tal vez utiliza el tiempo en otra cosa también. Tal vez trabaje un poco en algo o tenga otros pasatiempos», especula don Javier viéndolo alejarse en dirección norte.

Por su parte, «las mujeres buscan mucho las revistas de manualidades. Con ellas pueden hacer bordados y esas cosas. También les encantan las fotonovelas de Julia, Jazmín y las de Corín Tellado. Son novelas de amor, o del corazón también las llaman».

Cuando funcionaba el Teatro Granada, a veinte metros de distancia para quien anda hacia San Juan, el negocio de libros y revistas era muy lucrativo, cuenta don Javier. Y créalo, amigo. La gente del cine era la misma de la literatura y las revistas de don Javier.

Hoy, por fortuna sus tres hijos están grandes, trabajan, y él vive a dos o tres manzanas de allí con su mujer, Amparo Sánchez, y dos de ellos, porque la mayor ya se casó y se fue del rancho. Si bien no tiene una gran biblioteca familiar, porque los más de los libros los vende, sí está llevando a los suyos algunos tesoros literarios, porque también a ellos les ha inculcado su pasión y disfrutan la alegría de leer.

«Me gusta mucho -y a ellos también- las novelas de García Márquez. Sobre todo El Coronel no tiene quien le escriba. También me gusta Gardeazábal. Por ahí le he leído sus libritos, cada vez que caen en mis manos»

 

Glasman salió disgustado.
Y marchó al saloon habitual para dar cuenta de la actitud del Gobernador. Actitud aprovechada para censurarle.
Uno de los clientes medió para decir:
-Conozco al que han enviado de marshal… ¡Es un buen muchacho! Enorme de cuerpo, pero enemigo de la violencia. Pacífico y razonable… Le llamamos Big-Ben por su estatura…
-¡Menos mal que no han enviado a un violento! -exclamó Glasman burlón.

·         Ciudad, crónica, john saldarriaga, lecturas populares, libreros callejeros, libros de pistoleros, Medellín, salderrio

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El hombre de la lluvia

·         18. Mar 2010

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·         Narrativa urbana

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Jorge Elías González Vásquez es el hombre de la lluvia. Fue contratado por el Festival de Teatro de Bogotá para que impidiera el mal tiempo.

Ésta es una labor difícil en la fría Bogotá. Ni siquiera en Dinamarca, cuando fue llevado a que se encargara de hacer buen tiempo en un certamen semejante, le pareció tan complicado.

Allá el Sol, al menos en la época del año en que lo llevaron, no se levanta casi. Sale por el oriente, claro está, pero no hace su camino hacia el cenit, sino que se va bordeando el horizonte hasta que se oculta por allí mismo.

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Elías González es el Hombre de la Lluvia en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá.

Esto facilita las cosas, porque el astro emite energía que al encontrarse con la de otros cuerpos de la Naturaleza altera la atmósfera y puede o no llover. Y al fin de cuentas, como Jorge Elías es un radiestesista, detecta las energías que emiten los cuerpos y trata de equilibrarlas con las de otros que él porta consigo. Piedras y arenas diversas extraídas del río Saldaña, de su Tolima natal. Y no porque él acostumbre ir hasta su ribera, qué va. Dolores, el municipio en el que nació y ha vivido sus 60 años, está más bien retirado de ese afluente. Aprovecha que en un depósito de materiales de construcción surten sus volquetas en él y él escoge algunos minerales que necesita para sus experimentos, de acuerdo a su color y composición.

Quien ve a Jorge Elías en el parque Simón Bolívar, de Bogotá, enrollado a ratos en un raído trapo de dulceabrigo rojo como toda protección ante la baja temperatura, sentado en una silla plástica al pie de una caseta forrada en plásticos no se imagina que tenga que ver con el Festival. Ni siquiera el portero del Parque tiene la menor idea sobre su existencia ni, mucho menos, sobre la actividad que realiza. Aunque, si uno mira bien, sobre su pecho pende una escarapela, como la de cualquier teatrero, en la que dice: Jorge Elías González, El Hombre de la Lluvia. Título que a él no le satisface del todo, pero no le molesta porque no menciona la palabra brujo por parte alguna. La misma Fanny Mikey lo contrató en 1998.

La suya parece también una puesta en escena. Tiene encerrada una porción cuadrada de terreno, de unos veinte metros de lado, con una cuerda de rayas blancas y negras. Dentro de ella, una pirámide formada por algunos maderos, una desnuda mesa en la que descansa una vasija cargada de materiales. Sus herramientas son un péndulo y algunas varillas, como las de todo radiestesista.
Nació en Dolores, Tolima, “en una familia de campesinos, ¡a mucho honor! No soy indígena ni nada por el estilo, para que no vengan a decir que soy chamán, que ni si quiera sé qué es eso. Ni tampoco brujo. Soy sacerdote radiestesista, si vamos a ser precisos”.

Desde pequeño mostró interés en los asuntos ocultos de la Naturaleza. Su padre, Jorge Enrique González Cerrato, que en paz descanse,  tenía un libro extraño, dizque del sabio Salomón, que Elías llegó a tener en sus manos. El volumen desapareció. De él sólo recuerda que algo mencionaba sobre el tema de la lluvia, pero, lo más importante fue que aumentó su curiosidad por los temas ocultos de la Naturaleza.

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Fanny Mikey lo contrató en 1998. Con éste de 2010, Elías completa siete participaciones en el Festival.

Qué ironía. Su padre, aficionado como era a los mismos asuntos y se burlaba del chico porque ensayaba fórmulas, buscaba campos magnéticos y disponía minerales para tratar de hacer llover o para evitar un chubasco.

“¿Usté cree que eso es tan fácil?”

Su abuela Evangelina, en cambio, lo alentaba. Si bien no le decía que siguiera adelante en esos estudios, le contaba historias de viejos buscadores de oro y agua.

De esos cuentos, a nuestro zahorí le quedaron claras algunas técnicas: “mire, Jorgito, que cuando los antiguos buscaban guacas, nunca salían corriendo ni en el peor de los sustos. Ah, y una cosa: esperaban que esa noche no lloviera…”

Cuánto sufrió Jorge Elías, por Dios, durante años, el desprecio y la burla de la gente. De los vecinos doloreños, incluso de los familiares, por dedicarse a la radiestesia. Que vean, Elías se volvió loco; no, que es un brujo; no, tampoco, que es un chamán.
“Sólo cuando comenzaron a ver los resultados y que como en el 90 participé en el programa Crea, de la Primera Dama de la Nación, y que viajé en 1997 a Dinamarca y que otros señores estuvieron a punto de llevarme a Estados Unidos para que no les lloviera durante una feria, y que el Festival de Teatro de Bogotá me ha buscado en las últimas ediciones para lo mismo, entonces sí, empezaron a creer o, al menos, a respetar un poco más estas artes”.

Jorge Elías dice que la atmósfera bogotana ha estado difícil. Durante el Festival no ha tenido un instante de sosiego. Llueva o no, vive pendiente de ese cielo de gelatina que parece a punto de derramarse a toda hora. Se agacha, mira el firmamento, revisa la pirámide, mueve el péndulo, revuelve los minerales… Y cuando menos piensa, recibe una llamada en su teléfono celular. Es uno de los organizadores del Festival de Teatro. “Sí, doctor, hoy van a salir las cosas correctas, como ustedes las quieren, gracias al Señor. Sí, doctor”. Oprime la tecla de apagar con la larga uña de su pulgar y vuelve a guardar el aparato en el bolsillo de la camisa.

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El teatro tiene mucho de ritual; el ritual del tolimense que previene la lluvia, tiene mucho de teatral.

“No es que yo tenga el poder de mover a mi antojo la Naturaleza -dice el Hombre de la Lluvia, mientras acaricia unos metales que cuelgan en su cintura y deja ver una mano colmada de anillos adornados con piedras, que según comenta, ayudan en sus propósitos-. Es que el Supremo me dio permiso. Primero, me hizo una persona neopositiva, o sea que tiene energía positiva y negativa al mismo tiempo. Así puedo revertir la energía y atraer o rechazar la lluvia. Segundo, que como parte del ritual, además de las fórmulas y los elementos naturales que junto, rezo algunas oraciones al Padre, al que llamo Yahveh, le rezo el Credo y el Padrenuestro, que son dos oraciones muy fuertes”.

Camina alrededor del cuadrilátero, mira que los chicos del parque no dañen sus cuerdas al pasar, observa una vez más el firmamento que a esa hora, cinco de la tarde, es un manto lechoso y dice: “Ah, y una cosa más: siempre se debe ser humilde ante el Supremo Creador”.

·         crónica, Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, john saldarriaga, lluvia, radiestesia, ritual, salderrio

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 ¡Biaka! Están escuchando Chamí Estéreo

 

 

Vaqueros en el centro de Medellín 

 

3 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/38e1357027ea9e1935e3452eb6a0981d?s=45&d=identicon&r=GHeriberto Richey   •  8 years ago

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/01378fe51397e616f7d7695773f30ed2?s=45&d=identicon&r=GToshia Gagney   •  7 years ago

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Que gran crónica de periodismo urbano. Hoy, más vigente que nunca. Ningún medio hizo la tarea de investigar, minimamente, quien es esta persona a la que llaman equivocadamente “chaman”. He tomado su texto y le he dado vigencia hoy masrtes 17 de enero de 2012.
Gracias,
@Bunkerglo

 

 

¡Biaka! Están escuchando Chamí Estéreo

·         09. Mar 2010

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Cuando Umada, el Sol, no es ni siquiera una promesa en el oriente, comienza a emitir Chamí Estéreo, la emisora del resguardo indígena de Cristianía.

Gilberto Tascón, el mismo hombre que postergó por años su sueño de tener una estación que permitiera la comunicación efectiva entre los embera, es quien, a las cinco, abre el micrófono de la moderna y sofisticada emisora para ofrecer el Amanecer Campesino.

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Gilberto Tascón, al aire. Foto de Juan Fernando Cano

“¡Machisá evaricidama! Les saluda Chamí Estéreo, 90.3 F.M. Originando desde el resguardo de Cristianía”.

Amanecer campesino es un programa de música popular: rancheras, carrilera, tangos, que pretende amenizar la labor de los agricultores, no solamente indígenas, de Andes, Jardín, Pueblo Rico, Valparaíso, Támesis, Ciudad Bolívar, Carmen de Atrato, Quinchía… También acompaña a las mujeres mientras cocinan el boe, es decir, el maíz, en sus fogones de leña, para las arepas del desayuno de los chicos que se preparan para ir al colegio.

Si bien han pasado apenas cinco años desde que el Ministerio de Comunicaciones entregara los modernos equipos para una emisora pública, Cristianía, Carmatarrúa (tierra de pringamoza), en chamí, de la mano de Giberto, ha tenido un medio radial desde hace 11 años, al principio de carácter comunitario.

Y antes de eso, desde los tiempos de las luchas de recuperación de las tierras, a principios de los ochentas, la comunidad veía a Tascón anunciar las actividades del cabildo ayudado con megáfonos. Animar las fiestas, complaciendo a los participantes con canciones, saludando a unos de parte de otros, dando mensajes de amor, todo gracias a una grabadora y un micrófono inalámbrico. En fin, lo veían perseverar hasta conseguir la potente emisora que hoy suena como un eco en las precarias construcciones de tabla del resguardo.

Leo Dan Yagarí es un locutor que se formó al lado de Gilberto. De un grupo de 16 jóvenes que iniciaron con el director en 1995, sólo queda él.

“Escuchábamos otras emisoras para aprender cómo entraban, cómo y cuando hacían sonar cortinas…”, cuenta Leo Dan, quien además de hacer locución, también debe manejar la consola de sonido cuando los representantes de deporte, salud, educación, mujeres, jóvenes, conciliación, economía, educación y dirigentes políticos del resguardo emiten sus programas, éstos sí, en lengua chamí, pues son de interés exclusivo para sus moradores.

Patachuma, patachuma
chi bia area kidí (bis)
paka var dechete ame (bis)
chi bia area kidí (bis)

Mientras de lunes a viernes prevalece la música de los capunías (hombres blancos) -a nadie se le niega un vallenato ni un reggaeton-, los sábados se oye la autóctona, como ésta canción de Alejandro González, a quien ya apodan con su título: Patachuma -plátano sancochado-, que es un éxito en el resguardo.

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Foto de Juan Fernando Cano

Plátano, plátano sancochado
qué rico es, qué rico es
con el forro del ternero
qué rico es, qué rico es.

Los sábados en la tarde cuando Joedako, la Luna, es más que una promesa, Yeison González dice: “za kios. Se despide Chamí Estéreo, 90.3 F.M. Mu uabu. Adiós”.

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Las socias del agua y el sol

·         21. Abr 2010

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De la plata vive el rico, del mugre las lavanderas, dice la canción y en las lomas de El Poblado hay unas que lo han hecho desde hace cien años o más.

En la de Los González, justo detrás del mall La Visitación y junto a la quebrada La Sucia, vive Fabiola Tirado, quien continúa con una tradición que comenzó su abuela, aprendió de su mamá y continúan sus hijas.

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Fabiola Tirado

Descalza, su madre, María Trinidad Tirado, una mujer de 94 años, la ve lavar, porque ella renunció a ese oficio hace ocho años, en una época en que ya no podía más lavar en la quebrada La Sucia, por sucia. Los desagües iban todos a desembocar en los afluentes y las lavanderas dejaron de ver correr aguas abajo y entre sus piernas a los renacuajos y los corronchos, a cambio de los cuales algunas fábricas les dejan a ratos un olor a químicos tan fuerte que les saca lágrimas. Y sí es cierto lo que dicen: las lavanderas fumaban con la chispa del cigarrillo sin filtro adentro de la boca. Así lo hacía Fabiola cuando lavaba en quebrada; su abuela era con el tabaco.

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Fabiola y su hija Adriana

Actualmente, cuatro lavadoras se encargan de lavar. Y contrario a lo que uno podría creer, a Fabiola y a su hija, Adriana, les gusta más en quebrada que en máquina. Encorvadas frente a una piedra grande, el agua corriente enjuagaba sin miseria el jabón Nácar, el macho pa lavar, y hasta ayudaba a sacar el mugre.

Con la socia, el agua, “le lavábamos ropa a los hijos de misia Rosita Echavarría –recuerda María Trinidad, sentada en su habitación, sin ver la televisión que permanece encendida. Fabiola y Mario, su hijo zapatero, le ayudan en la tarea de recordar-. ¿Cómo era que se llamaba la señora de don William Halaby? A don Lázaro Mejía, el dueño de Fabricato, yo misma le llevaba la ropa a la mujer de él, misia Estela, hasta  Bello”.

El Sol, su otro socio, bien dosificado, es importante hasta para sacar manchas. Hay prendas que deben secarse en la sombra.

Y en esa estirpe de lavanderas le han lavado la ropa a tantos ricos de Medellín que apenas sí les alcanza memoria para enumerarlos. A la dueña de Leonisa; a Luz Mora, del Club Unión; a Rosa Echavarría, la de la finca Lorena de El Poblado; a Lía de Hernández;… En fin.

“¡Antes sí era harto! –interviene Fabiola-. Había que planchar con planchas de hierro que se calentaban en unas varillas sobre las brasas de carbón. Se cogía con un trapo y se limpiaba con otro para eliminar cualquier tizne que pudiera tener, porque o si no, ¡válgame Dios! Se tiznaba la ropa o el mantel y había que lavarlo otra vez”.

“Recuerdo que mi mamá –evoca Mario- planchaba toda la noche y en la madrugada se quedaba dormida en la misma mesa de planchar. La cabeza recostada en un brazo. ¡Es que a mi mamá sí le tocó bien duro!”

“¡La vida amarga!” Exclama María Trinidad, con un dejo de melancolía.

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“¡Y la almidonada en crudo! –comenta Fabiola-. ¡Eso sí era verraco!”

“No diga esa palabra –regaña la nonagenaria-. Yo verraco no digo. –Y agrega:- sabe una cosa: yo me acuerdo que me pagaban a 20 pesos la docena de prendas. Era otra época”.

·         crónica, crónica urbana, El Poblado, john saldarriaga, lavanderas,Medellín, salderrio

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Los animales de la ciudad

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·         16. Abr 2010

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http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2010/04/aperro16-elc032231-300x203.jpgNo sé si han visto la forma cómo los animales se adaptan a la ciudad. Ellos demuestran que no sólo los humanos somos animales de costumbres, como dicen. Todos se van acostumbrando al humo, al duro asfalto, al ruido, a la polución. Si fueran un día de excursión al campo tal vez se sentirían ahogados con tanta pureza.

Hay algunos, como los perros, que ya se conciben tan citadinos como hombres y mujeres. De ellos, ya no hay que hablar.

Las abejas, por ejemplo. A las de la ciudad parece no hacerles falta las flores para beber su dulce néctar. Uno apostaría que algunas de ellas apenas sí llegan a embriagarse una vez en su vida con el licor de un cáliz. Beben a placer los asientos de licor de las copas abandonadas en barras y mesas de bar; se atiborran de residuos de refresco en los vasos de las cestas de basura que cuelgan en los postes del alumbrado público; toman café ¡hasta caliente! en las cafeterías –no las acobarda ni el humo-, sin importarles que quien haya pagado la bebida sea el idiota ese que no para de manotear y que a todas luces demuestra que es un egoísta con ellas.

Igual pasa con las hormigas. Y a propósito, ellas son indicadoras del rigor de la crisis: las he visto atacar –no sólo las gotas de miel- ¡la sal y el pan y la mantequilla!

Hace unos días vi unos gallinazos dando cuenta de unos restos de pollo asado en el prado de un centro recreativo, al ritmo en que iban arrojándolos detrás de sí los comensales. Lo hacían con el mismo deleite y el mismo desesperado afán con el que pelean por una suculenta tripa cruda de algún desafortunado mamífero muerto en la vía pública.

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Ni qué decir de los murciélagos. En sus vuelos circulares, que comienzan un poco antes de que la luz del Sol se haya extinguido totalmente, es fácil verlos apoderarse de los restos de plátano que hallan en las ventanas de los apartamentos. No porque sus moradores les hayan puestos alimento a ellos –y no son tan ilusos como para creérselo-, sino que es el que ponen a los pájaros muy de mañana, antes de salir a las carreras hacia el trabajo. Sólo que de noche, al volver a sus covachas modernas y cuadradas, a levantar sus piernas cansadas, no tienen alientos para retirar los restos de fruta, o simplemente se olvidan de ello. Dan picotazos breves, como besos fugases, y se alejan temerosos a esconderse en la seguridad que les brinda la oscuridad de su árbol o su campanario. Los he visto.

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Pero los gatos son los que más se han urbanizado en los últimos tiempos. Hasta hace unos años eran huraños, casasolas, tímidos y asustadizos. Y no hacían más que dormir y cazar ratones. En los tiempos que corren, éstos, los más aburguesados animales de la ciudad –y del Reino Animal-, sólo comen concentrado como sus enemigos los perros, galletas y golosinas. Se acomodan a la limitada vida de un apartamento y se dejan bañar cada ocho días para salir orondos a pasear en los brazos de su amo o en el cálido fondo de una mochila de lana de oveja. Y se dejan atar un moño de seda en el cuello. He visto chicas que salen con su felino al parque. Y éstos seres noctámbulos no se asustan con los otros humanos de la horda. Seguramente, nacidos en un criadero, no tuvieron a nadie de su especie que les advirtiera los peligros del mundo ni les enseñaran a desconfiar de esos bípedos que andan por ahí vestidos con cara de nada.

·         animales, animales de ciudad, Ciudad, crónica, john saldarriaga,salderrio

Alina pinta sobre un lienzo vivo

·         13. Abr 2010

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·         Narrativa urbana

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Alina descargó una bolsa de plumas y un cajón metálico sobre la mesa de trabajo. Lo abrió y fue sacando pinturas, paleta de maquillajes, pomos de espuma, frasquitos de escarcha…

Mientras tanto, iba viendo el cuerpo de Natalia, que se desnudaba. El cabello negro, largo y liso; la piel bronceada; un abdomen plano reinado por un piercing; un par de senos generosos templando un brasier negro…

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Foto: El Colombiano

Le hizo dar la vuelta y al verla, de inmediato decidió: “te voy a pintar una selva. Bueno, al menos parte de la flora”.

Es que ningún otro elemento del cuerpo de Natalia le había ayudado tanto a tomar la decisión de la pintura que habría de hacerle como esa flor tatuada en tonos rojizos en la base de la espalda. La integraría al body art.

Natalia, vestida apenas por las breves prendas de la ropa interior negra y unos zapatos de tacones altos, nada dijo. Como si en efecto ella fuera un lienzo en el que la artista plasmara su creatividad, se dispuso a permanecer quieta y en silencio.

Alina no comenzó por pintar. Primero sacó unas plumas de faisán y las sujetó con ganchos negros de los que usan las mujeres para fijar su peinado.

Luego, ahí sí, tomó un lápiz delineador de ojos color verde, le sacó punta y fue dibujando una rama de tallo ondulado, hojas y flores, que recorría el abdomen, la parte visible de los senos, los hombros y bajaba por la espalda, hasta integrarse con la flor del tatuaje.

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Rellenó de verde las hojas; de colores, las flores. Con un pomo de espuma, la artista fue aplicando pigmento blanco sobre el resto de la geografía de la modelo, que a esa hora ya no daba la impresión de ser Natalia Quiroz, sino una escultura de arcilla de Natalia Quiroz que la artista Alina Álvarez hubiera modelado con sus manos y ahora le hiciera los acabados decorativos. Así de quieta y silenciosa estaba la modelo; así de concentrada estaba la artista.

 

De un pequeño frasco, Alina vació escarcha o mirella verde en el cuenco de su mano izquierda. Y con los dedos de la derecha, aplicó directamente este pigmento brillante.

“Con mi propia mano tengo más control de los lugares en los que debo aplicar el escarchado”, explicó, mientras hacía brillar la espalda, el abdomen y los hombros de Natalia y la enredadera se iluminaba.

La artista se alejó unos metros para ver su obra. Cuando regresó, le dijo: “ahora sí, te voy a pintar el resto del torso”. Y su obra se quitó el brasier.

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Con sus dedos aplicó el escarchado sobre los senos. Hizo desaparecer el tono oscuro de las areolas y la prominencia de los pezones, y así los senos se convirtieron en montañas redondas de un verde amarillo brillante.

No toda la superficie del cuerpo quedó pintada. Alina suele dejar algunos sitios libres de pigmentos, a pesar de que usa maquillajes finos, porque, según explicó, la piel debe respirar. Y una persona totalmente cubierta puede llegar a sentir mareos con el paso de los minutos. Y a veces, hasta sufrir graves males. Por eso rechaza la práctica de body arts en los que se cubre el cuerpo por completo y más aun aquellos en los que usan pigmentos de látex, pues éste crea una capa plástica asfixiante. Sin contar que su retiro, al final de la función, resulta una verdadera tortura para modelos o bailarines que lo llevaron puesto: es como retirar una cinta adhesiva.

Cuando todo parecía consumado, cuando la modelo, fascinada, se esforzaba por ver su cuerpo vestido de flora, Alina anunció que la tarea no había terminado: “falta la pedrería”.

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Del cajón metálico de los materiales, extrajo una bolsita de piedras brillantes, pero antes de aplicarlas, hizo puntos de pegante de acronal en el abdomen, el pecho y la espalda de su escultura y, ahí sí, pegó, una por una, las piedras brillantes.

 

El body art estaba listo. Artista y obra se miraron satisfechas.

 

Para la primera, la función había terminado; para la segunda, el espectáculo apenas comenzaba. La escena se abriría para ella y los ojos del mundo se posarían sobre su cuerpo como atraídos por un imán. Es curioso: si en escena ella siente que la miran, la otra, la artista, siente que miran su creación. Es como si miraran a Alina a través de Natalia.

·         Alina Álvarez, body art, crónica, john saldarriaga, Natalia Quiroz,salderrio

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 Paisaje

 

 

Los animales de la ciudad 

 

4 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/1061f9465c9e3cae281fe4d6f1aff87e?s=45&d=identicon&r=Gdvd ripper   •  8 years ago

I am sorry, that I interfere, but it is necessary for me little bit more information.

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/5611b51cfdf1967826a7c50377607892?s=45&d=identicon&r=Gluis pareja   •  8 years ago

WOW,Felicitaciones para ambas; La pintora gran trabajo y mucho profesionalismo, La segunde hermosa de curvas divinas despues de terminada la obra de arte estupenda una princesa convertida al oleo.Felicitaciones para ambas que dios las bendiga.

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/f0c794fc66e00d59da6d645fe285ce58?s=45&d=identicon&r=Gart body paint   •  7 years ago

esto si arte

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4.    http://1.gravatar.com/avatar/f42959b2a0ce591fdfcd9ae1cb32429f?s=45&d=identicon&r=GLuis Villegas   •  6 years ago

El mejor trabajo fue el del citujano plastico; con razón somos la nueva silicon valley…

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Paisaje

·         06. Abr 2010

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Amanecí lleno de humo y cornetas de autos y botellas vacías tiradas por todos lados. Tengo un basurero en la esquina.

Lleno de semáforos en rojo intermitente. De máquinas a pasitrote por llegar a colegios y tiendas.

Me perfumo de calle mojada las orejas, o con aroma de edificio cuyo zócalo fue orinado en la alta noche por un ejército de gamines abatidos por el frío y cuya azotea es nido de helicópteros.

Tengo anegadas las calles, las vías arterias y las venas, porque los alcantarillados están obstruidos de papeles que repartieron ayer todo el día en la esquina de los bancos, en los que brujos de ciudad –extraña combinación- ofrecen su concurso para hacer regresar a tu lado, en tres días, a la amada; y en la del centro comercial, en los que la administración anuncia la apertura de un nuevo cine.

Amanecí con un arrume de periódicos habiendo internet. Y con dos mujeres de la calle, todavía ebrias, que han pasado en vela declarándose su amor en voz alta, recostadas una en la otra y ésta en un poste cuya lámpara se ha fundido, mientras espulgan sus cabezas despeinadas.

Suenan campanas en medio del ajetreo inicial, voces del siglo XVIII. Los viejos carraspean y escupen detrás de la iglesia, detrás del sagrario, y siguen adelante con sus fardos sucios.

Un ciego me amaneció cantando canciones viejas y de carrilera junto a la Librería Nueva. No sabe que amaneció. Nadie escucha su canto nasal, ni su guitarra remendada con cinta de embalar, ni su armónica que suena entre estrofas desde el garfio que pende enhiesto del cuello. Yo sí tengo que aguantármelo. Y también las voces que compiten por entrar en los oídos afanados de las máquinas que van “pensando” –o maquinando- en otras cosas: “lleve la tiza matacucaracha”, “el libro de Las siete claves del éxito de Deepak Chopra”…

El Sol parece haberse quedado atrancado en las seis y media. Quién sabe con quién se detuvo un rato. No han salido ni los gallinazos a darse su banquete…

·         Ciudad, john saldarriaga, salderrio

 

Un cochino beso

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·         05. Abr 2010

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¿A qué huele el aliento de un cerdo? Francisco Antonio Moreno, o mejor, Toño, el examinador de porcinos en la Feria de Ganado de Medellín, es quien lo puede decir con mayor precisión.

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Porque lleva treintaiséis años en ese oficio que se basa, precisamente, en acercar su nariz hasta el hocico del animal, más exactamente en el sitio donde un colmillo se asoma como maíz pira. Se diría que quisiera besar a cada uno de esos animalitos torpes en plena boca. Y ¿cómo hace para que el puerco le abra  esa cilíndrica jeta? ¿Acaso tiene el mágico don de convencer a los animales: “por favor, cerdito, abre tus fauces y di ‘AAAA’”? No; por supuesto que no es así. Acude a los poco tiernos consejos de las tenazas, que le hablan con su convincente y apretado discurso, en pleno oído.


Cada que tiene un rebaño que revisar, da dos-tres golpes a la talanquera de hierro con la tenaza que mantiene en su diestra. Tras esas campanadas que retumban por encima de la gritería de cerdos y hombres encerrada entre los muros de los chiqueros de la Feria de Ganados de Medellín, su ayudante, Luis Fernando Layos, el Pájaro, llega volando. “Ese es el sistema que hemos definido para comunicarnos”, explica Toño. “De lo contrario, si lo llamara a los gritos, por ejemplo, no me escucharía”. Es cierto. La vocinglería es de locura. Los negociantes hablan en rebañitos, muy juntos. Pero, además del bullicio propio de este sitio, ese ruido de metales, el campaneo, debe también abrirse paso a codazos entre el olor del estiércol, amargo y pegajoso, que lo invade todo.

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Foto: David Sánchez

Y, sin mediar palabra, cada cual hace lo suyo. Mientras el Pájaro sujeta con su tenaza al paquidermo doméstico de una de las caídas orejas, su jefe le aprieta con las suyas el labio inferior. “Es que así se domina un cerdo, si quiere saber”. Y cómo no va a saberlo él, si nació hace setenta y tres años y muy pronto aprendió de su papá, Luis Angel, a conocer de ese modo, tan íntimo, a los cerdos. Tenían una carnicería. La última que el examinador tuvo la dejó hace cinco años, para dedicarse a este oficio, en el que gana unos quinientos pesos por animal.

Y, en efecto, el hocico se abre, dejando ver esos colmillos aislados  y esa lengua roja que se pone enhiesta y esas fauces que se pierden en un abismo negro como el betún. Pero un negro mate; no brillante. Y los gritos del animal, en medio de los de otras decenas de seres semejantes, parecen humanos. Muy agudos. Como si les doliera la vida. Como si a todas éstas supieran la verdad.

“Entonces, uno aprovecha precisamente esos gritos, para que salga el olor del interior y con él nos damos cuenta si es ciclán, o sea si está mal capado. Si es así, sale un olor a berrinche. También le miro el color de la lengua, el paladar y los ojos. Si es amarillo, es que tiene hepatitis. También puedo darme cuenta si el cerdo tiene granalla”, comenta Toño, rayando con la punta de unas tijeras el lomo de último del rebaño, con lo que quiere significar que ya está revisado. Hace una pausa en el trabajo.

“Mire no más ese cerdo que está allá, separado, en el corral de en seguida: es ciclán. Acérquese. No se necesita ni que el animal abra la boca. Sólo acérquese al chiquero y huela… ¿Ah, qué le parece?”

 
Toño cuenta que hasta hace unos años tiraban el animal al suelo para la misma operación.

“¡Pero si es que es muy fácil!”, dice su compañero, el Pájaro, acuclillado junto a un cerdito blanco que gruñe separado de sus semejantes, que también gruñen como aburridos, como hastiados de esos humanos que los incomodan llevándolos de un lado a otro, que no les dejan dormir a placer, que les hacen abrir la boca con unas tenazas y no precisamente para verterles un solo granito de maíz, que los pasan de un chiquero a otro como si estuvieran locos. Hastiados de esos humanos que, según como van las cosas, van a terminar por matarlos.

El ayudante hace la demostración. Pasar su mano derecha por debajo del cuerpo hinchado, agarrarle la pata trasera del lado opuesto y tirar de ella con fuerza es un solo acto. El animal cae refunfuñando, pero uno no sabría decir si le ha molestado la bromita, puesto nunca paran de hacerlo, aunque no lo tumben. Y la verdad, sí, ese ejercicio parece fácil.

“Pero con el paso del tiempo, vimos que es más fácil así, con el marranito parado en sus cuatro patas. ¡Es que es muy noble!” dice Toño, ante la mirada complacida de esos hombres de cerdos. “Sólo aplicamos este viejo sistema con los marranos costeños, que sí son ariscos”.

Toño cuenta, ante sus amigos que lo podrían desmentir si no fuera así, que hace unos días, allí mismo en la Feria, un carnicero contrató a Toño para que le revisara una decena de cerdos para tomar la decisión de comprarlos. Todos los animales estaban iguales, parados y hurgando los rincones del suelo o tendidos en el charco. Luego de la revisión, el experto le dijo al hombre: “todos están bien, pero éste… éste se muere en dos horas”. Y el dueño renegó y maldijo porque el viejo Toño le estaba desvalorizando su negocio. De hecho, el carnicero deshizo la compra. Un veterinario que había en la Feria y se había percatado del asunto, buscó más tarde al examinador para preguntarle “¿cuánto tiempo le dio usted a ese cerdo para morir?” “Dos horas. Dije que no pasaba de dos horas”. “Pues, faltan veinte minutos para las dos horas… y el marrano acabó de morir allí arriba, cerca del fogón de calentar los hierros de marcar”.

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Aparece en escena Gonzalo Marín. Tiene cuarenta y cinco años. Conduce un Ford 51. Transporta cerdos. Una barriga cervecera no muy preocupante asoma por su camiseta. Conoce la Feria y a sus habitantes como sus propias manos, pues está pisando mierda desde hace dieciocho años. Y la quiere. “¡Oyendo las historias de Toño Moreno! ¡Ahí se queda uno, papá! ¡Pero es que personajes aquí es lo que hay!”

¿A qué huele, pues, el aliento de un cerdo? Francisco Antonio Moreno, o mejor, Toño, el examinador de porcinos en la Feria de Ganado de Medellín es quien lo puede decir con mayor precisión. “Sí, es un olor caliente y espeso a carne cruda, simplemente. ¿A qué más va a oler?” Y después de oler tantos alientos durante una cochina semana, “qué más voy a hacer: beber como un verraco”.

 

(Esta historia hace parte de mi libro Crónicas de humo, publicado en Medellín, por Editorial El Tambor Arlequín, en 2004)

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La mujer que cambió el azadón por la cruceta

·         18. May 2010

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·         Narrativa urbana

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A Yurley Santana no le importa tener las manos y los brazos engrasados y a veces hasta la cara, y permanecer así, con ropa sucia todo el día. Y menos le molesta el trabajo rudo de la mecánica. Por eso trabaja con su esposo, Carlos Santoya, en Barrio Triste, adonde llegaron hace unos siete años.

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"¡Joda! Este fotógrafo siempre me manda para abajo o para bien atrás!" Reniega bromeando Carlos Santoya. Yurley Santana está feliz en Barrio Triste, aunque resulte paradójico. (Fotos Juan Antonio Sánchez.)

Pero no sólo no le molesta: lo disfruta. Más bien pagan a una mujer para que cuide sus tres niños en su casa de Santo Domingo Savio, para que ella pueda estar todo el día, todos los días, en su taller sin muros y sin puertas y sin techo, bajo el viaducto del metro.

“¡Joda! ¡Esa mujer tiene más fuerza que yo!” Dice el costeño sin pudor. Y como ejemplo, ambos cuentan entre risas que un día él estaba solo dándole golpes de almadana a un eje para que soltara la tijera. Cansado de que no lograra que se moviera un milímetro, fue a un taller cercano a buscar una almadana más grande y pesada para golpearlo con ella. Al regresar, Yurley ya había logrado separar ambas partes con la misma herramienta inicial.

«Servicio de Mecánica en General El Costeño». Se lee en los costados de un Simca anaranjado que permanece allí, en la calle 46 entre carreras 59 y 60. El Costeño. O mejor: Los Costeños. Así reconocen a estos dos mecánicos en la zona de los arreglos de autos. Él es samario; ella, manaureña. “Pero no de Manaure, Guajira, sino de Manaure, Balcón del Cesar”, se apresura ella a aclarar con orgullo. Él había sido por años mecánico en su ciudad; ella, una campesina en la tierra de sus padres, en San José de Oriente, en la Serranía del Perijá.

“Allá sembraba aguacates y café. Y terciaba a la espalda una fumigadora y recorría toda esa extensión de tierra”. Era lo mismo: nunca se interesó por asuntos domésticos y más bien se dedicaba a ayudarle a su papá con los temas de la finca. Y cuando llegó el momento de iniciar el bachillerato no lo dudó: prefirió el colegio agroindustrial al de monjas.

El destino
Llegaron a Medellín como conducidos por la mano del azar. No llevaban más que unos días viviendo y trabajando juntos –ella era apenas una chica de 17 años; él un hombre de cuarenta y dos-. Ella no hacía más que pasarle las herramientas que no terminaba de conocer. Las llaves, las palancas de fuerza, los raches… Ayer, tomando una llave de media pulgada, mientras armaban un motor de Renault 21 que les mandaron reparar, Yurley recordó: “una llave de media fue la primera herramienta de mecánica que yo conocí y tuve en mis manos, allá en Santa Marta”. Arreglaron el motor de un camión y el dueño no tenía con quien traerlo a Medellín. Santoya vio allí la oportunidad de venir a conocer esta ciudad. El metro. Las gordas de Botero. Y propuso al hombre que él lo traería y aquí le pagara por el arreglo del motor y en cuanto a la traída del auto, nada más le cobraría los viáticos y los pasajes de regreso para dos. Él se vendría con Yurley.

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A Yurley no le fastidia estar engrasada. A diferencia de Carlos, su compañero, ella se ha ido así, sucia de trabajar, para su casa.

Y así fue. Ligeros de equipaje, rodaron por la geografía, parando en algunos pueblos, amaneciendo en otros. Cansado de conducir, Carlos entregó el volante en Caucasia a un ayudante del dueño del camión y se echó a dormir un rato. De pronto, el automotor se varó por caja de transmisión. El dueño, que viajaba en un auto de lujo, dijo que se quedaran ellos. Amanecieron en un hotel y, como prenda de garantía de que pagarían después, al regreso, dejaron una llanta y una cruceta. ¡Qué hicieron! Al llegar a Medellín, el propietario del auto se enojó de tal manera por esta decisión, que no quiso pagar a Carlos lo que le debía y amenazó con matarle. Los trabajadores del bravucón aconsejaron a los costeños que se largaran antes de que el patrón se enojara más. Lo conocían. Era capaz de hacerlo. Uno de ellos dijo que los llevaría a un sitio en el que se podrían ganar la vida con su oficio, recoger algunos pesos y regresar a la costa.

Los dejó en la Avenida del Río, abajo de Barrio Triste, solos, a las nueve de la noche de un viernes. Al menos el hombre fue generoso y les dio treinta mil pesos para que se defendieran con eso.

“Claro que yo tenía susto. Con esa fama de Medellín de ser una ciudad peligrosa… Además, yo era el responsable de Yurley que era casi una niña”.

Caminaron por el sector de los mecánicos y aparte de algunos bares abiertos que a esa hora ya vomitaban algunos borrachos hacia el aire frío de la noche y algunos indigentes sentados o acostados en las aceras oliendo pegante, no vieron más que una ciudad desolada. Vagaron por aquí y por allá hasta que hallaron un taller abierto y en él, a unos muchachos arreglando un auto. Eran Willy y Jairo, dos hombres que trabajaban para Camacho, se enteraría después. Él les resumió su drama. Ellos le dijeron que volviera al día siguiente y que, mientras tanto, fueran a amanecer al Hotel Aristi, en el mismo sector. Así lo hicieron. Era un hotelito de 15.000 pesos la noche. Se acomodaron, salieron a comer con los otros quince mil y luego se acostaron. “Yo me acosté a pensar”.

A la mañana siguiente fue al taller que vio abierto la noche anterior. Los mecánicos le dijeron que estaba de malas. Camacho no llegaría en todo el día. Sin embargo, como no tenía rumbo, Carlos se quedó con Yurley mirando a otro mecánico, Tato, que arreglaba un Renault 12. Como a las once de la mañana, un hombre llegó al volante de un Simca con problemas de cruceta y ejes traseros.

“Yo ahora mismo no puedo repararlo porque estoy ocupado -dijo Tato-. Vuelva mañana”. “Si quiere yo lo arreglo – atinó a proponer Santoya-. Usted cobra y me paga de ahí”. “¿Usted sabe de Simcas?”, preguntó Tato. “Sí, yo tuve uno en Barranquilla y sé de estos carritos”.

Terminó a las dos de la tarde. De 80.000 pesos que cobró, Tato le dio 40.000. “Pagué el hotel nuevamente y salimos a comer”.
Al domingo volvió a salir. Camacho nada que llegaba a su taller. Sin embargo, vio a un hombre que arreglaba un Suzuki. “Era un asunto de caja. Él trataba de armarla. De pronto, lo llamaron por teléfono y fue a atenderlo. Se estuvo unos minutos hablando y cuando regresó, yo ya la tenía armada completamente”. “¿Es que usted sabe de Susukis? Entonces encárguese de ese carro. Móntele usted la caja”. Se ganó otros 20.000 pesos y así comenzaron a “coger fama” en este difícil medio.

 

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Yurley ha tenido que llegar a las cuatro de la madrugada al sitio de labores para cuidar un espacio. De modo que cuando llegue El Costeño, haya donde trabajar.

Volver no es tan fácil
Y Yurley cada vez se tomaba más confianza en el asunto de la mecánica. Primero fue ayudante y después ayudante entendida, como dicen en Barrio Triste. Y ahora es la mano derecha de este costeño corpulento. La especialidad de ella es desarmar y armar las partes. No tiene problemas en arrastrase debajo del auto, levantar el capó de una volqueta y sentarse allá adentro, junto al motor, como si se metiera en la boca de un animal que bien podría devorarla. Justamente así fue como los conocí hace poco más de un año: metidos en la boca de una volqueta y en medio de golpes de martillo contra metal.

Esa vez, antes que verlos a ellos, me había llamado la atención uno de los letreros de su cajón metálico de herramientas: El hombre que habla de otro hombre no es un hombre, que se atribuye ahí a san Lucas. No tanto el otro, el que dice: No insista, no presto herramienta, que no es del todo cierto, al decir de Yurley.

Siete años en Medellín. Tal vez ya desistieron de volver a Santa Marta. No es tan fácil. Tomaría tiempo volver a “hacer fama” como mecánicos de nuevo allá. Comentan mientras ella aprieta tornillos cabezones con un rache y él va haciendo girar un mecanismo del motor del Renault 21, que descansa sobre un banco de madera en la acera, debajo del viaducto del metro. Yurley extraña la finca del Perijá. Hace un año estuvo allá y vio que la estaban dejando acabar. Sin embargo, ella dice que se va para donde él diga. Y él nada dice.

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La ciudad de los amores furtivos

·         12. May 2010

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·         Narrativa urbana

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El Profesor Herrera en la Plaza de Bolívar, de Cartagena de Indias

“Le voy a dar la introducción para su crónica. Siéntese y escuche. Ya a Cartagena de Indias no la llamo La Heroica, ni le doy los apelativos de siempre. La llamo la Ciudad de los Amores Furtivos.

Sí. No se ría que no es broma. En el presente, éste es el destino de hombres y mujeres de todo el orbe que arriban a desfogar sus pasiones tórridas y arcanas en los ostentosos hoteles. El aire salobre y cálido alimenta esas pasiones.

En el pasado abundan ejemplos. En una de las invasiones de piratas que padeció la ciudad, los rapaces de la mar atracaron en la costa de la bahía e irrumpieron en busca, no de joyas y tesoros -no me lo va a creer- sino de un convento.

Los lugareños se miraban confundidos. ¿Un convento? ¿Será que estos corsos se han vuelto locos? ¿Acaso no han sido personas alejadas de Dios y más afectas al Diablo? No sospechaban que allí estuviera su botín. ¡Tuvieron una orgía que estremeció el cielo! Violaron a las religiosas y luego, fieles a su condición abyecta, huyeron. Y como la carne es biología, muchas de esas monjas quedaron embarazadas. De modo que la Iglesia, cuyas autoridades se reunieron aturdidas para buscar solución al drama, decidió esconder a esas mujeres de los ojos del mundo. ¿Sabe dónde las escondieron? En el Locutorio de las Clarisas.

No sería raro que fuera cierto que en ese sitio hayan encontrado huesos de neonatos. ¿Abortos? No sé. Yo digo de este modo y dejo el resto a sus especulaciones”.

Las historias brotan de los labios del Profesor Herrera como el agua de un manantial. “Como un manantial, no. ¡Yo soy un manantial!”

Su nombre Federico ha sido relevado hace tiempos de su oficio de nombrarlo por su apelativo. Profesor. Así le dice la gente, en especial los habitantes de la Plaza de Bolívar, con quienes se reúne todos los días a hablar más que nada de Cartagena y a jugar ajedrez cuando cae la tarde.

“Hay que ser precisos al hablar -dice-. Un parque está construido a un nivel más alto que el de la calle, la plaza, al mismo nivel. Así que aunque exista el letrero que diga Plaza de Bolívar, en estricto sentido, éste es un parque”.

Y así, entre historias y apuntes se la pasa este cartagenero con sus amigos de siempre, Rafael Muñoz y Máicol Uribe, ex miembros de la Armada, quienes ejercen de guías particulares.

Guías
Máicol es un ex marino que navega en el mar de los recuerdos. A veces duerme en el quicio de una tienda de artesanías, frente a la Catedral. Cuenta, entre risas que a veces le preguntan: “¡Hey, viejo Máicol! ¿Por qué duermes ahí?” “¡Ah, porque no soy bobo! Desde aquí les voy echando un ojito a la Catedral, al Parque y a la Gobernación y de pronto me gano alguna cosita”.

Máicol es otro que está cargado de historias. Del mar y de tierra. Con su pana se reúne siempre y cuando no esté en plan de tragos, porque Rafa es abstemio -“cuando se toma una cerveza hasta me palpita el corazón”, ríe Máicol-.  Cuenta que en la Armada visitó un pueblo en Pensilvania que era igual a Yarumal. Por eso será que quiere tanto ese pueblo frío. “Es que el que no puede ser marinero, que no hable del mar con amor y respeto”.

“¡Hey, hombe! ¡Oigan lo que está diciendo mi pana! -exclama Máicol-.

El Profesor ordena que nadie se mueva, pues va a contar otra historia.

“Una vez un hombre se arrimó a acariciar un caballo de Fabio Ochoa. ¿Sabe quién es Fabio Ochoa? Dicen que era conocida la molestia de éste cuando le tocaban sus animales. Pero vio que el tipo acariciaba el caballo con tanta ternura, que lo llamó a trabajar para él. Y se hicieron amigos. Un día, el muchacho contrajo nupcias con una dama de la familia de Ochoa y éste le regaló un ajedrez de oro. “Pero, patrón -dicen que exclamó el novio-. Usted por qué me da este regalo a mí”. “Para que te des cuenta de que un peón sí puede conquistar a una dama”.

Lluvia amarga
El Profesor apenas toma aire. Enseña que al principio de la colonia, las calles de Cartagena tenían nombres religiosos. Que fue después, andando los tiempos, que el saber popular fue remplazándolos por otros profanos, de la vida cotidiana.

“Quiere saber la historia de la Calle de la Mantilla. Esa calle se denominaba de Nuestra Señora de la Bendición de Dios.

Cuenta la leyenda que don Baltasar de Soriano, alto empleado de la Real Hacienda, vivía en una casa con su hija María de Encarnación. Esta mujer era displicente con los hombres, pues estaba esperando a alguien de gran nobleza. Nadie le daba la talla. Un día de 1658 don Juan Pérez de Guzmán llegó nombrado Gobernador de Cartagena de Indias y hubo de enamorarse de ella. A este hombre, por sus títulos,  creyó digno de su amor. Pérez de Guzmán la pidió en matrimonio, mas pasó el tiempo y la boda nada que se celebraba. Más tarde él fue nombrado Gobernador de Puerto Rico. Y el muy vil se largó a la isla en un galeón, sin avisarle a ella ni a su padre. Y lo peor del caso es que la dejó embarazada. Cuando María de Encarnación se enteró de la partida de su prometido, apenada, se estranguló con su mantilla de seda. Desde entonces esa vía se llama Calle de la Mantilla. ¿Dígame si Cartagena no es la Ciudad de los Amores Furtivos?”.

Ajedrez
Una hoja arrugada y seca de un almendro cae a su lado sobre la banca de tabletas de madera, como si quisiera sacarlo de su embriaguez, pero apenas sí logra robarle una mirada breve. Tampoco lo consigue el sonido plástico de los cascos de un caballo sobre el pavimento, que pasa al trote tirando de un coche, ni la voz del cochero que habla a sus pasajeros sentados detrás suyo, sin voltear a verlos: “el edificio que ven a su derecha es el Instituto Agustín Codazzi. Centro de investigación geográfica de…”

Dos turistas se detienen al pie de los contertulios para tomar una fotografía de la Catedral. “Good evening. Welcome to Cartagena. Do you need a guide? If you want…” les dice Rafael Muñoz, pero ellos, blancos como pergaminos, no responden.

Se oyen tambores. Un grupo de chicas baila mapalé junto a la estatua del Bolívar ecuestre.
Ninguno del grupo se percata del hombre que está sentado a un lado escuchando atento. Se trata de un cachaco de rasgos aindiados, piel trigueña, cabello sobre los hombros y barba de ocho días. Bebe cerveza. Sólo cuando se ahoga con un sorbo mal tragado y lanza una lluvia amarga que los moja un poco, advierten su presencia.

“Cartagena tiene subterráneos construidos hace cientos de años -siguió sorprendiendo el Profesor Herrera-. Y tesoros ocultos en diferentes sitios. Una leyenda afirma que debajo de este Bolívar del parque, hay un tesoro”.

El ahogado, apenas recuperándose, dice entre ruidos que parecen sollozos que eso debe ser cierto. Que las palabras del señor son coherentes. Y también en lo que se refiere a los huesos de neonatos. Aunque no explica sus razones -tal vez la tos no lo deja- y esputa nuevamente sin control.

“Me gustaría que mañana me vieran bailar en griego -dice de pronto Máicol, enfocando su mente en quién sabe qué recuerdos-. Aprendí a hacerlo en uno de los viajes de la Armada”.
“Se imaginan si Cartagena hubiera sido la capital del país?”, prosigue el Profesor, secando discretamente una burbuja verde que baila en su mentón.

Un vendedor de café pasa con una decena de termos en una canasta de madera. Otro, de cervezas, empujando una carretilla en que transporta una nevera de icopor.

El profesor señala con el índice derecho un reloj de sol de la Catedral y sostiene que es el primero que instalaron en el país; de un buzón que hay a un lado de la banca, también. Que no habla por hablar. Que muchas de sus historias las leyó en la Biblioteca Bartolomé Calvo. Que escribe una serie de crónicas que debería publicar.

El parque está colmado de personas. Unas se divierten viendo el baile; en una banca cercana, dos enamorados besan un helado de nata; en otras, ancianos conversan apacibles; en la esquina un mulato vende arepas de huevo y patacones, los cuales exhibe en una vitrina que lleva en una cicla de tres ruedas.

En el otro extremo del mismo lado del parque, alguien ya instaló en tres mesas juegos de ajedrez.

El Profesor se incorpora. Su figura inmaculada, un libro prensado entre el brazo y el costado. Dirige sus pasos a la sombra de los almendros en dirección a los amigos de juego. El aire es seco. El Sol se pone.

“Le digo que tiene mi corazón y mis puertas abiertas para cualquier inquietud o necesidad. A cualquier hora puede contar con mis servicios”, dice como despedida.

·         Cartagena de Indias, crónica, Historias de Cartagena, john saldarriaga, salderrio

Se componen tobillos y canciones

·         13. Jul 2010

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Hernán Bedoya Arenas compone tobillos y canciones. Pero como de estas dos actividades no vive, camina por las calles céntricas vendiendo una menta aquí, un cigarrillo allá, una goma de mascar más adelante.

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Hernán Bedoya Arenas. Fotos de Manuel Saldarriaga

Lleva golosinas en un cajón de madera colgado sobre su pecho, el cual lo hace caminar como una mamá canguro que lleva su cría en la bolsa. De dicho cajón pende un letrero de tela, que él empuja con sus piernas a cada paso: «Arreglo descomposturas de dedos – codos – rodillas – tobillos».

De componer tobillos no puede vivir porque es un don de Dios y no debe cobrar; recibe más bien lo que quieran darle. De componer canciones, tampoco, porque todavía no ha pegado una en el gusto de la gente, aunque tiene unas veinte melodías “en movimiento”: algunas en la voz de La Esmeraldita de Antioquia, menos conocida como Miriam Gutiérrez, que, uno no sabe, tal vez un día lo pongan a recibir regalías. Otras hacen parte de repertorios de artistas callejeros de Medellín.

 

Su estampa destacada y singular, sombrero de fieltro, gafas y barba espesa, da vueltas por calles céntricas desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche. Tiene aspecto triste. Da vueltas por Bolívar, Carabobo, Ayacucho, Colombia. En una de esas irrumpe en el Parque de Berrío donde se encuentra con decenas de amigos, entre los que es bien recibido. Allí se sienta en una jardinera, dándole la espalda a la estatua de Pedro Justo Berrío. Bromea con ellos –vendedores de minutos de celular, músicos, lustrabotas, desempleados, jubilados- o, mejor, deja que le gasten bromas. Le dicen que no le está componiendo el tobillo a Natalia, la rubia hija de una de las mujeres que está allí participando de la charla, a pesar de que lo vean untándole una pomada oscura con movimientos circulares, sino que todo aquello “no es más que por tocarle el pie a la muchacha, el muy bribón”. Él sonríe, nada dice, y descansa de cargar ese cajón de golosinas, cuyas correas se van hundiendo en sus hombros, así como la mochila de fique con los colores de la bandera colombiana, que cuelga de su hombro izquierdo y en la que lleva sus tesoros: fotografías de sus cuatro hijos residentes en Quibdó y Manizales, en cuyos respaldos le dicen que lo recuerdan; papeles doblados con letras de canciones; algo de surtido; ungüentos, vendas… y el máster en el que van grabadas cinco de las doce canciones de un nuevo proyecto titulado La Reina de la Canción Carrilera de Antioquia con Los Sureñitos, cuyos gastos de producción corren por cuenta suya. En Disco Pueblo le cobran a 70.000 pesos por cada sesión de cuatro horas de grabación. En un lapso así alcanzan a dejar listas dos canciones, voz principal, coros, acordeón, requinto y bajo.
 

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2010/07/mcompone13707778.jpgYo voy sin rumbo muy pobre en esta vida,
la fe perdida hoy la tengo yo.
Sólo me acompañan los recuerdos
de aquel amor que un día se me fue.

Con esta canción, Viejita santa, en honor a su madre muerta, fue que se dedicó a la composición musical. Era 1998. Estaba en Manizales. Creía que se le había cerrado el mundo:

Hoy me acuerdo de mi viejita santa.
Esa que un día a mí me dio este ser…

Después vendría Tu amor ya no me importa, un tema de despecho. Las demás, unas 400, las compuso en Quibdó y en Medellín.

Este hombre nacido en Santa Rosa de Cabal el 22 de octubre de 1950, a quien no le importa ser del signo Libra, comenzó a componer tobillos hace más tiempo. Era 1975. Estaba en Marsella, una población del centro de Risaralda. Recién casado, trabajaba en el campo al lado de su suegro. Café, ganado. Estas eran sus especialidades. Ambos vieron cómo un novillo empujó a un ternero por una barranca de cuatro metros de altura, el cual fue a dar a una laguna. Los dos hombres corrieron asustados y encontraron al ejemplar de la raza criolla, de manchas blancas y negras, desesperado, retorciéndose de dolor, con la rodilla derecha volteada hacia delante. Y para colmo, estaba entre el agua y acosado por una plaga de mosquitos. La situación no podía ser peor para el pobre ternero.

“¡A la mano de Dios!” Le dijo al suegro, quien daba por perdido el animal. Al tiempo, mentalmente, aplicaba el sentido común: “si volteo la rodilla hacia atrás, ella enchazará en su sitio”. No sabía si el ternero batía su cola en círculos por el dolor o para espantar los condenados moscos, o por ambas cosas. Esa pierna parecía un resorte: Hernán empujaba con fuerza, con toda su fuerza, pero, ¡maldita sea!, la rodilla volvía a situarse adelante, donde no debía estar. Hasta que, ¡por fin!, la pieza entró en su sitio produciendo un crujido de huesos y el animalito se paró, se apoyó tranquilo y salió caminando de ese abismo, apenas ayudado por los dos hombres que lo empujaron de sus ancas.

No fue el último animal que compuso; vacas, caballos, perros dejarían de renguear gracias al risaraldense.

 El año que entra
viene con muy buenas ilusiones
pero el que se va nos deja
todas las desilusiones.

A componer articulaciones de humanos se atrevió en Manizales. Trabajaba de bulteador en la Plaza de Mercado y, en algún momento le dieron mensaje de que fuera a la casa que su mujer, María Cenelly, lo requería de urgencia, pues se había torcido un tobillo y no podía andar.
No corrió a su lado. Dejó transcurrir la jornada de trabajo y, en la noche, al regresar, después de comer, le dijo: “Tranquila”. Y comenzó a sobarla con un ungüento alcanforado de la misma forma que a los animales. Tras escuchar y sentir con sus dedos el consabido crujido de huesos y tendones, le indicó confiado: “siga durmiendo; mañana amanecerá como nueva”. Y así fue.

Incomprensión. Eso fue lo que hubo entre él y su esposa. Ya lo dijo en sus canciones. Por eso se separaron hace más de 10 años. Después de eso postergó mucho tiempo su llegada a Medellín. Era su meta. Para la actividad musical, aquí hay más oportunidades.

A su arribo hace cinco años, se situó en el Parque de Berrío y desde el primer día se dio a la tarea de encontrar la mejor voz para sus canciones. Fue entonces cuando conoció a la Esmeraldita de Antioquia. Con ella, Los Sureñitos ya grabaron una canción para un compilado de artistas callejeros auspiciado por la Asociación de Entidades Culturales, en el cual incluyó Gracias a mi padre, con una variación: la composición original alude a un padre muerto –el suyo murió en 1978- y está narrada en pasado, en tanto que en el disco quedó en presente, dedicada a un padre vivo.

Hernán compone dondequiera que esté. Donde lo encuentre una idea, se sienta y la apunta; donde lo halle un enfermo, allí lo compone. Con sus canciones recorre la ciudad; con su don de sobandero, también. “Me han llevado a distintos barrios; a Santo Domingo Savio”. Algunos le dan más de lo que se imagina; otros, apenas sí le entregan una moneda, pero él la recibe sin lamentarse. Con ella va recogiendo para pagar los cinco mil pesos, el costo diario de su pieza de hotel.

 

Gracias a mi padre

A cappella, en pleno centro, con el bullicio de pregoneros, el ruido de automotores, del metro, de truenos lejanos, Hernán me canta:

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Yo le agradezco a aquel ser que fue mi padre
porque sin él no habría nacido yo.
Muchos aprecian y valoran a su madre
pero a su padre no le dan ningún valor.

Yo, al contrario, quiero mucho a mi padre,
que de mi vida él es la fuerza mayor.

Muchos dicen que padre es un cualquiera.
Yo los entiendo, no saben comprender,
que fue por Dios y por la Naturaleza
todos venimos de este bendito ser.

En honor a nuestro padre me dirijo.
Que muchos hijos no valoran lo que somos,
los sacrificios que hace un padre responsable
por dar crianza y una buena educación.

Después de Dios, ellos son segundos padres
y se merecen de una vida lo mejor.
Que por amor nos trajeron a este mundo
por el poder y la voluntad de Dios (bis).

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 La mujer que cambió el azadón por la cruceta

 

 

Vladimir le tiene el himno a Medellín 

 

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1.    http://0.gravatar.com/avatar/8f6c13cd0846a76db272bab05e354dff?s=45&d=identicon&r=Gcarlos sanchez   •  8 years ago

john jairo lo felisito por sus cronicas son muy interesantes desde aqui en orlando [e.u.] de perte de miesposa y mio que dios le de mucha salud y sabiduria.

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Ese huevo tiene su salecita

·         19. Ago 2010

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·         Narrativa urbana

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Más que todo los fines de semana y más que nada en la noche, en el parque el huevo hierve.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2010/08/lhuevo9-300x209.jpg

El Parque del Huevo es un triángulo escaleno de cemento, interrupción de la calle maturín. Uno de sus lados está formado por la carrera Niquitao; el otro, por la carrera El Palo. En el vértice del ángulo más agudo, en el que las dos vías se convierten en una sola como dos ríos que juntarán sus aguas, hay una gruta que guarda la imagen de yeso de la Rosa Mística, “donada por los conductores de taxi del sector de El Huevo, en 1994”. También suele haber basura.

Sentados en la jardinera de un carbonero africano, decenas de personas observan la vida pasar.

Darío Díaz y Gilberto Vélez son dos de ellas. Se sientan allí desde que la tarde cede y el Sol en el poniente hace pensar que por allá muy lejos, en el Chocó, hay un incendio cuyas llamas altas van a incinerar el cielo.

Al calor del fogón que a esa hora enciende Pedro Pablo Montoya, ellos conversan o simplemente callan y existen apenas haciendo de testigos mudos del agite. Mencionan el tiempo en que esto era un pantanero, critican a quienes vienen al Parque a beber licor y, de pronto, resultan hablando de fútbol. Y en breve, sus palabras van quedando envueltas en el conmovedor olor de las rabadillas de pollo, que atormenta los estómagos rugientes de los camelladores que poco a poco van colmando el Parque. Pintores de talleres de publicidad exterior, tipógrafos, obreros de fábricas, vagabundos, drogos, mujeres de la vida; en fin, una fauna variopinta se va dando cita allí con el único ánimo de dejar que les dé el aire, de parlotear un rato, de matar el tiempo.

Porque como dice Andrés, el pintor de vallas que suele acudir de tarde en tarde a sentarse con Margarita Arenas, la vendedora de cigarrillos Soberano, Montero, Líder y Sport, del lado de Niquitao, “¿Uno qué se va a ir a hacer tan temprano a la casa? ¡Empezando porque yo vivo solo!”

 

Pedro Pablo y Margarita administran la Virgen. Limpian y pintan la gruta; no dejan que se la coma la mugre. Hace unos meses, ella tuvo la idea de poner entre la reja una alcancía. Y ambos cultivan la costumbre de introducir por su ranura las monedas del Nombre de Dios, la primera venta. Conductores también se apean un momento para persignarse, rezar una salve y depositar alguna moneda. De ahí pagan los gastos del mantenimiento, claro está, y en diciembre la adornan con luces de colores, arman un pesebre ecológico a sus pies y alrededor de éste rezan la Novena del Niño Jesús y hasta les alcanza para comprar regalos para los chicos del sector.

Hace unos meses la abrieron para darle el dinero a Javier Vasco, un vendedor de tinto, otro de los “dueños” del Huevo, pues había permanecido enfermo varios días y debía remontar el negocio.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2010/08/lhuevo4-300x212.jpg

Ahora que viene al cuento, este Javier sí que es un personaje. ¡Más de dieciocho años en ese sitio! Como vive a media cuadra de allí, por Maturín, a pocos pasos de la gallera Vallenatísimo, no llega tarde al trabajo. Se levanta a las cuatro de la madrugada, prepara café para una docena de termos, los mismos que tiene que llenar cuatro veces en el día –el cual termina para él a las once de la noche-, pues así es el movimiento en esta esquina. Va empujando su cochecito, cuyo uso original era el de transportar un bebé, y se detiene por ratos a mirar no más, sentado en una butaca de plástico que carga en el coche. O a conversar con los demás vendedores del Parque. Piensa en todo. En su surtido tiene, al lado del radio de pilas que le canta todo el día, pastillas para el dolor y jarabe para la tos, para desvarar sobre todo a los enfermos de la noche o la madrugada, cuando es difícil hallar una droguería abierta.

 

Es de noche. En el aire negro deambula una multitud en todas las direcciones. En el espacio por el que hasta hace un más de un lustro pasaba la calle Maturín y que fue encementado para formar el Parque, Amparo Díaz –una chocoana llegada al Huevo desde hace siete años- enciende su infiernillo para freír chorizos, chicharrones, salchipapas, patacones –que vende coronados de queso-, y longanizas. Se queja porque los policías del Espacio Público no la dejan quedar un poco después de la medianoche, que es cuando los rumberos salen hambrientos de la gallera.

Aunque es consciente de que la más agobiada por esta medida es la viejita Lorenza, una sincelejana que vende pescado más que todo a los costeños que oyen vallenato. Por cierto, ¿qué pasaría que hoy no vino la pescadera?

Se acerca un pregón amplificado por un megáfono. Es un vendedor de mandarinas que empuja su carretilla dirigiéndola mediante una cabrilla de automóvil. “¡Para terminar, señores, cuatro mandarinas por mil! ¡Llevando la mandarina, pueblo!”

Javier comenta que ese hombre llega al Huevo cuando en Junín ya no tiene mucho qué hacer. Y aunque ese pregón se confunde con los pitos de los colectivos de Enciso y los rugidos de los buses de Circular, crea más confusión que todo lo demás.

Es un alivio cuando, media hora después, el frutero abandona el sitio, calle arriba.

Son las nueve y el Parque va dejando de ser un lugar de paso para convertirse en un conjunto de corrillos. Las personas se reúnen alrededor de los bombillos de las ventas, como mariposas atraídas por la luz, y beben licor, fuman, ríen, sin prisa porque mañana, sábado,

·         crónica, El Huevo, Espacio Público, john saldarriaga, Medellín,parques, Plazas, Plazoletas, salderrio

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 Vladimir le tiene el himno a Medellín

 

 

La muerte y la muerte de un hombre de malas 

 

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1.    http://0.gravatar.com/avatar/6afc2d61c3ff42d1ca057d6538a88681?s=45&d=identicon&r=Galejandro   •  8 years ago

gran crónica, esto es lo que debería publicarse y no las pendejadas de puentes recién inaugurados y plazos sin cumplir.

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/0cc3828185dac0c738715656240174fe?s=45&d=identicon&r=GHECTOR JAVIER MUÑOZ   •  8 years ago

UN CORDIAL SALUDO.

ESTE SITIO DEL HUEVO,LO LE LLAMO EL MALL DEL HUEVO,ES UN SITIO MUY TRADICIONAL.HACE MUCHOS AÑOS EN ESTE SECTOR ERA DONDE SE COGIAN LOS TAXIS EXPRESOS PARA VIAJAR AL VIEJO CALDAS,ERAN LOS FAMOSOS TAXIS TIPO GUANABANA.
AHORA,ESTE LUGAR ES UNA BOMBA DE TIEMPO EN TODO SENTIDO:DROGAS,ARMAS,PROSTITUCION,ABUSO DE MENORES,BASURAS,INVASION DE ESPACIO PUBLICO,NEGOCIOS SIN LAS MINIMAS NORMAS DE FUNCIONAMIENTO.
QUE BUENO SERIA QUE LA ALCANDIA,REORGANICE ESTE TRIANGULO,PUES ES UNA DE LAS CARAS DE ENTRADA AL CENTRO.

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Vladimir la tiene el himno a Medellín

·         09. Ago 2010

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·         Narrativa urbana

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Como Medellín no tiene himno, Vladimir Tobón, el mismo que inventó el calabacorde, le compuso uno, con letra y música.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2010/08/vladimir2-300x196.jpg

Fotos Manuel Saldarriaga

Medellín la ciudad de las flores
de Antioquia la gran capital;
es un sueño de lindas mujeres
que se extiende en el valle ideal.
Es la villa de La Candelaria
la que todos debemos querer
y por ella va a Dios la plegaria
por la paz y el amor al deber.

Y lo ha entonado con sus coros y sus grupos instrumentales en muchas presentaciones, incluso en el Concejo de Medellín y la Asamblea de Antioquia. Y hasta los concejales y diputados, así como los demás presentes, se ponen de pie al escuchar las notas marciales, sin que ese sea el himno oficial. En su programa radial Nuestra Música, que se emite los domingos a las seis de la tarde por la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia, lo ha pasado varias veces.

Entre un cofre de verdes montañas
mi ciudad desde lejos se ve
rodeada de breñas y rocas,
que nos hablan de un pueblo con fe.

Vladimir Tobón es un yarumaleño nacido en 1953, criado en Guadalupe en una finca que será inundada en el proyecto energético Porce III. Se crió entre libros. Los leían sus tíos, alumbrados por lámparas de petróleo o aceite de higuerilla. Erasmo, Víctor Hugo, muchos clásicos contaban a ellos sus historias, a través de la voz de alguno de esos inquietos parientes.

Son sus gentes un rico tesoro;
juventudes que quieren volar,
nuestros niños que son el futuro
de una hermosa ciudad ejemplar.

 http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2010/08/vladimir3-300x191.jpgVladimir llegó a este cofre de verdes montañas cuando tenía 18 años, acompañado de una tía y una guitarra hecha por él mismo de muestra de otra, y se radicó en Sevilla. A pie regresaba de su colegio en Robledo y después de Bellas Artes, donde estudió música.

Medellín la de los silleteros
es modelo de empuje y tesón
donde nacen los grandes proyectos
que dan gloria a esta bella nación.

Todavía recuerda ese sentimiento inicial de recién llegado a la ciudad. Una mezcla de ansiedad, asombro, curiosidad y susto. Ese edificio Coltejer que apenas se estrenaba. Esas avenidas anchas…

Medellín donde el arte engalana
sus museos, sus calles y parques
urbe donde quiso Botero
de su obra dejar la gran parte.

Desde muy pronto descubrió los encantos del centro. Uno de ellos, el de juninear y terminar en la esquina de La Playa hablando con Crecencio Salcedo, el compositor del Año Viejo, que se situaba allí a vender flautas.

Paraíso donde las orquídeas
suavemente sus flores despiertan
invitando a las gentes que vengan
a una tierra de puertas abiertas.

“El Teatro Pablo Tobón marcó mi vida: fue allí donde por primera vez, invitado por un amigo, asistí a la ópera”.

Medellín la ciudad prometida
con su metro conquista el poder
y tener el derecho a la vida,
es de todos anhelo y querer.

“Las personas que no nacimos en Medellín tenemos hacia ella un gran sentimiento de gratitud. En mi caso, aquí es donde he logrado ser lo que soy, como músico y como persona”.

Desde el sur hacia el norte mi río
va alejándose en suave rumor
adornado de un fresco plantío
que da vida y encanto de amor.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2010/08/vladimir-4-238x300.jpg

 

Y esa gratitud la expresa hasta en el nombre que da a una fiesta que realiza en Bellas Artes, en el segundo semestre del año, a la cual invita a músicos de diversos ritmos.

Lucharemos por los ideales
de justicia, de paz y de amor
honraremos con verdes laureles
el presente de un tiempo mejor.

Y para los que se quedaron con la palabra calabacorde en su mente, sepan que es un instrumento de cuerda cuya caja de resonancia es un calabazo. Vladimir suele usarlo en algunas de sus presentaciones.

·         calabacorde, crónica, crónica urbana, himno de Medellín, john saldarriaga, Medellín, salderrio, Vladimir Tobón

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 Se componen tobillos y canciones

 

 

Ese Huevo tiene su salecita 

 

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1.    http://0.gravatar.com/avatar/e80e46fcc37cfe0aaaaa0cb27b08a228?s=45&d=identicon&r=GLuis Fernando Zuluaga Palacio   •  8 years ago

Saludo cordial para mi paisano, y felicitaciones por la labor que realiza en bien de la música y en general de las artes. Su último dueto presentado en Copacabana y Cotrafa, convence. !Animo¡

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/ea417b96b84f0135a1c390cc73ed090d?s=45&d=identicon&r=GGuido   •  8 years ago

Felicitaciones profe Vladimir, aún recuerdo cuando en el colegio La Salle de Bello nos enseñaba el valor de las notas musicales. Me alegra que siga trabajando por nuestra cultura Antioqueña.

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/037cbe86f228d4dc00478756c43e29dd?s=45&d=identicon&r=Gmaria luisa jimenez v de rocha   •  8 years ago

ese imno es lo mejor que le pudo aver echo a nuestra amada tierra porque tal y como la descrive asi es mi querida medelin gracias vladimir antioqueño tenia que ser

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/a9b2d3210be0566dcdf6694247491abe?s=45&d=identicon&r=GLuz Marina Dominguez Salazar   •  8 years ago

QUE BIEN QUE ALGUIEN LE HICIERA UN HIMNO A NUESTRA LINDA TIERRA. MEDELLÍN TIERRA DE GENTE EMPRENDEDORA Y CORDIAL, AMABLE CON LAS PERSONAS DE CUALQUIER PARTE DEL MUNDO QUE LOS ACOGE CON CARIÑO Y RESPETO. ME PARECE MUY BONITA LA LETRA Y SI LA SUBEN CON MÚSICA, PARA PODERLO ESCUCHAR, SERIA UN GRAN REGALO PARA PODERLO APRENDER Y CANTARLE CON AMOR A NUESTRA LINDA MEDELLÍN.

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5.    http://0.gravatar.com/avatar/e9c1e9dcfe9a0dca4379dd23c516c8f5?s=45&d=identicon&r=GRosa Bonza   •  8 years ago

Realmente lindo,muy lindo.
Gracias. Por amar a MEDELLIN es nuestra tacita de plata.

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6.    http://1.gravatar.com/avatar/5a95e6bbe43dc255ce50dff26c4bbc80?s=45&d=identicon&r=Gjose juvenal grisales lopez   •  8 years ago

Yo creo que a pesar de todo y con mucho respeto , aun hay gente desubicada. Claro que Medellín tiene himno, es el mismo himno de Antioquia, averiguen y verán que hay un acuerdo del Concejo que lo dice, busquen. Además, porque la ciudad debe tener himno?, con el de Antioquia ( y Medellín es Antioquia) basta. Somos una misma cultura, una misma etnia, una misma razón de vida , etc. O estoy equivocado ? Gracias

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7.    http://0.gravatar.com/avatar/cfb354376b94bede0dbee99fc69e0c6b?s=45&d=identicon&r=Gatv tire guy   •  8 years ago

Next time you should condense your post, try to leave out the parts that people skip.

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8.    http://0.gravatar.com/avatar/2825ec285de2a426432e7435d9968591?s=45&d=identicon&r=Gjohana rios   •  8 years ago

Medellin que linda ciudad se merece esto y mucho mas. gracias a aquellos que llevan la ciudad en su corazon. MEDELLIN TE AMO MI LINDA TIERRA

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9.    http://1.gravatar.com/avatar/fb2e0cabb7cc54945d3de53dba9732ef?s=45&d=identicon&r=GJohana Arboleda   •  7 years ago

Mi corazón se llena de alegría al saber que nuestra tierra tiene personas pujantes y orgullosas de lo que son y lo que representan.
¡Gracias!

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10.  http://0.gravatar.com/avatar/429ea38d6d97b905ba08a25373d8105b?s=45&d=identicon&r=GClara Inés González Rozo   •  6 years ago

Excelentes obras de este gran maestro, y si Medellín “ya tiene himno” como dice un comentario, que mejor que tenga dos y más compuesto por este gran SER HUMANO.
FELICITACIONES A MEDELLÍN POR SU HIMNO Y AL GRAN MAESTRO QUE LO COMPUSO.

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Las muertes simples III

·         21. Sep 2010

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·         General

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A veces los dioses, o los Ángeles de la Guarda, como que se distraen y permiten a unos una muerte indigna, una muerte más bien ridícula, que no corresponde a una vida decorosa que llevaron, en la que se registran hazañas o, al menos, actos útiles a la humanidad y el Universo.

Durante la vida, los humanos pasamos haciendo cosas significativas que le den sentido a la existencia. Incluso procurando inmortalidad. Esta búsqueda de significación debería hacernos merecedores, al menos, a muertes poco ridículas. Pero a veces, las muertes más simples y absurdas salen al paso.

Nodar Dumbadze

Recuerdo que hace más de 10 años leí un cuento, en una revista de Literatura Soviética de 1978, que llegó a mí de una manera que ahora no recuerdo. Se titulaba “Diderot”, de un autor llamado Nodar Dumbatze, un sujeto que, según la publicación, había nacido en Georgia en 1928, recibió el premio Komsomol de la URSS y el premio Sota Rustaveli. De él jamás he vuelto a leer una línea. Pero esas, las de “Direrot”, son fabulosas.

Diderot era un personaje popular, que no hacía gala del talento del célebre enciclopedista de la Ilustración francesa. Al decir de su autor, se había quedado en el dos por dos y en el tres por tres. Era el hazmerreír de chicos y holgazanes del pueblo, Guturi, quienes le habían puesto tres apodos que, como el término lo dice, se habían apoderado de su nombre. Sus hazañas: arrancar la corteza de las castañas con la planta del pie descalzo y cargar pesados fardos. Era el hombre más fuerte de Guturi.

Para quitarse de encima las burlas, Diderot participó en la recolección de la hoja del té, como cargador. Transportó sobre sus espaldas la canasta y las bolsas con toda la producción del pueblo, tan apretada que comenzaba a salirle el zumo. Cuando recorrió los 300 metros hasta la báscula, se desplomó y cuatro hombres levantaron con dificultad la mies para pesarla. 141 kilos. Y Diderot se alejó sin que le gritaran sus apodos ni le lanzaran sus burlas, por primera vez en su vida. De algún modo, era un héroe. Se había ganado un respeto.

Pero esa máquina de cargar, su cuerpo, se reventó. Se fue a casa junto al río, se acostó en su cama para dormirse y después morir. Sí, morir. ¿Quién habría de pensar que esa ocurrencia, cargar la pesada canasta, acabaría con su vida? No puede haber una muerte más tonta.

Ahora, pasemos al presente y a lo que se denomina, no sin cierta discusión, la realidad. Hace unos días murieron unos tipos en Cali por muy poco. Se lo escuché al Negro Álvaro Miguel Mina, el periodista radial, en la mañana del domingo 22 de agosto: varios obreros de la construcción se reunieron desde las nueve de la noche de la víspera, sábado, a celebrar el cumpleaños de una tal Doris y de un tal Germán, en la vivienda de alguno de los dos, situada en el barrio Terrón Colorado.

Cuando ya la reunión llevaba un rato y los participantes estaban borrachos, llegó a escena un “alias Pacho” y le tocó la cara a un tal Marcial, otro de los tipos que festejaban, quien también estaba jaladito. Marcial se disgustó y se fue a casa.

El Negro Mina no dijo en su noticia si se trataba de una charla, pero, como haya sido, nada cuesta imaginar que con esta acción, el macho Marcial sintió herida su hombría.
Esto parece confirmarse en que minutos después regresó al sitio de la fiesta para aguarla.
Llegó con un arma de fuego, y disparó a unos y a otros. Mató a Germán, el cumpleañero; así como a Juan Estiven, un menor de quince años; a Jorge Enrique, y a Nelly, además de causarle heridas a Doris, la otra agasajada.

Cuando Marcial intentaba escapar, siguió diciendo Mina, apareció en la escena el mismo alias Pacho, quien lo acribilló a balazos.

Cinco muertos porque un hombre le tocó la cara a otro.

Otro Ángel de la Guarda bien descuidado fue el de un hombre del occidente de Medellín, quien apenas dos días después de haber sido sometido a un bypass gástrico, la cirugía con la que le reducen el estómago a los supremamente obesos, tuvo poco tino y mucha hambre, de modo que se comió un plato de mondongo. ¿A quién se le ocurre semejante insensatez?

·         john saldarriaga, Muertes curiosas, Nodar Dumbadze, salderrio

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 La muerte y la muerte de un hombre de malas

 

 

Conversaciones con un extraterrestre 

 

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1.    http://1.gravatar.com/avatar/3633f392e9f56aeab0171a2ef15f674b?s=45&d=identicon&r=Gana maria perez   •  8 years ago

me fascina leer tus cronicas. buenisimo este articulo

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/3633f392e9f56aeab0171a2ef15f674b?s=45&d=identicon&r=Gana maria perez   •  8 years ago

excelente como siempre, me encantan tus articulos

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/7e755f4332fc9bf6092a03ba7fa8c70e?s=45&d=identicon&r=Gclara velasquez   •  8 years ago

terminaremos de Diderotes? buenísima tu “inflexión” sobre la realidad que nos toca y toca

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/ae9f9d98e6c3b0648acac5d647a02727?s=45&d=identicon&r=GElise Fitzgerald   •  7 years ago

I’ve been absent for a while, but now I remember why I used to love this site. Thank you, I will try and check back more often. How frequently you update your web site?

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5.    http://1.gravatar.com/avatar/d7bc2e15d76186c492e095cc7be7545c?s=45&d=identicon&r=GCyrus Stufflebeam   •  7 years ago

While I can appreciate the points in Salderrío » Blog Archive » Las muertes simples III, I am sick and tired of hearing rubbish about the “economic recovery”. The US government borrowed and spent $6.1T over the past 4 years to generate a cumulative $700 billion rise in the country’s GDP. That means we’ve borrowed and spent $8.70 for every $1 of nominal “growth” in GDP. In constant dollars, GDP is flat, we’ve got no “growth” at all for the $6.1 trillion. In constant US dollars, the gross domestic product in 2011 might go back to the 2007 level, if the US economy continues “growing” at the same rate reached in the first ninety days of 2011. If not, then the GDP will actually be below pre-recession levels. There is no recovery, the facts prove it.

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La muerte y la muerte de un hombre de malas

·         10. Sep 2010

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·         Narrativa urbana

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Ya Francisco Javier Castrillón se gastó sus siete vidas. Le han hecho cinco cirugías invasivas, incluyendo una de columna vertebral; lo atropelló un bus de Villa Hermosa; se cayó de un andamio de construcción, desde una altura de más de veinte metros, y ha sufrido dos fulminantes. Y sigue tan campante, revisando resistencias de fogones en una esquina del centro de la ciudad, como si nada. Pero él piensa que es un tipo de malas.

Si uno le pide, muestra el prominente abdomen y la espalda llenos de cicatrices, como un mapa. Por este punto -señala una cicatriz redonda en la parte inferior derecha, sobre el cinturón- me alimentaron un año.

Sentado en un banco de madera en la acera, sin local, el reparador de fogones eléctricos da la espalda a la vida, al mundo que transita por Tenerife con Ayacucho. No para mientes en quien pase detrás suyo. Saluda cariñoso cuando las muchachas de los almacenes de telas del sector –donde todavía venden la tela por kilos-, le dicen “adiós abuelo”, “hola, amiguito” y él queda contento. Esos saludos de las mujeres jóvenes alientan su aporreada humanidad de 74 años para soportar diez horas a la intemperie.

Oriundo de San Vicente, pueblo situado a una hora de Medellín, hacia el Oriente, tuvo almacenes de electrodomésticos bien constituidos. Precisamente ese de telas en cuyo frente se le ve doblar el lomo, enfundado en una bata azul de laboratorista, fue uno de los que ocupó por más de quince años. A una cuadra de allí, en la carrera Cúcuta, está otro que ocupó por un tiempo similar. Pero, no sé, la inercia que impide cambiar con los tiempos, lo fueron sacando del grupo de comerciantes establecidos para dejarlo en el de los marginados.

Cundo lo vi, estaba poniendo las terminales de un chequeador en los puntos de corriente de tres resistencias de fogón, que le vendería a un hombre. El bombillo colgado en un clavo de la pared, encendía cada que esas terminales hacían contacto con los sitios energizados. “¿A cómo es que me dijo? ¿A cinco mil?” Preguntó el otro. “A seis mil cada una”, aclaró el de malas. El cliente no reclamó. Vio a Castrillón envolver las piezas en una bolsa plástica que extrajo del cajón metálico pegado a la pared, como una caja fuerte, en el que también guarda cajas de acrílico con tornillos, tarros de galletas con tuercas y arandelas; repuestos de fogones; resistencias y demás. El cliente pagó y se fue.

¿Cómo va a ser de malas, le alego, si cayó de un alto andamio y no quedó sufriendo ni de dolores de cabeza? ¿Si lo atropelló un bus de Villa Hermosa y sintió que su cabeza era empujada por una de las doble llantas, justo en el momento en que el conductor frenó movido por el grito de su hijo: ¡ay, ese bus mató a mi papá! y no se le estalló la testa por una centésima de segundo? ¿Si le han dado dos fulminantes, tras los cuales, los médicos lo han declarado muerto, abandonando todo intento de reanimarlo, y se disponen a elaborar su certificado de defunción, y su organismo vuelve a la vida por sí solo, como si la muerte hubiera enmendado sendos errores que le costarían el puesto?… Para no hablar más.

Tal vez sea cierto –expresa-. Pero es que uno no ha hecho más que trabajar como una hormiga esclavizada por el ejército enemigo y no ha podido conseguir casa.

En tres oportunidades, cuenta, ha estado a una distancia menor que una arandela de ese tarro de conseguir vivienda.

