Modelo para
armar
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21. Jun 2008
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Hay mujeres que terminan de acicalarse en el auto, bien sea particular o de
servicio público. Van aplicándose sus cosméticos ahí, como si tal cosa, como si
ese espacio, el del transporte, fuera una extensión de su cuarto, de su baño o
de su tocador.
Uno va ahí, entretenido, viendo el mundo pasar hacia atrás por la ventana
de un bus que hace las distancias, cuando de repente, una chica llega derecho a
sentarse al lado, con las piernas ladeadas hacia fuera, hacia esa callecita del
medio. Está vestida de jeanes ajustados y si tiene blusa ésta queda cubierta
por un suéter marrón cuya capucha está tirada hacia atrás.
¿Por qué no se sentará hacia delante, a mirar la nuca y la cabeza morada de
la anciana que va adelante? Por fortuna no hay nadie de pie que pueda
perturbarle su sentado. ¿Será acaso que le fastidia algo que vio en mí y no
quiere arrimarse mucho? ¿Será que entre los dos hay una cucaracha?
La chica abre la cartera. Bueno, ese maldito bolso que no sé como diablos
llaman.
Tan campante, va sacando un pintalabios. Y sí, con ese vaivén del bus, con
los pares y arranques, con esa brincadera del carajo, más grave de lo normal si
consideramos que el cajón de lata con ruedas va medio vacío, ella va modelando
su boca. No mira en su espejo y ni siquiera en la lata brillante que es el
espaldar de adelante. Como que sabe de memoria dónde tiene esa ranura cuyos
bordes pinta. Borra una o dos veces con el pulgar cuando el movimiento, qué
digo movimiento, la agitación –que a mí, que no me estoy pintando los labios ni
nada, me trae que si hubiera desayunado estaría a esta hora… cómo decirlo…
descomiendo, para hablar en los términos medio escatológicos de Lope de Vega-
le tuerce el trazo, daña su dibujo.
¡Milagro, ya aparece la boca! Estoy por pensar que esa tipa se subió
al bus sin boca y sólo aquí la acaba de adquirir. ¿De inventar?
Hunde el pintalabios en el oscuro vientre de esa cartera y su diestra muy
diestra, sin necesidad de que los ojos vean, saca un rubor. Sí, sí, rubor le
dicen al polvo rojo que reemplaza la vitamina A que debería exteriorizar su
rostro. Es una palabreja apropiada para ese elemento porque, de excederse en su
aplicación, hace ver las mejillas como si la dueña estuviera ruborizada por
algo. Bueno, y porque sirve para ocultar el rubor que pueda llegar a sentir
quien lo use ante algunas cosas que vea o escuche, ¡Virgen santa!
Mejor dicho, el rubor de las mujeres siempre ha sido artificial. Pero ya
está bien de pensar tanta pendejada. Lo que quiero decir es que la muy experta
comienza a untarse polvo por toda la cara y hasta por la frente con ayuda de
una esponjita. No me parece tanta gracia este paso, como el del pintalabios,
porque aquí no hay que tener tanto pulso, tanta precisión para fabricarse una
boca creíble y pulida. Las mejillas y el mentón y la nariz son espacios amplios
en los que la almohadilla se pasea con rapidez, arreada por esa diestra
diestra.
Me distraigo viendo afuera. Letreros. O formando palabras en la mente con
las letras de las placas de los demás autos…
De pronto, en esa comedia mutante que pasa por la ventanilla aparece ante
mi vista un taxi. Ah sí, es un carro-loco que está abreviando camino,
rodando en zigzag para evadir a los demás autos que al lado suyo son realmente
unos lentejos.
Sin embargo, como le sucede a todos los apresurados que conducen como si
estuvieran siendo acosados por el reboce de sus vejigas, tiene que detenerse
ante la orden roja de los semáforos. Pero… ¡Esto es una manía
generalizada! Me queda en primer plano otra pájara –ésta de cierta edad- ¡en
las mismas!
Tiene el pintalabios y el rubor y un lápiz oscuro descansando en sus
piernas de seda. Como que su rostro ya fue intervenido por ellos. Ahora engrasa
sus pestañas con pestañina. Ella sí está asomada a un espejito. Va observando
cómo el cepillito del espejo peina las pestañas del espejo, con una calma que
contrasta con el desespero que el conductor evidencia al conducir. Retiñe.
Limpia rayitas perdidas con un pañuelo de papel. Tiene aspecto de secretaria,
me digo. Porque hay gente a la que parece que le saliera un letrero que anuncia
su oficio.
¡Pero esto no puede ser! Cuadras más adelante –ya casi llego al centro- veo
una chica conduciendo un campero.
Aprovecha la parada ante un semáforo para pintarse, acudiendo para ello al
espejito espejito retrovisor que mira hacia atrás desde el centro del auto.
Interrumpe, arranca, espera para pulir el brochazo en la siguiente parada.
Pinta un abstracto.
Si los buses tuvieran ducha, iría uno hasta más entretenido viendo bañar a
más de una.
Pero, después de todo, es una manía que resulta práctica, acorde con esta
sociedad del corre corre, de la vida sin tiempo para nada, eso de ir por ahí
arreglándose.
No se extrañen si un día me ven por ahí afeitándome en el taxi o en el bus,
rumbo al trabajo. Simplemente, estaré en la onda.
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belleza, Ciudad, crónica urbana, maquillaje, mujeres, vanidad
3 comments
1.
Diana • 11 years ago
Me encantó.
2.
LAURA MONSALVE • 10 years ago
GRACIAS POR HACERME REIR TANTO. BUENÍSIMO!!
3.
LAURA MONSALVE • 10 years ago
DIOS BENDIGA GENTE QUE TE HACE REIR SANAMENTE. BUENÍSIMO!!
***
Maniquíes
mutilados
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30. Jul 2008
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General
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Alegorías
de lo humano, los maniquíes poseen algo misterioso. Una incógnita parece
iluminar sus miradas, sus gestos, sus movimientos congelados, sólo por el hecho
de que los hemos dejado parecerse a nosotros, bípedos vestidos que damos la
impresión de estar descongelados.
Obscenos.
No, grotescos. Tampoco, crueles. No, no, más bien horribles. Así son los
maniquíes mutilados, decapitados, decorporados que exhiben prendas en las
vitrinas de la ciudad.
Un maniquí
incompleto es un adefesio.
Si en el
devenir de los tiempos, la especie –al menos ese sector comercial de la especie
dedicada a vender los forros del cuerpo- ha decidido que tales muñecas y
muñecos sean prototipos de lo humano, modelos, cada parte de ellos, por
separado, no puede más que representar o ser prototipo de su correspondiente
humana, también cercenada.
Tal vez
por eso resulte molesto ver una parte, un muñón, un tronco sin brazos ni
cabeza, una cabeza sin tronco, un pie apenas con tobillo…
No pueden
ser menos que horribles esas piernas sin cuerpo, cortadas más abajo de la
rodilla –así sean de pasta sintética; no de carne y hueso-, que exhiben
calcetines, por bellos que sean los calcetines. Ni esas cabezas que “descansan”
sin cuerpo sobre un armario sólo porque muestran un sombrero encintado. Ni esos
torsos, por muy hermosos y erguidos que se noten los senos tras la breve tela o
muy novedosas que sean las blusas que los cubren u ocultan.
Cuando uno
pasa en la mañana por las tiendas de ropa y ve a las vendedoras vistiendo esas
partes, le parece a uno que están cumpliendo la labor del forense, buscando
partes en la vasta extensión del desierto donde un avión se ha siniestrado.
En breve,
tal vez para economizar plata, veremos una oreja en un escaparate: en ella
exhibirán un arete. Un dedo para un anillo. Una nariz para un pañuelo. Dos ojos
para unas gafas de Sol -ah, claro, pero necesitan dos orejas y una nariz para
empotrarla y ya estamos gastando mucho: tres partes del cuerpo-. Una muñeca
para una pulsera. Un cráneo para un sombrero. Unos labios para un labial. Una
rodilla para una rodillera. Un mechón de cabello para una hebilla. Una tetilla
para un piercing…
En un país
donde la motosierra no es solamente la herramienta con la cual se tumba la
selva para que la ciudad avance, las partes cercenadas de cuerpos no consiguen
otra cosa que llevarnos a espectáculos de horror, embellecido a duras penas por
unas prendas, por unos trapos, como la flor que el pasajero arroja al lugar de
la barbarie.
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urbana
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Y Raúl se abrazó a la
piedra
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21. Jul de 2008
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Me impulsó un factor y me abracé a la piedra. Y en la roca encontré la
figura.
Ese factor fue la necesidad y tuve que aprender solo a esculpir la piedra
talco porque nadie le enseña a nadie. Todo el mundo es egoísta o tiene mucha
ética y nadie le enseña a nadie.

Sí. Como le digo, ese factor fue la necesidad. Yo me llamo Raúl Antonio
Soto Correa. Tengo 57 años y soy escultor. Desde hace como veinte años me hago
aquí en La Playa con El Palo. Al principio me ahuyentaba Seguridad y Control,
sí, Espacio Público lo llaman hoy. Pero ya los agentes pasan de largo y me ven
aquí, sacando un Botero, sacando un Arenas Betancourt y nada me dicen.
Arenas Betancourt es perfección, Botero es potencia.
Muchos años antes de abrazarme a la piedrita, hace como cuarenta años, yo
hacía un dibujo -siempre dibujaba un tigre y lo hacía atacando porque había que
ser impresionista- y salía a venderlo. Me daban 160 pesos y llevaba comida a la
casa.
El impresionismo. ¿Sabe usted qué es el impresionismo?
Yo primero fui hippie, pero como los hippies tiran mucha marihuana me salí de
eso y me metí a Bellas Artes. Y de allá me sacó precisamente el impresionismo.
Un amigo mío leyó en un libro que compró en el centro: Ya empezó la verdadera
tercera guerra mundial. Me lo pasó. A los pocos días él se envenenó para no
presenciar el final. Yo lo leí y aunque pude controlarme, me encerré y me
frustré. Dejé Bellas Artes. Al tiempo fue lo del factor que me impulsó a
abrazar la piedra. Yo digo que el Gobierno debería observar bien el impresionismo,
porque es un veneno para el pueblo.
Ya empezó la verdadera tercera guerra mundial. Recuerdo que un hombre salía
por las calles con un letrero colgando sobre el pecho: “yo soy el Adán del Fin
del Mundo”. Yo le decía: ¡usté está loco, viejo!
Más bien aquí, sentado en esta caneca, esculpo a Botero pues él es el que
rueda ahora en este mundo. En las tiendas de artesanías prefieren un feo Botero
que un buen Arenas.
La piedra me la trae un tipo de Yarumal. Viene en bloques. Con esta sierra la
corto y con este cuchillo zapatero busco la forma. La tengo grabada dentro de
mí. No uso modelos.
Hago búhos. Los he visto en el zoológico una o dos veces y con eso me
basta. El mío no tiene que ser igual al de la Naturaleza. Los búhos son
sabiduría. No se posan nunca sobre hojas verdes; sólo sobre hojas secas, que se
parecen a su plumaje. Y no comen sino cuando están solos.
Ese cerdo se llama “La cobija del pobre”. Los campesinos duermen con los
marranitos y es lo último que venden, para tener calor.
Ese caballito en movimiento como los de Arenas Betancourt, se llama “El
transporte del pasado”. Pero en el futuro, cuando se acabe la gasolina, será
“El transporte del final”. En el caballo llegaron casi todos y algunos no
llegaron.
Los elefantes, que a veces hago -ahora no tengo ni uno; es que se me está
acabando el material- son “La memoria de los montes”. Nunca les envejece la
memoria. Son animales fuertes y tiernos a la vez.
Las pirámides, como éstas que acabé de hacer tan fácil como nada, tienen su
historia. Sólo le digo esto: todo teme al Tiempo y el Tiempo teme a las
pirámides.
¿La rana? Esa rana la tiene uno que dar por seis u ocho mil pesos, cuando
debiera de valer 20 ó 30 mil. Vea el envejecido que le doy con betún negro. El
betún es humilde: aporta el brillo y luego desaparece. Y pone en fuga las gotas
de agua.
Colombia no carece de artistas, sólo que no hay quien los valore. El
artista hace la rana y la gente le pone el precio.
¿Usté cree que yo me amaño en la casa? ¡No, en la casa a uno no lo quiere
nadie! En cambio en la ciudad la gente pasa, habla con uno, le dice “vos
trabajás muy bonito, negro”. O le dan dos o tres mil pesitos, que “ve, tomá
para el cafecito”, aunque no le compren una pieza. O se sientan a conversar,
que esto, que aquello; porque esa es otra forma de valorar al artista.
Por eso es que llego temprano. Esa es mi cicla. Es una Hero Bikes. La
recuesto en el basurero. No la amarro con cadena. Yo estoy pendiente.
Como le digo, yo creo que la ciudad es la segunda madre del pobre.
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La juventud la pegan con babas
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13. Jul de 2008
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Once
caracoles grises se mueven en una bandeja de madera, sobre un lecho de hojas de
lechuga, en Palacé con Colombia.
Sí,
diagonal al Parque de Berrío, en la cima de una mesa de dudosa estabilidad, se
mueven con su ritmo de piedra, contradiciendo la efervescencia vital del lugar.
Un tumulto de mujeres y hombres avanzando sin tregua en todas las direcciones,
enredando las madejas de sus vidas en el ovillo del afán. Un caos de autos que
rugen, pitan y resoplan gobernados por el semáforo de la esquina.
Ellos, los
once caracoles grises, en sus movimientos limitados, van dejando tras de sí una
vía láctea, un hilo lechoso que muchos llaman baba, como si esos seres se la
pasaran escupiendo, cuando en realidad es un fluido que segregan por todo el
cuerpo, que es del tamaño del puño cerrado de un hombre adulto.
Junto a la
mesa, Ceneida Montenegro y Albeiro Agudelo, atienden la venta de baba de
caracol.
No recogen la que van echando; no. Los tienen únicamente de exhibición y para
que la gente se dé cuenta de que el producto es natural; que la baba es blanca
y no transparente como hacen creer algunos otros que la venden por ahí chiviada
y que por eso deben estar cambiando de sitio para que no los encuentren cuando
les van a hacer un reclamo.
Bueno, y
cuando alguien se antoja de tener de mascota un caracol de tierra, menos
conocido como Helix Aspersa Muller, pues también se lo venden; vale 15 mil
pesos. La semana pasada tenían 25 revolviéndose en esa bandeja; ya no tienen
más que once.
La
polución de la congestionada esquina y el Sol, que a veces no puede evitar, son
los factores que impiden que Ceneida Montenegro use durante el día la baba de
caracol en su cara.
De resto,
lo aplica en otras partes del cuerpo que permanecen resguardadas con la ropa:
una pierna, cerca del tobillo, y el antebrazo, cerca de la muñeca, pues en
ambos sitios sufrió quemaduras. Con el exosto de la moto, la primera; con la
plancha, la segunda. Y la crema del molusco le ha servido para cicatrizarlas
-dice-, más rápidamente.
Sólo en la
noche, cuando llega a casa y puede lavar la cara con agua y jabón -lo cual es
imprescindible en el tratamiento-, unta el extracto de la secreción. Especialmente
cuando aparece acné en su rostro, resultado de algún pecadito alimentario. “A
veces como lo que sé que no debo comer -comenta la vendedora-: una arepita con
mantequilla. Y claro, ahí me sale el granito. Pero con la baba, en dos días
desaparece”.
“Niña -se
acerca una mujer trigueña, portando bolso- ¿qué es lo que vende en ese
frasquito?” Se refiere a una única botellita plástica blanca que apenas se echa
de ver entre tantos tarros de baba. “Es aceite de caracol -responde Ceneida-.
Sirve para curar las várices. Pero ahora no hay; me lo traen el fin de semana
del laboratorio en Pereira”.
Entre
tanto, Albeiro se ocupa de los protagonistas de esta historia. Los baña uno a
uno, tomándolos en su mano y, al terminar, les echa trozos de zanahoria y
banano. Él los lleva consigo a casa cada noche.
El hombre
parece no escuchar a la mujer que habla con su compañera de trabajo, quien le
cuenta que sufría de manchas en la cara y que nada le había valido hasta que,
por no dejar y porque al fin y al cabo nada se perdía, le encargó a su padre un
tarrito de babas, del más barato, para ensayar. “Todavía no se me ha terminado
el frasco y mire cómo tengo la cara.” Todavía tiene unos pequeños mapas en las
mejillas, pero dice que eso es nada en comparación con los que tenía.
Varias
páginas de revistas y copias de fotografías que permanecen fijas en la parte
superior de la mesa, bien podrían ilustrar lo que cuenta. Sobre las palabras
antes y después, rostros enfermos y aliviados muestran el cambio.
La vida
pasa, el bullir de esa esquina céntrica no da tregua. Al mirar los
caracoles, uno diría que, más que en las babas, debe ser en la lentitud, en esa
eterna paciencia que ellos guardan el verdadero secreto de la juventud, que la
gente persigue con afán.
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de caracol, belleza, Ciudad, crónica,crónica
urbana, john
saldarriaga, Medellín
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El nombre
es la moral del viejo
07. Jul de 2008
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Qué
tranquilo el 42. El carepalo de Guillermo Escobar Carrillo es un Fargo azul y
rojo, que por estos días permanece estacionado en Maturín, sin trabajo.
Su dueño
le pintó ese letrero arriba de los vidrios parabrisas, “para darle ánimo al
viejo”, dice el animista, refiriéndose a su camión.
Y explica
que éste, con 66 años a cuestas, ha dado muchas yucas y todavía tiene que dar
tantas otras -“pues tengo un hijo de 15 y hay que sostenerlo hasta los 18”-,
así que debe darle moral al viejo.
“Ese
letrero es para que no lo acosen. Si usté se quiebra un pie, no lo pueden
apurar. Hay que darle tiempo. Igual sucede con el viejo: hay que esperarlo que
el responde”.
De estos
carros ya no hacen, cuenta Guillermo. Y anota que el mundo plateado que tiene
de adorno en la trompa es original. Y que el puma congelado en veloz carrera
-“¿sabía que es más rápido que un tigre y que una pantera?”-, no.
Guillermo es
dos años menor que el “viejo” y su socio desde hace un decenio. “¡A cuántos no
habrá enterrado ya!”
El
Divino Niño hace dos viajes por semana a Vegachí. Este Ford F6 modelo 62, es
conducido por Carlos Correa, un yolombino devoto de la Virgen del Carmen, cuya
silueta negra tiene adherida al vidrio de la ventana del conductor, cree que
con esta imagen y con la consagración del camión al Divino Niño, queda
protegido. En 17 años que lleva al volante de diferentes carros, un par de
ellos con éste -que es ajeno-, nunca ha tenido sustos en carretera.
A sus
viajes a Vegachí, donde viven su esposa, María Eugenia, y sus cinco hijos, sale
a las once de la noche. Y en algunos parajes solitarios por los que pasa, a
veces llega a sentir miedo de que le salga algún malhechor. Reza algunas
oraciones e invoca a la Virgen y a su Niño, y de inmediato se siente cuidado y
el temor se ahuyenta de su mente y su corazón.
El Zorro
es negro. Es el Ford Big Job F-900, modelo 56, que conduce Edward Muñoz.
La otra
noche salió como a las 0nce de Amalfi -cuatro horas de trocha más allá del
casco urbano de ese municipio del Nordeste-, cargado de madera, y llegó a
Barrio Triste al amanecer.
Mientras
los coteros descargaban a El Zorro, Edward descabezó un sueñecillo en la
cabina.
“Así nos enseñamos nosotros: a dormir a raticos, mientras cargan o descargan”,
dice el hombre, quien, como casi todos los camioneros, es animista. De ocho
años que lleva en carretera, dos los ha compartido con este camión y “nos hemos
entendido bien; no es cositero ni friega para nada, con diez o doce toneladas
encima por esos caminos tan verracos, por esos tragadales”.
Lo del
nombre, cuenta Edward que cuando lo hizo pintar de negro, se le pareció a uno
de estos animales montunos. Y le hizo hacer una franja de un amarillo quemado
en la trompa: “el bozo. Eso decimos nosotros”.
Y así como
El Zorro, que el color determinó su nombre, Hernán Gómez nombro su Chevette El
Palomo. No es tan común que a los automóviles los nombren, pero tal vez
contagiado por el entorno de camiones madereros y pick-ups de acarreos, a los
que sí suelen nombrar, él se animó a escribirle al suyo un remoquete, que, en
ocasiones, terminan por decirle a él mismo.
El Palomo
carga maderas también.
Al lado
suyo está El Pastrana, un camión tan grande como El Zorro, en cuya carrocería,
casi vacía, los coteros observan al conductor señalando con una rayita de tiza
blanca cada una de las rastras de madera que faltan por bajar. Y por la esquina
cruza Valentina.
De Nogales
y qué! Es el desafiante letrero que ostenta el parabrisas de una volqueta
Dodge, que al decir de algunos mecánicos, “dejaron botada” en una esquina de
Barrio Triste, hace más de un mes. Tal vez su dueño es un bugueño alborotado
que ahora anda en apuros.
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Triste, Camionero, camiones,Ciudad, crónica, john
saldarriaga, Medellín
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Adán, el
primero entre las flores funerarias
01. Jul de 2008
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“…Estación
con fácil acceso al Hospital Infantil y al Cementerio San Pedro” -anuncian por
los altavoces del metro.
Lóbregas
opciones. Pero como vamos a ver a Adán, es preciso escoger el Cementerio.
Adán Atehortúa es uno de los primeros hombres, de los que hoy siguen hollando
con sus pies el mundo, en establecer un puesto de flores frente a la puerta de
esa última casa de patios amplios y jardines.
Que se
dedicara a vender flores, más que todo para adornar las tumbas, no puede decirse
que sea casual. Casualidades no hay. Él nació el 12 de noviembre de 1932. Sí,
claro, en el mes de los difuntos.
Y otro
dato que no puede despreciarse: su madre se llamaba María Rosa. Murió en el 73.
Por eso, aunque haya interrumpido por seis años ese destino -tal vez en nadie
más quede tan bien usada esta expresión: destino- inexorablemente tenía que
volver a sus flores de muertos.
Pero a él
le gusta contar la historia al derecho, porque primero se nace, después se
crece, luego se reproduce, durante todo el tiempo se goza y sufre y, por último
se muere.

Mientras
ayuda a Esmely, el del puesto de la esquina, a quitarle con sus dedos los
pétalos malos a 50 docenas de claveles que el hombre compró refrigeradas,
después de dos meses de cortadas, o botar enteras las flores que están
perdidas, dice que nació en Guarne, en la vereda El Sango y, aunque se dedicó
en los primeros años, al lado de su padre, a cultivar maíz, en 1964 llegó a
Medellín a trabajar con su primo, Jaime Ospina, quien más tarde fundaría la
Floristería Kennedy, en un puesto que tenía en el Mercado de Guayaquil y
después con él en la naciente empresa.
También
dice que el problema de las flores refrigeradas es que duran mucho tiempo en el
frío, pero cuando se sacan de allí, se acaban pronto.
Y allí,
entre gladiolos y pompones, veía ir y venir a Alicia Gañán, una chica que se
ganaba la vida cuidando a un par de viejos y debía pasar cada mañana por la
Floristería en su camino hacia la tienda donde compraba leche y arepas. Y Adán
aprovechaba “momentos de ocio” para echarle flores, hasta que se casó con ella.
Mientras
habla, hay claveles que están perdidos del todo y van cayendo al suelo enteros.
Cuando
Jaime Ospina se fue a ver margaritas desde abajo al San Pedro, en 1975, Adán
quedó sin trabajo y decidió volver a Guarne a su oficio de horticultor. Se
consolaba cultivando un breve jardín de agapantos, claveles y tules de novia,
al pie de la casa, hasta que, a principio de los 80, otro de sus primos,
Bernardo, lo volvió a llamar a la Floristería y abandonó para siempre la
vereda.
Pero a la
ciudad volvió sin su Alicia querida. Ella se quedó en Guarne y como él casi no
volvió, se fueron dejando.
“Anteriormente se veía mucho la azucena, la estrella de Belén, el agapanto, el
clavel, la extraña, el delfinio, la banda -que era una orquídea pequeña y con
aroma-, el narciso…”
El 15 de
abril –mes de las flores- de 1988, dejó la Floristería y el 16 ya estaba en el
andén del Cementerio, que tenía piso de tierra, vendiendo sus propios ramos.
“Más o menos de esa época para acá es que los arreglos se hacen con unas flores
que antes no se veían: ginger, astromelia, ave del paraíso…”
Y esta
rara ave estuvo volando de un nido a otro, vivió en Bolívar con Barranquilla,
junto al Parque de Campo Valdés y en Sevilla, hasta que en este mismo barrio
conoció a los Aguinaga, una familia que aprendió a quererlo tanto que se lo
llevó a vivir con ella, a cambio de nada.
Por
supuesto que él, aparte de algunos pesos, lleva las flores de los floreros.
Mercedes,
una de las mujeres de esa casa lo ve como a un abuelo. Adquirió la costumbre de
ir a buscarlo cada mañana en su venta, bajo los laureles, a la hora del
desayuno y comer algún trozo de pan con queso que él le guarda.
Adán es la
flor del trabajo. No descansa ni un día. Él cree que su labor es liviana y que
por eso nunca se cansa.
“Y usté
cree que yo me enrumbo. Qué va, nunca me ha gustado. La primera rasca fue a la
edad de quince años con tapetusa con tamarindo. Eso fue con unos primos allá en
Guarne. Después de eso, me gusta más ir a algún café por aquí cerca, tomarme un
traguito y volver al trabajo. Cuando termino sí voy, me tomo tres o cuatro, y
si hay piano tragamonedas, escucho tres o cuatro tanguitos. Después me voy a
dormir”.

Y en
cuanto a dormir el sueño eterno, ¿usted cree que le da miedo la muerte? Ni
piensa en ella. Tiene claro que las flores al muerto no le sirven de nada. Los
vivos son los que se consuelan arreglando una tumba florida.
Y más que
todo las tumbas de las madres. Dos o tres noches antes del Día de Madres,
muchos floristeros son los que amanecen trabajando en sus mesas de granito,
preparando arreglos para las tumbas de las madres muertas.
“¿La
muerte? Siempre he sido sin agüero. Tengo 73 años. Trabajo y lucho, pero la
muerte es lo de menos. Para qué tenerle miedo si ella siempre está ahí”.
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saldarriaga, Medellín, oficio
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La voz de
Buenos Aires es Chunchurria Estéreo
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26. Ago 2008
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En
Ayacucho, Buenos Aires reafirma su nombre porque huele a frituras.