Una vez, hace más de treinta años, un viejo comerciante del sector le dijo que le regalaría una finca en Guarne. Yo ya estoy muy viejo, le dijo ese anciano. No puedo bregar la tierra y si consigo quién me la administre se queda con ella. Así, más bien se la doy a usted de una vez. Hoy es viernes. Venga el lunes con dos testigos.

El lunes al fin llegó. Radiante, el de malas acudió con dos personas a Ayacucho con Cúcuta a buscar al generoso. ¡supiste lo que le pasó a don Francisco? Le preguntó un vendedor en la esquina por todo saludo, apenas lo vio llegar. Murió el domingo de un ataque al corazón. Buena gente el viejito. Dicen que no dejó viuda.

La segunda vez fue que lo apuntaron para un subsidio de vivienda, de esos que entrega el Gobierno. Le hicieron los chequeos médicos y vieron que tenía una hernia de columna y le dijeron: usted no puede trabajar ni pagar. Y lo borraron.

¿Una hernia? ¡Claro!, recordó de inmediato el de malas. Fue por una fuerza mal hecha. Una vez hace diez años, trabajando en la fábrica de cigarrillos, alzamos entre seis hombres una pesada plancha metálica. Los dos que venían por el lado mío cayeron y el peso me quedó a mí solo por un rato, mientras volvieron a acomodarse. Y vea pues que ese esfuerzo me causa una hernia de columna.

La tercera, un hombre prometió regalarle una casa en Colinas de Belencito. Pero no ahora que están matando por ver caer en esa comuna 13, sino hace tiempos, cuando era un barrio más amable, dice. Y, para no dar más rodeos, pasó lo mismo: el hombre dadivoso murió antes de consumarse el traspaso.

¿De malas? Tal vez, para el asunto ese de la casa. Pero si uno vuelve a pensar en el andamio, en la doble llanta del bus, en los fulminantes…

·         crónica, crónica urbana, economía informal, john saldarriaga,Medellín, personajes de la calle, rebusque, salderrio

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 Ese Huevo tiene su salecita

 

 

Las muertes simples III 

 

4 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/b817c4d0ba982b986b4634c9ee763bfc?s=45&d=identicon&r=Geduardo gonzalez r   •  8 years ago

es un buen relato pero podria ser mas extenso contando mas detalles , gracias

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/3633f392e9f56aeab0171a2ef15f674b?s=45&d=identicon&r=Gana maria perez   •  8 years ago

como siempre, buenisimo su articulo john

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/747bd39f010446f19c7877fc2899ae41?s=45&d=identicon&r=GInformacje z Sieci   •  8 years ago

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Conversaciones con un extraterrestre

·         04. Oct 2010

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·         Narrativa urbana

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-Uno puede domesticar fácilmente una cacatúa y llevarla al hombro dondequiera –dijo el poeta Jaime Jaramillo Escobar-. Por mi parte, una vez tuve una ardilla que llevaba al hombro a todas partes.

-¿A todas partes es a todas partes? –Le pregunté.

-A todas partes es a todas partes. –Me contestó.

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Poeta Jaime Jaramillo Escobar (X-504). Fotos de Donaldo Zuluaga.

Después del almuerzo en el comedor del Teatro Matacandelas, donde estuvo ensayando la lectura teatralizada de su libro Tres poemas ilustrados (Tragaluz Editores, 2007), habló de pájaros y de otros animales. Contó que una vez tuvo una habitación para más de cien pájaros diversos. Tenía para ellos ramas de árboles para que se posaran y les dejaba la ventana abierta en las mañanas para que salieran. Regresaban por la tarde. “Ellos sabían, cuando los regañaba, que los estaba regañando”. Habló de un mayo –“¿saben que el mayo no canta más que en el mes de mayo y el resto del tiempo permanece mudo?”- Lo recogió pichón y le tomaron una fotografía que se volvió famosa. No sabía qué podía comer. Le dio papaya y comió, pero sabía que sólo con papaya él ave no iba a estar bien. Creyó que le podían gustar gusanitos, de modo que cortó tiritas de carne y se las recibió. Trató de que se fuera, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Una vez lo dejó afuera del balcón, sin comida, “para que se fuera y recobrara su ser”. Se fue, pero le dio la vuelta al apartamento y fue a la ventana del cuarto donde estaba Verano Brisas, el autor de León hambriento el mar, y picoteó el vidrio para que le abriera. “¿Cómo pudo ese pájaro saber que dando la vuelta a la casa podía llegar a esa habitación?”

-Para que eso se entienda –intervino Verano Brisas- hay que contar que yo estuve viviendo ocho meses en el apartamento de Jaime, cuando regresé de Segovia, donde ejercí la odontología. De allá, mejor dicho, me echaron.

-¿Tenía nombre? –Inquirí.

-Le decíamos Mayito, porque lo encontré pequeñito.

De haber estado allí, en el comedor del Matacandelas, el poeta Darío Jaramillo Agudelo, autor de Gatos, habría dicho:

-No es que Jaime sepa de pájaros: los pájaros saben de Jaime. He sido testigo de cómo las aves buscan sus hombros o sus manos para posarse, porque no le temen a su vibración.

El hombre invisible

Pero no se crea que el poeta de Pueblo Rico habla mucho. No. Él es un hombre silencioso la mayor parte del tiempo. O como diría el mismo Darío: “él es invisible”. Esas intervenciones suyas son intervalos en su silencio, seguramente cuando los demás llegamos a un tema que le excita particularmente. De resto, ese tipo casi calvo que tomó la sopa tras haber mencionado que es nutritiva, es parco. Permaneció sentado juiciosamente a la mesa con un bolso negro en su regazo. Comió poco. Cristóbal Peláez, el director del teatro, se mofó de él porque parece un aprendiz de faquir. Este miércoles accedió al menos a tomar sopa, aunque “tengo lectura de poemas a las cinco de la tarde en el Instituto Tecnológico Metropolitano”.

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X-504 está proximo a publicar dos nuevos libros: uno de poesía y otro de cuentos.

-¿Es éste un capricho o hábito de místico?

-No. Es que tengo por costumbre, cuando voy a hacer una lectura de poemas, no comer durante varias horas antes porque así manejo mejor la respiración.

-¡Mentira! ¡Él no come nunca! -se hubiera apresurado a decir Darío Jaramillo Agudelo, de haber estado allí-. Cuando va a mi casa, mi mamá dice: ‘si Jaime toma la sopa, no se come el seco’. Él es ascético.

“Jaime es uno de los seres humanos que menos materia necesita para existir”, me había dicho Cristóbal después del ensayo teatral.

Muchos coinciden en que Jaime Jaramillo Escobar es el mejor poeta colombiano vivo. Que por culpa de su timidez no es más reconocido. Está protegido del sol de las vanidades, lo cual a muchos extraña por su oficio de publicista. El fundador del Nadaísmo, Gonzalo Arango, en su reportaje El poeta X-504: un artista con placa de carro,publicado en Cromos hace ya 44 años y cinco meses, dos días antes de su trigésimo cuarto cumpleaños -Jaime nació el 25 de mayo de 1932- dijo: “de X-504 se dice que es el mejor poeta de nuestra generación nadaísta (con perdón de los otros mejores)”.

Darío Jaramillo Agudelo también tiene ese pensamiento. Verano Brisas dice que “pocos sabemos que estamos en presencia de un Quevedo o de alguien de esa magnitud; sólo en unos años se logrará entender su dimensión poética”.

Jaime, según contó en un reportaje, llama timidez al respeto por los demás. Pero esa característica también se acompaña de un desdén por la fama que no tiene par. Cuenta Darío que sabe de al menos dos invitaciones a festivales españoles de poesía, uno en Logroño, otro en Córdoba, donde tiene muchos seguidores, que ha rechazado. “Me encargaron: como eres tan amigo suyo, convéncelo de venir. Le transmití la inquietud. Me dijo: ‘voy a pensarlo y luego hablamos’. Antes de cinco minutos abrí mis correos electrónicos y encontré un mensaje suyo que decía: ‘Sólo sé que no quiero ir a España y que no sé cómo decírtelo”.

Apenas ha salido del país a Venezuela, invitado por el poeta Santos López (el autor de El cielo entre cenizas) a un festival de poesía y esto porque el venezolano es un brujo indígena y lo amenazó con hacerle un hechizo en caso de que no fuera.

Este hombre trasnochador y cibernauta, quien se tomó la vocería de la Muerte y dijo un día para siempre “A vosotros, los que en estos momentos estáis agonizando en todo el mundo: os aviso que mañana no habrá desayuno para vosotros”, es un tipo natural del que todo el mundo sabe que escribe y vive desnudo en su apartamento y ni siquiera corre a vestirse cuando un visitante inoportuno llega, si se trata de uno de sus escasos amigos, pues no tiene nada que esconder. Dio otra muestra de rigor tras el ensayo de la Velada nadaísta, como oportunamente alguno de los integrantes del grupo teatral denominó la presentación de Tres poemas ilustrados. Vestido con camisa cerrada hasta el cuello y pantalón con quiebre inmaculado, con una quietud de estatua, el poeta leyó con su voz dramática y profunda el poema El circo:

Los camellos de Arabia Saudita, como reyes destronados, con sus jorobas llenas de oro, saltan con dignidad y con indiferencia un bambú atravesado a baja altura sobre la pista principal. En la pista lateral los elefantes hacen maromas en un solo pie, barritan para agradecer los aplausos, un niño llora. No debieran traer niños al circo (…)

Mientras tanto, detrás de él se dibujaba, con actores y actrices de verdad, una escena circense. Al terminar, como cualquiera de los actores, recibió callado y disciplinado las observaciones de marcación espacial del director:

-Cuando llegue a los versos sobre el poeta, párese en este punto, más cerca al bordo del escenario.

Y él mismo, autocrítico, observó:

-Debo mejorar la subida de las escaleras. Esta vez comencé a subir con el pie que no era.

De dónde vienen sus letras

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Jaime Jaramillo Escobar es autor de Poemas de la ofensa, Sombrero de ahogado, Poemas de tierra caliente, Alheña y Azúmbar, Barba Jacob para hechizados, Método fácil y rápido para ser poeta, entre otros.

Jaime Jaramillo Escobar “vive en una biblioteca con cocina”, como dice Verano de su casa en Laureles. Allí, dos días después del almuerzo en el Matacandelas, sentado ante su mesa de escribir a mano -también tiene otra con su computador-, me habló sin prisa sobre su vida y sus pensamientos, ante una ventana que dejaba ver la lluvia lenta de la tarde. Contó, por ejemplo, que cuando tenía tres años de edad, su familia se trasladó para Altamira, corregimiento de Urrao, acosada por la violencia político-religiosa.

-Nosotros fuimos desplazados.

Su papá, Enrique, era maestro de escuela y en ésta “había una biblioteca muy buena y como era hijo del profesor, yo tenía las llaves”.

Su mamá, Amalia, era una artista. Pintaba al óleo y bordaba. Y en las tardes se reunía a leer novelas con sus vecinas. Amalia, de José Mármol; Genoveva de Brabante, de Christoph von Schmid…

-Mi papá tenía una tienda y allí, en la noche, llegaban contadores de cuentos acompañados de tiple. Muchos de esos cuentos eran basados en Las mil y una noches. No había luz eléctrica. A mí, ese acto me parecía muy bonito. Y en el recuerdo me sigue pareciendo bonito.

Fue actor de teatro. Participó en montajes de vidas de santos. Después de que el profesor Gabriel Caro Urrego le enseñó a leer y escribir, leyó la Biblia, la cual le pidió prestada al cura. La leyó como un libro histórico y literario, porque desde ese tiempo fue intuyendo que “Dios no creó al hombre a su imagen y semejanza, sino que el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza”.

Crecía también ese don de relacionarse con los animales. Tuvo caballos amigos y supo que estos seres, cuando se sienten viejos y saben que se acerca su final, vuelven a prados donde se criaron, aunque estén lejos de allí.

En ese “tiempo inicial” era común escuchar que los antioqueños se iban al Valle, entonces “¿por qué no me iba a ir yo?” A Cali la relaciona con ríos y piscinas; a Barranquilla, con Meyra del Mar y el mar. “Medellín es una ciudad para trabajar”.

El autor de Poemas de la ofensa dijo que no le tiene miedo a nada.

-¿Ni a la muerte? -le pregunté.

-Ni a la muerte -me contestó-. Temerle a ésta es tonto, si sabemos que todos vamos a morir. Tal vez habría que temerle es a las circunstancias en que se muera.

Mientras hablaba, lo escuchaba y pensaba: es cierto lo que me dijo Darío Jaramillo para resumir las cosas: “al hablar de Jaime no estamos hablando de un ser humano. Estamos hablando de un ángel. Estamos en presencia de un extra terrestre”.

·         Jaime Jaramillo Escobar, john saldarriaga, Medellín, Nadaísmo,perfil, reportaje, salderrio, X-504

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 Las muertes simples III

 

 

El Frito tiene sabor de barrio 

 

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en el silencio de la noche en mi apartamento en Chicago, mientras mi duendecito duerme y mi angel guardian custodia sus suenos, leo su reportage y se me estremece el sueno, la ciudad y por fin leo intrigada parte de la vida de Jaime Jaramillo Escobar. Gracias

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/2feec25f92d0344bd298e2e8ddfe2ccb?s=45&d=identicon&r=Gjosefa inés   •  8 years ago

que maravilla descubrir gente tan valiosa, y que para tantos es desconocido. La esencia está dentro.
Gracias por presentarnos este personaje tan maravilloso

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El frito tiene sabor de barrio

·         14. Dic 2010

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“Mucho gusto, Bernardo Uruburu. Nacido y criado en la Calle del Frito y bautizado aquí mismo en la iglesia de San José”.

Así habla de sí el habitante más antiguo, 91 años, de ese rincón de El Poblado conocido como Calle del Frito, que no es otra que la 9, del parque hacia abajo, o sea, hacia el occidente.

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Bernardo Uruburu

“Éramos pobres, a Dios gracias -continúa Uruburu, a quien encontramos en su ritual vespertino de acudir a la tienda de los Saldarriaga, al pie de la esquina del parque, en la entrada de la célebre vía, tomando café con leche, porque es día ordinario; los fines de semana cambia por aguardiente-. Desde los años 30 vivimos como arrimados en la casa de mi abuela. Mi papá murió en el 33. Nos dejó nada más el ejemplo del trabajo”.

El Frito son dos cuadras que encierran vida, pasiones y leyendas. Una vida que en el pasado muchos de los habitantes del resto de El Poblado, dueños de la ilusión de pertenecer a mejores familias, como suele decirse, discriminaban. Daban la vuelta por otra parte, con tal de no pasar por allí. Llegó a decirse que en algún sitio olía a azufre.

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Pablo, el de los Colbones, atiende un almacén de antigüedades.

“Antes del cincuenta -evoca Uruburu, ya parado en la esquina, con el pocillo en la mano- en el Frito estaban los Lalos, que son de apellido Londoño; los Macanas, que eran Restrepo, los Loaiza… Poquitos realmente”.

Los habitantes tradicionales recuerdan esa época en que la calle era un fogoncito bullicioso, hasta hace unos 25 años, de distinta forma.

“Hoy se respira una santa paz. Lo mismo en semana que en fin de semana, e igual durante el año que en diciembre”. Dice Fabiola Jaramillo, de los Colbones. Así le han dicho a su familia, pues ha tenido una famiempresa de pegante sintético para madera y papel, desde que se radicó allí con su esposo hace 42 años, provenientes de Arboleda, Caldas. Su casa está ahora en esquina, dos cuadras abajo del parque, pero en otros tiempos quedaba casi en mitad de cuadra porque después de ella estaban las de las Macanas, Susa y Rosa. Murieron ellas y demolieron las casas.

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Fabiola Jaramillo, de los Colbones.

“En cambio antes, ¡bendito sea mi dios! -continúa Fabiola-, esto era un alboroto. Vea que había dos familias, Los Grajales y otra que le decían Los de Mi Mama, que hacían bailes todo el tiempo. De resto, ha sido una vecindad muy unida. Cuando yo estuve enferma, todos vinieron a visitarme”.
Algunos vecinos de la primera calle que se trazó en Medellín, hacían bailes en la vía.  Los Marañas -de apellido Atehortúa-, se distinguían por tener música de la Sonora Matancera, porros y cumbias de Lucho Bermúdez, y la hacían oír desde la mañana del sábado y hasta la noche del domingo. Esta familia también ha sido célebre porque uno de sus integrantes, Jesús, fue sepulturero muchos años en el cementerio de El Poblado; su hijo, Félix, sacristán de San José, y porque una nieta del primero murió sentada en plena misa hace dos años.

“Uno salía a barrer el frente -recuerda Alba Luz Acosta, la notaria número 25, que está feliz por haber podido establecer la notaría en su cuadra natal- y escuchaba la música a todo volumen”.

Ella no lo dice como reproche. No. A pesar de que cuando era una adolescente, sus padres no la dejaban salir a la calle, ni a ninguno de sus 11 hermanos y, más bien, consentían en que la barra de amigos entrara a su casa a escuchar música, eso sí, a volumen moderado, y a tomar Coca-cola.

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Entrada a la Calle del Frito, desde el Parque de El Poblado, Medellín.

Con Humberto Restrepo -un excalle 10 adoptado en el Frito, a pesar de la rivalidad que había entre esas dos calles, pues vivía encantado con su ambiente festivo y con las Acosta, en especial con Alba Luz- y con Esteban Botero -un escritor que ganó un reconocimiento nacional con un trabajo sobre la primera calle de Medellín y que en los sesentas era un iconoclasta irreverente que llevó el marxismo y hasta el maoísmo a los muchachos de la cuadra y los salvó de ser unas godarrias, como dicen ellos- está de acuerdo en que esa familia, así como la de los Grajales, que llamaban los Pilsen porque reportaba buenos ingresos a la cervecera, eran el alma de la Calle del Frito.

A esa algarabía se sumó, hace cuatro decenios, la de los ensayos de Los Yetis. Juancho López, el conocido músico, vivió en esa cuadra y esa banda no faltaba cada semana, acompañando a Vicky, Óscar Golden, Juan Nicolás Estella y Harold, ídolos de esa época.

“Y aunque bien hay que decir -aclara Esteban Botero, saboreando un ron en compañía de Humberto y Alba Luz, sentado a una mesa de reuniones de la notaría cerrada- que la música del Frito no ha sido el rock and roll ni el rock, a los muchachos nos atraían los Yetis porque era música en vivo. La música nuestra puede decirse que ha sido la misma que ponían los Marañas: Sonora y cumbias”.

Sepulturero, sacristán, costureras, lavanderas, cocineras, cura, monja, músicos, sastres, cerrajeros, tenderos… La Calle del Frito ha tenido de todo.
Y si en otra época hubo puestos de fritura a granel, hoy no faltan. En los últimos quince años se ha llenado de restaurantes finos y tiendas de antigüedades -allí está el Callejón de Anticuarios-.

Ahora hasta aquellos que se creían de mejor familia quieren estar en el Frito. Preguntan si las propiedades están en venta. Y no les disgusta que queden vecinos tradicionales, que dan el sabor de barrio que la ciudad va perdiendo en otras partes.

“Pero la calle no ha cambiado mucho. Igual de angosta -explica Uruburu-. Yo que manejé camión para carretera, cuando venía a la casa tenía que sacarlo en reversa porque no daba para girar en la esquina. Las aceras eran de pipiripao, hechas de ladrillo. Hoy es un poquito más larga; primero había un alambrado al fondo, después de los Macanas… y nada más”.

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El duende

·         23. Feb 2011

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Foto tomada de Google.com

Alejandro Vélez es un jardineño que cuenta historias casi imposibles con la naturalidad de quien cuenta un hecho corriente; los asuntos más normales. La otra mañana, cuando hablaba con Norberto Agudelo, el director de la Casa de la Cultura de Jardín, de quienCamila Avril, la bloguera, sostiene jovialmente que está completamente loco –y yo añado que sin esperanzas-, se apareció el hombre con su figura alta y delgada, con esa cara de paisa montañés que no le permite negar su origen. Se sentó a un lado nuestro en una de las jardineras del patio central de la Casa y aprovechando la breve pausa de un punto seguido en el relato de aquél sobre de “la casa de las dos palmas”, no la novela sino la vivienda auténtica que inmortalizó Manuel Mejía Vallejo en esa novela homónima que le valió el premio Rómulo Gallegos, incrustó su cuento del duende.

-¿Saben que en la casa de los Jaramillo, exactamente arriba de Macanas, donde queda la casa en mención y al lado del río Dojurgo, habitó un duende?

»Pedro José Jaramillo levantó dieciséis hijos en su finca situada en el ascenso a La Raya, cordillera que divide Caldas de Antioquia. Él tenía platica porque trabajaba en la mina Las Mercedes, que por cierto dizque volvieron a abrir. Nadie había querido abrirla en serio después de que se murieron esos doce o trece mineros, ahogados cuando se les inundó el socavón, pues, como en ese tiempo no existía técnica no los pudieron sacar.

»Bueno, pues, un duende perseguía a una de sus hijas, no sé a cual. Ya lo olvidé. Si la chica pilaba maíz, le tiraba tierra en el pilón. Cuando comía, le tiraba tierra en el plato. No la dejaba en paz. A ella le tenían que servir la sopa en botella, como dice la canción de Celia Cruz; todo en botella.
»Ese duende se les volvió un personaje familiar. Lo llamaban Conejo. Silbaba y llegaron a entenderle lo que decía en sus silbidos.

»A veces la traían al pueblo para que descansara del acoso de Conejo. Como despedida, él, que se daba cuenta de todo, le decía: -Bueno, mi amor, no se me demore mucho en el pueblo… Tal vez con silbidos, pero le entendían. Cuando regresaba, él la esperaba en la curva del Madroño, en el camino viejo, una trocha de herradura, la única vía que existía para ir de Jardín a Macanas y Dojurgo antes de que construyeran la carretera, a un kilómetro de la cantera de piedra, de la que extrajeron el material para construir la iglesia. ¿Saben que Dojurgo quiere decir río de sal, en lengua indígena?

»En el pueblo había una cantina, La Cueva, de Antonio Ochoa. Y estando en la montaña, el duende les decía a los Jaramillo: -Allá en La Cueva, ese hijo de puta de Antonio está hablando mal de mí.

»El padre Jaramillo, ¿Francisco era que se llamaba?, iba de vez en cuando a visitarlos para intentar sacar el duende de esa casa. Antes de que llegara el cura, Conejo ya estaba enterado. Le decía a la muchacha: -matale gallina al padre, que va a venir a sacarme a mí de esta casa.

»-¿Conejo, vas a tocar guitarra?, le decía alguno de los Jaramillo. –Metela debajo de la cama, contestaba y al momento comenzaba a sonar el instrumento allá debajo.

»-¿Conejo, querés fumar? –Meté, pues, el cigarrillo bajo la almohada. Y al minuto se veía salir humo de debajo de la cama.

»Trataron de matarlo disparándole balas cruzadas, pero nada. -¡Si son tan verracos, vamos a vernos al Morro de la Paila!, les decía a sus disparadores.

»Traían aguas de Roma, benditas por la propia mano del Papa, pero tampoco.

»Hasta que un día, un hombre que vive arriba, en La Raya, le dio una puñalada a Israel valencia, en la zona de tolerancia, donde éste trabajaba. Israel resultó ser el duende.

»No lo mató, pero lo sacó de esa casa.

»Dicen que Conejo vive ahora en Cauca. Es evangélico».

-¿Quién te contó esa historia?», le pregunté.

-Nadie. Yo la viví. Yo era un muchacho escuelerito, digamos que tenía siete años. Hoy tengo cincuenta y cinco. Por esos días no se hablaba de otra cosa.

Y, tal vez para sacar del fardo de su memoria alguna otro cuento, preguntó: «¿por qué están hablando de “la casa de las dos palmas? ¿Saben que Zurdo, el pintor, se crió en ella?»

Y así, contando cosas como ésta, dijeron ambos, Norberto y Alejandro, hicieron un trayecto de ocho horas en mula que separa a Jardín de Riosucio, atravesando potreros, vadeando ríos y bordeando bosques de cedros, comino crespo, macana y gallinazo. Y no se les hizo largo ese tramo que, al decir del Director de la Casa de la Cultura, requiere una mula y dos culos.

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Dormir en la calle

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31. Mar 2011

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·         Narrativa urbana

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Foto: Henry Agudelo

Es cierto que uno puede quedarse dormido en cualquier parte; donde lo coja la noche o el sueño. Puede acostarse sin mayores misterios en la acera, luego de tender un par de hojas de periódico -sobre todo una página con un anuncio de cobijas de lana u otro en el que se vea a Natalia París ligera de ropas, para tener dulces sueños o al menos evitar pesadillas-, un cartón o nada en absoluto.

Alguien diría que no, porque amanece con el arenón del andén grabado en la piel, pero eso es lo de menos: tres horas después de levantarse, se desmarca. Destinar la noble escala de la catedral como almohada; otra menos noble, como la de un almacén, o una encala del todo mezquina como la de un banco. Y para sentirse protegido, uno puede dormir en el quicio de la Personería o la Defensoría del Pueblo.
Pueden escogerse, para dormir, las rejillas de alcantarillado de las aceras. Son tupidas y no se le va un pie por entre los barrotes y además desde el fondo muy hondo del pozo -por lo general un charco en el que de día uno se refleja como en un espejo negro, pero que de noche, obviamente, no se ve nada- emerge un tibio vaho de los gases que expelen los líquidos que allí se vierten y así es menos difícil conseguir calor.

En verano no hay tanto problema. Puede uno dormir en los prados y se imagina que está acampando. Y si hay Luna, aunque hace frío, el ambiente puede animar a caminar por el paseo del Río para más tarde dormir cansado en cualquier parte.

En invierno, la cosa se complica un poco. Como no es común que uno tenga para pagar una pieza -que las hay en Amador desde los mil quinientos hasta los tres mil quinientos pesos, de acuerdo con las cobijas y el hacinamiento-, y menos aun con los integrantes de la familia con los que hubo que salir volados una noche de horror, entonces hay que “madrugar” a buscar alero ancho y no es tan fácil. Hay mucha demanda. Son muchos los que van detrás de cualquier techito y con el aumento acelerado de desplazados, la cosa se pone más dura. Y, para acabar de completar, algunos bajos de los puentes los cerraron ya, los de algunos edificios como el Coltejer los están clausurando por la noche con rejas de hierro tal vez para que uno no entre, seguramente porque al día siguiente no aguantaban el hedor a berrinche que dejaba ese ejército de destechados acosado por el frío de la madrugada, y las vetas de orín en columnas y muros y debían pagar a un fulano para que barriera y echara agua.

Por eso es que se ve un montón de gente hacinada durmiendo en Junín, Ayacucho y Palacé y, en general, en cualquier acera, mientras esté permitido y no las cierren también. Por eso se colman tanto de indigentes las orillas de la calle Colombia, la de los bancos, que tiene aleros anchos. Se ven indígenas, negros, mestizos, blancos y uno puede pasar desapercibido… una diversidad cultural que se identifica sólo por la pobreza y la suciedad.
 
O uno puede también ponerle cuidado al asunto ese de la dormida en la calle. Y hasta dignidad. Fabricar un cambuche de madera y plásticos que lo proteja en parte del frío y provea de una especie de intimidad necesaria para la vida en pareja; y si uno lo monta sobre cuatro rodillos para trasladarlo de un lugar a otro, en procura del más adecuado, mejora todavía más el panorama. Para hablar sin cortapisas, le sirve a uno hasta para fornicar. Claro, hay que cuñar bien los rodillos para no ir a parar a otra cuadra.

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Así, de esta manera más digna, duermen Olga María y Julio César, quienes trabajan como quincalleros de día. De noche se encaletan en su cambuche de madera, que, en comparación con los cientos de indigentes que se derraman por ahí en las aceras, mitigan su deplorable situación.

Para mayor protección, lo llevan a los bajos del viaducto del Metro. No sólo por si llueve, sino “que por ahí hay más vigilancia y lo cuidan a uno”. Es que hay partes muy solitarias a las que temen hasta los mismos dueños de la calle y de la noche.

Y aparte de la dignidad, eso de dormir por ahí tirado en cualquier parte tiene sus desventajas. Además del frío (que es de suyo una razón de fondo, porque después de ser una sensación, éste se convierte en enfermedad ósea y hasta sanguínea y le aseguro que a las cuatro de la madrugada uno se transforma en animal de sangre fría, como los sapos. Y entonces la palabra
aterido deja de estar en la página 108 del Pequeño Larousse -ese libro con aspecto de almohada- y pasa a estar en la primera), pero, además del frío, como venía diciendo, hay otras desventajas: cuando uno duerme en una rejilla, a cambio de la relativa tibieza, el vaho tiene por momentos un olor nauseabundo y puede producir algunas enfermedades respiratorias.
Además, pueden salir cucarachas y algunos otros bichos de hábitos nocturnos declarados unilateralmente non gratos por la especie humana y de pronto invaden el cuerpo que tengan a disposición.

Y hablando de cambuches, el de Olga María y Julio César está decorado por dentro con afiches. Se destaca uno del Corazón de Jesús. En diciembre le cuelgan guirnaldas para estar a tono.
 
Cuando amanece, lo trasladan hasta su puesto de trabajo, cerca a la estación Prado del metro, donde venden los objetos que otros recuperan de la basura. Pero muchas veces, entre el calor ya sofocante de la mañana, Olga María sigue descabezando otro sueñecito mientras su compañero va organizando la mercancía. Totalmente encerrada, no le incomodan los ruidos que produce él ni los de cientos de personas que venden y compran cachivaches, ni los ruidos de los carros que pasan por entre las dos filas de vendedores. Casi la encuentra la mediamañana roncando, pero ella es feliz así.

El otro día, estando todavía acostada, la cabeza descansando en el cuenco de su mano derecha, el codo sobre el colchón, la vi correr un poco la cortina de plásticos negros para asomarse al mundo.

Percibió el intenso movimiento. Entre una multitud de vendedores y compradores, su compañero sacaba de un costal objetos variados: aparatos de teléfono, muñecas, sandalias, una abeja de plástico con ruedas que más parecía una mezcladora de cemento, gafas completas e incompletas y las iba organizando sobre un tendido de lona que fue blanco, dispuesto para tal fin en el borde de la vía, por semejanza y tamaño como en una exhibición. Ese trapo daba cierta dignidad a cosas que aparentemente no la tenían.

De pronto, una mujer ubicó una butaca junto a la cabecera de la cama de la durmiente, para hacerle visita. A aquélla, la fuma ya se le estaba pasando. Tenía todavía la lengua un poco pesada por el licor de la noche y la madrugada. No parecía sentir el calor que inundaba el ambiente. Olga María le hablaba cómoda desde su habitación móvil.

-Anoche estuve rodada, parcera.

-Eh, avemaría, ¡y no arrimates!… Yo hubiera salido…

-Ah, no caí en la cuenta, parcera. Y sabés qué, no he ido a la casa donde la cucha… Es que cuando me ruedo por ahí, mejor no

voy. No me gusta tocar a media noche y despertar a la vieja… Ahora más tarde voy…

-Y dónde estás viviendo.

-Pues, en Manrique…

-¡¿Estás viviendo en Manrique?!

-Pues, boba, en la misma casa donde he vivido siempre, vos sabés… Es que eso ahí es Manrique…

-Aaah.

-¡Y el Julio es que está bravo?

-Ah, sí, pero se le va pasando… el día es largo y viene mucha gente… -dijo Olga María subiéndose, pudorosa, el hombro de la

piyama que se había rodado por el brazo.

Y sólo en ese momento, con un Sol que comenzaba a volver pegajosa la vida, a Olga no le provocó continuar en su lecho.

Comenzó, entonces, el proceso de levantarse, que puede durar media hora. Cerró nuevamente el cambuche desapareciendo de la vista de todos y, al cabo de unos minutos -¿se estará vistiendo entre tanto?-, salió del mismo, cerrándolo tras de sí, para que no se vieran sus cosas. Lo cual, pensé, no pudiera hacer si en lugar de cambuche durmiera a la luz pública.
 
En ese rápido abrir y cerrar de cortinas, adiviné otra ventaja del coche-cama: uno tiene la posibilidad de guardar algunos objetos, sin tener que estarlos cargando todo el día en un fardo.

La desventaja -porque nada es perfecto en la Tierra- es que uno tiene que saber dónde lo deja, estar pendiente de él. Lo más recomendable es que trabaje o haga la actividad de subsistencia sin despintarse del bendito carruaje en todo el día. Así hacen Olga María y Julio César, aunque los domingos sí lo dejan cuidando de algún parcero que no se vaya a mover y se van a andar por Bolívar todo el día.

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En Barrio Triste, al pie de ese puente peatonal sostenido por tirantes que va a dar al Edificio Inteligente, permanece parqueado todo el santo día, todos los días, un cambuche semejante. Pero sus dueños están por ahí cerca, monitoreándolo. Y a él van llevando las cositas que encuentran y que les parece de valor: una rueda, un cable, un leño. Y, en las noches, cerca de él encienden un fuego y preparan comida.

…Uno puede dormir como y donde le plazca, es verdad. Puede dejarse caer no más donde le coja la noche o el sueño, es cierto.

Sólo que es más recomendable armar un cambuche que lo proteja de la intemperie y de la negra noche y que al menos permite

ocultar las miserias siempre en aumento en un país como éste, en guerra y que condena a sus hijos a descender hasta “abismos no sondados”; a pasar de vivir en una casa como cualquiera a dormir en la calle en un abrir y cerrar de ojos. Un artefacto que brinda un toque ilusorio de decencia.

·         crónicaHabitantes de calleindigentesMedellín

 

Los 80 la encontraron con el machete en la mano

·         14. Abr 2011

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·         4 comentarios

Uno casi nunca ve agricultoras de ochenta años, no porque no las haya: las hay y muchas, sino porque éstas no suelen estar tirando azadón al lado de la vía para que uno las vea. Además, porque quien las observa, con esa fuerza y esa habilidad, no cree que su edad se encumbre en esas alturas. Tiene que ser que ellas mismas se lo digan. A veces, ni ellas lo recuerdan. Y como lo olvidan, sus huesos y sus músculos también lo olvidan y, así las cosas, un pie no tiene que pedirle permiso al otro, ni una mano a la otra, para poder moverse, como ocurre con muchos mortales de tal edad.

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Foto Donaldo Zuluaga

“No se ven porque no hay tantas. Son escasas las campesinas de 30…” Me contradice un periodista amigo, ese sí de origen campesino y, por tanto, habrá que concederle cierta credibilidad.

Sean como sean las cosas, una de ellas es Lucía Rivera. Vive en San Vicente. La conocimos Donaldo, el reportero gráfico, y yo en un viaje a Concepción puesto que su casa es cerca de esa vía que en invierno –es decir, casi todo el tiempo- es un verdadero tragadal. Cultiva papas, fríjoles y fresas. La visitamos después de golpear la puerta en una casa justo al lado de la carretera, con la intención de comprar fríjoles. ¿Cómo es que íbamos a estar en el campo y no íbamos a traer nada de lo que éste produce, aunque fuera un puñado de fríjoles?

Ese es un pecado, como el de quien está en su casa, va hasta la nevera, la abre y vuelve a cerrarla sin tomar nada de allí. O peor. En esa primera casa, una chica, Alejandra, cuyo nombre estaba escrito con lápiz en la puerta como suelen hacerlo los niños de todas partes, dueña de una figura de dieciocho teniendo apenas catorce años, dijo que su abuela Lucía era quien tenía algún producto e indicó que para llegar a su casa debíamos ascender unos doscientos metros por unos rieles de cemento.


La encontramos con el machete en la mano, desyerbando un jardín de flores encerrado en talanqueras de madera, para evitar que las gallinas o las vacas o los caballos se comieran las flores. La casa tiene un corredor adornado con canastas de begonias. También hay una que otra de estas plantas sembradas en tarros.

De cabello corto, vestida con buzo de lana, pantalón gris y tenis, la mujer no se inmutó porque nosotros hubiéramos irrumpido en su propiedad. Tampoco su hija, Fabiola, sordomuda, que le ayudaba en la labor. Como si fuéramos viejos conocidos, dijo por todo saludo:

-Aquí, limpiando las malas hierbas… Pero no, no hemos podido con este jardín… -así siempre dicen estas mujeres: que no han podido, pero uno ve el jardín verde y florecido.
Lucía salió de ese rectángulo de madera situado frente a la casa para hablarnos. Fabiola siguió rozando.

La verdad era que los aguaceros sin cuento habían desmejorado las cosechas, dijo la abuela. Sin embargo, para calmar nuestro antojo, decidió recurrir al fríjol que tenía secando sobre un costal en el suelo bajo un sol húmedo e indeciso. y dos bultos llenos hasta la tercera parte, para escoger de allí el grano que habría de vendernos. La seguimos a la cocina de techos altos y un poco ahumada por el fogón de leña, lo cual oscurecía un poco su atmósfera. La máquina de moler siempre armada. Una piedra de metate, contrastaba con los poyos de baldosín azul. Volvimos a salir al corredor y cuando Lucía se acuclilló un largo rato para recoger puñados de fríjoles –cuidando de evitar los granos podridos, “no sea que llegue a su casa y le digan que quién le vendió esos fríjoles podridos” y regañándome amablemente cuando, por hacer lo mismo que ella, incluía como buenos los malos- y soplar la basura de hojas secas y pequeños tallos, Fabiola abandonó el jardín y dirigió sus pasos a la cocina. Preparó jugo de uchuva para todos. Nos lo entregó sonriente. Su madre contó que ella, su hija, estuvo diez años estudiando en el colegio de sordos, de Medellín, y por eso lee los labios, suma y resta. “Si no fuera por ella, yo no viviría aquí”.

Lucía nos mostró las fotografías de sus hijos, con las que forma un mural en uno de los cuartos. Dijo que se casó hace 59 años con José Alfredo Vergara, quien tiene 81 años y que en esos momentos estaba en otro sector de la finca, llevando las vacas a pastar. Que tiene diez hijos y quince nietos.

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Foto Donaldo Zuluaga

-Mírelos, no más, en esa fotografía. Bueno, en esa falta uno, que me lo mataron hace años y no he podido volver a estar bien.

Contó que en diciembre se reúne toda la familia. Los que viven en Medellín y Bello llegan a verse con los que viven en San Vicente. Hacen natilla y buñuelos y toman aguardiente y hasta bailan, pero ella no hace sino llorar.

-“Por qué llora, mamá”, me preguntan ellos. José Alfredo les dice: “yo no le pregunto porque yo sé por qué llora”. Y ellos tratan de animarme y me dicen que deje la bobada, pero yo cada año recuerdo más al difunto.

Cuando decidió que ya tenía un buen talego de fríjoles, que, por cierto, no quiso ir a pesar, Lucía nos invitó a sentarnos en la tarima del corredor, recostándonos en la pared encalada a mirar el paisaje, un campo verde y cielo de nubes. Estuvimos de acuerdo en que antes de dos horas volvería a llover.

-Más tarde se van. ¡Qué afán tienen!

·         ancianos trabajadores, campesina, crónica, john saldarriaga,salderrio, San Vicente

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 Dormir en la calle

 

 

Una ferretería rodante frena en La Bayadera 

 

4 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/17dc0b441465c3996838dfaf5bd41b87?s=45&d=identicon&r=GJuan Diego   •  8 years ago

que bueno que retornaran a nuestro ambiente éste tipo de personas con el alma limpia y el ánimo emprendedor y trabajador, que gran utililidad sería para las nuevas generaciones el tener como ejemplo a aquellas personas que lo han dado todo por vivir y subsistir de una forma honrada y sin el ánimo de pisotear al prójimo.

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/1f779b54e1445123bcf4b2bc69f370af?s=45&d=identicon&r=GSoraya   •  8 years ago

Me gusto tu escrito, conozco muchos campesinos como los que describes mujeres y hombres, lastima tenerlos tan olvidados….

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/e68d56d1c7c4e7bf1298af4e7bb48b80?s=45&d=identicon&r=GOlga Nidia Molina Bedoya   •  8 years ago

Bonita crónica.

Menos mal que no a todos los campesinos los han obligado a desplazarse a las ciudades, porque no lo hacen por gusto.

Faltaron más fotos.

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Una ferretería rodante frena en La Bayadera

·         17. May 2011

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·         Narrativa urbana

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·         2 comentarios

Un Crevrolet 1954, café y blanco, tipo bola, sirve a Pedro García de local comercial. Lo estaciona todos los días, desde las seis, en una esquina de La Bayaderapara vender herramientas.

Es su local, sí, porque no lo usa para otra cosa. El vientre redondeado de ese armatoste no sabe lo que estar vacío y descansado desde hace dieciocho años.

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Así, atestado de mercancía, lo deja guardado en las noches en un parqueadero cercano y se va a su casa, en Robledo, en transporte público como cualquier parroquiano que careciera de auto. Y tiene razón: sería mucho el tiempo que gastaría en desocupar ese viejo auto.

Pedro García es un paisa cuyo segundo apellido debe ser Negocio. Apodado Pichirilo, este manizaleño salió de su ciudad natal cuando era un mocoso de ocho años, en busca de aventuras y plata.

Llegó primero a Cali, donde se ganó la vida en revuelterías y mercados, hasta que alcanzó a tener su propia carnicería. Fue muy próspero. Pero uno a veces, aunque le esté yendo bien, trata de cambiar el estilo de vida, usted sabe, a pesar de que con esto se vaya el negocio, con tal de dejar los vicios.

“En esa época yo estaba muy entregado al trago”. Un carnicero se toma el primer chorro a las cuatro de la mañana, para contrarrestar los fríos de la cava y ahí, songo sorongo, sigue todo el día a media caña. Once años estuvo en La Sultana del Valle.

Vender mercancía en los pueblos se constituyó en otra etapa de su vida. No lo había hecho nunca, pero como de bobo no tiene un pelo y es dueño de un arranque que se le nota con solo hablar, pensó que no podía resultar tan difícil eso de las correrías por la Costa, los Llanos y el Sur, cargado de ropa unas veces o de ollas de aluminio y platos de loza en otras ocasiones.
No tardó en conseguirse un carro. No éste; otro.

“Llevo 35 años con estos carros”. De los dieciocho que lleva en La Bayadera, los primeros doce los pasó dando vueltas en el pichirilo. No se estacionaba en parte alguna. Tenía un altoparlante que amplificaba su voz grabada en un casete, anunciando herramientas nuevas y de segunda: alicates, destornilladores, raches, pinzas, cortafríos, hombresolos, llaves de todas las dimensiones, martillos…

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Pero un día pensó que era mejor quedarse quieto. Por una parte, la gente lo ubicaría más fácil. Por otra, no gastaría más ese gasolinazo tan horrible.

“Hey, Pichirilo, que cuánto da por esta llave de fuerza. Está nuevecita”, le inquiere un hombre, entregándole un estuche de cuero, del cual el vendedor saca la herramienta. “Cuánto está pidiendo, diga a ver…” Respondió Pedro. “Cuarenta lucas”.
“¡Cuarenta lucas! Diga que le doy veinte o, mejor, que venga para que negociemos”. Y dejó el elemento entre los suyos, como si diera por hecho que se concretaría el trato.

Desde niño, Pichirilo está acostumbrado a madrugar. Se levanta a las tres o tres y media de la mañana, monta tintico y espera que los demás de la casa se levanten. Son cuatro guerreros, tan negociantes, que si él se descuida lo venden y enciman esa gorra de visera que le protege su rostro. Su esposa, María Ernestina, una mujer que ahora “trabaja bueno” en su puesto de ropa en el Bazar de San Antonio, a comparación de antes, cuando tenía una chaza a la intemperie. Sus dos hijos, Fernando Alberto, quien maneja una niñera, uno de esos tractocamiones que transporta autos en su remolque, y John Edison, que se amañó un tiempo como soldado profesional y luego de siete años se salió de ese trabajo tan duro, encombatiendo guerrilla en Caquetá y Putumayo, y desde hace dos años consiguió un Ford 55 para comprar fresa a campesinos de oriente y revenderla en Medellín o, como hace por estos días, comprar refrescos cuando les falta ocho días para su vencimiento y rematarlos sin demora.

Llueve. Pedro corre a tapar la mercancía con un plástico, el cual es un complemento a la carpa que mantiene instalada en la parte trasera del Chevrolet. Él, en tanto, corre a sentarse en un local cercano.

Los mecánicos le tienen tanta confianza a García, que le piden herramienta prestada, a cambio de lo cual le dan quinientos, mil pesos, cuando terminan el trabajo.

Hace seis meses, le compró a un amigo otra bola, un Ford 56, por un millón de pesos, la cual él le había vendido hacía dos años por siete millones. “Esa bola fue de la policía”. La surtió de ollas y encargó a un hombre para que se fuera en ella a vender los trastos a Tierralta, Córdoba.

“Ah, es que la plata está hecha, sólo hay que salir por ella”.

·         crónica, john saldarriaga, La Bayadera, Medellín, salderrio, ventas callejeras

 

El tractomulero habla para no morir de soledad

·         24. Jun 2011

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·         General

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Los 32 años que lleva Julio César Ramírez manejando tractomula se le notan. Conduce una Marmon, un automotor más largo de lo habitual, con 26 llantas rodando, especial para llevar cargas extradimensionadas. Mientras las mulas normales miden  18,5 metros, la suya mide 25.

“En el país hay 20 mulas de éstas, Marmom. Llegaron en los noventa y Ferrogrúas, la empresa con la que trabajo, se quedó con cinco”.

Lo acompañé durante tres días, desde Sincelejo hasta Envigado, cuando él traía una parte de la nueva rotativa Manroland de El Colombiano. Para las demás se necesitaron otras 22 tractomulas, pero ninguna de ellas traía una carga tan aparatosa como la de Julio. En ese remolque de camabaja, se salía por todos lados. Hacía arrinconar a los demás camiones. En las regiones planas, avanzaba como cualquier camión, para nada lento.

En La Apartada le dio tiempo de comentar los contrastes: mientras a un lado de la vía jugaban niños raquíticos frente a sus casas precarias, tugurios erigidos en un peladero, con aguas negras a la vista, al otro, extensos terrenos estaban ocupados por autos de lujo. En Planeta Rica le dio tiempo de mirar la fiesta de corraleja, a las chicas bellas que revoloteaban por los alrededores de la plaza; a los elegantes ganaderos que arrimaban a caballo, y de comentar que los panes que vendían en las casetas de madera estaban envueltas en una nube de polvo.

“Sí, viejo John. Esos búfalos se entierran en los pantanos y no se les ve sino la cabeza -mencionó en la zona ganadera-. Tal vez sea que esos animales no son para tierras tan calientes como éstas y necesitan refrescarse constantemente.

Sacaba una mano para saludar o agradecer la colaboración de otro conductor y, cuando uno menos pensaba, estaba hablando por teléfono:

“¡Hey, compadre! ¿Dónde andás a esta hora?  ¿Y cómo está Chinchiná, está cayendo agüita?…

Y, cuando menos pensaba, ya estaba hablando conmigo.

Comparó la prostitución de los pueblos menos concurridos, como Sahagún, con otros más populosos y visitados, como Caucasia. Mientras en el primero se consiguen niñas prepago por 20 mil pesos, en el segundo no ofrecen sus servicios por menos de 120 mil. “¿Chofer? No, no me sirve” -trata de imitar a una mujer, risueño, hablando por un teléfono imaginario. “En cambio si uno dice: periodista, entonces sí, ahí mismo”.

En la noche, solo, se tomó media botella de aguardiente, despacio, mientras veía el ambiente agitado de Caucasia. Disfrutando de una noche de verano, se divertía mirando el ambiente animado. Hasta su sitio, un estadero en pleno centro, llegaba música de tres bares distintos. Una guasábara del demonio. Antes de las 10 de la noche se fue a dormir.

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Foto Róbinson Sáenz

En el ascenso a la montaña, de Valdivia a Ventanas, el asunto fue dramático. No pasaba de los 10 kilómetros por hora y, en las curvas, los autos que venían de frente debían orillarse a fondo para darle paso a semejante monstruo. Pero el mulero, ese caleño de 56 años, parecía estar conduciendo un Mini Cooper. Apenas sí se le veía mirando por los espejos retrovisores, aunque uno no sabía para qué, si el voluminoso cajón de madera en que venía el horno de la rotativa, el que seca la tinta del papel, no dejaba ver mucho.

“¿Hola, compadre? ¿Dónde vas? ¿Sí? ¿Y cómo está Riohacha, calientica?”

En Puerto Valdivia me llamó la atención sobre tantas personas con síndrome de down y otros problemas mentales. Me señalaba con el índice derecho uno allí; otro, más allá. Y me contó que una hermana suya es psicóloga con especialidad en temas de familia. Una vez ella le dijo que ella quería experimentar un viaje en tractomula y él la invitó a hacer el trayecto Barranquilla-Cali. En todos los estaderos donde se detenían a comer o a beber algo, se metía con la gente, les preguntaba sobre sus costumbres familiares y llegó a la conclusión de que la mayor parte de los casos de enfermedad mental es por incesto. Que muchos hombres llegan borrachos a casa y con ganas de mujer y terminan teniendo sexo con una prima hermana, una sobrina… Esos tipos creen que como proveen el mercado en la casa tienen derechos plenos sobre todos sus habitantes.

“¡Hola, patrón! Sí, por aquí en Antioquia. Me encargaron el transporte de una máquina para el periódico El Colombiano desde Cartagena hasta Medellín y ya estoy por aquí subiendo Ventanas. Vos sabés, es cuestión de paciencia y de cuidado. Eso es todo. Fue que vi la mula tuya estacionada allí atrás, ¿oís?, en El Doce, y me dije: voy a llamarlo a ver qué pasa, si necesita alguna cosa… Ah, ya: el chofer amaneció donde la novia. Bueno, sí, me llamás, ¿ve?”

“Fijate que de diez muleros que pasen, por lo menos ocho están hablando por teléfono -me comentó-. No sé. Será por la soledad. Uno todo el día encerrado en esta cabina, ¿ve?, le da por llamar a todo el mundo. Yo llamo a mi familia casi cada media hora”.

Sólo hizo silencio en los últimos metros del ascenso, en una curva cerrada y más empinada. Se concentró plenamente en el camino. La mula corcoveó. Tembló. Brincó repetidas veces, estuvo a punto de detenerse. El Conductor metió la primera, “el cambio del patrón” como le dicen ellos, dio dos, tres palmaditas en el tablero y dijo: “¡Tranquila!” Y ella se calmó y subió el resto del tramo ya más suavemente.

Explicó que si la hubiera dejado agotar, no hubiera subido. Hubiera habido que dejarla rodar hacia atrás, para tomar impulso en un terreno plano, pero podría safarse la carga con la sacudida. Confirmó que el remolque, con las 36 toneladas encima, intentó levantar el cabezote y que éste, en efecto, se separó del piso varias veces, rebotó sobre sus llantas delanteras como una pelota. En ese momento dijo: “Puede decirse que ya me gané el billete”.

“Estoy por aquí en Llanitos. Sí, Llanos de Cuivá. Ya pasé Yarumal. Está haciendo un frío chévere, como me gusta a mí. ¿Contame, que vas a hacer, Juli, ahora en la tarde?… ¿A fútbol? ¿Y quiénes juegan, pues?… ¿En el estadio de Cali? ¿Y con quién te vas a ir?… Decile a Pollo’e Finca que te cuide, ¿oís?… Bueno, bueno, después te llamo”.

“Era mi hija. Va a ver al América porque es fanática. La mamá la molesta mucho porque se va para la barra brava. Yo no, porque lo que uno más le prohíbe a los hijos es lo primero que hacen. Más bien le encargo que tenga cuidado. Como yo trabajo tres meses, más que todo en los Llanos Orientales, y estoy diez o veinte días en la casa, una vez llegué con un poquito de marihuana, un poquito de cocaína y un condón. Los puse sobre la mesa y les dije a mis dos hijas: ‘¿saben qué es esto?’ y les expliqué, aunque me dijeron que sí lo conocían. ‘Les explico para que después no me vengan a decir que probaron una droga porque no la conocían y se aprovecharon de ustedes. Y el condón, para que después no digan: ‘ay, me embaracé porque yo no sabía que existían los preservativos. Y como el mundo es Diablo y el Diablo es puerco, les muestro estas cosas. Las consecuencias de ellas, ya ustedes las han visto en las calles: cuántas personas talentosas echadas a perder por las drogas y un embarazo temprano no las deja estudiar ni salir adelante…’ Ellas son muy sanitas y estudiosas afortunadamente. Mi hermana se encierra con ellas y las aconseja mucho”.

Calentano porque es de Cali y vive en los Llanos Orientales, donde el invierno del año pasado, que inundó medio país, no les mojó ni un pelo a los de esa zona, contó que ama el frío. Se emocionó al ver esos campos ocupados por rebaños de vacas lecheras. Y cuando comenzó a llover y a levantarse un poco la neblina, fue feliz.

Se veía a la distancia el caserío de Llanos de Cuivá. Una bandera del Deportivo Independiente Medellín ondeaba muy alta. Tras una curva nos damos cuenta de que está en lo alto de una tienda de abarrotes y comestibles colmada de parroquianos. Frente a ella, Julio César detuvo su mula. Nos bajamos.

“¡Pero si es mi amigo Julio que por fin se acuerda de mí! -dijo el dependiente, un paisa gordo y amable, de más de sesenta años, asomado por la ventana-. Esta semana lo vi pasar con una carga muy larga y muy alta y dije: Julio no se dignó parar a hacerme la visita”.

“¡Pero te pité con la corneta grande! Era que llevaba un túnel para el acceso de viajeros, para el aeropuerto de Rionegro, ¿ve? Y vos sabés que la carga extradimensionada no tiene permiso de rodar sino de seis de la mañana a seis de la tarde”.

El hombre, Fernando Medina Torres, me dijo que Llanos de Cuivá quiere ser municipio. Que tres localidades se lo pelean: Angostura, Yarumal y Santa Rosa de Osos. Que tiene más de ocho mil habitantes, fábricas de madera, sembrados de pino, leche y mucho comercio. Mucho más movimiento que Angostura, “donde nació el Beato Marianito, que fue quien les hizo el milagro a los angostureños… el milagro de vivir a expensas de Llanos de Cuivá”.

“¡Aló, ¿Pollo’e Finca? Sí, Julio… Sé que vas a ver la Mechita esta tarde con Julianita y te llamo para que le pongás cuidado a la muchacha… Sí, yo sé, yo sé… Pero no la perdás de vista que esas barras son a veces muy bravas y puede haber peleas. Por la noche te vuelvo a llamar…”

“Pues, sí, a mí me gusta el frío. Sueño con tener un día plata con qué comprarme una tierra por aquí mismo. No me gusta el ganado, pero sí un caballito. Me gusta cabalgar. Salgo todos los diciembres a la cabalgata de la Feria de Cali. Me pongo un sombrero y monto a caballo. -Y aguzando la vista para mirar las verdes campiñas, dijo:- me gusta mirar aquel paisaje por allí, como una serranía sin final. ¿Usted a visto allí, más adelante, un corral a bordo de carretera en que solamente hay terneros? Sí. Un día le pregunté al hombre que los tenía que por qué no había más que terneros y él dijo que ellos no servían para nada. Que se maman la leche de la vaca y no producen nada. Que por eso cuando nacen machos, los apartan y los venden para la fábrica de chorizos. De modo que si en el empaque leés: «chorizos de ternera», ya sabés: son de ternero. Miralo: ahí está el corral”.

Lo que a Julio no le gusta mirar son los calvarios. Esas cruces y esos altares que recuerdan a quienes murieron en la vía por accidentes de tránsito, los cuales en esa ruta se cuentan por decenas. Y, cuando pasó por uno de ellos, demolido hace tiempos y ya rodando por el abismo desde cuando arreglaron la troncal, contó que era de dos amigos suyos, un mulero y su ayudante. Éste dijo que tenía sueño y se fue a la carrocería a dormir. Especulan que el conductor se durmió o le dio un paro cardíaco, perdió el control y fue a dar al abismo. Todos dos murieron. Amigos le pusieron unas farolas a ese altar para recordarlos.

En Donmatías estacionó su mula en un terraplén inmenso, al lado de otras, a un costado de la troncal y fue a alojarse en un hotel situado frente a allí, para no perderla de vista. Llegó con tiempo de ir a misa. Después dio unas vueltas por el pueblo. El parque estaba lleno de gente y de mujeres bellas, de modo que se quedó a mirarlas un rato antes de irse a dormir a su hotel de la carretera. La tercera jornada fue corta. En menos de cuatro horas terminó el viaje, aunque con un toque de espectacularidad. Julio dejó estacionada la mula a varios kilómetros de la sede del periódico, al cuidado de los auxiliares que viajaban en automóviles adelante y atrás. Fue a ver con sus propios ojos y a medir con su propia cinta métrica la portería de la sede del periódico. Ese monstruo llamado Marmon no cabría, a menos que algo se le ocurriera. Recurrió a sus 32 años de experiencia. Con ellos casi pintados en la cara, fue hasta el sitio donde había dejado la Marmon y como un estratega de guerra en el mismo campo de combate, se acuclilló y con un palito de helado que encontró allá mismo y sobre el polvo arenoso que suele recogerse a un lado de la vía, dibujó, ante la vista de esos auxiliares, también acuclillados: “vean, muchachos, cómo están las cosas: éste es El Colombiano; ésta, la autopista donde estamos; vamos avanzar por aquí hasta el Puente del Pandequeso. Llegaremos a una glorieta, pero no daremos la vuelta en ella sino que simplemente doblaremos a la izquierda. Haremos en contravía este tramo y trataremos de entrar de un solo intento. Es muy importante que vayan ustedes en avanzada, con las paletas de «PARE» siempre arriba. ¿Está claro?

Otra vez a bordo, me dijo: “a mí me dicen que yo hablo mucho. Que me dan un garrotazo y empiezo a hablar y que me tienen que dar dos más para que pare de hacerlo ¿vos también creés eso, viejo John?”

·         crónica, john saldarriaga, Julio César Ramírez, Periódico EL COLOMBIANO, Rotativa Manroland, salderrio, tractomula

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 Una ferretería rodante frena en La Bayadera

 

 

Un mundo de vacas 

 

10 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/369662fbaddc1b42f288209c7359e302?s=45&d=identicon&r=Grafael vanegas gomez   •  8 years ago

Entretenidísima la historia. Una persona como Julio César debe ser un bárbaro para contar anécdotas y “mamar gallo”
Me gustan las personas así. Nos entenderíamos de maravilla.

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/2081d62ba1707e8f7fdeaa92fa09906a?s=45&d=identicon&r=Gflavio rodriguez acosta   •  8 years ago

de verdad en colombia hay mucha gente que admirar y la vida de un mulero no es tan facil como parece en este viaje les fue muy bien pero cuando hay derrumbes no se consigue ni comidano hay dormida esa es la vida del mulero pero que viva el transporte carajo

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/c5353d5d3318491142459d97208b1bc0?s=45&d=identicon&r=Gbladimiro barrada bedoya   •  8 years ago

exelente reportaje y a nuestro amigo mulero felicitaciones cada quien en lo suyo y el es un profesional en su trabajo parece un ejemplo para sus colegas .y comopadre pues tambien pues por lo visto vive muy pendiente de sus hijos

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4.    http://0.gravatar.com/avatar/cb572d52802f3478aae192a5159f11fb?s=45&d=identicon&r=GJesus Baez   •  8 years ago

Buena nota esta. Las travesías en la carretera dan para mucho en cuanto a la crónica.
Los invito a ver:
http://www.chivascolombianas.com

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5.    http://0.gravatar.com/avatar/41658ea1699c18c58741c14ab3262774?s=45&d=identicon&r=Gjorge m dueñas   •  7 years ago

Excelente la crónica John. Ese trayecto me lo conozco al dedillo (soy de Pueblo Nuevo Córdoba y vivo desde el 88 en MDE) y me hiciste recorerlo nuevamente, y esta vez en tractomula, como siempre he soñado. Saludos a Julio, se nota que es una excelente persona. ;-)

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6.    http://0.gravatar.com/avatar/8a5e65bbac7cb42dfe3878628c2b40f9?s=45&d=identicon&r=GJonny A. García   •  7 years ago

Hola John Jairo, no se si me recuerdas, de envigado, tengo una historia que creo te interesará, aún sigo en casting. Espero tu contacto!

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7.    http://0.gravatar.com/avatar/6a4286ab8c67e81f0e33732dda809dbf?s=45&d=identicon&r=GJ. Naranjo   •  7 years ago

Viejo John
Muy chévere la crónica, oís?

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8.    http://1.gravatar.com/avatar/dfa0195970b03709a37d4ce50d5754a0?s=45&d=identicon&r=GFlaubert   •  7 years ago

Gracias por invitarme al viaje, faltaron mas fotos, para ilustrarlo.

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9.    http://1.gravatar.com/avatar/d8c0b4bdb93d7dc2152627e06e1d8c5d?s=45&d=identicon&r=GLuis   •  7 years ago

Muy entretenido el relato.

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10.  http://0.gravatar.com/avatar/e1e0abc4dc6603ae3bb59a4b0a04937b?s=45&d=identicon&r=Gjholian alejandro gomez   •  6 years ago

que buena historia deverias de tener un blog o un magazine para muleros se puede llamar ,,,cronicas de carretera… jejeje yo seria el primero en subscribirme saludos.

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La prodigiosa zurda de Bernardo Sánchez

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·         16. Ago 2011

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·         Narrativa urbana

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·         3 comentarios

A Bernardo Sánchez Marín, su mano izquierda lo sacó de Jardín hace más de treinta años, le ha dado de comer toda la vida y hace un año y medio lo llevó a Polonia. Esa mano, la izquierda, le proporciona su más grande placer. “Y lo mejor es que los zurdos no somos tan propensos a sufrir del corazón”, según él cree y me cuenta.

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Bernardo Sánchez, el Zurdo. Foto: Julio César Herrera

Conocido en ese municipio del suroeste como El Zurdo, Sánchez Marín es un pintor que, sin intrigas ni lagarteos, y que a pesar de su humildad, la cual parece atentar contra la posibilidad de reconocimiento, lo invitaron a participar en la pintura de un mural en Wilczyca, ciudad situada al sur de Cracovia, el año pasado. Muchos de sus amigos relacionaron esa obra colectiva, en la que intervinieron manos de artistas de diversos países del mundo, con un homenaje al Papa Juan Pablo II, pero en realidad se debía a la reconstrucción de esta ciudad, muy golpeada durante la segunda guerra mundial. Esa confusión se debe seguramente a que Zurdo habla poco. Siempre ha hablado poco.

Nacido el 22 de octubre de 1955, “el último día de Libra; a mi no me hubiera gustado ser Escorpión, no sé por qué, aunque mi hijo lo es”, Bernardo vivió los primeros años de su infancia en la auténtica Casa de las Dos Palmas, la que inspiró a Manuel Mejía Vallejo para la novela con la cual obtuvo el premio Rómulo gallegos, en 1989. Esa casa está situada en la vereda Macanas, de Jardín, a más de una hora en jeep desde la cabecera municipal, por una serpenteante trocha.

“Yo viví en esa casa de madera y de bella arquitectura hasta los diez años. Era un sitio muy bonito. No había maleza y sí unos jardines bien cuidados. Había ganado y algunos cultivos. Esa finca era de la familia de Manuel Mejía Vallejo. Mi papá, Ricardo, se la compró al del escritor por 500 pesos o algo así, cuando aquél trabajaba en una mina de Mistrató, hace más o menos 60 años”, me cuenta Zurdo, en su vivienda que es más bien un taller de artista con habitación, lleno de óleos, lienzos, bastidores y caballetes por todos lados. A un patio central, que le da ventilación a la vivienda, entra el Sol cuando es perpendicular, es decir, al mediodía, porque los muros son altos, pues su vivienda está en el primero de cuatro pisos ocupadas por familias diferentes.

Mientras recoge los lienzos y los pinceles y los trapos y las paletas de los alumnos de la última clase que dictó allí, hace menos de media hora, relata que desde ese tiempo, él se la pasaba pintando. Iba a la escuela, por supuesto, situada muy cerca de su casa paterna, pero allí no había sino hasta tercero de primaria –evoca- y quienes disfrutaban el estudio repetían dos o tres veces este último año. Su papá no quería que estudiara más. Creía que debía llevar una vida campesina, como la de sus hermanos mayores. Zurdo les llevaba a ellos el almuerzo y se sentaba a verlos trabajar, halando el azadón, pasando el machete o arreando el ganado, y no sentía la menor atracción por esos oficios. Él solamente quería dibujar.

Si bien le sacaba gusto al estudio, sentía temor de ir a la escuela porque allí, una profesora que consideraba necesario y hasta urgente que él aprendiera a escribir y a dibujar con la derecha, vaya uno a saber con qué objeto, le ataba la izquierda para que no pudiera usarla. “Le tenía pánico a esa profesora. A veces, más bien me quedaba escondido en el camino, dibujando”.

Cumplió los once años y, con apoyo de su madre, Celsa Tulia, Zurdo se fue a la cabecera de Jardín a terminar su primaria y a cursar su bachillerato.

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Artelista.com

“Zurdo vivió en mi casa, en el pueblo –contaría horas más tarde Luis Gonzaga Díaz, un hombre de Jardín, quien durante muchos años sirvió de mensajero y ahora, por conocimientos de derecho, lleva algunos casos legales de manera independiente-. De niños habíamos sido vecinos. La casa de nosotros quedaba en un sector llamado La Floresta, casi llegando a Riosucio, relativamente cercana a la de las Dos Palmas. Como nosotros nos trasladamos al pueblo unos años antes que la familia suya, allá llegó él para estudiar en el Liceo San Antonio. Fueron siete años, del 70 al 76. Por eso creo que Zurdo es como un hermano para nosotros. Cuando era niño era igual que hoy: tímido y callado. ¡Notó eso cuando habló con él?”. Luis Gonzaga también recuerda que Bernardo pintaba bien como futbolista. Era puntero izquierdo y se destacaba en los torneos interveredales.

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Artelista.com

Y de esa época en el pueblo, Fanny Castaño, otra amiga suya con quien conversaría luego y quien ahora vive en Envigado, lo mismo que Bernardo, y quien es su alumna de pintura, recuerda que jugaban en pleno parque, “a los escondidijos y a candelita-por-aquí-fumeas”, una variante del primero.

En barbacoa, esa suerte de cama sin patas en la cual transportan a los enfermos desde los campos cuando no hay vía para llevarlos en ambulancia, llevaron a Ricardo, su padre, desde Macanas hasta Jardín en 1972, pues en ese tiempo no existía la trocha por la cual hoy se puede ir en jeep. Terco, “así era la gente de antes”, el viejo Ricardo no había parado mientes en una dolencia estomacal y menos querido ir al médico, hasta cuando el dolor lo convenció, con su argumento de retorcijones, de que no era broma. Murió en el camino, pero quienes lo cargaban no se devolvieron sino que siguieron su rumbo a Jardín. Pero ya sus pasos no se encaminaron al hospital sino a la funeraria.

“Tal vez haya sido una úlcera”, especula Zurdo, quien por ese tiempo vivía en casa de Luis Gonzaga.

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Artelista.com

Su madre decidió vender la Casa de las Dos Palmas e irse al pueblo, puesto que ya los hijos mayores –los que sí trabajaban el campo- estaban casados y viviendo en sus propias fincas.
En 1980, ya con su cartón de bachiller bajo el brazo, le notificó a su madre la decisión de estudiar pintura en la Escuela de Bellas Artes de Medellín y su inminente traslado a la capital del departamento.

Zurdo carece de afición taurina. Igual le pasaba a quien fuera su compañera sentimental por muchos años, Ángela María Mejía Vallejo –sí, claro, pariente de Manuel, el escritor-, una artista con quien nuestro personaje se conoció cuando era estudiante de Bellas Artes. Sin embargo, ellos incidieron directamente para que uno de sus dos hijos, Santiago, de 23 años, decidiera ser torero. Está a punto de tomar la alternativa, como elegantemente les dicen a quienes quieren dedicarse al Arte de Cúchares. Y no fue que ellos le hubieran insinuado. Es que ellos fueron los pintores de los murales de las Plazas de Toros de Manizales y de Medellín –el de la primera se conserva bien; el de la segunda desapareció con la transformación de La Macarena-. Zurdo pintó decenas de carteles taurinos y hasta un cuadro de toreo que muestra la escena al revés, con trazos caricaturescos, la cual resulta un solaz para quienes adelantan campañas antitaurinas: una plaza de toros cuyos tendidos están colmados de vacas y toros y terneros alegres que se adivinan ávidos de que se derrame la sangre, así como un presidente y unas autoridades de naturaleza vacuna. Y en el ruedo, un toro vestido con traje de luces, ajustado como guante de cuerpo entero, igual al de los toreros, burlando a un hombre con su capote.

Y en esas idas y venidas a las plazas, mientras su padre se encaramaba en andamios a pintar, su hijo, un mocoso de diez años, paseaba por la arena, se escondía por los burladeros, corría por los callejones y se dejaba fascinar por los corrales en los que a veces un animal esperaba… su hora.

Santiago se fue haciendo amigo de toreros y novilleros, a quienes veía entrenar y así, jugando, se fue haciendo aficionado al toreo. Ahora ganó una beca para estudiar en la Escuela de Toreo de Nimes, Francia.

En el otro, el mayor, Daniel, de 25 años, también influyeron sin decirle nada. El muchacho se hizo diseñador de espacios.

Pero el de los toros no es su tema favorito. Si bien, como ha sucedido a casi todos los artistas a lo largo de la historia, pinta por encargo cualquier tema. Su asunto preferido es el cuerpo humano. Siente especial goce pintando mujeres, vírgenes y beduinas.
 

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Artelista.com

“Yo regaño a Bernardo cada rato. Con ese arte, con ese talento y con esa humildad que no le deja decir nada de sí mismo. Es tan pacífico, tan tranquilo, que no se da valor. ¿Usted sabe que lo llamaron a pintar en Polonia porque los organizadores del evento conocieron su arte por internet?”

Por internet, por medio del portal Artelista, y porque la alcaldesa de Wilczyca, Polonia, y el dueño de la galería Adi Art vieron obras suyas en el apartamento de una colombiana en Toronto, Canadá, en 2009 y de inmediato buscaron el contacto con Zurdo.

“Yo conocí a Bernardo Sánchez cuando pintó el mural de la Alcaldía de Envigado -cuenta Vedher Sánchez, historiador-. Los asesoré a él y a Ángela Mejía, diciéndoles que, contrario a lo que se enseña en colegios y escuelas envigadeñas, este municipio no comenzó en 1775, con la Parroquia. Antes de eso hay 150 años de historia rural que no se puede desconocer, en la cual nacieron personajes importantes. Ella me llamaba a las once de la noche y le iba dando pautas a la narración que debían llevar a la plástica. Creo que él es un pintor buenísimo. La calidad del mural así lo demuestra. Hace cosa de año y medio, me llamó para que intercediera ante la Alcaldía para conseguir patrocinio para un viaje a Polonia. Yo hice la gestión, aunque sin resultados favorables. Ese artista no habla mucho, pero su obra habla por el”.

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Foto: Julio César Herrera

Y ¿Manuel Mejía Vallejo, dónde entra en todo esto? Zurdo era amigo suyo. No sólo porque sus familias negociaron la finca. Se conocían y reunían en Jardín de vez en cuando, a tomarse unos aguardientes –“Manuel, más que todo; yo casi nunca he sido bebedor”, dice Zurdo- y a conversar de mil cosas –Manuel, más que todo, Zurdo nunca ha sido hablador, añado yo-, sino porque esa mujer con la cual compartió afectos y concibió dos hijos, Ángela María, era familiar del escritor.

Se reunían los miércoles, después del Taller de Escritores que Manuel dirigía en la Biblioteca Piloto, en algún bar de la urbanización Carlos E. Restrepo a charlar sin tregua y a cantar tangos. El autor de Aire de Tango recibió algunos cuadros de paisajes de Sánchez. Cuadros que pintaba, como actualmente, más que todo en las horas de sombra, cuando el músculo duerme y la ambición descansa.

“Siempre he preferido pintar en la noche y la madrugada porque en ese silencio profundo a veces llegan los duendes y las musas.

Zurdo se levanta afanado para salir de casa. Tiene un compromiso a media tarde en un sitio distante de la ciudad y el tiempo apremia. Al despedirme, no me da la mano izquierda, sino la derecha. También yo. Los zurdos estamos amaestrados.

·         Bernardo Sánchez Marín, Jardín Antioquia, john saldarriaga, perfil,pintores, salderrio, Zurdo

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 Un mundo de vacas

 

 

Se mueve el negocio de cartas de amor 

 

3 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/006b05547f9e13415c2bc8b1c0de1175?s=45&d=identicon&r=GRicardo Moreno Zambrano   •  7 years ago

Inmensas e interminables felicitaciones para Zurdo. Que Dios lo bendiga y lo conserve unos 2.500 millones de años.

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/dd551ccedb065bcda45e6749d262ba85?s=45&d=identicon&r=Gjhon jairo gomez   •  7 years ago

profe, me quede impresionado,cuando lei la columna del colombiano sobre su vida. y trayectoria en la pintura, yo hoy 20 de abril llegue a su casa por casualidad y hare todo lo posible para iniciar las clases con usted, me parece un profecional en el oficio y un exelente pintor.espero aprender mucho de usted que al igual que usted me gusta mucho la noche para dibujar y pintar . ” FELICITACIONES “

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3.    http://1.gravatar.com/avatar/7a987d7d71ae2c6fc57475dd2643c89b?s=45&d=identicon&r=Gchelo   •  4 years ago

es lindo respetuoso y asquerosamente sencillo es mi profe

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Un mundo de vacas

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06. Ago 2011

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·         Narrativa urbana

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·         2 comentarios

 “Lo que más me gusta de mi oficio es que hoy estoy hablando con usté aquí; mañana, quién sabe con quién en Cali o Sampués”, dice sonriente Miguel Angel Echeverri -gorra de visera, camisa abierta, tez trigueña-, quien lleva treinta años de camionero. Y en esos treinta años ha cambiado tantas veces de camión, que con el actual, un diesel F70 que permanece encendido en el parqueadero de la Feria de Ganados, mientras él y su hijo finiquitan detalles para su viaje a Sampués, es con el que más tiempo lleva: un año. “Es que yo no me casé sino con la mujer”, explica. “Y es que yo soy del negocio y si ahora me dicen: ‘se lo compro’, pues lo vendo”. La mujer es profesora. “A ella le gusta enseñar; a mí me gusta viajar”.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2011/08/Feria-1.jpg

Y, la verdad, le gusta todo lo que tiene que ver con el viaje. La aventura, los paisajes, la carga, hablar con las persona, la comida de carretera… y hasta las varadas. Las considera parte del negocio. No reniega ni maldice cuando le ocurren, sino que simplemente estaciona su vehículo lo mejor que puede, busca el daño, lo repara o va a pie hasta el caserío más cercano a conseguir el repuesto, lo instala y parte sin novedad.

“El que maldiga porque se varó o porque tiene un infortunio, no sirve para el oficio”, señala. Se encuentra a veces con guerrilleros o paramilitares -hoy se llaman de otro modo- que lo retienen durante horas o días y él simplemente espera hasta que le permitan seguir. No está pensando en un segundo más tarde, sino en ese instante que parece un poco anterior al presente que es el ya.

“Una vez venía con una hija de Cartagena. Había un combate entre guerrilleros y paramilitares. Nos detuvieron. Ella se comía las uñas hasta hacerlas sangrar. Yo esperé tranquilo y le dije: “ellos están en lo suyo y yo estoy en lo mío”. Y las mismas palabras se las ha dicho a los mismos armados, cuando lo han amenazado con quemarle el vehículo: “usté verá si quiere dejar a mi familia aguantando hambre”, y echa pies en tierra. “Hágale, que ustedes están en lo suyo y yo estoy en lo mío…”

Es martes y todavía es muy de mañana. Unos momentos antes, don Darío Tabares, un comisionista de la Feria, se había dirigido a Miguel para decirle: “¿tenés la carrocería limpia? Es que hay un tipo que necesita llevar una carga de empaques a Sampués? Está pagando 38”. “No sé, tal vez no, porque acabé de bajar unas vacas, pero si me dan tiempo le digo al cisquero que me baje el cisco, extienda plásticos y tienda teleras. Y me avisás ligero porque están por definirme si echo más bien pa Cali en un viaje redondo”.

El cisquero es el hombre que se encarga de cambiar el cisco a las carrocerías de los camiones cargueros de ganado. El cisco es la viruta polvorienta que resulta de la madera y que sirve como de colchón para que las reses se sientan más cómodamente y también para que el estiércol pueda limpiarse más fácil al final del recorrido. Y un viaje redondo es que se va cargado y se viene de la misma forma. Miguel Ángel espera llevar aluminio y traer chatarra de un banco.

Se ve entonces a Darío Tabares, zurriago en mano, bajar presuroso las empinadas escalas que separan el parqueadero de la entrada de la Feria, revoloteando, a ver si define el viaje a Sampués; al fin y al cabo, es comisionista.
 

Miradas
La entrada de la Feria, por el lado del parqueadero es un corredor colmado de tiendas de marroquinería: carrieles, zurriagos, sogas de enlazar se ven por cantidades. Una procesión de hombres -éste es un mundo masculino en su mayor parte- vienen y van hablando de sus asuntos: “… pesó cuatro veintiocho”, se oye decir a alguien que camina en dirección a la puerta, con un compañero, sombrero blanco. “Yo le pedí 17 por esa vaca; al hombre como que le pareció caro, pero no ofreció, sino que dio media vuelta y se fue. El debería saber que esto es una feria: uno pide, él ofrece y hablamos. Pero si se va, hasta ahí llega el negocio”.

Al cabo de unos ochenta metros de pasillo y luego de pasar el puesto de información, desde el cual un par de chicas emiten mensajes todo el día -”señor Juan Vélez, es solicitado en Información… señor Juan Vélez…”- debe doblarse a la izquierda para visitar los corrales de las reses de carne. Allí les dicen “ganado flaco”. Miles de éstas entran en la madrugada del lunes, procedentes de diversos sitios del país, en especial, de la Costa Atlántica. Esas vacas, esos toros y esos terneros mantienen pendientes de quienquiera que pase por el corredor principal. Siguen a los visitantes con la mirada, como si hubieran sentido amor a primera vista, espabilan despacio con sus largas pestañas, con sensualidad, y luego miran a otros y después a otros. En ese pasillo central hay restaurantes y puestos de control. Y si alguno se detiene a detallarlas, no es raro que uno o dos animales se acerquen y hasta le laman la mano con sus lenguas de lija.
 

 

Misa
Jesús Muñoz tiene ochentaidós años. Mira con gafas el ganado desde el pasillo. Su mano derecha descansa sobre la talanquera de hierro. De la muñeca de la misma mano pende un zurriago, que más bien hace de bastón, puesto que ya no lidia con ganado. “Yo estoy es esperando que falten diez para las doce, para entrar a misa”, explica. “Me dediqué al ganao de leche toda la vida, en una tierrita de Don Matías. El ganao da, pero las personas le quitan a uno. A mí me arruinaron. Sólo quedé con una casita cerca de aquí, al otro lado del río, en la que vivo con una hija. Diario vengo caminando a misa, pues, porque me gusta ver el ganao también y porque aquí tengo amigos… ¡uno vive como se levante! Esta es mi vida”.

Y para ver las vacas, es más fácil desde unos puentes que pasan por encima de los corrales. Claro que, como todos están acostumbrados a los animales, uno ve a todo el mundo caminar así tan tranquilo entre los patios, compartiendo con los bovinos, señalándolos, sobándolos, mirando una pata, un hocico, una ubre.

Los miércoles, la actividad central está en el patio de los caballos, que se junta con el de las vacas. Estas, cuando tienen su ternero -muchos de ellos con bozal para que no mamen toda la leche-, se llama “atado”. Ese patio, con todos esos animales es conocido como el patio de la revoltura. Hasta ordeñan delante del cliente para que se dé cuenta por sí mismo cuántos litros da la vaca. Allí está el kiosco de doña Mercedes. En él desayunan, almuerzan y toman café los negociantes. “¡Un tinto!” Juan Vélez se abre paso con su voz recia, puesto que queda separado de la ventana del kiosco por un corrillo de personas que comen pan y toman café sin descargar lazos, apoyando entre sorbos el pocillo en la tabla que sirve de barra. Él tiene una finquita en Caldas, en la que unas cuantas vacas le dan el sustento. Hoy no vino a comprar ni a vender. “Sólo a ver animales”.

Algunos arrendadores ensayan caballos a la vista de todos. Galopan, trotan, corren. Guillermo Vanegas es uno de los herreros. Con sus limas, navajas, tenazas cortacascos, remachadoras y martillos, y con la pata del animal en las rodillas, corta los pedazos de casco que le han crecido, como las uñas humanas; pule la herradura cerrándola un poco de acuerdo con el tamaño y la forma del casco, abre bien los huequitos de los clavos y, ahí sí, comienza a clavar. “Yo aprendí este oficio de un amigo que se fue para Estados Unidos”, dice. “Ah, ¿él está herrando por allá?” -le pregunto, aunque también puedo estar diciendo: errando, sin hache-. “No, trabajando en lo que sea”.

La atracción de la mañana es una yegua con la columna arqueada, a tal punto que no requiere de silla ni habría cómo ponérsela. “Es que ha parido muchas veces”, explica Mazamorro, el mayor comisionista de bestias. “Tiene dieciocho años y todavía puede parir otras veces, porque una yegua puede vivir más de veinticinco años. Aunque yo creo que a ésta la sacrifican”.

La actividad es normal. Hombres con el pie en la baranda hacen negocios, comentan. Otros simplemente miran y conversan porque la feria es para ellos un lugar de encuentro. Su casa. Algunos colman las cantinas de música guasca rancheras y parrandera que hay en la entrada principal. Mientras tanto, los charcos, los corrales, el estiércol, el olor del ganado, esos hombres ensombrerados, hacen de la feria como un submundo, un pedacito de campo incrustado en la ciudad.

·         crónica, crónica urbana, feria de ganado, john saldarriaga, Medellín,salderrio

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 El tractomulero habla para no morir de soledad

 

 

La prodigiosa zurda de Bernardo Sánchez 

 

2 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/ac6ce4a5ccbe317ba1e6d205d2e4ee77?s=45&d=identicon&r=Gcarlosab   •  7 years ago

Excelente articulo..para los que nunca han ido alla es una buena descripcion de lo que sucede a diario.

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2.    http://0.gravatar.com/avatar/e68d56d1c7c4e7bf1298af4e7bb48b80?s=45&d=identicon&r=GOlga Nidia Molina Bedoya   •  7 years ago

Qué buena crónica, John Jairo. Hasta aquí me llegó el agradable olor a hato.

Cordial saludo,

Olga Nidia

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Las alfareras de Untí amasan una tradición

·         20. Sep 2011

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·         General

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La siguiente es una crónica que cuenta la agonía de una actividad tradicional: la alfarería. Si bien es una narración sobre un tema campesino en un blog dedicado más que todo a la urbe, se notan los ojos citadinos del autor, quien considera, literariamente, la vida rural igual de compleja y maravillosa que la urbana.

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Severiana Higuita y su hija, Liliana, son dos de las cuatro alfareras de Untí. Sin más herramienta que sus manos, modelan el barro que la segunda de ellas extrae de un sitio ubicado a unas dos horas a pie desde su casa. Fotos: Róbinson Sáenz.

Como Dios, Severiana y su hija, Liliana, se sientan en el quicio de su casa de paredes de cañabrava y tejas de zinc a mirar el paisaje de todos los días con una pelota de barro entre las manos para modelar figuras.

Van tomando la masa de una callana, una suerte de plato hecho de arcilla, el cual suele usarse más que todo para asar arepas en fogón de leña. En ella van remojando la pasta y tomándola poco a poco. Las dos mujeres son diestras. Por eso, en la mano izquierda descargan la bola y con la derecha van dando forma al utensilio, sin apenas mirar lo que hacen esas extremidades embarradas.

Ese paisaje de todos los días tiene por escenario el terraplén de su vereda, Untí, la única plana de Buriticá, un municipio constituido por pendientes de ochenta y noventa grados que dificultan la agricultura y más aun la ganadería porque las pobres vacas no encuentran bien de dónde agarrarse; por techo, un cielo nublado.

Ellas tienen ahí delante un naranjo agrio, algunas de las quince precarias viviendas que conforman la vereda, de las cuales, solo una, que apenas están construyendo, tiene el baño adentro.

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En un segundo plano, tapada con árboles, está la casa de las alfareras de esta historia. En primer plano, las de sus vecinos.

Ven pasar a cada rato a su marrana negra, un animal al que llaman Runcha, “como se les dice por aquí a los marranos”. La puerca suele ir acompañada del cerdo de un vecino. Ambos llevan una horqueta de palo sobre su cuello para “que no entren en algún sembrado y lo dañen”. Una piara conformada por cochinos recién nacidos va por ahí roncando y asustándose por todo. Una gallina con sus pollitos –también suyos- da vueltas por el terraplén. Más lejos, cerca de la entrada y salida de la vereda por la quebrada Remango, hay una oveja suelta y con su lana curtida por el polvo.

Las dos mujeres respiran un aire tibio con olor a hierba y a barro, y observan, a dos cadenas montañosas de distancia, un fuerte aguacero. No tienen que ser indígenas ni zahoríes para saber que en menos de una hora en este caserío caerá un chubasco igual.

Severiana dice que se aburre en Untí, de tanto ver lo mismo. Liliana ríe al escucharla. La verdad, ella ríe de todo.

Legado ancestral

En Untí nadie sabe nada de ancestros indígenas. Sólo que Buriticá fue un gran cacique: una escultura lo recuerda en el Parque Central. Al menos, nada saben conscientemente. Porque Severiana Higuita y su hija, Liliana Higuita y dos mujeres de otras familias –María del Socorro Higuita y Marina Jaramillo, “aunque Marina ahora no trabaja, por enferma”-, conservan esa tradición que, sin duda, se hunde en los siglos: la alfarería.

“A mí me enseñó mi mamá, María Eva –dice Severiana-; a ella, mi abuela; a mi abuela, mi bisabuela y a mi bisabuela, mi tatarabuela. De ahí hacia arriba no sé más. Y yo le enseñé a mi hija”. Además del saber, Severiana heredó de su madre esta casa. Y una tinaja. La vasija está rota en varios pedazos, pero como fue de la madre, Severiana la remendó y dejó en el suelo, en medio de su rancho mal iluminado. La usa para guardar maíz.

Severiana cuenta que, de niña, tuvo dos hermanos y una hermana. Que los primeros murieron cuando estaban pequeños; que su hermana logró hacerse adulta, “pero se rodó”: se fue a un abismo y murió. “A ella, mi mamá también le enseñó a trabajar el barro”. Su madre falleció de sesenta años, en 1988.

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Como lombrices

Catorce callanas y la tapa de una olla se secan al aire apoyadas de plancho sobre una banqueta, junto a la pared cariada.

En la estrecha cocina, situada bajo el mismo alero del corredor frontal en que están las mujeres, hay una olla también secándose, al lado del fogón apagado que huele a cenizas frías. Para ella es la tapa que está junto a las callanas. Salvo la olla, que es para la misma casa, este es el pedido del fin de semana de una de las tiendas centrales de Buriticá. El único pedido que tienen. Ya son pocos quienes usan callanas, dice Severiana, porque ya son escasas las personas que usan fogón de leña para cocinar.

Ellas suelen hacer tinajas, calabazos, platos, pocillos, marranos para alcancía, materas, muñecos… lo que sea. Todo a mano. Pero los pedidos son cada vez más escasos.

Liliana es una chica de veinte años, rubia y delgada, más tímida que un caracol. Apenas sí habla por la turbación. Ríe. Dice que es ella quien va a buscar el barro, cada que hay pedido. Su madre no va porque hace más de dos años “me cayó una enfermedad que me dejó tullida”.

La “mina de barro”, como dicen las dos, está situada a un par de horas de Untí, muy cerca de la vereda Sincierco. Liliana lo extrae con una pala, lo empaca en un costal y lo lleva a su casa sobre su espalda. “Cuando ha llovido y está mojado –ríe Liliana-, pesa tres veces más que cuando está seco”. Pero, a pesar de su delgadez, es una chica fuerte: cuando apenas iba para su casa, unos minutos antes, en compañía de Piedad Méndez, una mujer que ha sido profesora de la vereda más lejana de Buriticá, Conejo, la vimos pasar con un atado de leña sobre sus hombros y la saludamos. Descargó el lío para resoplar de cansancio. Cuando la dejamos atrás fue cuando la profesora dijo: ella es la alfarera. Luego, Liliana llegó a su casa casi pisándonos los talones. Descargó los palos en el corredor de la vivienda para que quedaran cubiertos con el alero de la inminente lluvia. “Es la leña que servirá para cocer los utensilios, después del aguacero que viene”, ríe Liliana.

“Este arte es muy sencillo-resume Severiana:- ella trae el barro, lo remoja y lo pisa con una piedra sobre el metate para sacarle las piedritas; como puede, me pasa cargada desde mi cama hasta aquí y me deja sentada para ayudarle; armamos las callanas y las demás piezas que nos hayan encargado: si el barro está bueno, podemos hacer cada una de a diez figuras en dos horas; de ahí, las dejamos secar, como usted las ve; más tarde, las raspamos para que queden lisas, y, por último, hacemos una cama de leña y encendemos un fuego para cocerlas. Ahí sí, a venderlas para poder comprarnos el maíz y el arroz”.

Un pilón está acostado en el suelo. La mano del pilón, también. Aquél, por el extremo más ancho, sirve de asiento a quien llegue a visitarlas.

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Los pedidos son escasos. Los más "grandes" son de callanas.

“Aquí nos ve: viviendo del barro como lombrices”, dice la madre y ambas se quedan suspendidas en el tiempo y en el espacio, esperando que llueva y escampe para quemar sus callanas.

Al fin, llueve. Y escampa.

Al día siguiente, sábado, en el único viaje que hace el bus de escalera que recorre la solitaria carretera terciaria de Buriticá, se ve llegar Liliana, la alfarera, a la cabecera municipal. Cuando el automotor termina de rodear el parque, desciende deprisa y avanza dando zancadas, con un costal de fibra sintética visiblemente pesado sobre su hombro derecho, hasta una tienda de la esquina, El Colmado, frente al templo de San Antonio.

Parada delante del mostrador, deshace el nudo del empaque para dejar ver otra bolsa, ésta de tela como una funda de almohada, más apretada aun. Al verme, ríe y extrae una callana, la segunda, y me dice: “aquí está la suya. Vale dos mil pesos”.

Eso valen sus callanas. Con los veintiocho mil que reunirá en su venta, comprará arroz y maíz para darle de comer al pilón que se aburre en su casa haciendo las veces de asiento.

Fin

 

( Apéndice (in) necesario

Arriba, en la montaña, está Untí. Y no solo porque este lugar esté situado sobre una meseta, sino porque esa voz indígena, de la lengua de los catíos, quiere decir arriba, en la montaña, según me informaría dos días más tarde de la visita a las alfareras, Guzmán Cáizamo, dirigente de la Organización Indígena de Antioquia.
Cuentan en Buriticá que en este sitio estuvo alguna vez la población principal, pero que por factores de violencia la trasladaron al sitio actual.
Untí está situado a media hora en carro desde la cabecera, hacia el Norte. Se llega por la única carretera terciaria del municipio, destapada pero en buen estado, la cual termina unas dos horas más adelante, en el corregimiento Tabacal.
Algunos habitantes de Untí buscan oro en el río Cauca).

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Rosa Amanda calma hambres en la Nutibara

·         12. Sep 2011

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Pensar que Rosa Amanda Muriel almuerza desde las diez y media, cuando muchos están apenas desayunando. Y que lo hace parada en pleno Centro, en la acera de la Plazuela Nutibara, a los ojos del mundo.

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Con el fruto de su trabajo, Rosa Amanda Muriel compró casa en San Javier, hace nueve años. Es de tablas. Lentamente, dice, la va cambiando por materiales. Fotos: Manuel Saldarriaga

Con un cucharón, sirve primero la sopa, en un plato hondo de icopor, y se para a tomarla al lado de ese cochecito de bebé transformado en restaurante rodante.

No tarda. Sus movimientos son rápidos, pero no parecen apurados, como sucede con los de quienes tienen mucha pericia en un oficio. Parece ignorar que a sus espaldas, por plena avenida Primero de Mayo, buses bajan raudos, como si sus conductores compitieran por llegar al cruce de Bolívar y ganarse el semáforo en verde o, por lo menos, en amarillo.

De tanto oler los olores de la urbe, su nariz no se da cuenta de que el aire apesta a gasolina quemada, la del humo de los autos. Y ni siquiera que el olor de los alimentos se esfuerza por abrirse paso a codazos por entre ese olor dominante.

Cuando termina la sopa -hoy es de legumbres y se ven dos o tres carnes agarradas de sus huesos, náufragos en la fuente de líquido espeso y amarillo-, sirve el seco: un pocillo rebosante de arroz blanco –dos o tres granos caen del plato al suelo-; con otro cucharón y de otra caneca, extrae la carne en polvo, y de una tercera, espaguetis y tajadas de plátano. Va poniendo todo encima del arroz. Hubiera podido escoger chicharrón, en vez de carne molida, pero hoy no le apetece.

En menos de siete minutos, ha deglutido su almuerzo y echado cuchara y platos sucios en la bolsa de la basura. Después de esto, tarda un minuto más en llenar un vaso desechable de refresco rojo, que vierte de un galón que, hasta este momento, ha descansado en el suelo, al otro lado del cochecito, y en beberlo de tres sorbos grandes y sonoros.

Comensales

Es que Amanda sabe que si no aprovecha para almorzar apenas llega, recién baja de su casa en San Javier, se queda sin almuerzo. Y sería irónico o sonaría a chiste de mal gusto que se quedara sin comer, sabiendo que ella es quien cocina y es la dueña del restaurante rodante desde hace más de 30 años.

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Ella no sirve para sí misma un almuerzo mejor ni peor que para sus comensales, quienes, después de verla tragar el último sorbo de refresco y botar también el vaso en la bolsa de los desechos, comienzan a acudir a pedirle su ración.

“¡La hora feliz!” Exclama un vendedor de burbujas por todo saludo.

Ellos almuerzan a esta hora porque esa comida les sirve también de desayuno.

No llueve. La voz del primero de sus clientes, un hombre que empuja una carretilla de “ponche chino”, le llega a ella por entre el humo y por debajo de los interminables parloteos de las aves que, por decenas, retozan en las copas de las palmeras de la plazoleta.

“¿Esas son guacamayas?” Pregunta un vendedor de golosinas, quien descuelga de su cuello el cajón y lo descarga en el suelo a dos pasos suyos. Él se sienta en el muro de la jardinera, en medio de otros hombres que también van a almorzar.

“No. Son loros -le informa un jubilado que nada vende, que va a este sitio del centro todos los días solamente a existir, a ver pasar la vida-. No faltan un solo día -y agrega:- ellos como que encuentran una semillitas allá arriba, en las copas. A veces hasta pelean por ellas. Si viera”.

No le tienen que decir nada: Amanda ya está sirviéndoles el almuerzo y se los va entregando en orden de llegada. Los conoce tanto, que hasta sabe sus caprichos. A quién le debe echar un poco menos de arroz; a quién, una tajada adicional; a quién todo mezclado…

Un hombre estaciona un Mazda de un rojo deslustrado por la intemperie frente al restaurante rodante. Es transportador pirata, dice. Hace sus recorridos más que todo en algunos barrios altos -señala con su diestra un amplio sector, al Oriente- y, de vez en cuando, hasta le ha tocado llevar la carga de alguna colega de Amanda. Son tres en este sitio. Explica que él almuerza aquí, “no tanto por el precio, mil quinientos pesos, sino por la sazón, viejito. Ah, y porque el menú es variado; no crea que aquí se come todos los días lo mismo”.

Amanda ya tiene comiendo a dos docenas de personas, las cuales se van diseminando por toda la Plazuela. Se les ve, a unas, comiendo de pie frente a la fuente seca; a otros, sentados en las jardineras de las mismas palmas que en sus copas albergan pajarracos, también comiendo. Otros tantos debajo del viaducto del metro. Hay quienes se han llevados sus platos hasta la otra acera, la del Hotel Nutibara.

Almuerzos incompletos

Amanda Muriel recuerda que, cuando comenzó, “abría” su negocio bajo alguna sombra de El Hueco. “El almuerzo valía, ¿cómo era la cosa?, veinte pesos”. Igual que hoy, alcanzaba a vender unos cien almuerzos.

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Lo difícil, cuenta mientras sigue despachando a hombres y mujeres de oficios sencillos que van arrimando y simplemente se detienen junto a ella para que se entere de que va a almorzar, no es levantarse a las cuatro de la mañana a prepararlo todo. Qué va. Desde que era una niña en Ituango, donde nació, está enseñada a trabajar sin tregua, desde la madrugada hasta el anochecer. Lo más difícil, dice, es encaramarse con su restaurante a los buses. Y eso que ya la conocen. Los conductores detienen a fondo su automotor, le abren la puerta de atrás y saben que deben esperar hasta que esta mujer trigueña, de pelo recortado y coronada de gorra, logra encaramar las canecas de alimentos y el galón de refresco, las bolsas de los platos y los cubiertos y el cochecito. Después, la misma historia, al llegar al centro, para descender.

Doce y veinte. Los loros siguen parloteando en lo alto.

“¿Hay almuerzo?”, pregunta una vendedora de llamadas por teléfono móvil, una mujer negra y delgada, quien acude al restaurante ambulante con su chaleco que dice por todas partes “minuto a $150” y un letrero de tela que lo confirma, por si persiste alguna duda.

“No queda”, contesta Amanda mientras aprovecha el paso de una barrendera para echar la bolsa de la basura en la caneca rodante de ésta. La minutera, incrédula, se asoma para mirar el fondo las canecas.

“¿Y eso qué es?” “Arroz, no más, querida. Y tajadas. Es lo que hay ya. Mire a ver qué tienen las otras”.

Ya los zapatos de Amanda saben que deben encaminarse a la Plaza Minorista. Allá, regala las sobras limpias a indigentes, como almuerzos incompletos. Después, se encuentra con su esposo en su puesto de quincalla y se sienta a esperarlo hasta las cinco, hora de volver a casa.

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Se mueve el negocio de las cartas de amor

·         02. Sep 2011

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En El Ocio hay un letrero que dice: «Se escriben cartas de Amor y demás». Y debajo de éste, una frase escrita con la misma caligrafía: «La palabra le habla a la mudez del silencio y alimenta de encanto la sensibilidad».

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Jorge Humberto Restrepo. Fotos: Julio César Herrera

Jorge Humberto Restrepo no vive de escribir cartas de amor porque es demasiado romántico para ponerles precio. Él deja, más bien, que éste salga del corazón del cliente. En ese letrero de la librería envigadeña no dice que escribe lo que le encarguen: epitalamios; elegías; panegíricos; cartas de amor, de amistad, de negocios y de cualquier circunstancia; reflexiones; crónicas; cuentos, y novelas.

“Es que siempre he sido así: cobro el córner y también voy a cabecearlo”.

Comenzó a hacerlo después de un trasegar por Venezuela y Colombia atendiendo en clubes y decorando viviendas y oficinas. Pues la vena poética que heredó de su padre, apodado el Genio, quien fuera profesor, heraldista –hizo el escudo del municipio de Caldas-, bohemio y crucigramista, tuvo que esperar para poderse imponer. Cuando era niño, en su casa eran comunes las visitas de Rodrigo Arenas Betancourt, Ramón Vásquez y de escritores y poetas que leían y conversaban con su padre. Lo más sentido siempre lo he guardado en el sagrario de mi corazón. Lee una carta que acaba de escribir. Se la encargó un hombre divorciado, “de espíritu libre, muy sensible y romántico”, quien, al parecer, “se equivocó, tuvo una desfachatez” con una mujer soltera y conservadora en sus costumbres, a la cual respeta, y por eso intenta disculparse con esa carta en la que también le dice: usted es la mujer ideal y perfecta sobre la que siempre han estado posados mis ojos, aunque le aclara que mi corazón es libre… al igual que el suyo.

Para escribir una carta de amor, Jorge Humberto pide una descripción de la persona amada, la destinataria. Tanto de su aspecto físico como de su personalidad. Requiere los detalles de la situación: si es una declaración de amor o es una reconquista, unas disculpas por un desliz o un saludo de aniversario. Y mientras conversa con el cliente de la carta, el remitente, aguza sus sentidos para percibir el grado de introversión o extroversión de éste, así como su forma de expresarse. Si es lacónico o locuaz. Si es de hablar sencillo o florido. “Lo esencial es que trato de entender muy bien las circunstancias y de meterme en el personaje emisor o remitente para no traicionar sus pensamientos y sentimientos, así como de concentrarme en la forma cómo puedo tocar el corazón de la persona destinataria”. Y por lo general, el cliente es quien termina por decirle si quiere una misiva “que parezca suya, con sus palabras” o que la escriba con toda la libertad.

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Mis ojos están empapados de felicidad y de amor, también de agradecimiento, mandó decir un tal Fabio a una tal Deisy, en el primer año de su relación: Tú eres el pedazo de cielo al cual miro buscando luz y fe (…) Sólo una flor te quiero dar, en ella va mi mundo y todo mi amor. Es una carta titulada: “Trozo de cielo”. Todas sus cartas tienen título… a menos que no sea de amor.

…Y demás

 Y es que Jorge Humberto escribe cualquier tipo de cartas. Y ninguna se parece a otra porque, aunque las guarda, tanto las que él escribe a mano como las que le digitan en computador, al que no le gusta acceder, no toma prestadas ideas ni frases de una para otra.

Hace unos días, alguien lo buscó para que le escribiera una epístola en la cual le dijera a sus hijos que cesaran los tratos hostiles en la casa. Los silencios rabiosos, las peleas. Que recompusieran la armonía del hogar. Hace otros días, le encargaron otra para el grado de una estudiante, una sobrina suya, de la cual hizo una evocación de sus cosas de niña y adolescente. Y también discursos.

Precisamente, todo este “negocio” de escritos por contrato comenzó hace 15 años. Le publicaron más de 60 columnas de opinión en EL COLOMBIANO. Por esos días, y en vista del talento del columnista, un amigo lo abordó para decirle que se le había muerto un pariente y que él deseaba leer algún escrito en su funeral. “¿Y cómo es él?” Le preguntó el hijo del Genio. Y esa noche se propuso “tocar el corazón” de los asistentes al ritual.

“Es el trasegar por la vida; sufrir el dolor, que también me ha tocado; la sensibilidad con la Naturaleza; gozar de una gran memoria e internarme en los problemas de las personas” lo que consigue que Restrepo siga haciendo cartas de amor y de todos los temas. “Si esas cartas no consiguieran los resultados esperados, yo no las seguiría haciendo”.

¿Y las ha hecho también para alimentar sus amores, para conquistar a alguien o para expresar el arrepentimiento por algún desliz propio?

“Por supuesto. Pero esas no las muestro jamás. Están bien guardadas en un baúl y en mi corazón para que no las encuentre nadie”.

Una crónica poética

El sonido del agua de una pequeña fuente que adorna la sala de su casa, situada en el barrio El Dorado, de Envigado, es la música de fondo de la conversación, de la lectura de las cartas de amor. Un Cristo en la pared y una virgen de yeso frente a él, en un pedestal, iluminados por un gran cirio, complementan la decoración.

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Cuenta que suspendió la edición de La vitrola, una revista de música que alcanzó hasta el octavo número, pero que con promesas de coleccionistas de música antigua, espera que el noveno número aparezca en 2012. Es de música. Prepara algunos escritos sobre sitios donde se escucha, géneros, músicos, cantantes y coleccionistas.

Hace unos días le encargaron una “crónica poética y lírica” sobre La Catedral. Se titula Preludio de luz. No mencionó en ningún momento el nombre de Pablo Escobar. No tiene nombres, no tiene datos. Mientras lee las tres páginas, tomo nota de frases que hablan de dos momentos históricos de ese sitio del suroriente de Envigado. Uno pasado, cuando albergó la cárcel, y otro presente, un lugar de oración. Los compara, valiéndose de una sobrecarga de adjetivos y lenguaje florido, “como me la encargaron”. He aquí lo que anoto: “infierno del espanto”, “hervidero de maldad”, “silbido lóbrego y pavoroso”, “dinero maldito y corrompido”, “delirio sin control”, “megalomanía”, “tierra abonada con arcilla humana”, “paradisíaco lugar”, “hermosura”, “privilegiado paraje”, “donde abunda el pecado sobreabunda la gracia”, “ensueños de magia y fantasía”, “sitio exquisito para hospedería y abandonos espirituales”, “la fantasía vive de fiesta allí”.

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Vida de un cuidador de tumbas

·         03. Nov 2011

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Para ganarse la vida,  Iván Darío Ramírez Grisales les lava las casas a los muertos.

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Fotos: Jaime Pérez

Desde hace más de quince años, esa es su labor. Todos los días llega temprano al cementerio Campos de Paz, procedente de su casa en Santa Elena. Luego de saludar a sus amigos vivos, los vendedores de flores, en especial a los Grajales, los del puesto del extremo, toma sus útiles de trabajo, los cuales suele guardar en éste, y dirige sus pasos al campo sembrado de tumbas.
Como el dos es día de los Fieles Difuntos, según el Calendario Católico, y en general noviembre es mes de los muertos, este mortal atraviesa una especie de temporada alta para su necronegocio. Los deudos quieren tener resplandecientes las tumbas de sus seres queridos.

En la soleada mañana, los alcaravanes le dieron la bienvenida a prudente distancia. Olía a césped recién cortado. No a flores. Ivan fue planeando en su mente lo que debía hacer. Primero, arreglar floreros de algunas tumbas; después, pegar las paredes marmóreas de unos de éstos, cuyo pegante se ha cristalizado con los años o, mejor, con la intemperie; más tarde, cuando los obreros del corte hubieran terminado la poda cerca de las tumbas cuyo mantenimiento le corresponde, debería barrer con su cepillo las losas, para retirar los fragmentos de hierba: en muchas de ellas ya habían formado un tapiz verde que impedía leer mensajes como el de Carlos Mauro Hoyos, el procurador, asesinado en enero de 1988, que dice: Hago una convocatoria a la solidaridad. En el país no hay solidaridad permanente, hay una solidaridad de 24, 48 horas o de un minuto de silencio cuando matan a un personaje…

Para colmo, esas letras en bajorrelieve se están borrando. En breve, los familiares le dirán a Iván Darío que tome un pincel y las retoque con pintura negra.

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Como es de Santa Elena y hasta ha sido silletero, ese asunto de la estética está vivo en él. Está preparado para que alguna persona le pida un arreglo en forma de veladora o de canasta o de corazón, elementos formados con flores, más que todo gladiolos y gíngeres.

Nacido el 23 de abril de 1959, se dedicó primero a cultivar flores y hortalizas en la finca paterna, en la vereda San Miguel, de Santa Elena, donde todavía habita. Más tarde, a vender ambas mercancías en una esquina de Belén, para lo cual solía bajar del corregimiento en el Apolo XI, un bus de escalera que comienza su recorrido a media noche y en la madrugada entra a la urbe con una carga de humanos medio dormidos en las bancas y líos de flores, mostaza y verduras en el capacete.

Un día de 1994, Antonio Grajales, el papá de los vendedores del puesto de flores de Campos de Paz, lo llamó para que brillara losas. Era tanto el trabajo, que requería ayuda. “Eran tiempos mejores; había más plata y casi toda la gente mandaba a limpiar y brillar las tumbas de sus seres queridos”, cree Iván Darío.

Grajales le cedía solamente las brilladas de los mármoles con cera de pisos. No los arreglos ni las limpiezas. Y le pagaba a 10.000 pesos al día. El oficio apareció en un momento oportuno, porque al decir de Iván, la calle se había vuelto dura, las ventas habían aflojado.
 

 

Buena compañía
“Al principio me daba como verrionderita trabajar en el cementerio”. ¿Susto? “Sí, susto”. Pero eso va pasando.  Aunque sólo a él le sucedía. Su esposa, Beatriz Elena Atehortúa, sus hijos Astrid Elena, Iván Alberto y Edwin Camilo, a quienes “levanté y di el estudio con esto de los muertos”, no les ha parecido cosa de otro mundo. Notaron desde el principio que era rentable y “no había que aportar principal para nada”, es decir, no requería capital. Ellos mismos, “incluida la muchachona”, le ayudaban cuando iban terminando el bachillerato y no habían conseguido trabajo.

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¿Qué es la muerte? La muerte no es nada. Sólo me he refugiado en la habitación de al lado. Llámame por mi diminutivo de siempre… “Sí hay mensajes muy bonitos y conmovedores. Son como poemas escritos en la losa”, comentó Iván, quien, en tantos años, ha leído muchos de ellos.

Todo el día habría ruido. Lo adivinó tan pronto aspiró el olor a hierba recién cortada. Porque además del esporádico rugido de los motores de los aviones que pasaban volando bajo para aterrizar en el Olaya Herrera, no tardarían en encender de nuevo los de las podadoras.

Pero el Sol estaba de su parte. En días azules como éste, no hay que lidiar tanto con el bendito pantano que va a pegarse en las cruces y en las alas de los ángeles de yeso, esos que tocan trompeta o piden silencio.

Iván considera noble ese gesto de los parientes de encargar el aseo de las tumbas, el arreglo de los floreros con flores nuevas y el brillo de los mármoles. Es su forma de expresar cariño a los seres que ya no están físicamente presentes. “¿Si alguien se murió, uno lo va a abandonar? No. Después de muerto también lo debe tener en cuenta. Con la muerte no termina todo”, reflexionó este hombre a quien no le da miedo morirse, sino la forma en que suceda.

“Cuando yo muera, que también le hagan mantenimiento a mi tumba. Que la pinten. Que le pongan flores. Pero no me gustaría estar en tierra, como las que atiendo, sino en bóveda”.

Y tomando la cera y los trapos y el cepillo, en un ademán de prisa ante un día que prometía ser largo e intenso, se volvió para decirme: “los muertos son buena compañía: son silenciosos; al menos no hablan mal de nadie”. Y sus últimas palabras quedaron subyugadas por el ruido de los motores de las podadoras, que en ese momento se encendieron.

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Radio Reloj: una sesentona que acompaña cada segundo

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29. Dic 2011

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Una tarde de junio de 1969. Rodrigo Londoño Pasos había acabado de mirar uno de los tres relojes de la pared, el que marcaba la hora de Colombia, y se había acercado al micrófono para decir: “en Radio Reloj son las cinco y treinta y un minutos. Radio Reloj, la emisora de todas las horas”. Había dejado rodar una canción cuando entró al estudio el cumbiambero Gabriel Romero, jadeante, con el disco recién prensado de La Piragua. “Ponlo, que está calientico”.

El locutor, conocido en el mundo de la radio como el Juvenil y quien actualmente narra los partidos de fútbol de los equipos antioqueños cuando son visitantes en los estadios del país, fue “relojero”, como suelen decirles a quienes dan la hora en las emisoras. En Radio Reloj permaneció desde 1963 hasta 1975, primero como supernumerario y después como titular.

“¡Me vas a hacer echar!” Repuso, pero de todos modos recibió el disco para ponerlo. Fue tal la aceptación inmediata de los oyentes de esa canción de José Barros interpretada por Romero y los Black Stars, que los teléfonos repicaron sin tregua para solicitar su repetición. Londoño Pasos optó por consultar en la gerencia, donde le respondieron: “si a los oyentes les gustó tanto, pásela cada veinte minutos”.

Era la época en la cual, los locutores de Reloj, unas verdaderas estrellas, se veían por la vitrina desde la calle, como se ven los maniquíes y la ropa exhibida en ciertos almacenes. Los veían poner los discos y cuando había artistas, como en este caso, los peatones se detenían ante la vitrina de esa emisora situada en Maracaibo con la que hoy es la Avenida Oriental, a mirarlos. Los buses de Boston y de Sucre pasaban por esa vía y debían detenerse para hacer con cuidado el cruce, mientras lo cual los pasajeros giraban la cabeza hacia la vitrina.

Radio Reloj es una emisora sesentona. Fue fundada en noviembre de 1951 y hace parte del primer sistema nacional de emisoras con el mismo nombre. En Colombia llegaron a funcionar más de doce Radio Reloj, pero el sistema se acabó en 2008 cuando casi todas ellas cambiaron de nombre, muchas de ellas por Oxígeno, y quedó solamente la de los paisas.

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Rodrigo Londoño Pasos, el Juve. Foto: John Saldarriaga

Antes de ser locutor, Rodrigo era un oyente más de la emisora y recuerda, entre otras voces, la de Eduardo Villalba, quien después habría de trabajar en La Voz de Las Américas y sostener por más de treinta años el programa La Hora Costeña. Y con él, a Alberto González Epañita, un hombre que compensaba alguna malformación física que tenía con una voz vibrante y una personalidad arrolladora. Fue director de Reloj. Y alternaba sus jornadas de relojero con la grabación de radionovelas en La Voz de Antioquia, también de Caracol.

“Uno de los éxitos de Radio Reloj era el servicio de despertador”, recuerda Orlando Patiño Valencia, quien fue de Reloj y ahora se conoce por su espacio Una Hora con los Solistas de la Sonora, que emite Latina Stereo. “Las personas que debían madrugar por asuntos de viaje o de trabajo se hacían anotar y, en la madrugada del día siguiente, desde las dos, tres operadoras se encargaban de despertarlas. Llamaban por ahí hasta las siete de la mañana”, dice Patiño, entre sorbos de su infaltable coca-cola helada.

Luis Peña, Pedro Nel Toro, Olson Reyes, Carlos Posada Uribe, Ernesto Vélez, William Cardona, Arturo Bustamante -quien después sería dirigente deportivo-, Elkin Becerra, Jaime Villa, Guillermo Giraldo, Javier Tabares, son algunas de las voces que recuerdan Rodrigo y Orlando de esa época del sesenta. Y anotan tres sedes: la de maracaibo, solo que en algún momento entraron la emisora a un sitio invisible desde afuera; Junín con Colombia, en el antiguo Edificio de Coltejer, y el actual de Laureles.

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Los locutores actuales de Radio Reloj: El Fabuloso Juan Carlos Herrrera, Luis Carlos Sánchez, Fernando Valencia Henao, Jota Vargas y Gloria Vasco. En la foto falta Jaime Sánchez, quien trabaja en el horario nocturno. Foto: Julio César Herrera

“Los servicios sociales eran más amplios anteriormente -recuerda Jairo Luis García, locutor de Latina Stereo, quien también fue relojero en los años setenta, unos años en la emisora homónima de Bucaramanga y otros en la de Medellín-. No solo nos ocupábamos de documentos perdidos, sino también de ofertas de empleo y de compra y venta de casas, carros y muebles que la gente deseara negociar”.

Con Jairo Luis también trabajaron en los años setenta Leonel Mazo Gallego, quien identificó por años El Cofrecito de los Recuerdos, un cancionero de música muy antigua que se emite en las mañanas de domingo; Ernesto Vélez, quien hizo famosa su exclamación: “¡A gozar!”, en el programa Tardes Bailables; Martín Múnera, a quien mataron en un bus inyectándole una jeringa de cianuro; Rafael Díaz, quien inmortalizó su voz en el pop Me gustas tú, de Manu Chao, en el que alterna con la de una mujer de la Radio Reloj de Cuba.

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Fernando Valencia Henao, el director, conduce el programa El Cofrecito de los Recuerdos, en las mañanas de domingo.

En los tiempos relojeros de Rodrigo, los locutores hacían el control de audio. Ellos mismos ponían los discos y las cuñas publicitarias. Fue cuando éstas comenzaron a grabarse en cartuchos, unos carreteles de cinta, que en las emisoras decidieron que debía haber un operador de audio aparte del locutor. Después, cuando casetes y discos fueron remplazados por discos compactos y, éstos por computador, una sola persona hace todo, hasta hablar con los oyentes.

“Cuando poníamos long plays -recuerda Fernando Valencia Henao, actual director, quien trabajó de locutor supernumerario bajo la dirección de Carlos Posada Uribe-, uno aprovechaba algunas canciones largas para ir a orinar o a comer alguna cosita, como El camionero, de Roberto Carlos o el Mosaico de los Corraleros de Majagual”.

Por cierto, Fernando recuerda que cuando la emisora cambió de frecuencia, de la 1080 AM a los 830 AM que está ahora, su director, Carlos Posada Uribe, lloró.

“Reloj siempre ha sido una emisora en la cual la música da la vuelta completa -describe Jairo Luis García-. Es decir, pone tangos, tropical, boleros, carrilera, andina, baladas… Es variada”.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2011/12/A-1-2284235.jpg

Carlos Posada Uribe fue locutor en los años sesenta y, años más tarde, director de la emisora. Comparte con Sandra Yanet Ospina, locutora que se retiró de Reloj para dedicarse al canto.

Y variada es la programación de esta frecuencia desde hace 30 años cuando decidieron que sería una emisora magazín. Es decir, que además de musical iba a ser informativa y deportiva. Los noticieros populares Cómo Amaneció Medellín, Cómo Va Medellín y, por muy corto tiempo Cómo Anocheció Medellín, con locutores que se han robado el protagonismo por encima de los periodistas y hasta de los hechos noticiosos: Diego Vargas Escobar, Iván Zapata Isaza, Oswaldo “Speedy” González, Edgar Gallego Orrego y, actualmente, Jorge Carrasquilla, quien también hace trovas y cuenta chistes. Y, por supuesto, en lo deportivo, el programa Wbeimar Lo Dice y las transmisiones futboleras desde los estadios, bajo la dirección de Wbeimar Muñoz Ceballos.

“Queremos que los oyentes encuentren en Radio Reloj todo lo que les gusta, sin tener que moverse”, dice Fernando Valencia Henao.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2011/12/Eduardo-Enrique-Villalba1.jpg

Eduardo Villalba, locutor. Ya murió.

Hoy, los locutores de Radio Reloj son Gloria Vasco, Luis Carlos Sánchez, Jaime Sánchez, J. Vargas y Juan Carlos Herrera. La pionera de las mujeres locutoras fue Sandra Yanet Ospina, a quien los oyentes recuerdan intercambiando comentarios jocosos con Carrasquilla, en el noticiero. Sólo desde 2005 abrieron el micrófono a voces femeninas. No ha sido fácil: hay un sector de los oyentes que, entre su tradicionalismo incluye el machismo y no les perdonaban error, aunque fuera en la pronunciación del acento en algún apellido de un artista, porque llamaban a regañarlas. Pero con el tiempo, las han ido acogiendo con cariño. Y hasta no faltan los enamorados que llaman a lisonjearlas.

Fernando Valencia revela que si los años de Reloj han sido dorados todos, los que vendrán no serán menos. La evolución tecnológica no se detiene. Si algunos creen que el AM está en desventaja con el FM, ya existe una tecnología que da el excelente sonido del segundo al amplio alcance del primero. Se llama AM Stereo. Ya las emisoras de la compañía en la península ibérica cuentan con ella. En breve, Radio Reloj y las demás emisoras caracoleras la tendrán.

Y en cuanto a la hora, ¿sí es tan exacta? Está basada en un reloj satelital sincronizado con la del meridiano de Greenwich: ni se adelanta ni se atrasa.

·         crónica, john saldarriaga, Medellín, Radio Reloj, salderrio

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 Patachuma le canta a su pueblo

 

 

Medellín tiene quien le cante 

 

29 comments

1.    http://0.gravatar.com/avatar/6ff03f06a8d8e36317aa469f51c6d686?s=45&d=identicon&r=GSamuel Mejia B.   •  7 years ago

Qué buen artículo y cuántos recuerdos han venido a la memoria al recordar esa querida emisora y todos los excelentes locutores que en ella trabajaron.Una emisora sin chabacanerías ni groserías y música popular de lo mejor de los años 50s y subsiguientes.Estoy lejos de Colombia,hace 35 años y ni en Venezuela,ni en Estados Unidos,he podido escuchar buenas emisoras y desafortunadamente cuando he vuelto a Medellín,no tengo mucho tiempo de escuchar radio y lo que se escucha a veces es de mala calidad. Que se repita lo bueno!

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2.    http://1.gravatar.com/avatar/7087463bfdd620d01207129532e72d89?s=45&d=identicon&r=Goctavio mazo castañeda   •  7 years ago

los felicito por su cumpleaños.es una emisora que siempre la escucho como tardes bailables,sigan adelante ya que el tiempo los años son los que premian tanto esfuerzo ya que la mayoría de los que an pasado por esta emisora an trabajado con las uñas,los felicito y no boten los lp,ya que son unas reliquias inconseguibles felicidades,hasta pronto,muchas gracias

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3.    http://0.gravatar.com/avatar/e696877648d5c4ca3f5a981414219234?s=45&d=identicon&r=Gpantaleòn velèz v   •  7 years ago

hoy que han pasado los años se ve y se siente la nostalgia,de la forma en que se hacia la noticia y la radio informativa.radio relog.sigo siendo un adicto à la escucha de sus programas,los domingos,ytodoslos dias escucho sus programas,ojala le dieran màs prograciòn,y ojala no la dejen de emitir ,sigan con la muy buena labor que han hecho vien durante tantos años felicitaciones,RADIOREJOG.LA GRANDE DE COLOMBIA,ANTIOQUEÑOS,TENEMOS QUE APOYAR LO NUESTRO VIVA ANTIOQUIA,LA GRANDE…

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4.    http://1.gravatar.com/avatar/7ebf3dec1142eef4775e20d89b0e0a1a?s=45&d=identicon&r=Gluis a rincon o   •  7 years ago

Fabuloso comentetario,siempre que voy la sintonizo como mi companera en la noche,desafortunadamente la de Bogota esta fuera del aire pero de todas maneras en Cali,la costa y el eje cafetero sigue como la de todas las horas,reitero mi nostalgia por la de Bogota que nacio en la calle 12 en vitrina de los estudios de la nuevo mundo de caracol

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5.    http://1.gravatar.com/avatar/f91478c0ea6999bf40df7aaecf59a622?s=45&d=identicon&r=GMaria Cenelia Orozco   •  7 years ago

Me encanto el comentario,me toco lo de la vitrina y las llamadas del despertador a mi papa, toda la mùsica que colocan me la se , pues era lo ùnico que ponìa mi papa y ahora la oigo yo cuando estoy en casa, FELIZ CUMPLEAÑOS

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6.    http://0.gravatar.com/avatar/0e7120589830fc9df2af33bc2b3a779d?s=45&d=identicon&r=GHeans Keeler   •  7 years ago

Me gustaria que supieras que sigo vivo, contra todo pronostico que hallas hecho muchos anos atras, cuando apenas eras un nino.

Tambien me gustaria que supieras que continuo haciendo la misma cosa que me ensenaste, que continuo machacando las letras sobre el papel blanco como amazando coca para emborrachar a la gente.

La diferencia es que nadie me lee, de pronto el espiritu santo pero me es dificil para mi atraparlo hosmeando mis notas.

Tengo pensado un viaje hacia el pasado para encontrar los escombros de mis recuerdos mas hostinados y desearia saber si me regalaras una hora para que le heches un vistazo a lo que escribo y me ayudes.

Feliz ano maestro.

Cordialmente,

Heans Keeler

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7.    http://1.gravatar.com/avatar/f36fbf4ae221cc92a05ce897ec9dc28a?s=45&d=identicon&r=Gcesar agudelo   •  7 years ago

Felicitaciones por el articulo. Y tengo unas pregunticas, El se~or Rodrigo Londo~o es hermano de Pastor? y si este continua en la radio, la otra si alguien me puede decir si Radio Reloj de Pereira todavia existe y cual es el nombre del locutor que labora en las horas nocturna. Gracias y congratulaciones de nuevo.

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8.    http://0.gravatar.com/avatar/40872080916a04459800d0321e05a002?s=45&d=identicon&r=Gcarlos mondragon   •  7 years ago

FELICITACIONES…POR ESOS 60 AÑOS…MUY BUENAS VOCES..EMPEZANDO POR LA DEL SR JOTA VARGAS…QUE VOZ Y QUE ANIMADOR…FELICIDADES..GRACIAS..SIGAN ASI

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9.    http://0.gravatar.com/avatar/40872080916a04459800d0321e05a002?s=45&d=identicon&r=Gstela vanegas   •  7 years ago

si..felicitaciones…..60 son 60…si tienen voces muy varoniles..empezando por j vargas…que lo escuche todo diciembre….que carisma y que animador…es una voz que enciende radios…felicitaciones de nuevo

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10.  http://0.gravatar.com/avatar/0f2e03c62edac6acb1835b18a3829c90?s=45&d=identicon&r=GAbel Betancur Pineda   •  7 years ago

Que gratos recuerdos con esta historia,puesse vuelve a esos años maravillosos de la juventud.
Felicitaciones y muchas gracias.

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11.  http://1.gravatar.com/avatar/342c818e298c594039c47a214d0937dc?s=45&d=identicon&r=GElver Ivan Zapata E.   •  7 years ago

Radio reloj la emisora de la buena musica, de los recuerdos, de los grandes artistas, de los mejores locutores, la emisora de la historia musical; felicitaciones, ojala la monten en internet para que el mundo eschuche calidad.

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12.  http://0.gravatar.com/avatar/231122cc42c33ced13d5030f81091280?s=45&d=identicon&r=GLuz Marina Gomez   •  7 years ago

Saludos y felicitaciones por tan buenos programas
Quisiera saber como hago para comprar el cd de musica los 100 de los 60 años de radio Reloj

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13.  http://1.gravatar.com/avatar/94d9a91d7f2d7c4b4d165f85f3ba88dc?s=45&d=identicon&r=GAndrés Felipe Morales Patiño   •  7 years ago

los felicito por el acompañamiento y la gran programción que tienen. En especial el programa de LA CARTA DE CARRASCA con el presentador Jorge Carrasquilla de noticiero como amneció Medellín. Quiciera saber como obtener, si es posible, la copia del tema tratado en este programa el día Lunes 28 de Mayo(7:30 am) del presente año ya que me parecio de gran importancia, o a donde puedo escribir o dirigirme aqui en la ciudad de Medellin. les agradesco en gran manera la respuesta de este comentario. muchas gracias

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14.  http://1.gravatar.com/avatar/b255d5b4e76d6668c0e016f3fc93c692?s=45&d=identicon&r=GMaria Victoria Castrillon Munera   •  7 years ago

les digo que es mi emisora preferida mi mama era la unica emisora que escuchaba aunque hace dieciocho años que partio ella siempre esta presente en mi con radio reloj sus voces son increibles felicitaciones y GRACIAS POR NO CAMBIAR

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15.  http://1.gravatar.com/avatar/38b2805ae3ef03b404f5cb733827b582?s=45&d=identicon&r=Gmatilde todo de valencia   •  7 years ago

hola
hemos escuchado en la emisora que ustedes ya tienen página web: radio reloj medellin la emisora que sirve, pero les cuento que no hemos podido ingresar, tan amables nos indican bien la dirección o el link?
mil gracias

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16.  http://1.gravatar.com/avatar/1bc43271facbc9990096309810669ab6?s=45&d=identicon&r=GJose R. Suarez E   •  6 years ago

A Fernando Valencia H. El proximo Domingo en el Cofrecito de los Recuerdos, favor hacerle un homenaje a Ligia Mayo. Oyente los Domingos de su programa, que es espectacular.

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17.  http://1.gravatar.com/avatar/b216565ad88a3dabc6d1ad825ee8fc70?s=45&d=identicon&r=Gmagaly lopez cortes   •  6 years ago

los felicito por los 60 años que llevan con el programa. yp los escucho todos los domingos en el cofrecito de los recuerdos. aprovecho la oportunidad. tengo un sobrino en silla de ruedas y ya no cabe en ella. quisiera saber de que forma me pueden colaborar para conseguir una, si alguien tiene una que me pueda donar, o a que fundacion me puedo dirigir. mi telefono 511 85 60 285 00 11, le agradezco su colaboracion.

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18.  http://1.gravatar.com/avatar/31e4032fd5e34e02553993affdc8df78?s=45&d=identicon&r=GMargarita M Rodriguez Guiral   •  6 years ago

hace algunos días, en el programa tradiciones escuche una poesia “la casa del tio José” me gustaria tenerla. Solicito muy respetuosamente me informen autor y como la puedo obtener. O si es posible me la envien. Dios les bendiga Gracias.

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19.  http://0.gravatar.com/avatar/a1a2f92287dacf288291ff6e4e61d41a?s=45&d=identicon&r=GJEISON PASOS   •  6 years ago

solo quiero manifestar mi admiración, por Rodrigo y Pastor londoño Pasos, y aun que no los conozco, escuche muchas historias de ellos de parte de mi abuelo “Oliverio Pasos”, les envío un saludo

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20.  http://0.gravatar.com/avatar/ef2a1666aa4e1115cfa592db678c9883?s=45&d=identicon&r=GLaureano Ramirez   •  6 years ago

Tienen razon señores,recuerdo a Radio Reloj en decada de los años 80 cuando trabajaba de locutor el señor Arturo Bustamante,tocaban la mejor musica vieja y tangos de la epoca,fueron años maravillosos.

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21.  http://0.gravatar.com/avatar/421d87580c86d2ef54030b4235973e97?s=45&d=identicon&r=Ggildardo bustamante ospina   •  6 years ago

hoy en la mañana estuve bregando a comunicarme telefonicamente en el programa tu cancion mi cancion y me fue dificil-quiero decirles a ustedes que la puntica del disco se llama MARIA ELENA LO CANTA JUAN ARVIZU,tambien lo interpretan javier solis-dueto de antaño-rios y macias-miguel acaves mejia entre otros. mi numero telefonico es 275-92-91 y 3165866851.cordialmente gildardo.

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22.  http://1.gravatar.com/avatar/f4d176f66596fc8b5e397e22accba3c4?s=45&d=identicon&r=Gclaudia   •  6 years ago

Estoy lejos de medellin y quisiera sintonizarlos diariamente lo intenado por tunner y no se ha podido conectar muchas gracias por su atencion

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23.  http://0.gravatar.com/avatar/80379e6f2b4a2e0dde4c67e1efcc9b74?s=45&d=identicon&r=GnEATRIZ dIAZ   •  6 years ago

Me gustó La Carta de Carrasca de hoy 25 de Abril de 2013; alguien me interrumpió y no la oi completa. Sera posible me la envien nuevamente?, puede ser via mail. Se los Agradezco inmensamente de antemano. ¡¡Dios Los Bendiga!!!…

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24.  http://1.gravatar.com/avatar/58a4bbd927ee5f0c44e64cf5765f45d6?s=45&d=identicon&r=Ggerardo Florez Rodriguez   •  5 years ago

Buenas tardes
felicitaciones a Radio Reloj

porque ie dicen a un oyente que no tienen “amor eterno” por Rocio Durcal y al dia siguiente lo colocan por ella. que la cancion Triste Domingo de agustin Magaldi no la tienen y yo la he oido en esta emisora y piden discos de oscar la Roca y el locutor dice que las tienen pero por Alfredo de Angelis,

espero que estos comentarios ayuden a mejorar a tan excelente emisora

gracias

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25.  http://1.gravatar.com/avatar/f4141eb23766710085e5d0c109b006ee?s=45&d=identicon&r=Gluis calderon perez   •  4 years ago

una felicitacion por ser una de las emisoras de mayor audiencia a nivel nacional gracias por por unir alas familias costarricenses en fin y principio de año con la cuenta regresiva me gusta el spacio de cumpleaños felicidades

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26.  http://1.gravatar.com/avatar/f4d5c3d1d09d948469e75c46ce10388a?s=45&d=identicon&r=Glilan montoya   •  4 years ago

me gustaria anortame al programa de adontoxel doctor Juan fernando es un programa de radio reloj quibo mi tel

es 2122370

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27.  http://0.gravatar.com/avatar/24f7318d2f8831348095f55fd2734a3c?s=45&d=identicon&r=GArias Maria   •  4 years ago

que bueno recordar aquella epoca de los 60
cuando Arturo Bustamante era lucutor de radio reloj vivia diagonal a mi casa en belen san bernardo era la casa de la mama cuantas mujeres tuvo Arturo que no nunca supimos quien era la verdadera esposa yo tenia nis lindos 12 la mama de Arturo no recuerdo el nombre me levanto una calumnia a mis 17 horrible que nunca se escleresio solo se que ella tuvo su pasado en el barrio Antiquia lo bueno de todo esto fue Arturo que nos hizo ganar muchos discos con cartas que mandamos a le emisora y esa vieja se debe estar quemando en el infierno con eso me pago tanta ayuda que le hizimos con las benditas empanadas para la iglesia de san bernardo y cuantan plata gano

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28.  http://0.gravatar.com/avatar/694931a5f85bd797fb7714fb938f6237?s=45&d=identicon&r=GOlga lucia restrepo holguin   •  4 years ago

me parece una emisora exelente, pues la escucho desde k me conozco y ya voy a cumplir 55 años demanera?? K muchas felicitaciones

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29.  http://1.gravatar.com/avatar/be7223d78779c7edc927d8678bee12f1?s=45&d=identicon&r=Gluis carlos palacio londoño   •  4 years ago

SEÑORES- SOY UN OYENTE DE SU EMISORA EN ESPWCIAL LA MAÑANA DE LOS DOMINGOS- POR FAVOR AL MENOS REGALEME EL LISTADO DE LAS 100 CANCIONES VIEJAS QUE ESTAN PUBLICITANDO- MUCHAS GRACIAS.

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Patachuma le canta a su pueblo

·         06. Dic 2011

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Patachuma camina con soltura entre los pantanos, a pesar de que no usa botas de caucho. Esta habilidad sería normal si fuera agricultor; pero él es artista.

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Alejandro González Tascón, Patachuma. Fotos: Juan Fernando Cano.

Es un cantautor de la comunidad Emberá Chamí, del Resguardo Indígena de Cristianía. El título de una de sus canciones, Patachuma, es el apodo que se apodera de su nombre. Pocos son sus paisanos que lo llaman Alejandro y menos los que saben sus apellidos: González Tascón.

Le oyen cantar sus canciones, acompañado de su grupo Hijos del Arco Iris, y después se van cantando por ahí sus estribillos, especialmente el de ese exitoso tema:

Patachuma, patachuma

Chi bia area kivi.

Y él se siente contento, a pesar de que esta voz chamí, Patachuma, significa Plátano Sancochado, porque es la manera como su pueblo embera reconoce su creación. Y tiene razón. Es de suponer que a Jorge Icaza no le molestaba si le llamaban Huasipungo, aunque esta voz signifique terreno de una hacienda donde los peones siembran su propio alimento.

 

Cuento

La otra tarde, en compañía de Aquileo Yagarí, el Gobernador del Resguardo, Alejandro nos indicaría un sitio alto desde el cual tomar una fotografía panorámica de su pueblo. En el recorrido, cubierto en auto, habló de sus ancestros, llegados de Chocó. Y del verdadero nombre de su pueblo: Carmatarrúa, que significa “Tierra de pringamoza”. Y, al ver a una muchacha sola por la carretera que va de Jardín a Andes, dijo:

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“Cuando veo a una muchacha bonita caminando sola, de noche, por la carretera, no le hago caso. ¡Eso debe ser una trampa! Y me acuerdo de un cuento. Un indígena vivía en función de las mujeres. Una noche, estando en el campo con otro indígena, dijo: ‘Qué bueno que apareciera una mujer linda’. ‘No diga eso –repuso el otro-. Aquí solos. Se lo ruego por Caragabí’. ‘¡No seas tonto! –repuntó el primero’. Entraron en el rancho y se acostaron a dormir. El mujeriego, arriba del zarzo; el otro, abajo. ”De pronto, aquél vio subir por la escalera de palo a una bella mujer. A media noche, el de abajo escuchaba quejidos y, al momento, en su cara caía una sustancia cálida y espesa. Encendió una llama para ver. ¡Era sangre! Y de inmediato entendió todo: la mujer era un monstruo y se había devorado al embera. Como pudo salió corriendo. Corrió y corrió hasta el amanecer. ”Moraleja: no podemos ser confiados: una mujer bella y sola en la noche puede ser una trampa; una carnada”.

El arte es la vida

Alejandro ha compuesto 35 canciones en las que habla de costumbres, religiosidad, historia y Naturaleza, de acuerdo con la sabiduría embera. Y todas ellas en chamí.

Una de esas canciones, por ejemplo, le canta al afluente en cuya rivera está el asentamiento. Es San Juan Do vara. En español, Río San Juan arriba. Trata de un compañero que se fue al río a pescar en un día de junio. Al caer la tarde, apenas había pescado una sabaleta pequeña. De camino a casa, el pescado se le recalentó en la jíquera. Llegó a casa y su mujer revisó el producto. El hombre le dijo con tristeza: la pesca está mala porque los peces se fueron.

A veces, especialmente los sábados, estas melodías suenan por la emisora Chamí Estéreo.

Hasta hace 16 años, Patachuma no cantaba estas canciones, a pesar de que de su abuelo, su maestro en artes, fuera jaibaná, es decir, médico tradicional, un hombre con saberes ancestrales. Con él aprendió que los años de las personas se contaban con las florecidas del laurel, su árbol emblemático, puesto que esta planta florece una vez al año. De ahí que Patachuma diga que en este año cumple 64 laureles.

Al principio cantaba la música de los capunías, o sea, de hombres blancos. Boleros, despecho, carrilera. Tal vez influenciado por el entorno: Cristianía es un territorio de 390 hectáreas encrustadas en medio de la cordillera del suroeste, sembrada de plátano y café, y sus habitantes, unas 1.500 personas actualmente, han vivido entre campesinos y aprendido sus costumbres. Quizá también porque su padre, Paulino González, cantaba música de tiple y guitarra.

“La música no me servía más que para alegrar las fiestas de los capunías, por aquí cerca –comenta otro día distinto al del cuento, sentado en una banca situada en el atrio de la iglesia y frente a la emisora, mientras espera a Leo Dan Yagarí, uno de los locutores, quien hace parte de Arco Iris, para ir a ensayar-. Pero yo no era feliz”.

En los últimos años, dedicado a la música autóctona, ha viajado por buena parte del país. Con los Hijos del Arco Iris se ha presentado en pueblos de Cauca, Risaralda, Putumayo, Caldas, Córdoba, Boyacá y Antioquia. También ha cantado en la Media Torta, de Bogotá. Más que nada en intercambios culturales con artistas de diversas comunidades del país.

“Cuando sentí que debía dedicarme a la música de mi pueblo, no pensé en que me daría menos dinero que la otra, más comercial. Eso no me importó. Pensé que debía trabajar por el rescate de nuestra cultura. Una vez en Duitama, una señora se acercó a decirme: ‘Señor Patachuma, su música es una bendición para el alma’. Y esas cosas me hacen muy feliz”.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2011/12/Patachuma-2-300x185.jpg

Patachuma

Patachuma (bis)

Chi bia area kivi (bis)

Paka var decheke ame (bis)

Chi bia area kidi (bis)

Beda ba cheke ame (bis)

Kaba cheke ame (bis)

Chi bia area kidi (bis)

Kianu bada cheke ame

Chi bia area kidi (bis)

Pake ipur bada cheke ame (bis)

Chi bia area kidi

Kaskureda kera idibae (bis)

Duchira chiko bayá (bis)

(Alejandro González Tascón)

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2011/12/Patachuma-4-206x300.jpg

Traducción:

Plátano sancochado

Plátano sancochado

Qué rico es, qué rico es

Con el forro del ternero

Qué rico es, qué rico es

Con el caldo del pescado

Qué rico es, qué rico es

Con el caldo de los fríjoles

Qué rico es, qué rico es

Con la carne asada

Qué rico es, qué rico es

Con el callo asado

Qué rico es, qué rico es

Antiguamente, hoy y siempre

Éste será nuestro alimento.

·         Alejandro González Tascón, artistas indígenas, Carmatarrúa,crónica, folklor indígena, indígenas de Antioquia, john saldarriaga,Patachuma, resguardo Cristianía, salderrio

 

Kyoto, el japonés con cara de prófugo, entre ollas y olvido

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·         01. Dic 2011

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Kyoto era un japonés que vivía entre ollas. Y en la olla, podía yo juzgar rápidamente, a pesar de que era apenas un chiquillo de cuatro o cinco años. Pero es que esta circunstancia saltaba a la vista, incluso a la vista de un chiquillo de cuatro años.

Fue leyendo un texto de Capote, El Duque en sus dominios, cuando recordé a Kyoto, ese personaje de mi infancia ya parecía perdido para siempre en los baúles más cerrados y empolvados de mis recuerdos. Y cuando volvió a aparecer en mi mente, parecía un sujeto nuevo. Si la memoria estuviera conformada por un álbum de cromos, durante más de dos décadas nunca eché de ver que había unos recuadros faltantes, el de los concernientes a Kyoto.

Apareció de pronto, como si se escapara de ese ostracismo brutal para revelarse otra vez. Como un barco que hubiera naufragado hace siglos y, de buenas a primeras, hubiera vuelto a la superficie, chorreante, ante la mirada atónita de navegantes que estuvieran desprevenidos mirando el horizonte desde la cubierta de su barco.

Debe ser porque el relato del norteamericano se desarrolla en Japón, más exactamente en Kyoto, ciudad situada a doscientas treinta millas al sur de Tokio. Ese texto tiene como personaje a Marlon Brando. Él es el duque en sus dominios. Y sobre el rodaje de la película Sayonara. Y menciona, entre muchos otros personajes, a Otani, una “eminencia pequeña, sin sonrisa, de más de ochenta años de edad” magnate de los negocios del cine, los teatros y la radio. Parecido a Kyoto, el mío, no en fortuna pero sí en lo demás. ¿La edad? Tal vez Kyoto, el mío, tenga setenta en este momento. Pero tenía 45 en ese tiempo de mi infancia. Y Otani, el de Capote, más o menos lo mismo durante ese drama.

En fin. Fue leyendo este relato cuando recordé a Kyoto y esto es lo que cuenta.

Él vivía con su numerosa familia, una esposa japonesa y un reguero de niños japonecitos, en su negocio de ollas. Un local de cuatro metros por cuatro metros, en esquina, con la puerta de entrada por ésta, y una ventana que él abría para dejar que entrara el Sol o saliera la imagen de su taller. De resto, las paredes blancas de cal estaban forradas de armarios desde el suelo hasta el techo y los armarios, cubiertos de ollas de aluminio. Ollas grandes, ollas chicas. Ollas de hervir leche, chocolateras, soperas, calderos. Ollas y ollitas. En una cantidad que tocaba inútilmente el infinito. Y en el suelo, ollas. En las vigas de madera, también blancas, que sostenían el techo, ollas colgadas de clavos. Y en un banco como de carpintería, ollas. Era en éste que las arreglaba, dejando para ello, con visible esfuerzo, un pequeño espacio entre más ollas. Y un gran soplete, cuya flama mantenía azul, potente. En un extremo de ese cubo de techos altos y blancos estaba el baño. La parte alta de este estaba rodeada de tablas de madera que al tiempo que tapaban intimidades –yo imaginaba revoltijos de cobijas y sábanas y almohadas- servía seguramente para que no se fueran a caer los japoneses desde semejante altura, pues, se adivinaba fácilmente que era allí, en lo alto, que dormía la familia oriental. Ahora que lo pienso, hubieran caído en ollas, nada tan grave como aparatoso y ruidoso. Una escalera de madera mantenía recostada y lista para ascender o descender.

Kyoto y su familia me causaban curiosidad. En las pasadas, de la mano de mi madre o al lado de mi hermano, dilataba el paso, casi me detenía de despacio, para dejar entrar mis ojos por la puerta y después por la ventana y descubrir, rápidamente entre tantos trastos de aluminio, alguna cara cobriza de ojos rasgados como ojales cuyos botones parecían a punto de saltar de lo apretados que estaban. Nunca los oía hablar. Imaginaba que si lo hicieran lo harían en su extraña lengua y que el único contacto con el mundo fuera el hombre, pues solo él se veía atender a los esporádicos clientes, recibir su olla, diagnosticar el daño, establecer el precio y el plazo.

Esos niños podrían haber sido mis amigos. Pero no lo eran. Por una parte, yo no era muy sociable. Y esos niños descamisados, menos. Miraban el mundo, como sus padres, con prevención. Ahora que lo pienso, como si en algún momento, quién sabe quien fuera a dar con ellos y los haría pasar un mal rato.

Hoy me pregunto: ¿habrán venido huyendo desde ese lejano país insular? Parias, entre ollas y calderos. La mujer, siempre sumisa y callada, mantenía en función de esos niños a medio vestir. Kyoto, por su parte, no paraba de hacer su oficio. Remendar ollas de aluminio. Parecía un condenado. Su pobreza se le salía por los estrechos ojos.

A veces, en compañía de mis escasos amigos, Caricatura y Caballo Loco, entre ellos, pasaba por delante de su negocio recogiendo cajetillas de cigarrillos, las de papel, no las de cartón, para desarmarlas con cuidado de no romperlas y formar con ellas los billetes con los que pagábamos en nuestras deudas de juego, nos deteníamos a ver a los japoneses como si fueran animales de zoológico. Y mirábamos a esos niños medio desnudos reptando entre trastos plateados, llorando y moqueando entre tapas y asas sobre las baldosas amarillas del suelo. Y veíamos el letrero como escrito con un dedo y con pintura negra sobre la puerta de entrada: «Kyoto».

Recuerdo que alguna vez mi padre llevó una olla a reparar donde Kyoto. Entramos. Y pude ver de cerca ese mundo raro. Y a la mujer callada, de mirada huidiza. La olla, un hervidor de leche cuya tapa de agujeros por los que salía la espuma y la nata siempre me causaba grata impresión, recibió una cirugía profunda: el asiento original completo fue remplazado por otro, a todas luces más grande que el anterior. Para sujetarse a la pared redonda de la olla. Ese asiento se sobreponía un poco encima de la pared, en la parte baja del recipiente. Era la forma de agarrar con soldadura, gracias al soplete, esa lámina a al recipiente. Era como cuando uno dobla un poco los pantalones para que no se mojen en el suelo durante el invierno. Y siempre que en casa, mi madre usaba el hervidor, yo pensaba en Kyoto y su familia japonesa, pobre como ratas en su ratonera.

De pronto, un día, ese local estaba vacío. Kyoto se fue con su familia de nombres desconocidos y sus trastos y su soplete y sus rollos de aluminio, y sus tijeras y sus martillos de bola, del mismo modo misterioso como apareció un día en ese local de esquina. Tal vez era tiempo de volver a Japón. Tal vez la policía japonesa dio con ellos, si es que eran prófugos. Los extrañé. Si era raro ver una familia gringa cerca en mi barrio, ¿cuánto más una asiática, con aspecto de fugitiva?

Paso por esa esquina y mi memoria llena otra vez de ollas y calderos ese pequeño local, por más que en el mismo hayan montado tres negocios en tiempos distintos: un cafetín, una miscelánea y una maderera.

De modo, pues, que esta semana volví a ver a los japoneses cuando se aparecieron de golpe en mi mente leyendo ese relato de Capote.

·         cuento, ollas, taller., trastos

 

Medellín tiene quien le cante

·         28. Feb 2012

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·         Narrativa urbana

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En el Parque de Berrío, en su mitad norte, dicen: “en este sitio hay tantos músicos que usted los encuentra hasta de un solo ojo”.

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Fotos: Manuel Saldarriaga

Y uno de estos músicos de un solo ojo es Jairo de Jesús Gómez Tobón, quien con su ojo izquierdo tapado con un cuero negro, parece un pirata, un pirata cantor.

Al lado de sus compañeros, Gil Miller Guerra Vega y Gustavo Jiménez, se sienta en la jardinera que rodea la estatua de Pedro Justo Berrío, a interpretar música de carrilera, ante un público conformado por transeúntes que hacen una pausa en ese afán de llegar a ninguna parte para escuchar al menos un fragmento de canción.

 

Cuando se oiga el tañir de las campanas

 nadie sabrá por quién están doblando.

 Todos preguntan, quién ha muerto esta mañana.

Ninguno sabe porque a diario mueren tantos…

“Este trío se llama Los Amigos –dice Gómez Tobón, mientras enfoca con su ojo el traste de su guitarra-. Aquí uno canta a veces con unos, a veces con otros; hoy nos juntamos nosotros tres”.

Aunque él es de Bello, Gil Miller de Anzá y Gustavo de Salgar, los tres coinciden en afirmar que bien podrían llamarse Los Salgareños: es en el suroeste donde se han formado en el mundo de la música, por más de 20 años.

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“Usted sabe que el folklor es del campo” y en el campo ellos alternan con la recolección de cosechas. “La de café dura tres meses. Después, a tirar rula todo un día por veinte mil pesos. Por eso nos venimos a cantar”.

Si llegaras de nuevo a mi vida

como el sol que nace en una alborada.

Si me dieras la gloria que espero

al darme en tus ojos tu linda mirada.

Es curioso: en el Parque, solo la mitad norte se llena de músicos. En la otra, la más cercana a la calle Colombia, la vida la hacen allí transeúntes, vendedores de minutos de celular, lustrabotas, expendedores de golosinas y cigarrillos, pero nada de música, como si una línea invisible mantuviera encerrados a los artistas en ese rectángulo.

Desde la mañana hay músicos. Sin embargo, a partir del mediodía el sitio se convierte en un hervidero. Y cuando la luz del Sol comienza a ser oblicua, se torna una fiesta: se cuentan hasta 10 corrillos alrededor de duetos y tríos de guitarras y guacharacas, entonando canciones de carrilera, parrandera, valses y pasillos. Sin contar a algunos guitarristas que andan de un grupo a otro como espectadores, con su instrumento guardado en la funda que cuelga del hombro y sin decidirse a empezar.

De que me sirve entregarme

en cuerpo y alma,

de que me sirve serte fiel y amarte tanto

si hasta mi voz y mi presencia te repudia

y cuando un beso quiero darte

me rechazas.

El rey salió de aquí
Flórez, el de Flórez y Grajales, está sin Grajales parado oyendo música. Es uno de quienes permanece con la guitarra terciada. ¿Qué espera? Que la situación esté mejor. Por ahora, los corrillos tienen cada uno su público, es cierto, pero no le parece que los peatones sean tan copiosos como para fundar otro de esos fogoncitos musicales.

Es un sopetraneño con más de 12 años de dedicación a la música. A su lado, Antonio Pineda, uno espectador habitual, alista un billete de mil pesos para dejar caer en la funda de los cantantes. Conversan. Coinciden en que los músicos han ocupado el Parque desde hace unos 40 años. “Darío Gómez se hizo aquí, en este sitio, ¡porque el que cante aquí, canta en cualquier parte! Y hasta tiene su disquera”. “Y qué me dice del Dueto Revelación. También comenzó aquí. Después de las nueve, se iba para el bar Quinta Avenida a seguir cantando”.

Flórez dice que su nombre es Luis Eduardo, que alterna la música con oficios campesinos y que hay días en los cuales no hace más de ocho mil pesos para repartirlos con Grajales. Y para resumir su suerte, canta en voz baja: Yo vivo mi vida como Dios me ayude/ por culpa de otro no voy a sufrir,/ no veo el motivo de llorar por eso,/ si se que algún día yo me voy a ir. Y añade, hablando otra vez con su amigo: “se lo dije del modo en que lo expresa el Dueto Revelación”.

Revela su secreto: “uno debe ser atrevido, pero no fastidioso. Cuando usted canta música parrandera, debe acompañar el canto con una mirada picaresca y alegre, mas no vulgar. Mirar a una mujer del público, luego a otra y después a una tercera; no quedarse viendo a una sola. Y critica la actitud de algunos de sus compañeros, quienes con algunos tragos se tornan soeces y tocadores”.

Mi hijastra tuvo un hijo que era hermano y nieto mío

por ser hijo de mi hija e hijo de mi papá.

Mi mujer es hoy mi abuela por ser madre de mi madre.

Esto es un tremendo lío, desenrede si es capaz.

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En el centro de un grupo con olor al sudor de los trabajadores, quienes cargan al hombro una guayera de tela con el portacomidas vacío; a aliento de guaros y guarilaques de alcohólicos, y a vaho del café que emerge de los termos de las vendedoras que rondan constantemente. En el centro del grupo, repito, tres hombres, uno de ellos con poncho y sombrero, se roban el espectáculo vespertino. El cantante principal es dueño de una voz de esmeril.

Cuando al panteón ya me lleven

no quiero llanto de nadie.

Solo que me estén cantando

la canción que más me agrade.

El luto llévenlo dentro

teñido con buena sangre.

“A mí me han llevado a cantar en salas de velación, pero todavía no en un cementerio”, cuenta Alberto Jiménez, del Dueto Las Acacias, otro de quienes anda con su guitarra al hombro. Su figura delgada hace ver ese traje suyo, saco y corbata, como colgado en un gancho de exhibición más que cubriendo el cuerpo de un hombre. Su cara es alargada y curtida por la intemperie. Cuenta que el nombre de su grupo lo decidieron por la frecuencia con la cual deben cantar el pasillo homónimo, famoso en la interpretación del Dueto de Antaño. “Modestia aparte”, la cantan muy bien. Cuando no van al Parque, recorren bares y cantinas de El salvador, La Milagrosa y Boston.

“Para mí no es impactante cantar en un velorio porque antes de venir a Medellín trabajaba en una funeraria de Alejandría. Me tocaba hacer todo con el muerto: reclamarlo en la morgue, abrirlo, embalsamarlo, arreglarlo y llevarlo al velorio, a la iglesia y al camposanto. La muerte es apenas un paso de esta vida a la otra, pero nada horrible. Aunque tengo claro que en ese paso está Dios esperándonos”.

·         Arte de la calle, artistas callejeros, crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, Música marginal, músicos callejeros, Parque de Berrío, salderrio

 

Cárcel municipal: hotel sin salida

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19. Abr 2012

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·         Narrativa urbana

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A Germán Franco, en los 19 meses de cárcel, su mujer apenas lo ha podido visitar tres veces. Él es uno de los 91 habitantes del centro de reclusión de Envigado y ella vive en Cúcuta, de modo que no resulta tan fácil ni tan barato conseguir que ella venga seguido desde la frontera colombo-venezolana, más de 1.100 kilómetros, 40 horas y 200 mil pesos en el doble trayecto, sin contar los gastos de alimentación y alojamiento.

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Fotos: Manuel Saldarriaga

“En los días de visita, además de hacer aseo, por lo que me rebajan tiempo de condena, paso en el patio hablando con los compañeros, tratando de distraerme. Esos días no avanzo en mis tejidos de bufandas; converso”.

Caso parecido es el de Eric Montes, un muchacho monteriano radicado en La Ceja desde hace unos ocho años, cuando vino a estudiar Tecnología de Sistemas. “El 28 de diciembre bajé a Medellín a comprar insumos electrónicos en un centro comercial y cuando subía en el bus, me cogieron en un retén policial en Las Palmas. Los agentes me dijeron: ‘hay una orden de captura en su contra, expedida en Montería, por alimentos’. ‘¿Alimentos de quién?’, les pregunté. Pero no sabían nada más. Una muchacha me denunció, cuando yo ni siquiera sabía que el hijo de ella era mío. Estoy a la espera de los resultados de los exámenes de ADN para verificar la paternidad. No tendría problema en responder. Lo que me preocupa es que mi novia, quien vive en La Ceja, está esperando un hijo mío con embarazo de alto riesgo”. Por tal motivo, excepto el 8 de enero, cuando ella se presentó a escucharle las explicaciones al costeño, no ha podido volver a visitarlo. “Por eso los domingos, cuando vienen las mujeres, son los días más torturantes para mí. Como no me visita nadie…”

Cárcel municipal

En el lugar de detención de Envigado, como en ninguno de los demás de carácter municipal, no hay sentenciados, salvo algunas contadas excepciones, como la de Germán, condenado por concusión, es decir, soborno, sucedido en Itagüí, y que él está tratando de desvirtuar con el ánimo de recobrar su libertad. Descontadas, pues, tales singularidades, solo hay personas indiciadas, en espera del fallo judicial que los declare inocentes o culpables, es decir, los deje libres o les dictamine la cantidad de tiempo durante el cual deben pagar con encierro y sombra por el delito que se les achaca. En ese momento, el del fallo, si se da el segundo caso, el interno espera su traslado a una prisión regida directamente por el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, Inpec. Esa es una especie de “extradición” hacia un destino del cual el recluso es el último en enterarse.

“Si a los de la casa les da lidia venir a verlo a uno aquí –comenta Gerardo Agudelo Salazar, un reo que gasta sus días ensartado segundos en tapetes de lana o cinta y a quien tampoco visitan casi-, en el centro del Antioquia, ¿cómo sería que se lo llevaran a uno para un municipio lejano de Medellín o en otro departamento?”.

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No hay disposición oficial de la tarifa de lo que una cárcel debe cobrar por tener internos de otros municipios. Héctor Londoño Restrepo, alcalde de Envigado, explica: “Un municipio debe tener cárcel para recluir a las personas detenidas, mientras son condenadas. Los que no tienen deben contratar con otro que tenga. No hay un precio fijo: depende de las condiciones locativas, de alimentación y demás servicios. En Envigado prestamos ese servicio por colegaje”.

Luego de la sentencia, “el Inpec los traslada al sitio en el cual disponga de cupo. No necesariamente en una localidad cercana a la casa”, indica Jorge William Betancur López, director de ese presidio situado a una cuadra del Parque Principal, junto al edificio de la Administración Municipal.

“He visto que los agentes del Inpec llegan lunes o jueves a las cuatro de la mañana –comenta Edison Ramírez, un bogotano detenido en el mismo lugar desde hace siete meses, quien empezó lavando los platos y ahora es un cocinero consumado: la mañana en que hablamos estaba preparando de almuerzo un consomé de pescado y lomitos de merluza, con lo cual tenía perfumado el establecimiento-. Y el guardián dice: ‘Fulanito de Tal: empaque, que nos vamos’. Y cuando el Fulanito sale, todavía no sabe para dónde va. A unos hasta se los han llevado para Istmina”.

Cuando a un ciudadano lo capturan, lo llevan a la prisión del municipio donde delinque o donde hicieron el operativo policial en el cual lo retuvieron. Por eso, a Eric no lo condujeron a Montería, donde supuestamente cometió el ilícito, ni a La Ceja donde vive, sino a Envigado, pues Las Palmas es un corregimiento de esta localidad. Él es uno de los 36 internos de esta prisión que se consideran “propios”. Los restantes 55 son 15 de Sabaneta y 40 de Itagüí. Personas que fueron aprehendidas en esas localidades o supuestamente cometieron un delito en ellas. No están en centros de reclusión de esos lugares, porque en ellos no hay –Itagüí tiene uno departamental, el de Yarumito, y otro nacional, el de Máxima Seguridad- y deben pagar por el sostenimiento de “sus” detenidos.

“La cárcel de Envigado recibe 1’300.000 pesos al mes por cada interno de Itagüí y 1’100.000 pesos por cada uno de los de Sabaneta”, revela Betancur López. Esto incluye alimentación, alojamiento, vigilancia, atención en salud y actividades de estudio o trabajo.

La municipal de Rionegro le presta el servicio de reclusión a El Carmen de Viboral. Según el Secretario de Gobierno del primero, Gabriel Jaime Duque Parra, de 74 internos que tienen actualmente, cinco son del pueblo de la loza. “El convenio está por 60 mil pesos diarios por cada interno”, es decir, 1’800.000 pesos mensuales. Esa cifra, como en Envigado, se pacta y paga por un año, y si los presos aumentan o disminuyen en ese lapso, ella no varía.

El caso de Jardín es diferente. Como también cerró su cárcel hace años, contrata el servicio con reclusorios del Suroeste. Primero era con el de Fredonia; ahora, con el de Andes. Este no es municipal, sino de circuito, administrado por el Inpec. Para 15 detenidos, “dispongo de 20 millones de pesos para todo el año”, comenta Johan Uribe, el secretario de Gobierno. El Inpec tiene presupuesto de la Nación, por eso, el dinero que recibe de los convenios complementa el sostenimiento del establecimiento.

Visitas por tranquilidad

Los internos rezan a la Virgen de Las Mercedes para que a la hora del traslado, este no quede tan lejos que la familia no pueda ir a verlos. “La visita es la moral del interno –dice el bogotano-. Toda la semana la pasamos pensando en ella”.

No obstante, si bien se lamentan por la lejanía de la casa, ninguno quiere irse de una cárcel municipal y menos de la de Envigado.

Es que jamás se puede equiparar una prisión local con una del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario. A la primera la compara Betancur López con un hotel sencillo y a sí mismo, con el administrador del hotel.

Gerardo Agudelo Salazar, el de los tapetes, relaciona la cárcel donde está con un centro de rehabilitación. No hay hacinamiento, la comida es casera y buena, y el trato de los guardianes y del Director es más humano.

Como suele decirse, unas por otras. Difícil soportar eso de la soledad en los días de visita, pero la cotidianidad, es decir, la vida misma, presenta una tranquilidad de club. “No voy a decir que de vez en cuando uno u otro no tenga un sí o un no con alguien –reconoce él mismo-, pero eso pasa hasta entre los hermanos en una casa; nada grave”.

·         Cárceles, Cárceles municipales, crónica, john saldarriaga, presos,salderrio

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 Medellín tiene quien le cante

 

 

En Maturín hierve la vida 

 

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TENGO UN AMIGO INTERNADO EN ESE LUGAR SE LLAMA RUBEN ALFONSO MORALES quisiera que me ayuden a ver la causa por el cual se encuentra internado, se que el lugar es muy limpio y los tratan como seres humanos que son,por favor me ayudan a ver su caso!!! gracias
Felicitaciones al diario por difundir este tipo de noticias

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En Maturín hierve la vida

·         03. May 2012

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·         Narrativa urbana

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Tanta vida en tan poco espacio. Es lo que piensa uno cuando visita la pequeña cuadra de Maturín, entre Palacé y Junín. Son apenas 50 metros mal contados en los que una multitud alborotada hierve movida por la urgencia de la subsistencia. Allí, el que espabila pierde, se cae, no vende, no compra o corre el riesgo de que lo pise un carro.
Vendedores ofrecen periódicos y revistas, zapatos, suelas de zapatos, balones, frutas, flores, golosinas, cigarrillos, papitas fritas, utensilios para el hogar, abalorios de mil clases…

El tranvía, que tendrá su estación de partida de esta cuadra de Maturín, entre Junín y Palacé, tendrá 11 coches para 300 pasajeros cada uno. Trabajará de 4:30 a.m. a 11:00 p.m., con frecuencia de 4 minutos. Costará $490 mil millones y comenzará operaciones el 14 de mayo de 2014, si todo sale como lo planean. FOTOS: Manuel Saldarriaga

Algunos de ellos lanzan al aire sucio de negro humo sus pregones: ¡a mil la rosa, a mil la rosa!, ¡lleve la papayuela a dos mil la pila! Y sus voces tienen que batirse en duelo con los rugidos de los buses de La Milagrosa, de El Limonar, de Envigado y de El Salvador, y con los resoplos de sus frenos, así como con las bocinas de decenas de taxis cuyos conductores, desesperados por el trancón sin final, los hacen sonar tal vez creyendo que con ello harán mover las filas de autos o activarán la luz verde del semáforo.

En la cuadra del costado norte, mujeres bailan ofreciendo placer o compañía para unos tragos bien tomados al son de ritmos alegres que emergen de dos bares en mitad de cuadra, únicos testigos del viejo Guayaquil, que hacen inevitable recordar el grill High Light y el bar La Payanca, cuyas historias terminaron recientemente.

“¿Cuántas flores le empaco, patrón?” No sabe uno con certeza de dónde salió esta voz terrosa.
Indiferente al humo, al ruido, pero pendiente de la comedia humana que se representa ante sus ojos, Luz Marina Bustamante vende frutas en la acera, a pocos pasos de Palacé. Cede su butaca a una de las mujeres que bailan, quizá porque a esta hora de la tarde está cansada de moverse en la acera quebrada o tal vez sea porque debe guardar fuerzas para una noche que aún ni siquiera se insinúa. La frutera es una mujer enseñada a lidiar las calles del centro. Con más de 30 años en ellas, en esta vía lleva más de 15.

“Estoy en Maturín desde la época en que no dejaban trabajar –cuenta la frutera-. Nos tocaba salir corriendo con las bateas y canastas, de huida de los agentes de Espacio Público. Nos quitaban la mercancía y teníamos que ir por ella varios días después a unas bodegas del Municipio, y siempre la entregaban incompleta o echada a perder”. Tiene claro que el motor de esta pequeña cuadra lo constituyen los paraderos de buses, los cuales la surten de gente de manera permanente.

Un hombre se acerca a comprar bananos. Con su fuerza descontrolada para arrancar dos frutos del racimo, derrama algunas ciruelas de uno de los vasos en que están organizadas. “¡Suave! ¡Suave! ¡Qué mano tan dura!”. Le dice ella, mientras guarda las monedas en el cajón de la nueva chaza. Una chaza de lámina plateada, todavía brillante, que la Administración Municipal les entregó a los vendedores con licencia, en septiembre pasado. Atornillada al suelo, posee un compartimiento inferior para guardar los productos y asegurarlos con candado. Ya no se les ve por la noche a los vendedores empujando el puesto de madera, el que sucedió a las canastas y a la batea, para ir a guardarlo en la Bodega 100, situada en la mitad de la cuadra. Bodega en la cual ahora permiten guardar motocicletas por horas, en vista de que se ha disminuido tanto eso de guardar ventorrillos. Luz Marina y los demás vendedores pagan 10.000 pesos semanales cada uno a un celador para que evite, no tanto los robos, sino que los gamines, acosados por el frío de la noche, desocupen sus vejigas junto al puesto de frutas.

Costado sur
Resulta curioso el edificio gris, incendiado y vacío, en el costado sur. Parece olvidado y presente a la vez. Ocupa toda la cuadra. Salvo en los locales del primer piso, las demás cuatro plantas están desocupadas. Así han estado por casi 20 años, desde que le pusieron una bomba. Unos dicen que ese edificio era de Pablo Escobar. Los demás, que de otro mafioso. En lo que sí coinciden es que desde la hora de la explosión lo dejaron así, clausurado, cayéndose a pedazos. “Como eso no es de un pobre, lo pueden desperdiciar”.

Es la misma voz terrosa de hace un rato: es el vendedor de rosas. Paisa repaisa, camisa abierta que le deja ver el pecho, la piel curtida por la intemperie, se lamenta porque ahí donde usted lo ve, patrón, está trabajando a pérdida. Desde el puesto de Luz Marina –que, recordemos, está en el ala norte- se ven ahumados los muros, los vidrios rotos en las ventanas, con unas cuantas palomas paradas en los barrotes, allá arriba permanecen a salvo de este despelote que se vive a ras de tierra. Son dueñas y señoras. También sabe Dios qué plagas albergará esa mole en su interior.

Ya en el ala sur, a la sombra de la misma mole gris, resulta igual de difícil que en la norte, andar entre la multitud de personas y ventas. Al pasar por un puesto de papitas fritas, se oye el crepitar del aceite.

“Yo estoy aquí desde que explotaron el Pájaro del parque San Antonio –cuenta María Rubiela Londoño. Una trenza gris y un camisón azul de laboratorista se destacan en su humanidad. Lo suyo también son las frutas. Hace años vendía arepas y pescado frito y chuzos-. Y creo que se acerca la hora de mi nuevo traslado, porque este lado se va con el ensanche. Este será mi tercer cambio. Primero, estaba en Bolívar; después, en San Antonio; ahora, aquí, y después no sé adónde iré a parar”.

¿Qué se hicieron esos hombres y mujeres de cabello largo y vestidos con túnicas color lila, cristianos de los primeros días, que vendían dulces vallecaucanos y urraeños en la acera del costado sur? Nadie ha vuelto a verlos en meses.