Chunchurria
Estéreo es Wilmar Echavarría
Y ese olor
emanado de fogones protegidos con toldos blancos, se disfruta aun más cuando se
llega a la venta de Chunchurria Estéreo. Pues él, un hombre siempre alegre, con
cachucha, canta a pleno pulmón de cara a las carnes y al humo las canciones de
Luis Alberto Posada.
Menos
conocido como Wilmar Echavarría, Chunchuria Estéreo tiene siempre una canción
para contestar. Para contar que trabaja día y noche, canta: Día y noche
voy a tomar para disipar esta maldita pena.
Va
revolviendo y partiendo con la espátula las tiritas de intestino, canta,
mientras el hijo del dueño del fogón, Henry Calle, vierte aceite en silencio,
como los demás fritangueros de los 40 puestos que hay en esa calle.
A Eduardo
Miranda, conductor de Tax Ideal que casi todas las noches se acerca a
comer sin barjarse del auto, le canta viéndolo por la ventana ensartar los
retacitos de tripa del platillo de icopor con un palillo de dientes.
Inaudito fuera que yo siguiera amándote así. Se acabaría mi
orgullo y de seguro sería infeliz…
Ya cumplió su mayor sueño: cantar junto a su ídolo. Fue en un tablado de la
última Feria de las Flores. El cantante percibió tal emoción en él, entonando
sus canciones y situado bien adelante entre el público, que terminó por hacerlo
subir al tablado y dejarlo cantar con él, delante del micrófono.
A las
chicas bonitas que llegan a su venta, les canta. Y les dice que su chunchurria
no engorda, que es “chunchurria light”. Y en voz más baja, complementa: ¡una
barriga la hi… jue madre es la que saca!” Y ríe, porque él no para de reír.
Ni cuando
está aburrido deja de cantar. Ni triste. Abre el negocio de tres de la tarde a
dos de la madrugada y no importa la lluvia, el Sol, el frío, Wilmar canta. Ni
siquiera dejó de cantar cuando se separó de su mujer y sus hijas y las dejó viviendo
en su casa del Popular Número 2 y él se fue a vivir solo a Buenos Aires.
Además, para qué amargarse, comenta, si las cuatro hijas se han manejado tan
bien en la vida. Con decir que la mayor, que tiene 27, apenas quedó en embarazo
a los 21. Total que no es una mala mujer. Y además, lo tiene de abuelo con
apenas 43 años y muy pocas canas que ocultar con la cachucha de tela.
“Aburrido
es cuando más canto. Ahí sí que me hago escuchar”.
Cuando se oiga el tañir de las campanas nadie sabrá por quién
están doblando. Todos preguntan quién ha muerto esta mañana…
Ya Farid
Montoya, un cantante del estadero La Clarita, que está situado a dos pasos de
su toldo de frituras, lo ha llevado a cantar con él allí. Y, de su repertorio,
le pasó canciones de Posada, para que las aprenda también. Hasta técnicas de
respiración le ha enseñado en los últimos días.
Por eso es
que Chunchurria Estéreo lo abraza mientras lo ve comer las tripitas de un vaso
y le va cantando:
La vida va pasando lentamente. El mismo sol alumbra cada dia…
Y el
cantante de La Clarira sonríe. Come y sonríe. Mientras tanto, el conductor de
Tax Ideal mastica sin prisa, lo oye cantar, le ve los ojos cerrados de emoción
y va asintiendo complacido con la serenata gratuita.
Veinte
años han pasado desde que Wilmar cogió este oficio y este sitio. Veinte desde
que dejó de vender cigarrillos Marlboro. Veinte desde que prestó servicio
militar.
“Si viene
a Buenos Aires y no come chunchurria -sostiene- más bien diga que no vino”.
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Buenos Aires, Comida
callejera,crónica, fritanga, john
saldarriaga, Medellín, Narrativa
urbana,urbana
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Junior da patentes de guía
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19. ago
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Sebastián
y Jean Carlo Montoya (Foto Róbinson Sáenz)
Buenos
días. Mi nombre es Sebastián Montoya Flórez. Soy un niño guía de Santo Domingo.
¿Necesita una guía turística del barrio? Desde este mirador se ve toda la
ciudad.
Esa
construcción que ve allí, negra y en forma de roca, es la Biblioteca España.
Fue diseñada por el arquitecto Giancarlo Mazzanti, un señor que tiene amigos en
Italia. Yo no me acuerdo de haber visto al señor Mazzanti, pero él estuvo aquí.
Fue terminada en 2007. Tiene 5.500 metros cuadrados y costó 15 mil
millones de pesos.
El
metrocable hizo progresar el barrio. Tiene 27 torres y 100 cabinas. Y están
pensando en extenderlo hasta Piedras Blancas, o sea el Parque Arví. Yo he ido
por allá varias veces caminando con gente de por aquí.
Esto es,
más o menos, lo que le digo al turista o al visitante cuando lo veo llegar.
También, si quiere, le doy un recorrido por el barrio y le muestro cosas, pero
no entro a la Biblioteca porque allá hay otros guías. Hay unos que dicen sí y
hay otros que dicen no.
Y las
personas me dan lo que quieran: mil, dos mil pesos. Lo más que me han dado es
15 mil. El viernes pasado me hice 23 mil. Yo le doy la plata a mamá para
ayudarle porque no le va muy bien que digamos vendiendo obleas en la esquina y
ella, de ahí, me da para gastar en el colegio. Yo estudio aquí mismo, en el
Campus Educativo Antonio Derka. Estoy en quinto de aceleración. A Junior sí le
han llegado a dar hasta 50 mil en una sola guía.
Ese Junior
fue el que me enseñó a trabajar. Me enseñó a saludar y las cosas que tenía que
decir. Que hay que traerlos al mirador y desde aquí contarles para que vayan
viendo todo. Es que él es grande: tiene 13 años como Luisa, mi hermanita, que
también tiene 13 y está en séptimo; entonces ya sabe las cosas. Yo tengo once y
soy guía desde hace un año.
Mi mamá se
llama Elena. Ahora está en una reunión con la Alcaldía, allí, en la Biblioteca.
Están hablando de unas casas que van a entregar. Es que nosotros vivimos
arrimados donde mamita Gabriela. Ella nos quiere mucho pero a veces mi mamá
alega con ella y dice que es mejor estar en otra casa, en la de uno, para
evitarle rabias a mamita.
Los guías
somos tres: Junior -que de verdad se llama Jean Alexis- y Darwin Humberto. Ah,
mire, esa señora que está allá abajo, en ese balcón, es la mamá de Junior. ¿Ya
le dije que Junior es primo mío? Sí, esa señora es mi tía.
Somos
tres, pero podríamos ser cuatro. Hace tiempos me la pasé enseñándole a ese
Mateo que también es primo mío. Andaba conmigo para arriba y para abajo.
Me
acompañaba en las guías y nada que pudo aprender. Y no es que hablar con la
gente sea difícil. Yo hablo con la gente como si nada. Pero él no sirve para esto.
A él le da miedo. Suda y tiembla cuando habla como unas niñas de mi salón que
cuando las sacan al tablero a dar alguna lección o a coger la tiza para algún
ejercicio de matemáticas no salen. Les da miedo también entonces no salen.
Jean
Carlo, mi hermanito, en cambio sí está aprendiendo. Se me pega toda la mañana,
de nueve a doce que me paro yo aquí en el mirador a esperar visitantes porque
en la propia estación del metrocable no nos podemos hacer porque el cela nos
saca. Pero mi hermanito apenas tiene seis años y mi mamá dice que todavía no y
que pongamos mucho cuidado, que uno no sabe quién es quién.
Este fin
de semana vamos a trabajar muy duro y nos tiene que ir muy bien porque vamos a
comprar tarjetas Cívicas para montar en metro.
Pero eso
no es tan fácil: para ser guía hay que pedirle permiso a Junior.
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crónica
urbana, Guías, john
saldarriaga, Metrocable, Niños, Santo
Domingo Savio
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Los
coleccionistas de todo
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11. Ago 2008
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De todo. Hugo García y Marta Restrepo
coleccionan de todo. Licores, aviones, soldados de porcelana, relojes, cámaras
fotográficas, palillos mondadientes… De todo.
Ella dice que quien comenzó con la idea fue él.
Llegó hace 22 años, cuando decidieron unirse, con dos costales llenos de
aviones y autos; botellas de licores colombianos en miniatura, como aguardiente
Néctar, ginebra Katía, ron Viejo de Caldas y otros, y de mezcladores. Y
llenaron cuatro repisas de vidrio.
Pero ella también aportó sus porcelanas:
angelitos, santos, soldados y animales.
Y la estrecha vivienda, de dos metros de ancho por unos doce de largo, situada
en la calle 44 y marcada con el número 50-16, cerca al cementerio de Itagüí, se
veía llena de adornos, sí, pero podían reunirse allí los amigos de Hugo,
trabajadores, como él, de Coltejer. Oían música, se tomaban unos tragos y
podían hasta bailar seis parejas al tiempo. Ahora también se reúnen, pero no
bailan. No pueden.
“En esa cama hacíamos pereza”. “¿Cuál
cama?”, les pregunto. Sólo veo una cantidad inverosímil de muñecos de trapo, en
un espacio un poco más ancho que el de la entrada, bajo las escalas que suben a
la casa del segundo piso. Y más arriba, en repisas, cerros de tazas y platos de
loza y porcelana, como en un almacén. “Es que debajo de todo eso hay una cama
–explica Marta-. Incluso cuando estaba brava, ¿no cierto, amor?, dormía en ella
y lo dejaba a él solo en la otra”.
Marta comenta que aquí, en esta casa,
aprendió a caminar de lado. Y es que no de otra forma puede uno moverse en ese
espacio. Si uno se mueve sin cuidado, hace sonar con los zapatos las botellas
de cerveza de otras partes del mundo o tropieza con bastones y zurriagos. Y si
manotea, puede hacer volar por el aire un avión, derribar una virgen o hacer
que el mismo san José que tienen “para que no falte el pan” pierda el equilibrio
y vaya a besar el suelo. O descuelga una camándula. “Ay, claro, los rosarios.
Nos encantan. Y como yo soy tan devota, cuando muere alguien conocido, rezo.
Guardo con esmero, en esta cosmetiquera, un rosario que me regaló mi mamá. Se
lo dieron a ella cuando tenía diez años. Es de filigrana. Y si lo dejo afuera,
se me envolata entre tanta cosita. Ella murió hace poquito, de 91 años y tres
meses. Y la sacaron en la revista Bohemia porque fue nacida y criada en
Itagüí”.
Muchas son las personas que piensan que esa
casa es un almacén. Una de esas cacharrerías donde se encuentra desde un juego
de agujas hasta uno de balones de fútbol; desde una bolsa de canicas peruanas
hasta un juego de ollas de aluminio. Una reja protege la puerta, de manera que
ésta puede permanecer abierta y ese universo de cosas, a la vista. Y por lo
general, en medio de esa abundancia de objetos disímiles, sentados en sendas
sillas de comedor, están sus dueños, Marta y Hugo, como reyes o esclavos
rindiendo tributo a las cosas de los humanos.
Como todos los coleccionistas del mundo,
sienten placer mirando los objetos. Observando cada detalle. Saben que mientras
están ahí sentados, detrás, colgadas a la pared, están las copas de
aguardiente, de guadua, de peltre, de porcelana y de cristal. Los relojes
ensamblados en platos de tocadiscos y en balineras y en piñones y en platos de
comida. Delante suyo, al otro lado del estrecho camino, las repisas que ella
más valora: las de sus objetos de cobre y porcelana. No se cansan de mirar la
campesina holandesa hecha del metal rojizo y que también es destapador. O las
fundamentales nalgas de los elefantes de la suerte. O la sobria belleza del
cáliz auténtico, el que les dejó un sobrino de Hugo que es cura y recibió de un
sacerdote anciano algunos elementos. Ah, y la colección de candados de tamaños
diversos.
Hay tantas cosas en la casa de Marta y Hugo, que la cama en que duermen
permanece ocupada durante el día con bolsas y maletines que contienen la ropa
que usan. De noche, deben quitarla para acostarse a dormir. El baño es igual:
guardan algunas cosas en el suelo bajo la ducha, de modo que, al momento de
bañarse, deben sacarlas.
“Algunos dicen que estamos locos –cuenta
Marta-. En mi familia dicen que no compremos más cosas. Pero cuando salimos en
la misma revista que mi mamá, se alegraron. Y, claro, lo más importante es que
nosotros somos felices así”.
Pero eso de no comprar más cosas, les resulta
imposible. Desde junio, Marta empieza a averiguar cuándo son los bazares de san
Isidro de las iglesias, para no perderse ni uno. En un bazar, un plato puede
costar quinientos pesos y uno tiene que aprovechar. Y cuando salen a puebliar,
zurriago en mano, traen recuerdos. De Fredonia trajeron dos cajas de
cigarrillos Cruz, de 114 unidades. Tenían que comprarlos: de esos no se
consiguen por aquí. Ah, y una tortuga de porcelana en miniatura que vive debajo
de un elefante.
La nevera, un monstruo grande en el que cabría
un caimán, sostiene, en el lado que da al pasadizo, la colección de ángeles de
cerámica.
A veces, cuando está de ánimo, Hugo saca
de debajo de la cama una bolsa y de ella, una decena de envoltorios de papel
periódico: navajas de lujo, manuales y automáticas. Hay una japonesa nacarada.
Las va poniendo encima de la cama, una al lado de la otra, como para una exhibición.
Disfruta viéndolas. Las ha conseguido de diversas formas. Algún muchacho le
dice: “vea, don Hugo, quédese con esta navaja que mi mamá anda toda brava
porque la compré”. Y le pide dos mil pesos por ella. Y Hugo, tomando una en la
mano, la japonesa, juega al bandido: apuñala el aire de la habitación e imposta
la voz para decir: ‘¡hey, guardame esto ahí!’ ‘¡Ay! Hasta cuándo?’
Plomadas, martillos, serruchos… Un centenar de
pesebres sale de su escondite en diciembre a ocupar el sitio del cobre y la porcelana.
La mayor parte de los objetos no se ven: están guardados porque no caben.
“No sé de dónde viene mi pasión por conseguir
cosas y hacer colecciones –habla él, filosófico-. Tal vez sea un afán de tener
hoy todo cuanto quise tener y no tuve cuando era niño. Porque mi hermano y yo
tomábamos un trozo de madera, lo partíamos en dos, les poníamos ruedas y ahí
teníamos nuestros carros. ¡Y a jugar por ahí!”
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Jaramillo: elfo y
perifonista
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04. Ago 2008
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Alejo Durán estaba visiblemente
desesperado. Todo estaba listo para su presentación, en una caseta de Ayapel,
pueblo de la zona donde era el rey. La plaza llena de gente, los músicos en la
tarima del bazar de San Isidro, todo. Pero su bajista nada que llegaba.
Eran las ocho de la noche cuando el negro
Jaramillo, bajista de Los Elphos, la agrupación que alternaría con él, se acercó
para decirle: “maestro, yo conozco toda su música; venga a ver yo le hago el
bajo”.
La gente bailó con El 039, Cachucha Bacana,
Alicia Adorada, El Mejoral. Al terminar esa intervención, el costeño se acercó
a Carlos Arturo, lo abrazó y le dijo: “¡Me has salvado! Me has salvado de
quedarle mal a mis seguidores que me quieren tanto”.
Antes de eso se habían visto dos o tres veces
en los estudios de discos Fuentes, ambos grabando álbumes con sus respectivas
agrupaciones, “pero no creo que el maestro me recordara”.
Carlos Arturo Jaramillo tiene este recuerdo
vivo y va hablando en el precario estudio que tiene en su casa paterna, en el
barrio obrero de Envigado, mientras busca en vano al menos uno de los
ejemplares de los discos de su grupo, Los Elphos, entre cientos de otros de
carátulas coloridas. Es el estudio de grabación de los mensajes publicitarios
que pregona por todas partes en su Renault 6 color café lechoso, pero que
Rubén, su hermano, el bongosero, llama entre risas el “Mazda Sentra” (“Más
daña´o que un verraco y sentra el agua por todas partes”). Ahí están la
consola de sonido, los bafles, los amplificadores, los micrófonos; hay cables
por un lado y por el otro, el soporte metálico de los teclados del grupo, los
platillos de una batería, unos tambores… Pero también hay un sillón mullido y
amplio y dos armarios: uno, ese atiborrado de discos y otro en el lado
opuesto, un clóset sin puertas en el que se ve la ropa doblada en la parte alta
y más discos en la parte baja.
Integrante de una familia en que la música y el
sonido han sido fundamentales -su padre, Jesús María Jaramillo fue baterista de
aires populares e integrante de una banda que había en Envigado, la cual muchos
recuerdan como La Banda de Roque, en tanto que su abuelo interpretaba la lira y
el tiple, y sus tres hermanos hombres son músicos: África, menos conocido como
Orlando, quien tocara en la célebre pero extinta Discoteca Azteca de la calle
Colombia; Rubén, el Negro que inventó los tambores, y Álvaro, quien en los años
sesenta y setenta hizo parte de una agrupación conocida como Soul Malandra,
nombre que hacía relación a un alma pilla-, no es raro ni desemparentado que
dedique su tiempo a la música, con Los Elphos, y al perifoneo de anuncios
publicitarios en su “Mazda Sentra”. Al menos, así lo cree, dice y vive él
mismo.
Carlos Arturo comenzó en la música con un grupo
de vallenatos, Aires de la Sabana, en su sector, que hacía las delicias en los
bailes organizados por el templo de San Mateo, hace unos treintaicinco años.
Eran fiestas para conseguir fondos para la parroquia; no para su construcción
que se había efectuado ya, “sino que, usted sabe, las iglesias siempre siguen
pidiendo plata”. Entonces tocaba la conga. Pero como dependían de un
acordeonero y éste a veces incumplía, resolvió aprender a tocar este
instrumento de fuelle.
Y, al evocar esos tiempo, suspendió la búsqueda
del disco, dejó la habitación–estudio, se internó en otro sitio de la casa y,
al momento, volvió al aparecer por el umbral sin puerta con un acordeón. Lo
traía abrazado, lo colgó con las correas de sus hombros y comenzó a tocar,
mientras hablaba.
“Éste es un instrumento incompleto. No tiene
todos los tonos. ¿Usté no ha visto que cuando, por ejemplo, Alfredo Gutiérrez
se presenta, tiene, además del que está ejecutando, otros acordeones en el
suelo? Es por eso. Él va cambiando, y un instrumento le da unos tonos y el
otro, otros. Es que, además, cuando usté oprime un botón, suena diferente
cuando lo abre que cuando lo cierra, lo que lo hace un poco más complejo el
aprendizaje”.
Ese grupo se fue desintegrando. Pero muy pronto
fue que Fernando Calle, uno de los fundadores de Los Elphos, lo llamó y le dijo
que aprendiera a tocar el bajo para que entrara al grupo. Los otros dos
integrantes se retirarían. El uno, William Echeverri, se casaría y viajaría a
vivir a Costa Rica; Luis Palacio, abandonaría la música para dedicarse por
completo a la gnosis. Precisamente había sido Luis quien bautizó el grupo con
este nombre en inglés de esos seres de la mitología escandinava, los elfos.
“El nombre es bonito. Un día leí en un
periódico que los elfos son seres parecidos a los humanos, de apariencia
frágil, con las orejas puntiagudas, a quienes les gusta mucho la música, el
baile y la poesía y son muy diestros con el arco y las fechas. Viven en los
bosques”.
Leyó que son nictálopes, de modo que se mueven
con destreza en la profundidad de los bosques donde no llega la luz del Sol, y
hasta de noche. Las elfas también son buenas para la lucha. Son legendarios los
ejércitos de doncellas elfas que cabalgan a lomo de unicornios.
Una vez Los elphos fueron al municipio de
Chiriquí, en el departamento panameño de David, a tocar en una feria
agropecuaria, alternando con el vallenatero Plutarco Urrutia, el humorista
Montecristo y la Banda Marcial del Ejército de Estados Unidos que custodiaba el
Canal. De ese viaje recuerda los caballos de exhibición y, sobre todo, la
maravilla que es ir en un avión sobre el istmo y ver por la ventanilla de un
lado el Océano Atlántico y, por la del otro, el Pacífico.
Pero, musical y económicamente hablando, el que
más le dejó fue el que hicieron a Nueva York, en 1981.
“Unos envigadeños montaron un restaurante en
Queens. “El Rincón de los Recuerdos se llamaba”, y querían que tocáramos todas
las noches durante los primeros dos meses de funcionamiento. Como la nuestra es
una musiquita tan variadita y tan colombiana… Pasillos, boleros, bambucos… Allá
había una emisora que pasa música parecida a la de Radio Reloj de aquí. Se
llamaba Radio Wado. Pero ni siquiera ahí los colombianos tenían la oportunidad
de escuchar lo que nosotros cantamos. Gustamos tanto que nos dejaron cinco
meses. Una noche, Plátano, no sé si usté lo conoce, nos pidió que tocáramos un
vallenatico clásico: “El almirante Padilla”. Yo le dije que ese acordeoncito que
teníamos era muy malito y no se podía. No daba. Y que uno nuevo valía 550
dólares y no teníamos con qué comprarlo. “Tome la plata, lo compra y mañana nos
toca la canción”, me dijo. Eso valió este acordeón y tiene entonces veintitrés
años”.
Y, ahí parado, empujando sus gruesos labios con
la lengua y a veces dejando asomar ésta entre ellos, comenzó a tocar un mosaico
de arpegios de temas conocidos. No los cantó, pero cuando cambiaba de tonada,
decía su título: El Almirante Padilla.., Dos mujeres…, La cumbia cienaguera…,
Ay hombe…
Con la plata de ese viaje compró también
el Renault 6 modelo 76, pero no con la idea de trabajar en él, sino por puro
placer. No obstante, transportaba en él algunos equipos del grupo y en él
llegaba a sus presentaciones, pero no le había pasado por la mente la idea del
perifoneo. Ésta llegó más bien de terceros. Unos amigos suyos, dirigentes
del Envigado Fútbol Club de ese entonces, entre los que se encontraban Javier
Velásquez, Hernán Gómez Agudelo y Jairo Santamaría, se devanaban los sesos
ideando una forma de hacer publicidad al equipo, todavía en la categoría
Primera B, para que más personas lo acompañaran en los partidos. Algo distinto
y menos engorroso que pegar carteles con engrudo en las paredes del sur del
Valle de Aburrá. Uno de esos días, caminado por el barrio Primavera, cerca del
estadio del equipo naranja, Carlos Arturo vio que venían esos personajes en el
auto del tercero. Les hizo señas para que se detuvieran y así, sin pensarlo dos
veces y como si siempre lo hubiera sabido, les fue diciendo: “¿qué tal si grabo
un mensaje y salgo en el renolcito a difundirlo amplificándolo por todas
partes?” “Hágale, mijo, que eso es lo que necesitamos”.
Jaramillo llegó a su casa y en cualquier equipo
de sonido grabó unas palabras de invitación previamente preparadas y escritas
en una hoja de papel.
Fútbol profesional. Este domingo, el partido
Envigado Fútbol Club contra el Deportes Tolima.
Con su apoyo haremos del Envigado un club grande.
Niños menores de diez años entran con la camiseta.
Adultos boletas a cinco mil.
Dio vueltas a dos o tres kilómetros por hora,
casi parado, y deteniéndose en las esquinas para dejar oír su mensaje. Y así
siguió haciéndolo. Recorría calles de Envigado, Itagüí y Sabaneta con este sólo
mensaje que se repetía cada que había partido, con la variante, claro está, del
nombre del equipo adversario. Con el paso de los días fue que los comerciantes
encontraron en el perifoneo de Carlos Arturo una manera efectiva de anunciar
sus productos, de invitar a la gente de visitar sus almacenes, y los dirigentes
de las Juntas de Acción Comunal, de convocar a sus reuniones y fiestas.
“Yo anuncio las ofertas de tiendas y almacenes
de abarrotes, de las que venden artículos de temporada, como ahora los
navideños y sigo con la invitación de siempre a los partidos del Envigado. Voy
por todas partes. Perifoneo es el nombre de este oficio, porque peri viene de
periferia y fono es sonido: sonido hacia la periferia”.
Hace años, Carlos Arturo fijó con un delgado
lazo de polietileno, en la capota de su coche, sendos avisos en acrílico, uno
para cada lado, que dicen: «Los Elphos. Todo en Música» y un número telefónico
un poco desdibujado ya. En medio de ellos instaló dos cornetas o campanas de
propagación de sonidos, montada cada cual en un imán y acompañadas por un
bafle.
Aborda su auto. En la silla delantera del
acompañante nadie debe sentarse. Está ocupada por una grabadora destapada, con
la maquinaria a la vista. Está ahí y descubierta por razones prácticas: él
puede ir vigilando que la cinta del casete no se enrede ni se rompa y
solucionar el problema cuando suceda; además, para ajustar el sonido,
manipulando algunas piezas con un destornillador de relojería que mantiene
consigo.
El centro comercial las granjas. El Hueco de
Envigado. Ubicado entre la Biblioteca y Comfama tiene para usted el más variado
surtido en artículos para esta Navidad.
“¡Vos te ganás la plata ahí sentado!” Es lo que
muchos le dicen. No saben lo que es estar cinco horas seguidas en este horno,
bajo un Sol de mediodía y dando vueltas despacio por todas partes”. “¡Quitá ese
podrido!”, le gritan los taxistas, a lo que él responde: “Qué pena, pero este
carro da más plata que ése”. En el interior, costales forran el techo.
“¡Jaramillo! –coinciden sus amigos-. ¡No vas a ser capaz de acabar con ese
carro!” “Si pudiera cobrar siquiera cincuenta o cien pesos por cada saludo,
estaría millonario”, comenta. Maneja mirando para todos los lados. Y hacia
delante.
De pronto, después de un silencio en su
conversación, pero no en el mensaje publicitario de voz metálica que vuela por
el aire de las calles buscando oídos de gente, dice:
“Esa vez que leí esas cosas bonitas de los
elfos en el periódico, leí también que son un poco mentirosos… Quedé un poco
aburrido. Y yo quisiera decirle a todo el mundo: ¡yo no soy así!”
(Del libro El Arca de Noé. Biblioteca de
Escritores de Envigado, 2007)
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9 comments
1.
Rafael Alonso Mayo • 10 years ago
Es una historia muy bonita, muy humana y real. Esa es la manera en que John
hace de un personaje cotidiano una historia muy bien narrada, llena de
emociones, éxitos y mucha realidad.
Saludos maestro
Rafael
2.
ROBERTO PANIAGUA • 10 years ago
Bello relato Saldarriaga :Hay un pequeño error la provincia panameña es
Chiriquí y la ciudad capital se llama David,a propòsito en Panamà los nacidos
en Chiriquí son como los paisas de Colombia trabajadores y echados para
adelante .Saludos
3.
guillermo agudelogonzalez • 10 years ago
es una historia muy real con un personaje conocido por los envigadeños
seguros de una gran talento musical y una inmensa calidad humana que lo ha
llevado a ser reconocido como un personaje que deja huellas a medida que
transcurren los tiempos
4.
ANDRES RESTREPO ANGARITA • 10 years ago
Excelente articulo, para las personas que lo vemos a diario un buena forma
conocer su historia.
5.
Bernardo Rivero Ramos • 10 years ago
Que lastima que no se hubiera conservado la agrupación como LOS AYERS.
Recuerdo que hace unos 30 años en un estadero que tuve en mi tierra,Buenavista
(Córdoba) un LP con canciones como NEGRA DUDA Y LA NIEVE DE LOS AÑOS.Me gustó
muchísima su música. Saludos al Negro Jaramillo.
6.
luis londono (NANO) • 9 years ago
ese man es mi vecino,ojala todos fueran como es EL.le falto contar lo de la
rifa del carro para que se murieran de la risa
7.
College Scholarships For Students • 7
years ago
Hi, I try to add your blog post to my RSS reader, but it looks like your
Feed does not work properly. Try to repair it!
8.
Victor Raul Ayala
Buitrago • 7 years ago
ME ALEGRO MUCHO SABER DE CARLOS ARTURO YA QUE TUBE LA OPORTUNIDAD DE SER
BATERISTA DE SU GRUPO SOBRE LOS AÑOS 75 Y LOS 80 EL TIEMPO ES FUGAZ PERO LOS
RECUERDOS PERDURAN SIEMPRE DESDE EUROPA LE DESEO A CARLOS ARTURO MUCHA SUERTE Y
LO ADMIRO POR SU CAPACIDAD PARA SEGUIR EN LA LUCHA YA SABE QUE SE PUEDE
COMUNICAR CONMIGO PARA QUE SIGAMOS EN CONTACTO UN ABRAZO TU AMIGO COMPAÑERO Y
COLEGA RAUL AYALA.
9.
Janeen Bonaccorsi • 6 years ago
Woh I enjoy your content, saved to favorites!
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historia
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Da hambre rezar
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29. Sep 2008
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·
General
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Bandeja, pesebre, cazuela de fríjol, María Auxiliadora, chicharrón,
sacerdote Ramón Arcila.
Ésta es la composición de un mural en Sabaneta, junto a la iglesia de Santa
Ana.
Y así, hubiera querido o no su artífice o sin querer queriendo, este mural
resumió la economía de este municipio, el más pequeño de Colombia.
En fondo blanco, de colores deslustrados y ya carcomidas por el tiempo,
están esas imágenes religiosas. Los nombres de las comidas son letreros -esos
sí muy lustrosos- intercalados entre ellas.
Pertenecen a un restaurante situado junto al templo, en el que se ve una
cortina de chorizos y al pie del busto de José Félix de Restrepo, que hace
equilibrio en un delgado pedestal.
Y pensar que ambas actividades nacieron el mismo día de 1968, cuando a
Nevardo Montoya se le apareció la Virgen y se la hizo ver a los demás.
Y desde ese momento, el entonces abandonado corregimiento de Envigado, de
calles polvorientas y escaso movimiento, comenzó a desarrollarse atrayendo
turistas que rezaban y comían, comían y rezaban.
Así, pues, desde entonces, lo que expresa el mural es cierto porque en ese
municipio de 15 kilómetros cuadrados hay por todas partes ventas de velas,
chorizos, novenas, morcilla, medallitas, pasteles de pollo, escapularios,
papitas fritas, imágenes, albóndigas, estampitas, arepas, medallitas,
empanadas…
·
Agregar nueva etiqueta, arte público, Ciudad, john saldarriaga,Sabaneta
***
El
fotógrafo de los recién nacidos;
·
19. Sep 2008
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Óscar Manrique cree que fue el azar el que lo empujó a tomar fotos a los
recién nacidos en la sala de maternidad de León XIII.
Siempre había sido un fotógrafo social y, como tal, acudía los domingos a
la capilla de la clínica a hacer las fotos de la ceremonia de bautizos.
El nacimiento de un niño es siempre el
nacimiento de una historia.
Un domingo como cualquier otro fue tanta la
aglomeración de personas en el hospital, que Óscar decidió no esperar el
ascensor para descender del octavo piso, cuando terminó su labor, sino bajar
por las escaleras. Al pasar por el sexto piso, uno de los que ocupaba el área
de maternidad, una mujer lo detuvo con un grito:_“¡Oiga! ¿Usted es fotógrafo?”
No esperó respuesta, innecesaria por demás, considerando que del cuello y
sobre el pecho de Óscar pendía una cámara fotográfica y de su mano un maletín
con las fotografías que debía entregar. “¿Puede tomarme una con mi hija recién
nacida?”
Dicho y hecho. De modo que la jefe de enfermeras, Margarita, que por allí
pasaba, al ver la escena de la fotografía, le sugirió en forma de pregunta:
“Usted por qué no sigue viniendo a tomar fotos a tantos niños que nacen en esta
clínica?”
Corría el año 1972 y en León XIII ocurrían más de 16 mil partos al año. A
todas luces, era un buen negocio. Como un flash, él acogió la idea. Supo de
inmediato que en ese momento lo había parido la suerte. De ahí en adelante no
tendría que estar con su vieja Olympus, de barrio en barrio ofreciendo “el famoso telescopio”, una diapositiva
que iba en el fondo de un portarretratos, la cual, para verse, debía arrimarse
a un ojo. Podía decirle también adiós a las visitas a las iglesias para ofrecer
fotografías de los sacramentos, con su Pentax K-1000.
Con una escarapela que certifica el permiso, la cual también pende sobre su
pecho, como su cámara -que ya es una Minolta con lente de tres servicios: gran angular, normal y macro-, se ha paseado
como Pedro por su casa por el área de maternidad ofreciendo su labor.
Incluso hoy, cuando la clínica atiende el 10 por ciento de los partos que
en los 70, ven asomar su cabeza brillante y medio poblada de cabello gris, como
la brocha de su bigote; sus gafas; su chaleco de motociclista y su maletín.
Casi por casualidad comenzó Manrique su
ejercicio en la León XIII
Administrar saludos y sonrisas hasta el cuarto piso, descargar el maletín
en la sala de espera, al cuidado de una fiera de icopor pegada a la pared y
dirigir sus pasos hasta el escritorio de la enfermera de turno para preguntar
cuántas parturientas hay.
Ah, doña Mariana Arcila está en la 405A. Cliente conocida. Llega a su
puerta y golpea, a modo de anuncio, y asoma su cabeza y su cámara. La ve parada
al pie de la cama, sin cansarse de mirar al bebé que duerme.
Ella, contenta y asustada como si fuera la primera vez que pariera, le
insiste en que no obture su cámara hasta que no peine su cabello en riñas y él
bromea diciéndole que es mejor así, con una figura auténtica de recién parida.
Es una niña, cuenta ella. La llamaremos Sofía. O tal vez Salomé. Óscar ha
tomado la foto de sus otros seis hijos. “¡Pero esta vez espere al papá, que
está por llegar! -le advierte-. Él también quiere una foto con la niña. La otra
vez, cuando nació Mariana, usted se fue y no lo vimos más”.
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Ciudad, Clínica León XIII, crónica urbana, fotografía, maternidad,Medellín
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La miscelánea de las
curiosidades
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08. Sep 2008
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General
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Si
necesitas trampas para cazar vivos los ratones, ve a la Miscelánea de María Vargas. Ve antes de que se extinga.

Pacho,
cacharrero de la miscelánea María Vargas
También
allá puedes encontrar las tradicionales trampas de golpe para ratón –las
consabidas tablitas con sistema de resorte y garfio para carnada, que se activa
cuando el roedor la muerde -, si no quieres cogerlos vivos. Nidos de pájaros,
ajuareros de mimbre para bebés, pilones con su mano, cucharas de palo largas. Y
si eres minero de río o quieres serlo, puedes comprar allí una barequera de
madera de naranjo de monte hecha en Tarso, resistente al agua, antes de abordar el bus que te lleve a Segovia o Zaragoza a buscar un afluente donde sumergirte.
María
Vargas, su fundadora, murió octogenaria el nueve de agosto de 2007. Fue una
mujer activa y despabilada en tiempos de la Plaza de Cisneros hasta el incendio que acabó con ésta en 1968; luego, en la Plaza
de la América donde fue reubicada y, un año más tarde –ahuyentada por las
pobres ventas- en el lugar que hoy ocupa este negocio singular, en Cundinamarca
entre Maturín y Amador, para quedar muy cerca del mercado de El Pedrero, que
remplazó por años la Plaza. Le compró un amplio espacio a Gabriel Fernández, el
dueño de la arrocera Marfil, que allí funcionaba.
María pasó sus últimos años presidiendo las acciones de su trabajador,
Francisco Ocampo, sentada en un taburete entre materas de barro, esteras,
alcancías de barro en forma de marranito y de pato, y cedazos. Viendo despachar
botellas de aceite de higuerilla y de pata. El primero para alimentar
lamparillas; el segundo para mezclarlo con Tricófero de Barry con el fin de evitar la caída del cabello.
-Te estás
poniendo viejo, Pachito.
Le decía
de pronto la anciana.
-Por qué
lo dice, María.
-Porque ya
sos un tipo llevado de su parecer. No hacés las cosas cuando uno te dice sino
cuando vos querés.
Pacho, un
cejeño que siendo un adolescente llegó a la Miscelánea en 1958. Primero a
venderle escobas de chiqui-chiqui, una fibra negra que para conseguirla debía viajar
a Bogotá cada mes, pues procedía de los Llanos Orientales. Ya bromeaba con
María Vargas y la mujer le tomaba confianza al muchacho. Tanto que en 1962 ella
le ofreció trabajo en la Miscelánea por 24 pesos el mes y él no lo pensó dos
veces pues, si bien más o menos ganaba eso con sus escobas, evitaba el
inconveniente ese del viaje mensual a Bogotá.
El centro
era un hervidero mayor que el de hoy. Los buses de Rionegro parqueaban al frente. Muy cerca los de Santa Elena. Y así, diseminados por el sector estaban las terminales de las
flotas municipales. De modo que la gente que procedía de todas partes de
Antioquia llegaba directamente al centro, a un lugar de mercado, ventas de todo
tipo y bares. Un lugar donde podían conseguirlo todo.
Lo de
llevado de su parecer era porque ella le decía que debía fabricar hornillas
–fogones de carbón hechos con galones de lata, antes de manteca, hoy de pegante
de caucho-, y Pacho le contestaba que no había tiempo, que más tarde las haría.
Los
ochentas fueron difíciles. Había una delincuencia rampante por esas calles.
Algunos peatones pasaban por ellas con los bolsillos vueltos del revés para que
los atracadores vieran que nada tenían y no los asaltaran. Y ni Pacho, que
conocía hasta a los hampones, se salvaba de ellos. Antes de abrir el negocio, a
las seis de la mañana, se paraba en la esquina de Maturín a ver quién vivía, no
fuera que lo atacara cuando estuviera agachado abriendo los candados o que
alguien más, por matar a alguno de esos gandules, le diera a él un tiro. “Si en una semana no había aquí ocho
muertos, esto no se llamaba”.
Los
noventa llegaron vacas menos gordas para la Miscelánea. La construcción de
terminales de transporte que centralizaron los paraderos de los buses de los
pueblos, evitando que los viajeros llegaran al centro como a un gran puerto,
tuvo que ver mucho en ello. De ahí que dueña y trabajador pensaran en
complementar el negocio con venta de refrescos y cerveza. Sin música, no faltan
quienes tomen una butaca y se sienten a ver pasar la vida de Cundinamarca con
una cerveza en la mano. Rameras, vendedores ambulantes, indigentes,
legumbreros, restaurantes callejeros. Y música de despecho emerge de bares
cercanos.
“Las cosas
cambian –reflexiona Pacho-. Primero yo compraba 300-400 galones de manteca para
hornillas. ¡Vaya a ver si hoy se consigue uno! El que lo tenga que lo guarde de
recuerdo. Ya son de pegante y necesito muy pocos. ¡Y cómo se vendían los
canastos! Con decir que los que los vendíamos casi peleábamos con los
distribuidores para que nos los entregara y hoy vea: ahí tengo algunos en ese
zarzo por si preguntan por ellos…”
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crónica, crónica
urbana, Medellín, misceláneas, urbana, vendedores
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Aguacateras de Palenque
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02. Sep 2008
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Rosa
González, una de las cuatro aguacateras de Palenque que se sitúan en los
alrededores de la Plaza de Mercado de Envigado, es dicharachera y locuaz.
Su figura
delgada, sus movimientos ágiles y rápidos no revelan ni por asomo que el 20 de
julio, Día de la Independencia -“y hasta me ponen bandera y todo”- haya
cumplido 77 años y menos aun que en veinte años de matrimonio con la Gumbia,
matarife de ganado en el matadero municipal, haya parido 21 hijos.
“¡Sí, 21
hijos. Todos con el mismo pilón, claro. Si en ese tiempo no había contrabando
-sonríe-. ¡Quedaba preñada cada once meses! Y yo le decía: ¡pero Gumbia, mijo!
Y él contestaba: “no mija, como es de bueno ver caras nuevas todos los días”.
Qué tal que no se hubiera muerto en el setenta. ¡¿Cómo hubiera quedao yo?!”.
Pero
viéndolo bien, reflexiona, ella no es que haya tenido tantos hijos: allá en
Palenque, ese barrio de Sabaneta, hay otra mujer que parió 33.
Uno podría
decir que Rosa fue tan fértil por el consumo de la fruta que ha vendido. ¿Al
fin de cuentas, el saber popular no le atribuye al aguacate poderes
afrodisíacos? Pero no. Ella no es que haya sido nunca muy aficionada a comerlo.
Habría que preguntarle, entonces, a Eugenio Montoya, la Gumbia, si éste también
era su caso, pero eso ya es imposible.
Rosa
González tiene su puesto en la acera junto a la entrada de la Plaza de Mercado
de Envigado. Y puede decirse que allí ha permanecido más de la mitad de la
vida. No solo en cantidad de tiempo sino en la pasión con la que lo ha vivido.
Rosa es
una que puede terminar la venta después de la hora del almuerzo, tan fácil que
vende, tantos clientes que tiene, y sin embargo se queda ahí hasta el
anochecer, sentada en su taburete de plástico bajo la palmera que adorna la
acera o contra la pared, hablando, bromeando con sus vecinos: dueños de dos
casas de empeño, el administrador de una cantina en la que se oye todo el día
música de carrilera y rancheras, un vendedor de revistas, los vendedores de
lotería, las mujeres que trabajan en la cantina, las vendedoras de apuestas,
los taxistas y, por supuesto, con Consuelo Uribe, vecina en ese barrio del que
lamentan haya quedado en Sabaneta luego de que éste se hubiera separado de
Envigado a finales de 1967, y compañera en las frías madrugadas en las que, sin
un amague de pereza, encaminan sus pasos a la Plaza Mayorista para comprar el
surtido.
Rosa no mantiene esclava del puesto. A ratos, se aleja media cuadra arriba,
dobla la esquina a tomar la carrera 40, que está colmada de graneros,
legumbrerías, carnicerías, hueverías, sólo para ir a saludar y a darle vuelta a
“la Gorda”, su nuera Nubia Jaramillo, que tiene otro puesto de aguacates en la
acera.
No se
inmuta si en esas correrías quedan sus aguacates solos, a la vista del mundo.
Sabe que nadie se los va a robar en medio de tanta gente que la quiere tanto
circundando por ahí.
“¿Me quiere?”. A uno de ellos, el de una casa de empeño, hasta le dice hijo,
sin serlo. Como si no fueran ya bastantes los 13 que le quedan vivos.
A veces
también se abandona en sueñecitos cortos, cabeza apoyada en la pared. Ella dice
que tal vez son las rancheras las que la van arrullando, pero qué va. Si se
levanta a las tres de la madrugada a despachar nietos -no porque la mamá no los
despache, no, sino porque Rosa desea hacerles el detalle a ambos, “son ideas de
una”- y después camina en compañía de Consuelo loma abajo hasta la bocacalle de
la carretera que conduce a Sabaneta, consigue el taxi y salen rumbo a la
Mayorista a comprar el surtido. Entonces cómo no se va a dormir cuidando un
león, como suelen decirle. “Me siento mareada pero no vencida”, les contesta.
Con todo
el mundo, Rosa tiene que ver.
Cuando alguien da un traspiés en las escalas de la entrada de la Plaza y cae al
suelo haciendo un reguero de tomates y papas criollas que parecen aprovechar la
ocasión para huir despavoridas en todas las direcciones, ella es la primera que
corre a ver qué pasó y cómo ayuda al desafortunado. Cuando un chico es
atropellado por una motocicleta que apareció en la esquina de la nada, como un
fantasma, ella vuela a recogerlo.
Una mano
aparece por encima de su cabeza empuñando un billete. Ella dice sin volverse a
mirar, juguetona: “ya sé quién es”. Y toma un aguacate cejeño que están
resultando mejores que los otros, los costeños, lo entrega a la mano sin dar
vuelta a mirar la cara, y guarda el billete en el delantal.
Un taxista
detiene el auto lejos de la acera y acosa por una fruta. Rosa alborota el
ambiente: “¡llévenle, por Dios, el aguacate, no ven que va a hacer taco!” y no
falta el solícito -el cantinero, el del montepío, cualquiera- que le obedezca
como si fuera un socio, vuele presuroso y hasta le traiga el dinero y todos se
quedan tan tranquilos como si se tratara de lo más natural o si ella
simplemente les dijera hace calor para ser época de lluvias.
Que no
tengo dos mil, que sólo tengo mil quinientos, le dice una mujer y Rosa le
contesta cómo te vas a quedar sin aguacate, querida, ¿vos sos boba?
“Qué
estarás diciendo ahí, Rosita, vos como sos de mentirosita”, bromea el
cantinero, quien cuenta a los demás que hace pocos días Rosa le dijo que las
canas le abundan solo en la cabeza porque con ésta no ha gozado sino que ha
sufrido. Ella escucha y sonríe ante las ocurrencias. Y le repite su frase
tenaz: “me siento mareada pero no vencida”.
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Aguacate, aguacateras, crónica, El
Arca de Noé, Envigado, john
saldarriaga, Narrativa
urbana, vendedores
callejeros
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Un disfraz para olvidar
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31. Oct 2008
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Ahora se ríe de sí mismo y de la situación, pero
¡cuánto sufrió, por Dios, con ese disfracito que la mamá le dio por ponerle
cuando él era un chiquillo de cinco años!
Era de payaso. No sabe qué diablos era lo
que veía la gente en él, sobre todo los otros niños, que apenas lo miraban se
desternillaban de la risa y lanzaban burlas. Lloró un rato sentado en la acera.
Esteban
Giraldo es un muchacho de Itagüí, que por estos días valida el bachillerato en
un instituto comercial.