Es moneda corriente que ese viejo edificio será demolido en breve, para ensanchar la calle que permitirá el paso del tranvía. Según los planes de la municipalidad, repiten, el tranvía saldrá de esta cuadra, volteará en Junín hasta Ayacucho y por esa calle ascenderá a los barrios del oriente. Quedan dos años para demoler y construir. De modo que los vendedores de esa acera, la misma que recibe a los pasajeros de los buses, saben que pronto deberán partir. Como tienen licencia, están confiados en su reubicación.

Todo indica que le está llegando la hora de la transformación a este pedazo de Maturín, uno de los últimos vestigios del viejo Guayaquil. El resto, hacia occidente, ya está ocupado con el viaducto del metro.
Gerardo Antonio Giraldo es un hombre septuagenario. Calza gafas. Está sentado en su taburete, al lado de su puesto de golosinas y cigarrillos.

Entre su mercancía se observan algunos dulces vallecaucanos y urraeños, como los que vendían los de túnica. Los paraderos de buses le quedan al pie. Por tanto, el ruido y el humo lo envuelven a él en primer lugar. Cree que el esmog le ha afectado sus ojos. Ya lo operaron de uno. El otro espera. Es que, no crea, no es fácil para un campesino de Marinilla, salir de un aire limpio en sus terrenos sembrados de maíz, papa y fríjol, y acostumbrarse a la urbe. “Claro que me afectan el humo y el ruido –dice tras discutir con una mujer que, a modo propio, se rebajó cincuenta pesos en un cigarrillo-. Pero uno, como pobre, qué más va a hacer”. En medio de los confites, un radio de pilas permanece apagado. Cuando está encendido, tampoco se oye mucho, pero él no se lamenta por este motivo: total, ya casi se sabe las canciones que cantan en esa emisora de música popular.

En fin, así es siempre esa pequeña cuadra. La única que se aburre es una señal de “paso de invidentes” sembrada en la acera, porque ya no existe lo que anuncia: el semáforo de Junín no traquetea desde hace tiempos para indicarles a los ciegos que pueden pasar, y también hace bastante que no está la línea de hierro atravesada y sobresaliente en el pavimento para que les sirviera de guía al tocarla con el bastón.

·         crónica, john saldarriaga, Maturín, Medellín, periodismo urbano,salderrio, tranvía

Los fabricantes de hambre están en los mares

·         16. Jun 2012

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·         General

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La pesca con palangre, chinchorro y trasmallo acaba con la comida y nadie controla.

 

Pescadores como Jairo y El Ingeniero, en Cartagena, no dicen palangre a la pesca con una línea a la que amarran cientos de anzuelos cebados en el extremo libre, sino palambre. Parece que supieran que esa práctica está diseñada, parodiando el dicho, para el pan de hoy y pa’l hambre de mañana.

Prohibida en la mayor parte de los países civilizados, en el nuestro hace parte de una lista de técnicas desaprobadas por la ley, pero que nadie les pone freno.

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Pescadores en la bahía de Cartagena

En Cartagena –lo mismo que en casi todos los mares del mundo- está en su furor, junto con el boliche o chinchorro, y el trasmallo. Los pescadores artesanales que nos “corrigen” cuando decimos palangre, señalan esas prácticas por todas partes, mientras salimos de la bahía a buscar, por Tierra Bomba y, más allá, las Islas del Rosario, a quienes las utilizan, entre ellos los barcos camaroneros, que tienen un sistema de arrastre que va al fondo y barre con todo.

La verdad, solamente llegamos con la idea de buscar a los palangreros, por considerarlos los más nocivos. Son los mismos pescadores que nos transportan quienes nos llaman la atención sobre la nefasta acción de las otras dos técnicas.

En la misma bahía, apenas más allá de los muelles en los que descansan yates lujosos, buques que esperan ser cargados con carbón valiéndose de palas mecánicas, y barcos pesqueros que se mueren de óxido, algunos pescadores, desde sus pequeños botes, unos de motor de 10 caballos de fuerza, otros impulsados por remos, extienden sus trasmallos de un kilómetro de largo. Los plomos van yendo al fondo de una vez y las boyas quedan a la vista sobre el agua más bien quieta por la entrada del invierno. Y aquí comienza la comparación: si un pescador de subsistencia, ese que apenas pesca para su comida y la venta de una carga     para el sustento de su familia, tiende un trasmallo de tal extensión, ¿qué no decir de los palangres que tienden las empresas internacionales, afuera de la bahía?

“Lo malo de los trasmallos –cuenta Jairo, sin dejar de conducir el bote-, es que llegan hasta los bajos y traen hasta peces muy pequeños. Cuando los trasmalleros llegan a recoger la pesca, dos horas después de instalada esa red, suben todo al bote y después seleccionan. Tiran al mar los pequeños, pero por lo general cuando los arrojan, ya están muertos”.

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Foto Cortesía Fundación Malpelo

Los bajos del mar no son tan bajos. Según la explicación de estos hombres, el lecho marino tiene montañas y colinas como las que sobresalen para formar las islas y –obviamente- los continentes. Y un bajo puede estar cerca de la superficie. Estos son los que más convienen a los pescadores, pues no se dificulta tanto la consecución de los animales.

Contaminación
El Ingeniero –le dicen así porque, para protegerse del Sol, en lugar de sombrero o gorra, usa un casco de constructor-, comenta que a ellos dos no les gusta pescar en la bahía, sino de Tierra Bomba hacia afuera, porque el agua es tan contaminada que los peces saben a gas. La contaminación se debe al polvillo de carbón que el viento se lleva de las palas mecánicas cuando cargan los contenedores, a derrames de gasolina en los muelles cuando las embarcaciones arriman a llenar su tanque, a las basuras y hasta a las aguas negras que vierten, primero a los caños y a la Ciénaga de la Virgen y luego al mar, barrios como San Francisco.

En Tierra Bomba, isla habitada por pescadores, la pesca de boliche o chinchorro, es tan corriente como el viento. Mientras nos acercamos, viendo apenas las suaves colinas, no puede uno adivinar que en sus orillas hierve la vida. Apenas se comienzan a distinguir las casas en la costa, van dibujándose poco a poco las embarcaciones y los pescadores. Varios grupos de diez o doce hombres cada uno remolca un chinchorro, a pesar de que por estos días, en los cuales el invierno no está decidido y las aguas son todavía transparentes, la pesca con esta técnica no funciona plenamente, “porque esto de la pesca es cosa de entender el tiempo y el mar”. Jairo señala con su índice derecho la mancha negra que hay en el agua, situada a unos diez metros del extremo de la red que los hombres halan.

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Barcos para pesca de arrastre, anclados en el astillero de Cartagena

“Fíjese en el copo -es una mancha más bien redondeada de unos cinco metros de diámetro, que se va moviendo hacia la orilla por la fuerza de los hombres: es donde está el grueso de la red-. Debe venir llena de peces de todas clases: sierras, pargos, sardinas y hasta corales”. Pero se equivoca. Cuando los pescadores terminan de sacar el “copo”, se decepcionan al ver que solamente contiene hierba, tierra negra del fondo y huevos de peces, pero nada que les signifique dinero.

“Con estas técnicas de pesca arrastran el plancton, los corales, los huevos y los peces más pequeños. Los pescadores arrojan todo eso a la orilla porque eso es basura y los que hacen su festín son los goleros”.

Legal, legal, no es
Una hora más tarde, estamos en inmediaciones de las Islas del Rosario. A nuestro paso, el panorama no ha cambiado: nos hemos topado y hemos saludado a pescadores solitarios. Artesanales, unos; trasmalleros, otros. En nuestro golpe de vista solo alcanzamos a ver algunas de las 23 islas que conforman el archipiélago. Son de relieve más bien bajo. Los mosquitos hacen que la mayor parte de ellas no sean habitables, aunque unas cuantas tienen construcciones lujosas. Allí, los pescadores usan la misma técnica. Dicen:  “esto legal, legal, no es, pero muchos lo hacemos”. Y, añaden: “nadie viene por aquí a decirnos nada.
Solamente en febrero, después de que a un pescador se le explotó una dinamita que traía, que casi se mata, estuvieron por aquí haciendo rondas”.

Y es verdad: eso legal, legal no es: el Ministerio de Medio Ambiente, a través de la Unidad Administrativa Especial del Sistema de Parques Nacionales Naturales, señala, en su Artículo 17: Se prohibe: d) La pesca submarina y la recolección de corales. e) Portar y/o utilizar arpones, chinchorros, palangres, zangarreo y bolicheo. f) Capturar, comprar o consumir caracol rosado o de pala”.

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Foto Cortesía Fundación Malpelo

Pero estas prohibiciones parecen tardías: “ya no se ven los caracoles pala y como los barcos camaroneros, que detectan los bajos con GPS y tienen sistemas electrónicos de arrastre acaban con todo; cada vez tenemos que ir hasta más afuera para conseguir lo mismo”, cuenta El Ingeniero.

Barcos pesqueros, por lo general de banderas extranjeras, usan esas técnicas. Palangres y redes que tienen cientos de kilómetros con millones de anzuelos, los cuales tienen en vía de extinción a miles de especies. La Organización para la Alimentación y la Agricultura, FAO, señala que el 25 por ciento de los animales marinos que se extraen en el mundo, unas 29 millones de toneladas, terminan arrojadas por la borda porque son tan pequeños que no dan la talla. Pero esos se sitúan a unas 200 millas de las Islas del Rosario. En otros mares, de aguas más profundas, esos barcos se acercan al continente. A veces se aprecian desde la orilla. Pero en Cartagena, no es el caso.

“Por aquí vemos pasar los barcos camaroneros. Esos que arrasan con todo, pasan por aquí de regreso a la bahía –cuenta Martín, uno de los trasmalleros que encontramos en aguas del archipiélago-. Algunos se detienen un poco a regalarnos, a los pescadores y a los habitantes de por aquí, baldes llenos de pescaditos por debajo de la talla permitida. Esos los llevamos para la comida de la casa”.

El regreso, después de atravesar la bahía, es por La Bocana. Decenas de pescadores con atarraya buscan sardinas en la entrada de la Ciénaga de la Virgen. Otros tantos tienen jaulas tramperas listas para cazar jaibas. Ambas son prácticas legales y adecuadas. Garzas de patas amarillas están atentas a cualquier movimiento de las aguas turbias.

“Los pescadores artesanales, como nosotros –dice Jairo- que usamos carretel, gozamos el verdadero arte de la pesca. Cuando un pescado pesa mucho o lucha por su vida, hace que el nylon nos corte las manos. Sangramos. Pero entre más nos corta, más sentimos el placer de saber que el pez que viene es grande”.

·         Cartagena de Indias, crónica, hambre, john saldarriaga, palangre,pesca, salderrio

 

Las Nubes caen en una lluvia de recuerdos

·         14. Ago 2012

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·         Narrativa urbana

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Fotos: Manuel Saldarriaga

De aquí a febrero de 2013, caerán Las Nubes. O se irán a otra parte. Y no es que vaya a llover, sino que ese antiguo edificio de paredes de bahareque pintadas de amarillo tenue y zócalos caoba, de techos de cañabrava y tejas de barro en el que Las Nubes han estado se irá a tierra. Caerá el letrero escrito sobre nubes de madera. Más de cien años de historia se reducirán a escombros para dar paso a lo nuevo. Lo único viejo que quedará en esa cuadra será la iglesia de Santa Gertrudis La Magna.

Después del incendio de enero de este año, iniciado por un corto circuito en un local de la misma propiedad dedicado a la venta de empanadas, funcionarios del Comité Local de Prevención y Atención de Desastres evaluaron la construcción y dijeron a sus dueños, los Arango, que desde aquel momento dejaba de ser habitable. Las estructuras se resintieron. Esos materiales, la madera, la cañabrava y demás, habían quedado muy vulnerables.

Los Arango, más de veinte personas que habitaban esa casa, todavía tienen fresco el pavor de esa mañana de incendio. Despertados por la alarma, uno a uno fueron arriesgando su humanidad, al descolgarse de la terraza de segundo piso a la marquesina de uno de los negocios más tradicionales de Envigado ubicado también allí: la Foto Vélez y, de esta al suelo como Dios les ayudara. No faltó quien llegó con una escalera para facilitar el escape de algunos. Pero más grande que el pavor es la tristeza de ahora por tener que dejar esa casa de toda la vida.

“Chucho ya dice que para ir a misa los domingos dará una vuelta larga con tal de no pisar la acera de la casa”, cuenta Gloria refiriéndose a su hermano. Precisamente Chucho, dedicado al negocio de la chatarrería, quien quiso hacerse a la propiedad, pero resultaba demasiado cara para sus posibilidades. Terminaron vendiéndola a Carlos Uribe, el del negocio de chance, a nueve millones de pesos el metro cuadrado.
 

 

Historia 
Los más atrevidos se arriesgan a sembrar la idea de que esa construcción de esquina, situada en el costado sur de la iglesia, está sembrada ahí desde 1800, tiempos en los cuales Cristóbal de Restrepo, el hermano de José Félix, hacía de párroco, el primero de esa iglesia.

Uno de ellos es el historiador Vedher Sánchez, quien recuerda que aquel religioso se quejaba porque solamente había tres viviendas en el parque. Es claro que una de ellas era la del mismo cura, situada a unos cuantos pasos de la que hoy nos ocupa, en sentido diagonal, en el sitio en el que hoy tiene su sede el Banco Agrario; la segunda bien pudo ser otra casa situada en la esquina opuesta, la nororiental, en la esquina de la calle 37 sur con la carrera 42, donde hoy está el Banco Santander. Se descarta que hubiera habido una vivienda lindante con el templo por el costado norte porque allí tuvo lugar el primer cementerio de Envigado, y la tercera “pudo haber sido esa que van a demoler”; la de Las Nubes.

Otros, como los sacerdotes Alberto y Daniel Restrepo Ochoa –sobrinos del filósofo Fernando González- no se atreven a confirmar ni a contradecir lo anterior, aunque dicen que su construcción data, “por lo menos, de la segunda mitad del siglo XIX”.

El padre Alberto, por su parte, señala que esa esquina está muy vinculada a la historia vieja. “Cuando yo era niño, esa casa era de la señora Ana Felisa Ochoa, no la tía de Fernando González, sino una homónima. A esa Ana Felisa le decíamos la Monja”.

Daniel cuenta que esa tía del filósofo que menciona Alberto abrió allí en esa esquina un almacén que daba a la calle: La tienda de Ana Felisa, le decían. Vendía tela, juguetes y variedades. La mujer conocida como la Monja le regaló al templo un lote para una capilla interior, “en tiempos del párroco Arturo Duque. O sea, en el decenio de 1930”. Por eso, quien entra a Santa Gertrudis por la puerta más cercana a la esquina sur de la Iglesia, encuentra que esta, en la parte de adelante, tuerce en ele.
Los Arango
Ana Felisa Ochoa habitó esa casa en compañía de su hermana Faustina. Eran tías de Domingo Bernardo Arango, quien recibió esa propiedad en herencia –según revelan sus descendientes- “solamente” porque acudió a saludar al par de mujeres solteronas y solitarias un 31 de diciembre, lo cual nadie más hacía. Y allá se fue él a vivir con su esposa y con sus hijos, por más de 63 años.

“Yo no nací en esa casa, sino que llegué a los siete años –recuerda Gloria Arango, una de las hijas de Domingo-. No había ni luz ni agua. Era oscura y tenía puros murciélagos”.

Gloria Arango, una de las hijas del viejo Domingo, dice: yo llegué a esa casa de siete años. No tenía luz eléctrica. Era oscura y había puros murciélagos”.

Desde las piezas se oía misa. Los cantos, los rezos, las homilías y hasta las toses con eco de los viejos de la iglesia.
Bar
Cuentan los mayores –y se puede confirmar en ediciones de hace más de 70 años del periódico Ceibas- que en la misma esquina en que están hoy, hubo otro bar Las Nubes. Pero no era el mismo ni tampoco de las Santamaría, como el bar actual, que fue abierto hace 29 años.

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Y quién, lugareño o visitante de Envigado, no tiene que ver con Las Nubes. Por lo menos como sitio de encuentro o de referencia.

Hasta Juanes estuvo allí, tomándose unos tragos. Lo confirma el recorte de una revista de avión, que Gildardo Santamaría, el dueño de Las Nubes enmarcó y tiene colgado en una de las paredes del local. A la pregunta de cuáles bares recomienda, menciona a este y el Berlín de El Poblado.

Y entre los personajes ilustres que han visitado el bar, Gildardo recuerda a los futbolistas René Higuita y Román Torres, al cantante Darío Gómez, el director de cine Víctor Gaviria, quienes han llegado hasta allí a tomarse unos tragos, los primeros, y café el último, y a disfrutar del amplio repertorio musical de Las Nubes.

Decorado con fotografías de Envigado de ayer y con otras que muestran momentos decisivos del Envigado Fútbol Club. Entre aquellas está la de Moisés, un célebre personaje envigadeño, callejero y sucio, que soplaba una hoja de naranjo y entonaba, como si tocara en una flauta, el Himno Nacional y decenas de canciones colombianas. Decían que Moisés había huido de cárcel de La Gorgona y que allá, en ese penal de alta seguridad, le habían pinchado un ojo con una lezna.

Y Londoño, más conocido como Perraflaca o Salchichón, quien fuera mayordomo del célebre doctor Francisco Restrepo Molina hasta el decenio del setenta cuando murió el médico. Fernando González, el filósofo, el Papa Juan Pablo II y Carlos Gardel son los referentes que iluminan este sitio. Ah, sumados a la figura concentrada del pensador alemán Leopold Stokovski.

Del techo cuelgan caperuzas y maracas. Se oye música variada. Tangos, música colombiana, tropical, parrandera y despecho. En Semana Santa siempre ponen música gregoriana.

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Hay otro inquilino viejo en esa propiedad de los Arango: la Foto Vélez. Lleva 66 años en ese sitio. Su fundador, Fernando Vélez Zea, lo abrió en 1946. El murió en 2001 y su esposa, Marta Patiño, sigue allí. “Hay personas que se fueron un día para Estados Unidos y al regresar, al cabo de los años, me preguntan: ¿y usted todavía sigue ahí sentada? Fue Fernando quien les enseñó todo a ella y a los hijos. La gente no le decía Fernando sino Foto.

“Trabajábamos con una cámara de fuelle, en la que uno debía meterse debajo de trapo. Nadie se podía mover. La gente tenía que venir a los tres días por las fotografías. Después hubo una que se revelaba de un día para otro. Después apareció la Polaroid, las fotos se entregaban en un minuto. Era una sensación. Foto se murió de un aneurisma el 6 de agosto de 2001 a las seis de la tarde. No sufría de nada. Era muy aliviado”, dice la viuda.

La cigarrería Envigado, por la parte del atrio de la iglesia, y la joyería Kater son los otros locales que tienen asiento en esa propiedad que hunde sus raíces en el siglo XIX. La primera, desde hace más de 45 años; la segunda, desde hace 15.

En fin, esa propiedad será demolida. Pero, mientras tanto, hay un problema: Pacheco, el gato de los Arango, no quiere salir de allí. En el trasteo de la familia no se quiso ir, por más esfuerzos que hicieron por convencerlo o agarrarlo. Paula, una de las nietas de Domingo, y otros familiares van a llevarle comida todos los días, él la devora y vuelve a encumbrarse en los tejados de la casa y de la iglesia.

·         crónicaEnvigadojohn saldarriagasalderrio

 

En La Sierra, muerte a pulgas y piojos

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·         08. Ago 2012

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·         Narrativa urbana

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La terminal de buses del barrio La Sierra es un sitio movido. Es el final ampliado de la empinada vía, la única que asciende desde el centro de la ciudad, como abriéndose paso entre las apretujadas casas. Una decena de automotores está ahí, esperando turno de salida. La mitad de ellos permanece estacionada a un lado; la otra mitad, al opuesto, y dejan un camino central por el que puede pasar uno de ellos cuando el despachador le dé a su conductor la orden de salida. También ahí, por ese camino central se mueven los alistadores, es decir, muchachos que las lavan echando el agua con una manguera.

-Apurate, parce, que voy de salida –grita un conductor a uno de esos aseadores, quien todavía lanza chorros de agua al parabrisas de una buseta.

-Listo, listo… Tolis.

En otro de los autos, el que comienza su descenso, suena un reguetón. Desde la ventana de un auto un hombre piropea a una muchacha vestida de unifoeme de colegiala que pasa caminando.

Ahí, justo en la entrada o salida de esa terminal, como en el cuello de la botella, está el kiosco de comestibles de William Araque Acevedo. Por la ventana se le ve medio cuerpo. Está rallando una pasta de un blanco amarillento,  como queso, con un rallador de cocina. El polvillo va cayendo a una olla.

Foto: Manuel Saldarriaga

-¿Qué ralla usted ahí? –Le pregunto-. ¿Queso?

-No. Jabón de coco.

A su derecha, en una esquina de la ventana, hay una vitrina colmada de frituras: empanadas y pasteles. A un lado tiene un mango tasajeado y, al otro, varias rodajas de piña, una encima de otra.

Coronado de cachucha con visera y enfundado en una bata blanca de laboratorista sobre su camisa, William parece ignorar el ajetreo de afuera. Mientras hace su labor, “hierve ramas de altamisa, ruda y verbena” en un fogón eléctrico de una sola parrilla que hay en el fondo de su tienda. Cuando hiervan esas ramas, comenta, le agregará este jabón pulverizado.

-¿Y esa mezcla para qué sirve? ¿Para la buena suerte?

-Hago jabón para acabar los piojos de los niños y las pulgas de los perros –habla sin dejar de mirar lo que hace-.  También se usa para atraer buena suerte porque los elementales de esas plantas dan buena suerte, pero en este caso es para los piojos.

William cuenta que, a la hora del desayuno, un conductor le preguntó qué hacía para acabar con los piojos de su hijo. “Me tienen loco. Ya no sé qué hacer”, le dijo. La mujer le había bañado la cabeza al niño hasta con petróleo aguado y con esos productos que anuncian por televisión, pero nada. “Yo sé de un jabón casero muy efectivo”, le comentó el del kiosco y se comprometió a prepararlo.

Esa receta la aprendió en Sierragro, revela. Es una institución oficial que ocupa un terreno en el que a veces cultivan, pero no por estos días en los que, según él, están robando mucho. Allá aprendió también a preparar hipoclorito de sodio y ungüento alcanforado para el resfriado.

William no es de La Sierra. Nació en Heliconia, un municipio del Suroeste antioqueño dedicado al cultivo del café y en el que abundan cuentos de espantos y de brujas. Allí fue agricultor. Hace veinte años decidió dejar el pueblo y venir a Medellín. Y hace dieciocho, cambiar un lote en San Javier por otro con rancho en La Sierra. El rancho era de madera y de madera sigue siendo.
Es líder comunitario porque siente que su mamá, Lucila, le encomendó esa misión unos días antes de morir, cuando fue a visitarlo.

-Yo le descubrí el cáncer a ella –comenta-. Vino el veintitrés de julio de 2010, después de muchos años de prometer visitarme. Estuvo en la casa, donde vivo con una mujer que no es la mamá de mi hijo; una mujer anciana. Y desde que la vi me di cuenta que ella estaba muy mal.

William la notó tan enferma, que se ofreció a irse con ella y acompañarla de forma permanente. “No, mijo –le contestó-. Usted tiene mucho que hacer en este barrio”.

No esperó que su madre traspusiera el umbral de su casa para comunicarse por teléfono con sus hermanas:

-Es mejor que nos vamos haciendo a la idea de que mamá no nos va a durar mucho tiempo. Ella se va a morir. –Le dijo a cada una de ellas y cada una de ellas le fue enrostrando su fatalismo. Pero la razón se la dieron un mes después, cuando la mamá murió.

En cuanto a la respuesta de su madre ante su oferta de vivir con ella, William la recibió como un mandato. Desde ese momento se vinculó a las labores barriales. Integra el Comité de Obras de la Junta de Acción Comunal de La Sierra.

En cuanto al jabón, le salieron cinco pastas. Le entregó una al conductor y dejó las otras cuatro en su kiosco, para la venta. Tal vez sean el inicio de una nueva línea de productos de William Araque Acevedo.

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Alberto Aguirre es un sol de silencio

·         03. Sep 2012

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A la memoria de Alberto Aguirre

(Este perfil fue publicado el 20 de marzo de 2011 en El Colombiano. Lo reproduzco como homenaje al maestro del periodismo muerto en la madrugada del lunes 3 de septiembre de 2012)

Como Alberto Aguirre me mandó decir que hablar con él era imposible, le envié el mensaje de que me diera entonces unos minutos de silencio.

En silencio lo he visto más de una vez caminar por el centro, como el animal urbano que es; o sentado a una mesa del bar Caracas, pedir café, desplegar un periódico y después el otro, leer hasta los avisos y, con ayuda de una pequeña regla que saca del bolsillo de la camisa, no de tijeras, recortar una noticia y después la otra, las que le interesan para su columna, Cuadro.

Sé que él no es dado a los homenajes. A uno que le rindió la Universidad de Antioquia por el aniversario de su grado de Derecho, no fue. Los organizadores no tuvieron más que entender –o, más bien, hacerse que entendían- que él considera el acto más incómodo del mundo que una persona esté sentada en el centro y otras estén hablando maravillas suyas durante horas, ante la vista de un público que seguramente no tiene otro sitio donde poner los ojos que en la indefensa humanidad de aquella persona, la cual no está diseñada para soportar semejante peso.

Su silencio me bastaba, no por una sinrazón poética, sino por dos razones prácticas: una, que algunos de sus amigos coinciden en decir que él lo habita, es su dueño o lo hace. Otra, que con el silencio también se dicen cosas y si él es tan experto en esa materia, como dicen ellos, sabría decirme bastante con la boca cerrada.

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Fernando González, el filósofo, cuya amistad Alberto heredó de su padre, Pedro Claver Aguirre, dijo: “uno de los visitantes del silencio –un sol silencioso- es Alberto Aguirre”.

Óscar Hernández, el columnista, quien trabajó en la Agencia France Presse, fundada por Aguirre en Medellín a principios de los años 50, me contó: él es “silencioso; nunca amargado; tal vez áspero. Es retraído porque cuando uno piensa mucho, no habla tanto”.

Aura López, lectora de cuentos por radio con voz de miel, quien lo ha acompañado –y tal vez influido- durante cincuenta y un años, me dijo: “él es un hombre muy silencioso”.

Entonces, ya tenemos una característica de Alberto Aguirre: es silencioso.

 

Irónico
Y ahí, con ese comentario entre guiones que acabó de pasar al citar a Aura, ya me metí en apuros. Pero, ¿quién lo manda? El mismo Alberto, en un reportaje que le concedió a Gonzalo Arango –seguro porque eran muy amigos-, aparecido en Cromos el 7 de noviembre de 1966 *, dijo que ni los libros ni los autores influían sobre las personas. Añadió, en cambio: “poeta, oiga bien esto: lo único que influye de verdad en la vida de un hombre, es una mujer. Y yo siempre distingo al hombre del intelectual. Por eso le sugiero cambiar las tres preguntas por una: las cinco mujeres que más han influido en su vida, aunque sugiera levemente la poligamia”.

Ironía, tal vez, para salirle al paso a ese otro cáustico. Algunas personas creen que esa respuesta fue burlona; nada seria.
El mismo autor de Obra negra, en su descripción, apuntó: Aguirre “es ironista”.

Orlando Mora, crítico de cine, otro de sus amigos, me contó que lo conoció en los años cincuenta en el Cine Club de Medellín, pero sabía de él desde tiempo atrás. “Recuerdo que yo era un muchacho de colegio cuando escuché que Alberto había dicho que León de Greiff era un culebrero de la poesía o algo así. ¡El escándalo! Le preguntaron por qué, entonces, había publicado sus obras y él respondió: es que yo también soy editor”.

Entonces, ya tenemos dos características de Alberto Aguirre: es silencioso e irónico.

Apasionado
“Su pasión arde por dentro como los volcanes”, dijo de él Gonzalo Arango. Nacido en Girardota el 19 de diciembre de 1926, Alberto Aguirre Ceballos se apasionó por el cine desde que era un mocoso de menos de diez años. Su familia se trasladó a Medellín muy pronto y él frecuentaba el Teatro Junín. Iba los sábados, en compañía de un primo suyo, a ver películas de vaqueros. Fue ese, sin duda, el origen de su gusto por el cine, el mismo que lo llevaría, ya grande, en los años cincuenta, al Cine Club de Medellín, fundado por Camilo Correa en 1953. “Me afilié. La primera película fue El incendio de San Francisco”, ha contado Alberto. Y a reabrirlo él mismo, en 1956, porque la presión de la Iglesia lo había hecho cerrar. “El cine club no es para ver cine –le explicó al arzobispo de Medellín Joaquín García Benítez, cuando estaba casi pidiéndole permiso para reabrirlo- es para aprender a ver cine”. Sin censura, el Cine Club de Medellín volvió a la escena pública con la proyección de una película prohibida en Colombia: Senso, de Luciano Visconti. Y, en efecto, “Alberto “nos enseñó a ver cine”, coincidieron en afirmar Martha Botero de Leyva, directora del Taller de Edición, una empresa productora de revistas; Víctor León Zuluaga, defensor del Lector de EL COLOMBIANO y la misma Aura López. Les enseñaba a descubrir, detrás de cada escena, el contexto político, histórico, artístico y literario.

Graduado a los 20 años de Derecho, lo ejerció con pasión hasta que tuvo 40. Y muy joven llegó a ser juez y magistrado de los trabajadores. La Masacre de Santa Bárbara, ocurrida el 23 de febrero de 1963 –trece personas fueron asesinadas en la fábrica de cementos El Cairo, a manos del Ejército- se convirtió para Alberto Aguirre en una causa propia. Viajó a ese municipio del Suroeste, habló con los familiares de las víctimas y los representó en los estrados judiciales. Parecida a la Masacre en las Bananeras, de 1928, este atroz genocidio quedó en la impunidad.

Con pasión también se dedicó a la fotografía. Guillermo Angulo, el importante fotógrafo, contó, además de que Alberto lo llevó un día a conocer a Fernando González, que fue nuestro personaje quien despertó en él la afición por la fotografía. Una vez que lo visitó en la oficina, el abogado pasó tomando fotos sin flash, en interior, lo cual para Angulo era técnicamente imposible. “Él, sin saberlo, despertó en mí la curiosidad que más tarde me condujo a mi profesión básica, la fotografía”. Sólo un apasionado puede despertar pasión. Ésta la alimentó en la Librería Aguirre –que compró al poeta Eduardo Correa en 1959 y mantuvo hasta 1997-, cuando se hizo amigo de Horacio Gil Ochoa, reportero gráfico de la revista Vea Deportes en 1970, donde también trabajó Aguirre comentando fútbol. “El se engomó con la fotografía fue gracias a la puebliadera. Iba a mi negocio de fotografía que estaba a 40 pasos contados de la librería y me preguntaba qué cámara conseguir, me mostraba las fotos que hacía…”, dijo Gil. Y llegó a presentar la exposición El pueblo de Antioquia, en el Museo de Antioquia.

Con pasión también se dedicó, durante unos años, al tenis de mesa. Gonzalo Arango mencionó que, en los tiempos en que trabajaba con él en la France Presse, salían a media noche, después de un día entero de traducir noticias del francés –Alberto lee francés, inglés, alemán e italiano-, buscaban un sitio donde jugar ping-pong. Pero no se trataba de un pasatiempo fugaz, como sugirió Arango. Nada en Aguirre lo ha sido. Fundó la federación de este deporte y fue director técnico de la delegación colombiana en los juegos Suramericanos de Lima, en 1964.

Entonces, ya tenemos tres características de Alberto Aguirre: es silencioso, irónico y apasionado.

Antirutinario
Algunos de quienes lo oyeron hablar por radio y leyeron sus notas deportivas en revistas, como Rodrigo Londoño Pasos, el narrador de fútbol; Wbeimar Muñoz Ceballos, el comentarista de Caracol, y Pablo Arbeláez, periodista de EL COLOMBIANO, señalaron que Alberto fue un comentarista exhaustivo y agradable. Para Vea Deportes cubrió el Mundial de Fútbol de México 1970.

“En Todelar se juntaron dos intelectuales: Alberto Upegui Acevedo y Alberto Aguirre –me comentó Wbeimar, quien no sólo lo tuvo como competencia trabajando ambos en emisoras diferentes, sino que trabajó a su lado, durante cuatro meses, cuando dejó a Caracol y estuvo en Todelar-. Ellos no se detenían tanto en lo táctico, sino que tenían una visión más universal de este deporte”.

“Yo lo escuchaba en sus transmisiones futboleras desde el estadio -evocó Pablo Arbeláez- “Él iba a los camerinos a entrevistar a los protagonistas del partido, cuando en las emisoras entendían que allí está el centro de la información deportiva y no enviaban a periodistas novatos sino a su plana mayor”. Alberto no tragaba entero y era crítico con sus entrevistados. “Recuerdo una vez que aplazaron un partido por lluvia y, sin embargo, me quedé en la sintonía: Alberto Aguirre me hizo pasar una tarde muy placentera”.

Así, pues, abogado; crítico de cine; periodista y, dentro de esto, columnista de temas de actualidad, traductor y proveedor de noticias, y comentarista deportivo; tenismesista; librero, y editor, Alberto Aguirre es conocido porque odia la rutina. En lo que más ha permanecido es en ese oficio de columnista. Su columna Cuadro –que ocupó espacio en El Mundo, EL COLOMBIANO y Cromos- permaneció por cuarenta años. Un afecto especial debió tenerle, a juzgar no sólo por la permanencia sino porque hasta le costó el exilio por amenazas, a finales de los ochenta, sin que esto lo hubiera hecho claudicar.

“Una vez que regresaba del Festival de Cine de Cannes, lo visité en Madrid, durante su destierro –relató Orlando Mora-. Pasé tres días con él. Conversábamos de nueve de la mañana a nueve de la noche. Él no veía la hora del regreso”. Un concierto de Sting fue tal vez lo único grato en ese amargo tiempo.

Ya que dejó la columna y tiene para sí todo el tiempo, Alberto no se queda quieto: se dedica a escribir unos libros que se le habían demorado en el tintero: uno sobre el exilio y otro sobre la Masacre de Santa Bárbara.

Entonces, ya tenemos cuatro características de Alberto Aguirre: es silencioso, irónico, apasionado y antirutinario.

¿Y a todas éstas, en qué cree Alberto? –le pregunté al escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien atinó a responder: -“él es devoto de los libros. O sea que sí cree en algo”.

Debo decir que Alberto me concedió el silencio que le pedí, pero también ausencia, que es dos veces silencio.
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* Tomado de Reportajes. Gonzalo Arango. Volumen I. Editorial U. de A., 1993.
Ayuda contexto

SEÑALES PARTICULARES DE ESTE CIUDADANO

Alberto Aguirre Ceballos nació en Girardota, el 19 de diciembre de 1926.
Su papá era Pedro Claver Aguirre Yepes y su mamá, Isabel Ceballos.
Aquél, médico, fue gobernador de Antioquia entre el 9 de septiembre de 1942 y el 26 de abril de 1944, a quien la historia registra como el dirigente que se empeñó en dotar de servicios públicos a los municipios periféricos, liderar la construcción de 400 escuelas y que por su iniciativa se fundó la facultad de ingenierías de la Universidad de Antioquia.
Un hermano de Alberto fue Alfonso, médico y Secretario de Educación de Antioquia. Alberto estuvo casado con Gloria López, con quien tuvo tres hijas. Él, actualmente, vive en el sector de Otrabanda.

·         Alberto Aguirre, john saldarriaga, Perfiles, salderrio

 

En el Hospital Mental sueñan con la libertad

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29. Oct 2012

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Sandra pinta dos aves coloridas en un papel blanco, valiéndose de pinceles y acuarelas. Una grande y otra pequeña. Ambas tienen sus alas desplegadas. “Los pájaros en libertad… Por ahí va mi locura”, dice sonriente.

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“En Semana Santa y Navidad aumentan los pacientes. Por misticismo o porque en parranda olvidan darles la medicina”: Juan Carlos Tamayo Suárez, gerente.

Es una chica de 20 años, tez trigueña y cabello oscuro y largo, del cual caen bucles sobre su frente. Está recluida en el Hospital Mental de Antioquia y pasa horas en el taller de artesanías, el mismo que el personal médico llama zona de terapia ocupacional.

Solo aparta los ojos de su obra unos segundos para verme mientras emite las frases y en ese breve tiempo observo su mirada tranquila, sin restos de perturbación, y oigo dos palabras que son el eje temático de los internos del recinto, libertad y locura, no solo ahora, sino desde ese lejano 1878 cuando surgió con el nombre de Casa de Locos.

Libertad
Ha sido tan recurrente la idea de libertad, que hace tres décadas, Raúl Gómez Jattin, el poeta del Sinú, recluido en la misma sede donde está Sandra, oliendo los mismos olores a caldos que salen de las cocinas a las horas previas a las comidas, descansando en los mismos dormitorios colectivos, viendo el mismo suelo ajedrezado, pero no en compañía de 250 enfermos, como hoy, sino de 1.500, escribió su poema 
Pájaro, incluido en Legado de un poeta: En la clínica mental vivo/ un pedazo de mi vida./ Allí me levanto con el sol/ y entre tanto escribo/ mi dolor y mi angustia./ Sin angustias ni dolores/ ataraxia del espíritu/ en que mi corazón/ como una mariposa/ brilla con la luz/ y se opaca como un pájaro/ al darse cuenta/ de los barrotes que lo encierran.

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En el tratamiento, el apoyo familiar es fundamental. Sin embargo, hay algunas personas que todavía ven en el Hospital el sitio donde se “desencartan” del enfermo. Fotos: Henry Agudelo

No solo los artistas sueñan con libertad; a algunos internos los oprime el encierro, a pesar de que hoy el Mental no es el lugar sórdido de antes, sino un sitio aseado y bien iluminado, donde los procedimientos siquiátricos son modernos y el trato, humano.

Enfermeras como Gloria Castaño Mejía, del pabellón de Pensionados, dicen que unas personas se fugan. De modo que cuando vuelven al Hospital, guiados por parientes o por su propia iniciativa, al sufrir otra crisis de enfermedad -esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión, intentos suicidas, demencia, trastorno postraumático o sicosis- carecen de derecho a salir a andar por los campos de la clínica. No salen del pabellón; solo pueden estar en el dormitorio, el patio y el comedor.

Justo después de hablar con Gloria, la enfermera, vamos al patio donde los pacientes que llevan menos de una semana de haber entrado, esperan sentados el paso de las horas y la llegada de la lucidez. Uno de ellos, dueño de una mirada pesada, hablar y movimientos lentos, me aborda: “doctor, cuándo me va a dar salida. Llevo aquí más de un año”. El tiempo es relativo y más en una mente agitada: la enfermera revela que él no tiene allí más de tres días.

Piensan en fuga, a pesar de que en el nuevo modelo de tratamiento, según explica el gerente del Hospital, Juan Carlos Tamayo Suárez, los pacientes están en el Mental “solamente mientras se atiende su crisis”:  el promedio de estancia de ellos es de 16 días. Atrás quedó el concepto de asilo, en que los enfermos permanecían por meses o años. Y ya no usan camisas de fuerza.

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Manicomio en su sede del Alto de Bermejal, Aranjuez, en el nororiente de Medellín.

En la historia del Hospital, publicada en la Revista Epidemiológica de Antioquia (volumen 29, número 1, de 2007), se lee que, fundado en el gobierno de Tomás Rengifo Ortiz como entidad de caridad, el tratamiento que les daban era deplorable. En un informe de J. Baltasar Melguizo, síndico del Centro, en 1890, aparece:

“Con esos pobres enajenados no se está haciendo ahora sino quitándolos de la sociedad, para que no estorben; pues, aparte del beneficio de la alimentación y el vestido, no se les hace otro”.

Tamayo Suárez dice que hoy “atendemos las necesidades básicas de la persona, la alimentación, la medicación, la recreación, con un trato humano, sin uso de fuerza, como se hacía en tiempos pasados”.

Locura
Ha sido también recurrente la idea de locura. A juzgar por la expresión de la mirada y por su sonrisa, Sandra parece consiente del doble sentido en el que la emite: uno, el que corresponde al sitio donde se halla; dos, el que se usa comúnmente para referirse a una pasión que no es enfermiza.

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Esta era la "Casa de Locos". En la entrada con alguna dificultad se alcanza a ver al poeta Epifanio Mejía. Foto: Sociedad de Mejoras Públicas de Medellín.

Para hablar de esta palabra acudiremos al huésped más ilustre que ha tenido el Hospital: Epifanio Mejía. Ocupó las cuatro sedes iniciales en 35 años de reclusión: entre Palacé y Junín, Maracaibo con Girardot, La Playa con Córdoba, Pichincha con Pascasio Uribe –por el Parque de Boston- y Bermejal –donde hoy está Comfama de Aranjuez-. Manso y melancólico, le dijo a Juan B. Jaramillo Meza, poeta manizaleño, que veía en su celda a Amelia, mujer a quien quiso.

Y escribió: Amelia era sencilla, dulce y buena;/ murió, pero aquí vive, en mi consuelo;/ y dicen que estoy loco… Esa es mi pena.

 

Rutina
Sandra se levanta temprano todos los días. Aunque se despierta a las seis de la mañana, no sale del dormitorio sino a las siete porque a esta hora llegan las enfermeras del día. No tienen que motivarla para que se bañe. Eso sucede más que todo con los recién llegados, que han abandonado la disciplina. Antes de las ocho está lista para ir al comedor, a desayunar y tomar medicamentos, pero debe esperar un poco, con otros internos, que les sirvan primero a quienes llevan dieta especial. Como no fuma, después del desayuno no va al patio, sino de una vez al taller. Le gusta tanto pintar, que cumple, claro, con el almuerzo, recibe la visita de sus familiares hasta las cuatro y, luego, vuela otra vez a seguir pintando. Más tarde, cena, toma los medicamentos y en vez de ver televisión, se va a su cama a pensar en pájaros en libertad y se queda dormida.

·         crónicaHospital Mental de Antioquiajohn saldarriagalocos,Manicomiosalderrio

 

Cerros de discos para endulzar la vida

·         27. Oct 2012

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Dicen algunos, entre ellos Jaime Jaramillo Panesso, que los coleccionistas de música se distinguen de los melómanos porque entre más ruido arenoso se oiga en los discos, más les gusta.

Gustavo Escobar Vélez

Gustavo Escobar Velásquez, coleccionista e investigador de música vieja y tangos, ríe por esa afirmación, pues entiende que encierra una caricatura, una broma del gardeliano, pero termina diciendo: “eso es mito, no somos así… Ah, pero el scratch al que él se refiere, ese sonido arenoso, es como el buqué del buen vino”, y él mismo celebra este comentario que le da la razón al satírico.

Marina Quintero, coleccionista de vallenatos, dice: “me encanta el buen sonido, el sonido brillante. Sé que a algunas personas, ese sonido áspero producido por el desgaste de las pastas, les genera añoranza”. Y agrega: “tengo una joya titulada Cuando el tigre está en la cueva, de Pacho Rada, posee buen sonido, pero tiene un pedacito partido en el borde, de modo que se me pierde un tema en cada lado, pero no lo voy a desechar por eso”.

Ese sonido, que Jaramillo Panesso compara con el que se produce al freír papas, se debe a que son discos con los surcos muy anchos. Los usuarios de esas pastas no cambiaban frecuentemente las agujas de los tocadiscos en que sonaban y las agujas romas terminaron por dañar los surcos. Es frecuente que los discos de los pianos de los bares suenen con asperezas.

Lo ideal es un buen sonido, brillante, nítido, coinciden en decir los coleccionistas, pero si la pieza musical que se obtiene es única y presenta este defecto, ¿qué otro remedio hay que escucharla así? Explican.

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Sergio Rendón

Inicios
Corría el año 1978 cuando Sergio Rendón se dio cuenta de que quería ser coleccionista de salsa. El dueño de El Son de la Loma, bar sonero en Envigado, ya había adquirido algunos discos de larga duración, unos 200, desde años antes, empezando, no se le olvidará jamás, con el de Héctor Lavoe titulado La voz, sin tener todavía en qué escucharlo. En 1978 hizo consciente este placer. Se inspiró, seguramente en su padre, Juan Rendón, melómano, y además, en Álvaro Quintero, un coleccionista que se especializaba en música de la Sonora Matancera.

Marina recuerda que comenzó conscientemente su colección en 1976. Sin embargo, fue un inicio difícil: “presté a una persona muy querida las colecciones completas de Alfredo Gutiérrez y de Alejo Durán y las perdió”.

Carlos Mario Restrepo

Carlos Mario Restrepo, coleccionista de música vieja y cumbias, cuenta que fue motivado por su papá, melómano, que se dedicó al culto por la música. Que al principio, cuando iba de cacería de algunos ejemplares en sitios donde sus dueños habían decidido vender los discos de 78 revoluciones por minuto, los coleccionistas viejos escogían primero que él. Y cuando creían que se habían llevado lo mejor y todo en pastas de fabricación extranjera, entraba él y separaba discos prensados en el Eje Cafetero y otras zonas del país, menos valorados entonces: “hoy, todas esas producciones son importantes”.

Jorge Giraldo Ramírez, coleccionista de rock, comenzó con discos de 45 revoluciones por minuto: “creo que fueron Samba pa ti, de Santana; More than filling, de Boston, y Jesús Christ Superstar”.
Loros que comparten
Los cinco melómanos coinciden en afirmar que el objetivo del coleccionismo no es alardear de lo que se tiene, sino compartir y difundir esas piezas que conforman su discoteca, sin egoísmos ni misterios.

Ellos dicen que son escasas las personas identificadas en ese gusto por tener una amplia discoteca, que practiquen el egoísmo o sean misteriosas para divulgar sus rarezas y su música en general. “Yo soy un loro –dice Jorge-. Y los demás coleccionistas también lo son. Participo en encuentros y foros a los que me invitan y si no me invitan, invento el foro”.

Las discotecas de cada uno de estos coleccionistas superan con mucho las tres mil piezas musicales y las 20.000 canciones, pero si bien la cantidad es importante, gozan más con la calidad de lo que poseen. Con las rarezas.

Gustavo tiene entre sus joyas La Marsellesa, el himno francés, grabado en un disco de 78 revoluciones por minuto, publicado por la RCA Victor en 1914, y la opereta cómica La mascota, de Pipo y Betina.

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Marina Quintero

Carlos Mario disfrutó un tiempo con una canción llamada María, una joya que le cedió un día Gustavo y, después, cuando encontró a alguien que gozaba todavía más que él, se la regaló; Sergio, con Las siete potencias, de Loule Sánchez y Ricardo Marrero, y la voz de Julio César Pérez; Dios los cría, de Rafael Cortijo y la voz de Ismael Rivera, y Bobbie Valentín va a la cárcel: tres trabajos discográficos de mediados de la década de 1970; Marina, con más de diez versiones de La casa en el aire, de Rafael Escalona: “una me gusta por una cosa; otra, por otra y así”; Jorge, con la música de la banda inglesa Radioheat y del cantante gringo Bruce Springsteen.
Investigación y goce
Los coleccionistas son, en general, investigadores. Nadie se conforma con tener un disco; este le genera curiosidad a su dueño. Saber qué hay detrás de él. Compositores, intérpretes, épocas. Por eso complementan su tesoro, los discos, con libros, cancioneros y revistas. Preparan encuentros y tertulias en las que comparten los conocimientos.

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Jorge Giraldo Ramírez

Carlos Mario y Sergio tienen la música para deleitar a la gente en sus bares; Jorge escribió el libro Medellín en Vivo, La Historia del Rock en Medellín, en 1997 y tiene el blog Amaranto, en el que incluye una selección de artículos musicales; Marina y Gustavo realizan programas radiales sobre sus respectivos géneros: el de ella es Una voz y un acordeón, que se transmite los viernes a las 7 de la noche; el de Gustavo, Al Compás de los Recuerdos, que se oye los domingos a las 12 del mediodía, ambos por la Emisora Cultural Universidad de Antioquia, 1.410 AM., y Sergio se encarga de redactar el perfil de El Salsero del Mes, de la página electrónica de la emisora Latina Stereo.

Estos loros, como los define Jorge Giraldo Ramírez, viven hablando de música y lo mejor: quien les oye queda convencido de que en eso que comentan está la suerte del mundo; no hay algo más.

(Cosas de la música

Coleccionista puede ser aquella persona que apenas se conforma con tener música. Pero estos son escasos. Según Juan Ángel Russo, miembro titular de la Academia Nacional del Tango, de Buenos Aires, Argentina, estos acumuladores de discos también suelen almacenar objetos relativos a la música, como equipos de sonido, instrumentos musicales, fotografías y afiches de artistas, libros, entre otros. Carlos Mario Restrepo tiene decorada La Cabaña del Recuerdo con fotografías de artistas de música vieja; la discoteca de Gustavo, en su casa, con una réplica de Nipper, el perrito de la RCA Víctor; Sergio Rendón adorna el Son de la Loma, su bar, con fotografías de salseros y carátulas de discos, comenzando por esa que inauguró su colección: La voz, de Héctor Lavoe; Jorge tiene afiches de conciertos y objetos que recuerdan sitios y momentos especiales de su música.)

·         Al compás de los recuerdos, Amaranto, Carlos Mario Restrepo,Coleccionistas de música, El Son de la Loma, Gustavo Escobar Vélez, Jorge Giraldo Ramírez, La Cabaña del Recuerdo, Latina Stereo, Marina Quintero, melómanos, música antigua, rock, Salsero del mes, Sergio Rendón, tangos, Una voz y un acordeón, vallenato

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 ¿Quién ha visto a Emilio con Isabel o entre los chinos?

 

 

En el Hospital Mental sueñan con la libertad 

 

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1.    http://0.gravatar.com/avatar/8c70d05c744f3689a9e99e2e12cc01e6?s=45&d=identicon&r=Galirio vargas m   •  4 years ago

resiban cordial saludo,me gustaria poder comunicarme,personalmente con .ustedes tengo una cantidad importante de discos y agujas para tocadiscos ymas.

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¿Quién ha visto a Emilio entre los chinos?

·         08. Oct 2012

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Con el apoyo de Ediciones B, Emilio Alberto Restrepo presenta dos novelas de crímenes en un solo volumen: Después de Isabel, el infierno y ¿Alguien ha visto el entierro de un chino? Son cortas, ágiles y vivaces.

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Ya había matado a algunos de sus personajes. Ya había andado por los caminos de la truculencia. Ya había pervertido a la juventud. Pero ahora Emilio Alberto Restrepo da un paso más: incursionó de lleno en la novela negra. En la novela detectivesca.

Y parece que se siente cómodo en ella y hasta tiene planes de quedarse.

Él viene escribiendo o, por lo menos, mostrando lo que escribe, desde los 80, cuando ganó el premio de poesía de la Universidad de Antioquia con un poemario titulado Poemas para pervertir a la juventud. Después escribió novelas de diversos tópicos, como Los círculos perpetuos, Qué me queda de ti sino el olvido y El pabellón de la mandrágora, en las que cometió tales “fechorías literarias”.

Y con esa personalidad hiperactiva que él tiene, que le exige siempre estar haciendo y estar diciendo con la boca, con los libros, ahora son doce las novelas de este médico gineco-obstetra, quien tiene la virtud de no separar las dos profesiones, la de contador de historias y la de médico, sino de combinarlas. Como médico, va “embaucando” a las pacientes con cuentos que sirven de anestesia.

Como contador de historias, acude, no pocas veces, a anécdotas y sucesos que ocurren en el hospital, curiosos unos, terroríficos otros.

Después de Isabel, el infierno y ¿Alguien ha visto el entierro de un chino?son dos novelas cortas que conforman un volumen de la colección Novela Negra, de Ediciones B.

“Los médicos somos como detectives que vamos tras la pista de las causas de un mal, del mismo modo que los investigadores van detrás del esclarecimiento de un crimen. Ante nosotros se sienta, por ejemplo, un viejito y nos dice: ‘me duele en esta parte, tengo vómito y fiebre, y comí tal alimento’. Esos son indicios que nos sirve para tratar de esclarecer las causas del mal. Nunca llega diciendo: ‘doctor, tengo apendicitis”.

Isabel y los chinos
Después de Isabel, el infierno es la historia de una mujer residente de ginecología a quién asesinan en su automóvil, a la salida de un refugio de ancianos, al parecer, por robarle el computador portátil. Así quedó consignado en el informe que cerró el caso sin más investigaciones.

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En ¿Alguien ha visto el entierro de un chino? una pareja de asiáticos, dueña de un restaurante, es asesinada en su casa. Nadie ha visto nada, pero la gente y las autoridades se dan cuenta de que adentro hay cadáveres por el hedor y por la presencia de gallinazos que quisieran darse un festín.

Conocedor del género, voraz lector de los relatos de Edgar Allan Poe, Gilbert Keith Chesterton, sir Arthur Connan Doyle, Ágata Christie y especialmente de Raymond Chandler, maestros del género, Emilio sabe que tradicionalmente, en la novela negra, un detective, por lo general dotado de una inteligencia asombrosa, resuelve un caso que se efectúa en un sitio específico. Ahora, los investigadores no tienen que ser profesionales en ello; pueden ser circunstanciales. En la de Isabel es el novio, quien después de superar las iniciales etapas de la tristeza, comienza a esclarecer datos que le resultan extraños.

En estas novelas, los asesinatos suceden como ocurren los crímenes en Medellín: sicarios que llegan en motocicletas y descargan sus ametralladoras.

“Yo me baso en hechos de la vida real, que conozco de primera mano o por las noticias. En la novela de Isabel, conocí el caso de una médica asesinada y lo demás sí es ficción; en el de los chinos, la noticia de ese extraño crimen salió en los diarios y yo me fui llenando de recortes de prensa sobre el caso. Yo me encargo, con ficción, de tergiversarlo todo. Soy más bien un tergiversador”, revela Emilio, quien también siente encanto por estar en esquinas, tiendas de barrio, sitios donde termina de enterarse de asuntos que le interesan para sus narraciones.

Esto, en cuanto al libro. En lo que se refiere a ese segundo párrafo, flaco, de una sola línea, en el que indico que al parecer el escritor se siente a gusto en el género y tiene planes de quedarse, lo digo porque, la verdad, también indago, busco, investigo, escudriño y, bueno, tengo algunos indicios. He rastreado al sujeto y tengo pruebas para sostener que ya escribió otras cinco novelas. Y lo que es más grave: se creó un personaje que aparece en todos ellos, un detective llamado Joaquín Tornado. Ah, valla nombre el del investigador aquel. Fuerte, contundente. Informaré en este blog lo que vaya descubriendo. Por lo pronto, amigos, confórmense con saber que pronto oiremos hablar más de Emilio y de sus novelas negras. 

———————————–

EMILIO RESTREPO OPINA:

“El género de literatura negra en Medellín no es moda. Es el despertar de una línea creativa que no se había desarrollado en nuestro medio”.

·         Emilio Alberto Restrepo, john saldarriaga, Literatura, literatura negra

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 Darío Ruiz Gómez no vive sin la ciudad

 

 

Cerros de discos para endulzar la vida 

 

1 comment

1.    http://1.gravatar.com/avatar/55ef52f753d880e4229724b9996b04b2?s=45&d=identicon&r=Gbeatriz calle   •  6 years ago

La Novela Negra y Ediciones B
Por: Libros y Letras, Para Buque de Papel, Medellín
Domingo 16 de Septiembre de 2012 14:34

La Novela Negra moderna ya no es exclusiva de Europa o los EUA. Ya en Colombia hay una serie del género de altísima calidad producida por Ediciones B y hasta la fecha tiene tres ejemplares: Deborah Kruel de Ramón Illan Vacca, El caso Mondiú de Gonzalo España y Gámboto de rey aceptado de Luis Fernando Macías.
En la próxima Fiesta de Libro de Medellín, en el marco del congreso literario “Medellín Negro”, los amantes del género se pueden deleitar con los dos nuevos volúmenes de la colección ya que se presentan dos libros con cuatro novelas cortas, dos en cada uno; el primero contiene el ganador y primer finalista del concurso literario convocado por el evento: Los cautivos del fuerte de apache de Julio Alberto Balcázar C. y Año Nuevo de Inés Lucía Blackie.
El otro volumen contiene las novelas ¿Alguien ha visto el entierro de un chino? y Después de Isabel, el infierno, del escritor antioqueño Emilio Alberto Restrepo. Esta última finalista en el Primer Premio de Novela Corta Mario Vargas Llosa, entre más de 600 originales. Hay grandes expectativas con esta presentación, que supone una propuesta novedosa y de gran factura literaria, en un género que no ha tenido el apoyo que se merece. Pero Ediciones B le apostó a ello y la colección apunta a hacer historia en la industria editorial de América Latina.
Guardadas las proporciones, a largo plazo se piensa tener un equivalente local a las colecciones El Séptimo Círculo de Borges o El Club del Misterio, de Bruguera.
Se proyecta una serie de largo aliento que llene las expectativas de los lectores, ávidos de material novedoso, original, entretenimiento y calidad literaria garantizados.
Informes:
 culturalibrosyletras@gmail.com

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Darío Ruiz Gómez no vive sin la ciudad

·         02. Oct 2012

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·         Narrativa urbana

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El autor de Señales desde el techo de la casa cuenta su vida de libros, amigos y bohemia.

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Darío Ruiz Gómez es autor de Geografía (poesía), Hojas en el patio (novela), De la razón a la soledad (ensayos), La ternura que tengo para vos (cuentos), Para decirle adiós a mamá (poesía).

Su mamá, Ana Francisca, maestra habituada a tratar a los niños, veía al pequeño Darío quedarse alelado a ratos, como si mirara un punto en lo indefinido. Al principio, se preocupaba –le contaría después-, dudando si se trataba de algo normal, hasta que se fue acostumbrando a que él era así, con tendencia a la ensoñación.

Darío Ruiz Gómez no conoce Anorí, el pueblo donde nació, el 14 de diciembre de 1936. Sabe, por su mamá y por geografía, que en los primeros cuatro años de su vida, los de su permanencia allí, ese pueblo de mineros tenía una fácil comunicación con el Magdalena; más que Medellín. Los barcos cargados de mercancías procedentes del mundo, entradas a Colombia por Barranquilla y conducidos por el principal afluente del país, llegaban allí por un brazo del río Cauca. También sabe, por su mamá y por historia, que Anorí se llenaba de gente de otras partes del país y el exterior, atraídas por el imán dorado.
“Siempre que estoy dispuesto a ir a Anorí llamo a una amiga y le pregunto cómo está la situación. Me dice: ‘aquí siguen matando gente; mejor no venga’”. Y no va.

El escritor sabe, por su papá, en quien tenía un homónimo, y por la tradición oral familiar, que la familia vino a templar a Medellín en busca de mejores horizontes económicos. Liberal, durante los gobiernos de su partido, en especial, los de Alfonso López Pumarejo, su padre trabajó en el Departamento de Investigación de ese municipio, averiguando robos al Estado. Cuando triunfó el conservatismo, desempleado, se vio obligado a improvisar ocupaciones. Administró una finca en Córdoba, un hotel en Sucre y hasta fue carnicero. Ruiz Rivas se las ingenió para levantar a cuatro hijos: Teresita, Darío, Clementina, Felipe y Elena.

La ciudad estaba llena de solares. En ellos, integrado a la muchachada, Darío cogía auyamas, vitorias, guayabas, y se bañaba en La Iguaná.

“Medellín tenía gran atraso. Había lagunas y caños insalubres por todos lados; gente descalza y sin dientes, y casi todos los niños tenían piojos”.

Estudió bachillerato en el Liceo Antioqueño y en el Liceo San Carlos. Luego de una estadía inicial en Boston, se estableció con su familia en La Estación Villa, barrio que inmortalizó en cuentos y novelas.
 

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Otros libros publicados del autor son: A la sombra del ángel (poesía), En tierra de paganos (novela), La muchacha de la leyenda (poesía), Trabajo de lector (ensayo), Diario de ciudad (ensayo) y Crímenes municipales (novela).

Literatura y bohemia
“Yo conocí a Darío en 1954 –recuerda Jaime Jaramillo Panesso, el columnista de temas políticos-. Integramos un Centro Literario con Carlos Gaviria Díaz, Guillermo Henao, Jairo Álvarez y Henry Molina”.

Era un grupo formado a instancias de la Biblioteca Pública Piloto, en su sede de La Playa. Se reunían los sábados a hablar de obras de diversos autores y a leer sus informes sobre ellas. “También leíamos creaciones propias. Unos cometíamos poesía; Carlos, ensayos filosóficos –cuenta Jaramillo Panesso-. Sacaron un periódico, Movimiento, que financiaban con bailes. Bailaban porros y cumbias. Y como entraba con fuerza la Sonora Matancera, también boleros y guarachas.

“Preparábamos ‘catalana’, una bebida hecha con cervezas, refrescos y algo de alcohol, que servíamos en vasos. Y para que las novias pudieran estar, el baile debía ser de cuatro de la tarde a siete de la noche, evoca Jaramillo Panesso”.

Desde ese tiempo, sus amigos lo conocen como un hombre de buen humor, que cuenta chistes. “Le decíamos Mirto”, revela el columnista. Ruiz se reunía con su barra de amigos en los cafés Pilsen, Soratama y La Bastilla. Tampoco se perdía espectáculo en los radioteatros de las emisoras. Recuerda con gusto los conciertos de Pedro Vargas, Bola de Nieve y María Luisa Landín.

Desde la adolescencia, Darío mostró su vocación literaria. Escuchó la sentencia de su madre, que hablaba sin ambages, profesora al fin y al cabo: “recuerde que el talento sin rigor no sirve para nada”.

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Copia de carta enviada por Darío a Jaime Jaramillo Panesso, recién llegado a España. Está escrita en papel del barco en que viajó. En ella le habla de sus primeras vivencias en suelo ibérico y opiniones de situaciones colombianas vistas desde la distancia.

El grupo se desintegró cuatro años después. Cada cual tomó sus rumbos geográficos y políticos, pero la amistad sigue intacta. En 1958, Ruiz viajó a España, a estudiar periodismo, instado por Henry Molina.

En la universidad encontró un esquema dictatorial, acorde con el franquismo reinante. Los estudiantes no podían hablar con los maestros y menos discutir por alguna calificación. “Los profesores estaban aparte, en un espacio al que llamábamos ‘La Jaula de los Leones’”. En las calles, claro está, también se sentía el franquismo. Cuando uno iba a comprar un libro de Albert Camus, por ejemplo, dice el autor de Para que no se olvide su nombre, debía pararse frente al librero y hablar casi entre dientes. “Vaya a la parte de atrás, contestaba éste”, y allí, en misterio, le despachaban el ejemplar. Darío aprendió a evadir el encierro cultural, viajando, como lo hacían las personas de espíritus inquietos, a pueblos franceses de frontera. Allí veía películas que no exhibían en Madrid.

En España fortaleció su inquietud por el cine. Conoció a Luis Buñuel, hombre sordo y más bien mala clase, e hizo amistad con Victorio de Sica. Y aprendió urbanismo. Conoció a  los escritores Azorín y Wenceslao Fernández Flórez, ya viejos. Y allá escribió parte de su obra. Cuentos como Si quieres esta tarde y otros más.

Darío volvió a Colombia casado con la española Concepción Callejones y con dos hijos. De ella se separó al tiempo. Desde su regreso tuvo más protagonismo en la vida social y cultural de Medellín. Se desempeñó como profesor de la facultad de Arquitectura de Universidad Nacional y articulista de El Colombiano y El Mundo. Se hizo amigo de Manuel Mejía Vallejo, a quien visitaba después del taller de escritores que dirigía el autor de Aire de Tango en la Piloto, para beber y conversar en medio de tangos y amigos como el que acaba de revelar su apodo, Elkin Restrepo, Orlando Mora, Luis Fernando Peláez y Alba Myriam Bedoya Torres, una alumna de Darío, quien habría de convertirse en su esposa desde comienzos de los 90.

Darío vive en un apartamento cerca al centro de la ciudad, escribiendo. Acaba de terminar dos novelas. Las sombras, centrada en la España de 1958, y Las razones del traidor, de un hombre culto que viaja a Estados Unidos guardando rencor por Medellín y su discriminación social.

“Yo solamente le conozco un defecto a Darío -osa decir Jaramillo Panesso-: es hincha del Medellín”.

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DARÍO RUIZ OPINA…

“Mi edificio favorito de Medellín es el Palacio Municipal; el más feo es el de Coltejer, que no supo resolver la esquina”.

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SE DICE DE ÉL…

Esposa y escritores hablan de Darío

Su esposa Alba cuenta: “nos hemos ido volviendo un poco menos nocturnos que antes. Nos gusta el vino, los viajes y vivimos leyendo”.
El escritor Juan Diego Mejía, dice: “de la obra de Ruiz me quedó con los primeros cuentos”.
El escritor Rubén López Rodrigué recuerda una frase que le escuchó a Ruiz en una conferencia: “si yo no escribo la historia de mi familia, nadie va a escribirla”.

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Hay que contagiar pasión: Ernesto McCausland

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·         21. Nov 2012

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·         Publicaciones El Colombiano

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(Nota publicada en El Colombiano, en 2004)

El cronista barranquillero busca los temas confiando en sus corazonadas. 

Febrero escarlata se basa en una ola de uxoricidios.

 

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Como Ernesto McCausland tiene ahora esposa, dos hijas y un perro, sufre en los viajes largos más que antes, y espera con ansia la hora del regreso. Aunque asegura que de todos modos los disfruta bastante.

Eso dijo la tarde en que vino a Medellín y aprovechó para asomar su interminable humanidad por EL COLOMBIANO y hablar un poco de su novela Febrero escarlata, y de otras cosas del periodismo y de la vida.

De su novela, la historia de más de una docena de asesinatos ocurridos en Barranquilla en el mes más corto de hace 21 años, contó que si bien ese tema parte de unos hechos reales, la considera una obra de ficción y que, por tanto, cabalga en terrenos más decididamente literarios que periodísticos.

Los uxoricidios en efecto sucedieron, pero él llenó de detalles ficticios algunos vacíos que había en ellos -“al fin y al cabo, en las investigaciones de los crímenes pasionales nunca se llega al fondo”- y tomó prestados algunos otros casos.

Mejor dicho, se dio las libertades del escritor, que el periodista no hubiera tenido.

El personaje principal está presente en todas las escenas del libro. Se llama Capeto Cervantes. Es un periodista de noticias y crónicas judiciales de un periódico llamado El Notición.

En ese ser reúne el autor a varios de los clásicos reporteros de esa apasionante pero no siempre bien querida área del periodismo, como Guillermo Franco Fonseca, Felipe González Toledo y, en el caso de Medellín, Mario Atehortúa. Es más, hasta el propio McCausland Soho se ve representado en Capeto Cervantes, porque él se desempeñó como periodista judicial para El Heraldo y, de hecho, le correspondió cubrir los crímenes que son objeto de su historia.

Ese personaje es un homenaje a esos reporteros “que se sumergen en las aguas del periodismo puro. Esos que tienen que dar la mayor cantidad de respuestas al lector, a diferencia de los demás periodistas, que si omiten algunas, la cosa no resulta tan grave ni tan notoria. Los que tienen que ser rigurosos, precisos en sus datos. No pueden equivocarse ni en el número de la calle en que sucedió un homicidio, porque alteraría la escena del crimen. Los que tienen que decirle al policía que les enseñe la cédula del sujeto para poder leer con sus propios ojos y no errar en ningún detalle. Los que tienen en la precisión hasta su seguridad, porque por una equivocación reciben llamadas amenazantes o, en otros casos, demandas; en fin, los reporteros de la crónica roja”.

Técnica
Y a pesar de que hubiera tenido en suerte cubrir esos hechos, el cronista de Caracol no recurrió a sus libretas de apuntes y ni siquiera leyó las noticias o las crónicas que escribió sobre ellos.

“No sé, no me interesaba. Quería hacerlo así, como los recordaba. Y menos se me ocurrió ampliarlos, ni pensé en indagar más sobre los casos. Ahí me hubiera quedado por lo menos diez años enfrascado en esa investigación y yo quería escribir una novela”.

La novela está escrita en tercera persona y en pasado simple, como suelen escribirse las crónicas judiciales.

Ernesto citó a Fernando Vallejo, escritor a quien admira, para explicar que el narrador de Febrero escarlata no es como los que el antioqueño critica, es decir, como un dios que puede hasta meterse en las mentes de los personajes para saber lo qué piensan.

Esos narradores omnipresentes y todopoderosos, dice, restan verosimilitud a las creaciones literarias, porque los hace inhumanos.

McCausland resuelve esta situación con un narrador que puede semejarse más bien a un amigo íntimo de Capeto, que puede estar a su lado todo el tiempo viendo las cosas que él ve, oyendo las que él oye, sintiendo lo que él siente.

Prepara otra novela
Ernesto McCausland ha dicho en todas partes que ésta es su primera novela. Pero aclaremos, ¿es la primera que escribe o la primera que publica?

“Hace tiempos intenté escribir una novela. Iba por la mitad, pero la abandoné. Me pregunté después por qué… La razón, me respondí, era que no la sentía. Y uno no puede escribir lo que no siente. Uno tiene que contagiar pasión con las crónicas que escribe y generarla cuando escribe una novela. La novela es un género que implica más compromiso por parte del autor”.

Por estos días, Ernesto considera la idea de escribir otra novela. Ya tiene el tema. Es una historia basada en un hecho criminal ocurrido en Medellín. El asesinato de un ser cercano a quien adoró en la vida.

En cuanto a sus crónicas, McCausland dijo que por ahora está feliz en la radio. Con las posibilidades que ésta ofrece.

***

 

Cómo elabora una crónica radial
Ernesto McCausland contó cómo suele hacer su labor de cronista radial.
“Primero pienso en una historia que quiera atacar con toda mi alma. Para esto me dejo llevar, casi siempre, de una corazonada. A veces, claro, ésta falla y hay que abortar, pero por lo general funciona.
En la entrevista actúa el sentido común. Y como casi siempre uno está de afán, pienso más en la calidad que en la cantidad de tiempo que tengo con el personaje.
Al escribir, pienso en un lead fuerte, luego en una estructura lógica y, por último, una frase como dardo”.

·         crímenes pasionales, crónica, Ernesto McCausland, Febrero escarlata, john saldarriaga, libros, salderrio, uxoricidio

 

¡Viva San Pacho!

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·         03. Nov 2012

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·         Narrativa urbana

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Cuento

 

PÍO QUINTO MENA murió en la breve noche producida por el último eclipse que veríamos en el segundo milenio por estos lados. Alcanzó a mirar en el cielo de Quibdó el fenómeno, a sentir cómo los pájaros se recogían en sus refugios, confundidos, y su cara morena, de por sí rolliza, se fue inflamando y enrojeciendo mucho más que aquella Luna que copulaba con el Sol. Se le dibujó una sonrisa de beatitud y dio gracias a Dios por permitirle ser testigo de la maravilla, majestuoso punto final a su existencia.

          A Pío Quinto no le cruzó por la mente que había escogido el peor momento para morirse. El pueblo estaba embebido ya en las fiestas de San Pacho, en las cuales suele decirse: “el que se murió, se jodió”.

          -¿Para qué no respetó las palabras de la Presidenta de la Junta Organizadora en su lectura del bando? –exclamó su sobrina Annie, luego de enfundarse en el mejor de sus trajes, colorido y luminoso, su sombrero de plumas y unos zapatos suaves para salir a la rumba.

          -Niña, eres una desconsiderada –le fueron diciendo, una a una, sus cuatro hermanas, visiblemente asombradas de verla irse tan tranquila, a las fiestas. Pero al cabo de una hora, ellas también fueron desfilando una a una, atraídas por la alegría.

          Era cierto. En el bando, leído el 20 de agosto por una mujer armada de bastón de mando, el cual representa el acato de la autoridad, había quedado decidido, entre otras cosas, que la Alcaldía garantizaría el aseo del municipio durante las fiestas y la empresa de energía, la no suspensión del servicio. Además, se dictó una orden: a “los hombres les queda prohibido ponerle cachos a su mujer y a los ladrones, apropiarse de lo ajeno”.

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Fiestas de San Pacho, Quibdó. Fotos: Manuel Saldarriaga

          En todo fue enfática. Sin embargo, en lo que su voz tronó con más fuerza fue en lo referente a los muertos. Como casualmente no faltan las muertes –naturales- justo antes o durante las fiestas, decretó:

          «Si alguien fallece, la familia del difunto inoportuno debe avisar sólo cuando terminen las celebraciones, o sea, el cinco de octubre, para que no se agüe la fiesta con aquel asunto tan engorroso». No hay tiempo que perder con esos ocurrentes a quienes les da por morirse para robarse el show. Porque, sin duda, para los buenos quibdoceños, lo más importante es su santo, a quien jamás llaman por su nombre completo, Francisco de Asís.

          Después del bando, en los corrillos de los mayores se hizo una remembranza del origen del ritual de San Pacho. Contaron al viento que fueron los Jesuitas, en cabeza de Fray Matías Abad, quienes, en 1648, celebraron una misa solemne en Unguía, al santo que le cantaba al Hermano Sol y, luego, armaron una balsa de canoas atadas y subieron el ícono Atrato arriba hasta Quibdó. Dijeron que la romería desembarcó un cuatro de octubre, su Día Universal, y que, por esta razón, San Francisco de Asís se convirtió en el patrono de los nativos de la zona del Atrato chocoano.

          En el corrillo del historiador Mosquera se oyó contar que el santo vivió entre los siglos XII y XIII, y que fue el autor del Cántico de las criaturas. De hecho, tanto los doce barrios inscritos oficialmente como los del repechaje, representan entre sus comparsas, algunos pasajes de la vida de ese hombre sagrado, en los cuales se le observa –a veces en vivo, a veces en imágenes- limpiando las heridas de Cristo, como si estos dos personajes se hubieran visto. Pero los hijos de la noche han explicado en otras ocasiones que con esto representan la caridad y el amor.

          -Bien dicho –dijo Annie ese día a sus cinco hermanas y a Antenor Guevara, el ingeniero más parrandero que se haya formado en Cartagena de Indias.

          -¿Recuerdan que mi abuela murió en un San Pacho? –preguntó el ingeniero cuando regresaban a casa después de la lectura del bando-. Ni porque no lo hubiera sabido. Tanto vivir y no aprendió a no morir en San Pacho. Pasamos con el féretro por un lado de la algarabía y después del entierro, al que no fuimos sino algunos escasos familiares de la viejita, no pretendíamos seguir en la farra. Sin embargo, nos fuimos a mirar no más el paso del desfile, creo que ese día le tocaba al barrio La Yesquita, nos fuimos contagiando de la cosa y los pies nos empezaron como a quemar y nadie sabe en qué momento estábamos bailando nuevamente en medio de la gente, como si tal cosa.

          Después del bando, desde el 20 de agosto hasta el 2 de octubre, se realizaron las alboradas. Hasta Pío Quinto participó en algunas de ellas, cuando su corazón se lo permitía. Sus ochenta y tantos años no fueron impedimento para que bailara con la vieja Carmen, la prieta viuda del pescador Orestes, y que le pronunciara arrumacos que la hicieran sonreír.

          Ahora, tras la muerte del tío y luego de salir de casa, lo primero que Annie hizo fue buscar a su amigo para contarle el anómalo suceso.

          -No te preocupes por eso, nena. Tenemos dos opciones. Una, lo que hicimos con mi abuela; dos, esperamos hasta el final del San Pacho.

          -¿Y si empieza a heder?

          -¿Heder? ¿Pero si no son sino tres días?

          -Pero con la temperatura y la humedad de esta tierra, el viejo hiede porque hiede.

          -Dime quién va a estar en casa durante estos días para soportarlo. Si quieres, le dices a tus hermanas que se vayan para la mía cada vez que quieran dormir, comer y echarse un poco de agua en la cara o en el cuerpo y santo remedio.

          Al momento, los dos amigos estaban hablando de las alboradas, con lo cual, puede decirse, sin haberlo mencionado, habían optado por la segunda alternativa.

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          -La mejor fue la de Cristo Rey–dijo Annie-. Mi barrio. Celebra la alborada el quinto día y puede decirse que desde ahí comienza el San Pacho.

          -Prefiero la representación crítica de La Alameda, en torno a la ecología –repuso el ingeniero.

          Quibdó resulta pequeño durante las fiestas. Incontables son las veces que lo recorren bailando y bebiendo desde la Iglesia hasta el barrio La Esmeralda, volteando por El Silencio –que por estos días no hace honor a su nombre-, bajando hasta tomar la entrada del Tomás Pérez y Kennedy hasta la catedral de San Pacho y nuevamente al Parque Centenario. Es la ruta franciscana, el recorrido oficial.

          Se otorga un día para cada barrio y es cuando cada familia ofrece a lugareños y fuereños licor, música y sancocho hasta el amanecer, como réplica de la generosidad del Santo.

          Cuando Annie Mena pasó bailando por su casa, en medio de una multitud excitada fue cuando volvió a pensar en su tío muerto. Y aunque no pasaba por su mente ni un poco de remordimiento por dejarlo ahí, alcanzó a pensar qué dirían los fiesteros al verlo en la entrada de su vivienda. El viejo era tan conocido por todos… Con su habilidad para componer articulaciones; sus rezos para mejorar la suerte; sus recetas de hierbas medicinales para todas las enfermedades, las cuales preparaba con plantas que buscaba personalmente internándose en la selva, todo el mundo tenía que ver con él. Qué dirán, pensaba Annie, sabiendo que en estas celebraciones es preciso pasar tantas veces por la casa. Verlo allí siempre, tal vez inquiete a los participantes. Dio un codazo a su amigo y ambos salieron por un momento del baile para detenerse junto a Pío Quinto.

          Éste tenía la misma mirada de beatitud con la cual murió. Dirigida al cielo, esos ojos abiertos no parecían muertos. Y esa sonrisa eterna dibujada en sus labios, era el centro de un rostro redondo y feliz. Justo cuando el desfile estaba frente a él y algunos de los bailarines giraban su cara para mirarlo, se oyó cantar el himno de Madolina Rentería:

                    Qué viva la fiesta
                    que viva Quibdó
                    que viva San Pacho
                    nuestro protector…

          -Ayúdame a entrarlo. Cógelo tú de los brazos; yo, de los pies. Y lo llevamos para la última pieza. O, mejor, para el patio de atrás.

          Antenor se quedó mirándolo un instante y dijo:

          -No veo la razón de llevarlo atrás.

          -Yo sé, estamos en fiesta y el que se murió se jodió, pero, no sé, por consideración a los fiesteros.

          -Míralo bien. Ese rostro sonriente, esos ojos festivamente abiertos… a nadie van a atormentar. Quienes lo vean creerán que está disfrutando del San Pacho. Y, en el fondo, creo, eso es lo que él hubiera querido: ver pasar el santo, sentirse entre la gente.

          -¿No crees que él sepa que está muerto?

          -No lo sé, pero creo que él lo preferiría así.

          La mujer lo observó un momento. Se dio cuenta de que apenas ahora lo miraba muerto. No se había hecho a la idea de que su tío ya no estaría más con ella. Le contó a Antenor su primer recuerdo de las Fiestas de San Pacho: en él está ella, apenas una niña, todavía sin aprender a hablar, montada sobre los hombros del tío, en medio de la gente y de la algarabía. Jamás había conocido a nadie en la vida que disfrutara tanto de esa festividad como él. La esperaba durante el año. Separaba sus mejores trajes. Alistaba su clarinete.

                    Qué viva la fiesta
                    que viva Quibdó
                    que viva San Pacho
                    nuestro protector…

          El canto coral se oía lejano. Como si ya hubieran dado la vuelta en la esquina de la casa de Petronio Guevara, el papá de Antenor.

          -Pero no nos pongamos sentimentales –dijo el hombre-. El cinco de octubre hablaremos del viejo Pío. Y los dos corrieron a alcanzar su comparsa.

          En otro de los recorridos, al pasar por la casa del hierbatero, Antenor Guevara fue quien hizo señas a Annie de la singular escena. Dos muchachos que apenas estrenaban su cédula de ciudadanía y su cartón de bachilleres, dos amigos inseparables del viejo Pío Quinto, estaban sentados a su lado, bebiendo licor. En el momento en que los fiesteros llegaron, los dos jóvenes abrazaban al mayor y lanzaban vivas a san Pacho. Inquietos, los dos bailarines dejaron la comparsa para percatarse de si debían contarles que su amigo Pío Quinto Mena, con quien salían a rumbear en sus motocicletas ruidosas y a quien dejaban de nuevo en su casa solamente cuando estaba caído de la borrachera, había muerto.
 
          -Tómate un aguardiente, viejito. No seas rogado. Es el buen chirrinchi del alambique de Petrona Nisperusa, que tanto nos gusta.

          -Déjalo, cabrón, que está bien jaladito. Más bien ayudémosle a entrar a la casa y a encontrar su cama para dormir.
 
          -¡Qué dormir ni qué cuentos! Abre la boca, viejo. ¿O hay que sujetarte de la ternilla?

          La sobrina vio cómo los dos muchachos le abrían un poco la boca y le arrimaban la copa y le vertían aguardiente, el cual, indefectiblemente, iba saliendo por una de las comisuras, la izquierda, lado hacia el cual el anciano estaba levemente inclinado, y terminaba por mojarle la ropa. Ellos, tan ebrios como estaban, no se daban cuenta de que todo el líquido se perdía.

          -¡Hola, Annie Mena! ¿Mena para qué? –bromeó uno de ellos mirando con ojos lujuriosos a la bella mulata.

          -Mena para todo –respondió el otro-. ¿Acaso no ves lo mena que está la sobrinita del viejo Pío. –Y dirigiéndose a éste, añadió:- Ahora no te vas a enojar, viejito, por molestar a la nena, que con esa pea no puedes ni con la salud de un gato.

          -Déjenlo tranquilo –dijo la mujer.

          -Sí, déjenlo durmiendo tranquilo. ¿No ven que ya no se tiene en pie?

          -Miren, se acaba de orinar los pantalones. Vámonos, Teo, que el viejo Pío no da más. Mañana será otro día.

          Cuando los muchachos se fueron, Annie dijo seriamente a Antenor:

          -No sé si es tan buena idea esa de dejarlo aquí, en el corredor de afuera, a la vista de todo el mundo.

          -No importa si está a la vista de todo el mundo; lo importante es que todo el mundo está a la vista suya. ¿No notas lo bien que se ve? Si no fuera porque yo sé que está muerto, diría que está disfrutando de lo lindo. Más bien, ayúdame a cambiarle de postura, para que cuando el desfile vuelva a pasar por aquí, nadie sospeche de su gozosa quietud. Arrimémosle la silla al muro, como si hubiera buscado la sombra… Ahora, enderecemos su cabeza para que mire de frente a los bailarines. Tráeme un palito… no, un palito no, más bien algunas ramas aromáticas de las que él mantiene, de tal forma que le sostengan el mentón, al tiempo que lo perfumen, por si acaso hiede, como tú decías… Dime si no se ve mejor que nunca.

          -Déjame traerle también el clarinete.

          Era de noche cuando la caravana volvió a pasar frente a Pío Quinto Mena. No pocos fueron quienes levantaron una mano y en ésta esgrimieron su sombrero para saludar al viejo hierbatero que los veía pasar, sonriente, desde el corredor de la casa. Sabían que había estado algo achacoso en los últimos días y, por eso, a nadie se le ocurrió extrañar que no participara más directamente de las fiestas, como todos los años. Antenor y Annie estaban embadurnados de harina de trigo. Arrojaban puñados de este polvo blanco a otros participantes. De pronto, el hombre acercó su boca al oído de su amiga para preguntarle:

          -¿Ves lo que yo veo? ¿Quién es esa mujer que está con tu tío?

          La chica se detuvo bruscamente para observar.

          -Ah, es su novia, la viuda del viejo Orestes, el pescador de meros.

          Y, otra vez, dejaron la caravana para acercarse a la escena que los inquietaba.

          -… y ¿te acuerdas, negrito, del juego de la vacaloca?