Ayer
caminaba por una calle céntrica en compañía de Luisa Fernanda Pino, compañera
de clases, y ella reía oyéndolo contar la anécdota. Reía -como si ella no
hubiera tenido infancia, como si no hubiera sufrido con situaciones parecidas,
como si nunca hubiera hecho el ridículo- cuando él continuó su relato
enumerando los disfraces que había vestido: El Zorro, Peter Pan…
El
que más disfrutó, dicho sea de paso, fue el de El Zorro. Las calles de Itagüí,
donde creció, lo vieron desenfundar la espada luminosa y trazar, lo menos
torpemente que le permitía su recién estrenada habilidad, la zeta en el aire
oscuro de la Noche de Brujas, mientras cantaba la invariable canción: triqui,
triqui Halloween. Quiero dulces para mí. Si no me das te rompo la nariz.
Luisa
se animó a contar lo suyo. Dijo que también anduvo por esas mismas calles
disfrazada de Blanca Nieves, muñequita, Fresita… Que odia con todas sus fuerzas
ese tonto disfraz de muñequita, porque desde el momento en que su mamá le ayudó
a vestirlo, se sintió ridícula. En la calle, los dedos señaladores y los
dientes burlones terminaron por confirmarle su impresión.
Pero
díganme ¿cómo hace uno para entender que el disfraz que más le gustó fue el de
Fresita? Porque no vayan a creer que se trataba de una fruta roja en cuyo
interior ella incrustaba su humanidad, y provista de cinco huecos para que
sacara su cabeza y sus extremidades. No. Fresita era una muñeca que ocupó
espacio en la Casa de Muñecas de muchas niñas y, claro, en la de Luisa también.
¿Por qué? Pues porque el vestidito -dice ella- era más bonito…
Juan
David García tiene 25 años y puede decirse que nunca ha parado de disfrazarse
un 31 de octubre.
Fue
Superman, Robin Hood, Príncipe Azul… cuando era un niño y se conformaba con el
vestuario que le mandaba a hacer su mamá. A los veinte años fue colegiala, usando
un uniforme de su hermana, pero este traje es difícil de llevar: debe uno estar
siempre acompañado por otros iguales; de lo contrario, no resiste las burlas.
Y
Kelly Gutiérrez, ya disfrazada de coneja, creció en los barrios Playa Rica y El
Progreso, también en la Ciudad Industrial, recuerda con cariño sus disfraces de
ratona, bailarina española, mujer árabe… Pero quiere arrojar varias veces al
fuego del olvido para que no queden ni cenizas, el de Chilindrina, que ella
tuvo que inventar un octubre en que su mamá no le dio disfraz.
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31 de Octubre, Ciudad, ciudad contada, crónica, Día de las Brujas,Disfraces, Itagüí, john saldarriaga, Medellín, salderrio
Dónde poner los ojos
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28. Oct 2008
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General
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Esa inveterada manía de los humanos de
no querer mirarnos porque la mirada nos intimida, ofende o excita, hace que
busquemos siempre un sitio donde posar la vista.
En los buses es más fácil que en el metro.
Allí, las sillas están dispuestas para dos personas que le dan la espalda a
otras dos que le dan la espalda a otras dos… y, así, uno puede irse viendo por
la ventana lo que pase. En el “peor” de los casos mira la nuca de quien va
adelante y soporta que le miren la suya los de atrás. En un bus, hasta los que
van de pie pueden mirar por la ventana sin que se choquen mucho las
miradas; siempre y cuando no vayan en una fila metida entre otras filas, como
jamón de emparedado, pues, en ese caso no puede hacerse más que sujetarse da
algún pedacito de tubo libre, para no tener que irse en cada frenazo contra el
sujeto que se sujeta de uno o que le impone alguna parte de su humanidad.
Pero en el metro es otra cosa. Las sillas están
dispuestas de espaldas a las ventanas. Cuando no hay personas de pie, uno que
va sentado debe buscar lugares indefinidos del paisaje exterior, a través de
las ventanas transparentes. De frente, por encima de las cabezas de los que
están allí, uno va siguiendo, por decir algo, el contorno de las montañas, la
forma de las nubes –“ parece que va a llover, a juzgar por ese nubarrón gris
encima de Santa Elena”-, y sabe que los ojos de aquellas cabezas que
están allí frente a uno también han desarrollado un inusitado interés por la
geografía que se ve por encima de la cabeza de uno.
Lo “peor” es cuando los vagones van atestados
de pasajeros. Y no es difícil que lo estén, porque los trenes son muchas
veces de tres vagones –hasta en las horas pico; claro que con la ventaja que
pasan cada tres minutos-. Es tanta la gente que se sube a los trenes, que en
breve van a tener que contratar a algunas personas para que empujen con
todas sus fuerzas a esa multitud que entra, para que puedan cerrarse las
puertas. O conseguir vagones de caucho.
Los que están de pie impiden realizar ese
ejercicio de ver por las ventanas de enfrente, el cual a veces permite hasta
pensar, ¡y eso que pensar es tan difícil! El paisaje que se tiene –a menos de
dos palmos de distancia; nuestras rodillas se tocan con sus rodillas- es un
bosque de personas con los brazos arriba, como árboles con las ramas enhiestas.
¿Dónde posar, entonces, los ojos? ¡Si al menos hubiera un divino rostro, un
cuerpo que soportara estos ojos extraviados!
Algun@s solucionan el inconveniente cerrando los ojos.
Sí; simplemente bajan las persianas de su alma, agarran bien su bolso de mano,
sus cuadernos, y se orientan sólo por los oídos, que dejan bien abiertos recibiendo
los mensajes maquinales del altavoz: “próxima estación… Alpujarra”. E
internamente suena el altavoz de su mente: “todavía no es la mía; debo estar
pendiente…” y así.
Otros, torciendo el pescuezo casi hasta
volverlo giratorio, para mirar por la ventana que tienen detrás. “¡Ah, el río!
¡Qué bello es el río! Sus suaves ondas, aquella espumosa corriente, las piedras
que sobresalen… ¡Cómo sería, entonces, si sus aguas fueran diáfanas!”. En fin,
siempre la geografía al servicio de la evasión ocular.
La cosa se torna mejor para quienes van de pie.
Además de que reciben sobre sus humanidades el soplo directo del aire
acondicionado, que se mete en el tren por esa franja negra que hay,
longitudinal, en el centro del techo, dominan un paisaje de ciudad en panorámica.
“Ve, de aquí se observa parte del estadio”, se dice uno; “los tejados de las
fábricas y los talleres de La Bayadera están siendo reparados. Si bien los más
de ellos no son bonitos, las hojas de zinc y las tejas de eternit están en buen
estado y han retirado de ellos esa cantidad de escombros y leños que solían
mantener”; “tan sabrosas las terrazas de este sector del Hospital como para
hacer un asado; esas donde se ven esas ropas secando en los alambres”, y así
por donde vaya.
Y cuando no hay puesto los mejores sitios están
en las puertas. Sobre todo las del lado que no se abre en todo el viaje. El
paisaje es más amplio. Y en las estaciones, uno ve la gente del otro tren, ahí
no más como a distancia de salto. Ve la gente moviendo los labios, parloteando y
accionando como en cine mudo. Y en los trayectos va viendo los letreros del
comercio y se da cuenta uno de que hasta aquellos que hace años no tenían uno
bien vistoso, lo han puesto en un lugar alto para que se vea desde el metro.
Pero al fin, todo va pasando, como la vida.
Todo queda atrás. Y llega uno a la estación de destino y sale más bien
orgulloso –con la cabeza en alto pero sin dejar de mirar ese hueco que queda
entre tren y plataforma, no sea que se nos vaya un pie, accidente que incluso
está advertido no sin cierta comicidad en un adhesivo pegado a la puerta- por
en medio de una calle de honor que le hacen los pasajeros que esperan. “Itagüí
es una estación terminal y todos deben descender del tren. Gracias por utilizar
el sistema metro”.
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El nombre sí importa
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21. Oct 2008
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General
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Poéticos unos, grotescos otros, evocadores los
demás, simples o impronunciables otros tantos, los nombres de los negocios son
la poesía incoherente de las calles. Entran en el imaginario de la gente como
los de las personas.
Los seres humanos tenemos una gran pasión por nombrar.
Darle nombre a las cosas y los animales nos pone en la dirección de creadores,
de reinventores de seres porque con el tiempo, cuando un nombre está bien
aherrojado en un imaginario común, termina por ser tan importante como la cosa
que nombra y ésta parece no poder existir sin aquél.
El lingüista Ferdinand de Saussure creyó dejar
claro –cuando contribuyó en la invención del siglo veinte- que la cosa y la
palabra que la nombra tienen una relación arbitraria; no una relación directa,
mejor dicho. Pero como que no le creímos del todo porque el nombre se va
metiendo en la esencia misma de la cosa nombrada, se convierte en su tuétano o
en su alma.
La verdad no nos podemos imaginar cuerpos por
ahí andando innombrados. Nos parecería que van por ahí a la deriva como canoas
vacías en altamar, juguetes de olas y vientos.
Hay que fijarse en el dilema que tienen los
padres para nombrar un hijo. Hay que ver el problema que tienen los hijos para
nombrar una mascota.
Y no menor es el de los empresarios, pequeños o
grandes, para bautizar su negocio, pues, con él esperan seducir a la humanidad
–al menos a la más cercana- para que vaya a visitarlo y deje en él billetes que
mantengan llenas sus arcas.
En esto de los nombres de los negocios es que
quiero que pongamos los ojos un momento. ¿Quién de nosotros ha celebrado la
belleza y el ingenio reflejados en ciertos nombres de negocios? ¿Quién también
no ha vituperado el cerebro obtuso del que se le ocurrió cierto desafortunado
nombre? Porque no digamos mentiras: el nombre sí importa.
Y en esta materia, hay de todo.
Poéticos resultan algunos de ellos: La puerta
del Sol, por ejemplo, nombre de un sitio envigadeño, tomado seguramente de un
establecimiento homónimo mencionado en “La busca”, de Pío Baroja, resulta
emblemático. Lo mismo podemos decir de “El pez que fuma”, personificación
escrita de un letrero de un tienda de animales en esta misma localidad.
Y, aunque quiero centrarme en los nombres de
los negocios, observemos, aunque sea de soslayo, los de los grupos de teatro de
la ciudad, que acuden a palabras sonoras como Fanfarria o Matacandelas, cuya
sonoridad y cuyo objeto representado retumban en la mente del humano con la voz
de bronce de un campana de una bodega vacía.
Otros nombres nos resultan evocadores. No sólo
de épocas pretéritas sino también de espacios distantes. La Bella Época, por
ejemplo, Los Recuerdos o Tierra Labrantía. Casos en que, sin ir a verlos,
sabemos que deben tener un ambiente propicio para mirar la vida como por un
espejo retrovisor. El primero, como parisiense, y los segundos de esa Antioquia
de ruanas y carrieles.
A la naturaleza se le sigue rindiendo homenaje
en muchos nombres. Cacharrería El Sol, bar el Guanábano, bar el Choclo –que
también tiene algo de culto a la antioqueñidad, por aquello del maíz que da la
arepa-.
Hay nombres que resultan grotescos, como
los de las cadenas de comidas El Tragadero y Pa’Tanquiar, y otros que encierran
un chiste: bar La Ruina, cacharrería Pendejadas o Almacén El Agitador –que
vende repuestos para licuadora pero por ahí derecho alude al revoltoso
político. Bueno, entre licuadoras y política hay más coincidencias de lo que
uno cree-.
Uno no sabe si es una buena dosis de egolatría,
urgencia de conseguir inmortalidad o simplemente de sentido práctico o de las
tres circunstancias, en el caso de los negocios en los que sus dueños ponen sus
nombres, a veces con apellido. Papelería Carlos Navarro & Cia, Almacén José
Hernán. Pinceles Rafael Esteban o, digamos, peluquería Hermanos Restrepo.
Un sentido práctico que supera el ingenio es el
de los que bautizan sus negocios con el referente arquitectónico, histórico o
cultural que tengan cerca: asadero Cable Pollo, por estar cerca del metrocable,
o heladería San José, por estar situado frente a este templo.
Y también tienen un toque poético esos nombres
de cosas que no hay cerca, como tienda mixta El Río, sin haber afluente por
ahí; tienda El Jordán, la centenaria de Robledo, ahora cerrada, bar Atrato, o
bar Putumayo, porque tienen la capacidad de atraer imaginariamente lo lejano
–sabemos que los bares son casi todos ejemplos de esto-.
Otros, en cambio, son desagradables, al punto de que uno siente un enredo de
alambres de púas en los dientes cuando intenta pronunciar siglas como esas con
las cuales consiguen armar nombres los transportadores. Son iniciales o
fragmentos de palabras que se arman entre sí con dolor o repulsión. Abratec -el
de un almacén de papeles abrasivos- es sólo un nombre así, que no permite que
en la mente se forme imagen alguna. Y los hay peores.
Si yo pusiera un bar lo llamaría Tabacal…era; si pusiara una librería, Amadís;
una panadería, Panacea; una miscelánea, El Arca… Ah, no: tendría que pensar
otro rato, porque esa ya existe: El Arca de Noé -de Noé Zuleta-.
(Todo esto recuerda ese poema de Fernando Pessoa,
Tabaquería: “(…) En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como gente
/ continuará haciendo cosas como versos y viviendo por debajo de cosas como
letreros)
¿Y a usted, cuál nombre de negocio le gusta?
¿Si tuviera una tienda, cómo la nombraría?
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Las muertes simples
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10. Oct 2008
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A
veces los dioses, o los Ángeles de la
Guarda, como que se confunden y
dan a unos una muerte indigna, una muerte más bien ridícula, que no corresponde
a una vida decorosa que llevaron, en la que se registran hazañas o, al menos,
actos útiles a la humanidad y el Universo.
Durante la
vida, los humanos pasan haciendo cosas significativas que le den sentido a la
existencia. Esta búsqueda de significación debería hacerles merecedores,
también a muertes poco ridículas. Pero a veces, las muertes más simples y
absurdas salen al paso.
Hace unos
días, Juan Diego Toro, un muchacho de 19 años, muy deportista, estudiante de una
universidad privada de Medellín, murió a causa de un golpe en cabeza, al
estrellarla con fuerza contra la rodilla de uno de sus compañeros del inocente
juego del Pañuelito. Un juego de niños, que consiste en que dos grupos de jugadores
van destinando cada uno a uno de ellos para que compita con el adversario por
agarrar primero que el otro un pañuelo –limpio, claro está; no moqueado-, que
descansa en el suelo.
Hace más
días, en un bar, escuché a unos viejos hablar sorprendidos de la muerte de uno
de sus amigos. Tan aliviado que mantenía – se sorprendían-y, en una ida a la
finca de su hija, murió arrancando una yuca.
Fue
en una cocina de Itagüí que escuché contar una historia curiosa. Horrible y curiosa.
Hace algunos años, en alguna vereda de Jericó, vivía un hombre muy piadoso. Campesino, solía leer la Biblia
casi en todo momento, incluso cuando iba montado en su caballo (sonará extraño:
el hombrecito era de apellido Toro y montaba su caballo-.
No es raro
encontrar caballos que, a fuerza de costumbre, se saben los caminos de su amo y
éste puede despreocuparse hasta de las riendas. Son comunes las historias de
equinos que llegan a casa llevando a cuestas a su dueño borracho y dormido.
Dicen que, hace más de un siglo, contrabandistas de tabaco dejaban avanzar
solas las mulas con el alijo por el camino, mientras ellos hacían las
distancias por las espesuras del monte, por si se llegaban a topar con agentes
del Gobierno no los encarcelaran.
Era el
caso del caballo de nuestra historia, según decían quienes hablaban del asunto,
descendientes de ese peculiar personaje, de modo que no era extraño que
pudiera ir leyendo.
Contaron
que el campesino requirió un día para quemar una faja de tierra para cultivar,
como es la práctica entre muchos agricultores. Échele candela al monte, que se
acabe de quemar, como dice la canción. Prendió un fuego y entre tanto, como era
su costumbre, desenfundó las Sagradas Escrituras y leyó, dejando que el viento, suave y seco, se encargara del
resto, es decir, de esparcir la candela. Estuvo tan arrobado con las historias
que contaba el libro santo, que no supo cuándo diablos había pasado el tiempo
y, peor, cuándo el maldito viento había regado tanto las llamas, al punto que
se vio rodeado por éstas, que lo devoraron junto con los pastos y las malezas.
Lo que ignoraban los relatores era la suerte del caballo; nadie se había
interesado por averiguarla.
Esa sí que
es una muerte simple. Después de ser un campesino avezado, curtido en las lides
del agro, y terminar vencido en una actividad cotidiana. Por otra parte,
¡buscar con tanto ardor el cielo y morir en un verdadero infierno!
No parece
justo tampoco que un veterano pescador muera por culpa de un pez. Y no de un
pez inmenso como el que Santiago, el deEl viejo y el mar, la bella novelita de Heminguay, consiguió pescar después de más
de ochenta días sin sacar un solo animal de las aguas.
Eso fue lo
que contó la agencia EFE hace unos meses. Es como un cuento de ficción, de modo
que transcribo el texto completo para evitar que mentes suspicaces piensen que
es producto de mi imaginación.
Veamos:
|
“Barranquilla
(Colombia), EFE.-un pescador de la ciénaga Grande de Santa Marta, en el norte
de Colombia, murió asfixiado al introducirse en su garganta un pez pequeño
que capturó con su red, informaron medios locales. El hecho se registró en la laguna situada en
el departamento caribeño del Atlántico, a unos 1.000 kilómetros al norte de
Bogotá, cuando Manuel Lorenzo Ospino, de 62 años, terminaba la faena y atrapó
con los dientes un pequeño pez que saltó, para evitar que se escapara. Los familiares de Ospino y médicos del
hospital de la población de Santo Tomás, población cercana a la ciudad de
Barranquilla, indicaron que el pescador fue ingresado con una tilapia, un pez
muy voraz similar a la piraña, introducida en su garganta, y cuya cola le
salía por la boca. El médico Jorge Daza declaró que el pez
destrozó la garganta del pescador mientras éste intentaba llegar a la orilla,
lo que tardó dos horas, por lo que falleció cuando intentaba extraerla por
medios quirúrgicos. María Ospino, uno de los once hijos del
pescador fallecido, explicó a la prensa que los pescadores de la región
tienen la costumbre de asir con los dientes las sardinas “escurridizas”, para
evitar que caigan al agua. La esposa del pescador, Berta, quien estuvo
casada con Ospino durante casi cuarenta años, guarda en un refrigerador de
los vecinos al pez culpable de la muerte de su esposo”. |
Y una
mujer de Cali, que hace cuatro años fue protagonista de noticia, hubiera
merecido mejor muerte, diría uno, por el solo hecho de haber vivido, de haber
transitado tantos días y tantas noches, sufriendo en su categoría de ser humano
y ser vivo. Me refiero a una tal Myriam Yaneth Tacán, que, según cuentan, era
empleada del servicio para una familia que habitaba un duodécimo piso de un
edificio de apartamentos.
Al parecer
nadie se explica –ni la familia para la que trabajaba, la cual se declaró
consternada; ni su padre Luis Abelardo, campesino que viajó desde su lejana
vereda situada detrás del volcán Galeras en Nariño, hasta la Sultana del Valle para reclamar el cuerpo de
la chica y poder darle una sepultura sencilla que le valió 200 mil pesos y que
pudo pagar porque antes de emprender el viaje había empeñado la escritura de su
terrenito papero; nadie- por qué le dio por escaparse por la ventana,
descolgándose por una decena de sábanas que ató una a otra y cuando iba ya a la
altura del quinto piso –a lo mejor pensando que su empresa era prácticamente un
éxito y que tocaría suavemente el suelo-, la improvisada cuerda se rompió y su
humanidad visitó la Tierra de manera aparatosa y se rompió también.
El fardo
de su ropa quedó a su lado.
Son
ejemplos de muertes simples, muertes tontas, como descuidos del destino.
Me cuentan
que hace también cuatro años, un sepulturero del Cementerio de San Pedro pegaba
una lápida de una mujer muerta en noviembre. El obrero dijo que era una señora
que, en su terraza, extendía una sábana para secarla al Sol. No vio el borde de
la loza y cayó desde las alturas y murió.
Con ésta
son dos historias de sábanas y una de un pañuelo en esta misma crónica. ¿Qué
diablos ocurrirá con esos elementos que cubren las camas y los otros que
limpian narices?
Estos son algunos casos de muertes simples. ¿Tiene usted otros
ejemplos?
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Salderrío, Ciudad, crónica, El
Colombiano, john
saldarriaga, Medellín, muerte, muertes
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5 comments
1.
Marian • 10 years ago
Muy interesantes las
reflexiones que haces acerca de los nombres y el ejercicio de nombrar. Los
nombres dicen mucho de una época, de una ciudad, de un país y de las personas
que los nombran. Aunque,por desgracia, la tendencia actual, con la
globalización, la modernización y todo eso, es que, se vaya perdiendo la
originalidad, y cada vez más se va imponiendo lo estándar, lo impersonal.
Saludos
2.
Mario
Augusto Arroyave • 10
years ago
Bueno John. Lo que dices de
Saussure es como la clave que conocimos en la U. y que nos develó el mundo del
lenguaje,nos abrió un espacio crítico frente a la construcción de imaginarios
colectivos de los que hace parte el tema que tratas. Con pasión, el profesor
Armando Silva se ha dedicado a registrar ese fenómeno del nombramiento como en
el caso de los vehículos de servicio público (“El palomo”, “La roncona”, “La
pitufina”…). Pero a mí particularmente me llama la atención la escasez cuando a
todo lo llaman igual o con la nomenclatura: Buñuelería La 10, Sastrería La
10,Materas la 44. En los pueblos no falta la Heladería Claro de Luna, Colonial,
El Cacique o Añoranzas. Ahora todo es ParK, Plaza o “Primium”. En Briceño hace
veinte años,lo único que tenía nombre era la Heladería La Montaña. Los demás
negocios no necesitaban “seducir” a nadie, ni hacer maniobras persuasivas
porque todos sabían de la tienda de don Gildardo, El granero de Don José, el
almacén de doña Lilian. La creatividad aflora con la competencia y es así como
una panadería cerca a la IV Brigada se identificaba hasta hace poco con una
expresión: “EH! Qué parvita!. o como se anuncia con mucha imaginación este
negocio: “Floristería La Flor, lo mejor en el ramo”.
3.
Juan
David • 10 years ago
Bueno, y que dicen de los
“originales” Tres Esquinas, Cuatro Esquinas, Palos Verdes, La Ventanita, La
Amistad, La Abundancia, El buen Precio y La Avenida no faltan en ningun rincon
de la ciudad, ademas de Las Rejas y Carpas de todos los colores. Y en la costa
Atlantica se encuentra en cada barrio un “los recuerdos de ella” y un “en
nombre de Dios” un “Oasis” “Tienda Medellin” “Los Marinillos”. O para nombrar
algunos simpaticos que recuerdo: El otro domingo vos…; El ultimo y me voy; Aqui
estoy; Chupartodo; La otra y Tu…y asi encontramos cantidad y variedad de
nombres
4.
Pablo • 10 years ago
Me gustan los nombres que
suenen parecido al establecimiento o que rimen, pero que no tenga nada que ver.
Por ejemplo: Zapatería
Zapatoca, Restaurante el elefante, Bar del mar, Repuestos dispuestos,
5.
EDGAR
ALBERTO ISAZA • 10
years ago
en los años 80 en Granada
Antioquia me encontré uno simpatquísimo: cafetería “la peluquería”. por
supuesto convivían en un mismo ambiente, dos objetos sociales tan disímiles.
Un disfraz para olvidar
4 comments
1.
Betty • 10 years ago
A veces narro historias en
mi mente mientras voy en el metro, observo los rostros de la gente y me imagino
lo que piensan, lo que viven cuando se bajan del tren. Eso me hace mas corto el
trayecto, a veces aburrido….
2.
Kathe • 10 years ago
El metro para muchos de los
que lo usamos se convierte en un espacio de conocimientos, pensamientos y que
pensamientos.
Yo siempre me fijo en la gente, en lo que dice, sus palabras entran a mis oidos
y las analizo paso a paso así logro identificar hacia que zona se dirigen o de
que manera llevan su vida.
Yo defino el metro como una herramienta de imaginación y persepción de la vida.
3.
Patry • 10 years ago
Al leer este relato es como
si yo lo estuviese escribiendo (lástima que no tengo la capacidad de plasmar
con letras lo que siento), cada viaje que realizo en el metro que es diario,
tengo la misma sensación, es no saber donde mirar, si voy sentada es sentir
muchos pares de ojos sobre mi cabeza, pienso que las pesonas imaginan cualquier
cantidad de cosas (buenas o malas, no lo sé) por mi apariencia, por mi cabello,
por mi cabello, por mi maquillaje, por la forma en que miro, por la forma en
que me siento y muevo mis manos, confieso que es la sensación más desagradable,
prefiero siempre viajar de pie, pues asi siento que tengo el control de mi
mirada y mi cuerpo.
***
Sinforiano, el barbero
cantor
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06. Oct 2008
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“Uno debe tener siempre dos profesiones. Cuando a mí me dicen:
usted es muy mal peluquero, yo contesto: ¡no, es que yo soy músico! Y cuando me
dicen: hombre, usted es muy mal músico, digo: ¡no, es que yo soy peluquero!”
Esa es la
clave de Sinforiano Antonio Marín Granada, el de la Barbería Londres, de la
cual algunos afirman que se trata de la más antigua de la ciudad, entre las
vigentes. Y siempre ha estado en el mismo sitio: Boston, cerca del parque.
Marcada con el número 56-23 de la carrera 39. Fue fundada en 1951 por Valentino
Galeano, un hombre de noventa y siete años que dejó el oficio y la barbería
hace seis para cedérsela en arriendo a Sinforiano.
Sinforiano
nació el cuatro de abril de 1939. En un pueblo del Valle del Cauca llamado San
Francisco, corregimiento de Toro, tan pequeño que ni sale en el mapa. Sus
padres lo llevaron temprano a Quimbaya -entonces municipio de Caldas y, desde
1966, del Quindío-, al cual considera su patria chica, pues la patria es la
infancia, como decía Gabriela Mistral.
Apenas sí fue a la escuela -hizo medio año de primero y fue promovido a segundo
porque era muy inteligente- y sin embargo es compositor de medio millar de
canciones, en letra y música, de las que hay grabadas más de doscientas. Los
Hermanos Visconti, Rómulo Caicedo, Las Hermanas Calle, Tito Cortés, Trío los
Albinos y su propio dueto Los Dos han grabado temas de serenata. Agustín y José
Bedoya, así como Los Relicarios, composiciones parranderas.
Pero la
más célebre de las canciones de Antonio -éste es su nombre artístico;
Sinforiano, el de peluquero- es el bolero que dice: si tú buscas otro amor… Yo
también haré lo mismo.
A los diez
años comenzó a cantar y lo hacía en un trío de guitarras, al lado de dos
adultos. “Éramos Moisés Soto, Leonel Hernández y este servidor”. En una
fotografía enmarcada en portarretratos y colgada en una de las paredes de la
barbería, “este servidor” aparece en la mitad de los dos hombres, vestido de
blanco y portando guitarra. Detrás, matas de fique. “Cuando tocaba, la gente me
echaba por el oído de la guitarra unos billeticos de esa época que llamaban Lleritas.
Como yo no tomaba trago como ellos…”
Y poco
tiempo después también aprendió a motilar. Su maestro fue Jairo García, que al
decir de Sinforiano, era el mejor barbero de Quimbaya. Mantenía exigiéndole
elegancia en su actitud y postura corporal: “¡Párese derecho! ¡Derecho! -le
ordenaba cuando veía que Sinforiano se encorvaba para ver de cerca el corte-.
La barbería es un arte”. Y menos toleraba que, al afeitar a algún cliente, el
alumno arrimara a la de éste su cara y “su boca con aliento a quién sabe qué”,
para manejar la barbera.
Y su papá
le regaló una silla Dos Leones, que le valió mil ochocientos pesos en 1960. De
otro modo él no habría podido comprarla, pues entonces cobraba menos de un peso
por motilada. Aún la tiene y sus clientes se sientan en ella. Ésta cuenta con
una palanca lateral que le permite subirla o bajarla a su antojo, según la
talla del cliente. De esos inicios, conserva también dos máquinas manuales, la
bomba para esparcir el agua, unas tijeras marca Dos Gemelos y una barbera en su
caja de cartón.
Fotografías
y discos compactos de sus producciones musicales de cuarenta años de vida
artística alternan con fotografías en que lo muestran con su compañero del
dueto, Héctor García Herrera, en distintas épocas de la vida: en los veinticinco
años de carrera artística, en los treinta… Después de franquear la reja con la
cual se protege de los vándalos, hay un muestrario giratorio de discos
compactos de diversos artistas que le han grabado sus temas.
Esta
barbería es también lugar de tertulias con amigos músicos. Mantiene allí una
guitarra y canta cuando le viene en gana.
De pronto,
a Sinforiano le da por pensar que lo suyo, ser peluquero y cantante, es lo más
común. Y como extrañado de nuestra extrañeza por su doble actividad, dice: “Es
que vengo del tiempo en que peluquero que se respetara era músico y coplero”.
No basta
con hacer bien los cortes de cabello clásicos y modernos o dibujar las barbas a
gusto del cliente -chiva, pera, candado, valentina…- El peluquero debe ser buen
conversador y vivir actualizado. “No falta quien llegue preguntando qué dijo
Chávez, el presidente de Venezuela”. Claro que puede pasar como me ocurrió la
semana pasada. Llegó un tipo y le pregunté: ‘¿cómo quiere que lo motile?’ Él
contestó: ‘Callado’. Le obedecí. Cuando terminé de peluquearlo me preguntó
cuánto debía. No abrí la boca sino que le hice señas con toda la mano abierta.
Eran cinco mil pesos”.
El barbero
cantor muestra con igual deleite los trastos de peluquería -presenta emocionado
la escritura de su Dos Leones, que le vendiera un tal Antonio María Giraldo, de
Quimbaya el 18 de febrero de 1960; los peluquines, las máquinas manuales y
eléctricas; la piedra lumbre, que por cierto ya dizque las autoridades
sanitarias no permiten usarla y que algunos niños, al verla, piden que les pase
‘ese helado’ por la cabeza…- que los elementos alusivos a la música -los
cuadros de recuerdos, los discos, los instrumentos musicales…-
“Siempre
digo: ¡soy el barbero de los campeones y soy el campeón de los barberos!
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barbería, Ciudad, crónicas
urbanas, john
saldarriaga, Medellín
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Las mujeres de las
neuronas dormidas
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26. Nov 2008
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En sus siete años como prostituta no hubo una noche en que el miedo, el
asco y la vergüenza desaparecieran. Y con ellos forcejeando en su interior como
cuatro potros que tiraran de una misma cuerda para distinto lado, menos para
adelante, Nancy tenía que acercarse a los hombres para dejar que ellos hicieran
con ella lo que quisieran.
Había llegado a las cantinas movida por una vecina suya, a quien veía salir
cada noche “muy titina”. Ella, que administraba como podía una miseria que no
le alcanzaba para nada, le preguntó cómo diablos podía hacer para mantenerse
así. “Pues, en los bares –le contestó-. Los hombres son muy amplios y te dan lo
quieras: plata, ropa y hasta comida”.
Nancy vivía en Castilla y tuvo un hijo a los 19 años con su novio adolescente.
Pero el estorbo éste no respondió nunca en la manutención del niño. Desde el
principio le dijo que quería vivir como soltero y que con él no contara. “Así
como dice la canción de Johnny Rivera, que suena tanto. ‘Soy un hombre soltero,
no tengo compromiso, para ir a la calle yo nunca pido permiso’. Ese es el
pensamiento de muchos”.
Estaba cansada de llevar solicitudes de empleo a todas partes y de recibir
negativas. En su casa, su papá, su mamá y su hermano le pusieron un ultimátum:
¡aporta dinero o se va con su niño! Estas cosas la empujaron a aceptar la
propuesta de su vecina: “No seas boba; esto es bueno”.
La vergüenza. Nancy estaba acosada por este sentimiento, aupado por los
valores morales que le habían inculcado en casa. “Que se vinieron al piso
cuando, soltera, tuve el hijo”. Su madre, de joven, había sido monja. Hizo
parte de una comunidad en Venezuela. Sólo que un día su vocación se fue al
traste cuando, en una visita a sus padres en Medellín, se encontró con un
hombre que cambiaría su vida. Colgó lo hábitos, se casaron y tuvieron dos
hijos. Esa mujer educó a sus hijos en los valores cristianos. Les enseñaba
catecismo. Nancy quiso llegar a ser monja y, siendo niña, rogó a su madre que
la internara en un convento.
Por eso, durante el ejercicio de la prostitución, siempre sintió que estaba
en pecado. Y trataba de ocultarse. Ejercía en Caldas o en municipios del
Oriente antioqueño; nunca en el centro para evitar que alguien conocido, la
viera. Su hermano trabajaba en el centro y entraba a los bares. “¡Qué tal que
me hubiera visto un día!”
Nancy inventó desde el principio una mentira para camuflar su oficio ante
sus padres, hermano e hijo. Les armó el cuento de que trabajaba con una señora
vendiendo ropa en los pueblos. Así hasta justificó una ida a Guaviare, que duró
un año. En San José del Guaviare, las cantinas son enramadas armadas de
cualquier manera. En un potrero situado al lado de la vía, un cantinero puede
tener su negocio sin paredes ni puertas, con mesas apenas cubiertas con quitasoles
y suelo de tierra. Y las motocicletas y los autos pasan a un lado de las mesas,
porque no se distingue interior y exterior. Son fondas al aire libre.
En casa estaban felices. “Yo era como el banco. Mi mamá me decía que debía
en la tienda de la esquina el diario de varios días; mi papá me recibía dinero
para sus cosas, y mi hijo, estiraba la mano para recibir lo de su mecato (pero,
claro que él estaba muy chiquito)”.
Entre tanto, Nancy seguía desdeñando su oficio. Nunca dejó de echar de menos el
estudio. Cuando terminó la primaria, su papá le dijo que para qué quería cursar
el bachillerato. Que una mujer no necesitaba estudiar. Que en cualquier momento
hallaba un hombre, ojalá trabajador, que la mantendría.
Y a veces, en sus noches de cantina, a hombres que parecían sensibles, se
atrevía a contarles que ella soñaba con estudiar. “Pero en esos ambientes,
nadie le escucha a una”. Y sus compañeras la llamaban a un lado para
preguntarle vos qué bobadas le estás diciendo a ese tipo, convencete querida de
que a nadie le interesa.
La voz de su padre diciéndole que para qué estudiaba. Los hombres
valorándola sólo por su cuerpo… Terminó por pensar que ella no servía para
nada. ¿Pensar? La voluntad y el pensamiento no se necesitan para prostituirse
–le decían.
¿Oportunidades? No creyó mucho cuando una amiga le habló de una oenegé dedicada
al apoyo de las mujeres de la calle. Pero una vez llegó allí, sólo como por no
dejar, y recibió saludos y besos y abrazos y percibió que nadie le censuraba y
en cambio le escuchaban sus problemas con atención, fue creyendo. Estudió
bachillerato, luego se hizo técnica en sistemas. “Dije sistemas porque yo creía
que no era capaz con otra cosa” y después no le sirvió para encontrar empleo.
Más tarde, adelantó una tecnología en farmacia –“escogí tecnología, porque
creía que no era capaz con una carrera”- y esta tecnología la tiene trabajando
orgullosa en una droguería de un hospital oficial y alejada de la prostitución.
Ahora sueña con llegar a la universidad a terminar la profesionalización.
“La prostituta es una niña –reflexiona Nancy-: no piensa, la voluntad la
tiene dormida y se va con quien la tome del brazo. No decide, las neuronas
están como dormidas. Hoy que estoy recuperada siento como si las neuronas
estuvieran despiertas otra vez”.
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blog Salderrío, Ciudad, crónica, crónica urbana, john saldarriaga,prostitución, salderrio
La última lágrima
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11. Nov 2008
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Y para despedir el mes de difuntos como se merece, voy a contar la historia
de La Ultima Lágrima. El lugar en que el más viejo fue un enterrador de leyenda
y una de sus hijas es Juana, la enterradora. Un lugar en el que la muerte no es
causa de desasosiego Y los espantos son juego de niños.
Está situado justo al lado del Cementerio de Envigado. Hasta hace unos
años, en un local aledaño, funcionó la morgue, la misma que allí están
volviendo a construir.

El enterrador, Víctor Londoño Vanegas, a sus 96 años, recuerda su época del
cementerio como la dorada. Fue amigo de Fernando González y lo llevó a la
tumba; del médico filántropo Francisco Restrepo Molina y también lo enterró.
Pero es que quién diablos se habría de salvar de sus garras si hasta enterró a
su segunda esposa, María Evangelina; así como a la primera, cuyo nombre habita
el olvido, a dos hijos y a dos nietos.
A María Evangelina va a visitarla los domingos. Su yerno, Óscar, empuja su
silla de ruedas, pasándolo por bóvedas abiertas a las que el viejo enterrador
echa un vistazo y dice que están muy buenas, y lo lleva hasta la galería de
osarios en una de cuyas lápidas de mármol se lee:
María Evangelina Mejía de Londoño.
Julio 25 de 1978
Y Víctor da dos-tres golpecitos con la palma de la mano, como si tocara la
puerta, y reza en voz baja un Padrenuestro.
Todo hay que decirlo, Víctor fue un tipo travieso. Tal vez como nació un 31
de diciembre, él ha conocido los excesos del licor. En la época de los mafiosos
escandalosos, no faltaba el que le decía: “manteneme bien bonita la tumba de mi
mamá, viejito, las flores frescas” y le daba una botella de guaro que él, tras
destaparla y verter en el suelo el consabido chorrito de la Ánimas del
Purgatorio, escondía en algún lugar ignoto para los demás mortales.
Una vez, estando a media caña, como suele decirse, la caída de un rayo le
hizo tragar la lengua, pero esto no pasó de un susto.
Se amarraba unas borracheras que hacían vociferar a María Evangelina.
El preguntaba: ¿para qué aguantar cantaleta teniendo para mí un lugar tan
tranquilo? Y conducía sus pasos al cementerio, buscaba una bóveda vacía y, sin
misterios, ¡allí se metía a dormir!
A los 10 hijos no parecía asombrarles las ocurrencias de su padre.
Para esta familia, los muertos han sido vecinos y amigos. De chicos, sus
juegos diurnos se basaban en correr sobre las leves lozas de las
galerías, volar de una a otra y hasta esconderse en las tumbas para que los
otros no los encontraran.
Y los nocturnos, en aprovechar la profunda oscuridad del sector, que ayudaba
a mantener la misteriosa atmósfera de las leyendas del Envigado pueblerino de
hace cuarenta años, cuando muy pocos se atrevían a pasar, al menos no en
soledad, por ese cementerio, del que decían se veían las Ánimas tal como las
describe la vieja Novena de Difuntos. Se escondían en un frondoso árbol cercano
a la puerta y, envueltos en sábanas blancas, asustaban a los transeúntes,
especialmente borrachitos trasnochados.
Juana, la enterradora, era la mano derecha de su madre. Fundó con ella el
estadero La Última Lágrima, en 1963. Una ramada de latas entre las que
destacaba el nombre. Las procesiones de entierro paraban allí.

Viudas y huérfanos y amigos llorosos llegaban a pedir rancheras y canciones
fúnebres, que les recordaran al difunto. Y a veces hasta metían el ataúd, con
todo y muerto, al negocio para que él oyera sus canciones. Era que, en vida,
éstos habían dejado dicho que los llevaran al estadero, como paso previo al
cementerio.
Juana no hizo caso a su corazón, dice con tristeza. No se fue al convento.
Se quedó en casa criando a sus hermanos, haciendo las diligencias, atendiendo
las matrículas de los colegios, todo, y atendiendo el estadero. Por eso, ella
cree que haber enterrado a cinco compañeros sentimentales no es otra cosa que
un castigo de mi Dios.
El primero fue un novio, William, se suicidó, envenenándose con totes; el
segundo, Antonio, murió de cáncer en la sangre; el tercero, Luis Carmona,
carnicero, se accidentó en una carretera; el cuarto, Pedro Claver… ¡No,
por Dios! Es una cadena trágica. Al último, Bernardo Espinosa, le
dio por suicidarse en la misma puerta del cementerio hace apenas dos años. Se
tragó unas cápsulas de cianuro. Ya él venía con un cuento obsesivo de que si
ella había enterrado a los otros cuatro, a él también lo enterraría.
La Última Lágrima y la vivienda de Víctor Londoño son hoy de material. En
noviembre, especialmente el primero que es Día de Difuntos, se llena el
negocio. Cuatro gallinas blancas, sucias de polvo, caminan orondas, impávidas,
por este lugar de lágrimas.
(Crónica escrita en 2006.
Publicada en El Arca de Noé. Envigado, Biblioteca Escritores de
Envigado, 2008)
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Ciudad, crónica fúnebre, crónica urbana, Envigado, john saldarriaga, mes de los muertos, salderrio, Sepulturero
La primera y última
lágrima
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17. Dic 2008
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El hombre vive de ilusiones y muere de decepciones. Esta frase lapidaria
–en momento más oportuno no podía haber mencionado este calificativo, ya verán
por qué-, la escuché hace mucho tiempo a un campesino envigadeño, Sigifredo
Correa, célebre, entre otras cosas, porque en su juventud explotó la sal de
caldero, de los manantiales de El Retiro y porque hasta el final de sus días
curaba con oraciones y a distancia los males del ganado.
La recuerdo ahora cuando recibo la noticia de que el viejo sepulturero de
Envigado, Víctor Londoño Vanegas murió en la madrugada de hoy, miércoles 17 de
diciembre, a 14 días de cumplir 99 años de edad.
Una reflexión acude entonces a mi mente: debe haber recibido muchas menos
decepciones que otros seres humanos para haber llegado campante a esa poco
despreciable suma de años. Aunque sus parientes rogaban a Dios que lo dejara
llegar a cien.
Víctor, con un nuevo sepulturero
Él es un personaje de mi libro de crónicas El Arca de Noé. De él conté en
2006 que, en sus tiempos de enterrador, sepultó al Filósofo de la Autenticidad,
Fernando González; al médico filántropo Francisco Restrepo Molina y a decenas
de personajes ilustres del Envigado del siglo XX. Y dos esposas suyas. A la
primera de ellas la había enterrado tan hondo que había olvidado su nombre.
También, que cuando se enojaba con ellas o, mejor, cuando ellas se enojaban
con él, pues era un borrachín dueño de gran picardía, él se iba a dormir a
alguna bóveda desocupada, pues, al fin y al cabo, su casa estaba –y sigue
estando- situada al pie del cementerio de Envigado.
En esa conversación, el viejo Víctor contaba que los mafiosos le daban una
botella de aguardiente como compensación por mantener las tumbas de sus seres
queridos bien tenidas, las flores frescas…
Cuando su nieta, Gloria, me llamó por teléfono a contarme de la muerte de
su abuelo, contó que murió a las 2:45 a.m. Y cuando le pregunté de qué murió el
viejo, ella me respondió, como si fuera un asunto de lo más obvio, que “de
viejito”, lo cual me sorprendió porque nunca he asociado la muerte con la edad,
sino, tras la enseñanza del campesino, a los agravios y tribulaciones de la
vida.
En fin, ahí queda Juana, su hija, y el estadero La Última Lágrima para
recordar al viejo. De hecho, estas palabras simbolizan la última lágrima que
vierte este autor por su personaje.
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Ciudad, crónica, El Arca de Noé, Envigado, john saldarriaga,salderrio, Sepulturero
El guajiro que hace
bajar a los ángeles
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10. Dic 2008
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«Unos me
dicen loco; otros, estafador; algunos más, que me van a matar… y a nada le
tengo miedo porque el que con Dios anda es muy difícil que se muera antes…».
Dice sonriente Máximo Díaz Iguarán, un villanuevero que echó a andar por Colombia
desde hace sesenta años, cuando apenas sí tenía dieciséis. Antes de emprender
dicha andanza, había dejado de estudiar porque sentía que nada más necesitaba
aprender en la escuela, aparte de leer, escribir y las cuatro operaciones
aritméticas que mueven el mundo. Su padrino, un hombre ayudado por lo
sobrenatural, un zahorí, le había dejado como herencia hacía más de diez años,
cuando él no tenía uso y menos abuso de razón, un extraño lío que nadie había
abierto hasta entonces.
«Precisamente,
su padrino me dejó dicho al momento de entregarme este fardo», cuenta que le
mencionó su madre en esa lejana tarde, «que no le diera mucho estudio, que con
este paquete usté no lo necesitaría».
Ya un
adolescente, Máximo deslió el paquete en soledad y se maravilló del tesoro que
tenía ante sus ojos: era un conjunto de papeles manuscritos, con oraciones
poderosas que haciéndolas con fe profunda y en la soledad de un campo hacen
bajar a los ángeles; además, los procedimientos y fórmulas secretas para que él
siguiera ejerciendo la medicina tradicional. Fue entonces cuando Máximo, que
hasta ese momento había sido Iriarte González, adoptó los apellidos, “astrales”
según explica, Díaz Iguarán, y sintió la necesidad de errar por Colombia. «Mi
intención era seguir aprendiendo y trabajando en esa actividad en la que yo,
desde niño, ya había mostrado curiosidad». Poco antes de salir, se vio obligado
a poner en práctica sus conocimientos recién adquiridos. Se hallaba entonces en
el corte de madera de un tío suyo, cuando uno de los trabajadores sufrió la
mordedura de una culebra muy venenosa. No había recursos. El médico más cercano
estaba a miriámetros y de no recibir asistencia, pronto moriría. Así fue cómo
Máximo Díaz Iguarán se decidió a obrar. Hizo acopio de toda su fe, se arrimó al
sitio donde el hombre sudaba y tiritaba por la fiebre, y comenzó a repetir las
oraciones secretas que para esos casos había aprendido de memoria, se dirigió a
Dios con la firmeza y confianza de quien lo tiene de aliado y hasta lo llama
por teléfono, y casi en el acto pudo darse cuenta de que el enfermo entraba en
un estado de serenidad y pronto se quedó dormido. Al otro día el enfermo
amaneció mejor y, con la toma de esencias vegetales que el nuevo brujo le
brindaba, «al siguiente día amaneció mejor y después mejor y mejor».
El mago
blanco, un mozalbete de dieciséis años y uno entre los veintiún hijos de los
riohacheros Marquesa González y Juan Manuel Iriarte, echó a andar. Atrás quedó
su trabajo en la sedienta Guajira, encerrando el ganado de su padre, tan
copioso que resultaba difícil contarlo. Puso sus pies a caminar por la zona
baja del Magdalena, por los pueblos y caseríos ribereños río arriba, por
municipios de Meta y Caquetá… Recorrió los departamentos más brujos de
Colombia: Tolima, Antioquia y Chocó. En este recorrido aprendió, entre otras
cosas, que con el caracol «se hacen bellas curaciones»; conoció los poderes del
aserrín de madera y de la arena de mar para cerrar cualquier herida. A su paso
por Segovia y Remedios, entendió que el mal de ojo no es una brujería como
muchos creen, sino que se trata, en cambio, de un fenómeno natural que se
produce por llegar al cuarto de un recién nacido y mirar a éste muy fijamente
con la vista acalorada y llena de la energía del astro Sol. Con decir que a un niño
lo puede aojar hasta su padre, sin darse cuenta. En esos casos, es preciso
darle una nalgada a la criatura para que llore y se le quite esa energía de los
ojos. «Usté puede secar un árbol con la mirada, si tiene las vistas acaloradas,
diciendo, por ejemplo, “¡ay, qué palma tan bonita!” y concentrándose en ella.
Es que el que diga que el mal de ojo es brujería o enfermedad postiza es un
embaucador o un ignorante».

Máximo
aparece en la carátula
También
aprendió que la Atlántida es un continente que se hundió en el océano pero que,
a pesar de eso, sigue ocupado por gente muy evolucionada; unas personas tan
altas que tienen que dormir paradas. Asimismo, a comunicarse por una especie de
telepatía con los Mamos, los indios sabios de la Guajira, cuando el caso que
tiene ante sí es superior a sus fuerzas o a sus saberes. Los Mamos tienen, a su
vez, conexión con esos seres especiales del continente sumergido. «Todas estas
cosas comprenden la ciencia india que yo practico».
De algunos
sabios, “botánicos de cartel”, aprendió, por ejemplo, a saber si alguien, con
quien se quiera encontrar, se va a demorar o no. Durante muchos años hizo
curaciones por trueque, como las hacía su padrino, de quien, por cierto
recuerda que tuvieron que matarlo mientras descabezaba un sueñecillo al suave
vaivén de su hamaca. Una vez habían intentado asesinarlo con arma de fuego,
pero él estaba atento, de modo que recogió las balas que le rebotaron en el
pecho, se las entregó a quien había disparado y lo invitó a que las gastara más
bien en cazar un guacharaco o cualquier animalito para que le diera de comer a
sus hijos. Durante su correría, Máximo también fue objeto de un episodio
semejante y hoy muestra como un trofeo las cicatrices que le dejaron las
quemaduras en el pecho. En esos años puso a prueba –como también lo hizo mucho
después, en una montaña envigadeña- la oración que baja los ángeles. Apenas sí
había terminado de pronunciarla, esos seres ya se habían hecho presentes y lo
enceguecieron con su inefable luz, obligándole a cerrar los ojos con fuerza y
clavar la cabeza en tierra como un avestruz. «A ellos no hay que pedirles nada;
con sólo verlo a uno saben qué es lo que tienen que hacer, que es lo que uno
necesita».
Máximo
vino a parar a Medellín hace veinte años, luego de haberse radicado en La
Dorada, Caldas. Un fabricante de escobas que estaba arruinado después de tener
una próspera empresa, fue a buscarlo. El médico tradicional adivinó su
sufrimiento con sólo mirarlo a los ojos. Le habían hecho brujería. Si bien no
existía problema en trasladarse a la capital de Antioquia, pues a Máximo nada
lo ha atado a nada, existía un inconveniente: «yo no quería trabajar en tierra
fría», pero, en fin, en vista de la necesidad del empresario, cotizó su labor y
le dijo: «vale ochenta mil pesos la curación. Ah, y una cosa más. Este
presupuesto es libre de pasajes y alimentación». El otro no puso reparos y
trajo al mago, quien de inmediato se puso al frente del negocio. Hizo descargar
una tractomula llena de fibra sin que hubiera un peso para pagarla. «Usté no se
preocupe. Llame a Bogotá y hable directamente con el dueño de la materia prima,
no con el camionero, y le dice que en tres días la paga… y si no quiere, pues
que él dé la orden de volver a cargar la mula», dijo al escobero esa vez. Fueron
tres días de oraciones y riegos, baños y sahumerios, y por arte de magia, los
pedidos de la empresa se incrementaron. Y desde ese día, con cierta
intermitencia, se radicó en Medellín. «Aquí me retiene el trabajo».
Desde hace
siete años encontró nueva sede. El ángulo noroccidental del Parque Marceliano
Vélez de Envigado. Allí se sienta cada mañana en una jardinera blanca y bajo un
árbol a ver salir el Sol y a conjurar el espacio, con un ritual de purificación
en el que reza en silencio mientras agita un ramo compuesto por mirto, ruda y
albahaca, como si estuviera ahuyentando demonios, ante la mirada curiosa y
desconcertada de los transeúntes que a esa hora aprietan el paso para no llegar
tarde al trabajo y las alumnas del Manuel Uribe Ángel, enfundadas en su
uniforme de falda oscura y blusa blanca, que pasan despacio entretenidas en sus
asuntos y mirando sonrientes al extraño abuelo que agita su rama. El viejo
brujo traza un rectángulo con sus pasos, cierra sus ojos por momentos,
abstraído, y en otros mira el cielo:
Verbo que habéis sido hecho carne,
que habéis sido clavado en cruz
y que estáis sentado a la diestra de Dios Padre…
Está
convencido de que con ese ritual cotidiano, bloquea el daño que esté haciéndole
al pueblo un mago negro en esos momentos. «Es un deber. No lo hago para mí,
sino para la humanidad».
Una vez,
cinco y media de la mañana y nada raro en el ambiente, se apareció de pronto el
Diablo ante sus ojos, en medio de la oración, y le dijo: «En lo que estás
haciendo vos, estás equivocado… ¡Envigado es mío! Y no sólo Envigado, sino el
mundo entero…»
Si
palideció, la espesa barba cana de Máximo impidió que se revelara. Siguió con
las ramas en alto y contestó altivo: «Será tuyo el mundo entero, pero yo no lo
soy. Ándate de mí, Satanás», y Satanás se desapareció ante el signo de cruz que
dibujara en el aire nuestro héroe. Éste cruzó corriendo el Parque y fue a
contarle lo sucedido al cura de Santa Gertrudis. El sacerdote escuchó el
episodio, pensó en ello largamente y dijo insistentemente que tenía que
conjurarlo. «¡Pero si al que tiene que conjurar es al Diablo, que está ahí
afuera!», contestó el Guajiro, pero el hombre de la sotana no entendió y aquél
debió marcharse sin encontrar apoyo.
Pero no
sólo el Príncipe de las Tinieblas se le ha aparecido a Máximo Díaz Iguarán;
también san Cayetano. Esto ocurrió una noche en la Avenida Oriental, a dos
cuadras del templo de San José. Iba caminando tranquilo, con su fardo de
esencias vegetales para la suerte, preparadas por él mismo, cuando sintió un
viento agitado dentro de su camisa, tan fuerte como el que produce un avión al
momento de despegar. Volvió a mirar y se encontró con la figura de un hombre
con un niño en brazos, quien besaba al infante y lo miraba a él en forma
alternada. «¡Este viejo fue que se embobó!», dice Máximo que alcanzó a decir,
antes de que esa imagen se diluyera en el aire. «Entonces caí de rodillas y
pedí perdón al Cielo por esas palabras necias y comprendí que era la figura de
san Cayetano».
Con la
naturalidad de quien habla de los visible, Máximo habla de sus asuntos y
explica que el mundo no es sólo lo que se ve. Está convencido de que quienes se
debieran casar serían los curas y no los demás hombres. De ahí esta
recomendación: «si quieres ser ministro de Dios, para que no te veas tentado a
caer en el pecado, cásate». En cuanto a él, si tiene hijos, no los conoce, pero
no puede asegurar nada, puesto que ha bebido mucho licor y en la embriaguez uno
se desordena. Lo que sí no hace cuando se emborracha es practicar su ciencia
india, pues sabe que se pueden cometer errores y que, además, esa sabiduría hay
que respetarla. «Por lo pronto, pienso seguir trabajando, hasta que Dios
quiera; no antes…»
2002
(Crónica
tomada del libro El Arca de Noé, de John saldarriaga. Biblioteca de Escritores
Envigadeños, colección de periodismo N° 1, Municipio de Envigado, 2007)
La “carnicidad” de
Manuel
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03. Dic 2008
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General
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La víspera de la última gran inundación de Nechí, salimos de este municipio
cuando la tarde iba a acabar. Truenos lejanos anunciaban aguacero. Abordamos
una camioneta en la terminal de transporte, un terreno situado a dos cuadras de
la Alcaldía. Colmada la doble cabina, ocupamos puestos atrás, con alguna carga
entre la que había una nevera de icopor llena de pescados, que un pescador
vendería en Caucasia.

Nechí,Antioquia
Yo había ido a cubrir la premiación de un concurso de cuento. Estaba
acompañado por Daniel Álvarez, un licenciado en español y literatura, encargado
del concurso. En el auto, él estaba ya relajado, sentado en la banca situada
frente a la mía, después de las actividades del día, tomando fotografías a las
aves silvestres que iba viendo en la vasta llanura, en la cual a veces también
se veían vacas y toros cebúes pastando.
Un hombre venía con nosotros. Estaba sentado a mi lado y frente a Daniel.
Amable, señalaba al fotógrafo algunas aves que él alcanzaba a ver desde su
lugar. “Ese es el pisingo”, le dijo…”
Aunque no había lodo y la carretera estaba seca en su mayor parte, tampoco
había polvo. Nos detuvimos a surtir combustible en una estación de gasolina.
Daniel y yo descendimos del auto y aprovechamos para tomar fotografías de un
callejón anegado, al final del cual, unas dos cuadras después, había una
montaña de bultos de arena que los lugareños tenían dispuesta para evitar que
el río rompiera el muro de contención que los protegía de la creciente. El otro
pasajero no se bajó del auto. Cuando Daniel y yo volvimos a subirnos, él estuvo
callado mientras hablamos de política y volvió a hablar cuando el tema fue de
nuevo la Naturaleza. Nos contó por donde iba la vieja carretera, nos señalaba
el río a lo lejos, nos señaló algunos trasmallos que pescadores instalaron en
una ciénaga a bordo de la vía; mejor dicho, no una ciénaga sino un charco
grande que se forma con las lluvias, y nos aseguró que en esas aguas
superficiales había peces. Los mismos que pescaban en el río. Y contó que su
nombre era Manuel. Que era oriundo de Sahagún. Se enorgulleció notablemente
cuando observé que Sahagún tenía fama de ser un municipio ilustrado y lector.
Con ese hablar sereno de los costeños que saben mucho de la vida por
andariegos y por andariegos se van volviendo buenos conversadores, Manuel contó
que ha caminado medio país negociando frutas y verduras. A Cali lleva limones;
de Medellín carga cebolla, tomate, repollo, lechuga papas y así, cosas de
tierra fría para vender en el Bajo Cauca. En Caucasia, donde vive, suele ir por
ahí, por los barrios, empujando una carretilla colmada de frutas o legumbres en
los días que no viaja a ninguna parte. Precisamente, ese día regresaba de Nechí
tras haber vendido varias cajas de mandarinas.
“¿Aquel es el pato chapucero?”, le preguntó Daniel. “Sí, ese es el que se
chapucea”. “El que yo quisiera ver es el chavarrí –exclamó el licenciado
fotógrafo-. Un niño lo mencionó en un cuento y quedé antojado de conocerlo”.
“Cuando vivía en Sahagún tuve toda clase de pájaros –contó Manuel-.
Sinsontes, turpiales, mochuelos, pericos, calandrias… de toda clase de pájaros.
Una noche, borracho, le di una cachetada a una mujé que me dio una insultada la
macha. Un policía me cogió y me llevó al calabozo. Pasé allí en esa jaula desde
las nueve de la noche hasta las tres de la tarde del otro día. ¡Pero, qué va,
esas horas yo las sentí como tres meses! Tanto que le prometí a mi Dios que si
me soltaban ligero, iría a mi casa y dejaría libres los pájaros. Y así lo hice.
Entendí el valor de la libertad. Esos pájaros estaban en una cárcel por mi
voluntad. Después, cuando iban tipos a la casa a preguntar por algún pájaro,
les contaba esta historia y pensaban que me había enloquecido. Pero fue que yo
pensé en el calabozo que los pájaros son como los humanos: los encierran en una
jaula y terminan por resignarse al encierro porque ahí tienen agua y comida,
pero nada más”. Volteando la cabeza, Manuel señaló con el dedo una garza azul.
Nechí, Antioquia
La carretera formó una ye. Nuestro auto tomó la senda de la derecha. “Si
uno sigue derecho –informó Daniel- llega a Colorado, un caserío que yo
conozco”.
En este sitio comenzó el pavimento. Manuel dijo que, hace mucho tiempo, la
carretera destapada le causó una enfermedad. Trabajaba de ayudante de bus de
escalera. Solía irse arriba, en la parrilla, con la carga. “El polvo del camino
me iba entrando en las vistas y fue formándome una ‘carnicidad’. Y usté sabe,
esa ‘carnicidad’ lo ‘ciega’ a uno. Pero un día, años después, en Turbo, un
hombre me dijo: si no quiere quedar sentado en un taburete, ciego, inservible,
échese en los ojos una gota de jugo de noni. Cueste lo que cueste. Un día en un
ojo y el otro día en el otro”.
Manuel no ha parado de hacerse el remedio desde hace tres años. Y está
convencido de que ha habido mejoría.
La amenaza de lluvia quedó en Nechí. A medida que nos acercábamos a
Caucasia, el clima se hacía neutro. La tarde también quedaba atrás. Iba
oscureciendo lentamente.
También en los viajes, hablando con todo el mundo, manuel habá aprendido
remedios para muchos males. Aprendió que la miel de abeja –el decía miel de
oveja-, es una maravilla de la Naturaleza. La recomienda para los hongos que
atacan a los costeños como él cuando se internan varios días en tierra fría.
Para lo que no sabía el remedio era para la hepatitis. De haberlo sabido no
hubiera estado a punto de morirse y, sobre todo, no hubiera tenido que gastar
tanta plata como gastó. Fue al médico. Hasta en Cereté tuvo que mandar a
conseguir las ampolletas que le recomendó el doctor. Tras unos meses de cama y tratamiento,
todavía amarillo, quedó sin dinero para las últimas medicinas. Y ni qué decir
de la comida de la casa. Pero Dios no abandona a nadie. Iba por la calle,
después de haber comprado la bendita ampolleta, apenas con quinientos pesos en
el bolsillo, cuando, al pasar por el mercado, un muchacho le ofreció una boleta
a rifa de 200.000 pesos. “Cuánto vale, men?” “Quinientas barras, no más”. Y ahí
fue a dar la última moneda de Manuel.
Al día siguiente, el muchacho fue a buscarlo para informarle que había ganado.
“¡Mierda! ¡Y yo que boté la boleta!. Vamos a ver. Si mi suegra le echó candela
a la basura después de barrer, estoy jodido, mi hermano”. Manuel vació la
caneca de la basura y, entre cáscaras de plátanos y papeles higiénicos y
papeles inútiles, halló el papelito de la suerte. Fue a cobrar.
Finalmente, se alivió. En la última consulta, el médico le recomendó que
estuviera por ahí un año y medio sin beber licor. Y así lo hizo. Esta es, sin
duda, su más grande hazaña porque “eso no lo hace todo el mundo”.
A los dos años un compadre lo invitó al bautismo de un hijo. “Déjeme yo le
pregunto al doctor si puedo tomar”, le contestó. El médico le respondió que no
había problema, pero que bebiera con mesura.
Fue a la fiesta y metió tanto ron y se dio una juma tan grande que no supo
quién diablos lo llevó a la casa.
“Ajá, era que llevaba ¡dos años sin bebé, no joda!” Fue al médico con
dolores de hígado y de cabeza y éste lo regañó. Tomó Alka Seltzer y esa vaina,
dijo señalando la región del hígado, se calentó tanto que tal vez por eso
circuló el alcohol. Es una sensación tan desagradable, que no volvió a beber.
Sólo de vez en cuando se toma una cerveza para la sed.

Nechí, Antioquia
La camioneta se detuvo. Uno de los hombres de adelante fue a la parte
trasera a sacar la nevera del pescador y los pasajeros debimos apearnos para
que él tuviera espacio. Cuando nos subimos de nuevo, el hombre regresó con la
nevera: se había equivocado: no era el pescador el que había llegado a su
destino, sino otra persona. Volvimos a descender para que el ayudante subiera
otra vez la nevera y sacara el equipaje del pasajero que sí había llegado.
En breves instantes vimos a un tipo gordo y bajo de estatura parado entre
nosotros diciendo que su maleta era la azul y que se quedaba allí para esperar
el colectivo que lo llevaría a La Apartada, donde tomaría otro que lo llevaría
a Ayapel, su destino. Entonces me di cuenta de que había oscurecido del todo y
de que habíamos llegado a la troncal.
El automotor volvió a moverse. Manuel contó que no va a El Bagre. Se asoció
con un tipo de allá para establecer un puesto de frutas y verduras en el
mercado, cerca del puerto. Aportó un millón de pesos que pagó al diez por
ciento mensual. Pero al mes, el tipo aquel no hablaba de repartir ganancias y ni
siquiera del estado del negocio. Manuel dormía en el puesto de frutas, ahí en
la calle, mientras el bagreño lo hacía en su casa, entrepiernado con una mocita
que tenía en esos días. Cuando nuestro hombre reclamó a su socio, éste lo
amenazó de muerte. Si vuelve a El Bagre, le advirtió, le tendería una trampa.
Manuel ya les dejó una carta a sus hijos y amigos para que sepan que si algo le
sucede se debe al tipo aquel.
Ya pagó el millón. Y una carretilla del socio que le quedó, la venderá en
Sahagún para obtener por ella siquiera 200 mil pesos. “Del ahogado el
sombrero”.
Manuel hizo detener el auto con un silbido. Se apeó, fue a pagarle al
conductor por la ventanilla. Y se despidió. “Aquí me quedo muchachos. Tal vez
nos veamos otro día”.
Sólo en ese instante, Daniel se dio cuenta de que estaba adolorido por
estar tanto rato en esta posición y se le hicieron largos los dos kilómetros
que hacían falta para llegar al hotel. Yo no podía dejar de pensar en las
palabras de Manuel. En todas. ‘Carnicidad’ quedó retumbando en mis oídos.
Porcelana y Platanazo, dueños de risa y llanto
16. Ene 2009
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Los ratos más amargos de Porcelana y Platanazo
son aquellos en los que la gente no se ríe de sus ocurrencias.
En esos momentos, Porcelana saca la casta de 36
años de experiencia y va cambiando el rumbo de los diálogos, hasta que
encuentra los comentarios que arranquen la risa de su público.

"Es más difícil hacer reír que
llorar", dice Porcelana (de perfil)
¡Bienvenidos al show de la calle! ¡El teatro
sin techo!”
Por dos caminos diferentes los ha llevado y
traído la vida, hasta que hace tres años decidieron unir las suertes.
Porcelana, quien en Centro Día y en el Hotel
Marquesa lo conocen también por su nombre, Jaime Orlando Lara, nació en
Túquerres, Nariño, hace 50 años. Muy poco fue lo que vivió en la casa materna
porque el padrastro le daba mala vida.
“¡Mire, señor, se le cayó… el precio del
tinto!”
Comenzó en un circo pequeño llamado Manolo
Real. Allí debía cuidar los alambrados que rodeaban la carpa, para evitar que
alguien entrara e hiciera daños. Muy pronto le dijo al director que él quería
hacer parte de los artistas y, más aun, de los payasos.
¡Miren todos el esqueleto sin cabeza. Asistiremos
a la aparición de la calavera! ¿La ve usted, Platanazo? Dígame, ¿la ve usted?…
Yo tampoco.
Debutó, no ya con Manolo Real sino con Águilas
Humanas, en una gira por pueblos de Nariño y Cauca, con el nombre de Carasucia
y un papel muy secundario en una parodia de El hijo pródigo.
Parado al lado de Platanazo, vistiendo un
chaleco que dice Brasil, sombrero negro y la cara pintada, sin nariz de
payaso, en pleno cruce de Maturín con Junín, recuerda el susto que tuvo
entonces. Las piernas le temblaban por las dos breves intervenciones que debía
hacer en la caravana de payasos. La mente le quedó en blanco y sólo con ayuda
de los más experimentados logró balbucir: “¿ah, y yo voy a trabajar en esa
película?”
En los autobuses o en cualquier esquina
de Medellín, los payasos hacen su show.
¿Sabe qué, Platanazo? Mi mujer me cambió el
nombre. No me dice Porcelana; me dice Negro: lave la ropa, Negro; prepare la
comida, Negro… y de noche: monte, Negrito.
Platanazo, por su parte, lleva 10 años de
payaso. A él a veces lo llaman León Darío Agudelo. Nació y se crió en La
Gabriela, barrio de Bello. Contrario a su amigo, era él quien hacía sufrir a su
mamá cuando se iba al circo de barrio o se marchaba tras él. Al principio,
ayudaba a armar trapecios. “En los espectáculos, me asomaba por los telones y
en los días en que no había que hacer, me ponía a entrenar en el Giro de la
Muerte”.
Platanazo usa una gorra de lado, tiene la cara
rosada, corbata azul, chaleco negro y cara triste. A él lo maquilla su
compañón, pero él nunca ha sido bueno para devolverle el favor.
Como payaso, recuerda que debutó sin mucho
susto, a diferencia de Porcelana, porque ya llevaba tiempo actuando en el
número anterior.
En el Circo Amazonas comenzó de payaso al lado
de otros dos, llamados Cascarita y El Gringo. Era un número sencillo, en el que
debía levantar el auricular de un teléfono y asustarse cuando estallara una
pólvora conectada al aparato.
En los circos se vivía bien. Viajaban por el
país y hasta por pueblos de Ecuador y Perú, como en el caso de Porcelana, quien
dicho sea de paso, fue bautizado con este nombre en Neiva, luego de trabajar
unos días en una fábrica de vajillas.
Al llegar a los pueblos, ganaban de artistas.
Saludaban a todo el mundo y gastaban sus palabras vanas y dulzonas con las
chicas bonitas. Asistían a fiestas, que no faltaban, como tampoco plata en los
bolsillos.
Por vivir borrachos perdieron sus trabajos. Fue
así como después de mucho rodar, se toparon en Centro Día. Ya no beben.
Trabajan en parques, calles y buses todos los días.
Hablando en serio, ambos coinciden en decir que
sus vidas han sido tristes. Y que esto parece ser constante en los payasos.
“Yo añoro la vida de mi casa. Si pudiera
revivirla, la aprovecharía -lamenta Platanazo”.
“Yo no tuve niñez -lamenta Porcelana-. Apenas ahora es que la estoy viviendo.
Apenas ahora es que me río. De niño yo no me reí”.
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arte callejero, arte urbano, crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, payasos, periodismo literario, salderrio
Los hidrantes, eternos impasibles
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14. Ene 2009
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Me declaro admirador de los hidrantes. Pienso
que hacen parte de una historia de aventuras. Que se escaparon subrepticiamente
de un cuento infantil que alguien dejó abierto. Parece presto a servir de lugar
donde atar levemente un caballo. Levemente, con la suave y suelta vuelta de
cuerda como atan los caballos en las películas del Oeste. Como por decir que
están atados. Y así, cabizbajos frente a los hidrantes, los equinos -que creen
estar amarrados- esperan pacientes, coceando por horas, a que el imbécil de su
dueño se emborrache hasta las orejas y arme un lío de marca mayor, antes de
poder largarse.
Los hidrantes tienen una figura hermosa y
altiva. Pero se trata de una hermosura y altivez extrañas, tal vez clásicas,
antiguas, pero, en todo caso, arcanas.
Se me antojan seres de la Edad de Hierro que
nunca murieron. Que nacieron por allá en épocas remotas y que han estado
atentos, vigilantes al paso del tiempo. Nos observan. Observan en contrapicada
el agite de la ciudad que hierve y él incólume. Parece orgulloso también cuando
los hombres, mientras esperan, montan uno de los pies en él, y sobre la alta
rodilla el codo respectivo -preferiblemente fumando-, para dar una impresión
más masculina.
Quizás sean esculturas que adornan la urbe.
Su figura es como de una suerte de niño
bondadoso, presto a servir sin aspavientos, como debe hacerse. Parece querer
pasar desapercibido, pero no lo logra.
Las cambiantes tendencias arquitectónicas
modifican el aspecto de los edificios y de las ciudades. Con el paso de los
años van desapareciendo las grandes casas, espaciosas, de dos o tres patios;
los techos altos de cañabrava son remplazados por plásticos traslúcidos o por
losas que, son, al tiempo, los pisos de otras viviendas; desaparecen las
tapias, aparece el estuco, y en lugar de ventanas de madera y pomos anchos que
hace un siglo permitían a las novias sentarse a escuchar arrumacos, hay
ventanas de vidrio y persianas o pequeñas escotillas como de barco. El
aprovechamiento del espacio obliga a construir edificios que cada vez intentan
rascar más y más el cielo, pues la Tierra no estira ni tenemos indicios de una
fórmula para lograr tal efecto. Los teléfonos públicos son remplazados por
nuevos modelos cada cinco años. Todo cambia y, sin embargo, ¿qué tienen de
mágico los hidrantes, cuya figura no varía? Tienen, no cabe duda, el secreto de
la eterna juventud.
Inteligentes ingenieros construyen edificios
inteligentes y posmodernos y, a una cuadra está el bello intruso de la Edad de
Hierro, el hidrante, que mira complacido como si tal cosa. Es el diálogo entre
el pasado y el futuro en un espacio-tiempo que creemos presente. Es, quizá, una
prueba material y tangible del pensamiento gonzaliano sobre el eterno presente.
Recuerdo que de niño, un hidrante permanecía
firme en la esquina de mi casa. Tenaz, de día y de noche, expuesto al viento,
el Sol y la lluvia y él… impasible. Los lunes en la mañana era el personaje más
glorioso de Los Naranjos. Los bomberos de una fábrica de recipientes de
cristal, que prestaban su servicio en todo Envigado, pues éste aún no había
constituido un cuerpo propio, llegaban temprano a abrir sus llaves y destapar
sus bocas. Por dos de ellas dejaban manar el agua, que corría libre, limpia,
como el milagro de un aljibe repetido cada ocho días, a todo lo largo de la
acera, hasta la otra esquina; al llegar a la cual caía a la calle, doblaba en
ángulo de 45 grados y se perdía en un hilo delgado por el borde de la vía,
arrastrando el polvo, hasta la mitad de la cuadra, donde se internaba por una
rejilla del alcantarillado público. Más tarde, en la escuela, habríamos de
imaginar que ese era el ciclo del agua, del que hablaban en ciencias naturales.
Nuestra mentalidad infantil nos permitía pensar tranquilamente que, como en
esos surtidores de parque, el agua volvía, subterránea, sin que la vieran,
nuevamente hasta el hidrante, para salir otra vez. Aunque, a decir verdad, este
proceso poco nos importaba (como no nos interesaba que los hidrantes estuvieran
clasificados en diferentes tipos, de acuerdo con su tamaño y capacidad, como
supe después). Sólo era importante que existía el hidrante y nosotros para
verlo y disfrutarlo. Sólo deseábamos que siempre vertiera sus aguas, generoso,
para correr descalzos de arriba abajo, de abajo arriba de la cuadra.

Ahora que lo recuerdo, la corriente fría de los
lunes en la mañana, coincidía con la visita de un camión cisterna que
transportaba agua y la llevaba a los barrios cuando suspendían el servicio.
Me parece todavía estar viendo a los hombres
que manipulaban el hidrante, metidos en unas botas de caucho que les llegaban
más arriba de las rodillas, enfundados en pantalones y camisas caquis y
coronados por cascos rojos. Mientras dejaban que el agua chorreara por dos
bocas -por una tercera y mediante una manguera de tres pulgadas de diámetro
llenaban el camión-, ellos tomaban café negro, sin prisa, luego de mecerlo con
una cuchara como si fuera un remo, pero al descuido, mirando sin ver el
edificio del Seguro Social, al otro lado de la calle.
En esa época quería crecer para ser bombero.
Tal vez porque creía que toda su labor era esa: abrir hidrantes, viajar en
camiones cisterna y tomar café negro en tiendas de esquina.
Recuerdo que el hidrante era marrón y tenía un
letrero grabado en su lomo: Apolo. Creo que así se llamaba.
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cosas de ciudad, crónica urbana, hidrantes´, john saldarriaga,salderrio
Pero, ¿para
qué sirve un paraguas?
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23. feb
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Siento la
lluvia como una humillación de la Naturaleza. Eso de que vaya uno por ahí,
cantando su canción, y de buenas a primeras te caiga agua del cielo es, por
decir lo menos, absurdo. Se diría que están lavando el segundo piso del mundo y
vertieran el agua residual por desagües que dan al patio. Estás mojado y, lo
peor, no tienes a quién diablos injuriar ni hacerle responder por mandarte por
las calles andando con tu imagen emparamada ante los ojos de la gente, como
habla.
Comienza a
llover y me digo: juro que no voy a correr. Aguanto mi humillación con
estoicismo, haciendo acopio de una manoseada dignidad. Mascullo en silencio mis
improperios. Rumio una rabiecita de impotencia. Sólo atino a recordar que de
niño hablaban de san Isidro, el labrador que quitaba el agua y ponía el Sol.
Instalo una cara sin gesto, como de sordo, no sea que la Naturaleza lo advierta
y se ría más a costillas mías, que de hecho ya lo hace. ¡Es que no quiero que
se entere de que me molesta su jueguito tonto! Hago, simplemente, como si no lo
advirtiera, como si no causara en mí ningún efecto o como si me fuera lo mismo
ir por las calles mojado como un pato, con las gotas temblando en la punta de
la nariz o en el vértice del mentón.
(Pero
tengo mi desquite. He pensado, en cambio, que humillo la Naturaleza cuando ella
abre sus canillas como más le gusta, inopinadamente, y yo estoy lejos de su
alcance y hasta la miro a través del cristal de una ventana, que se empaña en
breve. Y me arrellano en mullido sillón a observar el espectáculo de la tarde
mustia, preparo en un vaso algo fuerte y, desde el tibio vientre de la
habitación, miro la lluvia sin prisa. Siento, entonces, que Ella haría
cualquier cosa por mojarme. O, de lo contrario, porque no la viera entonces. Y
yo hago lo posible porque me vea tibio y seco. Y le digo: “esta vez, Viejita,
no pudiste conmigo”. ¿Para qué disimular una mirada de gozo, como devoto dueño
de plegarias atendidas?)
Varias veces me han dicho que un paraguas solucionaría el drama. ¿Paraguas? Sepan
de una vez por todas que un paraguas es un inventico que ya se quedó sin
terminar. Los chinos, a quienes se les atribuye, tomaron como base para
construirlo lo que era apenas un boceto de algo, que algún ingenioso inventor,
también atormentado por las absurdas gotas, dejara olvidado por descuido en
alguna parte, la banca de un parque, tal vez por salir huyendo de un aguacero.
Y el aparatico invadió el planeta, aunque no sirviera de mucho. Aunque no fuera
más que un objeto que te estorba en la maleta o te ocupa una mano cuando no
llueve -¡y uno no tiene más de dos manos para hacer todo!-, y que adorna la
ciudad cada vez que la Naturaleza se hace aguas. Al mirarla desde lo alto, se
diría que una extraña especie de hongos echó a andar, se tomó la ciudad y la
dominará rápidamente si sabe moverse, estratégicamente. Pero esto no es otra
cosa que un efecto estético.

Y no me
detendré en el detalle de que quien porta el paraguas puede llegar a su destino
con algunos ojos enredados en las puntas de sus varillas, pues, por una parte,
se trata de un problema menor: esos órganos pueden desengarzarse fácilmente y
el paraguas seguirá ahí, intacto, sin rastros de niña ni de córnea y, por otra,
es un argumento que no habla en contra de su capacidad de cubrir. Ni tampoco en
el de que no necesita lavarse, pues, es ésta una ventaja nimia.
Seguiré diciendo que es inútil, hasta que me oigan. No sirve para lo que fue
creado. Los humanos deberíamos considerar la cancelación de su existencia,
porque no se trata de llenarse de cosas porque sí y de decir: “sí, el paraguas
es otra invención humana”. Pero, por Dios, cuál invención.
Y lo digo
porque lo sé; también lo he usado. No soy de los que hablan de cuanto ignoran;
no sería ético. Y aseguro que no funciona por un motivo muy simple, el mismo
que tendría pensativo al autor del remoto boceto en el momento en que cayó el
pertinaz aguacero que le hizo perderlo: la lluvia no cae en una sola dirección,
la vertical, sino también en forma oblicua y horizontal y en todas las
direcciones al tiempo, aunque el surtidor esté arriba. Y todo porque es juguete
de los vientos. Optimista declarado quien lo usa y optimista de chiste quien lo
usa acompañado. He visto a los enamorados usarlo para dos, pero es que en su
caso se trata es de ir ahí, muy juntos, aunque se mojen; no de no mojarse.
Brindaré
un ejemplo para que no se diga que es mera inquina con ese útil inútil: hace
unos días, un aguacero se cerró sobre la ciudad. Debía trasladarme de un sitio
a otro, en una distancia no mayor de cien metros, para recoger unos papeles
importantes. Tonto y fementido, hice caso de usar uno de esos murciélagos sin
alma que un colega ausente había dejado olvidado desde hacía meses en un cajón
de archivador -me temo que, más bien, se deshizo de él, ¡ah, buena esa, taimado!-.
Pero una vez entré en el mundo de la lluvia, el maldito paraguas cobró vida.
Comenzó a moverse en todas las direcciones, preso del frenesí.

Lluvia
oblicua
Excitado,
sus delgados huesos se desarticularon, se despatarraron y yo seguí bajo la lluvia,
ridículo, portando un impúdico esqueleto al que seguía sujeto un trapo negro
que se haría jirones. Por fin, el aparato quiso funcionar. Volvió a adquirir su
postura cóncava, con un leve desperfecto, una protuberancia que yo hubiera
estado dispuesto a perdonar. Y no pudo más que “cubrirme” la cabeza -para lo
cual me hubiera bastado un sombrero- como si las demás partes de mi anegada
humanidad no fueran también cuerpo. Y lo peor, el asa no era en forma de jota,
que le da, al menos, belleza y complejo de bastón. Inútil resulta aquí decir
que tras los primeros diez pasos parecía haber acabado de salir de la piscina
olímpica, en la que hubiera decidido clavarme con ropa y todo. Fue la última
oportunidad que le di al objeto aquél.
… No lo
niego, el nombre me seduce: paraguas. Poema de una sola palabra. Pero prefiero
la sombrilla. Porque es casi innecesaria. Quien la porta no le está pidiendo
nada más que una sombrita móvil para no sudar mucho y ella algo puede hacer en
ese sentido.
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crónica, crónica
urbana, john
saldarriaga, lluvia, paraguas,periodismo
literario, salderrio, sombrilla
6 comments
1.
Claudia • 10 years ago
John…No sabes cuanto me identifico con tu sentir, pero no te imaginas lo
agradecido que tienes que estar con la vida por no ser mujer en esa
circunstancia, salir de casa con el cabello cepillado, y un maquillaje casi
perfecto en lo que parecia un dia soleado…pero ¡¡¡ohh sorpresa!!! cuando a
mitad de la tarde un fuerte aguacero se cierne sobre la ciudad y en medio de la
prisa para cumplir una importante cita buscas desesperadamente en lo profundo
de tu cartera esta “salvadora de imagen” que tanto espacio ocupa cuando no la
necesitas pero que ahora la cargarias solo por consentirla y la tendrias en el
rincon más privilegiado de tu bolso como la mejor amiga del mundo.
o…¿la culpa sera de la lluvia?
2.
Download Movies • 9 years ago
Helo
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3.
fafpribia • 8 years ago
I enjoyed reading your blog. Keep it that way.
4.
ana maria perez • 8 years ago
hace mucho tiempo no me reía tanto
5.
ana maria perz • 8 years ago
hace mucho tiempo no me reía tanto
6.
Julius Kinroth • 8 years ago
Hello.This post was extremely fascinating, especially since I was searching
for thoughts on this subject last Monday.
Guacharaca
y maraca entre melenas blancas
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8. Feb 2009
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En Junín con Maracaibo, pleno centro de Medellín, sentado en la escala de
entrada de una pastelería, Lizandro toca la guacharaca. Con la mano derecha
porta el rastrillo. Aprovecha los agitados movimientos que debe hacer al frotar
las estrías del instrumento, el vaivén de su mano, para hacer sonar una maraca.
Su cara se perdió hace años entre una selva blanca, se ve como esos árboles
viejos de los que cuelgan melenas epifitas. Impávido, a duras penas se entera
del contenido de su recipiente de monedas, cuyos tintineos se pierden entre el
sonido semejante de sus instrumentos.
Se la pasa sentado, cantando, de cuatro de la tarde a diez de la noche y a
veces desde más temprano porque “¡esto está muy duro!; ¡esto está muy malo!” A
su derecha, un refresco de naranja a medio consumir, en la misma botella y
tapado con un vaso desechable.
Unas chicas solidarias, dependientes del salón de juegos de al lado, le
guardan cada noche los instrumentos, para que no se encarte en su viaje hasta
Robledo Miramar, donde vive.
Su voz está más enmarañada que su barba. Al terminar una pieza musical –que
parece inventada sobre la marcha- y descansar, le pregunto:
-¿Qué tocaste, Lizandro?
-“El preso”.
-¿De Fruko?
-No; de Daniel Santos.
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crónica, crónica urbana, john saldarriaga, músicos callejeros,salderrio
Mi
casa es un desagüe
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11. Feb 2009
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Como en las
calles están matando tanto, niño, y la situación está tan dura, yo me meto en
este desagüe a pasar el tiempo.
Gabriel Carvajal (Foto Manuel
Saldarriaga)
Me llamo Gabriel. Gabriel Carvajal, y tengo 32
años. Por Dios que me está oyendo, que llevo más de 20 años en la calle. No lo
debería decir, pero cuando estaba en la casa estaba peor. Me trataban muy mal.
Y menos debería decir que mi mamá y mi papá, que se murieron hace como 15 años,
no se manejaron nada bien conmigo.
A veces, cuando es de día, me recuesto en una de las paredes de este túnel,
recojo las piernas para evitar esos charcos porque aunque dicen que estos
desagües ya no echan agua en el Río, todavía filtran chorros de adentro, será
de las fábricas, y me pongo a pensar, no sé, en ese tiempo. Vivíamos en El
Rosario, en Itagüí, cuando me fui de la casa. ¡Uf, que si me dio duro! Yo tenía
nueve años.
Me fui para una manga a llorar. Era que me
trataban a los gritos y me azotaban tanto. Después, cada que amanecía, yo ya
estaba desde hacía rato sentado por allá cerquita de la casa para ver salir a
mi mamá. Un día, apenas la vi, llegué corriendo y le dije: “¡Amá, tengo
hambre!” “Andá comete una arepa con mantequilla ¡y te volvés a largar,
culicagao!”
Como a los tres o cuatro años, yo bañándome en
un chorro que sale por el Cerro Nutibara, agua sucia, pero yo me bañaba ahí, en
interiores, y llegó un tipo todo agitado: “¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Que vas a tu
casa ya que tu mamá se está muriendo!” “¡Largate de aquí! -le grité-. Que vos
no sabés nada”. Él insistió, insistió y yo para descolgarlo le dije que yo
llamaba más tarde. Me coge a mí esa pensadera, niño, y al rato me dio por
llamar a una vecina. “Ay, usté dónde está. Diga a ver que nosotros lo
recogemos. Su mamá nos dice que no se puede morir hasta que no lo vea a usté,
dice que lo busquen”. “Bueno, vengan por mí. Los espero en la Feria del
Brasier”. Y sí, ahí me estaban esperando. Fui a ver a mi mamá. Ella, en la cama
me dijo, “¿mijo, ya comió?” “Sí, señora. Sí, señora”. Le contesté y eso fue
todo. ¡Lloré en ese entierro! Pero no era como la gente decía que era por
remordimiento. ¡Bah! ¿Sabe por qué era, niño? Bueno, porque la mamá es el ser
que le debe ayudar a uno, pero la mía no fue así.
Todo eso lo pienso sentado aquí, mirando, desde adentro, desde lo oscuro, el
río y, más allá, el metro y esos edificios. Y oliendo este maldito olor a
cañería que debe ser malo, ¿sí o no, niño? Uno se puede enfermar por el olor.
Yo mismo no sé cómo hago pa aguantármelo.

(Foto Manuel Saldarriaga)
Por la noche no duermo. Me acuesto aquí
afuerita, porque me da miedo que se crezca el Río o que me aparezca un animal.
La otra vez me salió fue una culebra, larga, larga. Y gruesa. Yo primero creí
que era una rata, cuando oí un ruidito que se iba acercando, como que venía de
adentro. De por allá tan adentro que ni siquiera de día he sido capaz de llegar
hasta lo más hondo, por allá debajo de la Regional. He caminado, caminado… así…
despaciecito, en la oscuridad, de miedo de que de pronto, niño, me vaya a un
abismo y más bien me devuelvo. Y a mí las ratas no me habían dado miedo. Ni
cuando le caminaban a uno por encima. Yo apenas las espantaba con la mano. Pero
ya sí me dan miedo, desde la otra vez que espanté una grande y se me aventó al
pecho la condenada. Y quería pelear conmigo. ¿Brava? Y tuve que correr.
Bueno, y, como iba diciendo, me doy cuenta de
que era una cosa larga, una culebra. Salí corriendo de este hueco, no sé cómo
no me fui al río y de un brinco ya estaba en la vía.
Después, hablando por ahí con la gente, me dijeron que esa culebra era de tal y
de tal manera, no era peligrosa, pero, qué va, a mí sí me dio miedo.
Y por eso duermo aquí, en el bordo. Tiendo dos
cartones, aparto ese reguero de cáscaras de naranja, miro que el sitio no esté
sucio, porque uno aquí hace las necesidades, y duermo aquí recibiendo el
viento.
Bueno, duermo no, mentiras. Me he quedado hasta
una semana sin dormir. Porque me agarra la pensadera de qué voy a hacer mañana.
Antes de encontrar esta boca seca donde
meterme, dormía en un matorral por la Fábrica de Licores. O debajo del tendido
de vigas que hay sobre el Río por la estación Ayurá.
Era que yo mantenía trabajando en la plaza
mayorista. En esos kioscos que había por esa calle y que ya los quitaron. Yo
hacía mandados, llevaba almuerzos, lavaba mesas, hacía lo que fuera.
No lo debería decir yo, pero las dueñas me
querían tanto que de pronto iba yo a comerme un sobrado y ahí mismo me
regañaban y decían, vean, sírvanle un almuercito a Makro -me decían Makro
porque yo vendía de todo- y comía hasta quedar lleno. Eso se acabó.
Y ya casi no salgo. Apenas voy por allí
cerquita a una pizzería que botan esos sobrados muy limpiecitos, en sus cajitas
de icopor. Y como a mí me da pena pedir, más bien esculco canecas cuando camino
de regreso de bañarme por la mañana. Porque eso sí tengo yo: todos los santos
días voy hasta la quebrada de La Aguacatala, cojo de la Virgen pa arriba y me
baño y lavo la ropa y a veces la dejo secar un poquito o me la pongo así,
mojada, y que se vaya secando puesta y vuelvo a meterme aquí en este desagüe.
Que me vean por ahí caminando, por el centro, no. A mí me duele que la gente me
tenga miedo. Que uno mire, por ejemplo, a una muchacha y ella se cambie de
acera por miedo de que le haga alguna cosa.
Aquí me quedo y nadie puede meterse aquí. Por
qué, si yo encontré primero este parche. Si viene alguno yo sí lo hago salir de
aquí.
A veces consigo Frutiño y me siento en este
desagüe a tomármelo despacio y a pensar. Y le digo a Dios: por qué no me has
llevado en esas veces en que me han aporreado los vigilantes o los de las
Convivir, que hasta de hospital me han dejado, derramando bilis y con sondas
por todas partes. Le pregunto: ¿vos para qué me tenés, pues? Y pienso en mi
muerte. Yo pienso en ella.
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crónicas, crónicas urbanas, indigencia, john saldarriaga, Medellín,pobreza, río Medellín, salderrio
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San Judas raja y
presta el hacha
Guacharaca y maraca entre melenas blancas
12 comments
1.
Marcos
Baena • 10 years ago
Considero que como este
hermano se encuentran sentenares, ya que uno los observa desde el metro y en
cada desagüe hay uno o más.
Existen empresas patrocinadas por el estado disque trabajando para remediar
esto, pero no es así; solo son pañitos de agua tibia. Mientras el estado no se
apersone de esta problemática, seguirá en aumento.
Si la sociedad en generagl no tomamos conciencia que formamos parte del
problema y no de la solución, esta personas seguirán así hasta encontrar su
muerte en la calle, que es tan ansiada por ellos.
Debemos hacer algo… pero ya!!
2.
claudia • 10 years ago
con ese corazon tan grande
que tiene, deberias pensar mas en el pienso que seria una persona que saldria
facil adelante, si tuviera alguien que lo apoyara, que Dios lo bendiga
3.
ovi • 10 years ago
que lastima que haya gente
que les toque un destino asi tan fatidico,ojala alguien de buen corazon le
pudiera ayudar, y sacarlo adelante,el tambien tiene derecho a vivir y a ser
feliz. Una pregunta sin respuesta, que haces las entidades gubernamentales por
esta clase de gente , creo que nada porque son indolentes y no les Interesa el
dolor ajeno.
Para SALDERRIO, un saludo y soy un gran admirador de su blog, adelante
4.
Carlos Munera • 10 years ago
Hay de todo para hablar de
estos temas, porque ellos estan ahi es por decision propia y se quedan alli por
lo mismo… Conozco a muchos profesionales que se han salido del sistema y ya no
entran ni a palos.
Pero lo que de verdad
quería decir, es que bacano el relato en la voz misma del humano que relata su
vida. Todo los días los veo desde la ventanilla del Metro. siempre los busco
con la mirada.
5.
Rocio
Herrera • 10
years ago
Dios mio! que historia tan
triste y saber que hay por montones en todo el mundo! gente que merece un lecho
caliente y comida y abrazos…
y no solo no hacemos nada, y los miramos con miedo, sabiendo que mas daño les
hacemos nosotros a ellos.
Levanta tu mirada, alguien debera tenderte una mano… a falta de la de tu mama.
Muchos estaran por su
voluntad (?)
pero no la gran mayoria.
Hagamos algo! no joda!
6.
Adriana
Franco Chica • 10
years ago
Muy desconsolador escuchar
esas historias, pero si se le pudo ayudar? se le llevó a alguna isntitución de
ayuda. Por que lo màs triste no es la historia, si no que no salga de ahí.
7.
Roche • 10 years ago
Si necesitan ayuda instituciones
donde puedan entrar y salir a siertas y ser alimentados con la ayuda del
govierno,agregando las carceles estan llenas lo que Colombia nesecita es
legalizar la pena de muerte soporta estaras votando por la pena de muerte di
si.
son estupidos muestran una mujer con 6 hijos que no tiene ni con que
alimentarla que les dieron bonbonbun.despierten no sean asi,o quieres desir si
a homosesuales para matrimonio.porfavor.
8.
Olga
Lucia • 10 years ago
Que lastima de nosotros que
todo lo tenemos y ni asi nos preguntamos para que Dios nos tiene en este mundo,
algún dia podriamos llegar a pensar que puede ser para ayudar a la gente que lo
necesita, pero es mejor pensar que estamos aquí para disfrutar día a día.
9.
piedad
gil • 10 years ago
Bienestar Social del
municipio de Medellín puede interesarse y hacer algo por este señor y por otros
que como él han tenido esta desgracia de caer a la calle.
10.
Britteny Muhammad • 8 years ago
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Julianna Venturella • 7 years ago
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zildjian
crash • 7 years ago
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San
Judas raja y presta el hacha
·
06. Feb 2009
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Puede decirse que Marta Álvarez Valencia predica y practica. Porque desde
hace más de veinte años no hay miércoles en que no esté vendiendo imágenes,
veladoras, escapularios y novenas de San Judas Tadeo en la puerta del templo de
este santo en Castilla ni rezándole para que sus hijos y yernos no pasen un
solo día de su vida sin trabajo. Y a fe que le ha atendido sus plegarias.

Marta Álvarez Valencia
Por delante de su puesto de artículos religiosos ha visto pasar a miles de
peregrinos con caras alargadas por las tribulaciones y, días más tarde, a los
mismos con rostros rozagantes por las bendiciones que han recibido del patrono
del trabajo y de los casos difíciles y desesperados.
“¡Qué más que me tiene parada, a mí que soy asmática!”
Ella qué se va a acordar de todo el mundo, si en diciembre “llega hasta
gente de Estados Unidos”. Pero lo más seguro es que en los últimos dos años
haya visto los rostros de Érika Cristina Velásquez y Yaneth Duque, dos mujeres
que llegan sin falta a rezar la novela de las tres y media de la tarde y
quedarse en misa de cuatro. Tal vez no les sepa el nombre.
Ellas son dos vecinas de Robledo Miramar que han incorporado en su rutina
hacer ese trayecto caminando. Y todo porque el esposo de Érika, Germán Vélez,
estuvo más de un año desempleado y, cuando ya la desesperación les desbordaba
el ánimo, le hicieron caso a la mamá de ella que les habló del poder del santo.
Y les contó lo que dice en la primera página de los Siete miércoles de san
Judas Tadeo, un libro de oraciones que vende Marta: que Judas sólo tenía en
común con el traidor su nombre, porque tuvo el privilegio de haber sido amigo
de Jesucristo y de su familia desde que el Mesías era un niño, así como de ser
su admirador en la juventud. Y por eso tiene tanta influencia para resolver los
casos más difíciles.
“Y cuando íbamos en el tercer miércoles, lo llamó un señor de Rionegro para
que le manejara un carro. Es tan bueno ese trabajo, que ese señor le entregó el
camión del todo, como si se lo hubiera regalado, y no sabe ni siquiera donde
vivimos nosotros. Le paga bien y puntual. Mi esposo no terminó los siete
miércoles, pero yo los finalicé por él. Claro que a veces, cuando él está por
aquí, nos acompaña a rezar”.
Marta le vendió el librito de oraciones a Roberto Lozano desde mediados de
los ochentas. Todavía lo tiene. Ajado y un poco sucio, pero entero. Lo
imprimían sin gracia, con una carátula blanca con el solo título, a diferencia
de hoy que tiene la imagen del santo portando una rama de palma en la mano
derecha y un hacha en la izquierda. Quizás era zurdo.

Roberto Lozano
Roberto es un comerciante de Laureles que no falta cada semana en el
santuario de San Judas, para darle gracias al patrono de que nunca le faltan
negocios.
“En esa época la multitud de peregrinos era mayor -recuerda el hombre,
quien no se sienta en una banca, sino que se queda de pie en la nave más
cercana a las puertas laterales que dan al parqueadero-. No había por donde
andar. Era, haga de cuenta, como la de peregrinos de María Auxiliadora, en
Sabaneta, pero disminuyó en los años duros de violencia en Castilla. Pero ésta
se acabó y la gente está volviendo”.
Y contó que él a veces reza la novena; en ocasiones, los Siete miércoles…,
y en otras hace la Cuarentena de San Judas: “el primer día rezo un
Padrenuestro; el segundo, dos; el tercero, tres, y así sucesivamente hasta
cuarenta”.