          La viuda comentó que hasta hacía unos siete años existía un juego en el cual ataban un par de cuernos de vaca a costales previamente embadurnados de brea. Ese bulto era remolcado por algunos hombres, casi siempre borrachos. A los costales les prendían fuego y así, la vaca flameante hacía lo posible por embestir a los fiesteros, algunos de los cuales se defendían del seudoanimal, no con mantas o capotes como en las corralejas, sino con una vara larga que con esfuerzo metían entre los cachos para desestabilizar al conductor. La vacaloca fue prohibida por el peligro que representaba.

          La viuda no detuvo su habladuría con la llegada de los dos jóvenes.

          -Yo mismo vi uno o dos quemados separarse de la farra por ese jueguito –intervino Antenor-. Lo peor es que no se ha hecho nada, menos riesgoso, para remplazarlo. Habrá que pensar en algo.

          Como si no le hubiera escuchado o no le importara su presencia, la mujer siguió diciendo:

          -Recuerdo que Orestes y tú, que habías quedado viudo hacía tantos años… ¡ay, la niña María!, que Dios la tenga en la Gloria…, se buscaban siempre para tomar aguardiente y, más aun, en las Fiestas de San Pacho. Se correteaban por turno el uno al otro con esa vaca del demonio, siempre flameante, y después, caídos de borrachos terminaban en mi rancho más muertos que vivos. Y a mí me tocaba desnudarlos a ambos, quitarles esas ropas chamuscadas y sucias y cambiarlos por otras limpias para que durmieran bien, como si yo fuera la mujer de los dos. Y, claro, por eso, la otra noche, cuando te metiste al rancho, te dije que yo ya sabía lo que me esperaba, que yo ya te conocía a ti completito, completito. Y hasta pude describirte, antes de que te quitaras los calzoncillos, lo bien dotado que estás, bribón, y los lunares grandes que tienes ahí abajo. Espero que mañana, último de san Pachito, te prepares dos coctelitos de chotaduros, nonis sanagua y cuantas plantas quieras, para que por la noche rompamos el catre. ¡No vas a creer que porque una esté vieja está muerta! No señor.

          Y la vieja recostaba amorosamente su cabeza sobre el hombro del viejo Pío. “Ni tan pío el muy bandido”, pensó Annie tras escuchar semejantes cuentos de la viuda del pescador, quien no paró mientes en la presencia de esos dos seres blanqueados de pies a cabeza.

          -Vámonos –le dijo a su amigo y dejaron solos a los dos viejos en la penumbra.

          Así pasaron hasta que amaneció el día de la gran resaca. Antenor Guevara llegó antes del mediodía a la casa de los Mena. Saludó a Pío Quinto, solo a esa hora. Vio, en el pasamanos del antejardín, tres botellas de licor vacías y una a medio llenar, y, en el suelo decenas de colillas de cigarrillos.

          -Se nota que no te han dejado solo ni un momento, viejo Pío. Ahora quién te va a hacer ir para el otro lado, si aquí te quieren tanto, ¿ah?

          La puerta estaba abierta. El ingeniero traspuso el umbral y percibió el silencio de una casa habitada por mujeres durmientes. Dio un largo silbido para despertar a Annie. La mujer salió en breve de su cuarto, despeinada y descalza, vestida apenas con una camisa que le venía un poco larga y ancha, como si la hubiera heredado de su tío y a través de la cual se notaban sus senos bailando sin sostén. Sus piernas estaban desnudas. Ante aquel amigo que resultaba para ella poco más que un hermano, no sentía el menor pudor.

          -¿Hace rato estás ahí?

          -Hoy es el día del tío. Yo me encargo de los trámites. Me voy ya mismo a hablar con el funerario, el cura y el sepulturero para que todo esté listo para esta tarde.

          -Y háblate también con el paisa, para que dé una vuelta por el pueblo con su altavoz pregonando la muerte del tiíto.

          -Tú, entre tanto, despierta a esas hermanas que de poco sirven y cambien de ropa al viejo. Bañen su cuerpo con agua de rosas y esencias porque ahora sí, Annie, está pasadito.

          -¿Para qué? ¿Esas cosas no las hace el funerario?

          -Qué va. Si lo hacemos nosotros, nos ahorramos unos pesos. Sólo le compramos el cajón, dos carteles para invitar a las exequias, uno para recostar en la entrada de esta casa y otro en la de la iglesia.

          -Pero espérate nos tomamos un café.

          -Dame, más bien, limonada.

          Los efectos del pregón del paisa no dieron espera. Antes de las dos, frente a la casa de Pío Quinto se arremolinó una multitud de curiosos entristecidos. La viuda Carmen se abrió paso a empellones, por entre la gente y llegó llorando hasta la sala de la vivienda, donde estaba el hierbatero tendido en una mesa, vestido de blanco hasta los zapatos. El elegante traje que él pensaba estrenarse en la primera noche de San Pacho.

          La viuda le clavó una rosa roja en el ojal. Lo abrazó llorando y dijo:

          -Mira, Annie. Ahora soy viuda de dos.

          Cuando Antenor Guevara llegó, en la multitud ya se había formado un comité. En él estaban los dos muchachos compañeros de tragos, una mujer de la entrada de la selva que, según dijo, atendía a Pío Quinto cuando éste se internaba en ella en busca de plantas, cortezas, hojas y frutas medicinales, y el boticario. Plantearon que el finado no podía irse así no más, después de haber llevado una vida entregada a la comunidad, llevándole salud con sus saberes naturales. Una vida entregada a la fiesta, a la alegría, siendo el alma del San Pacho. Ya estaba decidido: le harían un desfile por la ruta franciscana. Recorrerían La Esmeralda, voltearían por El Silencio, bajarían hasta la entrada de Tomás Pérez y Kennedy y arribarían a la catedral de San Pacho.

          -¿Cargaremos el féretro por todo el pueblo? –preguntó el ingeniero.

          -Tranquilo, viejito, que nosotros dos nos encargaremos de eso –dijo uno de los amigotes de Pío.

          -Por mí, está bien. Sólo falta convencer a Annie.

          Como el primer día de fiesta, el cinco de octubre Quibdó no cabía dentro de su piel morena, sudorosa por la cercanía de la selva húmeda. Un desfile que parecía no tendría fin, estaba encabezado por el cura, quien no vio nada anómalo en la propuesta, y una carretilla de madera, la que el hierbatero usaba para traer sus plantas desde la selva y que según se supo, dejaba guardada siempre donde la mujer que apenas descubrían. Encima de la carretilla, decorada con flores y hierbajos, iba Pío Quinto Mena, sentado y luciendo su mejor sonrisa, su mirada de beatitud que no se había extinguido. Parecía un rey paseándose glorioso por su reino. Al lado derecho, Carmen, la viuda de Orestes, seguida por Annie y sus hermanas. Al izquierdo, la mujer de la selva. El coche era conducido por uno de los muchachos, mientras el otro sostenía erguido al viejo Pío.

          El sacerdote, valiéndose del megáfono del paisa, encabezaba algunas oraciones. Pero no bien hacía una pausa, la multitud entonaba canciones festivas. Volvió a escucharse el himno de Mandolina Rentería. Al pasar por El Silencio, una nube cubrió la caravana. ¿De dónde habían sacado toda esa harina? Se preguntó Antenor Guevara.

          -¡Viva Pío Quinto! –gritaba un cargador.

          -¡Viva!

          Cuando llegaron a Kennedy, cundió la alarma: el chirrinchi de Petrona Nisperusa se había agotado. No se conseguía una botella ni para remedio. De modo que, resignados, tuvieron que tomar trago oficial. Sólo el sacerdote parecía sobrio.

          El desfile se detuvo antes de entrar al templo. Un grupo de cantaoras entonó alabaos. El protagonista fue descendido de la carretilla y puesto entre el cofre, que había permanecido allí, en el umbral del templo, toda la tarde, custodiado por el funerario. Sólo en este momento, los quibdoceños parecieron entender que en efecto, Pío Quinto Mena, su hierbatero, su parrandero, su enamorado, su más ferviente fransiscano había muerto.

·         cuento, Fiestas, Fiestas de San Pacho, john saldarriaga, narrativa,Quibdó, salderrio

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 En el Hospital Mental sueñan con la libertad

 

 

Hay que contagiar pasión: Ernesto McCausland 

 

2 comments

1.    http://1.gravatar.com/avatar/f291615ca4569efea83ec70bcaf08f29?s=45&d=identicon&r=GMartin   •  6 years ago

Que bueno conocer nuestra cultura mas a fondo ..lo publicare ahora…

Responder

2.    http://0.gravatar.com/avatar/49840f9f36c331acc3586b19ed9f48c3?s=45&d=identicon&r=GAna Maria Santos   •  6 years ago

John Saldarriaga, me encantan tus artículos. Cómo haces para grabarte todos esos detalles y plasmarlos de tal modo que parezca que estuviéramos también allí viviéndolo todo? Todos en la oficina, a la hora de almuerzo los buscamos, los leemos, los disfrutamos, nos reímos, pues nos relaja y nos saca de nuestro estresado ajetreo. Realmente te mereces los premios que te has ganado como periodista y mucho mas..

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Un viaje por La Guajira verde

·         27. Dic 2012

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·         Publicaciones El Colombiano

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En Sur de la Guajira, conocido como La Guajira Verde, en contraposición al Norte, que es desértico, está lleno de atractivos. Entre ellos está la Cueva de los Solano.

http://www.elcolombiano.com/blogs/salderrio/wp-content/uploads/2012/12/IMG_3364-300x225.jpg

El Fondo de Promoción Turística, Guajira Tours y Viajes Clorofila promueven el turismo en La Guajira verde, es decir, la llamada baja Guajira.

Una guacharaca cree que es gallina, pero ella no tiene la culpa. La culpa es de Jorge Solano Solano, un campesino de Fonseca. Él halló un nido de guacharaca abandonado y decidió ponerle los huevos a una de sus gallinas para que los calentara. Los calentó como si fueran suyos, y ahí tienen a ese animal de alto vuelo caminando detrás de la mamá adoptiva por todas partes, de la cueva a la casa, del riachuelo al camino, sin atreverse a volar más que hasta el cerco o hasta una talanquera que rodea la parte de atrás de la vivienda, por la cocina.

Tal versión del Patito feo sucede en la vereda El Chorro, a hora y media de la cabecera de ese pueblo guajiro, donde el agricultor vive solo y bien acompañado por sus animales. Aves, perros, patos, piscos andan sueltos por ese cerro, al cual se accede por una trocha apenas dibujada, de piedras sueltas, que debe hacerse en auto de tracción en las cuatro ruedas.

Periodistas de diversas zonas del país, y de Perú y España, llegamos atraídos por la noticia de que cerca de allí está La Cueva de los Solano o del Chorro o de las Tres Avemarías —este nombre fue puesto por un cura—, caverna de piedra con estalactitas en formación.

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Jorge Solano Solano

Ese hombre de tez trigueña, vestido con sombrero vueltiado, camisa a medio abotonar, pantalones con las mangas metidas en botas de caucho, mantiene trabajo de sobra —dirigir labores de cercado de predios desde ahí hasta Tomarrazón, para protegerlos de la deforestación, en un contrato con la Corporación Autónoma Regional, y atender sus cultivos de piña, maracuyá, lulo, maíz y patilla—. Sin embargo, él se encarga de guiar nuestros pasos hasta la caverna.

Muy pronto nos damos cuenta de que resulta conveniente su compañía. Primero, porque la cueva no se ve desde su casa, aunque está a unos de trescientos metros, subiendo una loma de rastrojos y tunas que él abre con machete; segundo, porque nos mantiene lejos de enjambres de abejas africanizadas, cuyas “picadura y fiebre yo me curo bebiendo su propia miel”, y nos advierte que hablemos en voz baja para que los insectos no se alboroten.

Después de pasar bajo una generosa sombra de guáimaros aparece la gran boca de piedra. Hay nombres de personas escritos en la roca con hollín de antorcha.

Perros descubridores
Jorge cuenta que ese lugar se llama Cueva de los Solano porque la descubrió su abuelo, Reginaldo Solano, hace sesenta años, en una excursión de cacería.

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Cueva de los Solano

“Los perros persiguieron zainos y el viejo corrió tras ellos. De pronto, se encontró con esta cueva, donde los canes habían encerrado sus presas. Así la descubrió. O, mejor dicho, la descubrieron sus perros”.

La cueva tiene su antesala, un espacio amplio de unos veinte metros de lado y a diez de profundidad, en el que se ven las estalactitas como lágrimas rocosas.

Quienes saben aseguran que no se deben arrancar fragmentos de roca para llevar de recuerdo porque hasta ese punto y ese momento llega la formación geológica.

Hay una segunda cámara más pequeña y oscura y, luego, la penumbra es plena. Las linternas no logran mantener vivos sus hilos de luz. Hay desniveles en ese viaje de unos doscientos metros por el vientre de la Tierra. A veces, es preciso agacharse porque los pasadizos no tienen la altura de una persona puesta de pie en todos los tramos. Es necesario amarrarse con sogas. En suma, allí se dan pasos de ciego.

Jorge cuenta que existe otra cueva pequeña, cercana a este sitio, pero la que tiene gracia es esta, la de los Solano.
Jorge va a la casa a buscar lulos para regalarnos, pero regresa con un puñado de maracuyás. Dice que no cambia la tranquilidad de estos cerros por la agitación de la ciudad.

¿Fue su abuelo quien le contó la historia de los perros?, le pregunto.

“No. A mi abuelo ni siquiera lo conocí. Fue mi papá, Reginaldo Segundo Solano quien me la contó. Tiene más de ochenta años. Con él me reúno a conversar cada vez que quiero jalarme unos whiskys allá abajo, en Fonseca”.

Fin de la crónica

 

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Entrada a la ranchería del resguardo Mayabangloma. Está en el ascenso de Fonseca a la Cueva de los Solano.

Parajes entre dos serranías

Distracción debe su nombre a que su fundador, Antonio María Vidal, en 1845, tenía su casa a la orilla del río Ranchería. Solía llegar allí porque, decía: “esta es la distracción de mi alma, esta es la distracción de mis ojos y esta es la distracción de mi espíritu”. Una casa de paredes blancas es considerada la más antigua. Es conocido el restaurante de Chenta, mujer llamada Inocenta, cuya especialidad es la gallina guisada y el bollo de maíz verde. Hay un puesto callejero: el de las “empanadas de mondá”.
En Dibulla está el Santuario de los Flamengos.
En Urumita, los ríos Marquezote y el Mocho se llenan de visitantes los fines de semana.
En Manaure, Cesar, hace frío por el viento de la Serranía del Perijá. Subiendo montaña arriba, hay avistamiento de aves, de osos de anteojos y de dantas, animales con cuerpo de burro y cabeza de cerdo.

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Historia de una ventana y de unos cantos al viento

·         27. Dic 2012

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En La Guajira, la vida se cruza con las canciones. No podría ser distinto en la tierra de Diomedes Díaz.

 

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Casa de La ventana marroncita, en La Junta, corregimiento de San Juan del Cesar, La Guajira.

La ventana marroncita, frente a la cual Diomedes Dionisio Díaz Maestre daba serenatas a su novia Patricia Acosta, en una de las esquinas centrales de La Junta, es realmente fea. Aunque, como dice el dicho: “la suerte de la fea, la bonita la desea”: carente de gracia, quedó inmortalizada en la música de ese cantante.

El sentimiento que parece imprimirle al canto de dos temas en los que la menciona, Tres canciones, con Edelberto “El Debe” López, y Tu serenata, con Nicolás Elías “Colacho” Mendoza, le mueve a tratar con ternura ese breve rectángulo de menos de un metro cuadrado, de rejas y puertas metálicas, casi siempre cerradas para evitar la entrada de la polvareda del camino que se origina allí mismo y que conduce a la vereda Carrizal, donde nació y habitó el artista.

Y digo “con ternura”, porque el diminutivo suele ser usado por los enamorados para referirse a las cosas amadas.

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Hernán Acosta, excuñado de Diomedes Díaz, de espaldas a la célebre ventana marroncita.

La primera canción mencionada dice:

Hágame el favor compadre “Debe”
llegue a esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.

La otra:

Pero morenita de ojos negros
¡hombe! asómate a la ventana ( bis )
A la ventana, a la ventana
¡Hombe! asómate morenita
a la ventana, a la ventana
¡Ay! A la ventana marroncita.

“Aquí, el que hable mal de Diomedes tiene un enemigo”, advierte Luis Gutiérrez, un fiquero que nos conduce a ver la “ventana marroncita”, como se conoce esta esquina juntera situada a unos metros de la iglesia de San Antonio de Padua —en esta, los lazos de las campanas caen por delante de la fachada blanca, al alcance de cualquiera—, y de la estatua de la Virgen del Carmen —la cual tiene a su alrededor ocho bancos de cemento, cada uno de ellos marcado con un nombre en bajorrelieve, el de uno de quienes participaron en la instalación del monumento: Familia Sierra, Familia Daza Flórez, Familia Morón Cuello, Elizabeth Gutiérrez de Sierra e Hijos, Familia Hinojosa, Familia Cuello Gutiérrez, Familia Hinojosa Sierra y Familia Daza Mazziri—.

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Luis Gutiérrez, fiquero. Primo del Cacique de La Junta.

Luis, quien resulta ser primo del Cacique, señala con su índice derecho la casa sobresaliente, una construcción de material pintada de amarillo claro,  tejas de cemento, puertas y ventanas metálicas cafés que se antojan, además de pequeñas como ojos de oriental, escasas, y bañada en su frente por generosa sombra de árboles. En ese momento sale de su interior Hernán Acosta, hermano de la que fuera novia de Díaz Maestre.

Amable, con la soltura de quien ha contado esta historia varias veces, comenta: “en la casa no gustábamos de Diomedes. No queríamos para Patricia, que era una morena hermosa, un hombre así, cantante e irresponsable —hay una sonrisa mal dibujada en sus labios o más bien un rictus, como si la rabia hubiera quedado allá, en el pasado—. Había grabado muy poquitas canciones, El chanchullito, creo que se llamaba una de ellas —se refiere a un tema musical del primer disco de larga duración del Cacique: Herencia Vallenata, con el acordeón de Náfer Durán, en 1976—… Venía a darle serenata por esa primera ventanita del muro lateral de la casa, que daba al cuarto donde dormía ella. Lo hacía en compañía de su tío, Martín Maestre, quien a su vez estaba enamorado de una tía de nosotros. Una noche, armaron un escándalo del carajo con su música. Yo debía madrugar al día siguiente. No aguanté más. Salí a la puerta con una pistola de matar pájaros, hice dos disparos al aire y los dos serenateros salieron corriendo a esconderse ahí no más, en el río… Volvió el silencio, pero a la media hora estaban tocando de nuevo. Por eso, la canción dice: ‘a mí no me importa si se ofenden’”.

Hernán es el único de los Acosta que ocupa la vivienda, aunque no de manera permanente; solo la mitad de la semana, cuando acude allí por negocios.

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Casa de Diomedes Díaz, en la vereda Carrizal, de La Junta.

Los versos de Carrizal
En Carrizal, Curazao, Potrerito y La Peña, las veredas que conforman este corregimiento de San Juan del Cesar, en La Guajira, han vivido del fique. De su cultivo, de la extracción de la cabuya con técnicas artesanales de procedencia indígena y del tejido de mochilas —por cierto, la madre del cantantautor era tejedora de mochilas—, aunque de esto poco o nada dicen las canciones. El nombre del poblado obedece a que en su territorio se juntan los ríos Santo Tomás y San Francisco. Desde algunos sitios se ve un cachito blanco de nieve sobre los picos más altos de la Sierra Nevada.

El río Santo Tomás pasa detrás de la casa de la ventana marroncita. Es un afluente de aguas cristalinas y piedras grandes, y con algunas represas naturales que convidan a nadar o a recibir el chorro del Salto de La Junta. Desde la trocha polvorienta que nace junto a la casa, en la carretera central del corregimiento, se accede al cauce por una escalera de cemento que desluce el panorama.

Esta es la senda que lleva a Carrizal, vereda que deriva su nombre de amplias zonas ocupadas por el carrizo, una especie vegetal que crece hasta tres metros y tiene por flor una espiga amarillenta.

Antes de llegar hasta allí, digamos que allí y en toda La Guajira la gente habla con metáforas. Para decir que un amor está comenzando, dicen que está en oruga: cuentan que así estaba el del cantante con Patricia, en los tiempos de esas serenatas bulliciosas. Y para colmo, tienen influencia de los indios wuayúu, que en su idioma, el wayuunaiki, no hay palabras para designar algunos conceptos como amor, gracias, buenos días: sus hablantes se ven gratamente obligados a recurrir a símiles, metáforas y alegorías para expresar tales ideas.

Llegamos a Carrizal y a la finca del cacique de La Junta. Es una explanada encerrada con alambre de púas y con un portal de madera. En su centro hay una edificación de dos plantas de material, con amplios corredores sombreados en su frente y garajes en su costado. De paredes blancas, tiene grandes y copiosas ventanas. Su interior, que recorremos como si fuera nuestra casa, es espacioso, posee piso de ladrillo vitrificado café y paredes blancas. Goza de la frescura que da una abundante vegetación de helechos cultivada en los patios internos. Apenas sí vemos primero a una mujer y después a un hombre, andando como sonámbulos, quienes no se inmutan por nuestra presencia.

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Graciela Maestre, tía del Cacique de La Junta.

En el segundo piso está la cocina. La canilla del lavaplatos echa agua de manera permanente e inevitable. Volvemos al primer piso. Sentada en una silla mecedora, hallamos a una mujer próxima a cumplir ochenta años, delgada y de cabello largo, dueña de una alegre garrulidad. Es Graciela Maestre, la mayor de las tías de Diomedes. “El talento de la familia viene por vía materna”, aclara. Simpática, da la bienvenida a los llegados como si fueran parientes o conocidos de siempre. Recita:

Cuando yo estuve pequeña
todo lo encontré barato:
Con centavos pagaba pan y queso.
Ya los cincuenta pesos
no me alcanzan ni pa’l guarapo
pero estoy feliz y risueña
porque los muchachos guapos
me pasan estos malos ratos.

Un poco sorda, es cierto, aunque se adivina que no para asuntos musicales.

Luis le pregunta si el primo más célebre viene a visitarla. Ella contesta:

“Diomedes, el muchacho de Elvira, aprendió a versiar desde chiquito, como la tía y como el abuelo Gregorio. Sí, él  de pronto viene a saludarme. Nos vemos a veces. Y cuando estemos en el cementerio nos veremos siempre”.

·         Carrizal, crónica, Diomedes Díaz, La Guajira, La Junta, La ventana marroncita, vallenato

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 Hay que contagiar pasión: Ernesto McCausland

 

 

Un viaje por La Guajira verde 

 

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hayyyyy cacique que falta nos hace
tu voz inmotalretumba en mis oidos,
toda pelea con mi esposa me tomo una serveza claro ya seba ebeber no mme joda…….y suena la tiendecita…pero mi bonita hayy ta
mabelita de ojos negros hay juanccho
y acordeoneros no dejen de tocar….
nos vemos en el valle….como el trovador anbulante…nube viajera y la creciente del cesar…..con mariana men……Organizacion musical sub seleccion vallenata de medellin tel.311-750- 49 75

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Kanú, con el ardor africano

·         26. Mar 2013

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La quinta novela de Antonio Prada Fortul narra la historia de otro rebelde colonial. Saldrá en abril.

Apenas sí ha pasado la primera hora de luz. No se ve el Sol, tapado por un cielo nublado en Cartagena de Indias, y ya el calor húmedo propio de abril tiene sudando a los pescadores de la playa mientras desenredan sus hilos y deslizan una canoa sobre un tronco redondo que gira bajo su peso, para llevarla al mar. Un leve viento no alcanza a cumplir con sus trabajos: alborotar polvo, refrescar frentes, levantar faldas, despeinar palmeras…

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Antonio Prada Fortul presentará su novela Kanú en Bogotá y Medellín, en abril próximo.

Tres o cuatro cuadras adelante, en el barrio Torices, Antonio Prada Fortul está en la sala de su casa, con la puerta abierta, vestido con pantalón corto y camiseta. Kima y Mamakei me dan la bienvenida.

Él es el escritor cartagenero-palenquero de novelas que relatan las hazañas de los negros esclavos y sus luchas por la libertad. Ellas son dos figuras de madera. La primera representa a una mujer flaquísima con un niño; la segunda, a otra voluminosa y que sostiene algunas frutas. También hay otros muñecos de madera y cerámica que simbolizan deidades o personajes africanos o afrocaribeños, los cuales dan cuenta del mundo, la estética y la cosmología en que vive este narrador caribeño.

Mamakei representa su ancestro. Una tatarabuela chocoana, tras cuyas huellas se ha movido este hombre desde su bella Cartagena hasta las selvas del Atrato. “Los ancestros nunca mueren; solo cuando uno lo pida. Van al olvido, al ostracismo”.

Mientras bebemos un jugo, cuenta que está investigando sobre apellidos franceses llegados al Caribe, para incluirlos en una novela. Y encontró que los haitianos que vinieron con Simón Bolívar a la gesta de Independencia no regresaron al país insular. Entre otros, había hombres de apellido Leclaire, Fotoul. O sea que su apellido materno puede tener algo que ver con ese origen. Por algún camino, la conversaciónllega al África, y dice que en ese continente los nombres de las personas no son fortuitos. Se basan en distintas cosas. La cabeza es la i y la rige Obatalá; el cuello, la e; los hombros, la o; el plexo solar, el tórax hasta el ombligo, la u; del ombligo para abajo, la a. Generación de pasiones del ombligo para arriba. Isis quiere decir inteligencia; Lico, pasión con inteligencia; Orica, gacela de la madrugada. Los nombres son puestos por el padre y aluden a elementos cotidianos.

De cinco novelas escritas, son tres las que Antonio ha dedicado a esos temas que lo poseen: Palenque, Cartagena de Indias, y las hazañas de los héroes afroamericanos, como Benkos Biohó y su hijo Orika. Lo poseen, sí, más que él a ellos, al punto que él mismo parece haberse transformado en Griot, uno de esos narradores orales de las hazañas y de la historia de los héroes y los pueblos de África occidental. Un ser ungido por los orishas. Grandilocuente (como todos los cantoresde las hazañas de héroes de todas las culturas), y no escatima adjetivos y figuras para comparar y exaltar su valentía.
 

 

Narración en trance
Ahora le llegó el turno a Kanú, el hijo de la selva profunda. Este, en lengua yoruba, es el nombre de un héroe africano, un muchacho recién entrenado en las artes de la guerra y de la supervivencia, a quien cazaron los portugueses para venderlo a los esclavistas del Nuevo Mundo. Después de permanecer sin resignación un tiempo en Cartagena de Indias, su notable capacidad guerrera le valió para que un portugués tratante de esclavos, Emiliano Lorenzo da Rocha da Cintra, lo incluyera en la tripulación de su galeón. Este capitán tenía la idea de usarlo como intérprete en los asaltos a las aldeas del continente negro, para apoderarse de sus habitantes. Pero no contaba con que el africano, fiel a su condición de guerrero, era rebelde y más bien moriría que traicionar a su pueblo. Protegido por orishas y por el propio Changó, aprovechó la relativa cercanía de las costas donde atracó la nave y logró escaparse. Luego vendrían hazañas de este hombre en su continente, donde lideró un combate contra los esclavistas, lo cual le atrajo un gran prestigio en aldeas de África occidental y, más, en la suya, Tambacounda, situada en las orillas del Casamance, donde fue recibido como héroe. Por cierto, su novia, quien lo esperó fiel como Penélope aOdiseo, se llamaba Kima, como la figura que recibe las visitas en la sala del autor.

Pero además de la narración de estas hazañas, intensas e interesantes, la novela es una cátedra, profunda y exhaustiva, sobre temas propios de la religión yoruba. Nos da un repaso sobre las deidades yorubas, los orishas, así como sus funciones. Por ejemplo, mientras Kanú y otros guerreros libraban el duro combate contras los tratantes de negros en suelo africano, los sacerdotes, iniciados en los Misterios Mayores, invocaban a Ellegguá, el señor de los caminos; Oggún, guerrero dueño de los metales, compañero inseparable de Elegguá, quien fue herrero y es el inventor de la fragua; Ochosi, el de la cacería, y Oshún, diosa del amor y dueña de los arroyos, de la dulzura y de todo lo dulce.

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En Palenque se reúne con Sikito, un hombre que cura enfermedades con saberes propios de la religión yoruba.

Enseña la importancia de los tambores batá. Tambores sagrados. Que solo pueden ser tocados por un tambolero jurado, llamado Olori. Los tambores hablan en lengua yoruba o lucumí y dan mensajes de un poblado a otro. Sirven también para hablar con los muertos y bajar a los orishas.

En Kanú, “por tambores que retumbaron en la noche en la selva, los padres se dieron cuenta de que su hijo había escapado y estaba en una aldea lejana llamada Combasanda”.

En la sala de su casa, Prada Fortul dice: “el tambolero —así se dice, no tamborero— nace; no se hace. El mismo tambor le enseña. El tambor iyá (madre) uno lo oye aunque le tapen los oídos”.

Prada Fortul es la muestra de que ser exhaustivo en las descripciones, propio de quien tiene el conocimiento, da mayor fuerza y verosimilitud a los relatos. No solo menciona a los orishas, habla de sus orígenes y especialidades, y enseña cómo los invocan. Describe vívidas escenas de ceremoniales en los que los sacerdotes se comunican con ellos. Del grupo de religiosos que danza y canta en yoruba antiguo, la lengua hermética de los iniciados, frente a un fuego, se van dejando montar o acaballar por turno por una de esas divinidades y, como en un trance, entran en las llamas sin quemarse y sin sentir dolor, para recibir las respuestas que requieren: si los guerreros tendrían éxito o si, por el contrario, perecerían en la confrontación. Entre tanto, queman sahumerios y suenan corales y tambores sagrados.

“Dediqué dos meses a comparar rituales con los de adventistas protestantes, especialmente en el ritual de bajada del Espíritu Santo. Se parecen mucho. No le encuentro explicación. Hablé con un pastor, aquí en Cartagena. Le dije, soy santero y he hecho estas comparaciones. Le hice entender que no debía satanizar nuestros ceremoniales por ser negros y coincidimos en que en todas partes está Dios”.

El estilo narrativo de Prada Fortul es prolijo en descripciones, a veces con lenguaje florido, grandilocuente y con intencionales repeticiones para darle más fuerza a las características de sus personajes o a sus hazañas (De su entorno se desprendía una iluminación dorada de azulados bordes y destellos áuricos perceptibles para los sacerdotes). El narrador, por momentos, parece caer en trance, excitado, como en una especie de iluminación espiritual o como si fuera la encarnación de un africano dolido por la vileza de los ibéricos. No recurre mucho a diálogos; solo hay intervenciones aisladas de los personajes.

Hay capítulos de bien lograda simultaneidad. La más notable, mientras sucede la toma del galeón por parte de seis guerreros comandados por Kanú, los sacerdotes, en su aldea, adelantan el ritual de bajada de los orishas para indagarles sobre la suerte de los combatientes.

Y el punto de vista, tan decididamente desde los negros, desde las víctimas de la esclavitud, es novedoso en la literatura occidental.

Ahí, pues, está Kanú para deleite de los lectores del mundo.

El escritor revela que en su computador hay otro proyecto: la historia de Luanga —aquí llamada Polonia—, quien como Benkos Biohó se fugó y peleó contra los españoles. De vida breve como era normal en esa época de los primeros años de Palenque, ella se afilaba los dientes para combatir con más fiereza por su libertad.

“Siento alegría cuando estoy en Palenque. Concepción Hernández de Simar es una santiguadora y rezandera de ese poblado de Mahates. Es mi madre adoptiva. Sus hijos me dicen hermano y los hijos de estos, tío. Tengo ahijados. Me bauticé en ceremonia con tambores batá. Soy cartagenero y palenquero”.

Al final de la velada Antonio va al comedor, sube a un taburete y toma de encima de la estantería de las vajillas de adorno, un platón en cuyo interior hay una figura antropomorfa puesta de cabeza y me dice: “Este soy yo. Lo representó para mí un artista africano. Te lo muestro porque él mismo me pidió que te lo mostrara”.

Después me invita a tocar a Mamakei. Primero toco las frutas de su cabeza y, después, los hombros, como hizo con Kanú el jefe de una aldea, para darle a entender que ya era parte de su familia.

·         afrocolombianidad, Antonio Prada Fortul, Crítica literaria,esclavitud, Historias de Cartagena, john saldarriaga, Literatura,salderrio, San Basilio de Palenque

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 Miran el cielo con distintos ojos

 

 

Aventuras y desventuras de un comunista 

 

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1.    http://0.gravatar.com/avatar/a49835b8a34251729b3af47930a769f2?s=45&d=identicon&r=GCarlos Manuel Zapata Carrascal   •  5 years ago

Afectuoso saludo.
Alegra saber de esta reivindicadora gesta literaaria emprendida por el narrador Antonio Prada Fortul, en donde es notable la fuerza de la sangre que orienta el deber del reencuentro con los ancestros. Ese es un periplo sin reversa hacia las raices primarias y profundas hacia el conocimiento esencial del Ser. Es cierto, las primeras sociedades, al igual que los seres vivientes y minerales que existieron, guardan el saber y los elementos básicos para poder existir acorde con los dictamenes de la naturaleza, sin que ello sea incompatible con el mundo contemporaneo, al cual desde novelas como las que escribe Prada Fortul, hay que enseñarle a aprender que lo viejo sigue en lo nuevo y que este debe volver a religarse con el pasado remoto para encontrar su orientación. Esa integralidad y sistematicidad de las sociedades primitivas con el Cosmos, Prada Fortul la expone muy bien cuando artistica y poeticamente entrelaza a los egipcios con los cimarrones caribeños. De igual manera, sienta un precedente etnico-cultural hibrido a partir de la presencia africana en Abia Yala/América, al vincular a los Bantúes con los Yorubas. Fusión que en el marco de la literatura, no tiene discusión, pero que en el plano de las realidades históricas, si bien no es descartable a partir del cimarronismo, que debió posibilitar convivencias entre los grupos de lenguas diferentes traidos y forzados a permanecer incomunicados, introduce un filón de investigación que aún se encuentra virgen, en razón a la consideración generalizada según la cual la cultura Yoruba permeaba por igual a Bantúes y Mandé entre otras macro-familias africanas cuyos miembros llegaron a Abia Yala. En el caso de Benkos Biohó existen dos versiones sobre su orígen: la bantú, para la cual procede de la Isla de Biokó,idea esta sostenida por Manuel Zapata Olivella, y la que han presentado Nina S de Friedemann y Jaime Arocha, los cuales dicen que el legendario lider Cimarrón proviene del archipielago de las Islas Bissagos, frente a Guinea Bissaou, en África nor-oocidental. La versión anterior, está relacionada con la región centro y sur de dicho continente, en donde los límites entre Yorubas y Bantúes no estan rigído. Es probable, que Benkos fuese más Bantú que Yoruba, por lo tanto, aunque no puede negarse que al llegar a estas tierras pudo haber sido influenciado por los Orischas y demás manifestaciones de la cultura Yoruba, al menos debió sincretizar sus propias creencias con las de sus hermanos de infortunio esclavista. En ese sentido debe tenerse en cuenta a la etnología para identificar en el área geográfica vecina a Cartagena y los Montes de María, aspectos culturales ya sean Bantúes (Kongo, Angola- danzas del Congo en carnavales, tambores batá, prácticas diversas) o Yorubas ( Niger, Nigeria, Camerún).

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Miran el cielo con distintos ojos

·         11. Mar 2013

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·         Publicaciones El Colombiano

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En la región y el país proliferan las religiones. La libertad de cultos está consagrada en la Constitución Nacional de 1991. Minoritarias, con sus creencias bien definidas, las comunidades que las integran están convencidas todas de su veracidad, aunque a los practicantes de las religiones mayoritarias no convencerían sus doctrinas.

Algunos de los numerosos cultos que conviven bajo el mismo cielo, aunque mirándolo de manera diferente cada una, se exhiben en estas páginas. Si bien no alcanzaríamos a agotar sus vastas estructuras y doctrinas, presentamos algunos aspectos de sus creencias y de su vida cotidiana.

***

 

Itinerario de un hijo de Krishna

Krishna Pramana, antes Sergio, se levanta todos los días a las 3:00 de la madrugada. No es campesino. Su lugar de habitación está en pleno corazón de Medellín. Es un fervoroso vaishnavista, director del Centro Govindas, y debe alabar a Krishna desde temprano; pedirle sabiduría. A esa hora, Boyacá con Carabobo no es el hervidero que es en el día, sino quieto y oscuro. Acaso vaga sin rumbo uno que otro drogo por esas calles, y los gamines duermen con un ojo cerrado y el otro abierto, como es debido.

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Krishna Pramana es director de Govindas, en Medellín. Foto: Jaime Pérez

Pramana se baña con agua fría y viste su dothi y su kurta, como les dicen al pantalón y a la camisa, ambos color azafrán; saluda a los otros quince religiosos que viven allí y, como ellos, se postra ante el altar y se entrega a la meditación: canta.

Hasta hace dos años y medio, cuando era Sergio, era estudiante de música de Eafit. Desde entonces sus amigos ya veían su inquietud espiritual, que no había llevado aún sus pasos al estudio de la filosofía védica. Nació en Medellín, en un hogar católico, pero se sentía vacío. Incluso, deprimido. No sabía qué le pasaba. Llegó al centro Govindas a practicar yoga y, allí, en ese sitio que también es templo, encontró más respuestas que jamás en la vida y, casi sin darse cuenta, resultó quedándose.

Hoy, con menos de 25 años de edad, es el director del lugar, como una suerte de papá que está pendiente de las realizaciones espirituales y presto a resolver las inquietudes de hombres y mujeres que, en muchos casos, son mayores que él. En casa respetan sus búsquedas y creencias. A veces, su mamá y sus hermanos llegan al centro a escuchar alguna conferencia. Por influencia suya, ella es vegetariana. Esas ideas de que los humanos no debemos causar dolor a otro ser vivo para obtener la proteína y de que la carne entra en el cuerpo humano y, en ese recorrido extenso por el intestino grueso alcanza a podrirse y, a la larga, causar cáncer, la convencieron.

Entre los vaishnavistas, mal llamados harekrishnas, hay cuatro órdenes monásticas: Brahma Caria, compuesta por estudiantes célibes que se dedican por completo al desarrollo espiritual; Grihastra, por aquellas personas que optan por llevar una vida familiar, para levantar hijos en la sabiduría védica; Brahma Prasta, por esas que tienen hijos grandes y ya quieren separarse un poco del hogar para dedicarle cada vez más tiempo a la vida espiritual, peregrinando por los templos, y Sanyasi, los renunciantes, que deciden liberarse de los apegos materiales, como las mujeres y las drogas.
Pramana hace parte del primer grupo.

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Sacerdote vaishnavista. Foto: Jaime Pérez

Después de esa primera meditación, ve cerrar el altar a las 5:00 de la mañana y a esa hora, como los demás habitantes del centro, busca un lugar en el amplio salón del tercer piso, por cuya vidriera se ve el atrio de la iglesia de la Veracruz, y “comienzo la hora de las yapas”. Su canto es música conocida en todo el mundo.

Hare Krishna Hare Krishna
Hare Krishna Hare Hare
Hare Krishna Hare Rama
Hare Rama Hare Rama
Rama Rama Hare Hare.

Este mantra o maha mantra, como él y los demás integrantes de su credo la llaman, quiere decir, palabras más, palabras menos: “oh, mi Señor, déjame ser instrumento de tu amor”. Es sánscrito el idioma en que basan su credo; es muy musical.

Como vashnavista, tiene la obligación de repetir 1.728 veces al día ese canto completo y es preciso empezar temprano. Son 16 rondas de su yapa, una camándula de 108 cuentas alargadas, que mantienen todos los de su credo en una bolsita de tela que les cuelga al cinto.

Asiste luego a una clase sobre el Bhagavatam, “que da herramientas para la autorrealización”.

Cuando abren el altar, a las 8:00, trata de adelantar otras yapas, para ir sumando cantos a esa empinada cifra.

Solo accede a tomar el prashada, “el alimento ofrecido a Dios”, a las 8:30. Está constituido por vegetales, pan, granola, fruta o arroz con vegetales y néctar.

A partir de ese momento queda a disposición de los proyectos del centro y listo para atender a los visitantes.

Afuera, en ese cruce de calles y en el atrio de la Veracruz, la agitación empieza. Se instalan las prostitutas de breves trajes y los vendedores ambulantes; se forman tumultos de transeúntes que van y vienen; y se elevan en el aire los olores del esmog, así como los rugidos de los motores de mil autos y los ruidos de sus frenos y sus bocinas. Adentro, el centro Govindas también comienza a llenarse de gente. Devotos o visitantes aficionados a la filosofía védica colman el espacio. Cantan, hablan. Los primeros con sus vestimentas uniformes que significan el desapego a las cosas materiales, “que mantenemos ajenos a la vanidad de las modas y las marcas”, y con sus cabezas rapadas, salvo por una colita en el occipital “que se llama sika, la cual da a entender que uno sigue a un maestro”.

De vez en cuando oye el sonido aflautado de una caracola y siente que se intensifica el olor de aromas orientales. Ese instrumento es sonado de vez en cuando por un sacerdote que da vueltas alrededor del altar. “Es para limpiar el eter”, es decir, el ambiente, que se va llenando de impuresas.

El almuerzo, a las 2:00, también llamado prashada, es ensalada, un vegetal que puede ser papa, coliflor, yuca o zanahoria cocidas, arroz, a veces sopa y néctar.

A las cuatro asiste a una clase de Rupá Goswami, nombre de un escritor y gurú de la India que vivió entre los siglos XV y XVI y transmite las enseñanzas del señor de Chaitanya, una de las encarnaciones de Vishnu, cuya imagen está en el altar. Son lecciones encaminadas a conseguir el control de los sentidos y de los impulsos del cuerpo. La líbido y otros apetitos de la carne que “nos distraen del camino”.

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700 personas profesan el vaishnavismo en Medellín. Foto: Jaime Pérez

Es raro que no salga a las calles con los demás, a las 5:00 de la tarde, a hacer el Harinam: a cantarle a Krishna, el ladrón de corazones. “Es un deber nuestro hacer limpieza del ambiente de la ciudad con nuestros cantos y difundir las enseñanzas védicas”. Es también la oportunidad para invitar a la gente a que acuda al centro a escuchar alguna conferencia.

A su regreso abren nuevamente el altar para hacer diversos cantos, antes de empezar la clase sobre el Bhagavad Gita. A esa hora son las conferencias abiertas al público, en las que hablan sobre el karma, la meditación, el yoga y las filosofías de la India. La prashada que sirven a esta hora, no antes de las 7:30, es para todos, propios y extraños, sin cobrarles un solo peso.

A Krishna Pramana le pueden dar las 10:00 revisando correos, estudiando su maestría de musicoterapia y, si le han faltado cantos del maha mantra, terminarlos antes de acostarse.

“Nosotros observamos cuatro principios: el vegetarianismo, la negación al sexo ilícito, a los juegos de azar y a intoxicar el cuerpo con sustancias como el alcohol o las drogas. Sin embargo, por ignorancia, algunas personas que nos ven y oyen en las calles, nos preguntan a veces si estamos drogados”.

***

 

“Sin Allah, nadie es nada”

Haga lo que haga, Arif suspende sus labores a la hora de la oración. En un aeropuerto, en un centro comercial, en una vía pública. Así la gente mire con rareza a ese hombre de túnica, descalzo y postrado, hablando o cantando algunas frases en árabe. Por eso no es raro que ahora que llegamos a visitarlo en su almacén de alfombras, pleno mediodía, nos digan que está encerrado en la mezquita.

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Mohamed Arif. Foto Julio César Herrera

Esta es un cuarto de tres por tres metros, separado de la tienda, cuyas paredes están decoradas con pendones en los que se leen oraciones escritas en árabe y español, y con un retablo blanco conformado por cinco relojes, uno para cada una de las plegarias del día; el suelo está aislado con varios tapetes rectangulares, puestos de forma diagonal con respecto a la puerta de entrada, porque no siguen la geometría del cuarto sino que están situados en dirección a La Meca, y el techo, una loza plana, sostiene una larga lámpara de tubos de neón.

Mohamed Arif ya está descalzo, en medio de la mezquita. Tiene un gorro blanco en la cabeza. El de oración, Hoy, extrañamente, no viste su túnica, como le indica el Corán, tercer libro que rige a los de su credo, el islámico —los otros dos son los que conforman los dos testamentos de la Biblia—, y el que les indica, como un manual, los asuntos grandes y pequeños de la existencia: cómo debe ser la vida de familia, las relaciones de padres e hijos, la sexualidad, el vestido, el baño, la comida… Con las manos en los oídos, canta en voz alta los tres llamados que preceden la oración. “Allah jo akbar” y otras frases con las cuales quiere decir: “Allah es grande. Yo soy testigo de que hay un solo Dios. Yo soy testigo de que Mohamed es mensajero de Dios. Que vengan para la oración. Vengan para la salvación. Vengan para el éxito. Allah es grande y es el único para adorar”.

De cuanto sale de sus labios en adelante no se oye más que el siseo de quien reza articulando las palabras, pero sin emitir sonido. Lo vemos arrodillarse, postrarse por momentos con la frente contra la alfombra, ponerse de pie. Con los ojos cerrados y las manos unidas casi todo el tiempo.

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300 musulmanes hay en Medellín. La mayor parte, conversos. Foto: Julio César Herrera

Media hora después, termina la oración. Se calza, se quita el gorro y sale al almacén. Nos sentamos en una sala cercana a la puerta de la calle. Dice que suele reunirse con otras personas de su credo a rezar, porque la oración en conjunto vale más que la individual, como le tocó hacer hoy.

Comenta que llegó a Colombia siguiendo los pasos de su hermano, Nawaz, quien fue cónsul de Pakistán y estableció primero el negocio de los tapetes en la isla de San Andrés. Cuando, en el Gobierno de César Gaviria, se impulsó la apertura económica, pudo abrir almacenes en otras ciudades, entre ellas Medellín, donde Arif ha permanecido.

Cuenta que los hombres musulmanes llevan la barba con orgullo, porque todos los profetas que ellos reconocen, Adán, Abrahán, Noé, Moisés, David, Jesucristo, Mohamed (Mahoma) tuvieron barba. Es lo que distingue a los hombres de las mujeres, como la melena distingue a los leones de las leonas. Que cuando Adán pidió a Dios que le diera un poco más de elegancia, Él dijo: “hagámosle barba”.

Arif asegura que jamás ha tomado licor porque el Corán lo prohibe, lo mismo que venderlo u ofrecerlo. Que los mismos musulmanes sacrifican los animales que comen, porque es preciso hacerlo en nombre de Allah —Bismila ji-Allah ja akbar—, y degollándolo; no de otra manera.

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“Los primeros tres años de mi estadía en Colombia, no pude comer carne. No sabía dónde conseguir los animales vivos. Luego aprendí que en las plazas de mercado venden pollos y que en algunas fincas venden reses o corderos”. Son solidarios entre los amigos. Los domigos, uno de ellos sacrifica 20 pollos, el otro un cordero, el tercero una res, y reparte carne entre los demás, para algunos días.

Los viernes es el día dedicado a Allah. Tienen establecido que hasta el mediodía descansan y van a la mezquita comunitaria, la de Belén, a escuchar la palabra del maulana o líder espiritual, el libanés Ahmad Dazuki, “un verdadero sabio, a quien quiero mucho”. No es una misa; es una charla. Después del almuerzo, van a trabajar.

Arif cuenta que además de admiración a Allah, las oraciones también tienen un espacio de súplica, para pedir lo que necesita. Que él todo, todo se lo pide a Allah: hasta los cordones de sus zapatos, si le hacen falta. “Porque sin Él, nadie es nada”.

***

 

La plegaria de los hijos de Israel

El rabino Paul Heller Pop llega antes de las 7:00 de la mañana a la sinagoga. Viste su talit por encima de su traje de ejecutivo y corona su cabeza con el kipá o solideo. “Solideo quiere decir solo Dios”. Así, queda listo para esperar a los integrantes de su comunidad, que llegan de diversos sitios de la ciudad a realizar la oración. Rezarán la plegaria de las 18 bendiciones.

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Unas 150 familias de religión judía hay en el Valle de Aburrá. 50 están en Bello. Foto: Julio César Herrera

Adonai, abre mis labios, y mi boca dirá Tu alabanza.

Ese sitio de culto es un salón habilitado para unas 50 personas, pero no siempre se llena porque la gente debe trabajar y está sujeta a horarios. Se ve colmado más que todo en la celebración del Sabbat, para la cual se reúnen el viernes después de las seis de la tarde o cuando haya al menos tres estrellas en el firmamento, y más aun en las celebraciones del Ion Kipur o Día del Perdón, y el Januca…

Bendito eres Tú, Adonai nuestro Dios y Dios de nuestros padres, Dios de Avraham, Dios de Itzjak y Dios de Iaacov, el Dios Grande, poderoso y temible, Dios ensalzado, que otorga generosas bondades, que lo crea todo, que recuerda la devoción de los Patriarcas, y que, por amor, trae un salvador a los hijos de sus hijos(…)

Estamos en el año 5773, explica el rabino. Son los años contados a partir de la creación de Adán y Eva, los primeros seres humanos que poblaron la Tierra, según la Torá, que es el mismo libro del Pentateuco. Adán y Eva aparecieron en el Paraíso cuando tenían unos veinte años de edad.

Rey, [Tú eres] ayudante, salvador y escudo. Bendito eres Tú Adonai, Escudo de Avraham.
Tú eres poderoso eternamente, Adonai; Tú resucitas a los difuntos; eres poderoso para salvar.

“La sinagoga también se ve colmada en el Rosh Hashaná”, el primer día del año judío. Es el Día del Juicio, pero no del Jucio Final. El actual año judío comenzó al atardecer del 16 de septiembre de 2012 y finalizará el 4 de septiembre de 2013.

Él sustenta a los vivientes con amorosa bondad, resucita a los difuntos con inmensa misericordia, sostiene a los que están cayendo, cura a los enfermos, libera a los atados y cumple Su promesa hacia los que duermen en el polvo (…)

A las 7:00, una decena de hombres mayores llega a la sinagoga para la oración. Como el rabino, cada uno de ellos cubre su traje de calle con el talit y su cabeza con el solideo.

Mientras el religioso se sitúa en una plataforma ubicada en la mitad del recinto, ellos se sientan en cómodos sillones que hay a los lados, abren la tapa de un pequeño mueble situado frente a cada asiento y al cual llaman púlpito y extraen el libro de oraciones. El rabino no les habla de frente. Él, como los demás, miran el sitio donde está guardado el Arca de la Alianza, en dirección a Jerusalén.

Tú eres fidedigno en [que harás] resucitar a los difuntos. Bendito eres Tú Adonai, que resucita a los difuntos.

En esas ocasiones en que el recinto se llena, el rabino no se sitúa en medio de la multitud, sino junto al Arca.

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Foto: Julio César Herrera

Unas cien familias

En su oficina, las paredes están colmadas de libros santos. Son ejemplares de lujo, algunos de ellos con letras doradas en lengua hebrea en el lomo. Volúmenes que el religioso permanece estudiando, leyendo, obviamente, de derecha a izquierda. Sentado tras un escritorio de madera, el rabino Paul Heller Pop cuenta que las primeras llegadas masivas de judíos a Colombia sucedieron hace unos 81 años, después de la Primera Guerra Mundial. Que muy pronto se integraron a la cultura de Medellín, en la que congeniaron por la vocación de negociantes que comparten.

Recógenos desde los cuatro rincones del mundo a nuestra tierra. Bendito eres Tú Adonai, que reúne a los dispersos de Su pueblo Israel.

Hasta principios del decenio de 1980 tuvieron la sinagoga en la Plaza de Zea, a la que acudían más de doscientas familias. En las intempestivas explosiones de bombas y en las balaceras de la guerra del Cartel de Medellín, murieron algunos de quienes habían migrado de Europa y Asia a nuestra ciudad. Por miedo, al menos la mitad de esas familias se fue del país.

Haz sonar el gran shofar para nuestra libertad; iza un estandarte para reunir a nuestros exilados, y recógenos desde los cuatro rincones del mundo a nuestra tierra. Bendito eres Tú Adonai, que reúne a los dispersos de Su pueblo Israel.

El rabino Paul Heller Pop siempre ha pertenecido a la religión judía. De padres alemanes y bautizados en esa fe, pero poco practicantes, nació en Bogotá y allá vivió mucho tiempo. Estudió odontología. Y tuvo su consultorio en la capital hasta que llegó la Ley 100 y con ella el fin de los consultorios particulares. Él decidió entregarse a la devoción por completo. Cursó los cuatro años básicos de seminario y los cinco de especialización, estudios que se centran en la Torá —el Pentateuco o los cinco libros de Moisés—, que constituye la ley escrita, y el Talmud, que es la oral, especialmente las oraciones y plegarias.

Que no haya esperanza para los delatores, y que todos los herejes y todos los malvados perezcan instantáneamente; que todos los enemigos de Tu pueblo sean rápidamente extirpados; y que desarraigues, rompas, tritures y subyugues el reinado de la iniquidad rápidamente en nuestros días. Bendito eres Tú Adonai, que quebranta a los enemigos y subyuga a los inicuos.

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Rabino Paul Heller Pop. Foto Julio César Herrera

“Los mandamientos que trajo consigo Moisés escritos en las tablas, después de su segundo ascenso al Monte Sinaí, fueron 613”.

En ese predio donde están su oficina y la sinagoga —aledaña a Casa Martínez, el negocio de eventos y banquetes, cuyo local es propiedad de los judíos y de cuyo alquiler se sostiene esta comunidad—, hay un baño de inmersión para la purificación de las mujeres después de la menstruación. “Un baño de esta índole se surte con agua natural; no del acueducto. En este caso es de la lluvia —explica el líder espiritual—. Después de la purificación, lo que sigue entre hombre y mujer es como una luna de miel, que se prolonga por unos doce días”.

Haz que el vástago de David, Tu servidor, florezca rápidamente, e incrementa su poder mediante Tu salvación, pues a Tu salvación ansiamos todo el día.

“Los judíos de Medellín somos de la rama conservadora”. Hay otras dos ramas, la ortodoxa y la reformista. Ninguno de ellos ha sufrido discriminación en Medellín. Y si en ciertos momentos de la historia de la humanidad, algunos los han rechazado sindicándolos de haber matado a Jesucristo, eso ya pasó. Especialmente, desde que el Papa Juan Pablo II “nos llamó a los judíos hermanos mayores”. Los judíos no esperan la venida del Mesías, porque “Dios es uno y no se puede hacer hombre”.

¿Es la suya una religión triste? Le pregunto. “No —me contesta casi sin pensar—. Precisamente uno de nuestros mandatos es el de servir a Dios con alegría. Nuestra función es consolar y hacer ver que hay que sobreponerse con sabiduría al dolor y las cosas que ocurren, aunque no las entendamos. Nos ocurren tragedias, les digo, pero pasar por este mundo es poco a comparación de la eternidad, del infinito, donde todo será bienestar. Más que esperar la resurrección, esperamos la vida eterna.

Dios mío, cuida mi boca del mal y mis labios de proferir engaño. Haz que mi alma permanezca en silencio frente a los que me maldicen; que mi alma sea para todos cual polvo (…)

***

 

Los seguidores de Elohim

Con todo lo que se habla de los raelianos, que entienden la ciencia como su religión, uno, cuando va a encontrarse con ellos, cree que hallará, no digo científicos, pero sí personas inquietas por el conocimiento. Seguidores de textos de divulgación científica. Pero no hay tal. Son personas como usted y como yo, que abandonaron sus creencias iniciales, católicas las más de ellas como es de esperarse en nuestro medio, y aceptan como ciertas unas verdades que ellos mismos no han sometido ni pueden someter al método científico: observación, experimentación y comprobación: que los seres humanos y todas las criaturas vivientes de la Tierra son producto de experimentos de extraterrestres a quienes llaman Elohim.

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Grupo de raelisnos en el sitio de reuniones y de meditación, en su finca de San Vicente, Antioquia. Foto: Julio César Herrera

En una finca de San Vicente, en el Oriente antioqueño, media docena de personas nos esperan. No están desnudos, como muchos apostarían. Una mujer viste una camiseta con el letrero: «Diseño inteligente. Dios no existe». Y sobre su pecho cuelga una medalla de dos triángulos entrelazados formando una estrella, lo mismo que algunos de los demás. A unos 50 metros de la casa hay una extraña construcción de forma circular, de unos setenta metros de diámetro, con algunos largueros y travesaños en el techo, pero sin tejado. “¿Será ese, acaso, el ovniódromo del que hablan? ¿Habrán aterrizado ya en él algunas naves espaciales?”, se pregunta uno.

En una de las paredes de una vieja casa blanqueada con cal, hay un letrero: «Considera todas las cosas naturales como un arte y cada arte como una cosa natural»: Rael.

Rael es el nombre nuevo de Claude Vorilhon, francés nacido en 1946, exeditor de una pequeña revista de automovilismo, deporte que él también practicaba. Él contó y sus seguidores lo repiten, que fue abducido dos veces —1973 y 1975— por alienígenas, quienes lo llevaron a un planeta distante y desconocido, y le revelaron que los seres humanos y todas las formas de vida en la Tierra son producto de experimentos de extraterrestres de la civilización de los Elohim.

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30 raelianos activos hay en Antioquia. Simpatizantes, unos 300. Foto: Julio César Herrera

“Esa medalla simboliza el infinito y el bienestar —explica Óscar Orozco, el Guía Regional, quien también la porta. Él es un comerciante independiente, esposo de Berta. Ambos decidieron donar al movimiento raeliano una de sus fincas, en la que conservan su casa de habitación.— Lo que es arriba es abajo y lo que es abajo es arriba. —Óscar dirige nuestros pasos hacia una sección de la estancia que tiene la puerta cerrada. Mientras la abre, dice:— tenemos la suerte de contar con la presencia de nuestro amado Guía Nacional”.

Las personas que había fuera de la casa, entran conmigo. En el interior, un hombre vestido de blanco de pies a cabeza, con una indumentaria que recuerda un kimono, y con la medalla, está sentado en una silla de mimbre que lo hace ver como en un trono.

“Soy Alan Rojas —dice—. Explica que la medalla se llama esvástica, pero no menciona que esta, la esvástica, está en el centro de la Estrella de David, formada por los dos triángulos. Simbolo adoptado por el automovilista para identificar a los de su movimiento.

El Guía Nacional, un comercializador de productos, me hace prometer que en el artículo no llamaré secta al raelianismo.

Una chica vestida de azul, cuenta que su nombre es Diana Sánchez, pero que en el grupo le dicen Natasha. Es estudiante de inglés y desde hace cinco años es raeliana, atraída por la armonía y el mensaje.

Berta cuenta que lleva ocho años en el movimiento. Que comenzó en Cartagena, al lado de Óscar, su compañero, siguiendo las enseñanzas de “un muchacho que nos hablaba sobre cosas raras, que íbamos comparando con la Biblia. Siempre he sido rebelde; desde niña. Nunca me puse de rodillas en misa y no quise ni siquiera casarme jamás. No veía la razón de nada”.

Teodulio Henao, un anciano que lleva trece meses en el credo, dice que siempre lo han atraído los extraterrestres. “Espiritualmente me hacía falta algo y aquí lo encontré”.

Óscar cuenta que antes de ser raeliano fue gnóstico, testigo de Jeová y taoísta. Como raeliano, fue Guía Regional de Bolívar.

Y Alan, por su parte, dice que fundó el raelianismo en Colombia hace 23 años. Antes de eso, anduvo por varios grupos, como Óscar; hasta anduvo con los “Hare Krishna”.

“Inicié en Bogotá, solo. Era duro salir en Semana Santa, pararme a un lado de la procesión con una pancarta en la que se leía: «Despierta. Dios no existe». Los policías me acosaban y trataban de obligarme a quitar el letrero porque, según decían, estaba ofendiendo a la multitud. ‘¿Y no creen que ellos también me están ofendiendo a mí?’, les preguntaba”.

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Alan ha adelantado mil batallas contra el Estado, “todas perdidas”. Una, para que la Policía quitara de su escudo las palabras «Dios y Patria», con el argumento de que debe cuidar a todos por igual a la población, no solo a quienes reconocen la existencia de Dios. Después, la Constitución Nacional, la cual también invoca la «protección de Dios». Y en los colegios donde estudian sus hijos, “para que no les enseñen religión o para que se las enseñen todas”…

Para ser raeliano es preciso redactar un acta de apostasía, en la que expresamente y con firma, manifiesten la intención de renunciar a la religión que se ha tenido y enviarla a la Arquidiósesis o a la autoridad de cada iglesia.

El hombre de la silla de mimbre se sumerge en un monólogo en el que cuenta que ellos, los raelianos, rechazan las teorías creacionista y evolucionista.

Sostienen, eso sí, que los textos bíblicos, especialmente los del Antiguo Testamento, aluden a esos seres extraterrestres que, reitera, crearon las formas de vida terrestre. “En la Biblia, en ninguna parte aparece la palabra Dios —asegura el Guía Nacional—. Dice Elohim, que en hebreo quiere decir «aquellos que vinieron de los cielos», pero fue traducida como Dios”.
Responsabilidad, no violencia, respeto absoluto de la vida y tolerancia son los “mandamientos” o deberes de los raelianos.

“Claro que yo sigo abierto —dice al final de su exposición, en la que también explica una ‘revolucionaria’ plataforma política, que incluye la geniocracia o el poder para los genios y la que las empresas licoreras se encarguen de costear su “desastre social”—. Si ahora alguien llegara con una explicación mucho más convincente sobre el origen del hombre y de la vida que la raeliana, le diría: ‘estoy para servirle’”.

Después de esto salimos al campo. Nos dirigimos a la extraña construcción circular, también de paredes blancas.

En el camino, Óscar, el Guía Regional, revela que ellos evitan el alcohol. Pero afirma que las personas tienen total libertad para hacer de su cuerpo lo que deseen. Permiten la homosexualidad, el sexo extramatrimonial, la poligamia y la poliandría. “Usted puede ser polígamo, siempre y cuando nadie salga lastimado. Es decir, si una de las mujeres no está conforme, debe disolver la relación con ella para que no haya sufrimiento. El propósito de nuestra estancia en la Tierra es ser felices”.

Cuenta que a veces están desnudos en la finca y eso les ha costado llamadas a la Alcaldía, porque los vecinos ponen el grito en el cielo, pero no pasa de una charla con el Alcalde, porque no están haciendo nada ilícito.

“No, no es un ovniódromo —explica Óscar, el Guía Regional, al llegar al edificio, decorado con fotografías de sus actividades—. Es nuestro lugar de reuniones y de meditación sensual”.

La meditación sensual, que realizan los domingos a las 10:30, consiste en la estimulación de los sentidos, que son los receptores que conectan a los seres con el infinito. Rael les enseña a despojarse de las inhibiciones judeocristianas del pecado. Permite al ser humano descubrir su cuerpo y en particular aprender a utilizarlo para disfrutar de sonidos, colores, olores, gustos, caricias y, especialmente, una sexualidad sentida con todos los sentidos que tenemos, para poder experimentar un orgasmo cósmico, infinito y absoluto, que ilumina la mente enlazando a la persona que lo consigue con los universos de los que está compuesto y los que integra.

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Alan Rojas, guía nacional. Foto: Julio César Herrera

“La meditación sensual puede ser dirigida o personal. Puede ser en silencio para llegar al vacío. En un viaje mental —cuenta el Guía Nacional—, hacemos ejercicios de respiración, cerramos los ojos y nos concentramos en el dedo gordo, en la pierna y así en cada parte de nuestro cuerpo; luego en el entorno, y finalmente en el infinito”.

Berta cuenta que durante tres días de abril próximo harán la Convención de la Alegría, abierta al público, en la que dictarán conferencias, enseñarán meditación sensual y harán dinámicas de risa, arte y baile. Habrá acceso a la piscina y a montar a caballo.

El único que ha tenido contacto con los Elohim es Rael. “Tal vez haya seguido teniéndolo en forma telepática”, dice Alan Rojas. Los raelianos de San Vicente jamás han visto una nave espacial. Estos, como los otros 50.000 raelianos del mundo tienen como principal propósito construir una embajada extraterrestre para recibir a los Elohim, aunque, hasta el momento, ningún país ha decidido cederles el territorio que requieren. A propósito: la construcción circular es una réplica de ese edificio que planean construir en alguna parte del mundo para recibir a “los creadores”.

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Julio Erazo, el juglar del gran Magdalena, sigue creando

·         16. Abr 2013

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El cantautor radicado en Guamal, Magdalena, es compositor de numerosas canciones conocidas: Adonai, Hace un mes, El bailador y el tango Lejos de ti.

 

A mediados del siglo XX, en los pueblos costeños de la ribera del Magdalena en los que Julio Erazo se movía, teniendo como eje a Guamal, no había luz eléctrica. De modo que, al morir el Sol, él tomaba unos mechones para iluminarse mientras componía canciones.

Una noche, viendo cómo se formaban nubarrones y comenzaba a serenar, el recuerdo de su novia lejana, Elides Martínez, lo entristecía. Tomó su cuaderno y empezó a escribir:

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Elides Martínez, su esposa, ha sido la musa que ha inspirado varias de las canciones de Julio Erazo.

Hoy que la lluvia
entristeciendo está la noche,
que las nubes en derroche
tristemente veo pasar
viene a mi mente
la que lejos de mi lado,
el cruel destino ha posado
solo por verme llorar…

Y así nació uno de los tangos más conocidos en Argentina y Colombia: Lejos de ti.

Sentado en una mecedora en un corredor interior de su casa guamalera —casa grande, con pozo de agua ya en desuso, sin molinete—, al lado de su esposa Elides, quien recuesta un taburete de cuero a la pared para estar junto a él, el cantautor cuenta su vida mientras comparte con nosotros una jarra de chicha de maíz helada que corta la sed.

¿Pero un tango, salir del ingenio de un hombre costeño? ¿De la misma pluma alegre que escribió La pata pelá, Compae Chemo, Hace un mes, Adonai, y Yo conozco a Claudia? Este compositor, nacido en Barranquilla el 5 de marzo de 1929 y criado en Guamal, oía a su mamá, Carmen Cuevas Villarry, cantar tangos de Gardel, mientras lavaba ropa, pilaba maíz o lo amasaba en la batea. “Así que, cuando me dio por componer este tema, yo tenía ese lenguaje en mi cabeza”. Por otra parte, su padre, José Ignacio Erazo París, era un pastuso que se desempeñó como periodista en Panamá, Bucaramanga y Barranquilla. Y esa mezcla cultural, andina y costeña, hizo de él un compositor versátil: de su inspiración han salido merengues, puyas, sones, cumbias, paseos, boleros, bambucos, pasillos.

Así comenzó la cuestión
“Cuando nos conocimos, en 1948 –dice Elides-, él era profesor de la escuela de niños de Buenavista; yo estudiaba en la de niñas. Él me veía, pero yo no lo veía a él”.

Con una guitarra en su regazo, Julio recuerda cuando piropeaba a la niña, “oye, amorcito, quiero hablar contigo”, pero ella nada le decía.

“En noviembre de ese año, antes de irse con su papá para su casa lejana, me dejó un papelito con una amiga, en el que me decía que aceptaba mis amores. Me dejó picao y en esas vacaciones me dediqué a parrandear con mis amigos”. Fue en ese tiempo cuando comenzó a componer canciones y su papá le compró una guitarra en Bucaramanga.

Y sus cantos le han servido para enamorar muchachas o, al menos, para rendirle homenaje a su hermosura, como Rosalbita; otros, para exaltar atributos de la cultura costeña, como La puya guamalera; los hay también para aludir a temas cotidianos, como El caballo pechichón, y hasta para tratar temas personales, como Compae Chemo.

Cuando salía de enseñar, se sentaba “sabroso bajo una sombra, al lado de la escuela,” a ver llegar la noche y a componer. Un día se le acercó una “señora de edad”, a quien los muchachos no llamaban por su nombre, Claudia, sino que le ponían sobrenombres, Candela o Bombariaca, y ella moría de rabia. Tenía marido: un policía llamado Bernabé. Ella le contó su tristeza: Bernabé se había ido de pronto y la había dejado sola. “Yo le dije: ‘déjate de eso, que él tiene que buscarte’”. Cuando terminó de echarle el cuento, se fue. Julio quedó mirándola alejarse y vio que esa mujer tenía un caminar bonito. Y se puso a cantar con su guitarra:

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350 es una cifra corta para contar las composiciones de Julio Erazo. La mayor parte de ellas han sido grabadas.

Yo conozco a Claudia,
yo conozco a Claudia
por su modo de caminar.
Mueve la cintura,
mueve la cabeza,
mueve la cadera
como si fuera a bailar.

Y las canciones que iba componiendo se las cantaba primero a su madre, quien le decía: “¿y tú por qué no haces lo posible por grabar un disco?”. Animado por estas palabras, viajó a Barranquilla en busca de una casa disquera que se interesara en grabarlas. Llegó a la Tropical, pero allí, sin oírlo, le hicieron dar media vuelta con un comentario destemplado: “aquí no necesitamos canciones”. Fue a la Atlantic. Dos hombres, un tal Buitrago, “pero no Guillermo”, y Jaime Cabrera, le dijeron: “qué clase de música tienes”. Él respondió: “paseos, merengues, cumbias”. “Es que estamos hasta aquí de Guillermo Buitrago”. Julio se aplicó en puntear La puya guamalera y, mientras lo escuchaban, veía a los hombres intercambiar gestos aprobatorios. “¿Qué más tienes?”. Les cantó Yo conozco a Claudia. Y ellos seguían mirándose estupefactos. “Ensáyate bien esos dos numeritos para el sábado a las 10 de la mañana”. Julio andaba con Juan Madrid, guitarrista, y Luis Mosquera, guacharaquero. Les enseñó los coros. Grabaron un disco de 78 revoluciones por minuto con un solo micrófono.
Al final “nos dieron no sé cuánto, como 25 pesos a cada uno, cuando el pasaje en bus urbano valía 10 centavos. Era noviembre de 1950. Y así fue como comenzó la cuestión”.

 

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20 canciones inéditas, “sin grabar, tengo ahorita mismo”, porque el cantautor costeño no para de componer. En Guamal, Magdalena, lleva una vida tranquila. Fotos: Juan Antonio Sánchez.

 El amor de Elides
La cuestión: una vida de artista reconocido. Giras con sus grupos, Julio Erazo y los Guamaleros y Julio Erazo y sus Chimilas. Composiciones sin tregua. Sus canciones recorrían Colombia en su garganta o en la de otros, o viajaban a Argentina u otros países. Pocos años después, Toño Fuentes lo invitó a grabar con su disquera y a integrar Los Corraleros de Majagual. “Me entrevisté con Manuel Cervantes, el director de Los Corraleros. Le dije: ‘vamos al estudio’. Allí le fui dictando la música de
 Hace un mes. Era 1956”. Después de una etapa con el grupo, Julio volvió a cantar con sus propios conjuntos, hasta el decenio del ochenta.

“Sírvanse más chichita –convida Elides-. Ahí está la jarra, sobre la mesa”.

Uno de los clásicos de la música vallenata es el Compae Chemo. “Eso fue que le prometí a Anselmo Montes que iría a la fiesta de cumpleaños de su hija Asunción”. Pero no fue. La fiesta de fin de año en Guamal fue grande, recuerda Erazo. Se emborrachó tanto que el primero, antes de subirse a la chalupa en Buenavista para acudir a la cita, entró en casa de Alirio Jiménez, quien vendía trago, a desenguayabar. Se encontró con amigos y Alirio les dio una botella de licor, preparó sancocho de bocachico y puso en el tocadiscos algunas rancheras que a Julio le gustaban mucho y así, de unos pocos tragos terminó embriagándose otra vez y no pudo ir a la fiesta.

Tengo pena con compadre Chemo
tengo pena porque yo no fui
a la fiesta de su dos de enero
y con tanto que le prometí…

“Y cómo no se iba a enojar, si era como la tercera vez que le incumplías –interviene Elides-. Acuérdate”.

Elides dice que después de Lejos de ti, Julio y ella demoraron para casarse. Él andaba en sus giras y enamorando mujeres, hasta que un día, en 1957, ella se quejó ante su mamá de la indecisión de él para el matrimonio. ¡Ajustó siete meses sin escribirle! “Hasta que se acordó de mí”. Y se casaron. A ella, su madre le dio un consejo, viéndola inquieta por esa condición de hombre enamorado que tenía Julio: “el hogar lo hace la mujer. Ella es la que consiente al hombre. Y de ahí vienen las composiciones”. “Y sí, con amor, todo lo soporté. Con amor, una no ve la falla y todo lo cree”, dice Elides.

Fin

 

“Viajar, conocer personajes… todo queda en la mente de uno y, en cualquier momento, surgen en las canciones”.
Julio Erazo

 

 

SIEMPRE CREANDO

Julio Erazo no deja de componer canciones. Fue hasta su mesa de noche y trajo una hoja de cuaderno. En letra muy pequeña que a veces a él mismo le cuesta leer, tiene escrita una canción nueva:

Eso era antes

Yo me acuerdo que antes
en las noches de luna
yo paseaba en mi pueblo
sin tragedia ninguna.

Pero eso era antes
Pero eso era antes
Pero eso era antes, señores,
Sin tragedia ninguna.

Pero ahora te agarran.
Pero ahora te atracan.
Te llenan de sonrisas
Y hasta te dan burundanga.

Yo me acuerdo que antes
con mil pesos comía
con mi abuela y mi abuelo
con mi madre y mi tía.

Pero eso era antes
Pero eso era antes
Pero eso era antes, señores,
Con mil pesos comía.

Los mil pesos ahora
no te sirven de nada.
Un pan con gaseosa
y hasta una empanada.

Las alumnas de antes
muy tranquilas andaban.
Del colegio a su casa
felices caminaban.

Pero eso era antes,
Pero eso era antes
Pero eso era antes, señores,
Felices caminaban.

Pero ahora las siguen,
Parecen guardaespaldas.
Si ellas se descuidan
de pronto
les pellizcan la nalga.

Mi abuelito gozó
con muchachas queridas,
pero nunca sufrió
de una peste maligna.

Pero eso era antes
Pero eso era antes
Pero eso era antes, señores,
No había pestes de sida.

Los hogares de antes
estudiaban la Biblia.
Había mucho respeto,
se quería la familia.

Ay, estudiaban la Biblia
Estudiaban la Biblia
Pero eso era antes, señores
Estudiaban la Biblia.

Ahora está la parranda
y la gran diversión
y hasta los chiquiticos
pegados de la televisión.

·         cantautores, compositores, Corraleros de Majagual, folklor, john saldarriaga, Julio Erazo, Magdalena, músicos colombianos,periodismo narrativo, salderrio, Tango Lejos de ti, vallenato

 

Aventuras y desventuras de un comunista

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·         01. Abr 2013

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·         Narrativa urbana

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·         1 comentario

Alfredo Jiménez confiesa que, como pocos, ha vivido. Tuvo que inventarse el nombre a los quince años, pues, hasta ese momento, lo llamaban con uno temporal: Chiquito. Dedicado al trabajo desde que tiene uso de razón, Alfredo Jiménez erró por pueblos y caseríos de la Costa, fue ascendiendo por el Magdalena, hasta que vino a posar sus plantas en Medellín. Comunista perseguido por su pensamiento, en esta ciudad se volvió sedentario.

(Esta historia la conté hace casi diez años en un periódico regional. Fueron nueve entregas en edición dominical.)

Capítulo 1

Fue la tercera o cuarta vez que intentaron matar a Alfredo Jiménez cuando recibió dieciocho impactos de changón y él mismo se sacó los balines del pecho con sus manos para guardarlos de recuerdo en el cuarto de pensión donde vive.

Y es que Alfredo está protegido de males y peligros, no sabe muy bien por qué o por quién, pero está casi convencido de que su abuelo, Eugenio Jiménez, lo siguió cuidando después de muerto, luego de que él le llevara un ataúd de madera sin laquear ni pintar, que su padre le fabricó, cuando era apenas un chico de catorce años y todavía no tenía nombre que le identificara en la vida.

Siendo como es, un hombre fuerte, imperturbable, dueño de un absoluto control de sus actos y conductas, al recordarlo su voz se negaba a salir para comentar ese incidente sustancial. De pies y recostado a su kiosco de venta de periódicos, libros y revistas marcado con el número 17 de Junín con Pichincha, vi temblar de emoción sus pómulos y aguar sus ojos y pensé que iba a llorar. Hasta debió sacar el pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y sacudir su nariz. Creí que no hablaría más, que me despacharía de una buena vez por llevarlo a evocar asuntos difíciles que le movían tantos sentimientos. Pero no. Finalmente abrió la boca para hablar.

 

Viaje
Debía correr el año cuarenta y cuatro, porque nuestro héroe nació el primero de mayo de 1930 —como habría de darse cuenta más tarde, en Barrancabermeja, cuando fue a bautizarse para sacar la tarjeta de identidad—, fecha, sin duda, que debe tener algo que ver con su destino, pues lleva el comunismo en las venas.

Chiquito, como le llamaban entonces, salió de su casa —un rancho de paredes de cañaflecha y techo de palma amarga que él mismo construyó con su padre en un terreno que quedaría en medio de una roza sembrada de yuca y plátano situado entre Pivijay y Fundación— muy de mañana, arreando el burro que cargaba el cajón. Llegó a la carretera y con ayuda de dos o tres hombres lo encaramó en el techo de la chiva que lo conduciría a Puerto Salamina, Magdalena, a orillas del gran río.

Cuando llegó hacía un Sol tan fuerte como empujado por cuatro. El bus de escalera estacionó junto al embarcadero y, de inmediato, hizo que dos hombres subieran el armatoste en la balsa que lo pasaría a Puerto Giraldo, poblado situado justo al frente de donde se encontraba.

Su abuelo lo estaba esperando y lo vio acercarse, pues su casa estaba situada al lado del afluente. Cuando Chiquito dio el salto para quedar en la barranca y no bien estaba recibiendo su carga con  la ayuda del viejo, éste le dijo por todo saludo:

—Eh, Chiquito, ¡tu papá sí es muy cruel! ¡No vino él a traer la caja mortuoria sino que te mandó a ti!

Su abuela, Beatriz Padilla, a la que él llamaba Mamá Beata, le convidó de inmediato a la cocina para darle un plato de arroz con pescado, plátano, ñame y batata y él buscó un sitio sombreado para sentarse a comer. Chiquito se quedó con sus abuelos, a quienes quiso más que a nadie en la vida, hasta el día siguiente.

Esas palabras, de las que Chiquito nada comentó al anciano en el momento ni repitió jamás a su padre ni a persona alguna en toda su vida, estaban acompañadas de una fuerza inefable, que él sintió. Y es el conjunto de esos sonidos emitidos por aquella voz terrosa, de la mencionada fuerza y del significado de aquella costumbre, lo que siente Alfredo cuando lo cuenta.

Es una vieja costumbre costeña, que lentamente va cayendo en desuso, el que las personas viejas fabriquen o consigan ellas mismas su ataúd, sin siquiera estar enfermas. E incluso viven con él debajo de la cama o en un rincón del cuarto, mientras les llega la hora grave. El abuelo Eugenio tenía unos ochenta y cinco años, igual que Mamá Beata, y era tiempo de que fuera consiguiendo el cajón. A pesar de verse aliviado en la visita del niño, el viejo murió a los dos meses.

—Nunca le había referido esta historia a nadie —habría de decirme al día siguiente en su kiosco— y me siento como más tranquilo. Ni siquiera en la revista Susurros, del Partido Comunista, cuando escribieron mi biografía, salió referida esta parte de mi vida. Desde ese punto y hora la tenía guardada aquí —dijo, señalando con su diestra el pecho.

 

Nómadas
Y es una fuerza extraña esa. Hasta le dicen que cómo él, que siempre ha sido un tipo flaco y de apariencia enclenque, saca tanta energía para defenderse cuando su vida está en peligro. Y él no sabe responderles. Lo cierto es que le ha ayudado a sobreponerse de nueve carcelazos, de una locura que los médicos llamaban rebeldía sentimental que curó gracias a la súbita y misteriosa aparición de un anciano en el centro de Medellín hace pocos años, quien le recomendó el consumo de ciertas sales, y de tantos intentos de homicidio de que ha sido víctima, aunque cosa curiosa, ninguno de ellos por sus pensamientos políticos, a pesar del exterminio de muchos militantes del Comunismo.

Alfredo Jiménez no recuerda mucho de su vida antes de los nueve años. Solo que salía a jugar a  la pelota con los chicos de Puerto Giraldo y que éste, su pueblo natal, estaba partido en dos por un arroyo sin nombre —como él—, lo cual hacía que los chicos de un lado rivalizaran con los del otro, integraran sendas cuadrillas que se enfrentaban a puños de vez en cuando, para determinar dominio. Una vez hasta se le cayeron los pantalones en media pelea, de modo que terminó desnudo, hasta que su abuela —a quién reconoce como su madre, porque la biológica se fue de su lado cuando apenas era un bebé—, llegó para llevárselo de la mano hasta la casa en medio de sermones sobre la inconveniencia de estarse peleando por ahí. Él, que era el líder de su banda en la que era conocido con el celebérrimo nombre de Zancadilla, la escuchó en silencio por el camino de vuelta.

También recuerda que cada día, antes de que cayera la noche, debía recoger las quince chivas de su padre, que pacían durante el día en los pastizales cercanos, para el ordeño de la mañana siguiente, y que eran muchas las tardes en que él, Chiquito, debía pasar accionando la palanca que movía el pedal de la máquina de coser de su tía Josefa.

A veces, esta lo enviaba con una canasta de almojábanas para la venta, pero el chico, con la plata que recibía de las primeras compraba él mismo para sí las restantes y se comía. La tía Josefa le daba cocotazos y su abuela lo defendía sonriente.

Precisamente ella, mamá Beata, enviaba con él los huevos para las Ánimas del Purgatorio, pero nunca llegaban al cura, porque, mientras avanzaba, Chiquito cavilaba que su abuela era muy boba: “mandarles huevos a las Ánimas, sabiendo que ellas no comen”, y más bien los vendía por ahí.

Tendría ya los diez años cuando llegó un ciego a su pueblo y el Inspector decidió que Chiquito hiciera de lazarillo, pero muy poco duró en el oficio, porque en los caminos, este, precisamente para que el tipo aquel se aburriera y no lo ocupara más, lo hacía pasar por la trilla del ganado.

Como los cocotazos de la tía Josefa no daban tregua, su abuela debió enviarlo a Barranquilla, a casa de la tía Andrea, donde estuvo algunos meses, antes de pasar a Barranquilla, otra vez al lado de su padre y de una mujer que había comenzado a andar con este, llamada La Cachaca —aparte de otras tantas que tenía en los pueblos de la zona—.  De allí, el hombre bajaba en la lancha a María La Baja a conseguir aguacates y plátanos para venderlos en Barranquilla. Pero no duraron mucho tiempo allí. Les dio por seguir para El Retén, un municipio de Magdalena, y levantar otro rancho.

Allí Chiquito vio las bananeras y cómo las empresas gringas tenían un sistema de compuertas en el río para regar los cultivos. A veces, las abrían y cientos de peces quedaban engañados de un momento a otro, agonizantes en un río sin agua. Y él corría a coger muchos de ellos para que en su casa los frieran para la comida.

Fue el tiempo en que escuchaba hablar de la masacre en las bananeras, ocurrida cerca de Ciénaga catorce años antes, y de la cual, según murmuraban, había quedado solo dos sobrevivientes, un hombre y una mujer, a quienes nunca llegó a ver.

En este pueblo, Chiquito  también tuvo su pilatuna. Pronto se dio cuenta de que un hombre fungía de pastor en un templo adventista. Predicaba los domingos y los concurrentes, piadosos y obedientes, sacaban monedas y billetes y los descargaban en una mesa. El pastor decía de pronto: “cierren los ojos, hermanos míos, que vendrá la Mano Poderosa y se llevará el dinero”. El mocoso solía mirar esa escena por una grieta del madero de la puerta y se daba cuenta de que el muy bandido era quien tomaba la plata.

—¡Velo! —gritó Chiquito desde su escondrijo—. Que la Mano Poderosa… ¡y es él quien se mete la plata al bolsillo!

El pastor, descubierto, se desquitó con nuestro personaje, dándole una fuetera.
Duraron poco en esta tierra, pues su padre decidió que debía trasladarse a un sitio entre Pivijay y Fundación, de donde saldría Chiquito con el ataúd para su abuelo, reemplazando a su padre en un acto que por costumbre le correspondía.

—Nunca conocí la puerta de una escuela —comenta Alfredo—. En aquella roza tenía mis deberes. Limpiaba los sembrados, recogía las cosechas, ensillaba un burro para ir hasta el río Cesar y recoger agua para las comidas, usando para eso dos cajones bien calafateados y asegurados con tapa que llenaba encima del animal. No durábamos mucho en un lugar. Mi padre decidía vender por cualquier cosa o abandonar el rancho y la roza, si consideraba que podía irle mejor en otra parte. Con decir que de El Retén nos fuimos muy pronto para El Algarrobo, un pueblito situado a orillas del río Ariguaní, donde él se dedicó a comprar cerdos y sacrificarlos para la venta, a cazar animales para comercializar sus pieles y a fabricar canoas que debíamos llevar por el río hasta Trojas de Cataca, un caserío encaramado en palos sobre el agua salada, cercano a Ciénaga, y allí vendérselas a los pescadores. A veces iba yo a recibir el dinero, lo guardaba en los bolsillos y los cosía con hilo y aguja para no perder ni un céntimo.

También tenían una canoa para pasar a la gente de un lado a otro. Chiquito se encargaba de manejarla. Un día, un indio Duane, un curandero que iba por los pueblos y que tenía un derecho otorgado por el Gobierno para no pagar transporte alguno, obviamente no quiso pagarle. El muchacho, que ignoraba la disposición legal, insistía en cobrarle, ante la risa juguetona del aborigen. Su padre debió explicarle que a un indio Duane no se le podía faltar al respeto y que nada debía cobrársele.

—Pero dejemos aquí, en lo del indio Duane, antes de que sigamos con lo demás —dijo Alfredo.

 

 

Capítulo 2

Cuenta una leyenda que en la ciénaga de Zapatosa, frente a El Banco, Magdalena, en medio de una tormenta, una mujer que bajaba en su canoa estaba fracasando, hundiéndose con animales domésticos y equipaje. El naufragio era inminente; solo cuestión de minutos. La muerte, también. Ella rezó con desesperación y prometió dar una canoa de oro al santo que le salvara de perecer bajo el imperio de la Naturaleza.

Esta historia explica la existencia de un nicho que tiene san Martín de Lobo en ese sitio.

En circunstancias semejantes se encontró Chiquito un día, en compañía de su padre y una mujer que por esos tiempos hacía las veces de madrastra suya: Diosa Sarmiento. Habían salido unas horas antes de El Algarrobo con unos cuantos cerdos, pocas gallinas y alguna ropa, por todo equipaje. Ya el hombre había decidido que debía establecerse en unos parajes baldíos cercanos al pueblo de Zapatosa, Cesar. Las nubes, apenas encima de sus cabezas, parecían a punto de sepultar el mundo de un manotazo. Era como si todo debiera volverse agua y hubiera comenzado a cumplirse tal designio en este rincón del Caribe. La tormenta arreciaba. Cuatro dedos faltaban para llenarse la canoa, es decir, para naufragar. Ella rezó con desesperación y fue evocando una lista de santos que parecía sin fin, hasta que el hombre la regañó diciéndole que si no veía que estaban zozobrando y que el peso de tantos personajes los iba a terminar de hundir de una vez y para siempre.

De pronto, llegó la calma y se vieron atracando en una playa flotante. Allí pudieron achicar y secar o por lo menos escurrir mínimamente las cosas, tranquilizar sus corazones y cambiar esos pensamientos de desgracia que invadían sus mentes. Chiquito recogió una piedra en forma de huevo de paloma y quiso guardarla en el bolsillo del pantalón que tenía pegado a la piel, como munición de su inseparable cauchera, pero su padre se lo prohibió, tal vez porque no podía permitir que profanara un lugar que había resultado sagrado para ellos.

Pailitas
No perdieron tiempo en Zapatosa, sino que siguieron a Pailitas, que entonces no era siquiera un caserío, sino un bosque cerrado. Pasaron por un puente sobre un lago–arroyo y en una loma no vieron más que dos viviendas de cañaflecha y palma amarga. Una de ellas, la de la oficina de la construcción de la Troncal de Oriente. De modo que fueron los terceros en establecerse en ese sitio. Dicho de una manera más clara, que denote la dimensión histórica de nuestro héroe, fueron fundadores. ”Debe quedar claro que ese sitio se llama Pailitas y no San José de Turumá, como muchos quieren hacer creer hoy”. Ese nombre se debe a que desde el puente y la loma, ese lago se ve como una paila. En la bolsa de recuerdos del vendedor de revistas y periódicos del puesto número 17 de Junín, todavía se ven pasar los peces por el fondo de ese gran recipiente: besotes, doradas, omelones, picúas, bonitos y coroncoros.

Había que ver la roza que en breve tenían montada los dos hombres. Cultivos de yuca, plátano, maíz, algodón, batata, ñame y auyama, así como un lindo rebaño de chivos tuvieron. Pero el negocio era la explotación de madera.

Siendo apenas un imberbe de catorce años, Chiquito se vio pronto metido entre un grupo de hombres que se internaba en el monte, armaba un campamento para varios días y participaba en las labores de tala y embarque. Fácilmente subía a los andamios improvisados para ir cortando las ramas altas tras amarrarlas con bejucos y encontraba la comba del tronco para determinar por dónde cortarlo. Aprendió que antes de dar un primer hachazo, había que dar dos o tres golpes con la herramienta en el tallo de los árboles, para saber, por el sonido, si estaban huecos o macizos. Solo estos debían echarse a tierra.

Cosa curiosa: su padre compró una mula en Sabanas de Tamalameque, para sacar las rastras de madera. Era un animal de monte, amansado, pero casi salvaje. Cuando sentía el rugir del motor de un auto, no había quien la controlara. La mula corría como loca, huía deprisa hasta su lugar de origen, situado a un día de camino. Y había que ir por ella y en esas se la pasaban.

Lo cierto es que muy pronto, la prosperidad sonrió a su padre.

Contaba con un importante grupo de trabajadores y se hizo a un camión International nuevo para llevar la carga y la maquinaria eléctrica para aserrar. Su vivienda tenía luz eléctrica. Todo lo cual coincidía con un rápido poblamiento de Pailitas. Hasta hubo quien estableciera un bar con mujeres de la vida frente a su casa.

Serían las cuatro de la tarde de un día impreciso, cuando los indígenas atacaron por primera vez las oficinas de la Troncal. Los vigilantes de ésta usaron unos perros que los aborígenes temían, pues, por su movilidad eran difíciles de flechar. Huyeron en desbandada. Sólo quedó un indiecito de diez años enredado en una bejuquera. Lo retuvieron atado a un árbol y al ponerle los alimentos se mordía y arrancaba pedazos de carne. Que lo llevarían a Bogotá en un avión, dijeron, y no se vio más.

Meses después los indígenas atacaron el campamento de Jiménez, el padre de Chiquito, en Caño Azul, entre El Burro y Pailitas. Flecharon a un aserrador, quien murió. Y siguieron así, belicosos, atacando los campamentos de la zona. El último fue uno que tenían armado en Curumaní.

Chiquito andaba por esos montes en compañía de Elías, un arriero de Titiribí que había ido a parar a esas tierras, cuando recibieron una carta del papá en la que les ordenaba salir de allí para evitar el peligro.

—Qué crees que debemos hacer —preguntó Elías a Chiquito.
—Nada va a suceder. Entremos tranquilos a sacar madera.

Y así lo hicieron. En el monte, en el andamio de corte, encontraron señales de la presencia india. Un plumero y unas tripas en una roca decían que habían comido pava; unas huellas de pies mojados en las piedras indicaban el rumbo en que habían marchado. El muchacho las siguió y pocos metros de allí vio un grupo que subía la loma, en dirección a Pailitas. Y tal como lo había predicho, no tuvieron problemas.

Huida
Nunca nadie se lo  preguntó, pero Chiquito albergaba  infelicidad en su corazón. Observaba la actitud de su padre y la desaprobaba en silencio. Un hombre entregado al ron y a las mujeres, sin  escrúpulos para explotar a sus trabajadores, no pagarles lo justo y  darles un trato despótico, no podía ser causa de orgullo. Hasta dos mujeres vivían en la misma casa, se acostaba con las hembras del bar, mientras otras lo esperaban en Tamalameque y otras poblaciones. En Barranquilla, por ejemplo, se quedaba dos o tres meses tomando licor y mujereando. Entre tanto, Chiquito debía permanecer al mando y cuidado de los negocios, de los que guardaba celosas cuentas para darle a su regreso.

Y el trato que él mismo había recibido de su padre en toda su vida era el de cualquiera de los trabajadores. Con estos se solidarizaba entonces y tomaba de la cocina algunos víveres para dárselos a escondidas. En cuanto a esto, un día llegó a escuchar que un hombre le decía al señor Jiménez que cuándo iba Chiquito a estudiar. Su padre le respondió que si así, sin estudiar, tenía ideas comunistas, cómo sería si lo hiciera.

Por cierto, el viejo ignoraba que Chiquito iba consiguiendo las cartillas de lectura de los primeros grados con los hijos de los trabajadores y sin la ayuda de nadie aprendía a leer durante las horas muertas.

El resentimiento hacia ese hombre —del que nuestro personaje menciona tan escasamente su nombre que hasta el momento no lo hemos mencionado en este relato— llegó a tope, cuando un día de diciembre de 1944 este le propinó una fuetera más fuerte que ninguna otra en su vida, pero como en las anteriores, tampoco esta vez dejó salir una lágrima. Las marcas del fuete iban quedando marcadas en su alma.

En los primeros días del año nuevo, Chiquito debió viajar a Boca de Tamalameque a llevar unas herramientas. Fue mascullando su ira. Fue recordando que ese hombre, el injusto, era tan avaro que, a pesar de tener dinero, compraba una tela basta y le mandaba hacer varias mudas de ropa iguales, al punto que cuando estaba de novio de la chica más linda del pueblo, ella llegó a preguntarle por qué no cambiaba su vestido nunca… Entregó las herramientas y, sin pensarlo más, esperó un barco para viajar a Barrancabermeja. Chiquito había decidido huir de casa.

—Pero, por Dios, ¿a dónde te irás, muchacho? —le preguntó Sarita Paredes, una de las mujeres de su padre, que lo encontró junto al río Magdalena.
—A Barrancabermeja.
—Pero si allá no conoces a nadie…
—Sé que el Mocho está allá. Él me recibe.

Sin un céntimo en sus bolsillos, con dos o tres mangos y naranjas por todo alimento y con solo la ropa que tenía puesta brincó Chiquito a un barco que lo subiría por el Río.

En la nave debió lavar la loza y lustrar los zapatos del capitán, como pago. En el trayecto conoció a un hombre que viajaba en compañía de dos hijos, más o menos de su edad. Y como si viera lo que fuera a suceder a su llegada, pidió el favor al fulano que si la policía preguntaba por él, dijera que era su hijo, para no tener problemas.

Pusieron pies en el puerto petrolero a las diez de la noche y, como era costumbre, pasaron las horas oscuras en el café La Bastilla. Cuando aclaró, unos agentes se acercaron al hombre y preguntaron por los tres muchachos.

—Son hijos míos —respondió el recién llegado, sin un asomo de intranquilidad, de modo que los uniformados volvieron a hundirse en el ignorado lugar del que salieron, y como si las cosas fueran hechas a su medida, en el instante en que Chiquito miró la calle, ante sus ojos apareció la prometeica figura del Mocho.

Corrió a su encuentro. Hablaron un rato. Y, como lo esperaba, ese hombre que hubiera sido trabajador de su padre y, por consiguiente, como un hermano para él, lo recibió en el hotel donde se quedaba y, en pocos días, lo hizo ayudante en su chiva, La Consentida. 

Pronto pasó más bien a trabajar en la roza de una antioqueña, a pocos minutos del puerto, pues, él se sentía mejor en las labores agrarias. Dos o tres meses después, queriendo poner a prueba su honradez, la mujer dejó como por descuido un dinero en un lugar visible, con lo cual logró más bien ahuyentar al joven, por más que ella le llorara para que regresara. Él consiguió trabajo en la finca “El 50”; de Lucio Meléndez, que proveía de plátanos a los obreros del petróleo. Llegó a ser jefe, incluso de los trabajadores de la cocina, situada debajo del puente del Río. Hasta que un día encontraron al dueño muerto, parado, sostenido con las varillas del puente, pues allí había ido a parar en su noche de borracheras interminables con ron Caldas, para las que no se alimentaba más que con dos o tres trozos de carne en el día.

Alfredo

Chiquito fue a parar en el hospital infestado de forúnculos. Quince días hospitalizado le hicieron pensar que él, ese mocoso que no tenía reparos para realizar labor alguna, quedaría muy bien trabajando en ese hospital. Barrió y limpió los pabellones; lavó el quirófano sin sentir repulsión alguna por la sangre y demás fluidos humanos que debía tocar. A los enfermos de tisis, ancianos desahuciados casi todos, los sacaba a tomar el Sol mientras él lavaba sus habitaciones, ante las críticas de las enfermeras y las súplicas de una de esas mismas pacientes de que se fuera, que él estaba muy joven para morir, pero él no paraba mientes en unas ni otras. Solo decidió marcharse el día en que notó que los empleados separaron platos y tasas en que debería comer de ahí en adelante, al tiempo que le dieron un lugar apartado del comedor, pues, sintió que esa discriminación era indignante.

Por esos días, lo que era de esperarse, sucedió. Exigieron a Chiquito la tarjeta de identidad para trabajar. Fue entonces cuando decidió bautizarse. Habló con el cura, José Arango, quien preguntó al muchacho la fecha de nacimiento y le exigió aprenderse el Padre Nuestro. Debió escribir a mamá Beata, quien todavía vivía en su natal Puerto Giraldo y en pocos días llegó la respuesta, firmada también por el Inspector del pueblo: Primero de mayo de 1930. 

El día del bautizo, el padre olvidó hacerle recitar la oración al chico, quien  acudió con Juan  Silva, un obrero de  Ecopetrol, quien  haría de padrino.

—Cuál va a ser tu  nombre —inquirió el sacerdote.
—Alfredo… Alfredo Jiménez Ochoa —respondió el muchacho.

Ahora, parado junto al puesto de revistas marcado con el número 17, dice: “y escogí bien el nombre, como el del cantante mejicano, pues, yo también cantaba muy bien. A la gente le gustaba oírme”.

 

 

Capítulo 3

Vicente Llerena, el hombre que tuvo en su casa por años a Alfredo Jiménez como si fuera un hijo suyo, ordenó un día al entonces adolescente que abandonara de una vez y para siempre ese maldito oficio que se había conseguido, ¡ayudante de matarife en el Matadero de Barrancabermeja! La razón: su carácter se estaba avinagrando.
Debía ser que estar hora tras hora, día tras día, durante dos largos años, en presencia de la muerte, provocándola, estaba irradiando la personalidad del costeño de una energía negativa que ensombrecía sus actos. Lo convertía paulatinamente en un tipo bravo, al que poco se le podía hablar sin que montara en cólera.
Pasados los primeros seis meses en esa actividad, Alfredo era capaz de matar los animales sin ayuda, lo cual el matarife titular aprovechaba para escaparse a tomar sus tragos. El chico clavaba con pericia el cuchillo en el corazón de la vaca y ésta caía al suelo antes de que ese chorro de sangre que salía con fuerza por la herida como si fuera un surtidor manchara el suelo. ¡Cuántas veces tomó Alfredo de ese líquido espeso, caliente, rojo profundo, por haber escuchado decir a muchos que contenía singulares nutrientes! En cambio, durante ese tiempo, dejó de comer carne de animal alguno; no le apetecía.

Aserrador

Como siempre, obediente, Alfredo abandonó ese oficio. Y como los tiempos eran otros, con facilidad encontró trabajo como ayudante de construcción. En este, debía preparar la mezcla de cemento y arena y llevársela al albañil oficial, lo mismo que adobes y piedras y gravilla y herramientas que fuera necesitando. Ganaba un peso con cincuenta centavos al mes, en tanto que su jefe recibía setecientos pesos. Tres años estuvo el hombre dedicado a este oficio, tiempo en el cual aprendió como ninguno a leer e interpretar planos y construir edificaciones. A la construcción habría de volver después, varias veces.
Incursionó fugazmente en la pesca con chinchorro. Comenzó de canoero, mientras cuatro hombres manejaban las redes. A los dos meses decidió ser uno de los botadores, es decir, de los lanzadores de la malla, y que otro condujera la canoa.
El chinchorro se debe coger entre dos personas, cada una de las cuales por un extremo. La hacen descansar recogida en sus antebrazos, cuidando tener la pita con las manos, y se lanza fuerte fuera de borda. La red posee unos plomos que hacen llegar un bordo hasta el fondo del agua y unas boyas que mantienen el otro en la superficie. Minutos más tarde, los dos pescadores halan con fuerza y suben al barco la red llena de peces. Uno cree que los peces mueren sólo con sacarlos del agua. Alfredo cuenta que ellos mataban los peces con cuchillo.
Salían a pescar de día y de noche. Y, según dice, no es verdad esa idea de que, en Luna llena, los peces alcanzan a ver el brillo de las cuerdas de la red y la esquivan.
Volvió, más bien, a una labor que había hecho desde niño. Se convirtió en ayudante de arriería de un antioqueño al que llamaban el Mudo y que solía cargar en mulas rastras de madera desde los aserríos hasta la carretera. Fue entonces cuando encontró la oportunidad de terminar de aprender ese oficio que mucho le había atraído, el de aserrador. Al joven le parecía una labor bonita. Esos serruchos inmensos que subían y bajaban accionados por la sincronizada fuerza de dos hombres. Labor que, cuando estaba más chico, su padre le había sugerido no aprender, sin explicarle la razón; tal vez algo tosco veía el viejo en esa actividad.
De modo, pues, que convenció al Mudo —apodo que en su seno guardaba una ironía— de que lo recomendara ante el dueño del negocio para que le enseñara. Éste mandó decirle que sí, pero a cambio le pidió a nuestro héroe que trabajara el primer mes sin paga, sólo por la comida, mientras aprendía. Y él aceptó.

Centella
En medio de un bosque situado unas leguas abajo de Puerto Berrío, los aserradores habían instalado su campamento. Entre ellos estaba también la esposa y el pequeño hijo del propietario.
En la mente de Alfredo permanece vívida una escena, a pesar de que entre ella y la actualidad hay más de cincuenta años. Era medianoche y una tormenta se cerró sobre la selva. Los relámpagos iluminaban el interior de la improvisada vivienda y permitían que los seres que allí permanecían en vigilia, asustados, vieran unos de otros sus siluetas. Ni siquiera el bebé podía dormir, como si adivinara una tragedia. Su madre rezaba desesperada. Alfredo, en cambio, permanecía inmutable. Acostumbrado como estaba a soportar aguaceros y tempestades en la selva desde que sabía de sí, recordó el remoto día en que en compañía de su padre y de su madrastra casi perecen en la laguna de Zapatosa. A su mente acudió también otra evocación de infancia: en situaciones como esa, su abuela, mamá Beata, solía darle una palmada a un chico, hacerlo llorar, y de inmediato la Naturaleza volvía a la calma. Cosas de viejos. Qué iba a saber él dónde residía el secreto. Le contó a la mujer y esta hizo lo que él dijo; al fin de cuentas, nada tenían que perder.
Acto seguido, al unísono del llanto del párvulo, se oyó un trueno. Casi encima de ellos cayó una centella que les hizo pensar que se trataba del punto final de sus existencias; el súbito freno en el movimiento de este planeta girante en el que lo inmenso es tan sólo una brizna. Y de inmediato, en efecto, todo terminó… No hubo más eso que llaman 
la realidad. Todo se Acabó… Alfredo no supo más de sí, ni de los otros, ni del campamento, ni de la selva, ni de la vida, ni de nada…
Cuando recobró el sentido era ya la madrugada. Se enteró de que aquel rayo había puesto 
tan solo un sonoro punto final a la tormenta, como él confiaba… aunque no tan solo: había caído sobre un árbol situado a unos pasos del campamento, de unos veinte metros de alto y de varias abarcaduras, y que lo partió de un tajo desde el cogollo hasta la raíz. Y que desde entonces se había levantado un olor a azufre y a cobre que a esa hora todavía invadía el espacio, se pegaba a la nariz, invadía los pulmones, sobreponiéndose al de la Naturaleza mojada.

 

Otra aventura
Andando los días, la guerrilla liberal, encabezada por un santandereano conocido como el Mocho, llegó una vez a la finca La India a matar a Rafael Bedout, conservador en Medellín y liberal en esas tierras del Magdalena, para cobrarle que había violado a una niña. Alfredo —que ya no ejercía más de aserrador ni trabajaba para el mismo patrón, porque, como se ve, su sino era la inquietud— era uno de sus peones y, al igual que todos ellos, había visto lo sucedido. Sabía, como los demás, que la mamá de la niña se había dejado comprar.
Era de noche. Los guerrilleros mataron a un industrial conservador de apellido Moreno. Bedout logró escaparse y saltar desde muy alto a la corriente de una quebrada. Los hombres armados mataron antes del amanecer mil quinientas de las reses que había en la finca. Fue entonces una de las ocasiones en que Alfredo debió volver al trabajo de construcción; sin patrón no había trabajo.

El libro maravilloso
Fuera donde fuera en su trashumancia, pendiente de Vicente Llerena pasó Alfredo hasta que aquél murió a comienzos del decenio de 1950. El viejo fue su padrino de confirmación. Quería tanto a Alfredo que pensaba dejarle en herencia un libro misterioso. Un libro con el que Alfredo había visto al viejo hacer lo imposible. «Cosas buenas y malas, cosas increíbles. Las enseñanzas del libro le permitían a él curar el mal de ojo, las mordeduras de culebra, las gusaneras de los terneros… Y el viejo no cobraba por los servicios. Recibía lo que le quisieran dar, nada más.
»Una vez, un vecino le pidió que lo curara de una mordedura de culebra. Nada le dio en compensación, pero le prometió que en pocos días algo le llevaría. Pasó el tiempo y nada. De modo que mi padrino le reclamó. El tipo ese lo trató mal, de modo que el curandero le dijo: —Ajá, te voy a poner a aullar como un perro en la puerta de tu casa.
»En el momento, el tipo se echó a reír. Lo cierto es que al día siguiente la esposa del vecino acudió llorando donde mi padrino a suplicarle, por lo que más quisiera, que se lo levantara, que no permitiera que su esposo siguiera allí echado en la puerta de la casa aullando como un perro. —Nada puede hacerse ya —respondió mi padrino—. Esas son cosas de la Naturaleza…»
»Ese libro misterioso iba a ser mi herencia. Mi padrino murió poco después, tras una larga agonía. Cuando expiró, mi madrina y yo encontramos gusanos peludos y grandes debajo del colchón donde yacía.
»Viendo lo que había visto, ella decidió hacer un lío con el colchón, las sábanas, el libro y todo, y le prendió fuego.
»Entonces, me abrí de la casa».

 

 

Capítulo 4

Dos recuerdos navegan constantemente en la mente de Alfredo Jiménez. En los tiempos de su vida en Pailitas, cuando todavía lo llamaban Chiquito, este conoció a un vallenato, quien andaba solamente con una mochila y, en ella, dos mudas de ropa; era pálido como un muerto y, a lo largo de su cuerpo, la piel tenía cuatro colores: azul, rojo, blanco, negro. Tenía poderes. Un viejo de nombre Carlos Huerta dejó de pagarle algunas jornadas de trabajo en la finca.

—Está bien —dijo el cesarense—, pero esa plata que me debe no va a alcanzarle para curarse una enfermedad que va a sufrir.

Y se fue. Días más tarde, la esposa de Huerta fue a buscarlo para decirle que ella le pagaría lo que fuera, con tal de que a su esposo se le quitara una gusanera de la nariz y la boca.

—No, señora —respondió—. Esas son cosas de la Naturaleza; nada puedo hacer ya.

El vallenato trabajó para el viejo Jiménez, el padre de Chiquito, como arriero, del cual nuestro personaje fue ayudante. De pronto, sacaba por una ranurita de su antebrazo, una cruz y la ponía en la base de una mata de plátano o banano y retaba al chico para que echara abajo el arbusto con su machete. Labor imposible. El muchacho no conseguía más que lastimarse las manos por imprimir a la herramienta toda su fuerza, pero al tallo no le entraba la afilada hoja del metal. El vallenato tomaba nuevamente su cruz, la limpiaba y volvía a introducirla en su sitio.
Una vez, estando juntos, conversando, el mago aquel se desapareció. Al momento, una serpiente se dirigió hacia Chiquito y comenzó a treparle por las piernas, el pecho y se le fue encumbrando, muy lentamente, hasta la cabeza. Chiquito sintió que se le erizaron los vellos, pero no se movió. Esperó un rato y la víbora se alejó. Justo enseguida, cuando el muchacho volvió la cabeza, apareció el vallenato, sonriente. Nada se dijeron.
El segundo recuerdo es de un hombre al que llamaban Carvajalino. Solían contratarlo para sembrar maíz, pues, mientras cualquier otro mortal se gastaba hasta quince días para sembrar «veinte cabuyas», él tardaba tres. Él solicitaba la semilla y dividía el terreno en cuatro partes. Luego, sembraba semilla en cada rincón de su cuadrícula y, al tercer día, ya todo estaba sembrado y las planticas habían germinado.
Una tarde de diciembre, como a las cinco, Carvajalino se sentó a conversar con Chiquito, junto a un arroyo.
—Las Ánimas del Purgatorio son las que me ayudan a sembrar y a todo, Chiquito. ¿Quieres ver a las Ánimas y tener la devoción que yo tengo?
Chiquito veía a Carvajalino siempre tan escuálido, enfermo y pobre, que le contestó:
—Pues, sí, yo sí quiero tener esa devoción, pero no así…
El hombre debió hacer algo, invocarlas mentalmente tal vez, porque en ese instante apareció ante los ojos asombrados del muchacho una fila de Ánimas caminando sobre las aguas del riachuelo, portando cada una de ellas una vela encendida. Cuando estuvieron frente a ellos, un aire helado indescriptible dominó el ambiente y Chiquito sintió escalofrío. Los seres caminaron aguas abajo y desaparecieron.
Dicho sea de paso, Alfredo Jiménez volvería ya hombre y casado a Pailitas a buscar algo de su pasado, parientes y amigos, pero no encontró ni la roza, ni los aserraderos, ni las personas que vivieron con él. Solo encontró a Diosa Sarmiento, quien había sido madrastra suya, pero estaba unida a un hombre diferente a su padre, por lo cual nuestro personaje nada le preguntó acerca de personas o cosas de los tiempos idos. Hubiera podido ser imprudente.

 

Curación
Uno no sabría decir qué relación tendrían estos asuntos sobrenaturales en la vida posterior de Alfredo Jiménez. Lo cierto es que, andando los tiempos, en Barrancabermeja, él se casó dos veces. Del primer matrimonio, ya hablaremos. Fue a la segunda mujer, Fabiola Hernández, que él mismo curó de una hemorragia sin tregua. Los médicos del puerto petrolero le habían dicho que no podría tener más hijos y hasta la desahuciaron; le vaticinaban solo dos o tres meses de vida. Un día, al llegar del trabajo de construcción, encontró el baño de la casa convertido en un río de sangre.
—¡¿Qué pasó aquí?! —preguntó a la hija mayor de ella.
—Es mi mamá, que no le para la hemorragia. Está muy mal.
Alfredo fue hasta donde ella se encontraba, la llevó al cuarto y la ayudó a acostarse, tras lo cual, le dijo:
—Yo te curo esa enfermedad… Con la salvedad de que no puedes saber lo que vas a tomar.
Ella aceptó. Él se internó en el monte y consiguió ciertas hierbas, que cocinó para darle de beber en ayunas, la mañana siguiente. Fabiola bebió confiada y, en pocos minutos, comenzó a sudar y a sentir mareos.
—Es normal —la tranquilizó el hombre—. Eso tiene que suceder.
Y como le anticipó, secó la fuente del sangrado y alivió pronto. No obstante lo prometido, ella insistía que le contara qué había tomado esa mañana, pero Alfredo le respondió que no podía decirle, que si le contaba, el remedio no serviría después para otras personas, pues, lo aprendió en la aparición de un anciano, quien le dio la receta para hacer el bien y no el mal.
—Con eso se podría matar a una persona —puntualizó y la mujer no insistió más.
Después de aquello, Fabiola habría de tener tres hijos con Alfredo: María Carlina, Francia Elena y Alfredo.
Habrían de suceder otros hechos que se adivinan extraños. De ellos, el zahorí lector se irá dando cuenta a su debido tiempo.

 

Matrimonios
Alfredo Jiménez contrajo matrimonio con Laura Castaño, el 27 de enero de 1952. Y lo hizo, a pesar de la oposición de su padrino de confirmación, Vicente Llerena, quien veía en ella una mujer inadecuada para su ahijado. Ella era la viuda de un guitarrista, que se la pasaba cantando y tomando ron. Tras la muerte del merendero, ella consiguió trabajo haciendo papeletas de pólvora, en casa de una señora antioqueña, quien le permitía dormir en su casa, pero en una silla; no en una cama.
Por esos tiempos, Alfredo trabajaba en la finca de una hermana tía de Laura. Debía ocuparse de asuntos de la cocina, traer leña, cuidar animales. Pasó luego a desyerbar potreros con el agua hasta la cintura, en la finca Reyes Hermanos, en compañía de Manuel Castaño, el padre de Laura.
Alfredo iba viendo a esa mujer «tan sufrida», y pensaba que esta condición hacía de ella la adecuada para ser su esposa. Y se fue enamorando de ella. Convenció a don Manuel de que ella fuera hasta el sitio de trabajo y les preparara la alimentación, a pesar de que entre padre e hija había habido hasta entonces una enemistad, causada también por el desacuerdo del viejo a que ella se hubiera unido a ese gandul del que había enviudado.
Vicente Llerena asistió fugazmente al matrimonio. Entregó a los recién casados, como regalo, una cobija y algunos enseres de hogar, pero no se quedó a la fiesta.
Alfredo consiguió trabajo en la construcción de campamentos de la petrolera estatal, en el sector conocido como El Centro. Al terminarlos, consiguió que su patrón lo recomendara con otro contratista para construir muros entre los tanques con ladrillos refractarios importados de Brasil. Corrió con suerte, porque este nuevo contratista no recibía más que a obreros recomendados por conservadores; era primo de monseñor Miguel Ángel Builes. El hoy vendedor de periódicos y revistas del puesto número 17 de Junín, recuerda que un gringo era el que hacía las pruebas de selección de personal, dentro del mismo tanque. «Lo veía a uno trabajar y si él decía: “usted por casa” o algo así como “albañil boñiga’e vaca”, era que no servía; si, en cambio decía: “usté por médico”, ya estaba uno contratado. Ese gringo se ganaba 150 dólares al día; uno, que era el ayudante, 50 pesos al día. ¡Así han sido los gringos toda la vida!»
Por esos tiempos, Alfredo compraba ropa fina para Laura y, por cuotas, una máquina de coser marca Paff. Con la liquidación, Alfredo se fue con ella a Barranquilla, con la intención de radicarse. Quiso entrar primero a su natal Puerto López, a visitar a mamá Beata, y como hacía tantos años que no viajaba por esa carretera, pasaron de largo por la entrada de esa trocha y llegaron hasta Puerto Flores, donde estaba el ferry que pasaba los autos para ir a Fundación, Valledupar, Caracolicito, Riohacha y demás, de modo que debieron devolverse una hora y media de camino. Cuatro días estuvieron en casa de la abuela, en los cuales ella hizo muy pocas cosas diferentes a llorar de alegría por haber vuelto a ver a su muchacho, ya vuelto un hombre.
En Barranquilla se alojaron en casa de la tía Andrea Jiménez y, en breve, Alfredo se ocupó en la construcción. Un domingo, el recién llegado fue a visitar a una hermana de la tía, cuya casa estaba situada al lado de la cafetería Almendra Tropical. Cuando regresó, encontró a Laura enfurecida, con la idea de que él, Alfredo Jiménez Ochoa, había pasado la tarde con la moza. Discutieron. Llegó el lunes y él debió ir a trabajar. Cuando regresó, encontró que ella había empacado sus cosas y se había marchado de regreso a Barrancabermeja.
—Mira, Alfredo, pon cuidado que esa mujer está embarazada. Yo sé por qué te lo digo. Es mejor que te vayas tras ella.
Cuenta que abordó un barco para subir por el Magdalena, ilusionado, pues, su mayor anhelo era «que hubiera un retoño». Llegó al cuarto día, fue de inmediato a buscarla y ella lo recibió contenta.
Él no pensó más en Barranquilla. Más bien, se endeudó y consiguió un terreno y fue construyendo una casa en los días de descanso. Nació Cenit, la mayor de cuatro hijos que tendría con ella.
Un día, una hermana de Laura inquietó a Alfredo con el comentario de que le había sugerido a ella que cosiera ropa ajena en la máquina, pero ella le contestó que no, que ella era blanca y se había casado con un negro para que él le diera todo.
—No es un chisme, Alfredo, escúchelo usted mismo.
Convinieron que al día siguiente, él llegaría más temprano que de costumbre, entraría por la puerta trasera de la casa y, escondido, escucharía lo que decía su esposa. «Y así lo hice. Llegué a la casa y fui directo a ocultarme en un árbol del patio y las mujeres comenzaron a hablar. Esas mismas palabras las escuché de Laura. De modo que, sin decir nada, fui a la pieza y empaqué la ropa en una maleta. Ella escuchó mis ruidos, fue a verme y me preguntó qué hacía. Le contesté que si no recordaba las palabras que había acabado de decir, que por eso me iba. Alquilé una pieza en una residencia y abrí crédito para ella y los hijos en una tienda cercana, para que no les faltara nada. Después de ahí, decepcionado, mi vida no era más que trabajar y tomar trago, ¡sí, tomar trago! ¡todo hay que decirlo!».
No tardó en unirse a Fabiola Hernández, prima hermana de Laura. Esta le diría entonces: «¿Sí ve? Esa es la moza suya, que yo decía».

 

 

Capítulo 5

Cuenta el libro del Génesis, que cuando la mujer de Lot salió de Sodoma, volteó a mirar atrás, en contra de lo que le había ordenado uno de los ángeles de Dios, y quedó convertida en estatua de sal.
En cambio, cuando Alfredo Jiménez salió de Barrancabermeja, obligado por las circunstancias, no pensó dos veces, no dejó que su cabeza se enredara en lazos de indecisión, y llegó a Medellín a establecerse, después de más de quince años de haber aquietado sus plantas en ese puerto sobre el Magdalena.
Ya llevaba algún tiempo militando en el Partido Comunista, por invitación de un Juan Waldrón que viera en la cabecera de su cama la fotografía de Jorge Eliécer Gaitán en lugar de crucifijo, y andaba repartiendo el semanario 
Voz Proletaria. Como parte de su rutina, llegó a un bar donde debía dejar algunos ejemplares, cuando, de repente, un hombre que allí había le pidió que se los enseñara. Alfredo así lo hizo, pero el infatuado personaje le dijo que por qué no se iba para Cuba.
—En Cuba ya hicieron la Revolución —respondió—. Ahora la tenemos que organizar en Colombia.
El otro, ofendido, rompió los periódicos y escupió la cara de su interlocutor. Alfredo se limpió el rostro con un pañuelo y fue a situarse en otro sitio del salón, al lado del secretario del Inspector de Policía, para tratar de evitar problemas. Este dijo a Alfredo:
—¡Eh, hombre! Usté, que no se ha dejado molestar de nadie, ¡aguantarse semejante humillación! ¿No será que el Partido Comunista lo embobó? ¿Se va a quedar con esa?…
—Dejémoslo a ver qué más va a hacer.
El hombre, un gorila inmenso, se puso de pies y fue a buscar al comunista y, sin mediar palabra, tiró de un manotazo los envases de vidrio que había sobre la mesa. Se fueron a golpes. El intolerante tomó una silla y, tal vez creyendo que desde su altura aplastaría a Jiménez, fue a envestirlo con fuerza. Pero no contaba con que este, aunque de apariencia enclenque, estaba protegido por una fuerza misteriosa, indescriptible, que él mismo no puede explicar. ¿Será su abuelo muerto quien lo protege, en gratitud por haberle llevado el ataúd, cuando Alfredo era todavía Chiquito? ¿Será esa sabiduría sobre las cosas de la Naturaleza, aprendida de ancianos de otros tiempos, con la que consigue vencer? Lo cierto es que Jiménez alcanzó a agarrar otra silla e impulsado por una fuerza descomunal atinó a dar su golpe primero que su adversario. Resultado, lo derribó con la frente rota.
Pero el gigante no se dio por vencido. Se levantó y volvió a enfrentar al comunista y logró echársele encima. Inmovilizado, Alfredo parecía vencido. Pero de pronto, le bastó con abrir su boca y con sus dientes calcificados de comer tanto pescado, mordió la tetilla del tipo aquel, quien de inmediato comenzó a gritar para que le quitaran —cosa paradójica— a aquel hombre que tenía debajo.
De pronto, se oyó un disparo. Era el dueño del bar, amigo del Partido, quien hizo un disparo al aire para que las cosas volvieran al orden. Alfredo soltó su presa y, luego de que el tipo se incorporara, se fue a casa.
No bien habían pasado unos minutos, llegó la policía. Alfredo abrió la puerta, no sin antes agarrar una peinilla marca Angelito de 18 pulgadas.
—¡Entren por mí, si son tan guapos! —gritó desde el interior de la vivienda.
No entraron. Y pasaron tres días en los cuales las autoridades buscaban al comunista por todas partes para retenerlo y en los que este se ocultaba de ellas por aquí y por allá, como si jugaran al gato y al ratón, al cabo de los cuales, cansado, este, el ratón, se presentó ante el Inspector, quien, tras escuchar su relato, le ordenó que se fuera a casa.
Pero las cosas no terminaron ahí. El afectado formuló una demanda en su contra y Alfredo fue obligado a pagar una indemnización. Pagó una primera cuota y decidió entonces trasladarse con su Fabiola y los hijos para Medellín. Abordaron el tren de las seis de la mañana, que reptó durante unas trece horas.
En el vientre de ese gusano de lata hubo de pensar en lo vivido a orillas del Río. En Barrancabermeja había llegado a ser importante: se bautizó a los diecisiete años, dejando atrás su nombre de infancia: Chiquito; se casó; tuvo hijos; encontró hombres misteriosos que le enseñaron secretos de la Naturaleza, e ingresó al Partido Comunista. En éste fue respetado, lideró movimientos de protesta, manifestaciones en la fecha de su cumpleaños que coincidía con la Fiesta del Trabajo, organizó homenajes y recibimientos a prohombres del Partido. Pasó por su mente la vez aquella en que con Laura, su primera mujer, fue unos días a Barranquilla y se puso a órdenes de su madre, Francia Ochoa, que lo había dejado desde que él era un bebé. Ella le dijo que no tenía más hijos que el que en ese momento vivía a su lado, a lo que él le respondió: “Madre, yo no tengo la culpa de lo que mi padre le haya hecho” y se despidió de ella para siempre. Recordó los trabajos de construcción en el sector de El Centro, donde vivían los de la petrolera.
En fin, había dejado atrás un pedazo grande de su alma y, sin embargo, no miró atrás ni dijo nada. Y en lo sucesivo de su vida, jamás habría de arrepentirse del éxodo.

Temple
Corría el año de 1961 cuando llegaron a la ciudad. Los recibió una pariente de Fabiola, en su casa de La Milagrosa, y allí estuvieron unos días mientras se trasladaron a una vivienda cercana que tomaron en alquiler.
¿A qué estará apegado este hombre del puesto 17 de Junín? Al orden, al bien común. Pero no a lugares ni personas. En breve se adaptó a la urbe. Y su espíritu cívico lo llevó, cual Quijote, a meterse en entuertos con tal de preservar la tranquilidad en el sector que habitaba, y su espíritu altivo, a hacerse respetar de cualquier badulaque.
Fue así como, tomándose unos tragos con hombres de su barrio, El Salvador, alguien percibió, por su acento, que era costeño y preguntó que si los varones del litoral convivían con burras, no con mujeres, a lo cual el recién llegado contestó que a veces, los muchachos, por travesura, tenían esas relaciones con esos animales, pero nada más, del mismo modo que los chicos son traviesos en todas partes. Uno de sus contertulios, no conforme con la respuesta, injurió a Alfredo, lo ofendió con obscenidades y este, en sus tragos, le propinó un puñetazo que fue a dar con el otro por el suelo. Los demás sacaron cuchillos para respaldar al impertinente y, uno de ellos, lanzó al comunista un navajazo que le atravesó el hígado. La sangre corría a borbotones. Dejando un hilo rojo por aceras y calles, Jiménez acudió a un amigo para que lo llevara a una clínica.
Despertó a los tres días, cuando ya le habían practicado una intervención quirúrgica. Según los médicos, se recuperaría. Le dieron de alta y Alfredo, el indomable, aprovechó para volver a su trabajo de constructor. Había prometido a una mujer que vaciaría una losa en su casa y la tenía perjudicada con la espera.

Fabiola y el PC
Fabiola, su mujer, nunca había vivido contenta con la militancia de Alfredo en el Partido Comunista. Y fue en Medellín que vino a expresar su incomodidad por las reuniones en la sede de Maturín entre El Palo y la Avenida Oriental, y las tareas que debía cumplir su esposo para la Organización, que cumplía con obediencia y sin escatimar tiempo ni recursos. Seguramente se sintió segunda en importancia para ese hombre, desplazada en afectos y atenciones. Una vez tuvieron una discusión fuerte en plena calle y lo hizo detener por la policía. Él pagó cinco días de cárcel en La Ladera. Cuando salió, en el Partido se enteraron de lo sucedido y procedieron a nombrar una comisión para que conversara con ella. El propósito: enterarse, por su propia boca, cómo era el comportamiento de ese miembro del Organismo, que debía siempre ser ejemplar, coherente con sus ideas. Y encontraron que él le daba gusto en lo que podía y la trataba amablemente, pero en lo único que no transigía era que ella le atacara el Partido.
Siguió atendiendo sus funciones en este. Debido a su radicalismo, Alfredo solía ser nombrado portero en los festivales que programaban con el objeto de recaudar fondos para el sostenimiento de la sede y la impresión de la propaganda. “Vengo de Bogotá —le decían, por ejemplo— y no tengo con qué pagar”. “Si ahora viniera mi mamá —respondía el hombre— y no tuviera con qué pagar… yo firmaría el vale”.
En cuanto a Fabiola, digamos que las directivas del Partido le ordenaron a Alfredo que escogiera entre este y ella, y él optó por el Partido.

La gringa
Cumpliendo su tarea dominical de vender el semanario en el Parque de Bolívar, Alfredo conoció a Susam Fryban, una norteamericana de ideas izquierdosas, que sabía hablar en siete idiomas y que acudía puntual a buscar la publicación. Hablaban. Ella le decía que él era una buena persona para el pueblo por estar llevándole ideas liberadoras. Se fueron encariñando y cuando menos pensaron estaban saliendo, pasando días de campo juntos en arroyos de La Ceja o Rionegro, o metiéndose en una sala de cine. Se fueron a vivir juntos y a un hijo que tuvieron, ella propuso que lo llamaran Jorge Eliécer, como ese gran hombre al que admiraban. Compartían las labores del hogar. Él le enseñó a cocinar y los domingos, mientras la gringa tomaba la escoba, él agarraba la trapera.
A los dos años, ella propuso que fueran a vivir a Estados Unidos. Con una buena recomendación en su arte de obra blanca de albañilería expedida por un señor influyente, Alfredo tramitó la visa, pero por más que el padre y el hermano de ella, jubilado y aviador de la Fuerza Aérea del país del norte, respectivamente, intercedieran para que en la Embajada expidieran el documento, no fue posible. El nombre de Alfredo Jiménez Ochoa estaba registrado como miembro del Partido Comunista Colombiano.
La gringa se fue con el niño, de todos modos, con la promesa de que volvería. Se escribieron diez largos años, hasta que Alfredo no aguantó más y le dijo en una carta, en su cotidiano tono estricto: “Decida, pues: ¿se queda o se vuelve como acordamos?” Desde entonces no hubo más cartas. Nunca más supo de ella ni de Jorge Eliécer.
Entre tanto, Fabiola apareció en la sede del Partido con el cuento de que quería ingresar y hasta compró libros de Marx, Engels, Lenin y demás, para estudiar, pero con el tiempo se dieron cuenta de que lo que hacía era acercarse a Alfredo, pues, nada sabía de comunismo y los libros permanecían arrumados y empolvados en un rincón de la casa. Poco tiempo después, ella murió.

 

Capítulo 6

En la época en que estuve con la gringa, en el Partido Comunista me nombraron para una tarea: dirigir la construcción de la casa de uno de sus fundadores, un hombre de apellido Bolívar. El Partido me pondría los materiales y yo la dirección y la obra de mano.
Era en el Barrio Popular, donde ya llevábamos adelante esa invasión. Una invasión es una cosa difícil, porque nosotros luchábamos la tierra y luego la preparábamos para la construcción, levantábamos los ranchos y si a las autoridades les daba por llegar y tumbarlos, debíamos aguantarnos y volver a empezar.
El terreno del señor Bolívar estaba situado a una cuadra del lugar hasta el cual no podía entrar la volqueta de los materiales, de modo que había que arrimarlos al hombro. Ningún otro miembro de la Organización podía ayudarme porque, según argumentaban, no les quedaba tiempo.
Pero sucedió que Jiménez, o sea, quien le habla, llegó una tarde a la sede del Partido y encontró a varios de ellos… ¡jugando ajedrez! Fue tanto el enojo que les botó las fichas por el suelo y volteó los tableros de juego. El compañero Jiménez no supo de sí.
Despertó a los tres días, en el Hospital Mental. Creían que el problema era de la cabeza, pero no, el problema nunca ha sido de la cabeza, sino de fiebres y dolor de estómago. Bueno, pues, un enfermero, para intentar controlarlo, le apretó con fuerza la garganta y hasta le dañó la voz. Como habíamos dicho, no creo que sea necesario repetirlo, el compañero Jiménez tenía una voz bonita y a la gente le gustaba oírlo cantar música alegre de la costa, pero hasta ahí llegó. Apenas por estos días es que ha notado que ha venido como a mejorarle un poquito. Estuvo quince días allá, recluido. Salió. Entre tanto, el Partido había nombrado una comisión que se encargara de hablar con la americana para convencerla de que se fuera y lo dejara. Fue por eso que ella decidió irse y se fue. Ella les dijo que lo quería. Claro que esa noticia la supo mucho tiempo después, al año de que la embarcara en un avión para verla irse. El compañero Jiménez aceptó la situación. Siempre acostumbra recibir las cosas como vienen, lo malo con lo bueno, ponerles más cabeza que corazón y seguir andando.

Recluso
Por ejemplo, varias veces han tomado preso al compañero Jiménez, y siempre ha tomado las cosas con la misma tranquilidad con la que hoy aquí estamos conversando.
Una vez, en Barrio Antioquia, en compañía de unos cuatro compañeros comunistas, por estar pintando consignas en las paredes. En ese tiempo era con brocha, no con aerosol. A ellos los ultrajaron pero al que le habla no lo trataron mal. A pesar de que tenía en el pecho un botón con la cara de Lenin. Antes le decían que le lucía. A los tres días estuvieron libres y los comentarios de los otros se referían a eso del trato y se extrañaban de que hubiera sido tan distinto.
Otra vez fue en 1975, en el mandato de Alfonso López, cuando llevaron otra vez a Jiménez a la cárcel, esta vez por un año y no por motivos políticos. Lo sindicaban de haber matado a uno estando borracho, a media noche, en el bar Alhambra, que nunca conoció, porque cuando quería tomarse los tragos, el compañero Jiménez siempre se quedaba en el Córdoba, un bar que quedaba cerca al Perro Negro, en ese mismo sector de Cisneros. La que lo acusaba era una señora que trataba de salvar a su marido de la cárcel, ya que él era el verdadero asesino. Y las autoridades fueron descubriendo el caso por las contradicciones de ella con relación a la ropa que Jiménez llevaba puesta. En la primera declaración dijo que vestía una camisa blanca y un pantalón azul. En la segunda, la cambió. Además, una vez que llegó el citador a Bellavista, dijo que la dirección de residencia que había dado Jiménez no existía en Medellín. Con su poca forma de escribir, el detenido le escribió una carta al Juez, en la que le dijo que si esa dirección no existía, cómo era que llegaban las cartas de la mujer gringa, la madre de su hijo. Amigos de tragos le ofrecían a este comunista matar a la mujer esa por la cual había pagado un año de cárcel injustamente, pero él les decía que no, que la dejaran en paz. Y la Naturaleza sola sabe cómo hace sus cosas, cómo premia y cómo castiga. Cómo le parece que el mismo señor que ella protegió la mató después.
Otra vez, ya como en el ochenta, fue que metieron preso al compañero Jiménez porque lideró un mitin en la Gobernación, para protestar por la persecución de las autoridades contra un muchacho de la Universidad, a quien querían matar. Jiménez elaboró el material solicitando respondieran por su vida. Cuando respondieron, se levantó la protesta. Siempre se lo llevaron para el calabozo, pero a los tres días ya estaba otra vez en el puesto de prensa.
Después fue que vinieron tres hombres del F-2 al puesto de prensa. Era como un sábado a las siete de la noche. Se llevaron al compañero Jiménez, quien le habla, y lo montaron en un carro y lo pusieron a dar vueltas por Belén.
Preguntaban que cómo se llamaban los compañeros del mitin y dónde quedaban sus casas. Jiménez decía que él no sabía. Entonces, que cómo hacía para llamarlos. Ah, pues, les decimos compañeros o compañeras.
Jiménez llevaba con él unas boletas de rifas y dieciocho ejemplares de Voz. En cuanto a eso, preguntaron: para quién es la plata de la rifa, ¿para la guerrilla? No, es para pagar los quehaceres de los que trabajan en la sede del Partido. Sus sueldos. Y para pagar arriendo, luz, agua… y para los boletines de propaganda y para denunciar las anomalías que cometen el gobierno y los patrones contra los trabajadores… En fin, ya pasadas unas horas de andar en ese carro, embarcaron a una señora, que también hizo esas preguntas. Dije que el Partido Comunista luchaba por la clase media productiva. Incluso defendía el salario de trabajadores del Estado como ellos. Ella dijo: “Si es así, nosotros también deberíamos hacer parte del Partido Comunista”. El compañero Jiménez dijo entonces: “Quien está en contra del Partido Comunista está en contra de sus propios derechos”.
Lo largaron el lunes. Fue que mandaron a una comandante del F-2 para que hiciera otra vez las mismas preguntas y después dijo: “No veo motivo para la detención. Entréguenle las cosas, las boletas, los periódicos, el bolso, el carné del Partido; todo. Y que se vaya”. Y salí.
No fueron las únicas veces en que este compañero estuvo detenido. En total, fueron nueve. Otra vez lo metieron a la cárcel cinco días inconmutables, por estar poniendo consignas en contra de la elección de Lleras Restrepo. Ah, esta vez fue antes que la anterior. Los recuerda porque se mantuvo con el desayuno que recibió el primer día. Después, nada más. Con decir que la última noche ya no podía dormir. Estaba débil y desesperado. Cuando soltaron al compañero, caminó como pudo, borracho, casi sin ver, desde la Estación hasta Zea con Cúcuta, donde Fedeta tenía la sede. Fueron recuperándolo con calditos y alimentico suave, para volver a coger aliento. Fue tan difícil, que el Partido trató de prohibir que participara más en manifestaciones.

Solo
En cuanto a delincuencia, ya esto está muy saneado. Recuerdo que el que le habla vivía en Maturín con Niquitao, por la Pajarera, cerca del Asilo, hace como diecinueve años. Había una familia Corrales que era el azote del vecindario; unos matones. Eran unos hombres, el Ñato le decían a uno de ellos, que vivían con la mamá, una vieja alcahueta y una hermana prostituta o trabajadora sexual. Cobraban peaje por pasar por su casa, fuera de día o de noche. Yo pensaba que un día que tocaran con este compañero, ¡sabrían! Recuerdo que un señor que se salió del DAS fue a vivir a ese mismo callejón. Este hombre le dijo al Ñato que entrara en la habitación de Alfredo y le robara las cosas.
Lo hizo.
Por consideración a la madre del Ñato, no hice más que hacerles firmar un documento en el que se comprometieran a pagarlas. Pasaron días, meses, y nada que pagaban.
Una madrugada, el exagente del DAS subió a una losa encima de un restaurante y se escondió a esperar que Jiménez pasara para matarlo.
No sé qué pasó, pero lo cierto es que la dueña del restaurante dijo después que el hombre había bajado corriendo, asustado, y le contó que cuando fue a matarlo, lo vio rodeado de una cantidad de gente, que no se atrevió a hacer nada y que no pudo soportar un frío y hasta tenía que irse a acostar. Sabiendo que siempre camino solo. No me gusta andar acompañado. Incluso cuando camino por el centro, me siento más tranquilo andando solo.
Bueno, como a los días, uno de los Corrales se emborrachó y fue a atropellar la puerta de mi habitación. No le dije nada, pero al otro día, domingo, le reclamé. Él respondió: “¡apenas para darle machete todo el que se trague!”. Le dije: “¡traiga el machete!” Como yo era constructor, tenía un codal de abarco. Salí con él a la calle y también llegó el hombre. Tiró el viaje y pronto le tumbé el machete. “¡Recójalo! Que no me gusta atacar al desarmado”. Salió corriendo para la casa, llamó a todo el mundo y de ella salieron su mamá, su abuela y otros tres, cada uno armado de barbera o cuchillo. Rápidamente me percaté de una tienda que había al frente, y la dueña, al ver el problema, me tiró un machete, pero yo, por cuidarme del hombre del machete, no vi al del cuchillo y a última hora le metí el brazo. Me lo encalambró y quedé sin codal. Aquí tengo la marca. Entré en una carpintería. El dueño trató de impedírmelo, pero yo lo empujé contra el muro. Cogí un palito y volví a la puerta, al encuentro de los perseguidores. Le arrojé el palito a los ojos a uno de ellos y brinqué afuera. Ellos corrieron y se encerraron en su casa. Al poco rato llegaron policías en dos motocicletas y una patrulla. El comandante se acercó a mí, que estaba acompañado de Rosita, la dueña de la tienda, quien los había llamado. “Dónde está la gente que lo atacó”, preguntó. “Ahí, encerrada, comandante”. “Y usté, ¡con ese palito! ¡A nosotros nos da miedo y usté con ese palito! Vámonos. No tenemos orden de arresto contra ellos. Y usté, váyase para la clínica a que lo curen”. Entré en mi vivienda, estanqué la sangre y comenzaron a surgir runrunes de que me harían ir de allí.
Y otra vez la Naturaleza: a los días, aparecieron dos de ellos muertos en la acera. Después, al otro, como a tantos les debía, le dijeron “¡abra la boca!” y le metieron un balazo, pero nada le pasó. Ese vino a morir a los días, cuando unos ricos le hicieron meter dieciocho tiros en el Cementerio San Lorenzo porque había violado a una niña. “Se embarcaron en el carro que no era”, se oía decir.
Seguían los runrunes de que a ese Alfredo Jiménez lo iban a hacer ir de allí. Por mi parte, yo seguía pasando sin pagar peaje a la hora que fuera. Fui a los juzgados de La Alpujarra por una orden de captura para los que quedaban. En esos días comencé a pintar la chaza de verde y blanco y cuando regresaba de la ferretería, encontré a uno de ellos que montaba en bicicleta. “¡Párese, que lo voy a entregar a las autoridades ya mismo!”, le grité. En esas llegó un agente motorizado. Lo tiró como un bulto en el carro y se fue. Di la vuelta y llegué primero a la Estación. El comandante me dijo: “bien, venga el lunes para que conversemos”. “No tengo nada que conversar con usté. Ya se los entregué, ya ustedes verán qué hacen con él”. Hay que decir que Jiménez, quien le habla, nunca volvió a toparse con ese tipo. Y se compuso Niquitao.

 

 

 

Capítulo 7

I

—¡Jiménez es comunista, pero muy buena persona! —fue la recomendación que dio de Alfredo un coronel retirado de la Policía, José Bohórquez, que vive en uno de los edificios de Junín, cerca de la esquina de Pichincha, a los demás habitantes de la cuadra. Estaba enterado de cómo el compañero, desde la hora misma en que llegó a Junín a establecerse con sus ventas, en 1986, hacía lo que estuviera a su alcance para mantener la cuadra libre de malechores.
Y la recomendación no se quedó en palabras. Hace años que Alfredo maneja las llaves de las puertas del edificio donde vive el ex policía, y debe abrirlas temprano para que los inquilinos puedan salir a trabajar o estudiar. Y en ocasiones, le han encomendado cuidar esos apartamentos cuando los dueños se van de vacaciones.
Pero, en detalle, ¿qué motivaba esa recomendación, esa confianza, al excoronel Bohórquez?
Hay que decir que ambas se han ido generando paso a paso, con las hazañas del vendedor de periódicos, que han tenido, por cierto, hasta el respaldo de los policías del Centro de Atención Inmediata, CAI, como el que funcionaba en la Plazuela Uribe Uribe. Veamos.

Pandilla
“Sabemos que usted es un negro verraco —le dijo un día el comandante de ese CAI—. Ayúdenos a acabar con una cuadrilla de ladrones que opera en Maturín”. Y Alfredo, ni corto ni perezoso. Tan amigo del orden que ha sido. Días después vio que los bandidos le robaron del cuello una cadena  a un hombre y salieron huyendo. Sin pensar, Alfredo corrió tras ellos y, a su vez, tras él, los policías. Le dieron alcance al pillo. “¡Ese es el ladrón!”, gritó el comunista y lo mataron.
Y era común que Jiménez hiciera respetar la cuadra. A unos bandidos los entregaba al CAI, a otros, por lo menos, conseguía ahuyentarlos.
Han sido 19 años muy intensos en Junín, en esa cuadra entre Pichincha y Maturín. Otra vez, un sábado, fue que otros ladrones robaron, casi frente a él, el reloj a una chica que se apeó de un bus. Y como de costumbre, Alfredo lo persiguió y enfrentó, y luego lo entregó a los policías de la esquina. La joven no formuló denuncia y al tipo lo dejaron libre en breve. Al lunes siguiente, uno de los bandidos se arrimó subrepticiamente y le clavó un puñal por la espalda a nuestro héroe. Él, herido como estaba, tomó el pedazo de riel con el que pisaba la prensa para defenderla del viento, y fue tras el sujeto a darle su merecido. Un celador callejero se atravesó en el camino del otro ladrón, de modo que tomaron a ambos. Llegaron con ellos al CAI y el comandante de éste hizo que Jiménez abordara un auto para que lo llevaran a la clínica. La sangre estancó en minutos. “Déjenme ir ya, que no siento nada”. No lo podemos dejar ir —le respondieron médicos y enfermeras—. Necesitamos que orine a ver”. Alfredo accedió, pero su orina era amarilla, como si nada. “¿Usted qué almorzó, señor?”, le preguntaron. “Un mango”. Le cosieron la herida y salió. Al día siguiente, fue a la Inspección a preguntar por el tipo, pero ¡vea qué sorpresa!: ya lo habían soltado.
Pocos días pasaron hasta que el hermano del cuchillero ese llegó al puesto de venta de periódicos a decirle que por culpa suya, lo buscaban para matarlo. “¡Culpa mía! —recuerda Alfredo que exclamó—. No soy yo. ¡Son las autoridades competentes las que tienen que controlar los actos de los bandidos!”. El otro se acaloró y empuñó su cuchillo contra el comunista, pero con tan mal tino, que este alcanzó a tomarle el brazo con su mano, írsele encima, inmovilizarlo, derribarlo, quitarle el arma, levantarlo y… entregarlo al CAI. Sin embargo, aquí no termina esta hazaña: a los días, “me llamaron a declarar ante el Juez. La señora madre del delincuente pagaba un abogado. Querían que yo les pagara una indemnización. Pero la justicia fue justa entonces. Después de unas semanas el Juez falló. Le dijo a la otra parte: “No vuelvan por el puesto del Alfredo Jiménez, más bien”. Y Caso cerrado.

En carne propia
De modo, pues, que la confianza del excoronel estaba fundada en estos actos. Y detrás de la confianza, se fue tejiendo entre ellos la amistad.
«Ha sido el excoronel quien más se ha preocupado por mí cuando en esos incidentes me han herido con armas de fuego. En el último, mandó a una persona a la clínica para que me preguntara qué necesitaba», reconoce Jiménez.
Hasta una vez fue que el exoficial comprobó su lealtad y solidaridad en carne propia. Una vez, este fue víctima del robo de una camioneta costosa y nueva. Había formulado la denuncia, por supuesto, pero, a pesar de que habían pasado quince días, nada se sabía del auto. Y vean cómo son las cosas: mientras conversaba con el expolicía, parados uno frente al otro al pie de la chaza de periódicos, Alfredo Jiménez vio pasar el dichoso automotor por pleno Junín y detenerse, en medio de una fila de autos, por orden de la luz roja del semáforo que controla el cruce de Pichincha. El excoronel Bohórquez se disponía a dejar a su amigo para dirigir escasos veinte pasos hasta un negocio de pollo asado, por entonces de su propiedad. Alfredo lo tomó del brazo y exclamó: “¡Ayúdeme!”. Y salió corriendo hasta el auto, llegó a la ventanilla del conductor y lo agarró del brazo que descansaba en ella. José llegó por el otro lado. Fue entonces cuando Alfredo se percató de que adentro viajaban tres chicas y dos hombres, porque ellas comenzaron a lanzar alaridos: “¡Suéltelo, señor, suéltelo!” Llegaron algunos agentes de policía y el excoronel Bohórquez se apresuró a identificarse y explicar la situación. Los detuvieron y medio día después, cuando la tarde dejaba de ser, regresó el excoronel conduciendo su coche.
José Bohórquez le agradeció la acción. Alfredo le dijo: “yo a usted le tengo aprecio por el buen trato que, como patrón, les da a sus trabajadores. Y sepa que si yo tengo que dar la vida por usted, ¡la doy! Le agradezco a nombre de la clase obrera y el Partido Comunista lo que ha hecho. Y lo que ha hecho por mí. ¡Lo que no hizo mi padre…!”.

II
Por su parte, el excoronel José Bohórquez cree que Alfredo Jiménez, el comunista, el defensor de los trabajadores, el afanado por mantener el orden y la seguridad para los peatones de Junín, entre Pichincha y Maturín, en “el fondo es de derecha como yo”.
Arrellanado en un mullido sillón de la sala de su apartamento encaramado en el tercer piso de un edificio gris, cuya entrada está situada casi al frente del puesto de prensa marcado con el número 17, ignorando a fuerza de costumbre una algarabía de babel que llega desde la calle formada por los pregones desacompasados de venteros ambulantes de abalorios, el coronel José Bohórquez sustenta esa opinión con el argumento de que esas mismas características mencionadas del compañero Jiménez, son el reflejo de que este tiene un concepto igual al suyo de orden, seguridad y temple, acompañado por un sentido inexorable de justicia, que, por supuesto, también tiene que ser el mismo. Así lo explica y pasa sus palabras con jugo de naranja.
«Conozco a Alfredo desde hace tiempos. Y creo que es una persona llena de principios».
Y contó que él llegó de Cali. Y que durante su vida activa al servicio de la policía —y a pesar de esto— tuvo una forma de controlar las marchas de protesta de los estudiantes de una manera concertada. Alimentando el sentimiento de paz entre los manifestantes, caminaba en medio de ellos, desarmado, por las calles y los inconformes terminaban por quererlo.
No se sabe si él conocería ejemplos o sabría detalles, pero sabía de la paz con que ha controlado Alfredo las manifestaciones sindicales que ha dirigido. No se sabe si él conoce, por ejemplo, la historia de una protesta de la que nuestro comunista fue nombrado responsable. Sucedió que marchaban por la Avenida Oriental, doblaron por La Playa y al llegar a la esquina de Junín, frente al Edificio Coltejer, unos agentes de policía que los seguían, intentaron arremeter contra los manifestantes y éstos, también contra ellos. Cuando el compañero Jiménez se dio cuenta de esto, fue a buscar al Comandante para decirle: “¡No intervenga! ¡Déjeme a mí arreglar esto!”. El oficial le respondió: “Negro, si usted es capaz, ¡hágalo!”.
Alzó la mano derecha y con voz potente, les dijo: “¡Compañeros! No quiero problemas con los señores agentes. Estos no son los culpables. ¡Demostremos que somos capaces de realizar nuestras denuncias con cultura!”. Siguieron en calma hasta que frente a un teatro que había en la avenida Primero de Mayo, uno de los policías arremetió contra Jiménez, pero este, fácilmente, se lo impidió. Cuando llegaron a la Avenida de Greiff, el comunista gritó: “¡Hasta aquí llegamos, compañeros!”. Y se disolvió la marcha. Era que él se había enterado de que algunos oportunistas que decían ser valientes, pero que en realidad tiraban la piedra y escondían la mano, como suele decirse, se habían colado en el desfile.
(Sépanlo: el comandante que dirigió a aquellos agentes fue el mismo que, andando los tiempos y al mando del CAI de la Plazuela Uribe Uribe, habría de solicitar a Jiménez que le ayudara a acabar con una pandilla de asaltantes.)
Pero a juzgar por la forma como el excoronel Bohórquez conoce al compañero Jiménez, y lo aprecia, nada raro que sí sepa todo esto.

 

 

 

Capítulo 8

No digamos que la misteriosa aparición del anciano en una de las calles de Medellín, en la que dijo a Alfredo Jiménez cosas reveladoras, haya partido en dos la historia de este comunista. No. Porque, como puede haberse observado a lo largo de la lectura de su intensa vida, esta ha estado siempre tan cargada de hechos fundamentales; hechos de los que en cualquier historia uno termina por calificar con esa trillada expresión.
¿Cómo olvidar que, a los quince años de edad, Jiménez huyó del lado de su padre en Pailitas, ascendió por el río Magdalena, para establecerse en Barrancabermeja? ¿Que decidió bautizarse como Alfredo…, Alfredo Jiménez Ochoa, cuando era casi un hombre, ya radicado en el puerto petrolero, para acabar de una vez por todas con ese remoquete que hacía de nombre, Chiquito? También habría de decirse que el traslado a Medellín había partido en dos la vida de Alfredo. Y qué decir de la aparición de las Ánimas del Purgatorio, invocadas por un viejo agricultor amigo suyo en tiempos remotos…

Revelación
Como si hubiera sido hace cosa de un mes, Alfredo Jiménez recuerda la escena del anciano. Fue hace unos quince años. El día y la fecha sí han logrado difuminarse, ¡cosa extraña!, en el libro de recuerdos de este Funes Memorioso, aunque está convencido de que era algo así como noviembre o diciembre. “Solo sé que eran como las cinco de la tarde. Iba a entregar unos ejemplares de Voz a una cafetería de Palacé, cerca del templo de La Candelaria, situada al frente de otra muy famosa de nombre La Sorpresa”, cuenta, suspendiendo su relato para atender al proveedor de El Heraldo, que casi sin mediar palabras y sin apearse de su Lambretta, entrega varios periódicos del día y recibe los que han quedado de los anteriores.
Era un anciano de aspecto humilde, tez morena, más bien rollizo y de baja estatura, se detuvo para preguntarle en tono decente: “¿Usté en qué fecha nació?”.
«Se me vino a la mente, no sé por qué, que ese viejecito tenía respuestas que yo había buscado siempre. De modo que, sin esperar insistencia, le contesté: “Primero de mayo de 1930″. “¡Apure que tenemos que hablar!”. Salí detrás de él y nos metimos en el primer bar que vimos, él pidió café y yo un vaso de agua».
El viejecito no se presentó. Habló de una vez: “¿No es cierto que usté tuvo una decepción muy grande, en un diciembre, cuando era niño?”. “Sí”, le confirmó Alfredo. Se trataba de la última paliza que recibiera de su padre, en 1944, cuando tenía catorce años, a decir verdad, sin motivo, puesto que lo único que hacía el pobre muchacho era trabajar en la roza que les daba la comida y en el monte, en la explotación de maderas que su papá tenía en Pailitas, y administrar el negocio, atender trabajadores y guardarle cuentas y dinero al viejo, mientras este andaba de juerga en Barranquilla dos o tres meses. Como era un muchacho orgulloso, ni en esa paliza ni en ninguna otra le dio el placer de verlo verter una lágrima. Pero las marcas iban quedando en su alma, al punto que todavía en esos tiempos del misterioso encuentro con el anciano, lo hacían llorar en soledad, especialmente cuando llegaba el último mes del año.
“¿Y sufrió otra decepción en diciembre de 1959?”. También. El desconocido se refería a la triste escena en que Alfredo, hecho un hombre y por entonces al lado de su primera mujer, Laura, fue a Barranquilla a saludar a su madre, Francia Ochoa, quien lo había abandonado cuando él era apenas un bebé. Quería ponerse a sus órdenes. Ella le contestó que no, que ella no tenía más hijos que el que en ese momento vivía a su lado y Alfredo no tuvo más que hacer que alejarse de ella para siempre.
“Usté no tiene nada que ver con esas culpas —señaló el anciano, entre sorbos lentos de café negro—. La culpa es de ellos. Haga de cuenta que esas personas no existen. A usté le dicen loco y hasta lo han llevado al Hospital Mental. Pues no, lo que pasa es que usté nació enfermo del hígado y sus padres nunca lo hicieron ver de un médico y mucho menos lo sometieron a un tratamiento. Lo que va a hacer es tomarse un purgante cada año, de por vida. Yo sé que usté toma limón y le aprovecha; pero le afecta el corazón”. Para su asombro, todo era cierto. Además, había días en que, en ayunas, Alfredo lavaba sus dientes y tomaba tres tragos de esa juagadura y también con ese remedio sentía mejoría, su estómago no se aflojaba y la fiebre le bajaba. Dos veces complicó y, en vista de que afectaba su comportamiento, ofuscándolo, enardeciéndolo, lo llevaron al Mental y por más que se esforzaba por explicarle a los médicos que lo suyo no era de la mente, sino que le dolía el estómago, no le hacían caso y hasta lo sometieron a choques eléctricos. Fue entonces cuando, desesperado, escribió una carta a un primo suyo, Epifanio Padilla, que vivía en San Luis, en una boca del río Cesar, para averiguar si de pronto él sabía qué diablos le sucedía, qué enfermedad congénita tal vez podría estar padeciendo. Pero fue en vano. La carta no llegó al pariente, pues, Alfredo la envió por el correo de Avianca y este se la devolvió a los días explicándole que la debía mandar por correo nacional. Esperó más bien. Y de pronto, se encontró con el anciano aquél que ahora tenía enfrente. Esa, la de su enfermedad, era la principal respuesta que sintió encontrar cuando el viejo irrumpió en su vida preguntándole sin más ni más la fecha de su nacimiento.
Continuó el viejo: “Usté lo que sufre es una enfermedad que se llama 
rebeldía sentimentalista. Si alguien le hace un motivo, usté lo golpea y cuando usté le pega, usté sufre; si no le pega, también sufre. Vea lo que usté tiene que hacer: cuando lo hagan enfadar, déle un golpe a otra cosa; no a la persona. Pero golpee algo, porque si no, usté se enferma, se le va acumulando esa energía. ¿Qué usté es loco? No, usté nació fuerte y con inteligencia, pero cuidado, porque tiene una masa encefálica débil. Deje el trago. No se preocupe por nada. Deje que el mundo se venga encima. Ah, otra cosa: no necesita leer demasiado porque usté saca conclusiones más rápido que los grandes intelectuales. Cuando usté dice algo, así es. Dice, por ejemplo, me va a suceder una cosa y le sucede. Hágame caso. Consiga sal epsom en la farmacia. Ponga un pedazo de panela a desleír en una tasa de agua en la noche, le echa una cucharada de esta sal y, al día siguiente por la mañana, tómesela. Una vez al año. Le dará un poco de diarrea, pero nunca volverá a sufrir con surebeldía sentimentalista”.
Le dijo más. Le dio un número para jugarlo en chance y la fecha en que debe jugarlo.
Desde entonces, Alfredo Jiménez no volvió a sufrir de ningún mal. No volvió a llorar en soledad por las palizas que de niño le propinaba su padre ni por la negación de su madre. Aprendió a ver en los otros a sus parientes, a vivir para servirle a todo el que puede y para hacer de su sector el más seguro.
Y en cuanto al chance: Hace cuatro meses, una agencia le robó el premio, como a algunos otros ganadores, negando la autenticidad del papel de juego y “precisamente, el sábado anterior perdí dos millones de pesos, porque no tuve plata con qué jugar mi numerito”.

 

 

Hace diecinueve años, pocos años antes del encuentro misterioso con el anciano en Palacé aunque coincidencialmente también a eso de las cinco de la tarde, cuando aún vendía frutas en el otro lado de Junín, intentaron matarme. Un tipo me pidió cualquier fruta de treinta centavos. No, solo hay de setenta y ochenta, le dije.
“Este hijueputa no está bueno sino pa pegarle un tiro”, y metió una mano en un bolso.
¡Espere! Cuando, ¡pun!, un disparo al pie del corazón. Yo me estremecí. Al disparar por segunda vez, el revólver no dio fuego y el cobarde trató de huir, pero yo le atravesé un pie y cayó al suelo. El desorden fue total. La gente corría, gritaba, se arremolinaba alrededor, como ocurre en estos caso. Me le fui encima, le quité el arma y le di una patada en el trasero, lo dejé libre y le dije que no volviera más por aquí. Se fue.
Boté mucha sangre. No tenía dolor. La gente me decía que fuera a la clínica y me decían nosotros lo llevamos. Yo les decía, yo no tengo nada, no quiero que me molesten.
De pronto, una persona se apareció con un documento del Partido Comunista en el que me ordenaban ir al médico. La camisa empapada de rojo. Acepté ir al San Vicente de Paúl. Allá me tomaron una radiografía y ¡no había bala ni orificio de salida! El doctor no dejaba de decir que era una cosa muy rara. Regresé al negocio antes de las nueve. A los meses, le vendí el revólver a un finquero.

Fuerzas de flaquezas
Han querido matarme varias veces. Otra vez porque alguien que me preguntó la hora, no escuchó o no quiso escuchar lo que le dije. Eran como las diez de la mañana. Cuando disparó, hice mi cuerpo para un lado, pero dejé el brazo derecho extendido y el balazo me lo atravesó de lado a lado. El revólver no dio más fuego. Me le fui encima, agarré al bandido por la camisa pero me quedé con los pedazos. Corrí tras él hasta el Parque de Berrío, donde logró perderse. Volví al trabajo y procedí a sacar la sangre negra y la pólvora que tenía en el brazo. No encontré la bala en el suelo. Seguí trabajando tranquilo.
Y hace unos tres años apenas, venía caminando despacio, cuando un hombre que iba con su esposa, tropezó conmigo. Le reclamé. Dijo que yo caminaba como un mico y cuando me dio la espalda, vi que salió caminando igual, con las piernas abiertas. Entró con ella al asadero de pollos que por entonces era de mi excoronel Bohórquez.
Cuando uno pisa a alguien, le dije, le da excusas. Me contestó: qué excusas, si usté tiene cara de mico.
Fue a golpearme. La señora le recibió unos libros. Me partió el labio. Siguió tirándome, pero sin alcanzarme. Con sus movimientos me di cuenta de algo que confirmaría después: era un boxeador —además de abogado—. Le saqué el cuerpo. Me metí a un almacén contiguo al restaurante. “¡Sal y pelea como un hombre, marica!”, me gritaba. Salí, lo agarré con el brazo izquierdo por la nuca, le pude dar un puñetazo en la boca del estómago. Él se sintió apretado con esa llave, pero consiguió ponerme la mano en la barbilla y empujar con fuerza. Me iba a desnucar. Casi vencido, hice un último esfuerzo y le agarré un dedo con la boca y lo mordí con todas mis fuerzas… y se lo moché. Lo escupí al lado de una carretilla. Lo solté, él gritaba, fui al lavamanos del restaurante de mi amigo a enjuagarme la boca que me sabía a sangre.

 

 

 

  

Capítulo 9

—Bueno, ya me decidí a contar mi historia.
Fue lo que me dijo, con la solemnidad que es natural en su hablar, Alfredo Jiménez, el comunista, una tarde de septiembre, cuando arrimé a su kiosco de Junín marcado con el número 17, a saludarlo, lo cual ya se había vuelto costumbre, y a comprarle un ejemplar del semanario Voz y un libro. Más que todo literatura de izquierda es lo que vende allí. 
Qué hacer, El Capital; Salario, precio y ganancia; La masacre en las bananeras, son algunos de los libros que se ven colgando del techo, protegidos del polvo y los estragos del tiempo con plástico transparente. Detrás de estos ejemplares que muestran sus carátulas y de ediciones de crucigramas gigantes, hay arrumes de libros de los cuales no se ve más que los lomos.
Veníamos haciéndonos amigos desde varios meses antes, luego de haberlo mirado con curiosidad durante años y años, de haber arrimado mil veces a su puesto de venta a preguntar por algún libro o periódico del país. Me asomaba hacia el interior por esa suerte de ventana por la que él mira hacia fuera, hasta que él tal vez me tomó confianza y se salía de allí abriendo hacia fuera una puertecita inferior y agachándose a fondo para pasar por debajo de la tabla que hace de mostrador y en la que descansan los periódicos de los que no se ve más que sus respectivos cabezotes, y me invitaba  a que entrara a mirar con mis propios ojos los títulos de esos libros arrumados por cientos. 
El minotauro, de José María Vargas Vila;Garabombo el invisible, de Manuel Scorza, algo de poesía y libros clásicos de filosofía –de Kant, Aristóteles, Niestzsche, entre otros, en ediciones populares— descubría entre esos otros títulos e iba extrayendo algunos de estos de los cerros que, por cierto, no parecían decrecer. Ese día le pagué desde adentro y él, desde afuera, me dio el vuelto. Le hice caer en la cuenta de ese cuadro absurdo que estábamos representando: el comprador adentro, el vendedor afuera, y él dibujó los trazos de una muy breve sonrisa.

Taciturno
Las sonrisas de Alfredo son escasas y breves. Él es de carácter grave, taciturno y pensativo. Suele sentarse en una butaca de madera y recostarse en una de las paredes del kiosco y parece no darse cuenta de la multitud de transeúntes que pasa y se revuelve a su lado, ni del bullicio de los vendedores. Con quienquiera que se acerque a él, intercambia alguna frase, o suele guardarle en su kiosco algún paquete, de modo que es sociable y servicial. Es, eso sí, de pocas palabras. Sus silencios profundos, como de sabio, parecen querer expresar que cuando uno no tiene nada importante que decir es mejor callar.
De modo que cuando me dijo que estaba decidido a contar su historia, me alegré. Vino a mi mente esa lejana mañana como de abril en que, movido por un instinto que me avisaba que ese personaje misterioso tenía que ser dueño de una historia intensa, le manifesté mi deseo de narrarla.
“Para qué. No estoy preparado ni interesado”, había dicho entonces, con la sequedad infranqueable que le caracteriza. Y me había resignado, aunque de mala gana. El súbito cambio de opinión se debió, según mencionó, a que en otro tiempo, en el periódico del Partido Comunista la había publicado, pero que en la sede de este no conservaban ya ese ejemplar y que él había perdido el suyo, ya que por confiado aceptó prestárselo a un estudiante universitario, para un ejercicio académico en que él, Alfredo Jiménez Ochoa, había sido él personaje central.
—Entonces decidí que es tiempo de hablar… Es tiempo de hablar de mi problema —resolvió.
Es que Alfredo, cuando se refiere a la historia de su vida, suele referirse a ella con esta expresión: 
mi problema. Será porque desde niño le tocó trabajar tanto; por ese padre que nunca le brindó afecto y esa madre que lo abandonó; o porque después de haber estado acompañado de algunas personas, de ayudarle a tanta gente, esté ahora tan solo. O por todas esas cosas.
Cuando llegaba muy de mañana a conversar con él, es decir, a escuchar su historia, siempre lo encontraba ocupado en algo: lavando con agua y jabón el recipiente de basura que pende del poste más cercano a su kiosco. 
Tal vez me habrán visto haciéndolo a través de esas cámaras de vigilancia que están instaladas en la esquina, porque de un momento a otro comenzaron a hacer lo mismo obreros del municipio; lavan las basureras, menos esta, de la que me encargo yo. O pintando el kiosco. Para esos menesteres suele coronar su cabeza con un casco plateado que él llama el sombrero.

“Yo no sé qué va a pasar”
Antes de comenzar alguna de esas sesiones, la última, subió a su hombro un cerro de periódicos viejos atados con una cuerda, pues, debía llevarlos a vender en una peletería de Palacé con Maturín.
—Voy con usted —le dije.
No respondió. Un amigo suyo, Gustavo —que tiene su historia bien guardada también, poblada de un pasado próspero y un presente descarriado—, quedó al cuidado de las ventas. Caminé al lado del comunista, buscando quedar más cerca del hombro desocupado, para verle la cara. Me ofrecía a llevar la carga, pero él se opuso, con los argumentos de que estaba acostumbrado y que realmente pesaba muy poco. Entre autobuses rugientes que llegaban a sus cuadraderos como barcos a sus puertos, peatones que caminaban a pasitrote en todas las direcciones, carretilleros que salían halando sus vehículos de los depósitos en los que los habían dejado guardados toda la noche, hombres y mujeres que abrían sus negocios y otros más que los aseaban echando chorros de agua con manguera y empujando con escoba charcos de jabón, fue contándome que todo ese sector que recorríamos, Junín, Pichincha, Maturín y hasta ese sitio de Palacé, estaba saneado de bandidos y ladrones gracias a que él mantenía cuidándolo para que la población en general no tuviera que decir que por allí no se podía ir de miedo de los carteristas. De ahí que él llegara a su kiosco desde las tres de la madrugada, e incluso antes, para estar atento.
—Este sector me resulta muy familiar. Aquí he pasado los últimos diecinueve años.
Después de  descender por Maturín, en Palacé doblamos a la izquierda y, después de pasar frente a dos o quizá tres locales, entramos en la peletería. Un establecimiento mal iluminado, inmenso, con olor a caucho y pegante, con arrumes de cartones industriales, material para suelas de zapatos y telas de lona por todas partes. Un enjambre de clientes revoloteaba alrededor de un mostrador, vociferaban, hacían sus pedidos, charlaban con los dependientes, pagaban a un tipo gordo que debía ser el dueño y que no se movía para nada de su escritorio, en el que reposaban una registradora, papeles y libros contables.
Alfredo fue directo al sitio, más allá del mostrador, donde estaba la báscula y descargó su lío en la base plana de ésta, para lo cual debió agacharse. Uno de los empleados se acercó para manipular el aparato.
—¡Trece kilos y medio! —gritó, para que su voz llegara hasta los oídos del tipo gordo y supiera cuánto pagar.
Alfredo fue a reclamar su dinero, lo guardó en el bolsillo derecho del pantalón y salimos del lugar.
—Yo vivo tranquilo con mi trabajo, pero si a mí me ofrecieran la oportunidad de volver al campo, tal vez me iría. De todos los oficios que he practicado, el que más me ha gustado es el de la arriería. Y siento que todavía tengo fuerzas. Tengo setenta y tres años, pero cada día me siento más joven y alentado. Muchos me dicen: “Alfredo, ¡usté cómo hace para estar cada día más joven!”. Pero yo no sé. Lo mismo que no sé explicar por qué a mí nada me pasa. ¿Sí ha visto que han intentado matarme? Pero conmigo no pueden. Yo no sé qué va a pasar.
Caminamos rápido. Alfredo saludó a unas cuantas personas a su paso.
Cuando llegamos al puesto de venta, Gustavo se fue. Nada había vendido entre tanto.  Alfredo entró en el kiosco y cerró tras de sí la puertecita inferior. En ese momento se acercó a nosotros el surtidor de los crucigramas gigantes, un joven que alcanzó a contarnos que era universitario y que esos crucigramas los elaboraba con su familia. El comunista lo despachó rápidamente diciéndole que todavía tenía ejemplares del mes anterior y que por favor entendiera que estábamos en un reportaje. Luego, dirigiéndose a mí, dijo: hay algo que todavía nos hemos contado. Escriba:
Había pasado pocos años de mi llegada a Medellín, cuando fui a visitar la casa de Pastor Pérez, presidente de FEDETA (Federación de Trabajadores de Antioquia), y encontré un espejo manchado. Les dije a los de la casa: saquen ese espejo, pues, puede traer desgracia, muerte o ruina. Se echaron a reír. Que por qué, me preguntaban. Yo no les podía decir. Solo que echaran ese espejo al agua corriente, bien fuera un río o un arroyo. No me hicieron caso. Y a los pocos días murió la cuñada del camarada Pastor.
Siguió contando cosas que se nos habían escapado a lo largo de su historia. Del tiempo en que todavía se llamaba Chiquito y vivía en Pailitas con su padre, recordó que los indios atacaron la construcción de la Troncal de Oriente. De los años que lleva en la ciudad, precisó algunos detalles de sus estadías en la cárcel. Cuando terminó la jornada de fragmentos, dijo:
—Del hace que me decidí a contarle mi problema, en la cuadra dicen que no soy el mismo.  Que ya se me ve sonreír. Y la verdad es que me siento como más tranquilo. ¡Y eso que de todos modos quedará tanto por decir…!