Dos mujeres, una joven y otra anciana, llegan todos los miércoles tomadas
del brazo y así permanecen en la iglesia que tiene forma de media elipse. Son
Bibiana Molina y su mamá, Carmen Arango. ¿Que si le tienen fe a san Judas? “Con
decir que mi hija salía de la casa para el Sena, a averiguar si había empleo
para ella, y yo para la iglesia. ¿Y cuánto estuvo varada ella, vos Bibiana?
¿Seis meses si acaso? De eso hace más de ocho años y nunca más se ha quedado
desocupada”.
·
barrio Castilla, crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín,religiosidad popular, salderrio, san Judas
Cuando
el Sol se pone
;
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27. Mar 2009
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Queda atrás la tarde. Por donde los edificios
dejan, el Sol se ve como un incendio en el Chocó. Uno se imagina que la
selva debe ser virgen ardiente. Las calles del centro de Medellín se llenan de personas que corren con rumbos, al
parecer, bien definidos, como si fueran a llegar tarde a la noche.
Salen así del trabajo, despavoridos; por algo
será. Vuelan a enracimarse en el metro o el bus hacia los barrios bajos, que
están, por lo general, ubicados en las partes altas.
Atormentan por aquí y por allí ruidos metálicos
que parecen de guerra. Son las persianas de almacenes, bodegas y talleres que
caen con fuerza contra el suelo de cemento, haladas por unas manos fuertes y
unos ganchos largos, con tanta fuerza que amenazan con sacar la lámina de
sus carriles. (Es probable, por qué no, que al amanecer, esos mismos
trabajadores las levanten con el mismo ímpetu.)
Esas puertas que caen parecen de demolición. Parecen decir: “¡se acabó todo!”,
“¡se acabó el mundo… al menos por hoy!” Dan por terminada una jornada llena de
sudor, de órdenes, de pedidos de buena y de mala gana, de clientes acosones y
de clientes pacientes, de paquetes a domicilio y de devoluciones por unos
bluyines más estrechos, señor. Nadie está quieto en las calles a esta hora de
sombras largas.
Todo es confusión. Hay trancones de autos en
San Juan y la Avenida Oriental y Ayacucho. Pitos, frenos, gritos, silbatos de
policías azules que regañan a conductores por recoger pasajeros en media vía,
hombres que se meten con balde entre las ruedas para vender una bolsa de agua
por la ventana de un auto, carretas que todavía tienen frutas sobre las cuales
descansa un megáfono: “lleve la papayuela, el mango, la ciruela Claudia”, pero
esa maldita Claudia no se da por enterada. Sordas, campanas de iglesia suenan
como voces del siglo XVIII.
En Cundinamarca, los fruteros que no tienen
puestos estacionarios, van tirando con cuerdas sus canastas como niños de sus
carritos, ya medio vacíos. Los que sí poseen, comienzan a cerrar despacio,
tapando las canastas con cartones y con plásticos negros. Primero lo que menos
se vende. Por último, atan la silla al puesto con el lazo de amarrar, para que
permanezca sentada en su sitio hasta el amanecer.
En Ayacucho, los vendedores de los almacenes de
carteras y bolsos y morrales, van descolgando uno a uno de la puerta y la
fachada, con un palo largo de clavo en el extremo. Otra persiana cae.
Pronto quedan desoladas las vías arterias y las
venas. Es noche ya y en el cielo, entre una nube de humo que se mece ahíta
sobre la ciudad brilla una estrella solitaria y opaca. Pocos trabajadores son
los que pasan, éstos sin mucho afán, con sus guayeras curtidas, en las que se
traslucen las vasijas del almuerzo, ya vacías, ya livianas.
Los vendedores de avena pedalean ya sin aliento
sus triciclos que parecen a toda hora vestidos de carnaval con sus alegres
carpas de quitasol. Pasan oyendo comentarios de fútbol rumbo a casa. Otros, en
vehículos semejantes, pasan vendiendo chicha y guarapo, dejando un olor dulce,
pegajoso.
Las chanceras aprovechan los instantes de
tranquilidad, en que los jugadores no se detienen a apostar, para conversar.
No es silencio total lo que ocupa el espacio y
el tiempo. Es un conjunto de ruidos con menos elementos, para el que alcanzan
los oídos. Hasta se oyen emerger aquí y allí las canciones de música guasca y
los vallenatos cuando uno pasa por la Avenida de Greiff, decorados con rugidos
de motor y frenos chillones. Así también, los olores de los negocios que apenas
se abren, fogones de buñuelos, arepas, chorizos y otras frituras amarillas,
llegan de a uno o dos a la nariz y no en mezcolanza.
Bombillos de cien vatios comienzan a pender de
las cuerdas del alumbrado público en algunas esquinas para iluminar puestos de
cigarrillos que funcionan toda la noche.
A medida que van quedando algunos claros en las
aceras; la multitud va disminuyendo. Esos espacios van siendo colmados por los
marginales, algunos de los cuales enloquecidos de hambre gritan sus
incoherencias a los trabajadores que abandonan -indiferentes, unos; risueños,
otros- esa especie de puerto que es la ciudad. Otros, con lentitud, esculcan
basureros en busca de residuos de alimentos.
Aparecen los recicladores como gallinazos
llevando a cuestas sus costales descomunales que llenan de materiales
reutilizables, antes de que pase ese ejército de barrenderos de la
municipalidad con sus escobas, palas y canecas rodantes embocando en éstas la mugre
de la producción. Y los carros de basura que a esa hora son copiosos. Se juntan
hasta tres en una sola cuadra del Hueco.

Las rameras, a esta hora, ya no se van por las
ramas: son directas y más atrevidas. Sostienen paredes y umbrales con sus
carnes que desafían el frío. La altura de sus faldas está muy cerca de
encontrarse con la profundidad de sus escotes. A sus anchas, parecen tener
ahora toda una ciudad por oficina. A las ocho, los serenateros pasan por su
lado haciendo sonar guitarras y liras, acordeones y guacharacas.
Los indigentes colman las aceras. Todavía no
duermen. Departen, comen, esperan, pero todavía no duermen. En la calle
Colombia, cerca de la Avenida del Ferrocarril, un grupo de indígenas embera, de
los que dejaron su tierra en el alto Andágueda, reunidos, callados los más de
ellos, esperan hacer un poco más de sueño para dormir. Hasta los niños, aunque
también silenciosos, tienen los ojos bien abiertos. Es el turno de los
marginados. No encuentran lugar bajo el Sol, así que deben salir a buscarlo
bajo la Luna.
·
crónica, john saldarriaga, Medellín, salderrio
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historia
Cosas de ciudad
El copito de nieve vino del sur
8 comments
1.
Juan Diego • 10 years ago
Me gustó la descripción.
Así cae la noche en Medellín. Afortunadamente ya se puede caminar de manera
relativamente segura por el Centro en las noches.
2.
ESTEBAN
POSADA DUQUE • 10
years ago
John Jairo….quizá la mejor
hora & momento para “retratar” la urbe….gracias por tus crónicas….saludos
de un lector frecuente de tus crónicas de GENERACIÓN….¿te acordás del la
superpoblación china?….bueno un saludo.
3.
leysla • 10 years ago
Es crudo, pero las cosas
son como son
PD exelentes cronicas
4.
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Cosas
de ciudad
·
12. Mar 2009
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Figurita (Jairo Parada Muñoz). Fotógrafo
popular y callejero de Medellín. Murió en 2008.
Edificios de mil ventanas que rasgan el
firmamento con sus sombreros encopados; puentes de uno o más niveles, basados
en ese invento milenario, sencillo y práctico que permite pasar sin mojarse
sobre las corrientes, sin tener que recurrir a milagros; autos y, por
consiguiente, humo, ruido, porque los seres humanos, basados en su misma biologíay en la de los demás
seres de la Naturaleza, no hemos podido inventar nada que no excrete algún
fluido al tiempo que produce el efecto positivo para el que fue creado;
fábricas que, a pesar de cientos de años de avances técnicos y
tecnológicos fuman sus pipas de carbón o gasolina y esparcen sus partículas
sobre nuestras cabezas y muchas de ellas llegan a alojarse en nuestros
pulmones, y saber que sus dueños no nos pagan ni un céntimo por ayudar con
nuestra salud a que se enriquezcan cada día más; viviendas a la medida de cada
bolsillo; un tren semejante a un reptil roncador que atraviesa la urbe de norte
a sur, de sur a norte, como una especie de gusano de guayaba que sólo
atravesara la fruta de un extremo a otro pero le estuviera vedado arrimar a
otras carnocidades; calles que conducen a casi todas partes, como un laberinto
en cuyo centro también habita un Minotauro: la pobreza…
En fin, todo esto es la ciudad. Cosas inmensas
que alcanzan a barruntar hasta esos ciegos que tocan armónica y piden
limosna en sus arterias.
Pero existen otras cosas que ayudan a complementarla y que pocas veces las
echamos de ver. Cosas que complementan la arquitectura urbana, que ayudan a
vivir. Se diría que sin ellas, el mundo sigue andando, pero nadie diría que con
ellas la vida urbana y su paisaje son iguales a los del campo.
Hay que ver los postes del alumbrado público y
privado, con sus cuerdas que sirven de atril a las golondrinas que, si bien con
las condiciones climáticas más adversas, no claudican en su empeño de hacer
verano; las mismas lámparas de la calle, en las que los gallinazos, esos bellos
seres negros de existencia apacible como su vuelo, han decidido posarse en las
mañanas, especialmente en las que iluminan su río. Y se les ve como
ensimismados y pensativos, y hasta les resulta difícil mudarse, aun cuando los
atormenta la garúa.
Y los semáforos, que se roban el protagonismo
con su dictadura de colores. Todo el mundo los mira obediente. A veces se ve
que un par de hombres, con uniforme caqui de la municipalidad y dotados de
escalera plegable y de aluminio, un balde con agua espumosa y una esponja, se
acerca a cada uno de ellos y, suavemente, como si no quisieran interrumpir su
aplicación, lavan su cara y cuerpo con una especie de ternura maternal. Y
quedan olorosos a jabón y esplendorosos, luciendo con decoro su traje de preso
gringo, durante un buen tiempo.
Igual hacen con los teléfonos públicos, esos aparatos hijos de la magia. Su
origen debe haber sido, precisamente, un sombrero de mago, cuando algún
taumaturgo lo sacó sin querer, en el momento en que, la verdad, se proponía
extraer un conejo. Ya no podemos creernos esa historieta romántica de que un
viejo físico de origen escocés -Bell campaneaba su nombre- hubiera
inventado este artefacto a finales del siglo XIX, porque la historia ya hizo
justicia con -al parecer- su verdadero creador: un italiano que no tenía plata
para patentarlo. Pero es que da lidia creer, ya que uno está convencido, tal
vez erróneamente, que los robos intelectuales, las injusticias en el mundo académico
y las intrigas entre seres que se dicen a sí mismos “intelectuales”, sólo
ocurren aquí, en nuestras narices y sólo nos pasa a nosotros, pero qué va,
timar es una costumbre que sabe tener la gente… en todas las latitudes y
esferas. Y uno ve, sí señor, esos teléfonos en los andenes, que en nuestro
medio prometen ser amigos -¡pero ladrones…!-, esenciales en la ciudad. ¡Quién
imagina una ciudad sin ellos!
¿Habrá, por otra parte, alguien que no
reconozca la utilidad de las carteleras de cemento en la que se acostumbran
fijar los anuncios de eventos para divertir o enseñar? Te los topas cuando
menos piensas. Algunos son un simple armatoste de cemento, como una pequeña
torrecita oval o redonda a la que le robaron el molino de viento, y se le pegan
los letreros con engrudo por todas partes. Entre nosotros, el que pega primero
pega dos veces… y cuatro… y seis… Empapela la pequeña torre de arriba abajo con
carteles iguales, que anuncian el mismo espectáculo, como insinuando: “los
demás que lleguen después, de malas, para qué no madrugaron como yo lo hice, a
atiborrar esta ciudad con el anuncio de mi espectáculo”.
Otras carteleras, más lujosas pero no tan
prácticas, son cuadros metálicos, con cubierta de vidrio cerrado con llave,
todo lo cual soportado por dos varillas férreas como patas que se internan en
el suelo. A primera vista se diría que unos constructores locos, para una
futura edificación, fijaron primero las ventanas, pero que de seguro no
tardarán en construir las paredes que les dará sentido. En ambas, en las de
torrecita o en las de ventana, uno se entera de lo que hay para hacer en el
tiempo libre, aunque no haya tiempo libre o, habiéndolo, no haya con qué
pagarlo, pero ya ésta es otra discusión y la pobre cartelera no tiene la culpa
de esa realidad neocolonial que nos imponen…
Y los relojes, símbolos de la modernidad, que
van indicando, a nuestro paso en buses o colectivos, si debemos alarmarnos por
el inminente retraso al trabajo o estudio. O a la vagancia. Los de los templos
-salvo el del Sagrado Corazón, ahí en el Barrio Triste, que se quedó atrancado
en las cuatro, no se sabe si de la tarde o de la madrugada ni de que día, desde
hace años; pero bueno, sirve cada que son las cuatro- cumplen un gran papel. Su
altura es garantía de ser visto, por lo menos a media cuadra de distancia, por
entre los edificios.
Así mismo los electrónicos, encumbrados en su negro
pedestal, aunque en sus dígitos falten puntos luminosos que hagan confundir el
ocho con el tres, pues, al menos es una guía. Si la luz falta en el horario, el
problema no es mayor, pues la diferencia entre una hora y otra es grande en
luminocidad y temperatura, y no se presta a engaños; pero si es en un minutero
nuestra alarma es grande, puesto que cualquier minuto es importante en esa
carrera contrarreloj individual por llegar temprano, y en este caso la
diferencia de luz y calor entre un minuto y otro, que de seguro la hay, no es
observable a nuestros sentidos. A veces, uno se pone a leer el texto
publicitario que va pasando por la pantalla de esos artefactos, sólo con la
intención de ver la hora al final del mismo, pero pasan mensajes y mensajes (Practica
la paciencia… No te pierdas los Juegos Callejeros en Medellín durante los
días…), luego la temperatura, que es un dato útil, pero no tanto, y cuando va
uno, por fin, a ver la hora… el bus dobla en la esquina, ¡maldita sea!
Y los que instaló el Metro de Medellín cerca de
las estaciones, redondos como de báscula de verdulero y pequeños como de sala
familiar, también orientan. La ciudad está llena de estos artefactos tan útiles
al sistema productivo. Pero díganme, en todo caso, ¡quién le discute a un reloj!
Todos parecen muy convencidos de la hora que anuncian, por más disparatada que
sea. Hasta un reloj parado o esos artefactos que exhiben en las vitrinas, que
no tienen la obligación de decir la verdad sino de mostrar su belleza. Hasta
una clepsidra o un reloj de arena. Todos inspiran la credibilidad que ya se
quisiera para sí un periodista o una novia infiel.
Y qué decir de los hidrantes. Esas pequeñas
esculturas que parecen estar mirando la ciudad desde la Edad de Hierro, siempre
listos para servir. Si no es el bombero que llega con sus botas de caucho hasta
las rodillas a abrir sus llaves y surtir su camión cisterna con el agua que
este pequeño centinela guarda con celo en su interior, es el indigente que lava
en el sus harapos, el hombre que posa en él su pie para atarse el calzado o el
perro que lo considera digno de su micción con la que pretende decirle al
mundo: “ojo, que la ciudad es mía”. Y que tiene razón.
Fácil también resulta ver la utilidad de los
basureros, que atados a postes del alumbrado o a semáforos, recogen cuanta
basura queramos echarle y provee de alimento a cuantos se quieran asomar por
sus fauces y comer los que encuentran en sus entrañas. Y las cámaras de
vigilancia, que también reciben tanta basura todo el tiempo, para vigilar y castigar.
Lo que también puede observarse es que quedaron
en el pasado las antenitas de televisor que parecían esqueletos de pescado en
los tejados. Fueron remplazadas por unas simpáticas jofainas de diversos
tamaños -unas pequeñas, como para lavarse los pies, cuando es para una sola
casa; otras que parecen paraguas vueltos al revés y otras inmensas como si
fueran abrevaderos de elefante-. Se ubican en las ventanas de los apartamentos,
en las azoteas o en jardines aledaños, como si lo que apararan del cielo no
fueran ondas sino agua para almacenarla en su oquedad hasta el próximo verano y
mitigar la dureza de un factible racionamiento del líquido esencial.
Y los kioscos de comestibles son cónicos. Y
cómicos: más bien estrechos los más de ellos y de un gris insoportable, pero,
con todo, resultan ser agradables tenderetes por cuya ventana se ve un hombre o
una mujer que hace de vendedor, quien debe permanecer inmóvil como en un ataúd
vertical. A veces se escapan un rato, como palomas que deben estirar sus alas
aunque sea al pie la palomera, y cuando llega algún cliente, aquéllos deben
ingresar agachados por una puertecita como la que, según cuentos, sirvió a
Blanca Nieves al ingresar a la casa de los enanos. A otros es que no les cabe
en ellos la mercancía y mucho menos sus humanidades agobiadas y dolientes, y se
la pasan afuera, a la intemperie, como si no fueran ellos sus dueños, y cuando
uno les pide algo, una goma de mascar, un cigarrillo, deben asomarse y sacarlos
por el hueco de la ventana como ladronzuelos de sí mismos.
Hasta esos mismos ciegos de armónica habrán
adivinado la existencia de los techos de zinc o lámina metálica que cubren un
retazo de ciertas aceras, como si alguien necesitara que ese espacio en
especial, por simple capricho, no se mojara con la lluvia ni se quemara con el
Sol. Ese techo, lo aprendieron a golpes, está sostenido por columnas del mismo
color que se clavan en el cemento. Han de saber que no están allí tan
gratuitamente, ya que en la ciudad casi nada está porque sí, todo tiene que
pagar caro su derecho de existir, empezando por las personas que la habitan.
Son esperaderos de buses. Algunos están siendo
dotados de sillas, porque son sitios hechos para esperar, aunque allí la gente
no debe durar mucho tiempo y no justifica la sentada. Con esas sillas puede
suceder que alguien se acomode y se entretenga viendo la tragicomedia humana, o
hasta se quede dormido sin darse cuenta cómo los buses que habrían de servirle
para llegar a su barrio siguen de largo. Total, a los conductores de los buses
hay que indicarles con una mano levantada como si en ella uno portara una
invisible banderita a cuadros de las que usan en la fórmula uno, que deseamos
-o más bien, requerimos- montarnos en su automotor. Es una simpática escena.
Estos techos, decíamos, cubren del agua que cae del cielo, pero no de la que te
salpican los autos que pasan raudos sobre los charcos.
Latas que indican destino y distancia, otras
que muestran dibujos con flechas, pedazos de rieles verticales que no sirven
para trenes sino para proteger fachadas; cajas grises como ataúdes verticales
que contienen tienen la maraña del cableado telefónico por el que algunos
operarios hacen visita conectando su teléfono portátil en cualquiera de ellos y
hasta esculturas que adornan o cuestionan. En fin, la idea es que la ciudad
está colmada de extraños artefactos cuyo sentido no es a veces tan obvio. Ese
sentido se lo damos los seres vestidos, los perros, los gallinazos y todo el
que la habita.
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crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, salderrio
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Arrieta, el
publicista rodante, no el cornudo
Cuando el Sol se pone
5 comments
1.
diego • 10 years ago
Estuve en Medellín a
comienzos de año por diez días. Aún no puedo expresar el sentimiento que tuve
al estar allí. Recorrí todo de la ciudad desde afuera hacia adentro. Fue una
experiencia muy muy conmovedora. Ver el río con las luces de navidad y la gente
y todo. Sentía que estaba en otro mundo. Cosa muy distinta a Lima, Perú. Espero
poder regresar muy pronto. Hasta estoy haciendo planes de poder vivir ahí. Una
ciudad muy moderna, con gente A1.
Felicitacions por tener una ciudad tan maravillosa!!!
Diego
2.
Frank
Parada • 10 years ago
John, muchas gracias por
los articulos que escribiste de mi padre, y se que lo recuerdas ya que veo su
foto en este articulo. gracias por todo
3.
Alejandro
Restrepo • 10
years ago
Solo se aceptan comentarios
positivos
4.
Blog • 8
years ago
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zildjian
crash • 7 years ago
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Arrieta,
el publicista rodante, no el cornudo
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06. Mar 2009
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No hacía dos minutos había dejado al profesor
Herrera en su Parque de Bolívar de Cartagena de Indias, cuando vi a Arrieta, en
el extremo de la Calle de las Damas.
O no, mejor dicho, cuando me topé de frente con
una cicla estrafalaria y ruidosa. Emergían de ella pregones, música, pitos.
Estaba decorada con numerosos objetos: dos banderas, la de Colombia y la de
Cartagena, una en cada manillar; bocinas; dos espejos retrovisores, uno de
éstos roto; calcomanías… Atrás, varios cajones: uno con la batería que hace
sonar tal escándalo, y dos más, con letreros de publicidad del almacén La
Surtidora. Predominaba el amarillo.
Luego fue que vi al hombre que pedaleaba.

Carlos Arrieta López
“¿Que quién soy? -Puso un pie en el suelo y
ningún ruido cesó-. Yo soy Arrieta. Carlos Arrieta López.
Y contó que aunque es matero, es decir, oriundo
de Mate, Bolívar, donde vio la luz del Sol hace 45 años, lleva tantos en
Cartagena, que se considera más de la bahía.
Le bajó volumen al pasacintas, en el que sonaba
la voz de un locutor enunciando la “moda fresca” demás bondades de La
Surtidora, mientras alrededor muchos turistas le obsequieban al binomio,
Arrieta y cicla, unas miradas de curiosidad. Hasta los vendedores de cucharones
y pulceras y aretes de cacho de toro y de carey, que lo han visto toda la vida,
día tras día, se detuvieron un momento a ver al pregonero. Había noche fresca,
gracias a los vientos Alicios que, según los transeúntes, se habían demorado en
llegar, pues suelen esperarlos para diciembre.
“El dos de noviembre pasado cumplí 26 años con
este negocio”.
De uno de los cajones traseros extrajo
fotografías. “Estos son mis hijos: Leima Isabel, Lizmila Isabel, Andy Ariel y
Alice Isabel. Ya una de ellas, Leima, me hizo abuelo”. En otra imagen estaba la
cicla, a la que él llama La Original o la 629, por el número de la placa que
luce adelante.
“¿Y por qué le cambiaste el color a La
Original? -Le pregunté-. En esta fotografía está roja y ahora es amarilla”.
“Sencillo. Porque en el momento de la
fotografía, que fue tomada el día del aniversario, el Día de los Muertos,
estaba anunciando un negocio que tiene emblemas rojos. En cambio, La Surtidora
es amarilla”.
Arrieta le da la vuelta a Cartagena todos los
días. Se detiene en el centro, va por los barrios y veredas sin pereza. No lo
detiene el Sol ni la lluvia. Y a puro pedal es capaz de llegar a poblaciones
como Payunca, Mate, Malagana y Palenque de San Basilio, si a sí lo piden sus
clientes.

Publicidad sobre ruedas
Sigue el pregonero en su cicla y vuelvo a
pensar en las historias del profesor Federico Herrera. En las dos que alcanzó a
contarme.
Una, la de otro Arrieta, vaya coincidencia.
Alonso Álvarez de Arrieta. Era un español que llegó a Cartagena de Indias
decepcionado por que su mujer, Antonia de Trillo, le era infiel. Nada más ni
nada menos que la muy bribona se iba a “trillar” con el poeta Lope de Vega.
El cornudo compró una casa precisamente allí,
en la Calle de las Damas, y encontró consuelo con religiosos y, por esto,
dejó sus bienes “a capellanías y obras pías”. La lápida más hermosa del templo
de Santo Domingo es la de Alonso Álvarez de Arrieta.
Y la otra historia me la contó en la propia
Plaza de Bolívar, parados junto a un buzón que fue instalado en 1920, en
gobierno de Marco Fidel Suárez.
Funcionó muy poco tiempo y, después de esto, un
hombre seguía depositando en él sus cartas de amor a una mujer residente en
Europa. Él murió pensando que ella no quería responderle. Ella, que él la había
olvidado para siempre.
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Cartagena de Indias, crónica, crónica urbana, economía informal,john saldarriaga, salderrio
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Pero, ¿para qué
sirve un paraguas?
Cosas de ciudad
2 comments
1.
Diego
González • 10
years ago
“Pulseras”, “vientos
alisios”
Medellín
tiene quien le cante
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21. Abr 2009
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La ciudad tiene quien le cante. Muchos son los
hombres y las mujeres que no portan maletín de comerciante, sino guitarras,
liras, acordeones, tiples, guacharacas de aquí para allá, llevando cantos y
acordes a todos los rincones. Si no fuera por el instrumento que llevan delante
de su humanidad, se diría que son indigentes, pero aquél les brinda su gracia y
ellos se abrazan a él como si fuera -y en efecto lo es- el escudo para
defenderse de ese mundo cruel del que son incomprendidos, que no les entiende
su arte y que, al parecer, quisiera ignorarlos.
Empujados tal vez por un talento indisciplinado
que no les permitió beber mieles de grandezas o, simplemente, por la crisis
económica, se les ve establecerse en sitios que consideran estratégicos para
desarrollar su actividad, cerca de multitudes de trabajadores, estudiantes y
vagos que caminan en mil direcciones por calles y aceras como ejércitos de
sonámbulos, que callan y vociferan por momentos, que son capaces de oír y
prestan oídos a los sonidos de la urbe o que permanecen sordos ante ellos.
El Pasaje Colombia, entre Junín y el Parque de Berrío, es uno de esos espacios
escogidos por los serenateros marginales. En la acera del almacén Fantini, el
Trío Añoranzas, dirigido por José Álvarez, entona canciones viejas ante un
auditorio que se renueva cada minuto. Su voz nasal, que parece la fortaleza del
trío, especialmente para las piezas de carrilera y guasca, se superpone sobre
la de sus acompañantes, quienes portan guitarras de Bucaramanga. Canta.
Adiós casita blanca…
adiós mi dulce tierra…
Y yo tan triste y solo
voy con la cruz cargado…
-Mi nombre es José y soy el director del grupo.
El hombre, enfundado en pantalones y saco
cafés, raídos y torcidos, es amable. Sus ojos no miran; sólo se dirigen hacia
el lugar que ocupa, al parecer, su interlocutor; al sitio de donde procede la
voz que le habla. Sus ojos no tienen pupilas; son sólo unos globos gelatinosos,
acuosos, de un color entre blanco y tabaco. La esquina del Banco Popular,
adornada con una escultura del maestro Rodrigo Arenas en la que se ven caballos
volando, está a pocos pasos y contribuye a ese caos vital con los pregones de
vendedores de morrales para útiles escolares, las nuevas Reformas Tributaria y
Pensional. Son voces recias de hombres y mujeres que levantan sus brazos para
mostrar a los peatones esos grotescos objetos que anuncian. Es el cruce de
Colombia con Palacé, de modo que son continuos los pitos de los taxistas que
quieren abrirse paso a codazos, los frenos de aire de buses que resoplan como
caballos exhaustos. Y, lo más singular, la voz terrosa de don Pedrito, el
primer pregonero de buses de Medellín y que, como un arrullo, canta: “Por la
Terminal de los transportes… Súbanse, que ya nos vamos… ¡De salida!” José sigue
hablando:
-La agrupación tiene más de quince años. Yo
diría que veinte. Le cuento que ahora estoy haciendo estudios en acordeón…
¡profesional, claro! –hace una pausa, agacha la cabeza, acaricia su guitarra,
por cuyo oído se lee el nombre del fabricante que hace también de marca, en
letras laboriosas: Gerardo Arbeláez.
José Álvarez es santarrosano. Vino a Medellín
hace cosa de veinte años y de inmediato comenzó a cantarle a sus gentes a
cambio de unas monedas que manos dejan caer en una dulcera plástica, la cual
yace entre sus zapatos deslustrados y produce ruido con cada contribución. Este
ruido debe servir para enterar de cada una de éstas al hombre que no necesita ojos.
Al poco tiempo de su traslado de ese pueblo frío que más bien es una fábrica de
curas, y a base de canciones, conoció e ilusionó a esa mujer que ahora canta
con él.
-María. María Serna –resulta tan obvio: María,
al lado de José, pegados de unos maderos sonoros. Aunque tienen una hija que se
llama Marina y se tiró en mis coincidencias bíblicas-. Yo nací más bien lejitos
de aquí: en Florencia. Al principio, yo no sabía tocar ningún instrumento;
entonces, cantaba solamente. Después fue que aprendí a tocar la guitarra y
desde eso toco y canto.
Un cisne más blanco
que un copo de nieve
en un tibio lago
tenía su mansión.
Hernan Díaz los observa con deleite. Coronado de sombrero aguadeño, está
sentado con los pies cruzados, en una jardinera del Pasaje. Su visión es
interrumpida por decenas de peatones y peatonas, unas de éstas con sus piernas
desnudas, algunos de aquéllos con su andar raudo, casi todos con sus miradas
curiosas hacia el lugar donde los músicos inundan el aire con sus sonidos
agudos. Es ganadero de Concordia, pero suele sentarse aquí de día en día, a
escuchar al Trío Añoranzas. Hasta les ha traído cintas magnetofónicas de
canciones de la cultura cafetera para que las aprendan e incluyan en su
repertorio. También, de cuando en cuando, echa monedas en la dulcera.
A las once de la mañana llega el tercer
integrante del grupo, José Iván Gutiérrez. Su figura desgarbada se ve
acercarse, de Junín hacia abajo, detrás de un bastón que le llega al cuello,
elaborado con un palo de escoba cuyo extremo superior está protegido con una
tapa de pata de mesa como si fuera un dedal. Viste un buzo de lana con cuello
de tortuga. Toma café mientras camina. Silenciosa y lentamente, como si
quisiera pasar desapercibido en la canción del cisne, el recién llegado da la
vuelta a los músicos y, también sin prisa, desenfunda el instrumento, descarga
el basito vacío, espera. Tiene todo el tiempo que hay. En la próxima canción,
se integrará. Después del mediodía, según cuentas, van a almorzar.
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artistas callejeros, crónica, crónica urbana, john saldarriaga,Medellín, salderrio
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Un milagroso
indulto de papel
Los pregones de don Pedrito
3 comments
1.
Juan
Fernando Subero • 10
years ago
Que buena historia… es la
voz de los olvidados… de los despreciados…
La vos de los sin voz…
Necesitamos mas historias
de esas para acordarnos de una realidad que nos enreda y de un mundo que nos
hace cerrar los ojos ante lo que pasa a nuestro alrededor para solo ver y
recordar lo “bueno”… lo que nos agrada o lo que los medios nos quieren vender
como nuestra nueva realidad.
Felicitaciones !!!
2.
Juan
Fernando Subero • 10
years ago
Perdon por una voz que se
me fue como “vos”
3.
Felipe • 9 years ago
Hace un ano que no voy a
Colombia y la mayor parte de su historia la vivi cuando estuve la ultima ver
alla. Es bien agradable ver que alguien tiene la sensibilidad de apreciar las
buenas cosas de su propia ciudad.
Un
milagroso indulto de papel
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5. Abr 2009
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Uno diría que los libros condenados a muerte o
a la no existencia sí tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra.

No todos. Ni siquiera la mayor parte de ellos.
Pero sí, al menos, algunos que, antes de llegar a los molinos de la
destrucción, donde son picados en miríadas de pedacitos para, tras un proceso
de reencarnación, hacer más papel; algunos que antes de ser despojados de sus
vestiduras, es decir, las pastas, para volver desnudos a la transformación,
caen en las manos de recuperadores de deshechos que intuyen en ellos un valor y
los salvan del final para llevarlos donde unas personas como Miguel Ángel
Espinosa, un tipo que los acoge en su vida, en la vida, nuevamente, y les da
esa segunda oportunidad de seguir siendo libro.
Si bien Espinosa es un ser de cuellos
inmaculados y manos limpias y no es quien retira los volúmenes de las garras de
la muerte, es quien está detrás, invisible, de esas mujeres y esos hombres que
van por las calles y avenidas de la ciudad, sin importar el contacto con el
mugre y ensuciarse, palpando las bolsas de basura con el fin de recuperar lo
útil de lo inútil y, en su camino llegan a encontrar esos textos. Libros de
abuelas o de padres que ahora los hijos creen que no son dignos de ocupar el
breve espacio de un apartamento, ni siquiera el que queda tras instalar un
teatro en casa. Y los arrojan a la bolsa de desperdicios, muchas veces al mismo
purgatorio del papel higiénico y las cáscaras de papas.
Detrás está Miguel Ángel. Y ahí, detrás quiere
mantenerse. Ahora le ha dado porque no puede salir en las fotografías que
ilustran esta nota, pues no quiere restarle protagonismo a los “recicladores” y
a los mismos libros.
En este momento debe estar lamentando que su
nombre aparezca antes de mencionar un Quijote; una cartilla de Alegría de leer,
un ejemplar de la revista El Montañés, en la que publicó Tomás Carrasquilla
algunas piezas, o el mismo Índice de los libros prohibidos, revisado y
publicado por orden de Su Santidad el Papa Pío XI.
Y no solo libros. Él ha conseguido objetos que
dan cuenta del modo de vida de otras épocas. Como tarjetas de Navidad de hace
casi cien años, diseñadas de tal manera que sus paisajes de pinos se despliegan
como las ilustraciones de los libros animados; diplomas de estudios;
fotografías de estudiantes, y hasta artesanías: tiene una bonita colección de
lectores.
Y como un curador de museo, selecciona y agrupa materiales según un tema, como
decir, la moda femenina en los años veintes o la literatura infantil de 1.900,
y los exhibe en colegios públicos y privados acompañados por charlas que él
mismo dicta.

Hace unos días hizo una exposición sobre el
autor de La Marquesa de Yolombó, de la cual Sofía Restrepo, una chica de
undécimo grado del colegio de las Bethlemitas dijo: “me pareció realmente
fascinante. Me ayudó a ver la lectura de una forma diferente, de una forma más
amena, didáctica, divertida y genial”.
“Quiero entablar relaciones con un muchacho que conozco por referencias. Es
moreno claro, alto, bien parecido, que trabaja en el Edificio Henry y cuyo
nombre es Ignacio.
”Yo soy alta, rubia y de ojos verdes, tengo 22
años.
”Según me han contado, usted como que no ha tenido hasta ahora ningún amor
verdadero y quiero ser yo la que llene por entero su corazón.
”Sea negativa o afirmativa conteste a…
Ilusionada”.
Ésta es una carta escrita en la cara interior
de la pasta de un libro de principios de siglo pasado. ¿Sería que la remitente
tenía la costumbre de enviar cartas en libros para, de este modo, hacer dos
regalos en uno?
Miguel Ángel Espinosa está preparando un libro
de libros. Se llamará Antioquia visión de una época. Buscó a escritores,
conocido unos, otros no tanto, para que comentaran textos recuperados de la
basura, correspondientes a más de un siglo de lecturas en Medellín y Antioquia.
Héctor Abad Faciolince comentó La alegría de
leer; Darío Ruiz Gómez, Lectura progresiva; Jorge Alberto Naranjo, sobre Tomás Carrasquilla…
Suman 130 comentarios. Y si bien le costó
trabajo y suelas de zapato ir en busca de uno y otro autor, de cada uno de los
cuales obtuvo también la firma que autoriza la publicación de sus palabras, le
ha costado más conseguir recursos para editarlo. Pero él no desmaya en su
intento y sabe que si los libros que ha ayudado a recuperar de la basura
recibieron el milagro, el que ahora prepara, también lo obtendrá. Todo es
cuestión de fe.
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Ciudad, crónica, crónica urbana, john saldarriaga, libros viejos,Medellín, reciclaje, salderrio
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El copito de
nieve vino del sur
Medellín tiene quien le cante
8 comments
1.
MARTHA
CATAÑO • 10 years ago
Se me aguaron los ojos al
ver la portada de COQUITO, yo a prendi a leer con ese libro. que bonito que
haya alguien recuperando libros como ese. Estoy segura que cuando publique su
Libro de Libros, tendrá exito rotundo.
Atte,
Martha Cataño
Periodista / Productora / Locutora
2.
oscar
sepulveda • 10
years ago
Me hiciste volver a mi
ninez, hace 37 anos aprendi a leer con el libro coquito( mi mama me ama,mi mama
me mima)cuando no existia el celular,la computadora que tiempos tan bellos
esos, muy buen reportage siga adelante, saludos desde Land o LAKES, FL, Usa.
Atte: Oscar Sepulveda
3.
flor
de lis • 9 years ago
Que maravilla. Esos libros
que nos ensenaron cosas tan dificiles como aprender a leer. El libro de civica;
la urabanidad de Carreno; el catecismo del padre Astete; el libro de ciencias;
el herbario que haciamos con hojitas de los arboles y las flores de las plantas
de la abuela(al escondido, por supuesto).Gracias Miguel Angel por recuperar
esos tesoros. Desde muy lejos un saludo para usted.
4.
Best escorts in
Toronto • 7
years ago
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5.
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6.
paktofonika • 7 years ago
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dodge
challenger • 7
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8.
Danilo • 3 years ago
Como dirían los
comentaristas anteriores, que bellos recuerdos me trae volver a ver el libro
Coquito, en el aprendí a leer recuerdo mi escuela, mis maestras mis compañeros
de infancia que hoy la mayoría han emigrado y otros han fallecidos, la niñes es
lo mas bello que puede tener un ser humanos, los años han pasado y los
recuerdos aun los mantengo vivos. saludos desde Managua, Nicaragua.
El
copito de nieve vino del sur
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01. Abr 2009
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¿Qué hay de mágico en el copito de nieve? ¿Será
su simpática forma de cono de colores? ¿Será su aspecto que recuerda la nieve?
Ni siquiera Ómar Díaz Bañol, el cartagueño que trajo a Medellín el primer
carrito de la golosina, sabe responder estas preguntas.
Ómar lleva más de 40 años viviendo de la sed de
los demás. De hacerle barra al Sol, diariamente, para que sus rayos no se dejen
derrotar por las nubes y, sobre todo, por el frío. Porque él es el dueño del
frío, él tiene la nieve en sus manos o, mejor, en su cucurucho blanco.
Los niños del Parque Norte, en cuya plazoleta
frontal suele establecerse, y de los colegios cercanos que pasan al medio día
en su camino hacia la casa, cansados de tiza y pupitre, lo llaman a él Copito,
pero la verdad, él es un tipo cálido. Tímido, pero cálido.
Cuando conoció las máquinas de “raspado”,
desdeñó el azadón, que sin duda estaba marcado en su destino desde muchos años
antes de que naciera: sus mayores, terminando por su papá, fueron agricultores.
Era 1964. Tenía 21 años al momento de aparecer
en su senda Roberto Díaz, un ecuatoriano que tenía las únicas máquinas
picahieleras de fabricación china en las zonas calientes del Valle del Cauca. Y
se enroló a trabajar con él. Empujó un carrito, recorriendo la Sultana.
Un día tuvo que ir al taller de mecánica para
que le arreglaran una rueda. Y allá, los mecánicos tenían una máquina igual. Se
la ofrecieron, la compró y mandó hacer el carrito para empotrarla. No lo pensó:
de una vez renunció a trabajar con el ecuatoriano.
-¿Y dónde conseguiste una máquina igual,
sabiendo que son tan escasas? –fue lo que intrigó al patrón, más que la
renuncia misma.
-En el taller.
Y quien había sido trabajador durante unos dos
años, se convirtió en competencia de aquel pionero.

“Me iba tan bien en ese tiempo, que un día un
tipo vendedor de helados, en un parque de Cali, me sacó machete: ‘¡te vas de
aquí ya mismo!’ Los demás vendedores le decían: ‘¡dejalo que venda, no seas
envidioso!’ Y terminó por irse de allí”.
En breve se hizo a otras dos máquinas rodantes
y se las mandó a su papá, todavía residente en Cartago, para que trabajara
empujando el carro del frío, “porque usted sabe, la vida del campo es muy
dura…”
Su papá, Nicolás Bañol, un riosucieño que no
tardó en salir de su tierra natal para trasladarse al pueblo del norte de Valle
a trabajar en un sembrado de caña de azúcar, le recibió de buena gana los
carritos. Salió empujando uno y dio en alquiler el otro a un hombre de la zona.
Pero estuvo de malas. El tipo ese se lo robó.
Bañol puso la denuncia y a los días, el carro apareció en La Virginia.
Fue por ese tiempo que Ómar se vino a Medellín,
trayendo consigo dos carros de copito de nieve: el propio y el del incidente,
el cual le devolvió su padre.
A Medellín llegó con su esposa, Rosalba
Restrepo. Vivieron en el basurero de Morabia, pero ninguno de los dos se dedicó
jamás a escarbar la colina humeante en procura de recuperar materiales
servibles. Sólo al copito de nieve, del que no había en la ciudad más carritos
que los suyos. Era tan buena la venta, que en poco tiempo tuvo una flotilla de
ocho puestos rodantes.

Ómar Díaz vende copito de nieve (Fotos
Donaldo Zuluaga)
Ahora vive en Vallejuelos. Su vecindario se
perfuma de olores dulces todos los sábados cuando Díaz Bañol enciende el fogón
y hierve las mieles de mora, cola y limón para toda la semana.
Y con fe en José Gregorio Hernández -a quien
llama san Gregorio-, sale todos los días a vender el dulce frío.
“A punta de raspado he sacado adelante cinco
hijos -reflexiona-. La mujer nunca ha tenido que trabajar. Es verdad que ya no
vendo tanto como al principio y que tengo un solo carrito, pero es que ahora
años ganaba por la novedad”.
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crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, salderrio,trabajo informal, vendedores ambulantes
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Cuando el Sol se
pone
Un milagroso indulto de papel
3 comments
1.
ESTEBAN
POSADA DUQUE • 10
years ago
…..copito…RASPAO….¡ que
empalague ! tan delicioso…..ah…y con la cásica…..L E C H E R A….mmm…mmm….que
delicia…y al pié…del mar…no SE PIDA MÁS…y ni se hable de la hermosura de la
máquina….con su arco iris….irradiante de colores.
2.
Sebastián
Gámez • 9 years ago
Buenas, soy profesor de la
U. Javeriana y la U. Tadeo. Les escribo, pues me veo en el deber de mencionar
que un grupo de estudiantes ha usado su artículo para un trabajo de mi clase.
Pueden ver el artículo plagiado en:
Saludos,
Sebastián Gámez
3.
Georgine Potocki • 6 years ago
I like this blog very much
so much great info .
Los
pregones de don Pedrito
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02. Jun 2009
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General
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(El viejo pregonero de buses se comprometió a
verse conmigo el viernes a las ocho. Se apresuró a decir, con su voz terrosa:
-Listo, don Pedrito, el viernes. ¿Y va a tomarme fotos? Vendré pintoso. Pero
déme hoy una moneda y otra el viernes… -Si canta hoy un pregón y otro el
viernes).