Fin

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A Ernesto López se le murió Lealon en sus brazos

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27. May 2013

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·         Narrativa urbana

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Para Editorial Lealon no hay vuelta de hoja. Después de 41 años de imprimir libros, de formar una montaña de papel conformada por unos 5.000 títulos, cerró sus puertas vencida por la quiebra.

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Ernesto López. Fotos Donaldo Zuluaga.

A Ernesto López Arismendi, su dueño desde que las abrió en los primeros días de 1972, en el mismo local de Cúcuta con La Paz, el ajetreado sector de Medellín compartido por las tipografías, las litografías, las editoriales, las chatarrerías y las mujeres de la vida, se le nota triste. ¿Pero, cómo no estarlo si los cálidos arrumes de papel refilado, el olor a tinta, la lectura detenida de las pruebas, las correcciones, las diagramaciones, la imprenta, hablar con escritores, con historiadores, con poetas, son actividades que se constituyeron en la sangre que ha corrido por sus venas? Y está triste, a pesar de que él no abandonará del todo el oficio: seguirá editando libros, aunque sea subcontratando algunos procesos, porque de lo contrario enfermaría. Ya no lo hará en la cantidad de antes… Y no lo hará más con Lealon.

Ernesto no nació en Lealon, como suele decirse, cuando se quiere significar que una vida no termina cuando alguien debe irse de un lugar en el que permaneció por mucho tiempo. Y esta expresión se usa para dar aliento; para animar. Él ya era un tipógrafo cuando comenzó la editorial. Más bien, Lealon nació en Ernesto. Él inició su vida en Santo Domingo, el mismo municipio de Tomás Carrasquilla —de quien, por cierto, imprimió varios títulos y quedó con el sueño frustrado de editar su obra completa—, el 25 de marzo de 1938. Quedó huérfano siendo un niño y por eso, teniendo apenas siete años, llegó a Medellín de la mano de un tío.

A Ernesto hay que buscarlo, por estos días, en Full Color Editores, a dos cuadras de la vieja sede de Lealon. Esta editorial quedaba en la carrera 54, a media cuadra de la calle 56; en tanto que aquella está sobre la misma carrera, a media cuadra de la 54. Allí, el paisano de Carrasquilla cuenta con escritorio y teléfono. De allá salimos para conversar.

Ernesto relata su historia sentado a una mesa de una cafetería de esquina. Una cafetería a la cual han separado del fragor de esas vías agitadas con paredes de hojalata que no llegan hasta arriba sino que, como mampara, dejan ver un pedazo de paisaje urbano: las partes altas de los buses, los aleros de las casas del otro lado de la calle, casi todas ocupadas por talleres y fábricas. Su voz se abre paso por entre el ruido de un taladro eléctrico cercano y los rugidos de los motores de los buses. No se inmuta por esos sonidos estridentes. Sorbe despacio un whisky que le ha traído una camarera enfundada en delantal de cocinera y que, cuando no tiene que atender a los únicos dos clientes de esta hora de la tarde, pela papas sentada en una silla detrás del mostrador y conversa con una amiga.

Ernesto cuenta que, en ese tiempo, el viaje de Santo Domingo a Medellín era largo.

A las siete de la mañana, uno se embarcaba en un bus de escalera con rumbo a la estación Santiago, del Ferrocarril. Debíamos estar a tiempo para alcanzar “el Mixto”, es decir, el tren que transportaba carga y pasajeros. Oficialmente, pasaba a las 9:30, procedente de Puerto Berrío. Pero casi nunca llegaba a esa hora. Podían dar las cuatro o cinco de la tarde, o más, y la llegada a Medellín podía suceder a la media noche.

¿Y resultó muy brusco el cambio, de la vereda de Santo Domingo de que vivía a la ciudad?

El editor no se toma tiempo para pensar. Contesta de inmediato que muy pronto, el tío lo entró a estudiar al internado de los salesianos, donde había tipografía.

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Y a mí me enamoró esta palabra. Tipografía. Me anamoró desde que la escuché por primera vez —sigue diciendo—. Y después, los otros términos: tipos sueltos, linotipo… también me encantaban.

El instituto Salesiano Pedro Justo Berrío era como la universidad de los tipógrafos y los impresores de la ciudad, según habría de contarme después y en otro espacio Juan José García Posada, el periodista y ahora director de la Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana.

Con tal pasión, usted debe recordar el primer libro en cuya edición participó…

¿Que cuál fue el primer libro que edité? —repite Lealoncito, como lo llamaba Manuel Mejía Vallejo—. Claro que lo recuerdo. Era todavía estudiante del colegio. Fue una novela llamada Los médicos del corazón. También editabamos la revista Lábaro, la del colegio.

¿Lábaro?

Sí. Lábaro es estandarte.

Era 1956 cuando Ernesto salió del Pedro Justo. Fue a trabajar, unos pocos meses, a la Tipografía Sánchez y, un año después, le propusieron dirigir la imprenta del Seminario de Misión Extranjera, de Yarumal. Y hacia allí dirigió sus pasos. Preparaba la hojita parroquial, la revistaSemisiones con historias de los misioneros en su labor de pastorear indígenas del Vaupés y negros de Buenaventura. Y allá mismo dormía, en la parte de atrás de los talleres. Un año permaneció en ese municipio de olor a incienso, porque fue llamado a la Editorial Gran América, otra vez en Medellín, donde editó los libros de monseñor Darío Castrillón, Olga Elena Matei, Belisario Betancur y La buena mesa de Sofía Ospina de Navarro. También, la papelería de El Colombiano y de Postobón.

Fue por esta época en la que Ernesto empezó a escribir otro capítulo en su propio libro de la vida: se casó con Olga Lucía Álvarez.

Hace llenar su vaso para decir que en 1963 entró a la Editorial Bedout. Y es que necesita tomar algo fuerte para contar que en ese monstruo de Editorial, que marcó una época en la industria librera del país, le correspondió editar textos escolares y literatura en abundancia. En aquellos, las colecciones de Bruño de matemáticas y castellano, el Catecismo del Padre Astete, Lecciones de historia sagrada, que están en la memoria de varias generaciones de estudiantes. Asimismo, la colección de poesía El arco y la lira y cientos de títulos de literatura presentados en el formato de bolsilibros.

Bedout estaba situado en Bolívar, en el sector de Jesús Nazareno. Ernesto recuerda que el poder de los linotipistas y editores era tan grande que paraban un periódico o una editorial, si se les antojaba. Eran los consentidos del gremio editorial.

Una vez, cuando los tipógrafos le presentaron un pliego de peticiones a los dueños de Bedout, estos optaron más bien por ponerlo a un lado, sobre la mesa, y ofrecerles que se llevaran, en pago, las máquinas y les produjeran a ellos los libros. Fue entonces cuando Ernesto pudo tener su propio negocio. Montó, al otro lado de la calle de esa gran editorial, la editorial Prisma, en compañía de Jaime López y José Marín. Mientras habla, me imagino cómo habrá sido ese trasteo de máquinas pesadas, con grúas y montacargas, hombres corriendo de un lado a otro, parando tal vez el tráfico por un rato…

El nuevo negocio lo formamos con una prensa Heidelberg de medio pliego y dos linotipos.

Era 1969 y los tres socios, aparte de los libros de Bedout, editaban también para las editoriales La Carreta y Oveja Negra. Libros de política y de sociología, más que todo. Cuando salieron sus dos socios, en 1971, se repartieron las máquinas a la cachiporra y él quedó con parte de ellas, “a las que le sumó otras fiadas”. Fue cuando nació Lealon y devino esa historia que ahora se cierra. “Comuniquémonos” fue la primera colección de libros educativos que editó esta naciente editorial.

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Ernesto López, por Elkin Obregón. Página de Otraparte.

Ese nombre, Lealon, surgió de la gracia que le causaba a Ernesto el que la gente, en general, no dijera “léanlo”, como es debido, sino “léalon”… Sin embargo, sus clientes fueron pasando el acento a la última sílaba, Lealón, con una tilde que nunca tuvo.

Y tiene que tomarse un tercer trago —levanta el vaso para que la camarera pase el trapo sobre la mesa y seque el agua que suda el cristal—, para contar que él fue quien editó, para Hombre Nuevo Editores, Después del hombre, la novela de Gonzalo Arango de la que Alberto Aguirre dijo alguna vez que era mala, pero que él, Ernesto, cree que no es así. Fue una edición de 1.000 ejemplares, cifra que le parece ínfima. Al punto que la considera prácticamente inédita. Y Nada de Antologías.

Al autor de Aire de tango lo conoció de cerca. Sabe que cuando era director del taller de escritores, de la Biblioteca Piloto, en tiempos durante los cuales Juan Luis Mejía era el director, publicaba los trabajos de los talleristas, seleccionados por Mejía Vallejo.

Luis Antonio Restrepo, el autor de Pensar la historia, que estuvo vinculado a la Universidad Nacional, era otro de quienes llegaban a la editorial, situada en Cúcuta, número 56-46, a preparar sus revistas y libros. Cuando en la universidad le preguntaban por qué prefería Lealon, sabiendo que otras editoriales cobraban más barato, él les respondía con una pregunta: ‘si fueran a construir un puente, ¿ustedes prefieren a la compañía de ingenieros que cobra más barato o aquella a la que no se le caen los puentes?’.

Juan José Hoyos también acostumbró a dirigir hasta allí sus pasos. Aunque a él lo atemorizó y ahuyentó un incidente con atracadores, en el cual él fue la víctima. Y la víctima fue golpeada.

A libros del padre Daniel Restrepo González, como San Fernando González doctor de la Iglesia; Luis Fernando Macías; uno de Miguel Urrutia, el del Banco de la República, que incluía un billete físico real; Murrucucú, de Juan Luis Mejía; otros de Lucía Donadío; Juvenal Herrera, cientos más de escritores del Chocó y del litoral Caribe, y hasta uno de García Márquez de notas periodísticas de Nicaragua… en fin, a numerosos libros, Ernesto les pasó los ojos por sus líneas antes que nadie más.

Es que las cifras de Lealoncito hablan por sí solas: 75 años de edad. 60 leyendo. 55 haciendo libros. 41 haciéndolos en su propia editorial…

Esos 5.000 títulos y las colecciones de Cuedernos Colombianos, Revista de la Universidad de Medellín, Revista de Sociología de Unaula, Revista de Extensión Cultural Universidad Nacional y de la Universidad de Medellín, de Simón y Lola Guberek, Yo vi crecer un país…

Pero entonces, porque se quebró Lealon.

Desde afuera, algunos de sus amigos y cercanos están convencidos de que se quebró por manejar la economía de manera informal, como en los graneros de antes. La plata en el bolsillo. Que incluso sus dos hijos, metididos en ese mundo de las editoriales, le aconsejaron varias veces que se formalizara, pero él no hizo caso.

Lealoncito sostiene que se quebró porque muchos clientes le quedaron debiendo plata y porque terminó cobrando precios de hace veinte años, para poder competir.

Por su parte, Ernesto dice que fue, en parte, por la subasta inversa. Una práctica nefasta que tienen universidades y municipios. Escogen entre varias editoriales las dos más baratas; las convocan para ponerlas a pujar hacia abajo. Pujar hacia abajo parece una expresión de comadrona. Lo cierto es que los ponen a parir dificultades para sostener el ínfimo precio que se atreven a decir. Quién da menos. Y menos aún. Y en ese afán por quedarse con los negocios, varias editoriales de Medellín cerraron. Ernesto dice que más de 10. Pero él nunca aceptó la subasta inversa, por considerarla injusta, pero también quebró.

Lo cierto es que la editorial cerró. La maquinaria ya no es de Ernesto. Esas máquinas que conmovían a algunos escritores, que se demoraban en el primer piso, el de los talleres, viendo el trabajo de litógrafos e impresores y el accionar de las máquinas, y esta dinámicas les robaba frases dulzonas, antes de pasar al segundo piso, el de las oficinas, donde debían hablar de costos y formas de pago, esas másquinas las remataron para pagarle los meses de arriendo al dueño del local y los honorarios al abogado.

En este momento, recuerdo las palabras que este hombre me envió en un mensaje electrónico. Expresaba una ironía:

En septiembre pasado la Universidad Nacional sede Medellín, Facultad de Ciencias Humanas, la Biblioteca Pública Piloto, Hombre Nuevo Editores y otros editores y escritores (…) me hicieron un hermoso homenaje con muy bonitos discursos, cosa que agradecí profundamente. Esto fue durante la “Fiesta del Libro” en el Jardín Botánico. Al día siguiente me hicieron un reportaje en Telemedellín y Teleantioquia, después muy bien comentado en Caracol Radio por Héctor Rincón, cosas que escucharon muchos amigos que me felicitaron efusivamente.

Pero, cómo son las cosas de la vida: a los tres meses, a fines de diciembre, me tocó cerrar a Editorial Lealon, por quiebra, agobiado por las deudas (…)”

A los bancos, les debo entre veinte y treinta millones de pesos. A los trabajadores, lo mismo —dice Ernesto—. Sin embargo, ellos quedaron bien conmigo. Con decir que me siguen diagramando algunos libros.

Mientras hay quienes sugieren que se realice una “teletón” a favor de Ernesto, para que pueda pagar esas deudas —Juan José García sugiere que, si la hacen, la llamen “Leatón”—, Ernesto sueña con que una Biblioteca o una universidad le compre esa vasta colección de títulos que llenan una habitación de su casa en Envigado.

Toma el último sorbo. Paga.

·         crónica, Editorial, Ernesto López, john saldarriaga, Lealon, salderrio

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 Julio Erazo: el juglar del gran Magdalena sigue creando

 

 

El laberinto de los muertos 

 

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1.    http://1.gravatar.com/avatar/ff506aebd21d146ec950d9491f4fe722?s=45&d=identicon&r=GErnesto Porras Collantes   •  5 years ago

Quiero comunicarme con Ernesto López y contratar con él la publicación de mis obras investigativas y literarias. Fui investigador del Instituto Caro y Cuervo durante mucho tiempo, y quiero reunir en uno o dos volúmenes mis ensayos sobre literatura espanola, colombiana e hispanoamericana, publicados previamente en la revista Thesaurus, ya descontinuada y muerta. No me resigno a publicar “a la moderna”: me gusta ver la tinta y la huella en el papel, del linotipo. Mi página web es:ernestoporrascollantes.com, y mi email:ernestoporrascollantes@gmail. Vivo en los Angeles, California. Gracias por ponerme en contacto con Ernesto.
Ernesto Porras Collantes

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El laberinto de los muertos

·         25. Jun 2013

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·         Narrativa urbana

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Foto: Julio César Herrera

La cripta de Jesús Nazareno es un laberinto. En el subsuelo de la iglesia, galerías de osarios se interrumpen para dar espacio a otras perpendiculares a estas; unas tienen 120 osarios por cada lado; otras, 180; unas se distinguen con nombres alusivos a la Virgen, otras, de santos; en ellas, unos osarios no tienen la identificación de sus ocupantes, otros carecen de fechas; los hay sin tapa de mármol, que a duras penas poseen un cartón de envolver en el cual se lee un nombre garrapateado a mano, con bolígrafo… Hasta la muerte se enreda en esos pasillos de horror.

Pero no Rubén Darío Vargas, el sepulturero. El encargado de sacar unos huesos, de introducir otros; el que se ocupa de entregar restos a una familia que desea volverlos ceniza para que quepan, no solo estas, sino las de varios parientes; quien mantiene el espacio aseado porque sabe que la limpieza es condición para dignificar la muerte.

Es que él conoce esa necrópolis desde que era un chico. Cuando era un muchacho de siete años, su padre lo traía de la mano desde su casa, en Manrique Oriental, no a ver los muertos, claro, sino a ver el pesebre que un tal padre Domínguez, creativo y festivo, hacía para deleite de los feligreses. El mismo cura que vestía con esmero los santos y personajes de la Pasión y Muerte de Cristo, con el fin de exhibirlos en Semana Santa.

A los muertos o, mejor, sus tumbas podía verlas incluso en otras fechas sin necesidad de entrar, cuando caminaba de la mano de su papá por la acera de la calle 61, Moore. Miraba a través de esas ventanas de barrotes de hierro situadas a ras de suelo. Jamás le dio miedo, dice.

Era el tiempo en que esa cripta albergaba una cifra muy inferior a los 40.000 osarios y los 9.000 cenizarios de hoy. Caminando sin hilo de Ariadna por esos pasillos marmóreos, habla sin voltearse a mirarlo a uno:

—Claro que me tocó ver la cripta cuando solamente ocupaba las paredes del salón; no estaban estas galerías atravesadas por todo el lugar, como están hoy. ¿Usted cuántos años cree que tengo yo, pues?

—¿Usted? Cincuenta y cinco.

—Esos tengo. Las galerías fueron construidas en los años setenta. Haga cuentas.

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Foto: Juan Antonio Sánchez

El templo de Jesús Nazareno es, según el arquitecto Pedro Pablo Lalinde, una edificación de estilo ecléctico: combina elementos de distintos movimientos esté ticos, góticos, románicos y barrocos, todos ellos reinterpretados de manera original. Declarado Bien de Interés Cultural o Monumento Nacional, su construcción se efectuó a mediados del siglo pasado.

La cripta fue terminada en 1945; el templo fue inaugurado en 1953. Sin embargo, desde mucho antes, hermanos claretianos ocupaban ese espacio. En 1895 inauguraron una ermita dedicada a Jesús Nazareno —espacio que da a Carabobo y hoy ocupa una biblioteca—; después, en 1929, establecieron una casa de descanso para los misioneros. En una de las galerías, situada cerca de la puerta de Moore, una losa doble alude a uno de esos acontecimientos. Son las moradas grises de Isabel Echavarría de Echavarría, nacida en noviembre 17 de 1856 y muerta en abril 28 de 1936, y de Juan José Echavarría, nacido en enero 2 de 1850 y muerto en octubre 14 de 1915. Debajo de sus nombres está la leyenda:
«Fundadores Primera Capilla de Jesús Nazareno».

Melitón Rodríguez
Otro Rubén, Rubén Henao Flórez, un hermano claretiano, administrador de ese templo ubicado en la carrera 52 con la calle 61, sector colmado de funerarias, ya le había contado a uno este episodio, dos o tres días antes. Un sacerdote —¿codicioso? Cada bóveda cuesta dos millones de pesos y, de un tiempo a esta parte, los dueños deben pagar anualmente doce mil
pesos por la administración, lo que algunos propietarios, no solo de las fosas sino de buen humor, llaman el “impuesto predial”— no tuvo reparo en tapar los finos pilares del salón del subsuelo —cuadrados, blancos y con capiteles dorados— para hacer levantar galerías por aquí y por allá. Un atentado al patrimonio. Solo dejó un acceso central, justo desde la puerta de Moore. En ese pasadizo están guardadas varias piezas de arte religioso, las alusivas a la Semana Santa de las que hablan los recuerdos de Rubén, el sepulturero. A ellas se suma una escena, hecha en pasta, de las ánimas del Purgatorio clamando por su salvación a una Virgen del Carmen: dos ángeles ya se han encargado de sacar a dos almas de las llamas para ponerlos a la vista de la mujer santa.

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Foto: Juan Antonio Sánchez

Muy cerca de esta, en uno de los osarios originales está el del célebre fotógrafo Melitón Rodríguez M. En la losa de mármol está grabado su poco repetido nombre, acompañado de una cruz y de una fecha: febrero 28 – 1942. La de su muerte.

Cuando el otro Rubén, el hermano claretiano, le había hablado a uno en el rincón oriental de ese laberinto, él le había dicho que el cura autor del adefesio, sí, el adefesio de ocultar los pilares para levantar galerías y galerías de osarios, le puso su nombre a un espacio situado en lo altode uno de esos bloques de bóvedas, ocupado por restos sin identificar: «Cripta
Colectiva San Eugenio I». ¿Hay acaso en ese nombre un deseo reprimido de llegar a ser papa?

Lo cierto es que Eugenio multiplicó la necrópolis: su población supera la de los vivos de Itagüí, la cual, según el censo de 2005, es de 230.272 habitantes. En el sepulcro de Jesús Nazareno, cada osario y cenizario está ocupado por los despojos de uno, dos, cinco y más inquilinos, lo cual hace imposible calcular el total de los restos de este sepulcro.

Todo es nada y quietud.

—¿Sabe cómo llamo yo a esta cripta? —le pregunta el sepulturero a uno, otra vez sin voltear a mirarlo—. Finca El Silencio.

Algunas moradas de muertos abajo de la galería San Eugenio I, en una tapa de hojalata y escrito con mano torpe, dicen: «Estos restos se sacaron de la Virgen de los Dolores. Osario 53. No se sabe de quién son».

Hasta la muerte se enreda en esos pasillos de horror.

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 A Ernesto López se le murió Lealon en sus brazos

 

 

Pelearon en Corea por pura aventura 

 

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1.    http://1.gravatar.com/avatar/1432e1aa276e6411066dc2b7ba0f2e43?s=45&d=identicon&r=GArcadio   •  6 years ago

John: cual galería del horror. Acaso estamos ante una fosa común de personas asesinadas y descuartizadas? Es algo que no es agradable, pero de ahí al horror hay mucho trecho

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Pelearon en Corea por pura aventura

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·         29. Jul 2013

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Son 60 años del fin de la guerra de Corea. En Corea hubo unos 800 mil muertos, heridos y mutilados. Colombia puso 163 muertos, 448 heridos y 47 desaparecidos. Los Ramírez pelearon en ella por su propia voluntad.

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"Los veteranos fuimos declarados Cónsules Honorarios de Paz", menciona Óscar, el hombre de las barbas como epifitas. Fotos Róbinson Sáenz

Qué misterio tendrá esa casa, la de María Gitana, que no deja de sorprendernos con noticias.

Primero, la habitó esa mujer de rasgos zíngaros, cuya belleza impresionó a tantas personas, entre ellas al escritor Manuel Mejía Vallejo; después, ella estableció allí un museo de antigüedades; ahora se hace visible un veterano de la guerra de Corea… Su dueño y ocupante.

De María Gitana, menos conocida como Rosalía Peláez Vélez, queda la memoria. También los cuadros que su viudo, Óscar Ramírez, mantiene colgados en las paredes.

Uno es un retrato de la bella mujer, el cual tiene un papelito con un poema prensado entre el vidrio y el marco; otro, un recorte de prensa en el cual se alude a su belleza juvenil, artículo escrito cuando esta era ya un recuerdo, aunque un recuerdo muy vivo.

Él no deja de alabarla… y de extrañarla.

—Era la mujer más inteligente y hermosa que había en estas tierras —repite.

Una gata negra y un gato amarillo ronronean por aquí y por allá. No tienen nombre: cuando los requieren, simplemente los llaman Gata y Gato.

De las antigüedades, hay un arrume detrás de los muebles de la sala: es una montaña de máquinas de coser, bacinillas de palo, despulpadoras, sillas, cristos, lámparas, mesas, armarios y decenas de objetos más, adormecidos en la espera de ser repartidos entre los dos hijos de Rosalía y Óscar.

En el patio hay diez piedras de moler. Cuando llueve, se mojan, se llenan de agua.

Digamos de una vez: la casa en que todo esto sucede está situada en la última cuadra del casco urbano de Jardín o, más bien, en la primera del sector rural, en dirección a la vereda La Herrera.

Palmas de corozo bordean la entrada. Es una antigua construcción de bahareque y techos de tejas de barro y armazón de caña brava, con paredes encaladas y puertas y ventanas de un azul tenue.

En el solar, bajo una enramada, gruñen dos cerdas blancas que pronto van a parir.

Posee jardín de rosas bien cuidado en el que se destaca un árbol del que ninguno de los habitantes de la casa sabe su nombre y al cual le cuelgan epifitas como barbas de viejo.

 

 Los veteranos
Por cierto, las barbas de Óscar, el veterano de la guerra de Corea, forman una cortina de un blanco grisáceo que le tapa el pecho, como las epifitas de ese árbol de nombre ignorado.

Dos hermanos suyos, sin barbas, también combatieron en esa confrontación, lo cual es récord mundial: tres hermanos en la guerra de Corea.

Uno de ellos, Alberto, murió hace años; el otro, Mario, recuerda esos hechos con claridad.

El pasado 23 de mayo, en la celebración de los 150 años de Jardín, se les vio desfilando a los dos guerreros, vestidos con trajes de gala cafés, sus pechos colmados de medallas, botas bien lustradas y gorros de tela inmaculados. Uno juraría que esa indumentaria no esperó en el ropero más de 60 años.

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Nietos de un general de la Guerra de los Mil Díaz, los hermanos Ramírez que participaron en la guerra de Corea fueron tres: Alberto, quien murió hace tiempos; Mario y Óscar son campesinos en Guarne y Jardín.

Marcharon como si en vez de ir en una formación eterna compuesta por centenares de colegialas y colegiales vestidos de uniforme, indígenas del resguardo de Cristianía con pancartas en que hablaban de su amor por la tierra, niños bomberos y bandas marciales, cruzaran el Meridiano 38, la Península Coreana, en pleno campo de guerra. Así de erguidos.

¿Qué imágenes cruzarían por sus mentes, mientras marchaban con rostros pétreos por las calles de Jardín? Acaso las de hombres que corren y gritan y disparan entre el humo. Acaso escucharían las órdenes de los comandantes, los ruidos de los cañones, los silbidos de las balas, los rugidos de los helicópteros…

—Al despedirnos para ir a Corea —recuerda Mario, parado como una estatua al lado de su hermano—, mi papá nos dijo: “Solo les pido que si uno de ustedes se ve perdido, acorralado por el enemigo, el último tiro de su arma no lo desperdicie: pone el cañón bajo su mentón y dispara. Prefiero tener un hijo muerto que un hijo prisionero de guerra”.

Señala con el dedo índice de la mano derecha, el de disparar, un recorte de prensa de 1951 en el que aparecen los tres voluntarios, adolescentes y esbeltos, acompañados de su padre, Francisco Ramírez Jaramillo.

Al lado de este cuadro hay una fotografía en la cual se ve a Óscar poniendo flores en la Tumba del Soldado Desconocido, cerca al Arco del Triunfo.

—¿Su madre no trató de disuadirlos? —pregunto.

—No. Respetó nuestra decisión de abandonar el bachillerato para ir a pelear.

—¿Sintieron miedo?

—El que diga que no siente miedo es un mentiroso —contesta el guerrero sin barba.

—No. Nunca sentí miedo. Yo jamás he sentido miedo por nada en la vida. Uno no piensa en nada —comenta el hombre de las barbas como epifitas— y menos en que lo van a matar. Uno solo piensa en la aventura.

Cuatro estaciones
Nietos del general conservador de la Guerra de los Mil Días, Teodosio Ramírez Urrea, no resulta raro que se regalaran para ir a Corea, en el primer quiebre de la paz que siguió a la segunda guerra Mundial.

De los Ramírez, Óscar fue el primero en irse. Tenía 19 años, uno más que Mario y tres más que Alberto.

—Cuando cruzamos el Paralelo 38 en el barco H. Milton, nos trataron como a héroes. Nos declararon Lobos de Mar. Después desembarcamos y, a partir de ahí, todo fue infantería.

No estaban mezclados con gringos, ni con griegos, ni con etíopes, ni con neozelandeses ni con soldados de ninguna otra parte. Eran colombianos con colombianos, etíopes con etíopes, para que las órdenes fueran claras, se entendieran fácilmente y se respaldaran, aunque, eso sí, cada compañía tenía un comandante estadounidense o alemán, porque, como se sabe, ellos dirigían la guerra.

Iban ganando posiciones enemigas. Estaban armados con fusiles M5, carabinas .30 y ametralladoras. Pasaban la noche en casamatas formadas por ellos mismos con bultos de arena. Comían “comida americana”: hamburguesas, carne, todo enlatado y listo para calentar, y chocolate. Mario señala las marmitas y las cantimploras metálicas enfundadas en forros de tela verde, un tanto raídos, que cuelgan en los maderos de la cama.

Recuerdan el horror de haber visto morir a algunos compañeros, pero también los días de descanso.

—Jugábamos fútbol, nos bañábamos en quebradas de campos retirados de las líneas de combate.

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“Yo estaba prestando servicio militar. Le pedí a mi capitán que me enviara a un sitio donde pudiera embarcarme para Corea. Me dijo: 'No. Eso es para hombres'. Así que deserté de la infantería de marina para irme...”, cuenta Mario.

Vivieron las cuatro estaciones en el campo de batalla. Vieron a los coreanos sacar la mierda de las letrinas de madera de los soldados para usarla de abono en sus cultivos, pues no tenían animales que produjeran estiércol para tal fin.

Distinto a hoy, Corea era uno de los países más pobres del mundo hace 60 años.

Protocolo y fiebre
Un día, Mario se emborrachó y chocó un carro. Lo castigaron  trasladándolo a la Compañía A, en la línea de fuego, donde usó ametralladora y tuvo enfrentamientos cuerpo a cuerpo.

Entre tanto, a Óscar, el hombre que no ha sentido miedo, lo escogieron para integrar una delegación que fuera a saludar a Harry S. Truman, en la Casa Blanca, y a recibir homenajes en varias partes del mundo. Fue una gira de tres meses. A ese tiempo corresponde la foto que lo muestra ante la Tumba del Soldado Desconocido.

—¿De modo que Óscar viajaba por varios países, en actos y homenajes, mientras ustedes seguían en Corea?

—¡Cómo le parece! Nosotros matándonos en el campo de batalla y él recibiendo medallas —bromea el guerrero sin barba.

Luego de tal recorrido diplomático, Óscar llegó a Colombia. Se encontró con la noticia de que sus hermanos seguían en la guerra y decidió regresar a Corea para estar al lado de ellos.

Corrían los meses. A medida que avanzaban los acuerdos para poner fin al conflicto, fueron despachando contingentes a sus países de origen. Los tres hermanos volvieron al país de uno en uno.

Mario estuvo 18 meses en el campo de batalla. Dice:

—Al final, contraje fiebre hemorrágica. Es una enfermedad viral en que se tapona la vejiga. Me atendieron en el hospital de campaña. Orinaba por sondas que me instalaban las enfermeras. Pero allá no podían curarme, entonces me dieron la baja… —Y agrega—: Usted sabe, en todas las guerras hay una epidemia y esa fue la de Corea: la fiebre hemorrágica.

Los hermanos Ramírez recuerdan todo ello como una aventura sin par.

En las paredes de la casa hay diplomas de honor y Medallas del Gobierno de Corea, la Llave de Oro de Nueva Orleáns…

Los combatientes reciben dos salarios mínimos mensuales por los servicios prestados en ese país asiático.

Los dos veteranos de guerra son campesinos. Mario, siembra y pastorea en Guarne; el hombre sin miedo, en Jardín, más exactamente en la casa que fuera de su María Gitana.

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Los otros tesoros de Jorge Isaacs

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·         02. Ago 2013

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                                      De los paisajes del Valle, pasó al Caribe. Descubrió El Cerrejón y el primer pozo de petróleo.

 

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La Hacienda El Paraíso, escenario de María, está en El Cerrito, Valle del Cauca. Foto: Juan Antonio Sánchez.

Desde que dejaron su vida de vagabundos, varios perros, Colmillo, Campana, Taison y La Nena, entre ellos, son los moradores permanentes de El Paraíso y los primeros que acuden a recibir, mansos y bulliciosos, a los visitantes.

          En el blanco caserón de esa hacienda en la que Jorge Isaacs escenificó los hechos idílicos de María, sucedidos hace 155 años, ellos sienten el aroma de centenares de rosas y azucenas del jardín cuidado con esmero, del mismo modo que percibía Mayo, el leal perro de Efraín, las flores que cultivaba su enamorada prima para hacerlas emblema de su amor. También escuchan el rumor de un arroyo artificial que rodea la edificación erigida entre 1816 y 1828, siguiendo la senda que le impone un canal hecho de piedra.

          —Ese arroyo es un brazo del río Cerrito —dice María. Sí, María: María Ángela Sinisterra Caicedo, guía de la casa museo por 18 años—. Es una técnica árabe que trajo el padre del autor. Servía para refrescar el ambiente y evitar la presencia de insectos, como cucarachas y hormigas… y hasta de malos espíritus.

          La hacienda El Paraíso está situada a 15 kilómetros de El Placer, vereda de El Cerrito. Era, hasta abril de 1953, propiedad de la familia Gutiérrez, dedicada a la cría de toros de casta, que aceptó negociarla con el Departamento del Valle a cambio de construir una réplica cerca de allí: se conoce como Hacienda María.

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Foto: Juan Antonio Sánchez

Esa casa de la Sierra, como la llamaba el escritor, da la espalda a una serranía ubicada a unos cuantos kilómetros hacia el Occidente. Montañas que Efraín frecuentaba en faenas de caza y por donde entraba y salía cuando su viaje no era “al Reino”, como le decían a Cundinamarca, ni a “la Provincia”, como llamaban a Antioquia, en esos tiempos de la Nueva Granada —1832- 1858—, sino al mundo, porque después de dos o tres jornadas a caballo llegaba al sitio Juntas y de ahí, en barca movida por bogas, hasta Buenaventura.

          María Ángela se conmueve todavía con la trama de esa novela, a pesar de que suele contarla todos los días a los turistas, al igual que las otras guías, antes de emprender con ellos el recorrido por la casa, para mostrarles los aposentos y explicarles las usanzas de la época.

          Tras subir los 12 escalones de ladrillos de arcilla de la entrada, en una de las paredes hay un poema de Carlos Villafañe. Dice:

          Suspiros en la noche y ensueños en el día

          volaron desde el pecho cristalino de María

          y rosas y jazmines en el soplo de la suerte

          en un momento oscuro los deshojó la muerte.

          En el aposento de Efraín, flores en el florero, se destaca la afición del personaje por la cacería: una escopeta pende de un clavo de la pared y una piel de tigrillo está extendida a los pies de la cama, aunque en la novela, él le regala a su padre una piel del felino que cazó, de modo que debería estar en el del viejo. En el estudio de este se distingue un escudo de Colombia, con la fecha del 7 de agosto de 1819. El oratorio es una capilla pequeña. Cuenta con armario de sotanas y ornamentos, mesa de altar y reclinatorios.

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Foto: Juan Antonio Sánchez

          —En tiempos de María, un cura venía una vez por semana a celebrar tres misas: una para la familia, otra para allegados y la tercera para los sirvientes —asegura la guía.

          Hay otra edificación posterior, la casa de los esclavos, que ahora usan como salón fotográfico. Sí, un fotógrafo, Javier Molina, se encarga de tomar fotos a los visitantes. Para ello, nada mejor que vestirse a la usanza decimonónica y encaramarse en un caballo. Él presta los trajes.

          Esa hacienda fue posesión de la familia de Isaacs de 1855 a 1858. Su padre, ahogado en la quiebra financiera, alcanzó a venderla antes de morir, para intentar sanear los negocios. Pero las proporciones del hundimiento económico, que en la novela, el narrador, Efraín, menciona sin dar detalles y como si hubiera sido un secreto entre él y su padre, nunca compartido con la mamá, con ninguno de los demás personajes, para evitarles mortificaciones, y ni siquiera con los lectores. Esa quiebra tuvo varias causas: la abolición de la esclavitud, en 1851; las guerras entre federalistas y centralistas, en las cuales participó el autor de María y, dicen, perdió plata su padre, y, más que nada, por las deudas que fue acumulando el viejo inglés debido a dos adicciones: al anís y al juego.

          El escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal explica: apareció el señor Santiago Eder, norteamericano, quien, conocedor de tal situación, entendió que bastaba comprar las deudas del inglés para quedarse con todo por muy poco. Y así lo hizo.

          En la vida real, tan semejante a la fabulada, muerto el padre, al propio escritor le correspondió atender los negocios familiares; tratar de recomponerlos. Era su administrador, en 1864, cuando vio rematar las haciendas de tierra caliente, las de abajo, para que quedaran en manos de Eder. Y ni siquiera alcanzó a pagar todas las deudas.

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La escultura muestra a Efraín, María y el perro Mayo. Está en el parque del corregimiento Santa Elena, en El Cerrito. Foto Juan Antonio Sánchez.

En María, hay párrafos en los que el narrador no oculta la rabia. Omite el nombre del personaje que no descansó hasta arruinarlos, cuya presión hizo enfermar a su padre. Leamos:

          —¿No estuvo él aquí? En este momento se ha levantado de esa silla.

          —¿Quién? Pronunció el nombre que yo me temía.

          Pasado un cuarto de hora, incorporóse otra vez diciéndome con voz más vigorosa ya:

          —No le permita que entre; que me espere. A ver la ropa.

Otros paisajes

En El Cerrito, muchos no han leído la novela cumbre del romanticismo, pero viven de ella. Saben la trama, por supuesto, y hasta con pormenores. Han escuchado el cuento de los labios de María Ángela Sinisterra Caicedo o de alguna otra de las guías de El Paraíso. Una de esas personas es María Meléndez Cuarán, mujer de unos 40 años, que llegó de la mano de su padre hace más de 30 procedente del Cauca. Tiene un kiosco de comestibles en El Placer, al lado de la vía. A su ventana se acerca Francisco Reyes, uno de los numerosos taxistas que estacionan sus autos al lado de esa tienda de hojalata, en espera de visitantes al mundo de María.

          Él disfruta el recorrido como si fuera su primer día en el oficio. En el trayecto, se detiene a veces para que veamos los cultivos de uva.

           —Voy a tener un detalle: los voy a llevar al Cementerio donde está sepultada María.

          De regreso, Reyes detiene el taxi en el parque del corregimiento. Está en su hábitat; su casa y la de sus padres están cerca. Está visiblemente orgulloso. Evoca el tiempo cuando era un chiquillo. Por los parajes de El Florido, vereda de Santa Elena, grabaron la telenovela María.

          —Guardaban las cámaras en una casa frente a la mía.

          Apaga el auto, desciende con nosotros y camina hasta la escultura central: una representación de María y Efraín, acompañados de Mayo. El taxista habla de una polémica surgida porque a alguien se le ocurrió pintar de colores esa escultura.

          Isaacs tenía unos 25 años cuando dio a conocer sus primeros poemas. Viajó a Bogotá en 1866. En la capital, abrió un almacén de telas, herramientas y cristalería importadas. Se hizo amigo de José María Vergara y Vergara, intelectual, autor de Liras y aceitunas y Versos en borrador, abogado de profesión. Con los primeros atributos le ayudó a publicar los versos; con la profesión, le brindó asistencia en enredos jurídicos, en especial contra Santiago Eder.

          Ya lejos del Valle, fueron muchos los espacios ligados a Isaacs, espacios con los cuales se relacionó de manera más pragmática que poética, pues en ellos se ganó el pan, sufrió, gozó, combatió, murió. Los paisajes cálidos y húmedos del camino de herradura de Cali a Buenaventura, en 1864, en cuya construcción se desempeñó como subinspector y en los que, además de escribir gran parte de María, contrajo paludismo, enfermedad que no lo mató, pero le mantuvo enclenque por el resto de sus días. Santiago de Chile, donde fue cónsul de 1870 a 1873; Popayán, donde estudió en la infancia y adonde regresó en 1875 para regir la educación; Antioquia, donde dirigió el periódico La Nueva Era; Ibagué, donde vivieron su esposa y sus hijos mientras él se la pasaba viajando hasta que él también fue a refugiarse…

          Pero, sin duda, la costa Caribe fue decisiva. Rafael Núñez lo nombró secretario de la Comisión Científica, que continuaría la labor exitosa de la Comisión Corográfica. Resultado de este ejercicio es el libro Las tribus indígenas del Magdalena. El país se llamaba Estados Unidos de Colombia, denominación que ostentó entre 1863 y 1886. Isaacs demostró ser, como dice Álvarez Gardeazábal, “un gran escarbador”. Descubrió los yacimientos hulleros del Cerrejón, casi cien años antes de su explotación; minas del mismo mineral en Urabá, y el primer pozo petrolífero de Colombia.

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Escultura de Marco Tobón Mejía. Está en la tumba de Jorge Isaacs, en el Cementerio San Pedro de Medellín. Foto: Jaime Pérez.

          “Para finales del siglo XIX, en el año 1883, se perforó, cerca a Barranquilla, el primer pozo de petróleo Tubará (…), que llegó a producir 50 barriles por día, del precioso líquido (…) Fue adjudicado (…) al autor de la famosa novela La María, Jorge Isaacs, quien en busca de carbón, descubrió petróleo” (Historia del petróleo en Colombia, de la Asociación Colombiana de Ingenieros de petróleo).

          ¿Y qué decir de la geografía que el escritor ocupa desde que la muerte puso punto final a su existencia, a las seis de la tarde del miércoles 17 de abril de 1895?

          En carta enviada a su amigo Juan Clímaco Arbeláez, dos años antes de su muerte, decía: “Si aquí en este lugar me dan tumba prestada, que pronto envíe Antioquia por mis huesos: a ella le pertenecen”.

          Y así se hizo: tuvo “tumba prestada” en Ibagué, durante siete años. Después de eso, fue trasladado al Cementerio de San Pedro, en Medellín. Sus huesos o el polvo o nada, descansan en un mausoleo, con su cara esculpida por Marco Tobón Mejía.

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Casa de El Peñón, en Cali. Foto: Juan Antonio Sánchez.

Anexo:

 

LA CASA DE ISAACS FUE DE LA MAFIA
En Cali, carrera 4a. con calle 4a. Oeste, la casa de El Peñón, fue de los Isaacs. Allí llegó Efraín a su regreso de Londres. La compró el papá, en 1843, por 300 patacones. Antes fue de los Lloreda. Isaacs escribió allí el último capítulo de María. En 1938 fue demolida.

La firma Borrero & Ospina construyó otra en ladrillo. Fue de Abraham Domínguez Vásquez, un empresario taurino. En la Feria de Cali, hacían agasajos de fiesta brava.

En los 90, llegó a manos de Pacho Herrera, del Cartel de Cali, quien quería demolerla, pero no tuvo permiso. Fue sometida a extinción de dominio.

Hoy, en su jardín, una valla anuncia la construcción de centro comercial Jorge Isaacs.

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Voces y acentos del Magdalena

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·         11. Sep 2013

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La casa de Óscar Yesid es un ejemplo de lo que es Puerto Triunfo. Él es un paisa sonsoneño, a quien lo le puede faltar la mazamorra; su esposa, Aleida, oriunda de Fresno, aprovecha cualquier ocasión para preparar tamales tolimenses, y sus hijos, los únicos nacidos en este pueblo situado a la orilla del Río Grande de la Magdalena, no desprecian un arroz con blanquillo, un pez que abunda en esas aguas y es apetecido por su gusto jugoso.

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Fotos: Julio César Herrera

Y en asuntos de música es la misma cosa: el paisa no cambia la música popular, la de Darío Gómez, el Charrito Negro, Arelis Henao, canciones que hablan de amores difíciles; ella, prefiere la música de cuerda y los vallenatos, en tanto que los muchachos, ah, los muchachos se deciden por el reguetón.

Aleida se refiere a sus hijos como guámbitos, una expresión propia de su departamento, y Óscar, para mencionarlos, dice los pelaos. Ellos, por su parte, para hablar de sus padres hablan de los viejos o los cuchos.

Es que en Puerto Triunfo, así como en los demás municipios de la ribera Magdalena, Puerto Nare, Yondó, Puerto Berrío, en Antioquia, y también los de otros departamentos como Boyacá, Caldas, Tolima, Cundinamarca, los acentos y las expresiones son de diversas zonas del país. El más importante de los ríos colombianos es un corredor por el que transitan con facilidad y en cantidades inverosímiles, habitantes de la Costa Caribe, como el Cesar. Bolívar y Magdalena, así como de esos del centro y del sur del país. Y este fenómeno no es nuevo: así ha sido desde hace cien años. En los últimos dos, cuenta Edison Rivera, un porteño dedicado a vender El Colombiano, ha llegado un grupo importante de chocoanos: son profesores de los colegios zonales.

—En Puerto Triunfo, las personas mayores de cuarenta años no nacieron aquí —menciona el voceador—. Vinieron de otras regiones. Del Viejo Caldas hay muchos. Especialmente de Manzanares, Samaná, Marquetalia. Por eso hay tantas personas que te dicen: “Hola, vecino”, “Hola, vecina”.

—Ah, pero yo tengo una amiga que no me rebaja el “su merced” —interviene Graciela, una mujer de sesenta y dos años que pasa de prisa bajo el inclemente Sol del mediodía como si temiera que el astro fuera capaz de asarla si se detuviera un poco, pero que termina aceptando la invitación a quedarse a charlar con Edison, no sin antes decidir cuál de las sombras de los árboles de la cancha de baloncesto es más tupida para ubicarse bajo su protección.

—Ah, ya sé. Es que ella es del altiplano. ¿Y usted de donde vino, Graciela?

—Yo soy nacida y criada en Victoria, Caldas.

—¿No le digo? Del Viejo Caldas.

—Cuando nos vinimos, aquí las casas no tenían acueducto. La gente cargaba agua del río. Y había que alumbrarse con puras velas.

—A ese punto del río le decían mana. Seneida Rivera contaba que había un mohan que se robaba a las mujeres.

—Yo no sé nada del mohán. Me acuerdo que hablaban era de un duende muy juguetón que escondía la ropa que lavaban allí las muchachas. ¿Fue a Pelusa o a un hijo de Crispín al que se llevó el duende? Parece que una agüela (sic), a punta de rezos logró vencerlo. El duende, cuando no pudo más, lo dejó por ahí tirado en un zarzal y le dijo: “¡Agradezca que lo dejo por las oraciones de la mama!

—Me contó Seneida Rivera que al mohán, los pescadores tenían que dejarle tabaco y aguardiente en una piedra para que los dejara pescar tranquilos.

—Y seguro que se fumaba los cigarros y se tomaba los tragos porque al fin y al cabo eso es una persona. Una persona muy mala…

Las voces del Magdalena

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Dos hombres llegan a la cancha de baloncesto de Puerto Triunfo. Uno de ellos es un tipo menudo y trigueño; el otro, macizo y curtido por la intemperie. El primero es un gaitero, profesor de música en la Casa de la Cultura; el segundo, un pescador. Deciden que quieren ir al arenero, junto a un brazo del río, a menos de doscientos metros de allí, y echan a andar.

—El folklor de Puerto es una mezcla del costeño, el antioqueño y el del interior. La música de cuerda venía por carrilera; la cumbia y los ritmos costeños subieron por el río. Casi no venían sonidos de Antioquia, pero ahora con puente y autopista… Aquí hay muchas personas de Bolívar y de Berrío y de Barranca…

—El río ha unido las costumbres de los pueblos. Unos vienen subiendo; otros vienen bajando; muchos de esos se quedan aquí por un tiempo largo, y algunos echan raíces.

Ninguno de los dos es porteño. El gaitero es de un pueblo vecino, también ribereño; el pescador es tolimense. Este cuenta que su padre no era pescador, pero, al llegar a Puerto Triunfo y ver tantos peces, dijo: “Aquí está el buen vivir”. Y echó raíces.

En el arenero, una amplia playa hecha de bancos de arena que algunos arrieros aprovechan para extraer el material para las construcciones, está al lado de un brazo del río Magdalena. El cuerpo principal del afluente pasa a unos quinientos metros de este sitio.

—En otros tiempos, el río llegaba hasta estos bancos de arena —comenta el músico—. Me acuerdo que yo aprendí a nadar, tirándome en clavados desde ese mirador.

—Así es. El agua oficial del río cubría todo esto. Pero puede volver. ¿Usted no ha oído decir que el río vuelve por lo que deja?

El músico habla de una gaita que le compuso al río y a los pescadores y a los campesinos que cultivan la tierra en las islas del afluente.

—Esas cosas me sirvieron de inspiración. “Mi Yuma” es el título de mi canto. Yuma era el nombre que le daban al río los indígenas kumanday. Por eso también mi grupo se llama Tambores del Yuma —habla y luego canta a capela, acompañado con el sonido del viento, de los pájaros y del que producen arrieros y caballos al caminar por ese terreno lacustre:

Desde tu cabeza

hasta la punta de los pies

corren por tus aguas

la alegría y el placer.

 

—A los pescadores nos azotan los mosquitos. Este que hay ahora no es nada al lado del piojo’e burro y el pipón que salen por la noche. ¡Epa!

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Quinceañeras posan con el Jardín de fondo

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·         10. Oct 2013

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El Jardín Botánico es escenario tradicional para fotos de quinceañeras y de primera comunión. Un pedazo de ciudad para el recuerdo.

 

Ya no recuerda uno cuándo empezó a llover. Sería ayer en la tarde; no, quizás en la noche. Lo cierto es que ya es mediodía y la lluvia de la mañana, lenta, sosa, apenas comienza a ceder. Las nubes bajas, grises, pesadas, dan la idea de que al comenzar la tarde volverá a llover. No sale el Sol. Las piedras y la tierra y los senderos y las sillas y las plantas y los patos del lago del Jardín Botánico están mojados. Sin embargo, en un gesto de generosidad, la Naturaleza enciende una suave tibieza.

Tiene que ser que estuvieron atentas, porque un instante después de que cae la última gota de lluvia, las quinceañeras empiezan a llegar a ese edén del norte de la ciudad, acompañadas cada cual de su comitiva conformada por fotógrafo, parientes, amigas, para las fotografías del álbum.

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Fotos: Jaime Pérez

La primera en entrar es Juliana Ríos Arboleda. No es su estraples de un rojo degradado, sino ese pantalón blanco ceñido el que hace pensar que no durará limpio más que un suspiro andando en el pantano. Esos zapatos blancos decorados con estoperoles plateados tampoco conservarán la limpieza. Pero para eso están su madre, Doralba, y su tía, Adriana: como utileras, cada una carga un morral de ropa, zapatos, accesorios.

No han terminado de desmontar los arreglos de Orquídeas, Pájaros y Flores, el certamen de la Feria de las Flores. Los trabajadores están por ahí, concentrados en eso —aunque, cómo no, desconcentrados, por momentos, con las quinceañeras—. Nicolás Valderrama, fotógrafo y también tío de Juliana, veinte años en el oficio y, por tanto, experto en esto de fotografiar quinceañeras en el Jardín Botánico, aprovecha esos escenarios floridos para sus composiciones.

Una isla de tierra rodeada de cemento está colmada de orquídeas y heliconias con flores como pájaros.

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—Creo que este es un lugar bonito para comenzar —sugiere él—. Siéntese, Juli, en la piedra. No, no esconda el pie… Ah, y ponga el codo en ese montículo que él resiste.

—¡Coqueta… —indica su madre.

—No sé cómo.

—Cómo no va a saber. Mire un poco de reojo; sonría… ¡Pero sea coqueta con los ojos también…

En el Orquideorama no hay problema. Tiene techo y, por tanto, nada se ha mojado. Así las cosas, no requieren usar la bolsa plástica que carga Adriana para que la quinceañera se siente.

Las montañas están tapadas por un velo blanco. El aire no es transparente.

—Cambie el doblez de la pierna —ordena el fotógrafo.

—Ríete con toda la boca…

Juliana, leve sonrisa, acude a otros dos escenarios bajo techo, antes de ir a cambiarse por shorts de bluyín, blusa blanca, botas cafés, bufanda para ir al lago.

—No se acerque al agua, Juli, que la tierra es blanda y resbalosa. Siéntese en la roca y mire un poco de perfil, como si viera los patos. No, no voltee tanto los ojos… Eso es.

Tan pronto perciben movimiento, los patos nadan desde el centro del lago hasta la orilla, tal vez en busca de comida. Al llegar, graznan sin parar.

—Me gusta este contraste del día, entre gris y blanco, con el color de su ropa —comenta Doralba, mientras Adriana se excusa con una ardilla por no tener un pasabocas para darle.
 

 

Sonría, por favor

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—Pele los de leche —insiste Hugo Gutiérrez, el electricista que ha venido a presenciar el estudio fotográfico de su hija, Natalia Andrea.

Ella no llegó con trajes informales, sino con el propio vestido de quince. Su cumpleaños fue el 18 de julio — “yo también cumplo el 18 de julio”, dice el papá—, pero como ella, no se acomodó con ningún otro vestido en la tienda de alquiler, distinto a este azul escotado y de falda voluminosa, debió correr la fecha de celebración.

—Saque busto. Siéntese derechita —Alonso Sánchez, el fotógrafo que contrató Hugo por recomendación de unas primas que pasaron por esto hace días, también aprovecha la decoración de la Feria. Ayuda a sentar a la chica en una carreta negra de estilo antiguo.

—Ríase —le ruegan en coro desordenado tres mujeres: la tía Yudy Alexandra; la hermana Isabela, de siete años, y la amiga Melissa.

Esta se ve en breve metida debajo de la falda de la cumpleañera — “entre usted que puede”, dice Alonso— arreglándole la enagua blanca para que no sobresalga por debajo del ruedo.

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Dándole la mano a la chica, entaconada en escenarios con suelo de piedras sueltas, el fotógrafo la lleva despacio a una especie de portada hecha de flores. La ayuda a sentarse. Hasta los zapatos desaparecen bajo ese amplio ropaje.

—Saque busto, ponga las manos en las piernas… Ahora, el cabello todo para un lado.

—¡Ríase, pues y no esconda las uñas… —interviene Melissa que promete hacer lo que sea para hacer reír a Natalia.

Después quitan la parte baja del vestido y ella queda con un traje corto; el de rumba.

—¡Pele los de leche, pues… — se oye insistir a Hugo, sin mayor éxito.

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Plaza de mercado, para mercar y barequear

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·         20. Nov 2013

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·         Narrativa urbana

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Que el aguacate está a dos mil el kilo, dice el vendedor. Ah, pero  no tengo sino mil ochocientos, repone la mujer. Aquel hace como que lo piensa y luego díce: Échelo.

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Fotos: Róbinson Sáenz

El verbo que resume la actividad de las plazas de mercado es barequear. Se conjuga sin usarlo, porque no hay que pensar en él ni pronunciarlo para ponerlo en práctica.

Aristides Castaño, en la plaza de Campo Valdés, una plaza pequeña y con el sabor del barrio en el que está incrustada, metido en el olor a cilantro de su legumbrería, dice que hay clientes que saben negociar y que están enterados de los precios. Preguntan,  por ejemplo, a cómo está la papa. A mil doscientos, le responden. No no me sirve. Me sirve a novecientos.

Y es una de las ventajas que encuentran quienes acuden allí a mercar y las que señalan los vendedores.

“Por eso viene la gente a la Plaza de Mercado; porque uno pide y ella ofrece”, dice Hugo Castaño, hermano de Aristides, también legumbrero desde hace más de 40 años y también metido entre el olor de la cebolla de rama, que organiza en manojos.

“Muy distinto a un supermercado, que uno debe atenerse a lo que dice el papelito”, agrega Mario, el vendedor de hierbas medicinales de la misma plaza. Abre la puerta de su puesto, una puerta como de armario, y sale un vaho de aromas en el que el de la ruda pelea por la primacía con el de las bolitas de naftalina. Él aprovecha la quietud de las tardes para organizar el puesto y, de cuando en cuando, para caminar al cafetín a tomarse una cerveza.

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Le sobra para el taxi

“Por eso vengo desde San Javier —indica Mercedes, una mujer dueña de la amabilidad y la locuacidad que dan a algunos los años, haciendo mercado en la Minorista. Un costal a medio llenar descansa sobre una butaca, por fuera del mostrador de una tienda de abarrotes. Ella respira el olor de los detergentes—. En la plaza todo es fresco, hay mejor precio. Si por la casa merco con cien mil, por aquí abajo, me la rebusco y merco con 70 mil, y eso es platica”.

Cuenta que le gusta llegar temprano, a las seis está bien, cuando la plaza está abarrotada de gente. Clientes escogiendo sus legumbres en bolsitas plásticas y poniéndolas en una canasta; otros deambulando por ahí, como sin rumbo, y otros más parados, como ajenos al agite, leyendo los precios en un tablero. Cargadores de racimos de plátanos por unos pasillos; otros, con un cerdo al hombro, “¡permiso, niña, que la mojo!”; carretilleros con sus cargas de flores… Compra el grano aquí, las arepas allí, la carne más alla… Y después le sobran muchachos que ofrecen sus hombros para cargarle el bulto del mercado hasta el taxi.

“Pero hoy me voy en bus. Este costal no se va a llenar porque no traje casi plata. Pero igual los muchachos me cargan la bolsa hasta la calle y yo les doy una bobadita”.

Para qué madrugar, le pregunto, si la Minorista la cierran al caer la tarde y después del mediodía, cuando los vendedores están desatacados, pesando moras y metiéndolas en bolsitas de a kilo aquí, limpiando pescados allí, preparándolo todo para la madrugada de mañana, cuando los pasillos están libres, limpios ya… los precios no suben y más te oyen si quieres regatear. Pero no sabe qué decir. ¿Será la magia de la congestión? ¿La vitalidad del movimiento? ¿La seducción de los arrumes? ¿El olor de las frutas por la mañana o de las ramas de apio todavía mojadas?

Y allí, en la Minorista, hay restaurantes para todos los gustos… y bolsillos. Desde los sencillos, donde la comida es abundante y sazonada; hasta los elegantes, con mesas decoradas con flores y velas, donde cuentan que se amaña el Gobernador.

“Lo mejor de la las plazas es el precio”. Dice Natalia Ospina. “No —la contradice su madre, Elvia—. A mí lo que más me gusta es que me preguntan: ‘cómo le sirve el mango’. Y la dejan a una escoger y escoger a su antojo y si quiero me llevo lo mejor y les dejo lo otro ahí. Y que además al final siempre pido la encima y me la dan. Dos mangos, en la legumbrería; tres huesos en la carnicería; media librita de fríjol en el granero… Y eso va sumando”. Elvia respira hondo el olor de las arepas de una tienda inmensa, cuyo letrero dice:  «Arepas caceras, arepas blancas, arepas amarillas, arepas de mote, arepas de sancochado, arepas de queso, arepas de chócolo, arepas de soya, arepas de yuca, arepas de salvado, arepas cuadradas…»

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Ella se antoja de flores

“Cuando era niño venía a mercar con mi mamá a la Plaza de La América —evoca un Javier sin apellido—. Para mí era una diversión. Yo podía antojarme de algo: una chocolatina, unos masmelos, una galleta negra. Mercábamos y después nos quedábamos a desayunar. Ahora salgo con mi hija, Laura, a mercar los sábados. Es la única de la casa que lo disfruta. Tiene once. Al menos mientras le guste salir conmigo, usted sabe. A veces vamos a la Mayorista, otras a la Minorista y también a esta que frecuentaba con mamá”.

Cuando Javier quiere meterse a la cocina un domingo a preparar comida de mar, su especialidad —“¡qué tal unos mejillones! O no, mejor unas almejas o unas colitas de langosta”, le dice su esposa—, prefiere mercar en la Mayorista. Allá hay tiendas tan especializadas que son buscadas por los chefs de los restaurantes más selectos —y costosos— de Medellín, porque lo tienen todo. Laura interviene para decir que su papá ya les preparó pulpo.

“Laura siempre se antoja de flores”, revela él.

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Salderrío

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Los cristos anónimos de Jorge Mario

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·         20. Feb 2014

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·         General

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Jorge Mario Chavarriaga talla figuras de humanos y animales con machete y cuchillo en Titiribí. No las firma.

 

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Tal vez un milagro permanente le hacen a Jorge Mario Chavarriaga Jaramillo los cristos de palo que talla: evitar que la banqueta en que se sienta, dándole la espalda a un abismo en cuya sima hay un riachuelo, se quiebre bajo su peso y ruede hasta el fondo.

Esa silla es el centro de su taller. Un taller formado por una enramada hecha de guaduas y maderos, sin paredes y con techo de palma, situado en el patio de tierra de su casa, una de las primeras entrando a Titiribí.

Pero él no cree que esté en riesgo. Son más de 20 años los que ha pasado, día tras día, sentado en esa banqueta de asiento blando y espaldar de tablas a la vista, que le parece ocioso imaginar siquiera que de pronto se canse de cargarlo.

En el suelo, delante de él, hay dos trozos de árboles. Uno cree que alguno de ellos puede ser el banco de trabajo. Pero se equivoca: el artista apoya el trozo de madera en sus muslos y sus rodillas, sobre el bluyín, y le hace los cortes grandes con machete, sin que eso le cause dolor; sin que, en tantos años, se le haya ido la filosa herramienta hasta la piel, la carne o el hueso.

En el hueco de un tarro de madera hay dos pájaros sin terminar.

“Tengo tan buen pulso que puedo hacer 20 o más cortes en el mismo punto, sin que me tuerza”, se vanagloria y sonríe Jorge Mario y hace una demostración blandiendo el machete con fuerza y decisión.

Los cortes delicados, las costillas, los pliegues del trapito que le cubre el sexo, la barba, el cabello, el Inri que clavaron los romanos en la cruz, los hace con cuchillo de zapatero. Hace meses, un cura agradecido le envió un juego de gubias, mazo y azuela, pero no lo ha estrenado. No cambia sus herramientas por esas especializadas.

Gallinas con las patas emplumadas y una gallineta andan por todas partes. Rondan el sitio de trabajo, dan la vuelta a la vivienda de paredes encaladas y atestadas de obras del artista: cristos, vírgenes, quijotes, animales, animales imaginarios… Van a la parte de atrás de la casa, un prado donde pace un caballo enano y rodean un sillón desbaratado aunque mullido, en que se sienta el hermano de nuestro personaje, Gildardo, también a tallar.

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Jorge Mario tiene revendedores de su arte en Santa Marta, Bogotá, San Pedro de los Milagros. Cree que el Papa Juan Pablo II tuvo alguno de sus cristos. Ha visto, en noticieros de televición, informes desde hospitales y se ha dado cuenta de que cristos de las habitaciones son creaciones suyas. Nadie lo sabe porque no los firma.

“Aprendí de Jorge Mario —comenta Gildardo, al percibirnos detrás suyo, casi sin mirarnos—. Yo trabajaba en el campo pero hace 20 años quedé discapacitado: me hizo daño un veneno que le apliqué a la roya de un cafetal; casi no camino.

Ayuda a a completar un pedido de 40 cristos, el encargo de un cliente para sus aguinaldos.

Cazaraíces
Jorge Mario va por riachuelos y bosques buscando raíces y tallos de robles, cedros y cafetos. Las raíces le parecen más resistentes. En esos trozos vegetales, él ve la figura que encierran desde el momento mismo en que se topa con ellos y “uno les quita lo que les sobra”.

“Las raíces no dan lo que uno quiera sino lo que ellas tienen para dar”, explica.

En una ve un mono; en otra, a don Quijote y Sancho Panza; en la siguiente, un escorpión…

También usa troncos que le dan en algunas fincas o retales de rastras de madera que descartan en carpinterías.

Así se enseñó desde que tenía siete años —ahora tiene 55—, viendo a su padre, Luis Eduardo, esculpiendo figuras santas, él sí con el realismo del arte religioso. Recuerda que vendía poco: sus clientes eran más que nada sacerdotes y ellos, dice Jorge Mario, han esperado que alguien done los santos a la parroquia. A él mismo, que también hace imágenes realistas —un crucificado espera cliente en una de sus habitaciones—, cuando la ofrece, le han dado la misma disculpa.

“¿Que si recuerdo mi primera obra? Una iguana con cara de mico. Pedí 50 pesos por ella. Me pagaron con un billete de 100 y como no tenía devuelta, me dieron los 100″.

No fue a la escuela. No sabe leer ni escribir. No firma sus trabajos porque no sabe dibujar las letras de su nombre.

Un día, un hombre le encargó muchos cristos. Al notar que no firmaba los trabajos, le indicó que les pusiera ciertas iniciales a cada uno, y así lo hizo.

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Fotos Róbinson Sáenz

De todas las figuras que ha creado, las que más recuerda son las de un pesebre gigantesco, la Virgen, san José, los reyes, todos en tamaño mayor al natural. Los terminó una noche de diciembre de hace varios años y era tal el afán que tenía el cliente de llevárselos, que no tuvo tiempo de conseguir una cámara para fotografiarlos. Asunto que no para de lamentar. “Quedé con una sensación de alegría y tristeza a la vez, porque no pude casi ni verlos”.

Jorge Mario ya ve, en el limón que da sombra y limones a unos cuantos pasos del taller, otro cristo. Tal vez un cristo con el pie derecho montado sobre el izquierdo, como les gusta a los diestros imaginar a “Nuestro Señor”. Pero aún tiene que esperar varios años, hasta que esté seco: “cuando eso suceda, ahí mismo me apodero de él”.

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Salderrío

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Cuando la vida queda en puntos suspensivos

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·         17. Mar 2014

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·         Publicaciones El Colombiano

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Por trauma y por inhalación de gases tóxicos, respectivamente, Rodolfo y Roberto quedaron en estado vegetativo. Les sobran manos de seres queridos para ayudarles a existir.

 

Rodolfo Santos* permanece acostado con la espalda y la cabeza levantadas. Está en casa. Desde la cama hospitalaria de su habitación limpia y bien iluminada, a través de los cristales de la ventana, se ve un paisaje de vacas manchadas de blanco y negro en un campo plano, unos eucaliptos, las ruinas de una vivienda, una llovizna casi imperceptible y un aire lechozo que cierra la visibilidad un poco más allá de la los animales, como un telón. Parece que se viera el frío. Sin embargo, su cuarto es tibio.

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Marta Elena y su hermano Rodolfo.

A veces, su hermana Marta Elena* se acerca para abrazarlo, darle un beso o expresarle alguna palabra tierna. Desde la enfermedad de Rodolfo, un trauma encefalocraneano producido por una caída desde su altura, poco más de un metro con 75 centímetros, sucedida hace seis años, la cual lo dejó sin posiblilidades de valerse por sí mismo y con el entendimiento limitado, decidió que rompería con ese modo de ser, afectuoso sí, atento a los demás también, pero marcadamente inexpresivo, que la ha inhibido —lo mismo que a los demás de la casa— para dar una caricia o decirle a alguien que lo ama.

Dueña de una voz ronca, producto de sus inseparables cigarrillos, dice:

—Tal vez para esto sea lo único que ha servido el accidente de Rodolfo —sorbe café; da una fumada a su cigarrillo y no piensa en el humo que se va hacia adentro de su organismo—. Ya, cuando llega mi otro hermano de visita, no me mido para saludarlo con un beso. Y a todos los demás.

El humo sale por su boca envuelto en palabras al contar que él era ingeniero administrativo y laboró por años en una compañía textil. Menor de diez hermanos, vivía en casa con su madre y las tres hermanas solteras, ella entre esas. Vivían en Medellín. Él llevaba una vida normal. Salía algunas veces a tomarse unos tragos. Odiaba el cigarrillo. Con las tres hermanas, solía ir de paseo a una casita que tenían en Fredonia. De vez en cuando, una de las casadas, Constanza*, venía de Los Ángeles, California, a visitarlos. Una gringa. Su mentalidad es la de una completa gringa. Tantos años por allá, usted sabe. De pronto, surgió la noticia de que la textilera sería vendida. Rodolfo llegaba a casa cada noche y repetía: “eso se va a acabar”. Parecía temer por el fin de su empleo. Hasta que el 20 de febrero de 2008, a la hora del almuerzo, salió con un compañero a dar una caminada corta cerca de la oficina. De pronto, la caída. Desmayó. El estrés lo haría desmayar, supone Leticia*, otra de las hemanas, quien por atender una diligencia no está con nosotros en casa.

Rodolfo entró a cirugía. Tratarían de curarle los hematomas cerebrales, de limpiarle la sangre derramada. Después, no despertó. Quedó en coma hasta agosto del mismo año. Su regreso fue paulatino.

Intentó sin éxito mover una pierna para bajarse de la cama. Leticia le dijo:

—Tuviste un accidente grave y te hicieron una cirugía en la cabeza. No podemos hablar y no podemos movernos.

Y ese hombre lloró. Y volvió a llorar otras dos veces. Luego de eso, aprendió a reconocer las letras para formar palabras, a decir sí mostrando el dedo índice y no mostrando el índice y el del corazón.

—¿Díganos, usted dónde vive, niño? —le inquiere Nubia, la enfermera que va a ayudarles a alistarlo, “cuando estamos muy extenuadas”. La pregunta es para darnos una idea de sus habilidades.

Rodolfo saca una mano de las mantas, la izquierda, la única que mueve, y se la lleva a su ceja derecha. Es su manera de indicar que vive en La Ceja. Allá fueron a parar los cuatro hermanos hace un mes. Dejaron la ciudad y parecen satisfechos de su decisión. El clima, la tranquilidad y, sobre todo, el silencio.

—¿Cuéntenos qué ve por la ventana?

Él empuña una linterna. La enciende. Dirige una luz de punto a un tablero de tela que tiene en la pared de enfrente con el abecedario. Va señalando letra por letra hasta formar la palabra “vacas”; después, “Luna”.

Sabe indicar cuántos años tiene, va mostrando su mano abierta 12 veces y después solo dos dedos.

¿Lo entiende todo?

—No —asegura Marta Elena, ya en una habitación contigua en la que hay dos camas, mientras me muestra fotografías. Las tiene en un computador portátil, en un archivo que ha nombrado «Rodolfo antes y después». Se ve un tipo fortachón y de aspecto elegante, algunas veces con sombrero blanco—. Él es como un niño. Responde bien preguntas sencillas; no complejas. Tiene una desconexión entre pasado y presente. Un médico primo nuestro dice que su cerebro se proteje olvidando lo doloroso; de lo contrario enloquecería.

Si les hubieran dicho que después de la cirugía de cerebro podía quedar así, en estado semivegetativo, ellos no lo hubieran dejado operar.

Cuenta que han dividido las labores. La Mona le hace la comida; Leticia reclama su pensión y lo representa legalmente por su interdicción, y ella, lo baña, cambia sus sondas de orina y le lava los dientes. Con ayuda de una grúa, las mujeres, mayores que él, lo levantan y le ponen los enemas por el recto para extraer sus heces. La EPS les quitó la enfermera hace tiempos. En conversación anterior, Leticia cuenta:

—Yo ya hice una carta en la que digo que a mí nadie me va a entubar ni a prolongar la vida, si llego a sufrir un accidente igual al de Rodolfo. A mí nadie me va a retener. Ya la autentiqué en una notaría.

 

Un acto de heroísmo

Como si hubiera sido ayer, doña Gloria recuerda el día en que su hijo Roberto Jaramillo madrugó para encontrarse con la fatalidad.

De eso hace 15 años y siete meses y Roberto tenía 26 años. Era un bombero. Solía decirle a su madre que él tenía que vivir confesado, porque en ese oficio, la vida puede perderse en cualquier momento y él no iba a dejar de salvar a nadie por miedo.

El amanecer de un 14 de julio, Roberto salió de su casa en Villa Sofía para ir a la estación central. Sin emergencias que atender, se ocupaba de alistar una de las máquinas. Antes de las siete, una llamada informaba que un obrero de Empresas Públicas había caído en un hueco de alcantarillado en Barrio Triste.

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Roberto Jaramillo y su madre, Gloria. Fotos Hernán Vanegas

—Que vaya Roberto —ordenó el capitán.

Ni el superior ni nadie —enfatiza doña Gloria— habló de llevar equipos de protección. Parecía un caso sencillo. Hacía menos de dos semanas, el mismo Roberto había extraído a un borracho de un hueco semejante cerca a la Universidad Nacional.

En el sitio del hecho, Roberto comprobó que el técnico yacía en el fondo de un pozo de siete metros de hondo que tenía agua en su suelo.

—Me meto o no me meto —preguntó en voz alta el bombero, según contaría después un testigo—. Pediré refuerzos.

Pero en esas, la gente fue arremolinándose alrededor de la escena y comenzó a hablar, a tratar mal al socorrista, a decir que para eso están los bomberos.

Roberto entró. Contarían después que no bien había bajado algunos escalones de esa escalera de hierro que suelen tener los alcantarillados empotrada en sus paredes cuando el socorrista cayó inerte, como un bulto encima del obrero. Roberto estuvo 13 minutos en el fondo del pozo.

Albeiro Estrada, otro bombero asignado, descendió por los hombres, él sí con protección boca y nariz. Diría luego que se encomendó a los santos y llegó a los cuerpos. Se sumergió en aguas negras y pútridas, tomó primero a Roberto, inconsciente, y lo echó a sus espaldas. Subió con él hasta la mitad, donde otro socorrista lo esperaba para recibírselo. Después, al otro hombre, que ya estaba muerto.

Los médicos determinaron que ambos habían perdido el conocimiento por inhalar gases tóxicos.

Permaneció en coma varios meses. Estaba en ese sueño profundo cuando se mudaron de casa a la que ahora ocupan, en Castilla. Abrió los ojos. Nada dice.

Su padre, Javier, quien fue arriero en su juventud en Sabanalarga, tiene las fuerzas intactas. Él es quien lo levanta para que ella lo bañe y lo vista.

En un cuarto en el que hay más de 170 camándulas, imágenes de santos, recortes de prensa y diplomas a la valentía, su madre lo incorpora para introducirle la mediamañana, un líquido café amarillento, por una sonda gástrica que le sale por el pecho. Dice:

—Él nos decía que nos iba a dar casita. No nos la dio, pero es el que paga el alquiler con la pensión de invalidez que recibe.

 *Nombres cambiados

·         crónica, john saldarriaga, pacientes en estado vegetativo, salderrio,Salud

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Gabo

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·         25. Abr 2014

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·         General

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La muerte de Gabriel García Márquez me motiva a presentar algunas crónicas que he escrito en los últimos años —y en los últimos días—, alrededor de su figura. Una de ellas, la Sombra de gabo en Aracataca, hace parte del libro Vida y Milagros (crónicas, reportajes y perfiles) de reciente publicación en la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.

 

LA SOMBRA DE GABO EN ARACATACA

Crónica que narra la vida de un municipio, alrededor de la figura del Nobel.

Al mediodía, cuando termina la jornada escolar, los niños que salen de las escuelas no obedecen la señal de “PARE” que muestran los guardias de la Estación de Aracataca cuando va a pasar el tren carbonero.

Al contrario, como si la tableta que portaran esos hombres vestidos de azul dijera «SIGA», ellos corren para pasar la línea férrea por delante de la locomotora, desafiantes, juguetones, a pesar de que esa metálica serpiente es una caravana casi interminable, conformada por 120 vagones cargados que avanzan raudos, mucho más rápido que los que cruzaban esos campos hace medio siglo transportando el banano.

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No obedecen, a pesar de que su paso, una o dos veces cada hora, de día y de noche, es la materialización más concreta de la idea de rapidez que existe en Macondo.

Las sirenas de la máquina anuncian prematuramente su paso inundando el ambiente lento, atravesando como daga el aire soporífero que se sostiene en seres animados e inanimados como una manta invisible y pesada bajo el cielo azul y sin nubes. Ese sonido intenso de corneta se escucha en todos los rincones del pueblo.

Lo oyen en el centro de calles pavimentadas que se colman, no de burros, sino de motocicletas y ciclotaxis; lo escuchan algunos indios wayúu que se la pasan sentados tomando cerveza y mambeando coca en el Puente de los Varados; lo oyen los chicos que se internan sin camisa en las aguas de la acequia que le sacaron hace un siglo al río Aracataca para regadío, poniéndose ante los ojos un fragmento informe de vidrio plano para ver en el fondo elementos de hierro y bronce, como cadenas y candados, que recuperan para venderlos en la compraventa de deshechos; lo escuchan los jugadores de arrancón -una forma del remis-, que han pasado desde hace sesenta años sentados en la calle detrás del mercado todos los días de diez de la mañana a once de la noche, relevándose de generación en generación, bajo los ojos de su fundadora, Josefina, que cada media hora saca del case 500 pesos como pago de alquiler del juego y el espacio; lo oyen los sembradores de palma africana que desplaza lentamente al banano… En fin, esa sirena se ha convertido en parte de la vida cotidiana de esta población, en música de fondo para esos 60 mil habitantes que se revuelven bajo la canícula.

Es el tren de la Drummond, la compañía extranjera que explota las minas del negro mineral en La Jagua de Ibirico, Cesar, y lo conduce al puerto en Santa Marta para sacarlo por mar al exterior.

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El Fello
Alfredo Correa, el Fello, la oye en su casa situada al pie de la manga destinada a las corralejas de julio. Es viernes. Él está apenas reponiéndose de una pea memorable que ha alentado en el Carnaval de Barranquilla -no se queda en los de Aracataca porque en Curramba hay más que ver-.

El octogenario roble no tiembla ni presenta efectos visibles de resaca, pero afirma que a esta edad no es lo mismo que cuando era joven.

Es hermano del mejor amigo de Gabriel García Márquez, Luis Carmelo, “que aparece mencionado en Vivir para contarla”. Pero tras la muerte de éste hace tres años, víctima de una diabetes que había obligado ya la amputación de una pierna, todos lo buscan para que cuente historias del escritor.

Total, él también hizo parte de ese grupo de amigos. Su familia era vecina de la del hijo de la niña Luisa Santiaga; sus casas estaban situadas una diagonal a la otra en la Avenida de Monseñor Espejo, a una cuadra del parque central.

En la calle, pocos son los que osan desafiar ese Sol que detiene los termómetros en 40°C. Bajo la sombra de los almendros, los mayores descabezan un sueñecito corto arrullados por el piar de los chupahuevos.

Por su parte, Fello, en la sala de su casa, se sienta a existir en una silla macondiana fabricada en madera de canalete por él mismo en su taller de ebanista situado en el solar trasero de su casa -cuyo techo lo forman dos mangos- y bautizada por él de este modo porque es única -elaborada en largueros cepillados, con el asiento en declive que forma un ángulo recto con el espaldar tirado hacia atrás, consiguiendo que quien se siente apoye también la espalda-.

Evoca aquellos tiempos con una frescura tal, que quien lo escucha debe estar repitiéndose que ocurrieron hace 70 años para no llamarse a engaños.

“Gabito se crió con la familia de la niña Luisa, como le decíamos a su mamá en esos tiempos en que, no sé, éramos más educados para tratar a los mayores. Como eran de raza guajira, más bien sedentarios y serios, encerraban al niño a las seis de la tarde y él se quedaba escuchando las historias de sus tías referentes a las vivencias de su padre, el Coronel Márquez”. Fello hace una pausa antes de agregar: “Gabito siempre tenía zapatos”.

Eran tiempos de bonanza en Aracataca. Éste era un pueblo tan grande como Fundación, en el que despilfarraban la plata. Los viejos todavía recuerdan a un guajiro que llegaba los viernes con una mochila llena de dinero para pagarle a los trabajadores de las bananeras. Y no faltaba quien, en el baile de la cumbia, liara las espermas encendidas con billetes.

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El creador de la silla macondiana se incorpora para ir a extraer de un cajón de una cómoda en la habitación contigua fotografías históricas. En una de ellas -que por cierto le regaló García Márquez- aparece el autor de La Hojarasca, al lado del compositor Rafael Escalona, el periodista Álvaro Cepeda Samudio y el pintor Jaime Molina, de pie, tomándose unos tragos. En el reverso de la foto, la dedicatoria escrita a mano: “Para Fello, de su hermano mayor Gabriel G. M.”

Y con ella ante sus ojos, dice que Escalona no cuenta la verdad, o por lo menos la deja incompleta, con respecto al Festival de la Leyenda Vallenata. Pues ese Festival nació en Aracataca en 1966; no en Valledupar.

“Un día estábamos tomándonos unos tragos mis hermanos, el maestro Escalona y yo, cuando llamó Gabito. Contestó Luis Carmelo. “¿Lucho, con quién estás? Espérame que voy a huir de unos periodistas que me tienen cansado”. Y se apareció en la casa. Entre tanto hablar, Escalona le dijo que estaba interesado en que él oyera sus paseos. “Ajá, pero no de cualquier manera -respondió Gabito-: ¡Hagamos una parranda! Y así se hizo. Participaron agrupaciones locales y de pueblos vecinos y se fundó el Festival, en Aracataca”.

Víctor, apodado el Chimila, cuidandero nocturno de la Casa Museo Gabriel García Márquez, interviene en este punto: “Déjeme recordar quién fue el Rey Vallenato esa vez… Era ese tipo bajito, creo que de Valledupar, Julio de la Ossa…”

Fello dice que tal vez el compositor de La casa en el aire y Consuelo Araújo Noguera, La Cacica, tuvieron más visión de futuro y mercadearon de mejor manera el Festival para la capital del Cesar.

La sirena de otro tren vuelve a escucharse. Esta vez Fello y Chimila están en el taller de ebanistería. Cuatro gallinas dan vueltas por ahí. En el solar de otra casa se ve a una vecina, una toalla anudada en el pecho por todo vestido, lavando ropa.

Y mientras aquél barniza una silla macondiana a la que cambió un larguero y ajustó tornillos esta mañana, va recordando lo supersticioso que ha sido Gabito. Refiere una anécdota en la que éste abandonó el grupo de amigos junto a la casa del doctor Barbosa, un boticario que recetaba medicamentos a los enfermos, para internarse en un matorral urgido por un estómago indómito. Y que no pasaron cinco minutos antes de que regresara raudo, pálido y sudoroso, diciendo que le habían salido los animes y lo habían levantado a piedra.

“Los animes son como los duendes”, explica. “Sí, yo sé -complementa el Chimila-. Hay quienes saben cosas y son capaces de esclavizar animes. Los guardan en un calabazo y contratan, digamos, la preparación de un terreno para sembrar arroz. Liberan esos seres, les dan la orden y ellos obedecen corriendo.

El que pase por ahí cerca escucha un ruido como de cincuenta hombres echando machete, tumbando árboles y hasta ve caer los troncos y no se da cuenta quiénes están haciendo todo aquello. Sólo ven al tipo ahí, impávido. Y cuando los animes terminan el trabajo, él vuelve a encerrarlos en el calabacito”.

“Sí -añade el primero-. En dos días hacen el trabajo que un hombre haría en un mes, cobran más rápido, pero no se enriquecen porque esa es plata del Diablo. Esa es una maldición”.
Apellido

Antes de las tres, Aidée Galán escucha la sirena del tren, sentada en una silla mecedora un tanto raída bajo un tejado de zinc instalado adelante de su casa del barrio El Carmen, que da sombra a su venta de cerveza. Da la espalda a la calle polvorienta. Los barrios periféricos no tienen sus vías pavimentadas. Responde sin mirar el saludo de una vecina: “¡Adiós!”

Es la esposa de Nicolás Ricardo Arias, el único pariente de Gabriel García Márquez que vive en Aracataca. Es hijo de Rafael Arias, hermano medio de Luisa Santiaga y como ésta, hijo del Coronel Márquez, pero no de Tranquilina Iguarán; por esto no lleva el apellido Márquez sino el de su madre.
Nicolás Ricardo no para en la casa. Vive más tiempo en un billar de la Calle Cataquita, a una cuadra de la Calle de los Turcos.

Aidée es cienaguera. Espanta un poco el sopor para contar que se conocieron hace más de cuarenta años en Sevilla, un caserío de la zona bananera, y que le dio dificultad adaptarse a la vida en Aracataca, apartada de sus viejos y, por supuesto, sufrió mucho en un tiempo en que a su marido, que trabajaba en vigilancia, lo trasladaron para el Cesar y ella fue con él.
Cuenta que el escritor ha venido a saludarlos a esta casa. Hasta se tomó una fotografía con ellos de espaldas a la fachada. Pero que no ha vuelto. Serán sus males que no le dan tregua. Y que su esposo tiene esperanzas de que el ilustre primo vuelva a visitarlos ahora en el cumpleaños. “¿Que lo aporrea mucho el viaje de Santa Marta a Aracataca por carretera? ¡Ah, para eso existen los helicópteros!”. Y aprovecha la despabilada para internarse en el fondo de la casa y lavar algunos trapos.

A las cuatro de la tarde, cuando vuelve a sonar la sirena, en la gallera dos hombres cortan con tijeras las plumas sobrantes de dos gallos finos y les calzan las espuelas. Los echan al ruedo para que, en franca lid, ellos mismos decidan cuál se ganará el derecho de pelear en la gran noche del día siguiente, sábado, en la competencia en que llegarán ejemplares de muchos sitios de la Costa.

Ese sonido encuentra a Adrián Mercado y Rubiela Reyes, los guías de la Casa Museo Gabriel García Márquez, ocupados en sus quehaceres. Él levanta los recortes de prensa que hablan del escritor, adheridos a hojas de icopor, cada que el viento se cuela por la ventana de la calle y la puerta que da a un patio interior y juega a descolgarlos de los clavos de las paredes.

Ella se entretiene con dos turistas alemanes, una mujer y su hermano, blancos como los icopores, que han permanecido horas en la casa tratando de ver con sus ojos y tocar con sus manos las cosas que García Márquez menciona en sus libros.

La visitante no habla español, pero es la que ha leído las obras. Su hermano no las ha leído, pero es dueño de unas cuantas palabras en el idioma del autor. De modo que entre sus señales, su precario español y el precario inglés de la anfitriona, alcanzan a defenderse. “No, la casa del doctor Barbosa ya no existe; la tumbaron. Sólo queda una ventana, la última”, le indica.

Rubiela cuenta que le ha escuchado decir al director, Rafael Darío Jiménez, que en marzo comenzarán las labores de reconstrucción de la casa, con recursos del Ministerio. Y como anécdota, que el Nobel no ha sido capaz de pasar frente a la vivienda en las escasas ocasiones en que ha visitado el pueblo, por pura nostalgia.

“Él es supersticioso. Un día López Michelsen le dijo que no regresara a Aracataca para quedarse, porque le llegaría la muerte”.

Calavera

Cuando la sirena vuelve a sonar son las cinco. Y ese sonido de corneta parece oportuno para subrayar las palabras del sacerdote en la misa de la iglesia de San José, quien en la homilía explica que el tiempo de la Cuaresma es un llamado de Dios a los hombres, convocándolos para un cambio.

Como una decoración impresionista, un cráneo, sostenido en cúbitos y radios cruzados, todo lo cual cubierto de cal o yeso, está situado en el suelo, contra la pared, en la parte de atrás del templo.

“A todos los cataqueros nos bautizaban ahí, en una pila que había a un lado -explicaría Rafael Darío Jiménez, posteriormente-. Representa la crucifixión”.

Una mujer sale de misa y explica que no, que eso simboliza lo que quedará de cada uno de nosotros cuando terminen nuestros acostumbrados malos pasos por este Valle de Lágrimas y que entonces no vale la pena la vanidad.

Contexto
Gabriel García Márquez dijo alguna vez que escribía para que sus amigos lo quisieran más y a fe que lo ha conseguido. En su pueblo, Aracataca, los más de los cuarenta mil habitantes, chicos y grandes, se refieren a él de manera afectuosa. Le dicen Gabito, como dando a entender que es amigo de todos y nadie reniega porque no vaya a visitarlos con frecuencia. Encuentran razones para cada cosa.

***

 

MAGDALENA, NANA DE GABO, OYE ECOS DE AYER

 
Es mentira eso de que María Magdalena Bolaños, la nana de gabito, tenga alzhaimer. Eso lo dice su hijo, Abel, para hacerme desistir de la idea de hablarle, sin importarle siquiera que ella esté ahí, a su lado, mirando por la ventana, sorda como la tapia que bordea su casa de esquina, sí, pero dueña de una amabilidad que le salta a los ojos.

—Sepa que usted no es el primero. —Dice Abel con un hablar crudo, déspota casi, asomado por unos ojos marchitos. Y como si se aprestara a enumerar sus logros, añade—: Han venido de Radio Francia, de revistas españolas, de muchas partes, y los he devuelto sin que les hable. Tiene alzheimer.

Es de noche. Ese mismo día me había enterado, de labios del administrador de un hostal que funciona en una casa, en la misma calle central en la que ella vive, que Magdalena fue nana de Gabriel García Márquez. Había ido a saludarla y ella, sentada en una mecedora en la acera y venteándose con un abanico de caña, junto a su puerta, me miró desde el profundo silencio de su sordera y me saludó con recelo. No debe sufrir por el ruido de los autos y de las mototaxis que pasan sin tregua por su calle, ni por el tren carbonero cuya sirena se escucha en todo el pueblo cada veinte minutos.

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El suyo es un caserón de esquina, al que le han sacado un pedazo para abrir una miscelánea. Una de las vendedoras sujeta una ponchera de plástico mientras dice:

—Magda es sorda. Téngale paciencia. Vuelva en la noche, cuando esté alguno de sus hijos.

En Aracataca todo el mundo sabe que Magdalena fue la nodriza de Gabito. Allá saben todo sobre él. Parece el hermano mayor de todos que se fue hace tiempos, pero en cualquier momento volverá. En la casa en la que pasó los primeros nueve años de vida, es decir, el tiempo en que Magda, una chiquilla que bien podría haber pasado por su hermanita mayor, los empleados saben la historia del Nobel. Son tantas las charlas que les han dado, los documentos que han leído, los comentarios que han oído, que tienen por qué sabérselas todas. El celador, Julio César Pérez sabe que la casa se incendió y el abuelo Nicolás Ricardo Márquez Mejía fue reconstruyéndola de atrás para adelante y por eso hay un espacio vacío cerca de la entrada.

Al fin, habla

En la mañana del día siguiente, insisto en mi idea de hablar con Magdalena. Me entero de que se levanta a las cinco. A las seis de la mañana la veo de lejos. Está asomada a la misma ventana de anoche, sola. Espanta a un perro flaco y blanco que intenta orinar en el frente de su casa. Cuando paso frente a ella, la saludo:

—¡Hola, Magdalena! —Le hago adiós con la mano. Sonríe. Pienso: voy a tener suerte.

Desesperado por un café, entro a un granero situado a media cuadra. No, dice el dependiente. Aquí no hay café.

—Pero espere un momento —repone sin acento costeño, sino de alguna parte del interior del país— le digo a mi mujer que le prepare un tinto.

Dispuesto a tomar el peor de los petróleos, me sorprende oírle decir que el café se lo traen de la Sierra Nevada y lo muelen, tuestan y cuelan en casa. Le cuento mi drama con Magdalena. Me dice que ella es amable y locuaz. Confirma que trabajó con los García Márquez como nana del escritor. Que eso todo el mundo lo sabe.

Se llama Neftalí Niño y es un nortesantandereano radicado hace más de cuarenta años en Aracataca. Sentado en silla plástica en la acera de la tienda, habla con un policía y un sujeto sin uniforme. Dice que Gabo visitó el pueblo en 2003. Antes de eso, en 1982, por lo del Nobel y, mucho antes, en 1967, en la parranda de música de acordeón.

Cuenta que su hijo, Luis Niño Cáceres, de unos cuarenta años, ha sido consentido de María Magdalena Bolaños Viuda de Rodríguez.

—Desde cuando era niño y hasta muy adulto, ella le traía almuerzo todos los días.

El hijo sale con el café. Es blanco y corpulento. Minutos después nos acompaña a casa de Magdalena. A ella se le iluminan los ojos al verlo. Luis le dice a gritos:

—Cuéntale del tiempo en que fuiste la nana de Gabo.

Conversadora, ella cuenta que en su casa hubo una distribuidora de cerveza Águila —misma firma en que trabajó el amigo de Gabo, Álvaro Cepeda Samudio—, y de Ron Caña.

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Cuando él le repite la inquietud, ella cuenta que nació en Villanueva, Guajira, el 22 de julio de 1917 y llegó a Aratacata cuando tenía seis años.

Luis comenta —y ella lo mira como si le oyera— que esa vivienda iba hasta la calle de atrás. Que los hijos vendieron un pedazo. Que Magdalena caminaba, hasta hace tres años, tranquila y sola, por las calles de Cataca e iba al mercado y a la iglesia de San José. Pero un día, al volver a casa, notó que se habían entrado los ladrones, a pesar de que el patio tiene paredes coronadas de vidrios en punta, y le habían robado el gallo y las gallinas. Corrió adonde los Niño a contarles su tragedia. Al día siguiente, volvió para decirles lo mismo. Así varios días y en cada ocasión era como si les estuviera informando por primera vez. Se dieron cuenta de que se había bloqueado. Algo no volvió a funcionar en esa mente nonagenaria. Y sus hijos,  especialmente Andrea, profesora del colegio, no quisieron que volviera a salir sola.

Luis Niño vuelve a gritarle la pregunta:

—¿Qué recuerdas de cuando fuiste nodriza de Gabito?

No tengo esperanzas de que oiga y más bien espero que siga hablando tranquila, lo que sea. ¡Milagro!:

—Yo fui la nana de Gabito —dice sonriente, como si nos revelara algo que no supiéramos y no le hubiéramos preguntado jamás—. Yo era una niña. De los diez a los diecisiete años. Me tocaba bañarlo y sacarlo a asolear y cuidarlo. Él era egoísta y envidioso. Lo que los otros niños tenían, lo quería para él. Cuando cumplió nueve, se lo llevaron para Sucre, Sucre, y hasta ahí llegó mi trabajo en esa casa.

De pronto, Magdalena comienza a cantar:

En una mañana de mayo por cierto
arriba de un árbol estaban los dos.
De pronto el cisne sacude las alas
y se oye de un arma la detonación
el cisne se estira, se tuerce y se encoge
y entre mil lamentos al suelo cayó.
La cisne se tira del árbol llorando
y allí con sus alas al muerto tapó.
Y así terminaron la vida los cisnes
porque el cazador también la mató.

Se sienta en la mecedora de la acera. Y ese Sol de Aracataca, que se hace más pesado cuando tiene quién lo cargue, la durmió en menos de un minuto

***

MACONDO, ALIMENTO DEL DIABLO

Macondo, el nombre del mundo literario creado por Gabito, es un árbol sobreexplotado, con cuya madera hacían canoas; un juego de azar; una hacienda, y una palabra bantú que significa plátanos.

Si no fuera por la literatura, el olvido habría extendido su nata por Macondo… Ni el árbol, ni la hacienda, ni el poblado ni la voz bantú con la que se llamaba el plátano en el Caribe, ni el juego de azar… nada de eso posee ahora una existencia fuerte, una significación concreta. Y pensar que Macondo, el literario, también fue destruido por un ciclón que se llevó con él hasta el último de los descendientes de la familia que lo fundó cien años antes.

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Unos dicen que Macondo, la palabra con la cual Gabriel García Márquez nombró un pueblo o, mejor, un mundo, surgió de un árbol inmenso, del cual en Aracataca apenas sí se encuentra uno.

—Tomen una mototaxi. Salgan a la troncal, sigan por la carretera que lleva a Ciénaga y, después de la primera ye que encuentren, en la entrada de una hacienda, se ve el único árbol de macondo que existe —indicó Neftalí Niño, un ocañero radicado en el pueblo de Gabito hace más de 40 años, sentado en un taburete afuera de su tienda de abarrotes, en plena vía central—. Está a menos de cinco minutos de aquí.

Pero no se ve. Desde la carretera y con ojos desacostumbrado, no se ve. Si no es por Camilo Durango, uno no da con él. Es un joven carpintero que está de descanso, sentado a la vera de la carretera, dando la espalda a tractomulas y buses que pasan raudos y sin inmutarse por la vibración de sismo en el asfalto y el ventarrón que le enreda el cabello.

—Los estaba esperando. Supe que ustedes andaban en busca de un macondo. El negro aquel que pasó en bici —comenta, señalando con un movimiento de cabeza a un ciclista que apenas se ve alejándose en la larga recta— los oyó a ustedes preguntarles por el árbol a unos vendedores en la ye y me dijo que estuviera atento —y luego de ponerse de pie, señala con el índice derecho en dirección a unos árboles situados en una finca del otro lado de la vía—. Es aquel; no ese frondoso, sino el que sigue.

Nada se ve. Un caracolí es el árbol frondoso y no alcanza a divisarse el tal macondo. Resuelve ir con nosotros. Tras él, saltamos la talanquera del cerco, dirigimos los pasos al caracolí, pero en el último momento vemos que no se detiene junto a su tronco, sino que va directamente hasta otro tallo corpulento, como de ceiba, que hay a pocos pasos de este. Ese tronco se interna, metros arriba, entre el follaje del vecino y desde el suelo es imposible ver las ramas, las hojas grandes, las flores rosáceas; nada de lo que nos describe el guía. Para verlas, habría que trepar por su tronco, como un mico, hasta el copo, situado a treinta o cuarenta metros de altura.

—Su madera era muy apreciada —comenta el carpintero—. Por eso se acabó. Los viejos la usaban para fabricar canoas.

Abraza el árbol como si lo amara y explica que si este se mantiene en pie es gracias a su vecino, el caracolí. Si estuviera solo, los vientos lo habrían partido hace tiempos.

Así como el árbol, también en extinción están quienes lo conocen. El carpintero añade que puede haber algunos más en la Sierra Nevada.

 

 

Otros macondos

¿Y el poblado, dónde está? Dasso Saldívar, el autor de Viaje a la Semilla, al mencionar algunas versiones existentes sobre el origen de la palabra Macondo, indica que algunas personas creen y sostienen que había un poblado nombrado así, cerca de Pivijay. No está en el mapa. Ninguno parece recordarlo.

Nadie juega macondo en Aracataca. Según Dasso, y producto de su investigación de la tradición oral sobre la familia del autor de Cien años de soledad, macondo era un juego de azar propio de las fiestas. Como un bingo, se jugaba con un trompo que llevaba grabadas seis figuras en sus costados. Una de ellas, con la cual se vencía, era un árbol de macondo.
Cuentan que macondo es la voz bantú, proveniente de makonde y plural de likande, que significa plátanos. Literalmente significaba “alimento del diablo”.

Sobre tal vocablo, en su mamadera de gallo, Gabriel García Márquez había dicho que era una palabra proveniente del griego acercándose al latín. En Vivir para contarla, ya seriamente, el escritor dice que macondo era una finca cercana a Aracataca. Le llamó la atención desde niño por su sonoridad.

“El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino, que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera que significaba… Lo había usado ya en tres libros, como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual, que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca” (página 28).
La hacienda no está.

El pueblo creado en Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, continuado en La siesta del martes, La mala hora, La Hojarasca y Cien años de soledad, entre otros relatos, fue fundado, como se sabe, por José Arcadio Buendía y los integrantes de su expedición: amigos, esposas, animales y utensilios de toda clase. Buscaban una salida al mar y en un sitio en el cual, después de 26 meses de errancia, José Arcadio soñó con una ciudad ruidosa cuyo nombre era Macondo y decidieron quedarse. Construida a “orillas de un río con lecho de piedras pulidas como huevos prehistóricos”, estaba situada al oeste de Riohacha y limitando con la Sierra impenetrable, ciénagas y pantanos.
Aracataca

En la llamada realidad está Aracataca. En el idioma de los indios chimilas, antiguos habitantes, esta palabra  deriva de los vocablos Ara, río de agua clara, y Cataca, nombre del cacique de la tribu que allí habitó.

En este municipio han existido muchos de los elementos del mundo macondiano, al extremo que muchas personas, en una analogía fácil, terminan por compararlos: el tren, que en otra época lo llevaba y traía todo, las inmensas plantaciones de banano como un mar vegetal, los turcos, los indios… Ahora, con transformaciones: el tren es carbonero y se detiene en este pueblo, no ha dejar y cargar mercancías, sino a dar paso a los pobladores, peatones o motorizados; las bananeras ya muy remplazadas por cultivos de palma.

En fin. Real o de fábula, el nombre Macondo sobrevirá, como todo, gracias a la memoria, que es más memoriosa y segura cuando tiene como soporte la escritura.   

ANTECEDENTES
No pocos han propuesto que se cambie el nombre de esa localidad del Magdalena por el de Macondo, pensando, más que en un homenaje al maestro de las letras, en una prosperidad económica, cimentada en la atracción turística y cultural que podría generar ante los ojos del mundo. Y esta idea no se ha quedado en palabras dichas al viento. En 2006, el alcalde de turno, Pedro Sánchez, quiso cambiarle el nombre por el de Aracataca-Macondo y para ello, convocó a un plebiscito. En una población de poco menos de 50.000 personas, de las cuales podía votar unas 22.000, era preciso que el sí obtuviera 8.388 votos. Solo 4.000 cataqueros salieron a sufragar y de ellos, 3.270 dijeron sí al cambio y 250, no.

 

***

EL RASTRO DE SUS CUENTOS EN EL TIEMPO

No es preciso ser crítico de literatura para detectar tres momentos en los cuentos del escritor de Aracataca, los cuales coresponden a su madurez literaria. Un primer momento, que bien podría llamarse premacondiano. Es marcadamente kafkiano. La influencia del escritor nacido en Praga a finales del siglo XIX no desaparecería jamás de la obra del Nobel colombiano. No obstante, en los primeros cuentos, compilados en el libro Ojos de perro azul, Kafka está detro de Gabito —no Gabo, Jaime García Márquez, su hermano, me corrigió un día: “no se dice Gabo, sino Gabito, porque es el hipocorístico guajiro para Gabriel”— como Eva está dentro de su gato.

Son cuentos con atmósfera de sueño, de sueño y muerte, de muerte, de repetición de espejos… Los cuentos más metafísicos que Gabito escribió.

El primer cuento que publicó Gabriel García Márquez fue La tercera resignación, en el suplemento Fin de Semana, número 80, de El Espectador el 13 de septiembre de 1947. En ese relato, el personaje narrador está muerto. Pero seguía creciendo. Parecé darse cuenta de algunas cosas que pasan; ser consciente.

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Sobre el origen de este relato, Jaime García Márquez, hermano de Gabito, cuenta: “nací sietemesino en una época que no había incubadora. El médico llegó a decir que estaba muerto, aunque tuviera algunas actividades vitales. Mi mamá tomó una caja de cartón, tal vez de zapatos, grande para que pudiera seguir creciendo. La llenó de algodón de ceibo y me metió en ella. Así fabricó una incubadora artesanal. Después, para que no muriera moro, o sea, sin bautizar, encargó a Gabito que fuera mi padrino. Para colmo, yo no sabía mamar.
Ella debía ordeñarse, verter la leche en un pocillo y dármela con un algodoncito o con un gotero. Esto le inspiró a él La tercera resignación”.

Jaime es trece años menor que Gabito. “Cuando yo tuve uso de razón —sigue diciendo Jaime— ya él era un hombre de 20 años que iba a casa, en Sucre, Sucre, a visitarnos en vacaciones”. De modo que Gabriel vio el nacimiento y la supervivencia inicial difícil de su hermano y pudo redactar así la que se imaginaba la dolorosa experiecia de la “muerte viva”, como dice en el cuento, con un ser humano que estaba como muerto, que murió tres veces y que crecía estando muerto.

Eva está dentro de su gato fue su segundo cuento. Publicado tres semanas después del primero, en el mismo semanario, hasta el título grita: ¡Kafka!. Una mujer que padecía la enfermedad de la belleza, como una maldición dolorosa que adivinaba también en sus antepasadas, solo con mirar en los retratos los rostro y en estos una expresión, un gesto, una mirada, algún signo casi imperceptible.

Y qué decir de Ojos de perro azul. El repetido encuentro de sueño en sueño de un hombre y una mujer. En la misma habitación. Condenados a no encontrarse en la llamada vida real. Ella porque busca sin cesar e infructuosamente el letrero Ojos de perro azul pintado en alguna parte; él, porque jamás la recuerda al despertar. Ese relato termina por recordar esas laberínticas preguntas de Sócrates sobre si es verdad que estamos aquí y si todo este asunto, el mundo, la realidad, la vida, es cierto.

Alguien desordena estas rosas, en el que el espíritu de un niño muerto alborota las rosas a una vendedora, es una mezcla de amor y muerte o de amor más allá de la muerte. La noche de los alcaravanes, Amargura para tres sonámbulos, La mujer que llegaba a las seis (no distante del cuento Los asesinos, de Ernest Hemingway); en fin, se trata de cuentos cercanos al absurdo, al horror del absurdo, al surrealismo.

Sin embargo hay uno en este libro que parece haberse escapado del siguiente, es decir, de Los funerales de la mamá grande. Como si se le hubiera colado sin permiso: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Incluido entre esos de textura metafísica y onírica, parece ganso entre patos. Hace parte del segundo momento de los cuetos de gabito, el macondiano. Es el relato en el que Macondo aparece por vez primera.

Tenía que ser domingo, cuando muchos creen que el tiempo se dilata, que naciera este lugar literario. Después de una sequía de siete meses, cuando la gente ya alusinaba del calor, llueve y todos sienten el alivio, la frescura, como si la Naturaleza se hubiera reconciliado con ellos. Isabel, la protagonista, ve llover y reflexiona sobre todo aquello, pero las horas pasan y la lluvia no cesa y el mundo entero parece sumido nuevamente en el diluvio universal. El aguacero pertinaz termina por enloquecer a Isabel, por trastornar su percepción de la realidad. Y esta, sin Isabel, se altera también, al extremo que ella escucha hablar de los muertos flotando en el agua, de una vaca invóvil como sembrada con sus cascos en la tierra. El tiempo detenido, la monotonía. Y esa frase final del monólogo, en la que parece que la vida es sueño… o muerte: «Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado».

 

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Se puebla y crece la aldea

Un segundo momento es el de los libros Los funerales de la Mamá Grande y La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Cuentos macondianos. Luego de la creación de Macondo en el cuento de Isabel, este espacio crece y se fortalece, aunque en unos se mencione su nombre y en otros no. Una vez creado, quedaba surtir el mundo con elementos míticos y reales, con personajes telúricos. Ya la metafísica, la realidad otra, la alucinación, lo etéreo, no se pierde, sino que comparte su sitio central en el relato con una realidad desmesurada en un mundo recién nacido. Y la atención del lector puede irse detrás de los sucesos, al tiempo que sigue los pasos de lo sensitivo y psicológico.

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La siesta del martes, por ejemplo, transcurre bajo un Sol agobiante. El niño acompaña a su madre en un largo viaje en tren, por entre un mar verde de bananeras, para ir a vender la casa. Basado en una experiencia propia, pero tergiversada, en la cual el joven Gabriel debe acompañar a su madre, Luisa Santiaga, de Sucre a Aracataca para vender la vivienda que antes fue del abuelo materno, el guerrero que inspiró la figura del Coronel. Es un incierto recorrido de la realidad a la ficción. El calor de horno de las dos de la tarde, el sopor encerrado en el tren que atraviesa la llanura bananera, hacen que los personajes parezcan delirar.

En Un día de estos, ese dentista sin título, Aurelio Escobar, que le saca una muela al alcalde, parece corresponder con uno de su infancia, el doctor Barbosa, de quien los paisanos coetáneos del Nobel todavía recuerdan. Esa fragilidad de los humanos ante la enfermedad y, por esta vía, ante el médico, sin excepción siquiera de las personas que ostentan el poder, hace que lleguen a la mente las páginas iniciales de Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar, cuando el emperador Adriano confiesa que deja de ser rey ante la mirada escrutadora del galeno.

Y en el volumen de la cándida Eréndira… Un señor muy viejo con unas alas enormes, El ahogado más hermoso del mundo —con la misma historia, Álvaro Cepeda Samudio hizo un guión cinematográfico—…
Latinos en Europa

Un  tercer momento en la evolución de sus cuentos es el de los Doce cuentos peregrinos. Después de varias décadas de vida gitana, en la narración se nota el ciudadano de mundo. El hombre del Caribe que ha trashumado por Europa y ha presenciado visisitudes, dramas y alegrías de latinoamericanos en ese continente. En esos cuentos peregrinos parecen lejanas las escenas de los libros anteriores, del trópico alucinado. Sin embargo, los personajes, claro está, llevan su cultura a todas partes. Y dentro del realismo mágico aparece María dos Prazeres, la puta brasilera que compró su funeral y su entierro por anticipado y se cercioró de enseñarle bien a su perro la ruta del cementerio y de su tumba para que, una vez muerta y enterrada, fuera él y solo él a visitarla; Margarito Duarte, el tolimense que andaba por el mundo con una maleta de pino que contenía los huesos de su niña muerta, que a pesar de los años seguía intacta, con olor a flores y carente de peso, a quien quería que canonizaran. La mujer que se alquila para soñar, y Nena Daconte, la del rastro de sangre en la nieve…

En suma, son tres momentos en el desarrollo de los cuentos de Gabriel García Márquez: antes, durante y después de Macondo, atravesados todos por el realismo mágico que, si bien no descubrió ni fundó el escritor más importante de Colombia, sí aprovechó como ningún otro escritor del planeta.

·         Aracataca, crónicas, Gabo, Gabriel García Márquez, john saldarriaga, macondo, Premio Nobel, salderrio

 

Salderrío

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Un librero sin librería

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·         05. May 2014

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·         Narrativa urbana

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Crónica del centro de Medellín

Por hacer tiempo, Saúl Maya Arcila, librero sin librería, descabezaba un sueñecito delgado en el sopor de la tarde, tirado en la cama de su agujero. Ubicada en Caracas, a media cuadra del viaducto del Metro, en Bolívar, la suya es una habitación situada en el fondo de un guardadero de carretillas y motocicletas, colmada de canastas de libros del suelo al cielo, que apenas dejan un estrecho camino para que su habitante llegue de la puerta a la cama y de esta al baño, establecido al final del breve cuadrilátero.

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A medio camino entre las estaciones parque Berrío y Prado del metro, bajo su viaducto, Saúl Maya Arcila exhibe los libros en el suelo. Fotos: Donaldo Zuluaga

Despierto desde las cuatro de la madrugada, reponía fuerzas para enfrentar por cuatro o cinco horas al monstruo: la ciudad.

El bombillo estaba encendido; la puerta de su cuarto no estaba cerrada del todo, de modo que dejaba escapar una rayita de luz que se derramaba en el parqueadero. Como si tuviera reloj, faltando diez minutos para las cuatro se levantó y comenzó a sacar algunas de las canastillas, nueve o diez, hasta el exterior del cuarto y a ponerlas en medio de motocicletas estacionadas. Apagó la luz, cerró la puerta y se dispuso a formar una torre con la mitad de las cestas. Ató una tira de tela a la de abajo, y arrastró el arrume halando de la cinta con notable esfuerzo. Dejó las otras en el suelo para volver por ellas. Llegó a la puerta del guardadero, al ruido. Atravesó la acera, ganó la calle y se fue tirando de su torre por la orilla, dando apenas paso a los autobuses que corrían rugientes a atender la señal de pare del semáforo de la esquina, a cuarenta metros de distancia. No miró el viejo cine de pornografía.

De tanto olerlo, ya ni siquiera percibió el olor del ACPM y, de tanto verlo, no vio el humo negro que ensombrecía el aire. Aprovechó la distancia entre dos taxis para atravesar la mitad de Bolívar, el carril que va de Sur a Norte, y llegar a la acera situada bajo el viaducto del metro. Allí se detuvo.

—¡Hey, Johan! —se agachó para llamar a un muchacho que dormía en el suelo con su cabeza recostada en la base del poste del alumbrado público—. Andá ya por los otros libros.

El muchacho, cabello negro en riñas, camiseta muy larga y tenis, se incorporó de un salto, desató la tira de tela de la canasta y corrió con la cinta en la mano por entre los autos para ir por los libros que Saúl había dejado afuera de su guarida.

Saúl es uno de los pocos libreros que se ocupan de salvar a los libros de una muerte segura y brindarles la oportunidad de volver a ser libros. Evita que lleguen a los depósitos de chatarra y, después, al picadero para fabricar más papel con ellos, tras lo cual se convertirán en talonario de recibos o en servilletas. Una reencarnación degradante, como si pagaran el karma de una vida ruin.

Para lograrlo, en la madrugada dirige sus pasos al cruce de la carrera 44 con la calle 64, adonde van llegando los recicladores a vender sus materiales en los depósitos. Pero los libros, no. Saben que ahí debe estar él y muy pocos libreros más, esperándolos para comprarles “las joyas” —así les dice— que han obtenido en sus cacerías por el Occidente de la ciudad. Metafísica, geografía, historia, álgebra, literatura. Los compra casi sin mirar. Al bulto. Después vendrá el momento de clasificarlos, de valorarlos.

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Los demás vendedores de libros leídos, acuden a Saúl en busca de los "tesoros" que él consigue de manos de los recicladores. Libros antiguos, primeras ediciones, rarezas. Este librero callejero también vende libros de circulación corriente. Son tan baratos, que quienes no tienen dinero para comprarlos nuevos o en librerías establecidas, llegan allí a comprarlos.

—¡Mira allí: El Cid Campeador! Allá está Colomba, de Merimée. ¡Ay, el Popol Vuh! —se sorprenden dos mujeres que se detienen a ver el tendido de libros que ha dispuesto Saúl y que oculta parte del cemento de la acera. Son las cuatro. En los días ordinarios, a esta hora entra en vigencia su licencia de librero callejero.

Los domingos son especiales. Saúl se levanta a las dos de la madrugada. Instala otro puesto de venta, además de este, en la esquina de Junín con el pasaje Boyacá, junto al edificio Fabricato, este sí desde la mañana. Si bien no saca los cinco mil volúmenes que guarda en su bodega, sí exhibe gran cantidad de ellos. Y las rarezas, esas ediciones de cien años y más. Allí recibe la visita de otros libreros —libreros con librería—, como Juan, el de Los Libros de Juan; Gustavo Zuluaga, apodado el Hamaquero, de Un lugar de la noche; Gilberto Giraldo, el de librería Antaño, y casi todos los dueños de las librerías de viejo de la ciudad.

—¿Cuánto cuesta Colombia amarga? —Preguntó el bigote negro de un hombre de cuyo hombro derecho colgaba una bolsa de tela con los recipientes del almuerzo ya vacíos.

—Llévelo en dos mil.

Y lo llevó en dos mil.

Saúl contó que Carlos Mario González, el profesor de la Universidad Nacional, se hizo cliente suyo por intermedio de Poe. Sí, iba pasando y, claro, mirando al suelo como van los que piensan mucho, y de pronto sus ojos se toparon con ese ejemplar sencillo, en pasta rústica, de Narraciones extraordinarias.

—Ah, el primer libro que me dio mi papá fue uno como ese. —Reveló el librero que dijo el otro.

—Y desde ese día viene con frecuencia y compra libros. A veces lleva de una vez cien o más. Él los entrega a la biblioteca… ¿es la de Jericó?

·         centro de Medellín, john saldarriaga, librerías, librerías de viejo,libros, salderrio, ventas callejeras

 

Salderrío

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El filo lo cubren con alimentos

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·         29. Ene 2015

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·         Narrativa urbana

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La cultura campesina se desplaza a la ciudad con las personas. Aprovechan predios para producir comida

 

A Ómar le duele en el lado izquierdo del pecho. Por eso, trabaja a ratos en su huerta, sembrada detrás de su casa. Ese dolor viene con él desde Aguamala, la vereda de Betulia donde vivía y tenía una finca cafetera. Uf, hasta cuatro trabajadores llegó a tener allá.

Un día, cuenta mientras arranca un palo de yuca, corta los tubérculos con un machete y los almacena en una caneca de plástico que no demora en llenarse, llevaba un bulto de café, tropezó o se enredó, vaya usté a saber cómo o en qué, y cayó al suelo. Una estaca se clavó en su pecho, el fardo le cayó encima y, aunque no le afectó el corazón, el golpe en las costillas, hombre, fue tan fuerte que por más que los médicos le manden medicamentos, el dolor no se va.

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Fotos Donaldo Zuluaga

En 1999 salió huyendo de la guerra entre paramilitares y guerrilleros, y vendió por cualquier cosa esa tierra. Allá también cultivaba lo que usté ve aquí: platanito, yuca. Pero aquí no va a poder seguir sembrando yuca porque el plátano le está dando mucha sombra y así no da.

Como venía contando, llegó a esta ladera, compró un terreno e hizo esta casa con sus manos, en la que vive con Diana, una muchacha que fue su novia en tiempos juveniles y de la que se había dejado porque así es la vida. Ella se casó con otro, y también tuvieron que salir de ese pueblo para llegar a la ciudad. Ella se acomodó con su esposo en La Avanzada, pero hasta allá llegó el brazo largo de la guerra que creían haber dejado atrás, en Betulia, y la dejó viuda recién llegada. Solo después de eso fue que se vieron y, usté sabe, donde hubo fuego… Él la recibió con cuatro hijos huérfanos de padre.

Y qué ironía. Omar huyó de la guerra y llegó a la guerra. En esas zonas altas de Medellín y Bello, los enfrentamientos entre bandas no daban tregua en ese tiempo. Pero él se dijo: qué va, yo no corro más. Y aguantó unos meses hasta que todo eso pasó.

En la puerta de esa casa de ladrillo a la vista, encerrada en malla, hay una mesa de madera coronada de plátanos verdes y yucas partidas y una báscula de reloj.

II. De Mántago
 Una cortina hecha de sábanas oculta a medias la cama de Ana de Jesús Manco de los ojos del mundo. Del mundo que pasa por la vieja vía a Guarne, que más bien es una trocha destrozada y polvorienta cuando pasa por el barrio Manantiales con dirección a El Pinal.

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Es una cortina gruesa, doble, que de todos modos se antoja insuficiente —si uno se imagina las noches— para soportar sin ayuda de paredes los fríos que saben hacer en esas alturas de la ciudad. Cerca de Santo Domingo Savio y La Avanzada, aunque es un barrio de Bello.

Pero es suficiente para que uno, al pasar, no vea a Ana de Jesús sentada en esa cama mientras habla con su nieto, Carlos, un muchacho de trece años que se acomoda en un taburete de madera con los pies montados en el asiento, enrollado en un abrigo que le queda grande.

Él es quien atiende la tienda. Una tienda de comestibles consistente en una mesa que soporta vasijas llenas de golosinas y, arriba de esta, colgados de una cuerda semejante a un tendedero de ropa, algunos paquetes de galletas cafés y redondas conforman otra cortina que también ayuda a impedir que los ojos indiscretos de los transeúntes y de los pasajeros de los buses, que todo lo quieren ver, y más con esa lentitud con la cual deben avanzar los autos en esa carretera formada por cráteres y promontorios, lleguen hasta el fondo de esa vivienda.

No tienen en la mesa de la venta, cosa rara, nada de lo que cultivan en ese terreno casi vertical que hay detrás de la casa, que habíamos visto desde La Avanzada. Maíz, fríjoles, auyama, yuca, plátano, cidra…

—Como venimos de las montañas, no sembramos florecitas; nos gusta es la comida —dice esta abuela de cabello blanco y largo, enfundada en un abrigo a cuadros.

Arriba de la cama, en una cuerda cuyo origen y final no se aprecian desde aquí, está colgada la ropa. Pantalones, chaquetas, vestidos, camisas, faldas cobijas…

Sonríe siempre. Dueña de la garrulidad que dan los años, nos invita a ver la huerta. Mientras pasamos por detrás de algunas estructuras de hierro —esqueletos de columnas— y de arrumes de ladrillos, elementos que anuncian la futura construcción de una casa en materiales, cuenta que fue desplazada de la vereda El Mántago, de Cañas Gordas, hace trece años.

—¿Mántago?

—Mántago era una fonda que había allá —responde y sigue con su cuento: que les robaron el ganaíto y mataron a un hermano y se tuvieron que venir volaos para la ciudad y aquí mal que bien se han ido solventando.

En un fogón de leña situado en el borde del abismo —la ciudad es una colcha de retazos ahí abajo— una olla a presión, con la tapa apenas puesta, cocina los fríjoles —la mujer la destapa para que veamos el agua oscura agitarse por la acción de un fuego lento—, al lado de otra que no destapa. Atiza el fuego y sigue su camino al maizal.

El cielo es azul; el Sol, fuerte. Pero el aire no es ni siquiera tibio en esa zona alta.

 —Apenas comenzamos con el maíz hace días. No ha dado la primera cosecha.

Señala con las manos los distintos productos, allá abajo están los fríjoles; aquí mismo, arrastrándose, la cidra, ¿la ve?

—¿Y ese sembrado de café, que se observa al fondo?

—Ese ya sí no es mío. Ese es de un vecino.

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De regreso al sitio de la cama y de la tienda, pasamos al lado de un sillón raído pero confortable en el que descansa un perro blanco, con el pelo en los ojos. Ana habla de ese nieto que no se ha movido de su taburete. Es hijo de Luis Hernán, uno de sus doce hijos. Luis Hernán es muy bueno, dice. No los abandona nunca. Trabaja en el día en otra parte y duerme con ellos dos en ese cambuche, y que la mujer de él viene a visitarlo.

—Este muchacho es la riqueza que tengo. Lo crié y vive conmigo. Estudiaba, pero dejó el colegio porque es discapacitado: no es capaz de madrugar —habla como si el muchacho no estuviera ahí, oyéndola, con una sonrisa de indiferencia instalada en su rostro—. Y a veces se le corre la teja.

Ana está ilusionada con los proyectos del hijo. Hará un corral de pollos y otro de marranos. Y sueña con producir truchas, aprovechando una corriente, pero eso sí cuesta más plata y necesitaría patrocinio. De todos modos, dice, la cosa va a estar mejor.

·         crónica, Desplazamiento, hambre, john saldarriaga, Medellín,salderrio, seguridad alimentaria, terrenos de invasión

 

Salderrío

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La Taberna del Ahorcado, fogón de creación

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·         07. Abr 2015

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Almirante Benbow, la vieja posada de La Isla del Tesoro, la novela de Robert Louis Stevenson, donde un capitán mutilado solía cantar “viejas canciones marineras, impías y salvajes”, y narrar “terroríficos relatos donde desfilaban ahorcados”, fue el origen del nombre de un sitio célebre de Medellín. Un espacio real, de bohemia y arte, que ahora bordea los territorios del mito.

Los protagonistas de la vida intelectual de los decenios del 50, 60 y 70 del siglo pasado, introdujeron su humanidad por la trampilla de la casa de Leonel Estrada, el Midas del Arte Antioqueño, para bajar a un sótano equipado de bar, con su barra, sus mesas, su reproductor de música, que se distinguió entre sus asiduos visitantes con el llamativo nombre de La Taberna del Ahorcado.

Allí, al calor de algún licor, escritores y artistas de la ciudad y sus pares extranjeros que llegaban de visita, se reunían a conversar sobre asuntos del arte. Y, por supuesto, también a pintar o a leer el último de sus cuentos o poemas. Animado por sus anfitriones, Leonel Estrada y María Helena Uribe, pintor él; escritora, ella, ese bodegón no era un bar abierto al público en general, sino a aquellas almas colmadas de una sensibilidad tal que las hacía habitar el mundo de lo bello.

La hoguera de las conversaciones era animada por Rocío Vélez, Jaime Sanín Echeverri, Lucy Tejada, Ignacio Gómez Villa, Armando Villegas, Carlos Granada, Augusto Rendón —el grabador—, Rubayata, Álvaro Restrepo, David Mejía Velilla —el poeta—, Óscar Hernández Monsalve —Don Fulano—, Manuel Mejía Vallejo, Olga Elena Matei, Justo Arozemena, Fernando González, Carlos Castro Saavedra, Alejandro Obregón, Fernando González Restrepo —hijo del filósofo—, Enrique Grau, Eduardo Carranza, Armando Villegas, Alicia Tafur, Luis López de Mesa —quien ya estaba septuagenario en el decenio del sesenta: nació en 1884—, Jorge Montoya Toro, Jaime Sanín Echeverrí, Alicia Tafur, Carlos Gaviria Díaz, Pilarica Alvear, Regina Mejía de Gaviria, Darío Ruiz Gómez y decenas de intelectuales más, cuyas caras rotaban su presencia en ese sitio.

La casa era una construcción diseñada por el arquitecto Eduardo Caputi, ubicada en El Poblado, en la calle 8 Sur con la carrera 43 B, cerca al actual centro comercial Oviedo. “Aprovechando un declive del terreno, el cual dejaba un sótano, Leonel, con su creatividad, decidió establecer allí este sitio”, explica Darío Ruiz Gómez.

Darío llegó por primera vez a la Taberna en 1965, después de su temporada en España. En ese tiempo, Leonel Estrada fue secretario de Educación. “Recuerdo que, en el fondo del recinto, había un muro con pinturas de Leonel y escritos de María Helena. Con el tiempo, fueron remplazados con ideas y trazos de otros artistas. Un mural de Alejandro Obregón, hecho allí, sobrevivió a la demolición del sitio. Los anfitriones lograron trasladarlo a su nueva vivienda”. En una época en la cual Medellín estaba cerrada en sus montañas, La Taberna del Ahorcado conectaba las ideas locales con las del planeta.

“Una vez, estuvimos allí con Evgueni Alexándrovich Evtushenko, el poeta ruso”, recuerda Óscar Hernández Monsalve. Nada menos, quien escribió:

No hay monumentos en Babi Yar,

tan solo un abismo abrupto

como para el entierro.

Tengo miedo.

Otra vez estuvo allí Juan Antonio Roda, el pintor español.

Don Fulano también tiene claro en su mente el muro aquel colmado de “inscripciones, frases y cifras”, la participación frecuente de sus amigos Manuel Mejía Vallejo y Carlos Castro Saavedra, y hasta la reaparición de Rodrigo Arenas Betancourt, el escultor de temas épicos, a su regreso de México.

El hombre de la varita

Lo que no tiene registrado en su mente el autor de Al final de la calle,novela que ocupó el segundo puesto en el Premio Esso de 1965, es la presencia del Filósofo de la Autenticidad en La Taberna del Ahorcado:

“Fernando era un hombre madrugador, a quien se le veía por las mañanas andando con su varita por las calles de Envigado, pero se acostaba muy temprano”, argumenta Don Fulano.

Sin embargo, de manera eventual, el autor de Viaje a pie, introdujo su humanidad, con varita y todo, por el hueco que dejaba en el suelo esa trampilla de madera, para descender a ese sótano de iluminados.

María Isabel, hija de Leonel y María Helena, recuerda haberlo visto allí, en compañía de Margarita Restrepo, su esposa. Y el propio Leonel Estrada, en septiembre de 2010, dos años antes de su muerte, dijo para un perfil publicado en este diario:

“Recuerdo que una vez (Fernando) se chocó con una pared de vidrio. Se achantó un poco, pero ese incidente le sirvió para filosofar. ‘¿Qué somos los humanos si una pared de vidrio nos puede detener? Nosotros, que queremos atravesar fronteras, nos detiene la más leve barrera’. O palabras parecidas. Fue muy bello”.

Bienales de Arte

Y en esas conversaciones, un poema viene, un dibujo va, aparecían, claro, los apuntes geniales, los comentarios llenos de brillo, pero, más que eso, las ideas monumentales que habrían de instalar a Medellín de una vez por todas en el mapa de la creación artística, como la de realizar las Bienales de Arte, que habría de patrocinar Coltejer.

Marta Traba Taín, la crítica de arte, irrumpió allí, en sus consuetudinarias visitas a la ciudad, a hablar de los movimientos artísticos. A sostener sus ideas a veces polémicas.

“Allí tuvimos también a uno de los grandes críticos: el uruguayo Aristides Meneghetti, quien defendía el arte moderno. El mismo que recibió, producto de la intolerancia y el desconocimiento, golpes de quienes mantenían ideas contrarias, una gresca en la que participaron algunos acuarelistas, quienes creían que el crítico estaba agrediendo el arte antioqueño”.

Producto de las noches de tertulia, en Medellín comenzaron a circular las nuevas ideas que llegaban del mundo. El expresionismo alemán, que propone un arte más personal, en el cual prima la visión del creador, su expresión, que la plasmación de la realidad. Y aunque este vovimiento surgió a principios del siglo veinte, llegó a Medellín a mediados del decenio del cincuenta, en gran medida, gracias a la inquietud de Leonel Estrada, “con quien, sin duda, nació una sensibilidad estética hacia el arte mundial”, en palabras del autor de Para que no se olvide tu nombre, volumen de cuentos que, por cierto, leyó por primera vez ante los contertulios de La Taberna , en 1966.

Y los asiduos visitantes del mágico lugar cuentan que Fanny Mikey, la actriz argentina, estuvo una noche presentando allí, en compañía de un actor, su café concierto La gata caliente, que tenía en escena por aquellos días. Después de su actuación se sentaba a una mesa a hablar de su experiencia en el teatro por Argentina y Colombia, de sus sueños y realizaciones.

Este espacio, La Taberna del Ahorcado, es comparable con otros que albergaron a grupos de creadores y movimientos artísticos, como la Cueva, de Barranquilla y, que, sin duda, continuó la tradición de las tertulias convocadas por artistas, poetas y escritores, como aquellas en las que participaba Tomás Carrasquilla, o esas otras que organizaba Rodolfo Cano Isaza, a principios del siglo veinte, con pintores, abogados, poetas, políticos e ingenieros, entre quienes se recuerda la participación de María Cano, la Flor del Trabajo. O la de los Panidas, animada por los genios de Fernando González y León de Greiff, que alborotaban el ambiente en el centro de la ciudad, al tiempo que daban aliento al mundo del arte y la escritura. Y, en cuanto a la concurrencia de personajes ilustres de la cultura, puede haber algo de esto en la tertulia que se armaba a finales del siglo, espontánea pero frecuentemente, en la casa de Dora Ramírez, la pintora que, más que usar colores, era utilizada por ellos, alrededor de la figura incomparable de Manuel Mejía Vallejo.

Los grupos de artistas y creadores no han sido escasos jamás. Sin embargo, uno como el que se formaba en el sótano de la casa de Leonel Estrada, tal vez sí lo sea, más que por la delicia de las conversaciones, por la generación de iniciativas que contribuían al desarrollo del arte regional.

La Taberna del Ahorcado era un lugar para quienes dormían poquito y no por reloj no ordenanza, como dice Don Fulano.

·         Bienales de Arte de Coltejer, crónica de Medellín, grupos culturales de Medellín, Leonel Estrada, Medellín cultural, Taberna del Ahorcado

 


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La cena del Senador

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·         01. Abr 2015

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A la memoria de Carlos Gaviria Díaz

 

“No viene”, piaban algunas aves sabaneteñas de mal agüero, haciendo referencia al Senador Carlos Gaviria Díaz, quien dictaría una charla en un congreso de noviolencia. El día llegó. Era el último de tres meses en los que nuestro deporte nacional había sido llamar cada tantos días al Congresista a las seis de la mañana, con contenida vergüenza, a la gélida capital. Claro que uno se lo imaginaba cubierto por esa barba blanca y pensaba que él no podía sentir frío… Con su voz siempre cordial, que brindaba la impresión de estar despierto desde hacía rato, aseguraba: “claro que estaré allí… Sí, sí, conozco Sabaneta, ¡no ve que soy antioqueño! No dejaremos de ir a La Doctora, ja, ja… Sí, muchas gracias… Lo mismo… Adíós”. Y el alma volvía al cuerpo. Sin embargo, no por mucho tiempo. Lo veíamos por televisión en esa especie de licuadora de intereses que es el Congreso de la República, esgrimiendo sus planteamientos lúcidos y libérrimos contra propuestas cuasi fascistas envueltas en retórica, en medio de homólogos temerosos del ejecutivo, como si este en cualquier momento fuera a cogerlos a correazos… Y volvía a asaltarnos la duda. Y otra vez la consabida llamada de seis de la mañana, luego de que las fatídicas aves hubieran vuelto a piar y de nuevo la voz cálida volvía a tranquilizarnos, sin ofuscarse por tanta insistencia: “Claro que estaré allí…”.

Y estuvo.

Prevista su intervención para las cuatro de la tarde, la agitación en el colegio Concejo era evidente. A las tres y treinta llegaban mensajes al auditorio: “que el Senador ya está en El Poblado”. Después: “que el Senador viene en camino”. Y con puntualidad inglesa, el Congresista irrumpió en el colegio, ubicado en una montaña oriental de Sabaneta, acompañado por su esposa, doña Cristina. Me uní a todos ellos –Esther Del Valle, coordinadora del evento; Carlos Cano, rector del colegio; Iván Montoya Montoya, secretario de Educación; Sergio Trujillo, secretario de Agricultura Departamental; el Senador; su esposa, y dos o tres concejales– en la rectoría, donde comían un plato de frutas.

– Él es periodista –dijo el Secretario de Educación a Gaviria– ¿Usted lo conoce?

—¡Qué más, hombre!

Aproveché para disculparme por tantas llamadas tempraneras. Ortiz, un cantante tenor, y yo ocupamos sendos sitios vacíos. Hablaban, entre otras cosas, de generalidades de Sabaneta: quince kilómetros cuadrados, treinta y seis mil habitantes, profunda devoción a María Auxiliadora, el evento de esa tarde –“muy bello el título: Semillas de Noviolencia…”–, y así. Su esposa habló del colegio Alcaravanes, del que fue fundadora.

–Por muchos años trabajó allí de tiempo completo –intervino sonriente el hombre de barbas blancas–. Pero en este momento tiene el colegio como dedicación exclusiva.

Siempre me había preguntado si el nombre de ese plantel tenía que ver con el cuento de García Márquez “La noche de los alcaravanes”, así que dije:

–Cuéntenme, por favor, el origen de ese nombre.

–Era una época en la que Carlos era amigo de Castro Saavedra y ambos gozaban con las lecturas que hacían de García Márquez. Así que Carlos propuso poner el colegio “Los Alcaravanes”, aludiendo a un cuento del Nobel. Analizamos las costumbres de estas aves y nos dimos cuenta de que tienen aspectos en que se asemejan a los niños: primero, les encanta el pantano y si por los niños fuera, vivirían en el lodo; segundo, viven de los insectos y los niños, a diferencia de los grandes que los detestan, juegan con los bichos…

–Y tercero –intervino el Congresista– ¡los alcaravanes vuelan tan mal como los niños…!

Llegaron

Saratoga es un estadero situado en el rincón sur del sector urbano de Sabaneta. Campestre, con una construcción amplia, rodeado de corredores. En el ingreso al bar hay un espacio libre, tal vez la pista de baile, iluminado por dos lámparas redondas atornilladas del techo, cuyas luces girantes son puntos de colores. El parqueadero, entre árboles, tiene el suelo cubierto de piedras trituradas. Antes de las ocho de la noche hacía un frío de agujas. Esther y yo llegamos antes que los demás. Un equipo de televisión, dirigidos por un comunicador de la municipalidad, reparaba una grabación. Se trataba de un video sobre estaderos, supimos. El director instalaba luces y daba instrucciones a uno de los camareros.

–Voy a hacer tomas al fogón de brasas. También a los clientes, pero dígales que no teman. Que esto no es Teleantioquia, ni Señal Colombia, ni Caracol… y encendió la poderosa luz.

Al poco tiempo, ingresó una camioneta de cuatro puertas. La del Alcalde. Se abrieron tres de ellas para que se apearan cuatro personas: los concejales conservadores Tulio Mejía, Carlos Mario Colorado y Antonio Castaño, acompañados por un colaborador de ese grupo político. El conductor, que no se veía desde nuestro sitio, dio la vuelta en el auto y se fue.

–¿Cuál es la mesa reservada? –preguntó el primero de ellos entrando en el caserón con un libro en la mano y dirigiéndose a nosotros que no ocupábamos ninguna, entretenidos como estábamos con el camarógrafo– sentémonos de una vez. Dejemos esos dos puestos centrales para el Senador y su esposa; ustedes –dijo a sus homólogos– ocupen los extremos. Parecía organizando un grupo para una fotografía. Cumbias y vallenatos viejos llenaban el espacio. –¿Somos los únicos clientes? Deberíamos pedir que cambiaran esa música, pero nadie lo hizo.

Después llegó el Secretario de Educación y se sentó junto a Mejía.

–Ese es el puesto del Senador.

–Enseguida me cambio.

Celebraron la jornada, que había sido doble: en un colegio de monjas, el foro educativo; en otro oficial, el congreso de noviolencia. Los expositores estuvieron muy bien. Dos ponentes fantásticos en el foro; por la tarde, Carlos Gaviria.

El equipo de televisión se despidió.

Una luz intensa iluminó el lugar. Eran las farolas de un auto que arribaba.

¡Llegaron! –dijeron unos. ¡Son ellos! –exclamamos otros, y todos a una salimos a recibirlos.

De un automóvil color plata –si no me falló mi ceguera nocturna, que suele aliarse con daltonismo y confusión general de colores– descendieron el Senador, de traje negro, y su esposa vestida de gris. Dos policías acaballados en una motocicleta los escoltaban.

–Nos confundimos un poco –explicó Carlos Gaviria Díaz–; no dimos tan fácil con este sitio – apretones de mano, abrazos, besos y de inmediato a la mesa, ubicándonos tal como dispuso Mejía. Algunos destacaron su cumplimiento; otros hicimos alusión a la charla de la tarde. Minutos después, llegó, por sus propios medios, el concejal liberal Alberto Toro, quien se ubicó frente a doña Cristina.

Libertador

–Yo me tomo un aguardiente –respondió el Senador a la consulta del camarero.

–Entonces, ¡pidamos media! –propuso Mejía, quien, acto seguido comenzó a leer en su libro, más bien arrimado al Parlamentario, para conseguir que su voz se abriera paso sin inconvenientes entre un vallenato de Alfredo Gutiérrez– «La partida de bautismo se encuentra en los libros de la Parroquia de Nuestra Señora de la Candelaria; pero el hecho es explicable porque en el año de su nacimiento (1760) aún no había sido fundado el Municipio de Envigado… –esta lectura se refería a José Félix de Restrepo y el Concejal la hacía en un viejo ejemplar de la Monografía de Envigado, de Sacramento Garcés. Y continuó leyendo–: Nació en Envigado, en una casa situada en Sabaneta, cercana a la quebrada “La Doctora”, que precisamente lleva este nombre en memoria de los cinco doctores, que nacieron en la solariega mansión, hijos de Dn. Vicente de Restrepo y doña Catalina Vélez».

Tres minutos antes, el Concejal había puesto ante los ojos del Congresista un recorte de prensa, algo amarillo por el tiempo y con los dobleces remarcados por haber permanecido en ese libro, con el registro de la noticia del doctorado Honoris Causa de la Universidad de Antioquia para el propio Gaviria, con una fotografía de este que a primera vista parecía una ilustración.

–Ve, Cristina, es la explicación del nombre de la quebrada…

–Qué interesante.

–Esa es la versión más aceptada –señaló Esther–. Sin embargo, algunos historiadores, entre ellos Beatriz Patiño, dicen conocer documentos en los que se evidencia que la quebrada se llamaba así antes de los cinco doctores…

–Y Mariano Ospina Rodríguez, biógrafo del personaje, aseguró que era envigadeño. Pero otros sostienen que nació en Medellín. Hasta indican que su casa estaba ubicada en lo que hoy es La América. Así aparece en boletines de la Academia Antioqueña de Historia.

–No sé –añadió jocoso el Senador–, pero cualquier documento que indique que el doctor Restrepo no es de aquí ¡hay que destruirlo! Obviamente, gracejo dicho en Sabaneta, la celebración fue ruidosa.

–Y mire, doctor, también está registrada la anécdota con el general Córdoba que usted mencionó en la tarde –Mejía hablaba del voto de Restrepo a favor de la pena de muerte para ese general y de que, días después, se encontraron los personajes y dieron un paseo por la capital, tras lo cual afirman que Córdoba le dijo: “¡Sálvese el magistrado para la Ley!”, a lo cual sostienen que respondió Restrepo: “¡Sálvese el héroe para la Patria!”.

–Muy bello.

–Deberíamos pedir la carta de comidas –propuso el Secretario.

–Ustedes que conocen, qué sería lo recomendable para cenar aquí –preguntó Gaviria.

–Doctor, entonces contamos con usté para que nos hable de José Félix en el Concejo… –inquirió Mejía.

–Cuenten conmigo, claro está.

–¿Antes de terminar el año?

–No, no. Más bien en febrero…

Esther fue por el cocinero para que resolviera la inquietud del Congresista. Volvió con un hombre dueño de un bigotico negro destacado, sin gorro, pero enfundado en un delantal atado por detrás con un par de tiras.

–Punta de anca, doctor. Es la especialidad.

–Entonces, hay que comer lo que recomienda el cocinero –dijo Gaviria. El otro, tras tomar el resto del pedido, dio la espalda y se fue.

Fin de fiesta

Los lamentos por la situación del país fueron tema. Al respecto, el Congresista opinó que le preocupaba la emoción que tienen muchas personas por las soluciones de fuerza que propone el ejecutivo. “Pero la fuerza por sí sola no surte los efectos esperados”, expresó. Añadió que pronto, cuando la gente observe que así debe ser, se va a desencantar de esos métodos y, por ahí derecho, de quienes los defienden. Las comidas fueron servidas. Un camarero pasó llenando los vasos de licor.

–Yo voté por Uribe –manifestó Mejía– y eso que soy de un partido contrario al de él…

–Ah, ¿entonces usted es liberal? –preguntó sonriendo el Senador, cuya ocurrencia fue celebrada por los dirigentes políticos, aunque no tan ruidosamente como las otras bromas. El parlamentario y su esposa alabaron el sabor de la salsa.

Carlos Gaviria comentó que había cantado tangos con Marta Pintuco. Por curiosidad visitó su casa un par de veces –“Marta Pineda, se llamaba la mujer, muy elegante”–. En la segunda, ella pidió permiso para unirse al grupo de contertulios y cantar tangos con ellos.

Después, la conversación aludió a las universidades, pues, comentaron que Sabaneta también las tiene.

–Ustedes que hablan de universidades… –observó Gaviria–. El ambiente de la universidad pública es incomparable, ¿no es así?

–Y en nuestro medio, tal vez no exista una que genere tanto sentido de pertenencia como la de Antioquia –opinó Esther–. Los egresados se resisten a abandonarla. Se les ve por todas partes, en las plazoletas, en la biblioteca, en el “Aeropuerto”…

–¡Ah, el “Aeropuerto”…! ¡Qué bello espacio es ese! Recuerdo que estaba desempeñando un cargo directivo en la Facultad de Derecho y un día un empleado de seguridad fue a decirme: «doctor Gaviria, cómo le parece que anoche había una pareja de alumnos ¡haciendo el amor en el “Aeropuerto”! ¡Y le puse la linterna y la iluminé!». Yo le contesté: ¡Cómo…! ¿Y usted fue capaz de interrumpir ese momento de intimidad? El hombre me miró asustado y más bien se fue.

–Bueno, doctor Gaviria, le pregunto –intervino el Secretario de Educación–. ¿Qué diría usted, que es el defensor del consumo de la dosis personal de marihuana, si alguien está vendiendo droga en la esquina de un colegio?

–Si lo sorprenden vendiendo, ¡que lo cojan! Es que el hecho de cada cual pueda disponer de su vida y tenga derecho al libre desarrollo de su personalidad no implica que no pueda haber normas y sanciones contra el expendio de drogas. Y dentro del colegio, que rija el manual de convivencia y se prohíba consumir licor –que también es otra droga– y marihuana, y basuco, y demás… Son cosas muy distintas…

Salimos, cual cenicientas de cuento, antes de las doce de la noche. Antonio Castaño entregó a Gaviria una propuesta suya de tres páginas para conseguir la paz en el país. Por mi parte, algunas lecturas con menos pretensiones.

–Más adelante nos reuniremos a comentarlas – dijo el Senador.

Al día siguiente mi cabeza pitaba de dolor, tal vez por mi dosis personal de esa droga tan fuerte: el licor. Y sin embargo, sentado al computador del periódico, redacté un artículo sobre Kafka. “El problema no es la libertad, porque la libertad no existe”, recuerdo que escribí.

(Publicado en 2001 en El Mundo e incluido en el libro Vida y milagros, Editorial UPB, 2014)

·         Carlos Gaviria Díaz, john saldarriaga, salderrio

 

Salderrío

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El viaje doble de ciertos pasajeros del metro

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·         18. Jun 2015

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·         Narrativa urbana

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El equilibrio de Marta Sin Apellido está en la espalda. Abordó el metro en la Estación La Estrella pasadas las cinco de la mañana, para llegar a clase de seis en una universidad de Bello, donde estudia Comunicación.

Apuntala su espalda contra una de las puertas del vagón, una de esas que no se abren en las estaciones. Justo detrás suyo, a la altura de sus omoplatos, hay una calcomanía institucional con un letrero que dice: «No se apoye en la puerta», acompañado de una ilustración que muestra a un humano haciendo de hipotenusa y con el pie apoyado en la superficie que tiene detrás.

Ella debe ir así para usar sus manos en resolver un taller de sociología para entregar en clase de seis. Va mirando las preguntas en una hoja y respondiendo, de cabeza, en su cuaderno.

“Este es un vicio que he tenido toda la vida —explica—. Yo siempre era la que iba haciendo tareas en el transporte. Me parecía que esa vuelta era tan larga y cuando no me dormía, aprovechaba para adelantar trabajo. Ganaba tiempo y en mi casa podía dedicarme a las dos cosas que más me ha gustado hacer: hornear galletas y leer libros”.

Va escribiendo con letras gordas, azules en las preguntas, verdes en las respuestas.

“Yo leo hasta en el busesito alimentador de la casa, por La Ferrería, a la Estación. Me han dicho, sí, que se me puede desprender la retina. Pero, no sé, me parece un tiempo muerto”.

En hora pico, el metro está tan congestionado, que, si acaso, puede leer un poco, jamás puede escribir, comenta.

Justo cuando en el altavoz indican: «Próxima estación Poblado», ella desprende las hojas del taller terminado, las marca y guarda en el mismo cuaderno, que empaca en un pesado y apretado morral, del cual, a renglón seguido podría decirse, extrae un documento sobre los derechos humanos, para ir leyendo de ahí en adelante: «Es el que trabajaremos en clase», aclara y se abstrae de todo. Ignora las entradas y salidas de la gente. No se da cuenta del hombre que ingresó en silla de ruedas empujado por un policía bachiller y dejado muy cerca de ella. Ni del bebé que duerme. Ni de la vistosa pañoleta de la abuela que cabecea. Ni cuando se desocupan dos puestos.

Ignora, incluso, que frente a ella, también de pie, un muchacho, audífono en los oídos, lee un Manual de Bacteriología encuadernado en cartulina amarilla con el título marcado. Y que lo viene haciendo desde la Estación Envigado. Es Mateo Ruiz, un hombre de una barbita recortada que le enmarca boca y mentón, viste una camiseta del DIM y una gorra amarilla que le hace juego con los tenis. No se sostiene. No levanta los ojos de ese libro que se nota a leguas que es una copia, con renglones apretados, con ilustraciones negras de implementos de bacteriología con su respectivo nombre debajo: «Contador hematológico», «Horno», «Contador de glóbulos blancos», «Microscopio», «Espectrofotómetro», «Equipos medidores de alergias a antibióticos», y claro, pipeta, tubo de ensayo, beaker,  estos sin su denominación… Lee tan rápido, que en Industriales ya ha pasado una veintena de hojas.

“Tengo examen ya mismo. No pude estudiar y ahora no tengo tiempo de demorarme en ningún tema. Lectura rápida, usted sabe cómo es, men”.

Una chica de la Remington lee porque quiere en su tablet asuntos de control de calidad. Estudia una tecnología en Procesos Industriales.

Cómo se va a cansar
Mario Montoya lee el periódico sin prisa. Está jubilado y va a media mañana hasta el centro, a ver a sus amigos.

“Para mí, el periódico es de dos metros —explica—. De ida siempre leo las primeras páginas: lo de actualidad, lo de Antioquia. Llego por ahí hasta Económica, a la que poco le encuentro que leer. Me salto Opinión. Y de venida, cuando vuelvo a la casa a buscar el almuerzo, leo los temas de arte y deporte. De deportes, me gusta leer el fútbol y algunas cositas de los destacados, como Caterine Ibargüen, Rigoberto Urán… Así. Y pare de contar. Primero le seguía el cuento a otros deportes, pero el boxeo se acabó, y los demás los cubren tan poquito que uno no se entera. Ah, y montar en metro a esta hora es bueno, casi vacío. No esos tumultos tan fastidiosos de otras horas”.

Mientras algunos van embelesados mirando por la ventana, la mayor parte de los pasajeros revisa su teléfono móvil como si fueran objeto de una especie de hipnosis o hubieran sido abducidos y recibieran las órdenes de alguien que los gobierna.

Diagonal a Mario, una chica, también sentada, escribe en su cuaderno lo que consulta en la red, en su teléfono móvil. La Revolución Francesa. Causas, personajes, hechos, consecuencias. “Eso es lo que estoy buscando”.

Van a ser las ocho de la noche. La hora pico va cediendo. En Estación Prado sube a bordo un Johnier Sin Apellido. Es proveedor de pegantes de caucho y camina todo el día visitando zapaterías y peleterías y ferreterías y papelerías. Va de regreso a su casa, vecina a la Feria de Ganados. Dispone de unos minutos hasta la Estación Acevedo, de modo que abre su maletín y extrae una planilla montada en su tabla de apoyar y va llenando los pedidos, con los datos de sus clientes y los valores. “Así, cuando llego cada mañana  a la bodega, tengo trabajo adelantado”. La luz encendida del vagón brilla en sus lentes. Los cristales de las ventanas se ven negros.

Abstraída del mundo está una mujer casi tan vieja como Ana, la profetisa hija de Fanuel, de la tribu de Aser, aquella que, según san Lucas, “había vivido con su marido siete años desde su virginidad y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones”.

Se llama Gloria Hurtado. Lee la Biblia. Desde que se subió al vagón en la Estación Niquía, rumbo al Sur, detectó el puesto en el que quería sentarse y fue directo a ocuparlo. De una bolsa de tela sintética con un letrero de «PARÍS», que descargó en su regazo, extrajo las Escrituras y las abrió en el lugar que indicaba el separador de tira de seda.

Estuvo todo el día alrededor de Puerta del Norte invitando a los transeúntes a hablar con ella de la Palabra. Algunos tuvieron oídos para oír y oyeron.

“Soy Cristiana y, por eso, en el metro sigo leyendo la Biblia. La leo en todas partes. No, no me canso. ¿Cómo me voy a cansar de leer las cosas de Nuestro Señor?”.

·         john saldarriaga, Lectura, metro, metro de Medellín, salderrio

 

Salderrío

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Los hijos de Vulcano retuercen los hierros

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·         29. Jul 2015

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·         Narrativa urbana

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Como si trabajaran en el taller de Vulcano, el Dios del Fuego, los forjadores de hierro siguen ejerciendo su oficio milenario.

Y como suele ocurrir en las artes y los oficios más antiguos, el legado vuela de una generación a otra, los saberes pasan como la posta de un atleta a otro. Y la pasión.

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Fotos Juan Antonio Sánchez Ocampo

Gustavo Ospina, uno de los cinco herreros del patio trasero de la Tienda del Cerrajero, en Jesús Nazareno, es un ejemplo claro de esta idea.

Da la espalda a una fragua cuyo fuego que es alimentado con coque, un combustible sólido formado por la destilación de carbón bituminoso calentado a temperaturas de 500 a 1.100 grados centígrados sin contacto con el aire. Encima de esas brasas pone a calentar varillas de hierro durante unos tres minutos. Es tiempo suficiente para que alcancen temperaturas de más de mil grados centígrados.

Toma una de ellas con su larga pinza que agarra con su mano izquierda y, con la derecha, da mazasos a la otra punta, ya de un amarillo rojizo que da la impresión de ser incandescente, apoyándola, no en un yunque como los forjadores de antes, sino en una mesa metálica, y así consigue darle curva.

Una lluvia de limalla va desprendiéndose de la varilla con cada golpe. Parecen gotas de fuego las que caen al suelo o rebotan en su delantal de carnaza cuyo faldón le llega más abajo de las rodillas.

Termina de formar la espiral descargando la varilla en una guía, hecha también de hierro, que descansa en lo alto de una pequeña torre férrea que sobresale en su mesa de trabajo, como una oreja.

Luego, la arroja al suelo donde hay otras, enfriando.

¿Qué hacen estos hombres con su rústica labor? ¿Para qué tuercen fierros en esa vieja casa de paredes ahumadas y heridas por golpes dados con ese material duro, el cuarto más abundante de la Naturaleza?

Moldean una parte de las figuras que adornan las rejas de las ventanas y las puertas. Aplicaciones, se llaman esas varillas retorcidas, las cuales, juntando dos o cuatro, dan forma a flores inflexibles que dan gracia a esos encierros de las viviendas.

Para forjar cada varilla, él toma apenas un tiempo tan breve como el que uno requiere para leer tres o cuatro líneas de este relato que describe su trabajo.

Como no le pagan salario, sino por producción, al final del día cuentan las que logró hacer, que no bajan de trescientas o cuatrocientas, el objetivo es ver crecer esa montaña de figuritas en el suelo.

“Mi papá tiene 80 años. Con él trabajé en mis comienzos, en un taller del Chagualo. De vez en cuando se asoma por aquí. Hacía herraduras —comenta Gustavo. El sudor corre por su rostro, aunque, hay que decirlo, en ese patio, a pesar de haber cinco fraguas encendidas, no hace un calor de infierno como uno habría de imaginarse, tal vez porque el techo tiene cierta abertura—. Como no puede quedarse sin trabajar, tiene una pequeña fragua en la casa, para hacer sus marañitas”.

Las herraduras llevan mucho trabajo. Tienen tacón, canal y orificios. Las cuatro las pagan tan baratas, que muy pocos se ocupan de hacerlas.

Este es un oficio en decadencia, cuenta Farley Orrego, el dueño del entable, quien, por cierto, también es hijo de herrero, Hernán, y nieto de herrero, Lázaro, quien ya murió y no resucitó.

“Lo enseñaban en el Sena y en el Pascual Bravo, pero dejaron de enseñarlo. Se fue perdiendo”, dice Farley. Por eso, él se ha tomado el trabajo de enseñarles a algunas personas. Dos de ellas trabajan con él en este patio donde se eterniza la Edad de Hierro.

Fuerza bruta 
Solamente valiéndose de la fuerza de sus brazos o, mejor, de todo su cuerpo bien balanceado, Mario Gallo y Juan David Cano entorchan varillas de ese metal.

Ellos son dos de los trabajadores del taller de Jaime Upegui, Alforjarte, un hombre que trabajaba la fragua antes de establecerse como cerrajero.

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Para su trabajo, ahora compra las aplicaciones hechas, porque le resulta más barato que hacerlas.

Entorchar es hacer de una varilla una trenza. Los entorchadores la retuercen como se escurre la ropa después de la lavada.

Mientras lo hacen, uno espera en vano que sus rostros enrojezcan, sus ojos se abran con desmesura o las venas de sus cuellos sobresalgan. Pero no. Parece que se tratara de seres dotados de inusitada fuerza, como aquel hombre de la Grecia Antigua a quien encargaron Doce Trabajos.

“En el entorche, las vueltas se cuentan”, dice Jaime Upequi, quien va narrando y comentando lo que hacen Mario y Juan David. Y asegura que la fuerza que deben hacer no es demasiada. Lo importante es balancear bien el cuerpo, para que no se recargue en los brazos.

“Cuando yo empecé, de ayudante, en otra cerrajería, me hacían llorar —confiesa Juan David. El trabajo me parecía duro. Cuando llegaba a la casa me dolía todo el cuerpo. Sin embargo, cuando me ponían a pulir y pintar, renegaba por dentro, me daba pereza eso tan suave y tan lento. Ahora me parece de lo mejor que tiene la cerrajería”.

Después de entorchar, Mario retira la varilla del burro o ayudante, un soporte del material protagonista de estas notas soldado a un rin de carro que hace de base en el suelo. Toma la almadana con su diestra.

Juan David recibe la varilla con sus manos enguantadas, para sostenerla sobre el yunque. Entre ambos la destorcerán y volverán recta como una línea.

Al fondo del establecimiento, encerrado en una pequeña pieza está Diego Upegui, el adolescente hijo de Jaime, que quiere seguir el oficio de su padre.

Un ruido de esmeril sale de allí. Cuando abren esa puerta, se ve en medio de un chispero de luces que se despiden raudas y templadas hacia el suelo. Pule una de las rejas que los otros del grupo han armado con sus varillas entorchadas y las aplicaciones de flores que salen de las fraguas de Farley Orrego. Después, las pintará.

Con estos apóstoles, Vulcano debe sonreír complacido ante su fragua situada bajo el Monte Etna, en la isla italiana de Sicilia.

·         crónicas, forja, forjadores de hierro, fragua, herreros, john saldarriaga, Medellín, Oficios, salderrio

 


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El Zarco y el arte de escribir con fuego

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·         15. Jul 2015

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·         Narrativa urbana

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Siempre ingenioso, a Óscar Muñoz Ocampo, El Zarco, le dio por hacer alcancías de madera pirograbada. Anduvo por Pichincha con Carabobo con una docena de esos cubos decorados con manchas negras y los vendió todos en minutos.

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Fotos Juan Antonio Sánchez

De esto hace cuarenta y cinco y desde entonces comprendió que eso era lo suyo: el pirograbado.

“Tengo que ensayar unas tarjeticas de día de madre”, se dijo por aquellos días. Frases escritas con caligrafía pulida, que salían con facilidad de su espíritu de artista y que iba apuntando en una libreta…

Qué lindo es saber que tu sangre es la mía, y también que si mi corazón late, es con tu mismo pulso. Te amo.
Dios te bendiga. Nunca me faltes.

“Y esas tabletas se fueron todas en un santiamén”.

De modo que ese hombre nacido en Manizales, radicado en Medellín desde los seis años, encontró un lugar en la vida. Atrás dejaría esos días de trabajo rudo, en una fábrica metalúrgica productora de contadores de acueducto, inhalando químicos tan fuertes, recuerda, que le daban a cada trabajador cuatro litros de leche en la jornada, como recurso para contrarrestar los efectos nocivos.

—¿Si le traigo una sillita en miniatura, para que usted me haga otras de muestra, me las hace? —Le pregunta una mujer que se detiene en la acera de esa esquina de la calle 49, Ayacucho, con la carrera 47, Sucre, al ver ese exhibidor de tarjetas de madera, portarretratos y alcancías—. Soy repostera. Esas sillitas son para poner en un bizcocho. De prestarlas, se han perdido algunas.

—Cómo no. Cuando quiera, señora. Aquí me encuentra de lunes a sábado, de ocho de la mañana a siete de la noche.

Los mensajes de las tarjetas son también para el papá, el hijo, la persona amada. Y los hay también religiosos. Algunas placas de agradecimiento a algún santo por «los favores recibidos», hechas por el Zarco, están clavadas en muros de la iglesia de San José.

De madre y padre
“Que de dónde viene el talento? Creo que viene de mi madre, Clara Elena Ocampo. Fue profesora, primero en Manizales; después, de la escuela José Celestino Mutis, de Villa Hermosa. Daba cuarto primaria. Todas las materias. Ella, en esa época, enseñaba manualidades. Ahí comenzó mi historia con las artesanías”.

Óscar también fue cantante de música tropical en los años setenta. Cumbias y porros. Grabó canciones con Discos Fuentes, acompañado por el Combo Caribe. Dice que se le acabó la voz de tanto fumar.

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“El canto lo heredé de mi padre: Hernando Muñoz, El Tenor que Canta con el Corazón. Así le decían. Se dio el lujo de alternar con Libertad Lamarque, Alfredo Sadel, Pedro Vargas, Carlos Julio Ramírez…

Tú vives en mi corazón sin pagar arriendo. Pero esto se acabó. A partir de ahora me seguirás pagando con besos, caricias y abrazos. Y el ingrediente más importante… tu amor.

Otra mujer se detiene a hablarle. Es Yolima López. Católica hasta los tuétanos, quiere llevar en su manilla de cuero un mensaje: «Amarás al Señor tu Dios».

Explica que los primeros cristianos, los discípulos de Jesús entre ellos, tenían marcado en manillas semejantes un letrero igual, corriendo riesgos por persecuciones:

—La compré ayer para eso. ¿Me la puede marcar?

—Si estuviera rústico, sin sin lustrar, sí podría. Liso, como está, se corre la marca.

—¿Y por debajo? —dice Yolima, desatando el cordón que sostiene el accesorio y volteándolo al revés, por donde se ve el cuero crudo.

—Por ahí, sí.

La mujer le entrega el objeto al artesano y mientras él escribe con su lápiz de fuego, tan fácilmente como quien lo hace en un cuaderno, desprendiéndose un humo fétido, el del característico olor a piel, ella predica algunos asuntos sobre la bondad de la Virgen María y de su hijo, Jesucristo. Luego de dos minutos, a lo sumo, lo recibe listo.

—Cuánto le debo.

—Lo que quiera darme.

Ella busca un billete en su cartera y lo entrega, cuñándolo con bendiciones. El Zarco, volviéndose hacia mí, remata diciendo:

“Como ve, así me consigo la yuquita”

·         artesanos, centro de Medellín, Crónicas. crónicas urbanas, john saldarriaga, salderrio, Trabajos callejeros

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La cirugía de los violines

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·         07. Jul 2015

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·         Narrativa urbana

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Como un quirófano. El taller de luthería de Luis Fernando Posada es como una sala de cirugía. Y es comparación no resulta simplemente de la manida idea de que violines, violas, violoncelos llegan allí enfermos o fracturados y él los alivia, con asistencia de su ayudante, Luis Felipe Giraldo, y después de ciertas intervenciones, salgan otra vez sanos…

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Fotos: Donaldo Zuluaga

Si bien esta idea, aunque manida, es cierta, porque ese banco de carpintería cubierto con tapices para proteger la delicada piel de los caídos, más bien parece una mesa de cirugía. Y ellos, el titular y el ayudante, empuñan unos instrumentos delicados, gubias de mil tamaños; garlopas,cepillos y cepillitos —algunos de estos tan diminutos que se prensan con dos dedos, el pulgar y el índice— se cuentan por docenas; escuadras; martillos de luthería; transportadores… También ocupa espacio por ahí una sierra sinfín… Todo dispuesto en un orden y una limpieza tales que un dentista bien podría establecer allí su gabinete.

La decoración del espacio parece estar a cargo de tres violoncelos parados en sus soportes, tal vez pacientes que ya han recibido sus respectivas manos de laca; afiches de luthieres célebres como Antonio Arcieri y Giorgio Grisales; pinturas de paisajes naturales y la parte trasera de un bus de escalera, colorido y alegre, en el que se lee: ME 109 cito. Es una obra del artista Gabriel Jaime Sensial.

El taller ocupa la última habitación de uno de esos caserones de Prado, construido en 1930. Frente a ella, el patio sembrado de jabuticabas que dan sombra permanente.

“¿Le parece que está organizado? —pregunta Luis Fernando, dueño de una calma de ermitaño—. No es tanto que le saquemos tiempo para organizar, sino que herramienta que terminamos de usar, vuelve a su sitio. De lo contrario, perderíamos horas enteras buscando alún elemento”. 

En 1990, Luis Fernando Posada cambió su vida. Terminó de trabajar como ingenieron mecánico en asuntos aeroespaciales, en Estados Unidos, para dedicarse a cultivar la serenidad que ahora está representada en el oficio de la luthería.

Se enamoró de la madera en Chocó. Por la variedad infinita de los árboles que pueblan las selvas, como algarrobo, sande, cedro amargo, bálsamo, caimito, chanul, virola y guayacán. Construyó una cabaña en Bahía Solano, frente al mar, con la ayuda de algunos nativos. Con ellos escogió los árboles, los taló y aserró a la orilla del Pacífico y luego los clavó con clavos de aluminio que trajo del país en que se dedicó a la industria aeroespacial. Quiso quedarse unos meses en el litoral y terminó quedándose siete años.

Laudero
Cansado de los violentos que asolaron la zona, regresó a Medellín y aprendió la luthería en el Sena. Desde entonces, estableció su taller en el que jamás falta el trabajo. Los más que llegan son instrumentos con fracturas o con el madero desgastado de tranto sostener el puente. Instrumenos de 200 años que requieren restauiración. Y arcos. Los arcos llegan allá cada tres o cuatro meses, con las cerdas rotas o desgastadas.

A Alberto le gusta cada vez la arquería. Sabe que es uno de los pocos y de los mejores encerdadores de la ciudad. Y requiere un arte tal vez más delicado que el de los mismos instrumentos.

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Detrás de la puerta se ven colgadas, entre forros plásticos, colas de caballos de Siberia, tan largos que él luthier se asombra al imaginar cuál será la alzada de esos equinos, si las crines miden como dos metros, y al hablar de la potencia de tales fibras que no se revientan fácilmente, pues son alimentados con pastos de las estepas.

También recibe madera pernambuco, de brasil. Palos que, según cuenta, de los que resulta un viruta rojisa que los españoles se llevaban para sacar un pigmento con el que teñían la vestimenta de los obispos. Estos palos vienen cuadrados y, con cepillo de arquetería les va dando redondez, pasando por el exágono. Y con la llama azul de un fuego de alcohól, va arqueando la vara.

“El arco es un elemento de pesos equilibrados. Debe estar muy bien balanceado”.

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Ellos dos construyen instrumentos, cómo no. Precisamente en las escuelas de luthería, como en la que aprendieron, más que enseñar a repararlos, enseñan a fabricarlos. Sin embargo, pocos músicos están dispuestos a pagar lo que vale, sabiendo que un instrumento hecho por un luthier es definitivamente más fino y delicado que otro de fabricación industrial.

Luis Felipe Giraldo, el ayudante era músico de la Red de Escuelas de Música. Ingresó al curso de laudero para fabricarse un contrabajo. No tenía 12 millones de pesos que puede valer uno bueno. De modo que, se dijo, era mejor fabricarlo con sus manos. Lo hizo. Lo tiene en su casa. Pero se apasionó tanto por esta artesanía, que se quedó en ella, dejando la interpretación misical en algo marginal.

¡Silencio! ¿No escuchan esa música que suena de fondo, como para acompañar el trabajo? Por supuesto: en una grabadora suena una música de violines.

Fin

Vino de mi patio

                                El clarinete es el instrumento que interpreta Luis Posada. Tiene un cuarto de música colmado de instrumentos: tambores batá —de cuyos sonidos hace demostración—, uculeles de Hawai, contrabajo, un trombón…
      En sus ratos libres, Luis Alberto vuela en un monomotor por el valle del Tonusco. Y en otros ratos libres, fabrica vino de jabuticaba, con los frutos de los áboles que dan sombra en su patio.

·         Cónica, john saldarriaga, Luthería, Luthier, Medellín, Música,reparación de violines, salderrio, violines

 

 

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