Ilustración: Esteban París
Cuando salí de prisión -por pagar un crimen que no cometí; eso que quede bien
claro- me di cuenta de que ya me había cogido la noche. Era 1981 y nadie me
daba trabajo por mi edad -como si la que fuera a trabajar fuera la cédula y no
yo, con mis dos manos y mi entendimiento- y por haber estado en la Gorgona. ¡Es
que la Gorgona era cosa seria! Y quedaba uno más marcado que el ganado fino.
¿Que si había muchos tiburones, como mantienen diciendo por ahí? Pues tal vez
en el mar. Esas bestias están en el océano y yo estaba muy en el interior de la
isla, de modo que no los veía nunca. Me tocaba limpiar la oficina del
subdirector. Ahí fui pagando una pena que de 20 años convertí en 13 por mi
trabajo y mi buen comportamiento, don Pedrito.
Entonces al verme libre pero viejo, ese primero
de junio el Sol me encandiló y tuve que inventar el trabajo de pregonero. Fui
tal vez el primero de Medellín. Al menos yo no conocía otro. En cambio hoy son
muchos los que pregonan, pero no con mi estilo, cantaíto:
“Los amantes a la literatura, pilas pa´ si está
su poema favorito o me pregunte por el autor. Estos son los títulos: La gran
miseria humana; Efraín y María; El brindis del bohemio; Flor de fango; El
dolor; El tren expreso; Anarcos, por el maestro Guillermo Valencia; El elogio de
la mujer; La Magdalena; El arte, ¿cuál? Los claveles rojos; Cielo del amor;
Joselito en su gloria; Romance de Marianita Pineda; El milagro pequeño; En la
calle; Madre; ¿Por qué se mató Silva?; Erótica; En el calor; Gotas de ajenjo;
La ramera; Los tres cantos; Poesía para la madre; Poesías gauchas; Para algo
fuiste a la escuela (uffff); Proceso amoroso; Canción de la vida profunda; El
Cristo de la quebrada; Para mí todas son madres; Toíto te lo consiento;
Alavanzas de la Revolución Chilena; Vida, pasión y muerte de Ernesto el Che
Guevara; Lo que me dijo un esqueleto, por Julio Flórez; Reír llorando; La
casada infiel, por el poeta gitano Federico García Lorca… y ahí vamos. Tenía
que anunciar todos estos títulos y otros más en una retahíla que duraba más de tres
minutos, así como los acabé de decir, en una velocidad endiablada si quería que
los transeúntes de las esquinas de Medellín alcanzaran a escuchar la amplia
gama de libros que tenía. Después fue que descontinuaron esos libros, yo no sé
por qué, y debí inventar este oficio de pregonar cantando las rutas de los
buses en los cuadraderos.
Comencé con los de Envigado. Recuerdo aún: “por
El Doradooo-La Paaaaaaaaaz, súbanse, que ya nos vamos. ¡De salida!”. Y ponía
así la mano, como una vocina, para que el canto se oyera lejos en esa Plazuela
Uribe Uribe, cuando allí vendían libritos en kioscos de lata. Y a los choferes
no les molestó. Hoy anuncio los de la Terminal Norte debajo de la estatua en la
que el libertador parece que fuera a salir volando en su Palomo desde esta
esquina del Parque de Berrío. “Suban todos al bus de la Terminaaaaal de los
Transporteeees… Ya nos vamos. Por la Terminaaaaal de los Transporteeeees… ¡De
huido!”.
Yo nací en Liborina en 1931 y aunque me llamo
Miguel Ángel Rivera Vásquez, nadie me llama por ese nombre de artista. Me dicen
don Pedrito, Lorenzo o Timoteo… mejor dicho, de todo menos Miguel Ángel. Lo
entiendo: es porque yo a todos los hombres les digo don Pedrito y a las
mujeres, madrecita.
De mozo estuve en Pitalito, Huila, donde trabajé
en un negocio de mercancías, como pregonero. ¿Grabadoras, calculadoras? No, don
Pedrito, cuando eso no habían esas cosas. Ja. Era un almacen de vestiditos de
mujer, pantalones de hombre, ropa interior… “Lo que usted escoja, lo que usted
seleccione, aquí en su almacén El Punto, en Pitalito, Huila” y así me la
pasaba. ¿Dueño? Si yo hubiera sido el dueño de ese almacén hubiera dao golpe de
estao. Ja.
Estuve casao y todo con una paisa, pero todo
eso se acabó cuando me fui para la islita.
Vivo solo. Comienzo mis pregones tardecito
porque me duelen los pies por la mañana. Soy juicioso, don Pedrito. La moneda
que me dan la uso en mi comidita y en pagar la piecita.
¡Tres mil quinientos del alma! sí, señor.
Duermo en un hostal, en el Hueco. Es lo que se llama un hotelito de mala
muerte. Allí van lustrabotas, limosneros, indios -tanto de los ecuatorianos que
venden ropita y trapitos por el pasaje Coltejer, como los que se vinieron de
Andes a pedir limosna, don Timoteito-.
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crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, pregonero,salderrio
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Medellín tiene
quien le cante
El deporte de los mudos
6 comments
1.
juan
fernando • 10
years ago
que buena historia.
hace rato no me sentía a
gusto leyendo una historia de aquel pregonador
felicidades señor
periodista
2.
karina
ortiz • 10 years ago
quiero saber que son los
pregones para un trabajo
3.
Efrain
Romero Zapata • 10
years ago
Estas son las anecdotas que
los políticos de turno no leen, que nos pueden sensibilizar y que nos dan a
conocer la verdadera ciudad en que vivimos.
4.
Jorge • 10 years ago
Muy buen recuerdo de la
vida de un hombre. Aunque le falta un final. El escrito queda inconcluso. No
tiene sentido haber leido todo eso para no terminar en nada, es mi opinion.
Gracias
5.
joel
flores iko • 9
years ago
putos perros
6.
fatima • 6
years ago
Esta muy bien quiero saber
algo
Que es un pregonero
Un
jardín de noche
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21. Jul 2009
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Pasó la media noche. Ya es madrugada de sábado.
Hace frío y llueve por momentos. No ha llegado el Apolo 11 y ya en el
parqueadero de La Placita de Flórez, lo mismo que en los andenes de la carrera
39 y en la acera de la calle 50, hay movimiento de campesinos.
Son algunas personas que llegan de Santa
Elena todos los días desde las siete de la noche y ocupan sitios –siempre los
mismos- en los cuales descargan flores y frutos. Cartuchos, siemprevivas,
ásters, botones de oro; mostaza, papas criollas, cebolla, cilantro y fríjol,
mucho fríjol. Y permanecen hasta las ocho de la mañana, cuando expira el
permiso para estar ahí.
Los fines de semana hay más concurrencia de
vendedores… y de clientes.
Después de la una y media de la madrugada,
cuando aterriza el Apolo 11, un bus de escalera que comenzó su labor en tiempos
en que un homónimo suyo más célebre llegó a la Luna, y algunos camiones
procedentes de ese corregimiento comienzan a llegar, es que ese lugar se
convierte en un hervidero.
Ni la llovizna pertinaz impide la acción. Un movimiento de hombres y mujeres
cargan y descargan líos de flores, cajas y bultos. Como a esa hora no son
muchos los clientes, y los que hay son, en su mayoría, compañeros que tratan de
conseguir los productos de que carecen para ajustar su surtido, a muchos se les
ve desgranando fríjoles.
En la acera de enfrente, entre flores y frutos,
hay una mujer sentada sobre un cerro de mostaza y flores: es Eloísa Amariles.
Recuesta su espalda y su cabeza en el muro de una puerta cerrada. Duerme. Esta
octogenaria no tiene prisa. Se sumerge en su sueño y se olvida por momentos de
sus paisanos que van y vienen, vociferan y ríen. Llega en uno de esos camiones
con su carga, que ella misma cultiva en la vereda Barro Blanco, porque más
tarde es difícil encontrar un transporte que la lleve a su destino, el
Cementerio San Pedro, donde hace décadas tiene su puesto de flores, al cual
acostumbra llegar a las seis de la mañana.
Apenas iluminada por la luz de las lámparas
públicas, como en un sueño, lentamente se aproxima Carmen Grisales. Carmelita.
Se cubre con un paraguas grande y colorido. Ríe. Tiene una rutina parecida.
Vende arepas y flores y verduras en el atrio de la iglesia de Nuestra Señora de
Fátima. Se acerca a conversar con su amiga. Carmelita no sabe su propia edad.
Aparentemente es coetánea de Eloísa, pero nunca le ha prestado atención a ese
tema.

“Si alguno necesita saber sobre mí, mis datos
están en la iglesia del Sagrado Corazón: allá me bautizaron, allá me
confirmaron y allá me casé”.
Sólo tiene claro que desde que era una niña
“era berriondita”. Y acompañaba a su mamá a esta misma rutina de madrugadas en
plazas de mercado. Eloísa abre los ojos un momento, sonríe y vuelve a dormir.
“Mis hijas me dicen: ‘¡mamá, usted no se puede
quedar quieta!’ Pero es que a mí no me da pena que me vean con un costal de
musgo o bregando con un azadón”. Dice Carmelita y sigue andando y saludando a
sus paisanos.
Y “berrionditos” también parecen muchos niños
que madrugan los fines de semana con sus padres a vender allí. “Atraídos por la
plata”, dice la mamá de dos de ellos, cubierta con paraguas y sentada junto a
sus flores, en el parqueadero.
Algunas personas se tapan la cabeza con una
bolsa plástica. Otras cubren sus hombros con un costal de fique atado por el
cuello. Muchas más toman café en el kiosco Mekatos El Mexicano, situado en el
parquedero, cuyas luces y música de despecho atraen como un fogoncito. Una de
esas personas es Pablo Emilio Soto, quien llegó desde la noche anterior con un
lío grande de siemprevivas, el cual a esta hora, casi las tres de la madrugada,
ya va por la mitad.

Cuando escampa, nadie se quita sus bolsas ni
sus costales de encima. Saben que en cualquier momento volverá a llover.
A las cuatro prende motores el Apolo 11. Como
otros autos -camiones y automóviles- sigue su camino hasta los sitios de
destino de algunos comerciantes: la Plaza de la América, Manrique. Y comienzan
a llegar algunos clientes a hacer mercado.
“Hace treinta años que vengo a comprar aquí
todos los sábados a esta hora. Los precios son más favorables y las verduras,
más frescas. Vivo en La Mansión y me vengo a pie, sin pereza”. Olga carga un
cesto de colores. Va de un puesto a otro. Ella misma escoge los productos y los
entrega al vendedor para que los pese”.
Muy deportivo, con sudadera y camiseta de
algodón, Edgar Duque llega a las cinco. Debe comprar flores para su madre, su
hermana y su esposa. Y a pesar de que vive en La América, en cuya plaza de
mercado tienen venta algunos de los campesinos que él mismo ve a esta hora
salir en autos repletos de flores y frutos, prefiere llegar hasta la Placita de
Flórez, “porque aquí hay más variedad”.
Amanece. Escampa. La temperatura sube
rápidamente. Todo indica que habrá un día azul. Las aceras de la carrera 39
quedan libres de esos fardos y cajones de frutas y de tantos atados de flores.
Sólo el parqueadero de la Plaza queda lleno de los colores del campo.
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Ciudad, Crónica de ciudad, john saldarriaga, Medellín, noche,salderrio
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El deporte de
los mudos
El Apolo 11 viaja en Luna menguante
7 comments
1.
Ruby
maria • 9 years ago
felicitaciones al
Colombiano por tener tan excelente periodista
El
deporte de los mudos
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03. Jul 2009
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José Jairo
López había pasado inquieto toda la tarde. No se concentró en las partidas de
ajedrez que jugó, algunas de ellas contra los jugadores más “marranos” que
suelen arrimar de tarde en tarde a disputar y a patearse una que otra partida,
sentados en una jardinera en cuyo centro, la cabeza de piedra de Marceliano
Vélez parece rabiar.
Foto
Manuel Saldarriaga
Una
partida la perdió sólo por hablar. Se arrimó un hombre a preguntarle no sé que
cosas y Jairo prefirió conversarle al extraño, sin percatarse de que su rey
blanco estaba siendo asechado por una torre, un alfil, dos caballos y dos
peones enemigos. Creyó que sólo iban por su dama y se entretuvo defendiéndola
de los enviones disuasivos del oponente. La protegió ubicándola detrás de uno
de los dos curas gordos, los alfiles, y con dos peones zonzos, aperezados,
buenos para nada. Y para colmo, dejó menguar demasiado rápido sus huestes. No
calculó. La salida había sido buena. Tras el consabido avance doble de su peón
central, logró poblar en breve el tablado con su artillería, adelantó
rápidamente sus piezas principales y como estaba distraído, fue cayendo lentamente
en la trampa que le tendiera el otro estratega. Fueron pasando los minutos y la
mente de Jairo fue a pensar en otras guerras, las de su vida cotidiana.
Estaba
triste porque su niña, Cindy Yasmín, una adolescente de catorce años y que
cursa noveno en el Externado Patria, había sufrido, dos días antes, un atentado
terrible. Alguien había esparcido algunos gases tóxicos con atomizador en las
caras de los compañeros y la chica, así como otros quince alumnos, sufrió
trastornos físicos que se evidenciaron en inflamación de la cara y problemas
para respirar. También tuvo fiebre.
¿Un
accidente? No, señor. ¿Una broma? Jamás. Eso fue un intento de homicidio
colectivo. No podía tratarse de otra cosa. Una broma hubiera sido derramar, en
el laboratorio o en el salón de clases algún líquido o gas de olor nauseabundo,
muy común entre los jóvenes, para intentar con ello boicotear las clases. Era
la idea recurrente que rondaba por su mente, mientras su mano pensaba por su
cerebro los movimientos de esas fichas fabricadas en madera de nazareno -todas
menos la dama negra, que era de cedro-.
Por
fortuna, la suerte o Dios o la Naturaleza o una simple compensación por sus
acostumbrados buenos pasos o vaya uno a saber qué, permitió que ella viviera,
para su bien; al fin de cuentas, la chica, así como la mayor de sus hijas, Yuly
Patricia, era su dama. Por ellas trabajaba como un peón en ese oficio de
lustrabotas, al que había llegado hace unos tres años, cuando se acabó el
trabajo de la construcción, en el que se había desempeñado siempre.
De un
momento a otro, la voz de su oponente se dejó escuchar:
-¡Jaque!
Pero en
realidad debió haber dicho: “jaque mate”. Al fin de cuentas, su rey estaba
arrinconado, vencido, a merced de una torre amenazante a sólo tres cuadritos,
un peón atrevido y un alfil a considerable distancia, pero en línea.
-¡Ah, sí!
-dijo Jairo cuando su mente y sus ojos se percataron de lo inevitable- Pensé
que todos esos movimiento era para llevarse la dama.

Foto
Manuel Saldarriaga
Ambos
hombres volvieron a organizar las fichas, como para otra partida, pero no la
jugaron. Jairo se dirigió a la banca cercana donde lo esperaba su cajón de
embetunar, en forma de autobús, que él mismo fabricó porque también sabe de
carpintería.
Jairo fue
el que despertó la afición por el juego del ajedrez en la Plazuela San Ignacio,
cuando llegó a ocupar su espacio hace casi diez años. Inquirió entre los
habitantes habituales del sector -vendedores de libros y revistas; Jerónimo, el
artesano peruano; los otros embetunadores; los vendedores de café, entre ellos
al Calidoso, el mismo que terminó por apodarlo Kasparov; el frutero…- y sólo
uno de ellos, el gordo Gilberto, el de las frutas, le dio una esperanzadora
respuesta:
-Yo sé
mover las fichas…
-Me sirve
-recuerda Jairo que le respondió entonces-
Y al día
siguiente se apareció con el juego bajo el brazo. El mismo que no volvió a
llevar a la casa, porque consiguió que se lo guardaran en una panadería. Y los
demás se acercaban a mirar a estos hombres pasar el rato jugando el juego del ajedrez.
Al principio, Jairo abandonaba su banca de embetunar, que ya había engalanado
con un cojín para evitar la dureza y la frialdad del cemento, y desde la
distancia estaba ojo a visor por si llegaba un cliente. Pero consciente de que
de este modo abandonaba demasiado el puesto, porque ¿cuántas personas, con
intención de lustrarse los zapatos, no pasarían de largo al ver que el pequeño
bus estaba solo?, trasladó el tablero para la jardinera de Marceliano Vélez,
justo detrás de su banca.
Y los
demás habitantes hacían corrillo a las partidas, muchas de las cuales quedaban
truncas o eran seguidas por otro cualquiera, pues primero estaba el trabajo.
Un año más
tarde, le regalaron otro tablero. En acrílico y con marco metálico. Y mantenía
listos los dos tableros para que quienes quisieran, conocidos o desconocidos,
se sentaran a jugar el juego de los mudos, como él mismo le llama. Y después
fue Jaime Calderón, el librero que tiene su puesto al lado del peruano en la
fachada de la casa cural, y Fáber el Corbata y otros que se fueron sumando al
pasatiempo. Y desde entonces ha sido común ver a los ajedrecistas en su juego
apacible todas las tardes, especialmente los viernes, en que se quedan hasta
las diez u once de la noche. El peruano, que no juega, los ha visto a esas
horas cuando va de regreso a su casa en Niquitao.
-Y hasta
se han detenido aquí grandes tableros. Maestros incluso, a jugarse una
partidita con nosotros.
Y la fama
de los ajedrecistas de San Antonio fue creciendo. Con decir que el párroco de
San Ignacio buscó a Jairo un día para regalarle un juego de lujo: en un tablero
metálico, la guerra se desenvuelve entre indios y españoles. Las fichas negras
tienen en la corona al cacique y su dama, defendidos por guerreros de torso
desnudo, armados con arcos y flechas. En el bando español, Isabel y Fernando
intentan repetir la historia de hace quinientos años, con unas huestes dotadas
de artillería.
… Y hace
años se apareció ese señor de La Milagrosa, Nelson Sánchez, con la idea de
conformar un club. Y a fe que lo conformó. Y con Jairo, fueron treintiocho los
socios iniciales.
Es
viernes. Una veintena de tableros rodea las dos jardineras aledañas a
Marceliano Vélez -quien fuera hombre de guerra, por cierto-. Las fichas están
dispuestas. Todo está listo para una jornada de juegos de un torneo del Club
San Ignacio. No es la primera. Tampoco la última.
Nelson
Sánchez llega con los papeles de las clasificaciones, revistas del tema para
irlas vendiendo en la tarde -única fuente de subsistencia del Club-. Clava un
palo en el prado que rodea el pedestal del guerrero y en él pega el papel de
las clasificaciones para que todo el mundo se entere de cómo va el torneo.
Cristian Ballesteros, con catorce puntos, es quien va punteando.
-Hoy tengo
dos partidas oficiales -comenta Jairo a sus amigos, los lustrabotas- pero no
sé, creo que tendré que aplazarlas…
-Y por qué
-le inquiere Fáber el Corbata, sentado en el brazo de la banca, junto al
pionero-.
-Es que
mire la hora que es, tres y media, y no tengo sino dos mil pesos en el bolsillo.
La cosa ha estado mala. Así que más bien me concentro sólo en el trabajo.
Sólo decir
esto, cuando un hombre largo y desgarbado, de tez trigueña, vestido de camiseta
y pantalón blanco, se acerca sonriente.
-Vamos,
pues, Jairo.
Es Geovany
Gómez, su contrincante. Con él son las dos partidas. Y Jairo olvida lo que ha
dicho. Va al tablero. Se sienta dándole el frente a su negocio de embetunar,
por si llega un cliente, atenderlo.
-Yo juego
primero con las negras -elige el lustrabotas. Detrás de él, un hombre juega de
parado, con uno de los pies subido en el murito de la jardinera, contra Jaime
Calderón, quien sí se sienta en una butaca pequeña. No es una partida oficial.
El librero no se siente todavía muy “gallo” como para hacer parte del Club,
pero sabe que de aquí a octubre, jugando todos los días como lo hace, estará
listo y hasta será capaz de vencer o jugarle de tú a tú al pionero-.
La partida
es interrumpida dos o tres veces, cuando Jairo debe ir a embetunar zapatos. Un
grupo de señores observa el juego. Algunos de ellos son socios del club. De
pronto, se acerca un vendedor de café y cigarrillos, y Jairo compra para él y
su oponente.
-Antes,
cuando yo estaba empezando aquí, me achantaba con tanta gente mirándolo a uno
jugar -comenta Jairo, a todos en general-. Ya no. Lo único que me choca es
cuando comienzan a murmurar: “¡ay, lo que hizo!; ¡ahí perdió la dama!”… “No,
no, ¡cómo es que movió el alfil!, ahí le van a comer la torre. Lo que debió
hacer fue un enroque”. Eso sí es lo que me choca porque el ajedrez es el
deporte de los mudos. Así se debería llamar.
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Ajedrez, crónica, crónica
urbana, john
saldarriaga, Medellín,parques, Plazuela
San Ignacio, salderrio
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El
apolo 11 viaja en Luna menguante
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10. Ago 2009
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José Zapata, floricultor
En el pasacintas del Apolo 11 comenzaron a
sonar fuerte la música de despecho y las rancheras, cuando el último de los
pasajeros subió abordo.
Y se apagó la luz. La oscuridad fue casi total, apenas mitigada por la
bombillita anaranjada que alumbra el Santo Cristo de la parte alta del tablero
de operaciones del bus de escalera, un Ford 69, y por la muy débil que entraba
por el costado derecho, el de abordar, cada vez que pasaba bajo cada lámpara
del alumbrado público. Por el izquierdo estaba una carpa bajada.
Una Luna menguante aparecía por momentos entre
la niebla ante los ojos del medio centenar de agricultores que colmaba el Apolo
11 la madrugada del sábado. Pocos eran los que aprovechaban para descabezar un
sueñecito corto, en ese viaje entre el corregimiento de Santa Elena y la Plaza
de Flórez. Sólo una que otra cabeza cubierta con sombrero o chal caía
desgonzada sobre el pecho.
Héctor Patiño tarareaba en voz baja las
canciones a dúo con el intérprete. “Cachitos a mí, que no me quedan bien…” Es
el primero en abordar. Podría ser uno de los últimos, en vista del sitio en que
vive, pero como su casa está cercana a la Fernando Londoño, el conductor,
prefiere subir abordo desde el principio y acompañarlo en su vuelta, para no
verse en problemas para encontrar un lugar libre. Y pensar que es de los
últimos en apearse. Tiene un puesto de flores en Aranjuez desde hace más de 40
años. Ha ocupado el Apolo 11 desde que éste llegó a la vereda, recién salido de
agencia el mismo año en que un homónimo suyo subió a la Luna. Antes de eso,
cuando las carreteras eran estrechas y destapadas, él y todos los demás debían llevar
al hombro o en mulas sus productos hasta la vieja carretera que une a Medellín
con Rionegro. Interrumpió en cualquier punto su canción para lamentarse porque
el granizo golpeó un poco sus cultivos. Llevaba consigo un ramillete de
girasoles en la mano. Un paquete de flores diversas, atado como otros tantos a
la baranda del automotor, a su lado, también era suyo.
José Zapata, por su parte, sentado en medio de
una de las largas bancas, sostenía un paquete de cartuchos y hablaba con su
vecina sobre los cultivos, el tiempo del que decía que parecía estar
“temperando” en los últimos días, “aunque, acuérdese que anoche cuando
bajábamos estaba lloviendo”.
La mayor parte de ese grupo de hombres y
mujeres, siete en cada una de las siete bancas, viajaba más bien callada y
ensimismada en la fría madrugada.
Como en todas las madrugadas de viernes y sábado, el recorrido había empezado
antes de la una. Ese pare y arranque para recoger pasajeros era más bien ágil,
cosa de segundos, gracias a que Fernando Londoño solía hacer el mismo trayecto,
veredas El Rosario y Barro Blanco, entre las seis y siete y media de la noche
de la víspera para recoger las cargas de los campesinos. Legumbres, mostaza,
ruda, mora y flores. Fardos y cajas de cartón atadas con cuerdas sintéticas que
iban siendo dispuestas en el capacete por César García, el ayudante.
En ese primer recorrido, en muchos casos ni
siquiera el dueño de la carga estaba parado junto a ésta, cuidándola, sino que
conductor y ayudante sabían que hacer: detener el Ford y alzar el lío hasta la
parte alta del automotor. Sobre todo cuando se trataba de una cantidad pequeña
que no necesitara de ayuda para subirla. En tantos años, nunca nadie se ha
quejado de que le falte un esparto.
Como al día siguiente no hay colegio, algunos
chicos acompañan a Fernando en su vuelta del anochecer. Luego de ésta, Fernando
guarda el auto cargado en su casa.
Tan fresco que parecía estar José Zapata
sabiendo que estaba despierto desde la medianoche del jueves. Sí, cuando se
había levantado para hacer lo mismo que hacía ahora: viajar en el Apolo. Y de
que ayer –es decir, hace unas cuantas horas-, no había podido acostarse a
dormir a las siete de la noche, como suele hacerlo él y todos cuantos tienen la
costumbre de bajar de madrugada a Medellín con sus productos.
Era que debía cortar 48 cartuchos que tenía
encargados. De modo que se internó en el sembrado de su finca El Pensamiento
cuando la oscuridad era profunda y la neblina estaba empezando a espesar. Y
entre esta actividad y una subsiguiente que incluía atarlos, empacarlos por
docenas, envolverlos en piyamas de plástico transparente, la cual desarrollaba
a la luz del corredor frontal de su casa y en compañía de su esposa, Blanca, y
amenizada por su charla y un chocolate caliente, se le fueron pasando las
horas.
Eloíza Amariles, su madre, una mujer de más de
80 años que aún cuida mostaza y flores y baja a venderlas frente al Cementerio
San Pedro, daba la impresión de dormir como siempre, a juzgar porque ninguna
luz se veía en las ventanas de su casa, situada a pocos pasos de allí.

Apolo 11
A las dos, el vehículo llegó a la Plaza. La
música y el motor dejaron de sonar. Sin embargo, muchos de los pasajeros no
dieron muestra de tener afán alguno por descender.
Los que se atrevieron a dar ese pequeño paso
para el hombre, es decir, tocar la superficie terrestre –luego de pagar tres
mil pesos por su pasaje a Javier Londoño, el propietario de la nave-, eran los
que ocuparían los espacios numerados del parqueadero de la Plaza de Flórez,
cuya locación permanecía cerrada. Los que seguían abordo, haciendo caso omiso
al ajetreo de hombres bajando la carga del capacete, continuarían, un rato
después, hacia sus puestos, diseminados por la ciudad. Con ellos, la misión del
Apolo 11 no había terminado.
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crónica, crónica urbana, Flores, john saldarriaga, Medellín, Placita de Flórez, plaza de mercado, salderrio, Santa Elena
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Un jardín de
noche
Una piedra en el zapato
3 comments
1.
OVI • 9 years ago
Muy amena su forma de
escribir y de contar vivencias que con el pasar del tiempo pasaran al olvido.
Muy pronto solo sera historia por culpa del modernismo .y esta la unica forma
de recordarlas
animo SALDERRIO me encantan tus escritos
2.
exchangecards • 9 years ago
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3.
Esteban Konow • 7 years ago
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Una
piedra en el zapato
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09. Sep 2009
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Siempre se
ha dicho que los viejos zapateros son en su mayoría filósofos, quienes, como
dice Pessoa en su Tabacaria, han “desarrollado filosofías en secreto que ningún Kant
escribió” y han “abrazado a su pecho hipotético más humanidades que Cristo”.
Las nuevas generaciones, en cambio, han perdido el romanticismo, la auténtica
bohemia y el amor a la sabiduría de antaño.
Por
Ricardo Saldarriaga, que es su nombre de pila -no tiene nada que ver con el
autor de estas líneas-, no preguntes que ya no responde cuando se le llama.
Ramiro Muñoz no tiene sobrenombre que le reemplace el nombre como a su
compañero. Ellos no son la excepción de aquella regla. Han sido, desde que
están juntos hace poco más de 30 años, un par de lectores voraces de las obras
clásicas de la literatura universal, amantes de la Revolución Cultural China,
admiradores acérrimos de Mao y aficionados sin par a la música clásica.
A Ricardo
le llaman Alí, quizás porque fuera boxeador en los años mozos y quieran
relacionarle con el famoso pegador y Pato por buen nadador en el río Medellín
de otros tiempos.
De pasta a
pasta se han maravillado juntos con la nitidez etnográfica de Víctor Hugo, con
la magistral broma literaria de Los
perezosos de Charles
Dickens y William Collins y con la Inglaterra victoriana de Oscar Wilde, sus
favoritos.
Han
discutido por horas el existencialismo, del cual confiesan compartir algunas
ideas, pues se definen eclécticos. “Sólo siendo eclécticos conservamos nuestra
identidad y podemos darle la pelea a cada autor. De lo contrario, perderíamos
nuestra autonomía al terminar de leer cada libro y nos convertiríamos en
marionetas del pensador de turno”.
Durante la
época del Nadaísmo, discutieron a espacio el pensamiento de Arango “que le hizo
mucho daño a quienes no lo entendieron”, comenta Pato, y, sin falta, todas las
tardes, las lecturas de la Revolución China, la cual comparaban con la
Bolchevique y con la Cubana y no podían llegar a otra conclusión diferente,
después de haber sometido todas las ideas a la crítica y al revisionismo, que
el líder chino tenía razón: “todas las revoluciones son distintas entre sí.
Varían de acuerdo con las condiciones propias de cada país. Además, es la
revolución la que debe ajustarse a la cultura de un pueblo y no viceversa”.
-Por eso
se han equivocado los revolucionarios de los países latinoamericanos -dijo
Alí-, porque han querido acomodar esquemas extranjeros al pie de la letra.
Son estas
actividades del espíritu las que les ha permitido entender cuál es la piedra en
el zapato de cada sistema político, cuál es el tropezón cualquiera que dan en
la vida los países tercermundistas, cuáles son los acostumbrados malos pasos
del imperialismo norteamericano y cómo pesa la bota militar en las clases más
explotadas.
En la
fachada de tapia blanqueada de su zapatería, en letra pegada y negra, puede
leerse, aunque ya con cierta dificultad:
Aunque la
muerte llega a todos
puede tener más peso que la montaña Andina,
o menos que una pluma.
Morir por los intereses del pueblo
tiene más peso que una montaña;
servir a los fascistas y morir por los
que explotan y oprimen al pueblo
tiene menos peso que una pluma.
Mao-Tse-Tung
-Lo de la
“montaña Andina” lo acomodamos nosotros -explicó Ramiro-, porque Mao mencionaba
en su poema un complicado nombre del relieve de su país y debíamos
contextualizarlo a nuestro medio.
-En el
decenio del setenta, cuando estaba en pleno furor la cultura china, repartíamos
a los clientes un papelito con el texto que reza en la fachada cuando venían a
reclamar los zapatos -comentó Alí-. Todavía nos quedan algunos por ahí de
tantos que mandamos a imprimir.
Unos
zapatos de tacón alto azules, descansan en el banco de trabajo, junto a los
cuales una lesna y un martillo han terminado la labor del día.
Las
paredes están atestadas de fotografías y láminas chinas, bajo un título
absurdo: “El patio de los arriendos”. Las más de ellas escenifican historias de
la Revolución. La voz de Ricardo, se deja escuchar:
-Esas
imágenes representan escenas del tiempo anterior a la Revolución. Son tristes,
porque el pueblo chino estaba subyugado. La que más me conmueve es la que
muestra al par de abuelos, con la expresión de su rostro marcada por la
desesperanza, seguidos de sus hijos y nietos, quienes les ayudan a cargar los
pesados fardos y los cestos. También me gusta aquella otra vista en la que los
viejos cuentan a los niños sobre esos tiempos dolorosos que vivieron, para que
nunca se les olvide y no vuelvan a caer en aquellos males tan atroces. Estoy
contento porque, según tengo noticia, últimamente están volviendo a leer a Mao
entre los chinos de ahora, no ha pasado la “fiebre amarilla”, por así decirlo.
En estos momentos el socialismo se encuentra en un revisionismo. Se han perdido
espacios, no hay duda, pero no se ha terminado”.
Cuando
Pato fue boxeador el coliseo estaba en el barrio Colón, cerca a la 33 donde hoy
está la fábrica de brasieres Leonisa. Allí se reunían a pelear.
Los
entrenaba un tipo grandulón de apellido Godoy, llegado de Chile, y que se
vanagloriaba de haber estado en el ring con el invencible Joe Louis, aunque,
como era de esperarse, no le venció. Contrario a ello, duró pocos minutos en el
cuadrilátero antes de caer noqueado y salir en camilla, pero lo que valía era
que había peleado con Joe Louis.
El
zapatero peleaba algunas horas, mientas Ramiro pasaba pescando en el río, luego
juntos trotaban de norte a sur por la carrilera, jugando a pisar los polines,
lo cual resultaba asaz extenuante, o a hacer equilibrio por los rieles. Una vez
llegaban a la zapatería, trabajaban hasta el anochecer en la fabricación de
sandalias y posteriormente se embriagaban de aguardiente, música y literatura.
Hoy, en
cambio, solamente de las dos últimas, porque el licor lo han cambiado por café,
que consumen en cantidades también copiosas.
Junto con
el licor, dejaron la inveterada costumbre de mantener las puntillas en la boca.
-¿Cómo
podemos definir la vida, hombre Alí? -inquirió el perpetuo asistente.
-Un cuento
chino cuenta que un viejo, del cual pensaban que estaba loco, pasaba a
totumadas una montaña para un abismo, para así poder pasar al otro lado del
cañón. Mucho le decían que desistiera de esa empresa, porque nunca le vería
final. El anciano respondía: “no importa que no vea el final. Lo importante es
que mis hijos me han prometido que continuarán la obra y que harán prometerlo a
los hijos de sus hijos y así sucesivamente hasta que un día, no importa cuán
lejano esté, podrán pasar caminando hasta el otro lado del cañón”. Así, pienso
que la vida es una permanente construcción conjunta, no individual.
(Crónica publicada
en el libro El Arca de
Noé, de la
Biblioteca de Escritores Envigadeños. Editorial Lealon, 2007).
·
Arca
de Noé, Biblioteca
de Escritores de Envigado, crónica, crónica
urbana, Envigado, john
saldarriaga, salderrio, zapateros
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Esta
maravilla azul tan parecida al verano
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29. Ene 2010
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General
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Tal vez sea porque en
el país, o al menos en esta ciudad, no vivíamos un verano generoso desde hacía
mucho tiempo, años, decenios incluso, que éste que ahora disfrutamos, nos tiene
contentos.

Medellín. Enero de 2010. Foto Juan
Antonio Sánchez
La ciudad se ve amplia;
los aviones que surcan el aire parecen volar más ahora, no sé cómo decirlo,
estar más claramente en el aire que cuando los cielos son grises, pues en esos
momentos dan la apariencia de sostenerse en esa sustancia sucia, espesa y casi
sólida que llena la atmósfera; las golondrinas, aplicadas en mantener el cielo
despejado, y los gallinazos, en mantener su vuelo sereno sobre la urbe, dan la
impresión de desplazarse más sueltos y ligeros por los aires; las montañas
azules, resplandecientes, parecen lavadas con cepillo y jabón por los gigantes
que cuidan el mundo.
En los días se ven los cirros; en las noches,
las estrellas. Y las más bajas de éstas se confunden con las luces artificiales
más altas de las cordilleras.
Un verano en la ciudad es para disfrutarlo. Al
cruzar las calles, nadie siente temor de ahogarse en esos ríos de asfalto de
que hablaba Carlos Castro Saavedra; ni, como Rosario, la más bonita del barrio,
de caerse en los charcos de un lugar, como en una canción de Fruko y sus Tesos.
Cantan las cigarras sin importarles
aprovisionarse para el invierno.
Como las cucarachas y las aves y los animales
todos salen de sus cuevas y nidos, los humanos salen de sus casas, apartamentos
e inquilinatos a gozar de la vida no más porque sí, sin que los espante un
monstruo helado. Los ancianos se sientan en los andenes. Las mujeres no van
enrolladas en kilometros de tela como momias andantes: usan prendas por las que
entra el aire suave y dejan ver su piel sin temor a amoratarse. Y cuando se
mojan, no es por la acción ajena de los fenómenos atmosféricos, sino por sus
propios fluidos que emergen por sus poros como surtidores abiertos y autónomos,
lo cual hace de la humedad un asunto más meritorio, más sensual, más humano.
Los edificios parecen artesanías de barro que
se terminan de secar al Sol. Las terrazas están llenas de chiquillos y de
perros jugando y de ropa colgada. Los cerros, colmados de cometeros y los aires
de cometas de colores.
No se duerme tanto. Los ciudadanos son más
testigos de su ciudad. Caminan por las aceras renegando del calor pero yo sé
que contentos de sentirlo los más de ellos, buscando bebidas frías y helados de
nata. Suben a los cerros a ver hasta el otro extremo de la urbe, que se antoja
por momentos el otro extremo del mundo. Y hasta imaginan que no hay límites
para sus sueños que en otros tiempos se ahogan antes de emerger a la superficie
de la vida.
Y dejan descansar en sus roperos los abrigos y
en sus percheros los paraguas.
Sí, ya sé, el Fenómeno del Niño. Ya no se puede
disfrutar tranquilo el verano (ni el invierno, dirán quienes lo disfrutan). Ya
nos han dicho de mil maneras que este verano hay que gozarlo con miedo o hasta
con tristeza porque se trata de una enfermedad del planeta. Lleva apenas un mes
–lejos están los antiguos veranos nuestros de dos y hasta tres meses- y ya a
muchos les parece largo. Han dicho, más o menos, que este verano no es verano
sino Fenómeno del Niño. Ya nos han insinuado y hemos aprendido desde hace años
que debemos añorar la lluvia mientras hay verano y anhelar el Sol mientras hay
invierno.
En fin. Pero mientras hay verano o esta
maravilla azul que se le parece tanto, hay que disfrutarlo sin tristeza.
(Nota: después de unos días vuelvo como si nada
a escribir esto, a sabiendas de que el tema del clima es para mí vedado. Cuando
hablo del Sol, llueve; cuando hablo de lluvia, no cae ni una gota. Es como si
la Naturaleza quisiera siempre contradecirme. Corro el riesgo, pues, de que por
hablar de los buenos tiempos los eche a perder. Si así a de ser otra vez,
¡malhaya sea!)
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Ciudad, crónica urbana, john saldarriaga, salderrio, verano
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Una piedra en el
zapato
El hombre que vive en el año 30
2 comments
1.
Esteban
Torres lopera • 9
years ago
Pues ojala lo contradiga en
esta ocasion porque hace falta el agua por estos dias aunque se vea hermoso el
cielo.
Y bienvenido otra vez.
Esteban
2.
oscar
jairo gonzález hernández • 9
years ago
excelente
Magdalena,
al pie del Divino Maestro
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22. feb
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Magdalena está siempre al pie de El Divino
Maestro. Solícita en cuerpo y espíritu, mantiene atenta a sus necesidades y
corre presta a ayudarle cuando es el caso.

Magdalena Tangarife, sacristana de la
parroquia El Divino Maestro. Foto: David Sánchez
Se levanta antes del alba, sin que ese
artefacto que remplazó al gallo, menos al de la Pasión, el reloj despertador,
la despierte. Y nunca, en los 19 años que lleva de sacristana en ese templo de
Santa Mónica, ha llegado tarde para anunciar, con tañido de campanas, la misa
matinal. Ni los domingos, los cinco oficios religiosos.
Bueno, una vez sí, cuando se quedó entretenida
viendo un partido mundialista de la Selección Colombia, pero ese es un
pecadillo benial que ni siquiera el párroco de entonces le reprochó.
¿Acaso el mismo san Pedro no negó tres veces a
Jesucristo? ¿Acaso Judas no lo traicionó? ¿Acaso los apóstoles todos no se
quedaron escondidos mientras el Divino Maestro soportaba la tortura del Vía
Crucis y la crueldad de una muerte en cruz? Ahora qué decir del leve descuido
de Magdalena, que ni siquiera fue intencional.
Hay que añadir, en este punto, el de sus
ausencias, que tampoco fueron sus manos las que hicieron sonar las campanas en
los tristes días de la muerte de sus hermanas Edelmira, el 5 de abril de 2000,
y Rosa, el 19 de diciembre de 2008.
Digámoslo de otra forma: de 6.700 días que
lleva con la responsabilidad del campanario -sin contar las 19 vacaciones-,
ella ha dejado de abrir el pequeño cuarto situado en la parte de atrás de la
iglesia y de alzar sus brazos para halar los lazos que hacen sonar las campanas
sólo dos días completos y, de otro, una misa.
A Magdalena Tangarife Ruda todos le dicen Nena.
Y así le seguiremos diciendo nosotros. Tiene 80 años. Oriunda de Amagá,
aprendió la fe de su padre, Aicardo, porque a su mamá, Alejandrina, no la
conoció: murió de 36 años, cuando Nena apenas había cumplido 17 meses.
“Una fiebre mala se la llevó -cuenta, mientras
dobla una sotana sobre una gran mesa, en la sacristía-. No he llegado a verla
ni en retrato. No sé cómo era”.
Fue una tía suya, Clementina -“a ella también
la cantaron aquí, antes de que yo llegara a trabajar”-, quien crió a los siete
hijos de Aicardo, de los cuales nuestro personaje ocupa el sexto puesto.

Foto: David Sánchez
Esa fe la llevó a ser parte de la Legión de
María y a añorar con fuerza ayudar en una iglesia, hasta que se le consedió
este milagro.
“Hace 19 años, el párroco Juan Carlos Rivas nos
pidió a Laura Bustamante y a mí que decidiéramos quién de las dos podía ser la
sacristana. Ella no pudo y yo quedé feliz con el puesto”.
Aprendió a tocar las campanas: para el oficio
ordinario, 20 toques. Para el de difuntos, cuatro veces con una campana; cuatro
con la otra, y por último, cuatro tañidos con las dos al unísono. Doblan doce
veces. “Despacio -explica-, que se sienta el dolor”. Aprendió que, tras lavar
los purificadores, no podía verter el agua a la cañería, sino echársela a las
plantas.
Al principio, las palomas se metían por el campanario a hacer sus nidos. No era
raro que Nena encontrara huevos rotos en el suelo. Hasta que un día, un cura
decidió hacer tapar ese hueco, allá en lo alto, con anjeo.
“A veces sueño que voy a llegar tarde y me
levanto más temprano, asustada”.
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Barrio Santa Mónica, Ciudad, crónica, john saldarriaga, Medellín,sacristana, salderrio
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El hombre que
vive en el año 30
¡Biaka! Están escuchando Chamí Estéreo
4 comments
1.
Oscar
González • 9
years ago
Querido John: Excelente
crónica. Esto es de lo que hablamos nosotros. Los Seres Principales, de los que
habla María Sabina, en otro sentido, claro, pero esos seres son los que hacen
que el mundo ni la realidad se derrumben ni nos derrumben a nosotros. Nos sostenemos
quizá, en mucho de nuestra vida, en ellos, que hacen las acciones más humildes
y severas por nosotros. Saludo y abrazo, Oscar
El
hombre que vive en el año 30
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15. Feb 2010
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En Medellín hay
por lo menos una persona que afirma que Jesucristo no nació cuando se cree y
tampoco murió cuando está convenido, es decir, en el año 33.
Es Germán
Suárez Escudero, un historiador con coraza, integrante de la Academia
Antioqueña de Historia, quien hace unos meses sorprendió a mucha gente con la
primera escultura que existe del Libertador, Simón Bolívar. Un busto tallado en
madera, que encontró en una tienda de antigüedades de Medellín, olvidada entre
baratijas centenarias, y adquirió por un precio de risa.

Germán Suárez Escudero. Foto: Jaime Pérez
“No somos capaces de
decir el año exacto en que nació. Tenemos más datos sobre su muerte”, dice
Germán, en medio de libros de historia de Roma, misales, Biblias, todos
abiertos sobre el escritorio. Entre ellos, veo el Diccionario
Ilustrado de la Biblia, editado por Wilton M. Nelson, y el Missale
Romanum. Hay mapas de oriente en las paredes, un mapamundi redondo y
azul sobre una mesa y un computador encendido en cuyo monitor aparece un texto
titulado:
Almanaque ideal del Siglo
I, cuando el año comenzaba en marzo y los meses alternaban 31 y 30 días. Tal
como correspondía, febrero tenía 30 en años bisiestos.
Germán Suárez
Escudero
Bajo este
título, aparecen las fiestas que se celebran día a día, mes a mes.
Él explica que la
confusión comenzó con el equivocado estudio de Dionisio El Exiguo, de 527. Éste
determinó que el nacimiento de Cristo había tenido lugar el 25 de diciembre del
753 después de la fundación de Roma, pero se equivocó en cuatro años. No
obstante su condición errónea, la Iglesia aceptó esos cálculos. Y comenzó a
usarse masivamente en 1582.
Lo cierto es que, con
eso se aceptó una contradicción grandiosa para la doctrina, porque Herodes
“quedó muriendo” cuatro años antes del nacimiento de Jesucristo. Sonríe
mientras habla el historiador, a quien los datos parecen causarle alegría: “el
mismo gobernante que, según las Escrituras y algunos
libros de historia, lo persiguió con sentencia de muerte, como a todos los
niños menores de dos años”.
Siguiendo el
calendario Juliano, promovido por el cayo Julio César en 46 a.C., Germán Suárez
Escudero está convencido de varias cosas: una, que “Cristo nació en un mayo”.
También, de que murió
en el año 30, es decir, tres años antes de lo estimado.
“Yo digo que
murió el 6 de abril de 30; no el 5, como indica Indro Montanelli en el capítulo
XXXV Jesús, de su libro Historia de Roma –se emociona el historiador. Y entregándome uno de los libros
que tiene abiertos en la mesa, el citado, me ordena-: Lea este párrafo del
libro, por favor”.
Leo:
La noche del 3 de abril del año 30, Él fue informado de que el
Sanedrín había decidido Su arresto por denuncia de uno de los Apóstoles. Comió
igualmente con éstos en casa de un amigo y en aquella última cena anunció que
uno entre ellos le estaba traicionando, advirtiéndoles que ya le quedaba poco
tiempo que pasar juntos. Los gendarmes le capturaron aquella misma noche en el
Huerto de Getsemaní. Y cuando al Sanedrín que le pregunta si Él era el Mesías,
respondió: “sí, yo soy”, fue entregado al procurador romano, Poncio…
-Deje ahí. Está
bien -dice Germán- Él, Montanelli, se equivoca. El 3 de abril terminaba a las 6
de la tarde, con la puesta del Sol. Así era en ese tiempo: el día no terminaba
a las 12 de la noche, como hoy. Se consideraba que primero era la oscuridad de
la noche y, después, la luz del día. Por eso, después de las 6 de la tarde, ya
era el día siguiente, 4 de abril”.

Foto: Jaime Pérez
Y dice más: que sus cálculos le
alcanzan para asegurar que Jesús se aisló a orar al Huerto de los Olivos, el 22
de febrero –último mes del año 29-, porque ese era el Día de los Muertos, entre
los judíos.
“Al fin de
cuentas, Él tenía familiares muertos por quienes rezar, como su padre, José”.
En fin. Son los
hallazgos de Germán Suárez Escudero. Pero él no está proponiendo un cambio en
el Calendario Litúrgico Cristiano. Es consciente de que la gente, especialmente
los cristianos, está acostumbrada a que la Navidad sea en diciembre, a que los
años comiencen con la fecha convenida de la circuncisión de Jesús y a que éste
muera cada año en marzo o en abril, según sea la Semana Santa, calculada con
base en los ciclos lunares.
Sabe que ya es sólida
la costumbre de que en diciembre se celebra, especialmente el 24 y el 31, hasta
la madrugada del día siguiente, y que en enero la vida va despacio como una
babosa.
En todo caso, si
alguien va a Belén -el barrio de Medellín; no Palestina- en mayo y ve a un
hombre obeso y de cabeza algo despoblada cantando villancicos a voz en cuello,
revolviendo natilla y friendo buñuelos, no se extrañe: es Germán Suárez
Escudero, el historiador, que se dignó salirse un momento de su año 30 para
darnos un saludo de Navidad en estos tiempos modernos.
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Año 30, Ciudad, crónica, crónica urbana, Jesucristo, john saldarriaga, Medellín, Muerte de Cristo, salderrio
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Esta maravilla
azul tan parecida al verano
Magdalena, al pie del Divino Maestro
7 comments
1.
nacho • 9 years ago
muy bien en el final sobre
si en mayo se ve un señor haciendo buñuelos y cantando villancicos bien por esa
2.
ENFERMERA • 9 years ago
Felicitaciones por ese
Espiritù de investigaciòn, le recomiendo leer la biblia, como la carta de amor
de Dios para nosotros y pidiendo la direcciòn del Espititù Santo para
entenderla, alli encontrarà verdades muy profundas y poco practicadas, como la
del Sabado como dia de Reposo, si investiga se dara cuenta que no fue abolido
como nos han hecho creer, sigue siendo el dia de pacto que el Señor Pide le
regalemos.
3.
Luis Miguel Gonzáez Céspedes • 9 years ago
ES VERDAD, LA MUERTE DE
CRISTO OCURRIO UN DIA 6, PRIMER VIERNES DE ABRIL, QUE EN SU TIEMPO SE DECIA
“FERIA SEXTA INPARASCEVE”. ESE VIERNES TERMINABA A LAS SEIS DE LA TARDE, CUANDO
EMPEZABA EL SABADO, SEGUN EL COMPUTO ROMANO
4.
Danial Cerney • 7 years ago
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6.
Jesus
Acevedo • 6
years ago
Si todo lo de Germán Suárez
Escudero fuera cierto, que lo dudo. Si se ha creído tan grande cosa, no se
avergonzaría nunca de los suyos; antes por lo contrario fuera humilde y
sencillo; ¿no se avergüenza pues tanto de tener una familia pobre, y se la tira
de rico por se un estrato mas alto? que mire a su lado la clase de hijo que
tiene, o es que de ese si no se avergüenza. [XD] Pedís para en todas las empresas
para los pobres y carceleros y después pones tu mujer por debajo de cuerda a
vender las cosas, o es que te a tu familia pobre si le ayudas. Falso
“!$&//(“
7.
Jesus
Acevedo • 6
years ago
Si todo lo de Germán Suárez
Escudero fuera cierto, que lo dudo. Si se ha creído tan grande cosa, no se
avergonzaría nunca de los suyos; antes por lo contrario fuera humilde y
sencillo; ¿no se avergüenza pues tanto de tener una familia pobre, y se la tira
de rico por se un estrato mas alto? que mire a su lado la clase de hijo que
tiene, o es que de ese si no se avergüenza. [XD] Pedís para en todas las
empresas para los pobres y carceleros y después pones tu mujer por debajo de
cuerda a vender las cosas, o es que te a tu familia pobre si le ayudas. Falso
“$&//(” . BLANDO DE JESUS Y DESPRECIENDO A TU FAMILIA. ¡QUE TESTIMONIO!
El
Belén, Cristo padecerá de nuevo
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31. Mar 2010
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Oíd, sabios Doctores, lo que Jesús de Nazaret,
dice de los Doctores de la Ley…
En el fondo del amplio salón parroquial,
Enrique Isaza recita de memoria su libreto. Es Pregonero, un fariseo que ha
tenido por misión acumular toda la información posible sobre Jesús, ese falso profeta de Galilea, el hijo de un
humilde artesano y que se autoproclama Rey -Hasta cuándo vamos a permitirlo…, y la ha
cumplido para que ellos, los Doctores de la Ley, tengan más argumentos a la
hora de tomar su decisión frente a ese hombre que revolucionaba el ambiente y
se convertía en un peligro para los intereses del Imperio, romano en ese
entonces. Pero no se conforma con darles la información, sino que los insta a
tomar la drástica decisión, interviene, acusa, acosa.
Sostiene el rollo de unos anchos pergaminos en
su mano izquierda. Su mirada directa y firme, el tono de su voz solemne y su
discurso grandilocuente, intimidan la columna cuadrada de cemento que sostiene
el segundo nivel del lugar, el mismo en donde funcionó una emisora de radio. Y
hace temblar la soledad que tiene enfrente. A unos pasos de él, hombres y
mujeres se visten en túnicas que parecen meterse en el tiempo pretérito. Otros
caminan de aquí para allá llevando espadas, lanzas, corazas, turbantes. Y
sujetándoselas en sus cuerpos.
Enrique o el Pregonero, espera que los Doctores de la Ley y los soldados y
Jesucristo y los apóstoles Pedro, Juan y Santiago y la Virgen María y la
Magdalena terminen de llegar y de vestirse para comenzar de una vez por todas.
Pero hasta su rincón llegan dos noticias. La primera, no tan grave: que no
todos trajeron el vestuario y otros, no lo trajeron completo. La segunda, un
tanto anómala: que Jesucristo no vendrá esta noche al ensayo porque en la
fábrica lo dejaron trabajando horas extras. Entonces de Él hará, por hoy, quien
habitualmente hace de Poncio Pilatos, Orlando Mesa.
¡Raza de víboras!…
No hay problema, piensa, Orlando fue por mucho
tiempo Jesucristo, como nueve años, hasta hace tres que comenzó a hacer de Procurador
romano en Judea, de modo que se sabe los diálogos.
Judas Iscariote desdobla su túnica sobre la
mesa, junto a Naún. Se quita la camisa de todo el día y muestra su humanidad
quemada por el Sol, junto a Naún. Y Naún se quita la camisa de todo el día y
muestra su humanidad abultada por una alimentación alta en grasas y harinas. El
Jesucristo de esta noche se acerca. Camina de aquí para allá, de allá para acá
revisando todo; es un líder y anima a su grupo para que empiecen el ensayo de
una vez por todas.
¿Quién de vosotros puede agregar a su estatura un codo? ¿Quién de vosotros
puede hacer que se vea blanco uno de sus cabellos que no tenga dicho color?
Y como hoy se trata de un ensayo para la puesta
en escena de Semana Santa, los Doctores de la Ley no se sientan en butacos de
madera como hace unos mil novecientos ochenta años, o como lo hacen en los días
santos ante esa multitud enardecida de Belén Rincón, entre la que sudan y
sufren como ocurrió en aquel tiempo, sino en sillas plásticas de esqueletos metálicos.
Y Caifás tiene pantalón por debajo de la túnica. Es como si el pasado y el
presente, las culturas judía y colombiana se debatieran o se abrazaran en un
sólo hombre.
El único que se ha vestido completamente es
Conrado Mesa, el soldado “malo”. Su armadura, su lanza, elaboradas por ellos
mismos durante los días previos a la puesta en escena, así como sus sandalias y
su túnica, hacen ver a las claras que se trata de Malco, el guardián del
Sanedrín que debió tomar preso al galileo.
Leed bien las Escrituras: en ellas dice que de Galilea jamás saldrá algo
bueno.
“Nunca he dejado de ser Malco; no puedo ser
otra cosas”, dice Conrado. “Y, además, ya me he ganado demasiados sombrillazos
de la gente de Belén Rincón y tantos madrazos por tratar de esta manera a Jesús,
como para cambiar de personaje”.
¡Necio! El que hizo lo que está afuera, ¿no
hizo también lo que está adentro?
Conrado es cofundador de este grupo teatral.
Desde la cumbre de sus más de 75 años años recuerda que Belén Rincón era, en
1962, un pequeño caserío en el que se albergaban unas mil o mil doscientas
personas. Y él, junto a Hernando Agudelo y Ramiro Porras, y bajo la orientación
del padre Arturo Ramírez -un entusiasta hombre de iglesia que acompañó el
desarrollo del barrio con notas de concertina, ese acordeón de forma
hexagonal-, tuvieron la idea de representar la Semana Santa en vivo, pues, no
tenían plata para comprar los pasos con santos de pasta, como se acostumbra en
los templos. Para colmo de su buena suerte, en Amagá habían abandonado la propuesta
de seguir representando la Pasión y Muerte de Jesucristo de esa manera teatral
y los rinconeños decidieron ir hasta allá para hacerse a los libretos, que
complementaron con base en la Biblia y el libro El mártir del Gólgota.“Por allá en
los comienzos, nos vestíamos con camisas y pantalones anchos y pintados,
solamente. Esto de usar vestuario y utilería adecuados, vino después para darle
mayor realismo; ¡pero es que las cosas tienen principio!”
Es el padre de Pilatos; o, mejor, de Orlando
Mesa, quien representa a ese hombre que ofició del Procurador Romano.
Pero, ¿para qué diferenciarlos?, ¿por qué no decir que Conrado o Malco es el
padre de Poncio, si el actor se mete en su personaje y lo encarna y es él
durante un tiempo? ¿Si vive su vida prestada, o al menos, un episodio de ella?
¿Si el actor es un ser y muchos seres? No nos enredemos en este asunto. Por
cierto, Orlando dice que siendo Poncio no sufre tanto como cuando era el
Mesías, por obvias razones. Su padre, Malco, lo fueteaba de veraz, aunque él le
dijera en voz baja, “¡papá, me estás dando muy duro!” y el viejo y fuerte
guardián debiera contestarle: “¡No es a usted, mijo, es a Jesús!” Y mientras el
guardia de los Doctores recibía los sombrillazos de las señoras conmovidas por
semejante trato a Nuestro Señor, éste veía cómo a su paso las mismas damas le
tocaban a ´este la túnica y el sudor y se persignaban, devotas, y sentía que la
Corona de Espinas le hacía sangrar la frente y hasta le dejaba una cicatriz de
verdad.
Y hasta la sangre de Zacarías os hace indignos
de entrar adonde está el Padre…
“¡Empezamos!, grita Orlando Mesa, ya vestido con su túnica inconsútil. El
Pregonero comienza su representación ante los Doctores de la Ley. Estos
escuchan y reaccionan furiosos.
Oíd, sabios Doctores, lo que Jesús de Nazaret,
dice de los Doctores de la Ley… ¡Raza de víboras!…
¿Hasta cuando vamos a permitirlo?
El dice que construirá el templo de Jerusalén en tres días…
Judas entra en escena con esa consabida
intensión de vender al Hijo de Dios. Malco talla su humanidad con la espada.
Pero es un negocio rápido que conoce todo el mundo. Te extrañas de que venda a un amigo. No soy el
primero ni seré el último… Yo soy su enemigo…
Caifás arroja las monedas a los pies del traidor. El no opondrá resistencia. Entregará sus manos
para que las atéis…
Hace algunos años, la compañía teatral
llegaba hasta el episodio de la muerte de Judas, el desprejuiciado, el
pragmático. La horca. Pero la Iglesia ha prohibido esta escena, así como la
crucifixión, por su carga de violencia. Es a mí al que buscas… Yo soy el que soy… Y tú,
¿con un beso entregas al hijo de Dios?
Una Virgen que inspira voluptuosidad llora
desconsolada ante su hijo amado, hecho preso. Ante las rejas de ese falso profeta de Galilea, el hijo de un
humilde artesano y que se autoproclama Rey -Hasta cuándo vamos a
permitirlo…¡Crucifícalo!, ¡crucifícalo! ¿hasta cuándo vamos a permitirlo?
(Crónica publicada en el libro Algunas cosas nuestras (Crónicas de Belén, con varios autores, editado por la Alcaldía de
Medellín en 2007).
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Belén, crónica, john saldarriaga, Medellín, salderrio, Semana Santa en vivo, teatro religioso
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Vaqueros en Medellín
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24. Mar 2010
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-En fin, no me gusta la violencia, pero ante cosas así…
Marcial Lafuente
«Rancho
perdido es la
historia de un vaquero pobre que se enamora de la hija del dueño del rancho.
Ella también se enamora de él. Pero el papá de la muchacha se interpone en esa
relación. Son muchas las acciones que se cuentan hasta que por fin el vaquero
logra casarse con la chica».

Javier
Gómez lleva más de 40 años como librero callejero. Foto de Róbinson Sáenz.
Esta,
amigo, es la reseña que hace don Javier Gómez sobre uno de los libros de
bolsillo de la colección popular de Silver Kane. «Esa serie es de las que más
me gustan». Sabe de lo que habla: por más de cuarenta años ha estado cambiando
libros y revistas de segunda mano -principalmente los libritos de pistoleros,
en la acera de Bolívar, entre Amador y San Juan. Y en más de una legua a la
redonda de esta ciudad del oeste (del país), no hay otro tipo como él, que ceda
en préstamo libros y revistas. De más de dos mil volúmenes que conforman su
negocio, viejo, una tercera parte está integrada por la célebre colección de
Marcial Lafuente, Estefanía; libros de terror, novelas rosas, revistas de historietas, manualidades,
actualidad, farándula, Selecciones de Reader’s Digest y pornográficas. En cuanto a novelas, algunos
títulos de literatura universal -Cortázar, Carranza- y de superación personal.
Estos están acaparando su gusto por estos días, «aunque yo leo de todo. Desde
que estaba niño he sido lector».
Y fue esta
vocación de lector la que le insinuó dedicarse al negocio de los libros – “yo
aprendí a leer en las revistas del Pato Donald y Superman., amigo”- cuando se
terminó para él un trabajo de mensajero en la compañía estatal de correos.
-¡Sheriff!
Hay dos vaqueros que desean verle.
-Pregunta qué quieren.
No tengo ganas de perder el tiempo.
-Dicen que han de hablar
con el sheriff personalmente… también ha venido el sastre para tratar de los
uniformes de los guardias. Opina que será mejor unos cascos, como los que
llevan en Chicago.
-Prefiero las gorras que
usan en Nueva York… Esta ciudad es muy importante… El municipio va a acordar lo
que se pagará a cada uno. Y habrá que nombrar un capitán, como jefe de todos
ellos, aunque en realidad el jefe lo sea yo. Ya que ese capitán dependerá de
mí…
-¿Qué digo a esos
vaqueros?
-Que vengan más tarde. O
mañana… San Francisco no es la ciudad de antes. Me cansan los vaqueros.

Javier
también compra y vende imanes, así como monedas antiguas y billetes en su
puesto de Bolívar con Amador. Foto de Róbinson Sáenz
Nacido en
1939 en Yarumal -«donde ya no hay yarumos donde atar un caballo, pero había»-
don Javier defiende su argumento de que «la lectura», vaquero, «es una forma instructiva
de ocupar la mente. He sabido de gandules que van dejando hasta el trago por
medio de la lectura. ¿Usté no ha visto que cuando uno está bien encarretado
leyendo, ni escucha cuando lo llaman? Pues a ellos, con la botella al lado, se
les va olvidando se les va olvidando… hasta que les entra sueño y se acuestan
más bien a dormir…». A soñar. Tal vez se vean atravesando el gran río con el
ganado -cientos de cabezas- pendientes de los cuatreros. O disparando atinados
desde un potro salvaje. «Pero los niños de hoy no leen. Viven enfrascados en la
droga o en esos juegos electrónicos y ya cada vez son menos los que vienen a
buscar las revistas de muñequitos, como la de Tío Rico, que primero tanto les
gustaba».
Y como las
veces que le he visto es muy de mañana, vaquero, va encarrando libros en
libros, revistas en revistas. Llega, es su costumbre, a las siete pasadas. Y,
sin prisa, como un boticario, va armando su negocio en la acera de la
Ferretería Técnica. De un depósito cercano, donde le cobran mil quinientos
pesos diarios por guardarlo, amigo, ha empujado hasta allí un carro de rodillos
con armario, cuyo vientre está atestado de los tales libritos de historias del
oeste. Es un armatoste forrado en lata pintada de verde, decorado con imanes;
unos de éstos en forma de aro, otros como piedritas informes, todos los cuales
para atraer la suerte. En tantos años metido entre libros y revistas, quién
sabe dónde habrá leído que los imanes sirven para esto. Tal vez en uno que otro
librito de magia que -ahora sobresale uno de pasta azul cielo-, a veces lo trae
a su puesto alguien que quiera pagar los cuatrocientos pesos y llevarse a
cambio otro libro.
Como aún
no han abierto la Técnica, donde guarda parte de su surtido gracias a la
solidaridad de su dueño, el librero va organizando lo que tiene allí, que es
bastante, mientras toma café negro, departe con los empleados de la ferretería
que van llegando. Cuando abren las puertas de ésta -bueno, don Javier ayuda en
este proceso, empujando la gran puerta de lámina que se dobla varias veces
sobre sí misma como un abanico-, nuestro hombre saca, también sin prisa, media
docena de cajas de cartón y bultos tan repletos de mercancía que ni cierran de
lo llenos, amigo; una mesita azul que ha amanecido patas arriba sobre su arrume,
y otro carrito, también azul.
-Sí, creo
que tienes razón… Nos colgarán esta noche. ¡¡Maldito Burman!! Es el culpable de
todo…
-No creas que no le
castigarán…
-Si pudiéramos hacer
venir al juez…
-No se atreverá… y, de
atreverse, estos muchachos no le harían caso. Está asustado con ellos.
-Es para estarlo… La
sonrisa del marshal es lo que más nervioso me ha puesto… Ha dejado que nos
golpeen, pidiendo serenidad y sin dejar de sonreír.
-¡Si pudiera salir de
aquí…!
-Nos han arrancado una
confesión extensa.
-Que nos llevará a la
cuerda. No debimos decir nada.

Por
300 pesos, Javier Londoño cambia libros de pistoleros, revistas de Selecciones,
Más Allá, Play Boy. Foto de Róbinson Sáenz
Quien pase
por allí, sea forastero o lugareño, tiene que ver los arrumes de libros y
revistas encarrados. Un revistero de madera, también azul, hace de hipotenusa
contra la pared. En éste se anuncian los productos, con letreros bien pintados
a mano con pintura blanca, en cada uno de los cuatro bolsillos o
compartimientos. En el más alto: compra-venta y cambio de revistas; en el
segundo: y libros de pistoleros; en el tercero: compra de revistas
pornográficas, y en el cuarto: compro. cambio. vendo monedas antiguas y
billetes.
«Este
negocio es prácticamente de adultos», sostiene. Y créalo, amigo. Sus clientes
son, en su mayor parte, jubilados. Vaqueros viejos que encuentran en la lectura
una manera amable de pasar las horas. Van llegado estos personajes sin afán, a
escoger entre los libritos que don Javier les va entregando por puñados de a
diez o doce. Van pasándolos uno a uno de una mano a otra. Parecen chicos que
vieran pasar ante sus ojos los cromos para intercambiar los repetidos con sus
amiguitos. Y, como éstos, van diciendo en murmullo: «ya…, ya…, ya…», hasta que
se atraviesa ante ellos un título y una imagen -pistolas, sombreros, chalecos
de cuero, puertas de batientes, diligencias volteadas- que no recuerda haber
visto nunca. «¡Este no!», dice al fin. Lo miran bien con visible emoción y
dicen: «¡me lo llevo!». «Se pueden conocer más de cuatro mil títulos de esta
serie española, que por cierto, nueva ya no se consigue», comenta don Javier al
jubilado embuzado que tiene ante sí tan temprano. Y créalo, amigo, si don
Javier lo dice, es así.
«Todavía
me faltan muchos por leer», dice el cliente, quien agrega: «y eso que he leído
muchos. Uno de éstos me lo puedo leer en hora y media o dos horas». Da las
monedas al librero, quien las echa sonoramente en un tarrito que descansa sobre
el cajón verde, da media vuelta con el ejemplar prensado entre el codo y el
costado y sale muy lentamente como el niño más aplicado del condado camino a la
escuela, apretando bajo su brazo sus frases y sus sumas. Camina alegre de tener
ya la lectura para un par de horas muertas. ¿Y las demás, vaquero? «Quién sabe.
Tal vez utiliza el tiempo en otra cosa también. Tal vez trabaje un poco en algo
o tenga otros pasatiempos», especula don Javier viéndolo alejarse en dirección
norte.
Por su
parte, «las mujeres buscan mucho las revistas de manualidades. Con ellas pueden
hacer bordados y esas cosas. También les encantan las fotonovelas de Julia, Jazmín y las de Corín Tellado. Son novelas de amor, o del corazón
también las llaman».
Cuando
funcionaba el Teatro Granada, a veinte metros de distancia para quien anda
hacia San Juan, el negocio de libros y revistas era muy lucrativo, cuenta don
Javier. Y créalo, amigo. La gente del cine era la misma de la literatura y las
revistas de don Javier.
Hoy, por
fortuna sus tres hijos están grandes, trabajan, y él vive a dos o tres manzanas
de allí con su mujer, Amparo Sánchez, y dos de ellos, porque la mayor ya se
casó y se fue del rancho. Si bien no tiene una gran biblioteca familiar, porque
los más de los libros los vende, sí está llevando a los suyos algunos tesoros
literarios, porque también a ellos les ha inculcado su pasión y disfrutan la
alegría de leer.
«Me gusta
mucho -y a ellos también- las novelas de García Márquez. Sobre todo El Coronel no tiene quien le escriba. También me gusta Gardeazábal. Por ahí le he leído sus libritos,
cada vez que caen en mis manos»
Glasman
salió disgustado.
Y marchó al saloon
habitual para dar cuenta de la actitud del Gobernador. Actitud aprovechada para
censurarle.
Uno de los clientes
medió para decir:
-Conozco al que han
enviado de marshal… ¡Es un buen muchacho! Enorme de cuerpo, pero enemigo de la
violencia. Pacífico y razonable… Le llamamos Big-Ben por su estatura…
-¡Menos mal que no han
enviado a un violento! -exclamó Glasman burlón.
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Ciudad, crónica, john
saldarriaga, lecturas
populares, libreros
callejeros, libros
de pistoleros, Medellín, salderrio
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El hombre de la lluvia
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18. Mar 2010
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Jorge Elías González Vásquez es el hombre de la
lluvia. Fue contratado por el Festival de Teatro de Bogotá para que impidiera
el mal tiempo.
Ésta es una labor difícil en la fría Bogotá. Ni
siquiera en Dinamarca, cuando fue llevado a que se encargara de hacer buen
tiempo en un certamen semejante, le pareció tan complicado.
Allá el Sol, al menos en la época del año en
que lo llevaron, no se levanta casi. Sale por el oriente, claro está, pero no
hace su camino hacia el cenit, sino que se va bordeando el horizonte hasta que
se oculta por allí mismo.

Elías González es el Hombre de la Lluvia
en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá.
Esto facilita las cosas, porque el astro emite
energía que al encontrarse con la de otros cuerpos de la Naturaleza altera la
atmósfera y puede o no llover. Y al fin de cuentas, como Jorge Elías es un
radiestesista, detecta las energías que emiten los cuerpos y trata de
equilibrarlas con las de otros que él porta consigo. Piedras y arenas diversas
extraídas del río Saldaña, de su Tolima natal. Y no porque él acostumbre ir
hasta su ribera, qué va. Dolores, el municipio en el que nació y ha vivido sus
60 años, está más bien retirado de ese afluente. Aprovecha que en un depósito
de materiales de construcción surten sus volquetas en él y él escoge algunos
minerales que necesita para sus experimentos, de acuerdo a su color y
composición.
Quien ve a Jorge Elías en el parque Simón
Bolívar, de Bogotá, enrollado a ratos en un raído trapo de dulceabrigo rojo
como toda protección ante la baja temperatura, sentado en una silla plástica al
pie de una caseta forrada en plásticos no se imagina que tenga que ver con el
Festival. Ni siquiera el portero del Parque tiene la menor idea sobre su
existencia ni, mucho menos, sobre la actividad que realiza. Aunque, si uno mira
bien, sobre su pecho pende una escarapela, como la de cualquier teatrero, en la
que dice: Jorge Elías González, El Hombre de la Lluvia. Título que a él no le
satisface del todo, pero no le molesta porque no menciona la palabra brujo por
parte alguna. La misma Fanny Mikey lo contrató en 1998.
La suya parece también una puesta en escena.
Tiene encerrada una porción cuadrada de terreno, de unos veinte metros de lado,
con una cuerda de rayas blancas y negras. Dentro de ella, una pirámide formada
por algunos maderos, una desnuda mesa en la que descansa una vasija cargada de
materiales. Sus herramientas son un péndulo y algunas varillas, como las de
todo radiestesista.
Nació en Dolores, Tolima, “en una familia de campesinos, ¡a mucho honor! No soy
indígena ni nada por el estilo, para que no vengan a decir que soy chamán, que
ni si quiera sé qué es eso. Ni tampoco brujo. Soy sacerdote radiestesista, si
vamos a ser precisos”.
Desde pequeño mostró interés en los asuntos
ocultos de la Naturaleza. Su padre, Jorge Enrique González Cerrato, que en paz
descanse, tenía un libro extraño, dizque del sabio Salomón, que Elías
llegó a tener en sus manos. El volumen desapareció. De él sólo recuerda que
algo mencionaba sobre el tema de la lluvia, pero, lo más importante fue que
aumentó su curiosidad por los temas ocultos de la Naturaleza.

Fanny Mikey lo contrató en 1998. Con éste
de 2010, Elías completa siete participaciones en el Festival.
Qué ironía. Su padre, aficionado como era a los
mismos asuntos y se burlaba del chico porque ensayaba fórmulas, buscaba campos
magnéticos y disponía minerales para tratar de hacer llover o para evitar un
chubasco.
“¿Usté cree que eso es tan fácil?”
Su abuela Evangelina, en cambio, lo alentaba.
Si bien no le decía que siguiera adelante en esos estudios, le contaba
historias de viejos buscadores de oro y agua.
De esos cuentos, a nuestro zahorí le quedaron
claras algunas técnicas: “mire, Jorgito, que cuando los antiguos buscaban
guacas, nunca salían corriendo ni en el peor de los sustos. Ah, y una cosa:
esperaban que esa noche no lloviera…”
Cuánto sufrió Jorge Elías, por Dios, durante
años, el desprecio y la burla de la gente. De los vecinos doloreños, incluso de
los familiares, por dedicarse a la radiestesia. Que vean, Elías se volvió loco;
no, que es un brujo; no, tampoco, que es un chamán.
“Sólo cuando comenzaron a ver los resultados y que como en el 90 participé en
el programa Crea, de la Primera Dama de la Nación, y que viajé en 1997 a
Dinamarca y que otros señores estuvieron a punto de llevarme a Estados Unidos
para que no les lloviera durante una feria, y que el Festival de Teatro de
Bogotá me ha buscado en las últimas ediciones para lo mismo, entonces sí,
empezaron a creer o, al menos, a respetar un poco más estas artes”.
Jorge Elías dice que la atmósfera bogotana ha
estado difícil. Durante el Festival no ha tenido un instante de sosiego. Llueva
o no, vive pendiente de ese cielo de gelatina que parece a punto de derramarse
a toda hora. Se agacha, mira el firmamento, revisa la pirámide, mueve el
péndulo, revuelve los minerales… Y cuando menos piensa, recibe una llamada en
su teléfono celular. Es uno de los organizadores del Festival de Teatro. “Sí,
doctor, hoy van a salir las cosas correctas, como ustedes las quieren, gracias
al Señor. Sí, doctor”. Oprime la tecla de apagar con la larga uña de su pulgar
y vuelve a guardar el aparato en el bolsillo de la camisa.

El teatro tiene mucho de ritual; el
ritual del tolimense que previene la lluvia, tiene mucho de teatral.
“No es que yo tenga el poder de mover a mi
antojo la Naturaleza -dice el Hombre de la Lluvia, mientras acaricia unos
metales que cuelgan en su cintura y deja ver una mano colmada de anillos
adornados con piedras, que según comenta, ayudan en sus propósitos-. Es que el
Supremo me dio permiso. Primero, me hizo una persona neopositiva, o sea que
tiene energía positiva y negativa al mismo tiempo. Así puedo revertir la
energía y atraer o rechazar la lluvia. Segundo, que como parte del ritual,
además de las fórmulas y los elementos naturales que junto, rezo algunas
oraciones al Padre, al que llamo Yahveh, le rezo el Credo y el Padrenuestro,
que son dos oraciones muy fuertes”.
Camina alrededor del cuadrilátero, mira que los
chicos del parque no dañen sus cuerdas al pasar, observa una vez más el
firmamento que a esa hora, cinco de la tarde, es un manto lechoso y dice: “Ah,
y una cosa más: siempre se debe ser humilde ante el Supremo Creador”.
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crónica, Festival Iberoamericano de Teatro de
Bogotá, john saldarriaga, lluvia, radiestesia, ritual, salderrio
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¡Biaka! Están
escuchando Chamí Estéreo
Vaqueros en el centro de Medellín
3 comments
1.
Heriberto Richey • 8 years ago
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Toshia Gagney • 7 years ago
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3.
Gloria Ortega • 7 years ago
Que gran crónica de
periodismo urbano. Hoy, más vigente que nunca. Ningún medio hizo la tarea de
investigar, minimamente, quien es esta persona a la que llaman equivocadamente
“chaman”. He tomado su texto y le he dado vigencia hoy masrtes 17 de enero de
2012.
Gracias,
@Bunkerglo
¡Biaka! Están escuchando Chamí Estéreo
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09. Mar 2010
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General
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Cuando Umada, el Sol, no es ni siquiera una promesa en el oriente, comienza
a emitir Chamí Estéreo, la emisora del resguardo indígena de Cristianía.
Gilberto Tascón, el mismo hombre que postergó por años su sueño de tener
una estación que permitiera la comunicación efectiva entre los embera, es
quien, a las cinco, abre el micrófono de la moderna y sofisticada emisora para
ofrecer el Amanecer Campesino.

Gilberto Tascón, al aire. Foto de Juan Fernando Cano
“¡Machisá evaricidama! Les saluda Chamí Estéreo, 90.3 F.M. Originando desde
el resguardo de Cristianía”.
Amanecer campesino es un programa de música popular: rancheras, carrilera,
tangos, que pretende amenizar la labor de los agricultores, no solamente
indígenas, de Andes, Jardín, Pueblo Rico, Valparaíso, Támesis, Ciudad Bolívar,
Carmen de Atrato, Quinchía… También acompaña a las mujeres mientras cocinan el
boe, es decir, el maíz, en sus fogones de leña, para las arepas del desayuno de
los chicos que se preparan para ir al colegio.
Si bien han pasado apenas cinco años desde que el Ministerio de
Comunicaciones entregara los modernos equipos para una emisora pública,
Cristianía, Carmatarrúa (tierra de pringamoza), en chamí, de la mano de
Giberto, ha tenido un medio radial desde hace 11 años, al principio de carácter
comunitario.
Y antes de eso, desde los tiempos de las luchas de recuperación de las
tierras, a principios de los ochentas, la comunidad veía a Tascón anunciar las
actividades del cabildo ayudado con megáfonos. Animar las fiestas, complaciendo
a los participantes con canciones, saludando a unos de parte de otros, dando
mensajes de amor, todo gracias a una grabadora y un micrófono inalámbrico. En
fin, lo veían perseverar hasta conseguir la potente emisora que hoy suena como
un eco en las precarias construcciones de tabla del resguardo.
Leo Dan Yagarí es un locutor que se formó al lado de Gilberto. De un grupo
de 16 jóvenes que iniciaron con el director en 1995, sólo queda él.
“Escuchábamos otras emisoras para aprender cómo entraban, cómo y cuando
hacían sonar cortinas…”, cuenta Leo Dan, quien además de hacer locución,
también debe manejar la consola de sonido cuando los representantes de deporte,
salud, educación, mujeres, jóvenes, conciliación, economía, educación y
dirigentes políticos del resguardo emiten sus programas, éstos sí, en lengua
chamí, pues son de interés exclusivo para sus moradores.
Patachuma, patachuma
chi bia area kidí (bis)
paka var dechete ame (bis)
chi bia area kidí (bis)
Mientras de lunes a viernes prevalece la música de los capunías (hombres
blancos) -a nadie se le niega un vallenato ni un reggaeton-, los sábados se oye
la autóctona, como ésta canción de Alejandro González, a quien ya apodan con su
título: Patachuma -plátano sancochado-, que es un éxito en el resguardo.

Foto de Juan Fernando Cano
Plátano, plátano sancochado
qué rico es, qué rico es
con el forro del ternero
qué rico es, qué rico es.
Los sábados en la tarde cuando Joedako, la Luna, es más que una promesa,
Yeison González dice: “za kios. Se despide Chamí Estéreo, 90.3 F.M. Mu uabu.
Adiós”.
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comunicación étnica, crónica, Emisora Chamí Estéreo, john saldarriaga, Medios alternativos, Resguardo de Cristianía,salderrio
Las socias del agua y el sol
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21. Abr 2010
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De la
plata vive el rico, del mugre las lavanderas, dice la canción y en las lomas de
El Poblado hay unas que lo han hecho desde hace cien años o más.
En la de
Los González, justo detrás del mall La Visitación y junto a la quebrada La
Sucia, vive Fabiola Tirado, quien continúa con una tradición que comenzó su
abuela, aprendió de su mamá y continúan sus hijas.

Fabiola
Tirado
Descalza,
su madre, María Trinidad Tirado, una mujer de 94 años, la ve lavar, porque ella
renunció a ese oficio hace ocho años, en una época en que ya no podía más lavar
en la quebrada La Sucia, por sucia. Los desagües iban todos a desembocar en los
afluentes y las lavanderas dejaron de ver correr aguas abajo y entre sus
piernas a los renacuajos y los corronchos, a cambio de los cuales algunas
fábricas les dejan a ratos un olor a químicos tan fuerte que les saca lágrimas.
Y sí es cierto lo que dicen: las lavanderas fumaban con la chispa del
cigarrillo sin filtro adentro de la boca. Así lo hacía Fabiola cuando lavaba en
quebrada; su abuela era con el tabaco.

Fabiola
y su hija Adriana
Actualmente,
cuatro lavadoras se encargan de lavar. Y contrario a lo que uno podría creer, a
Fabiola y a su hija, Adriana, les gusta más en quebrada que en máquina.
Encorvadas frente a una piedra grande, el agua corriente enjuagaba sin miseria
el jabón Nácar, el macho pa lavar, y hasta ayudaba a sacar el mugre.
Con la
socia, el agua, “le lavábamos ropa a los hijos de misia Rosita Echavarría
–recuerda María Trinidad, sentada en su habitación, sin ver la televisión que
permanece encendida. Fabiola y Mario, su hijo zapatero, le ayudan en la tarea
de recordar-. ¿Cómo era que se llamaba la señora de don William Halaby? A don
Lázaro Mejía, el dueño de Fabricato, yo misma le llevaba la ropa a la mujer de
él, misia Estela, hasta Bello”.
El Sol, su
otro socio, bien dosificado, es importante hasta para sacar manchas. Hay
prendas que deben secarse en la sombra.
Y en esa
estirpe de lavanderas le han lavado la ropa a tantos ricos de Medellín que
apenas sí les alcanza memoria para enumerarlos. A la dueña de Leonisa; a Luz
Mora, del Club Unión; a Rosa Echavarría, la de la finca Lorena de El Poblado; a
Lía de Hernández;… En fin.
“¡Antes sí
era harto! –interviene Fabiola-. Había que planchar con planchas de hierro que
se calentaban en unas varillas sobre las brasas de carbón. Se cogía con un
trapo y se limpiaba con otro para eliminar cualquier tizne que pudiera tener,
porque o si no, ¡válgame Dios! Se tiznaba la ropa o el mantel y había que
lavarlo otra vez”.
“Recuerdo
que mi mamá –evoca Mario- planchaba toda la noche y en la madrugada se quedaba
dormida en la misma mesa de planchar. La cabeza recostada en un brazo. ¡Es que
a mi mamá sí le tocó bien duro!”
“¡La vida
amarga!” Exclama María Trinidad, con un dejo de melancolía.

“¡Y la
almidonada en crudo! –comenta Fabiola-. ¡Eso sí era verraco!”
“No diga
esa palabra –regaña la nonagenaria-. Yo verraco no digo. –Y agrega:- sabe una
cosa: yo me acuerdo que me pagaban a 20 pesos la docena de prendas. Era otra
época”.
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crónica, crónica
urbana, El
Poblado, john
saldarriaga, lavanderas,Medellín, salderrio
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Los animales de la ciudad
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16. Abr 2010
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General
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No sé si han visto la
forma cómo los animales se adaptan a la ciudad. Ellos demuestran que no sólo
los humanos somos animales de costumbres, como dicen. Todos se van
acostumbrando al humo, al duro asfalto, al ruido, a la polución. Si fueran un
día de excursión al campo tal vez se sentirían ahogados con tanta pureza.
Hay algunos, como los perros, que ya se conciben tan citadinos como hombres
y mujeres. De ellos, ya no hay que hablar.
Las abejas, por ejemplo. A las de la ciudad parece no hacerles
falta las flores para beber su dulce néctar. Uno apostaría que algunas de ellas
apenas sí llegan a embriagarse una vez en su vida con el licor de un cáliz.
Beben a placer los asientos de licor de las copas abandonadas en barras y mesas
de bar; se atiborran de residuos de refresco en los vasos de las cestas de
basura que cuelgan en los postes del alumbrado público; toman café ¡hasta
caliente! en las cafeterías –no las acobarda ni el humo-, sin importarles que
quien haya pagado la bebida sea el idiota ese que no para de manotear y que a
todas luces demuestra que es un egoísta con ellas.
Igual pasa con las hormigas. Y a propósito, ellas son indicadoras del rigor
de la crisis: las he visto atacar –no sólo las gotas de miel- ¡la sal y el pan
y la mantequilla!
Hace unos días vi unos gallinazos dando cuenta de unos restos de pollo
asado en el prado de un centro recreativo, al ritmo en que iban arrojándolos
detrás de sí los comensales. Lo hacían con el mismo deleite y el mismo
desesperado afán con el que pelean por una suculenta tripa cruda de algún
desafortunado mamífero muerto en la vía pública.

Ni qué decir de los murciélagos. En sus vuelos circulares, que comienzan un
poco antes de que la luz del Sol se haya extinguido totalmente, es fácil verlos
apoderarse de los restos de plátano que hallan en las ventanas de los
apartamentos. No porque sus moradores les hayan puestos alimento a ellos –y no
son tan ilusos como para creérselo-, sino que es el que ponen a los pájaros muy
de mañana, antes de salir a las carreras hacia el trabajo. Sólo que de noche,
al volver a sus covachas modernas y cuadradas, a levantar sus piernas cansadas,
no tienen alientos para retirar los restos de fruta, o simplemente se olvidan
de ello. Dan picotazos breves, como besos fugases, y se alejan temerosos a
esconderse en la seguridad que les brinda la oscuridad de su árbol o su
campanario. Los he visto.

Pero los gatos son los que más se han urbanizado en los últimos tiempos.
Hasta hace unos años eran huraños, casasolas, tímidos y asustadizos. Y no
hacían más que dormir y cazar ratones. En los tiempos que corren, éstos, los
más aburguesados animales de la ciudad –y del Reino Animal-, sólo comen
concentrado como sus enemigos los perros, galletas y golosinas. Se acomodan a
la limitada vida de un apartamento y se dejan bañar cada ocho días para salir
orondos a pasear en los brazos de su amo o en el cálido fondo de una mochila de
lana de oveja. Y se dejan atar un moño de seda en el cuello. He visto chicas
que salen con su felino al parque. Y éstos seres noctámbulos no se asustan con
los otros humanos de la horda. Seguramente, nacidos en un criadero, no tuvieron
a nadie de su especie que les advirtiera los peligros del mundo ni les
enseñaran a desconfiar de esos bípedos que andan por ahí vestidos con cara de
nada.
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animales, animales de ciudad, Ciudad, crónica, john saldarriaga,salderrio
Alina pinta sobre un lienzo vivo
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13. Abr 2010
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Alina descargó una bolsa de plumas y un cajón
metálico sobre la mesa de trabajo. Lo abrió y fue sacando pinturas, paleta de
maquillajes, pomos de espuma, frasquitos de escarcha…
Mientras tanto, iba viendo el cuerpo de
Natalia, que se desnudaba. El cabello negro, largo y liso; la piel bronceada;
un abdomen plano reinado por un piercing; un par de senos generosos templando
un brasier negro…

Foto: El Colombiano
Le hizo dar la vuelta y al verla, de inmediato
decidió: “te voy a pintar una selva. Bueno, al menos parte de la flora”.
Es que ningún otro elemento del cuerpo de
Natalia le había ayudado tanto a tomar la decisión de la pintura que habría de
hacerle como esa flor tatuada en tonos rojizos en la base de la espalda. La
integraría al body art.
Natalia, vestida apenas por las breves prendas
de la ropa interior negra y unos zapatos de tacones altos, nada dijo. Como si
en efecto ella fuera un lienzo en el que la artista plasmara su creatividad, se
dispuso a permanecer quieta y en silencio.
Alina no comenzó por pintar. Primero sacó unas
plumas de faisán y las sujetó con ganchos negros de los que usan las mujeres para
fijar su peinado.
Luego, ahí sí, tomó un lápiz delineador de ojos
color verde, le sacó punta y fue dibujando una rama de tallo ondulado, hojas y
flores, que recorría el abdomen, la parte visible de los senos, los hombros y
bajaba por la espalda, hasta integrarse con la flor del tatuaje.

Rellenó de verde las hojas; de colores, las flores. Con un pomo de espuma, la
artista fue aplicando pigmento blanco sobre el resto de la geografía de la
modelo, que a esa hora ya no daba la impresión de ser Natalia Quiroz, sino una
escultura de arcilla de Natalia Quiroz que la artista Alina Álvarez hubiera
modelado con sus manos y ahora le hiciera los acabados decorativos. Así de
quieta y silenciosa estaba la modelo; así de concentrada estaba la artista.
De un pequeño frasco, Alina vació escarcha o
mirella verde en el cuenco de su mano izquierda. Y con los dedos de la derecha,
aplicó directamente este pigmento brillante.
“Con mi propia mano tengo más control de los
lugares en los que debo aplicar el escarchado”, explicó, mientras hacía brillar
la espalda, el abdomen y los hombros de Natalia y la enredadera se iluminaba.
La artista se alejó unos metros para ver su
obra. Cuando regresó, le dijo: “ahora sí, te voy a pintar el resto del torso”.
Y su obra se quitó el brasier.

Con sus dedos aplicó el escarchado sobre los
senos. Hizo desaparecer el tono oscuro de las areolas y la prominencia de los
pezones, y así los senos se convirtieron en montañas redondas de un verde
amarillo brillante.
No toda la superficie del cuerpo quedó pintada.
Alina suele dejar algunos sitios libres de pigmentos, a pesar de que usa
maquillajes finos, porque, según explicó, la piel debe respirar. Y una persona
totalmente cubierta puede llegar a sentir mareos con el paso de los minutos. Y
a veces, hasta sufrir graves males. Por eso rechaza la práctica de body arts en
los que se cubre el cuerpo por completo y más aun aquellos en los que usan
pigmentos de látex, pues éste crea una capa plástica asfixiante. Sin contar que
su retiro, al final de la función, resulta una verdadera tortura para modelos o
bailarines que lo llevaron puesto: es como retirar una cinta adhesiva.
Cuando todo parecía consumado, cuando la
modelo, fascinada, se esforzaba por ver su cuerpo vestido de flora, Alina
anunció que la tarea no había terminado: “falta la pedrería”.

Del cajón metálico de los materiales, extrajo
una bolsita de piedras brillantes, pero antes de aplicarlas, hizo puntos de
pegante de acronal en el abdomen, el pecho y la espalda de su escultura y, ahí
sí, pegó, una por una, las piedras brillantes.
El body art estaba listo. Artista y obra se
miraron satisfechas.
Para la primera, la función había terminado;
para la segunda, el espectáculo apenas comenzaba. La escena se abriría para
ella y los ojos del mundo se posarían sobre su cuerpo como atraídos por un
imán. Es curioso: si en escena ella siente que la miran, la otra, la artista,
siente que miran su creación. Es como si miraran a Alina a través de Natalia.
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Alina Álvarez, body art, crónica, john saldarriaga, Natalia Quiroz,salderrio
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Paisaje
Los animales de la ciudad
4 comments
1.
dvd ripper • 8 years ago
I am sorry, that I
interfere, but it is necessary for me little bit more information.
2.
luis
pareja • 8 years ago
WOW,Felicitaciones para
ambas; La pintora gran trabajo y mucho profesionalismo, La segunde hermosa de
curvas divinas despues de terminada la obra de arte estupenda una princesa
convertida al oleo.Felicitaciones para ambas que dios las bendiga.
3.
art
body paint • 7
years ago
esto si arte
4.
Luis
Villegas • 6
years ago
El mejor trabajo fue el del
citujano plastico; con razón somos la nueva silicon valley…
Paisaje
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06. Abr 2010
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General
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Amanecí lleno de humo y cornetas de autos y botellas vacías tiradas por
todos lados. Tengo un basurero en la esquina.
Lleno de semáforos en rojo intermitente. De máquinas a pasitrote por llegar
a colegios y tiendas.
Me perfumo de calle mojada las orejas, o con aroma de edificio cuyo zócalo
fue orinado en la alta noche por un ejército de gamines abatidos por el frío y
cuya azotea es nido de helicópteros.
Tengo anegadas las calles, las vías arterias y las venas, porque los
alcantarillados están obstruidos de papeles que repartieron ayer todo el día en
la esquina de los bancos, en los que brujos de ciudad –extraña combinación-
ofrecen su concurso para hacer regresar a tu lado, en tres días, a la amada; y
en la del centro comercial, en los que la administración anuncia la apertura de
un nuevo cine.
Amanecí con un arrume de periódicos habiendo internet. Y con dos mujeres de
la calle, todavía ebrias, que han pasado en vela declarándose su amor en voz
alta, recostadas una en la otra y ésta en un poste cuya lámpara se ha fundido, mientras
espulgan sus cabezas despeinadas.
Suenan campanas en medio del ajetreo inicial, voces del siglo XVIII. Los
viejos carraspean y escupen detrás de la iglesia, detrás del sagrario, y siguen
adelante con sus fardos sucios.
Un ciego me amaneció cantando canciones viejas y de carrilera junto a la
Librería Nueva. No sabe que amaneció. Nadie escucha su canto nasal, ni su
guitarra remendada con cinta de embalar, ni su armónica que suena entre
estrofas desde el garfio que pende enhiesto del cuello. Yo sí tengo que
aguantármelo. Y también las voces que compiten por entrar en los oídos afanados
de las máquinas que van “pensando” –o maquinando- en otras cosas: “lleve la
tiza matacucaracha”, “el libro de Las siete claves del éxito de Deepak Chopra”…
El Sol parece haberse quedado atrancado en las seis y media. Quién sabe con
quién se detuvo un rato. No han salido ni los gallinazos a darse su banquete…
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Ciudad, john saldarriaga, salderrio
Un cochino beso
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05. Abr 2010
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¿A qué huele el aliento de un cerdo? Francisco Antonio Moreno, o mejor,
Toño, el examinador de porcinos en la Feria de Ganado de Medellín, es quien lo
puede decir con mayor precisión.

Porque lleva treintaiséis años en ese oficio que se basa, precisamente, en
acercar su nariz hasta el hocico del animal, más exactamente en el sitio donde
un colmillo se asoma como maíz pira. Se diría que quisiera besar a cada uno de
esos animalitos torpes en plena boca. Y ¿cómo hace para que el puerco le
abra esa cilíndrica jeta? ¿Acaso tiene el mágico don de convencer a los
animales: “por favor, cerdito, abre tus fauces y di ‘AAAA’”? No; por supuesto
que no es así. Acude a los poco tiernos consejos de las tenazas, que le hablan
con su convincente y apretado discurso, en pleno oído.
Cada que tiene un rebaño que revisar, da dos-tres golpes a la talanquera de
hierro con la tenaza que mantiene en su diestra. Tras esas campanadas que
retumban por encima de la gritería de cerdos y hombres encerrada entre los
muros de los chiqueros de la Feria de Ganados de Medellín, su ayudante, Luis
Fernando Layos, el Pájaro, llega volando. “Ese es el sistema que hemos definido
para comunicarnos”, explica Toño. “De lo contrario, si lo llamara a los gritos,
por ejemplo, no me escucharía”. Es cierto. La vocinglería es de locura. Los
negociantes hablan en rebañitos, muy juntos. Pero, además del bullicio propio
de este sitio, ese ruido de metales, el campaneo, debe también abrirse paso a
codazos entre el olor del estiércol, amargo y pegajoso, que lo invade todo.

Foto: David Sánchez
Y, sin mediar palabra, cada cual hace lo suyo. Mientras el Pájaro sujeta
con su tenaza al paquidermo doméstico de una de las caídas orejas, su jefe le
aprieta con las suyas el labio inferior. “Es que así se domina un cerdo, si
quiere saber”. Y cómo no va a saberlo él, si nació hace setenta y tres años y
muy pronto aprendió de su papá, Luis Angel, a conocer de ese modo, tan íntimo,
a los cerdos. Tenían una carnicería. La última que el examinador tuvo la dejó
hace cinco años, para dedicarse a este oficio, en el que gana unos quinientos
pesos por animal.
Y, en efecto, el hocico se abre, dejando ver esos colmillos aislados
y esa lengua roja que se pone enhiesta y esas fauces que se pierden en un
abismo negro como el betún. Pero un negro mate; no brillante. Y los gritos del
animal, en medio de los de otras decenas de seres semejantes, parecen humanos.
Muy agudos. Como si les doliera la vida. Como si a todas éstas supieran la
verdad.
“Entonces, uno aprovecha precisamente esos gritos, para que salga el olor
del interior y con él nos damos cuenta si es ciclán, o sea si está mal capado.
Si es así, sale un olor a berrinche. También le miro el color de la lengua, el
paladar y los ojos. Si es amarillo, es que tiene hepatitis. También puedo darme
cuenta si el cerdo tiene granalla”, comenta Toño, rayando con la punta de unas
tijeras el lomo de último del rebaño, con lo que quiere significar que ya está
revisado. Hace una pausa en el trabajo.
“Mire no más ese cerdo que está allá, separado, en el corral de en seguida:
es ciclán. Acérquese. No se necesita ni que el animal abra la boca. Sólo
acérquese al chiquero y huela… ¿Ah, qué le parece?”
Toño cuenta que hasta hace unos años tiraban el animal al suelo para la misma
operación.
“¡Pero si es que es muy fácil!”, dice su compañero, el Pájaro, acuclillado
junto a un cerdito blanco que gruñe separado de sus semejantes, que también
gruñen como aburridos, como hastiados de esos humanos que los incomodan
llevándolos de un lado a otro, que no les dejan dormir a placer, que les hacen
abrir la boca con unas tenazas y no precisamente para verterles un solo granito
de maíz, que los pasan de un chiquero a otro como si estuvieran locos.
Hastiados de esos humanos que, según como van las cosas, van a terminar por
matarlos.
El ayudante hace la demostración. Pasar su mano derecha por debajo del
cuerpo hinchado, agarrarle la pata trasera del lado opuesto y tirar de ella con
fuerza es un solo acto. El animal cae refunfuñando, pero uno no sabría decir si
le ha molestado la bromita, puesto nunca paran de hacerlo, aunque no lo tumben.
Y la verdad, sí, ese ejercicio parece fácil.
“Pero con el paso del tiempo, vimos que es más fácil así, con el marranito
parado en sus cuatro patas. ¡Es que es muy noble!” dice Toño, ante la mirada
complacida de esos hombres de cerdos. “Sólo aplicamos este viejo sistema con
los marranos costeños, que sí son ariscos”.
Toño cuenta, ante sus amigos que lo podrían desmentir si no fuera así, que
hace unos días, allí mismo en la Feria, un carnicero contrató a Toño para que
le revisara una decena de cerdos para tomar la decisión de comprarlos. Todos
los animales estaban iguales, parados y hurgando los rincones del suelo o
tendidos en el charco. Luego de la revisión, el experto le dijo al hombre:
“todos están bien, pero éste… éste se muere en dos horas”. Y el dueño renegó y
maldijo porque el viejo Toño le estaba desvalorizando su negocio. De hecho, el
carnicero deshizo la compra. Un veterinario que había en la Feria y se había
percatado del asunto, buscó más tarde al examinador para preguntarle “¿cuánto
tiempo le dio usted a ese cerdo para morir?” “Dos horas. Dije que no pasaba de
dos horas”. “Pues, faltan veinte minutos para las dos horas… y el marrano acabó
de morir allí arriba, cerca del fogón de calentar los hierros de marcar”.
Aparece en escena Gonzalo Marín. Tiene cuarenta y cinco años. Conduce un
Ford 51. Transporta cerdos. Una barriga cervecera no muy preocupante asoma por
su camiseta. Conoce la Feria y a sus habitantes como sus propias manos, pues
está pisando mierda desde hace dieciocho años. Y la quiere. “¡Oyendo las
historias de Toño Moreno! ¡Ahí se queda uno, papá! ¡Pero es que personajes aquí
es lo que hay!”
¿A qué huele, pues, el aliento de un cerdo? Francisco Antonio Moreno, o
mejor, Toño, el examinador de porcinos en la Feria de Ganado de Medellín es
quien lo puede decir con mayor precisión. “Sí, es un olor caliente y espeso a
carne cruda, simplemente. ¿A qué más va a oler?” Y después de oler tantos
alientos durante una cochina semana, “qué más voy a hacer: beber como un
verraco”.
(Esta historia hace parte de mi libro Crónicas de humo, publicado en Medellín, por Editorial El Tambor Arlequín, en 2004)
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cerdos, Ciudad, crónica, feria de ganado, ganado, john saldarriaga,Medellín, salderrio
La mujer que cambió el azadón por la cruceta
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18. May 2010
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A Yurley Santana no le importa tener las manos y los brazos engrasados y a
veces hasta la cara, y permanecer así, con ropa sucia todo el día. Y menos le
molesta el trabajo rudo de la mecánica. Por eso trabaja con su esposo, Carlos
Santoya, en Barrio Triste, adonde llegaron hace unos siete años.

"¡Joda! Este fotógrafo siempre me manda para abajo o para bien
atrás!" Reniega bromeando Carlos Santoya. Yurley Santana está feliz en
Barrio Triste, aunque resulte paradójico. (Fotos Juan Antonio Sánchez.)
Pero no sólo no le molesta: lo disfruta. Más bien pagan a una mujer para
que cuide sus tres niños en su casa de Santo Domingo Savio, para que ella pueda
estar todo el día, todos los días, en su taller sin muros y sin puertas y sin
techo, bajo el viaducto del metro.
“¡Joda! ¡Esa mujer tiene más fuerza que yo!” Dice el costeño sin pudor. Y
como ejemplo, ambos cuentan entre risas que un día él estaba solo dándole
golpes de almadana a un eje para que soltara la tijera. Cansado de que no lograra
que se moviera un milímetro, fue a un taller cercano a buscar una almadana más
grande y pesada para golpearlo con ella. Al regresar, Yurley ya había logrado
separar ambas partes con la misma herramienta inicial.
«Servicio de Mecánica en General El Costeño». Se lee en los costados de un
Simca anaranjado que permanece allí, en la calle 46 entre carreras 59 y 60. El
Costeño. O mejor: Los Costeños. Así reconocen a estos dos mecánicos en la zona
de los arreglos de autos. Él es samario; ella, manaureña. “Pero no de Manaure,
Guajira, sino de Manaure, Balcón del Cesar”, se apresura ella a aclarar con
orgullo. Él había sido por años mecánico en su ciudad; ella, una campesina en
la tierra de sus padres, en San José de Oriente, en la Serranía del Perijá.
“Allá sembraba aguacates y café. Y terciaba a la espalda una fumigadora y
recorría toda esa extensión de tierra”. Era lo mismo: nunca se interesó por
asuntos domésticos y más bien se dedicaba a ayudarle a su papá con los temas de
la finca. Y cuando llegó el momento de iniciar el bachillerato no lo dudó:
prefirió el colegio agroindustrial al de monjas.
El destino
Llegaron a Medellín como conducidos por la mano del azar. No llevaban más que
unos días viviendo y trabajando juntos –ella era apenas una chica de 17 años;
él un hombre de cuarenta y dos-. Ella no hacía más que pasarle las herramientas
que no terminaba de conocer. Las llaves, las palancas de fuerza, los raches…
Ayer, tomando una llave de media pulgada, mientras armaban un motor de Renault
21 que les mandaron reparar, Yurley recordó: “una llave de media fue la primera
herramienta de mecánica que yo conocí y tuve en mis manos, allá en Santa
Marta”. Arreglaron el motor de un camión y el dueño no tenía con quien traerlo
a Medellín. Santoya vio allí la oportunidad de venir a conocer esta ciudad. El
metro. Las gordas de Botero. Y propuso al hombre que él lo traería y aquí le
pagara por el arreglo del motor y en cuanto a la traída del auto, nada más le
cobraría los viáticos y los pasajes de regreso para dos. Él se vendría con
Yurley.

A Yurley no le fastidia estar engrasada. A diferencia de Carlos, su
compañero, ella se ha ido así, sucia de trabajar, para su casa.
Y así fue. Ligeros de equipaje, rodaron por la geografía, parando en
algunos pueblos, amaneciendo en otros. Cansado de conducir, Carlos entregó el
volante en Caucasia a un ayudante del dueño del camión y se echó a dormir un
rato. De pronto, el automotor se varó por caja de transmisión. El dueño, que
viajaba en un auto de lujo, dijo que se quedaran ellos. Amanecieron en un hotel
y, como prenda de garantía de que pagarían después, al regreso, dejaron una
llanta y una cruceta. ¡Qué hicieron! Al llegar a Medellín, el propietario del
auto se enojó de tal manera por esta decisión, que no quiso pagar a Carlos lo
que le debía y amenazó con matarle. Los trabajadores del bravucón aconsejaron a
los costeños que se largaran antes de que el patrón se enojara más. Lo conocían.
Era capaz de hacerlo. Uno de ellos dijo que los llevaría a un sitio en el que
se podrían ganar la vida con su oficio, recoger algunos pesos y regresar a la
costa.
Los dejó en la Avenida del Río, abajo de Barrio Triste, solos, a las nueve
de la noche de un viernes. Al menos el hombre fue generoso y les dio treinta
mil pesos para que se defendieran con eso.
“Claro que yo tenía susto. Con esa fama de Medellín de ser una ciudad
peligrosa… Además, yo era el responsable de Yurley que era casi una niña”.
Caminaron por el sector de los mecánicos y aparte de algunos bares abiertos
que a esa hora ya vomitaban algunos borrachos hacia el aire frío de la noche y
algunos indigentes sentados o acostados en las aceras oliendo pegante, no
vieron más que una ciudad desolada. Vagaron por aquí y por allá hasta que
hallaron un taller abierto y en él, a unos muchachos arreglando un auto. Eran
Willy y Jairo, dos hombres que trabajaban para Camacho, se enteraría después.
Él les resumió su drama. Ellos le dijeron que volviera al día siguiente y que,
mientras tanto, fueran a amanecer al Hotel Aristi, en el mismo sector. Así lo
hicieron. Era un hotelito de 15.000 pesos la noche. Se acomodaron, salieron a
comer con los otros quince mil y luego se acostaron. “Yo me acosté a pensar”.
A la mañana siguiente fue al taller que vio abierto la noche anterior. Los
mecánicos le dijeron que estaba de malas. Camacho no llegaría en todo el día.
Sin embargo, como no tenía rumbo, Carlos se quedó con Yurley mirando a otro
mecánico, Tato, que arreglaba un Renault 12. Como a las once de la mañana, un
hombre llegó al volante de un Simca con problemas de cruceta y ejes traseros.
“Yo ahora mismo no puedo repararlo porque estoy ocupado -dijo Tato-. Vuelva
mañana”. “Si quiere yo lo arreglo – atinó a proponer Santoya-. Usted cobra y me
paga de ahí”. “¿Usted sabe de Simcas?”, preguntó Tato. “Sí, yo tuve uno en
Barranquilla y sé de estos carritos”.
Terminó a las dos de la tarde. De 80.000 pesos que cobró, Tato le dio
40.000. “Pagué el hotel nuevamente y salimos a comer”.
Al domingo volvió a salir. Camacho nada que llegaba a su taller. Sin embargo,
vio a un hombre que arreglaba un Suzuki. “Era un asunto de caja. Él trataba de
armarla. De pronto, lo llamaron por teléfono y fue a atenderlo. Se estuvo unos
minutos hablando y cuando regresó, yo ya la tenía armada completamente”. “¿Es
que usted sabe de Susukis? Entonces encárguese de ese carro. Móntele usted la
caja”. Se ganó otros 20.000 pesos y así comenzaron a “coger fama” en este
difícil medio.

Yurley ha tenido que llegar a las cuatro de la madrugada al sitio de
labores para cuidar un espacio. De modo que cuando llegue El Costeño, haya
donde trabajar.
Volver no es tan fácil
Y Yurley cada vez se tomaba más confianza en el asunto de la mecánica. Primero
fue ayudante y después ayudante entendida, como dicen en Barrio Triste. Y ahora
es la mano derecha de este costeño corpulento. La especialidad de ella es
desarmar y armar las partes. No tiene problemas en arrastrase debajo del auto,
levantar el capó de una volqueta y sentarse allá adentro, junto al motor, como
si se metiera en la boca de un animal que bien podría devorarla. Justamente así
fue como los conocí hace poco más de un año: metidos en la boca de una volqueta
y en medio de golpes de martillo contra metal.
Esa vez, antes que verlos a ellos, me había llamado la atención uno de los
letreros de su cajón metálico de herramientas: El hombre que habla de otro hombre no es un hombre, que se atribuye ahí a san Lucas. No tanto el otro, el que dice: No insista, no presto herramienta, que no es del todo cierto, al decir de Yurley.
Siete años en Medellín. Tal vez ya desistieron de volver a Santa Marta. No
es tan fácil. Tomaría tiempo volver a “hacer fama” como mecánicos de nuevo
allá. Comentan mientras ella aprieta tornillos cabezones con un rache y él va
haciendo girar un mecanismo del motor del Renault 21, que descansa sobre un
banco de madera en la acera, debajo del viaducto del metro. Yurley extraña la
finca del Perijá. Hace un año estuvo allá y vio que la estaban dejando acabar.
Sin embargo, ella dice que se va para donde él diga. Y él nada dice.
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Barrio Triste, crónica, john saldarriaga, mecánicos, Medellín, mujer mecánica, oficios callejeros, salderrio
La ciudad de los amores furtivos
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12. May 2010
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El Profesor Herrera en la Plaza de Bolívar, de Cartagena de
Indias
“Le voy a
dar la introducción para su crónica. Siéntese y escuche. Ya a Cartagena de
Indias no la llamo La Heroica, ni le doy los apelativos de siempre. La llamo la
Ciudad de los Amores Furtivos.
Sí. No se
ría que no es broma. En el presente, éste es el destino de hombres y mujeres de
todo el orbe que arriban a desfogar sus pasiones tórridas y arcanas en los
ostentosos hoteles. El aire salobre y cálido alimenta esas pasiones.
En el
pasado abundan ejemplos. En una de las invasiones de piratas que padeció la
ciudad, los rapaces de la mar atracaron en la costa de la bahía e irrumpieron
en busca, no de joyas y tesoros -no me lo va a creer- sino de un convento.
Los
lugareños se miraban confundidos. ¿Un convento? ¿Será que estos corsos se han
vuelto locos? ¿Acaso no han sido personas alejadas de Dios y más afectas al Diablo?
No sospechaban que allí estuviera su botín. ¡Tuvieron una orgía que estremeció
el cielo! Violaron a las religiosas y luego, fieles a su condición abyecta,
huyeron. Y como la carne es biología, muchas de esas monjas quedaron
embarazadas. De modo que la Iglesia, cuyas autoridades se reunieron aturdidas
para buscar solución al drama, decidió esconder a esas mujeres de los ojos del
mundo. ¿Sabe dónde las escondieron? En el Locutorio de las Clarisas.
No sería
raro que fuera cierto que en ese sitio hayan encontrado huesos de neonatos.
¿Abortos? No sé. Yo digo de este modo y dejo el resto a sus especulaciones”.
Las
historias brotan de los labios del Profesor Herrera como el agua de un
manantial. “Como un manantial, no. ¡Yo soy un manantial!”
Su nombre
Federico ha sido relevado hace tiempos de su oficio de nombrarlo por su
apelativo. Profesor. Así le dice la gente, en especial los habitantes de la
Plaza de Bolívar, con quienes se reúne todos los días a hablar más que nada de
Cartagena y a jugar ajedrez cuando cae la tarde.
“Hay que
ser precisos al hablar -dice-. Un parque está construido a un nivel más alto
que el de la calle, la plaza, al mismo nivel. Así que aunque exista el letrero
que diga Plaza de Bolívar, en estricto sentido, éste es un parque”.
Y así,
entre historias y apuntes se la pasa este cartagenero con sus amigos de
siempre, Rafael Muñoz y Máicol Uribe, ex miembros de la Armada, quienes ejercen
de guías particulares.
Guías
Máicol es un ex marino que navega en el mar de los recuerdos. A veces duerme en
el quicio de una tienda de artesanías, frente a la Catedral. Cuenta, entre
risas que a veces le preguntan: “¡Hey, viejo Máicol! ¿Por qué duermes ahí?”
“¡Ah, porque no soy bobo! Desde aquí les voy echando un ojito a la Catedral, al
Parque y a la Gobernación y de pronto me gano alguna cosita”.
Máicol es
otro que está cargado de historias. Del mar y de tierra. Con su pana se reúne
siempre y cuando no esté en plan de tragos, porque Rafa es abstemio -“cuando se
toma una cerveza hasta me palpita el corazón”, ríe Máicol-. Cuenta que en
la Armada visitó un pueblo en Pensilvania que era igual a Yarumal. Por eso será
que quiere tanto ese pueblo frío. “Es que el que no puede ser marinero, que no
hable del mar con amor y respeto”.
“¡Hey,
hombe! ¡Oigan lo que está diciendo mi pana! -exclama Máicol-.
El
Profesor ordena que nadie se mueva, pues va a contar otra historia.
“Una vez
un hombre se arrimó a acariciar un caballo de Fabio Ochoa. ¿Sabe quién es Fabio
Ochoa? Dicen que era conocida la molestia de éste cuando le tocaban sus
animales. Pero vio que el tipo acariciaba el caballo con tanta ternura, que lo
llamó a trabajar para él. Y se hicieron amigos. Un día, el muchacho contrajo
nupcias con una dama de la familia de Ochoa y éste le regaló un ajedrez de oro.
“Pero, patrón -dicen que exclamó el novio-. Usted por qué me da este regalo a
mí”. “Para que te des cuenta de que un peón sí puede conquistar a una dama”.
Lluvia amarga
El Profesor apenas toma aire. Enseña
que al principio de la colonia, las calles de Cartagena tenían nombres
religiosos. Que fue después, andando los tiempos, que el saber popular fue
remplazándolos por otros profanos, de la vida cotidiana.
“Quiere
saber la historia de la Calle de la Mantilla. Esa calle se denominaba de
Nuestra Señora de la Bendición de Dios.
Cuenta la
leyenda que don Baltasar de Soriano, alto empleado de la Real Hacienda, vivía
en una casa con su hija María de Encarnación. Esta mujer era displicente con
los hombres, pues estaba esperando a alguien de gran nobleza. Nadie le daba la
talla. Un día de 1658 don Juan Pérez de Guzmán llegó nombrado Gobernador de
Cartagena de Indias y hubo de enamorarse de ella. A este hombre, por sus
títulos, creyó digno de su amor. Pérez de Guzmán la pidió en matrimonio,
mas pasó el tiempo y la boda nada que se celebraba. Más tarde él fue nombrado
Gobernador de Puerto Rico. Y el muy vil se largó a la isla en un galeón, sin
avisarle a ella ni a su padre. Y lo peor del caso es que la dejó embarazada.
Cuando María de Encarnación se enteró de la partida de su prometido, apenada,
se estranguló con su mantilla de seda. Desde entonces esa vía se llama Calle de
la Mantilla. ¿Dígame si Cartagena no es la Ciudad de los Amores Furtivos?”.
Ajedrez
Una hoja arrugada y seca de un almendro
cae a su lado sobre la banca de tabletas de madera, como si quisiera sacarlo de
su embriaguez, pero apenas sí logra robarle una mirada breve. Tampoco lo
consigue el sonido plástico de los cascos de un caballo sobre el pavimento, que
pasa al trote tirando de un coche, ni la voz del cochero que habla a sus
pasajeros sentados detrás suyo, sin voltear a verlos: “el edificio que ven a su
derecha es el Instituto Agustín Codazzi. Centro de investigación geográfica
de…”
Dos
turistas se detienen al pie de los contertulios para tomar una fotografía de la
Catedral. “Good evening. Welcome to Cartagena. Do you need a guide? If you
want…” les dice Rafael Muñoz, pero ellos, blancos como pergaminos, no
responden.
Se oyen
tambores. Un grupo de chicas baila mapalé junto a la estatua del Bolívar
ecuestre.
Ninguno del grupo se percata del hombre que está sentado a un lado escuchando
atento. Se trata de un cachaco de rasgos aindiados, piel trigueña, cabello
sobre los hombros y barba de ocho días. Bebe cerveza. Sólo cuando se ahoga con
un sorbo mal tragado y lanza una lluvia amarga que los moja un poco, advierten
su presencia.
“Cartagena
tiene subterráneos construidos hace cientos de años -siguió sorprendiendo el
Profesor Herrera-. Y tesoros ocultos en diferentes sitios. Una leyenda afirma
que debajo de este Bolívar del parque, hay un tesoro”.
El
ahogado, apenas recuperándose, dice entre ruidos que parecen sollozos que eso
debe ser cierto. Que las palabras del señor son coherentes. Y también en lo que
se refiere a los huesos de neonatos. Aunque no explica sus razones -tal vez la
tos no lo deja- y esputa nuevamente sin control.
“Me
gustaría que mañana me vieran bailar en griego -dice de pronto Máicol,
enfocando su mente en quién sabe qué recuerdos-. Aprendí a hacerlo en uno de
los viajes de la Armada”.
“Se imaginan si Cartagena hubiera sido la capital del país?”, prosigue el
Profesor, secando discretamente una burbuja verde que baila en su mentón.
Un
vendedor de café pasa con una decena de termos en una canasta de madera. Otro,
de cervezas, empujando una carretilla en que transporta una nevera de icopor.
El
profesor señala con el índice derecho un reloj de sol de la Catedral y sostiene
que es el primero que instalaron en el país; de un buzón que hay a un lado de
la banca, también. Que no habla por hablar. Que muchas de sus historias las
leyó en la Biblioteca Bartolomé Calvo. Que escribe una serie de crónicas que
debería publicar.
El parque
está colmado de personas. Unas se divierten viendo el baile; en una banca
cercana, dos enamorados besan un helado de nata; en otras, ancianos conversan
apacibles; en la esquina un mulato vende arepas de huevo y patacones, los
cuales exhibe en una vitrina que lleva en una cicla de tres ruedas.
En el otro
extremo del mismo lado del parque, alguien ya instaló en tres mesas juegos de
ajedrez.
El
Profesor se incorpora. Su figura inmaculada, un libro prensado entre el brazo y
el costado. Dirige sus pasos a la sombra de los almendros en dirección a los
amigos de juego. El aire es seco. El Sol se pone.
“Le digo
que tiene mi corazón y mis puertas abiertas para cualquier inquietud o
necesidad. A cualquier hora puede contar con mis servicios”, dice como
despedida.
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Cartagena
de Indias, crónica, Historias
de Cartagena, john
saldarriaga, salderrio
Se componen tobillos y canciones
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13. Jul 2010
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Hernán Bedoya Arenas compone tobillos y
canciones. Pero como de estas dos actividades no vive, camina por las calles
céntricas vendiendo una menta aquí, un cigarrillo allá, una goma de mascar más
adelante.

Hernán Bedoya Arenas. Fotos de Manuel
Saldarriaga
Lleva golosinas en un cajón de madera colgado
sobre su pecho, el cual lo hace caminar como una mamá canguro que lleva su cría
en la bolsa. De dicho cajón pende un letrero de tela, que él empuja con sus
piernas a cada paso: «Arreglo descomposturas de dedos – codos – rodillas –
tobillos».
De componer tobillos no puede vivir porque es
un don de Dios y no debe cobrar; recibe más bien lo que quieran darle. De
componer canciones, tampoco, porque todavía no ha pegado una en el gusto de la
gente, aunque tiene unas veinte melodías “en movimiento”: algunas en la voz de
La Esmeraldita de Antioquia, menos conocida como Miriam Gutiérrez, que, uno no
sabe, tal vez un día lo pongan a recibir regalías. Otras hacen parte de
repertorios de artistas callejeros de Medellín.
Su estampa destacada y singular, sombrero de
fieltro, gafas y barba espesa, da vueltas por calles céntricas desde las ocho
de la mañana hasta las ocho de la noche. Tiene aspecto triste. Da vueltas por
Bolívar, Carabobo, Ayacucho, Colombia. En una de esas irrumpe en el Parque de
Berrío donde se encuentra con decenas de amigos, entre los que es bien
recibido. Allí se sienta en una jardinera, dándole la espalda a la estatua de
Pedro Justo Berrío. Bromea con ellos –vendedores de minutos de celular,
músicos, lustrabotas, desempleados, jubilados- o, mejor, deja que le gasten
bromas. Le dicen que no le está componiendo el tobillo a Natalia, la rubia hija
de una de las mujeres que está allí participando de la charla, a pesar de que
lo vean untándole una pomada oscura con movimientos circulares, sino que todo
aquello “no es más que por tocarle el pie a la muchacha, el muy bribón”. Él
sonríe, nada dice, y descansa de cargar ese cajón de golosinas, cuyas correas
se van hundiendo en sus hombros, así como la mochila de fique con los colores
de la bandera colombiana, que cuelga de su hombro izquierdo y en la que lleva
sus tesoros: fotografías de sus cuatro hijos residentes en Quibdó y Manizales,
en cuyos respaldos le dicen que lo recuerdan; papeles doblados con letras de
canciones; algo de surtido; ungüentos, vendas… y el máster en el que van grabadas
cinco de las doce canciones de un nuevo proyecto titulado La Reina de la
Canción Carrilera de Antioquia con Los Sureñitos, cuyos gastos de producción
corren por cuenta suya. En Disco Pueblo le cobran a 70.000 pesos por cada
sesión de cuatro horas de grabación. En un lapso así alcanzan a dejar listas
dos canciones, voz principal, coros, acordeón, requinto y bajo.
Yo voy sin rumbo muy
pobre en esta vida,
la fe perdida hoy la tengo yo.
Sólo me acompañan los recuerdos
de aquel amor que un día se me fue.
Con esta canción, Viejita santa, en honor a su
madre muerta, fue que se dedicó a la composición musical. Era 1998. Estaba en
Manizales. Creía que se le había cerrado el mundo:
Hoy me acuerdo de mi viejita santa.
Esa que un día a mí me dio este ser…
Después vendría Tu amor ya no
me importa, un tema de despecho. Las demás, unas 400, las
compuso en Quibdó y en Medellín.
Este hombre nacido en Santa Rosa de Cabal el 22
de octubre de 1950, a quien no le importa ser del signo Libra, comenzó a
componer tobillos hace más tiempo. Era 1975. Estaba en Marsella, una población
del centro de Risaralda. Recién casado, trabajaba en el campo al lado de su
suegro. Café, ganado. Estas eran sus especialidades. Ambos vieron cómo un
novillo empujó a un ternero por una barranca de cuatro metros de altura, el
cual fue a dar a una laguna. Los dos hombres corrieron asustados y encontraron
al ejemplar de la raza criolla, de manchas blancas y negras, desesperado,
retorciéndose de dolor, con la rodilla derecha volteada hacia delante. Y para
colmo, estaba entre el agua y acosado por una plaga de mosquitos. La situación
no podía ser peor para el pobre ternero.
“¡A la mano de Dios!” Le dijo al suegro, quien
daba por perdido el animal. Al tiempo, mentalmente, aplicaba el sentido común:
“si volteo la rodilla hacia atrás, ella enchazará en su sitio”. No sabía si el
ternero batía su cola en círculos por el dolor o para espantar los condenados
moscos, o por ambas cosas. Esa pierna parecía un resorte: Hernán empujaba con
fuerza, con toda su fuerza, pero, ¡maldita sea!, la rodilla volvía a situarse
adelante, donde no debía estar. Hasta que, ¡por fin!, la pieza entró en su
sitio produciendo un crujido de huesos y el animalito se paró, se apoyó
tranquilo y salió caminando de ese abismo, apenas ayudado por los dos hombres
que lo empujaron de sus ancas.
No fue el último animal que compuso; vacas,
caballos, perros dejarían de renguear gracias al risaraldense.
El año que entra
viene con muy buenas ilusiones
pero el que se va nos deja
todas las desilusiones.
A componer articulaciones de humanos se atrevió
en Manizales. Trabajaba de bulteador en la Plaza de Mercado y, en algún momento
le dieron mensaje de que fuera a la casa que su mujer, María Cenelly, lo
requería de urgencia, pues se había torcido un tobillo y no podía andar.
No corrió a su lado. Dejó transcurrir la jornada de trabajo y, en la noche, al
regresar, después de comer, le dijo: “Tranquila”. Y comenzó a sobarla con un
ungüento alcanforado de la misma forma que a los animales. Tras escuchar y sentir
con sus dedos el consabido crujido de huesos y tendones, le indicó confiado:
“siga durmiendo; mañana amanecerá como nueva”. Y así fue.
Incomprensión. Eso fue lo que hubo entre él y
su esposa. Ya lo dijo en sus canciones. Por eso se separaron hace más de 10
años. Después de eso postergó mucho tiempo su llegada a Medellín. Era su meta.
Para la actividad musical, aquí hay más oportunidades.
A su arribo hace cinco años, se situó en el
Parque de Berrío y desde el primer día se dio a la tarea de encontrar la mejor
voz para sus canciones. Fue entonces cuando conoció a la Esmeraldita de
Antioquia. Con ella, Los Sureñitos ya grabaron una canción para un compilado de
artistas callejeros auspiciado por la Asociación de Entidades Culturales, en el
cual incluyó Gracias a mi padre, con una
variación: la composición original alude a un padre muerto –el suyo murió en
1978- y está narrada en pasado, en tanto que en el disco quedó en presente,
dedicada a un padre vivo.
Hernán compone dondequiera que esté. Donde lo
encuentre una idea, se sienta y la apunta; donde lo halle un enfermo, allí lo
compone. Con sus canciones recorre la ciudad; con su don de sobandero, también.
“Me han llevado a distintos barrios; a Santo Domingo Savio”. Algunos le dan más
de lo que se imagina; otros, apenas sí le entregan una moneda, pero él la
recibe sin lamentarse. Con ella va recogiendo para pagar los cinco mil pesos,
el costo diario de su pieza de hotel.
Gracias a mi padre
A cappella, en pleno centro, con el bullicio de
pregoneros, el ruido de automotores, del metro, de truenos lejanos, Hernán me
canta:

Yo le agradezco a aquel ser que fue mi padre
porque sin él no habría nacido yo.
Muchos aprecian y valoran a su madre
pero a su padre no le dan ningún valor.
Yo, al contrario, quiero mucho a mi padre,
que de mi vida él es la fuerza mayor.
Muchos dicen que padre es un cualquiera.
Yo los entiendo, no saben comprender,
que fue por Dios y por la Naturaleza
todos venimos de este bendito ser.
En honor a nuestro padre me dirijo.
Que muchos hijos no valoran lo que somos,
los sacrificios que hace un padre responsable
por dar crianza y una buena educación.
Después de Dios, ellos son segundos padres
y se merecen de una vida lo mejor.
Que por amor nos trajeron a este mundo
por el poder y la voluntad de Dios (bis).
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crónica, curanderos, john saldarriaga, Medellín, músicos callejeros,salderrio, sobanderos
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La mujer que
cambió el azadón por la cruceta
Vladimir le tiene el himno a Medellín
1 comment
1.
carlos
sanchez • 8
years ago
john jairo lo felisito por
sus cronicas son muy interesantes desde aqui en orlando [e.u.] de perte de
miesposa y mio que dios le de mucha salud y sabiduria.
Ese huevo tiene su salecita
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19. Ago 2010
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Más que todo los fines de semana y más que nada
en la noche, en el parque el huevo hierve.

El Parque del Huevo es un triángulo escaleno de
cemento, interrupción de la calle maturín. Uno de sus lados está formado por la
carrera Niquitao; el otro, por la carrera El Palo. En el vértice del ángulo más
agudo, en el que las dos vías se convierten en una sola como dos ríos que
juntarán sus aguas, hay una gruta que guarda la imagen de yeso de la Rosa
Mística, “donada por los conductores de taxi del sector de El Huevo, en 1994”.
También suele haber basura.
Sentados en la jardinera de un carbonero
africano, decenas de personas observan la vida pasar.
Darío Díaz y Gilberto Vélez son dos de ellas.
Se sientan allí desde que la tarde cede y el Sol en el poniente hace pensar que
por allá muy lejos, en el Chocó, hay un incendio cuyas llamas altas van a
incinerar el cielo.
Al calor del fogón que a esa hora enciende
Pedro Pablo Montoya, ellos conversan o simplemente callan y existen apenas
haciendo de testigos mudos del agite. Mencionan el tiempo en que esto era un
pantanero, critican a quienes vienen al Parque a beber licor y, de pronto,
resultan hablando de fútbol. Y en breve, sus palabras van quedando envueltas en
el conmovedor olor de las rabadillas de pollo, que atormenta los estómagos
rugientes de los camelladores que poco a poco van colmando el Parque. Pintores
de talleres de publicidad exterior, tipógrafos, obreros de fábricas,
vagabundos, drogos, mujeres de la vida; en fin, una fauna variopinta se va
dando cita allí con el único ánimo de dejar que les dé el aire, de parlotear un
rato, de matar el tiempo.
Porque como dice Andrés, el pintor de vallas
que suele acudir de tarde en tarde a sentarse con Margarita Arenas, la
vendedora de cigarrillos Soberano, Montero, Líder y Sport, del lado de
Niquitao, “¿Uno qué se va a ir a hacer tan temprano a la casa? ¡Empezando
porque yo vivo solo!”
Pedro Pablo y Margarita administran la Virgen.
Limpian y pintan la gruta; no dejan que se la coma la mugre. Hace unos meses,
ella tuvo la idea de poner entre la reja una alcancía. Y ambos cultivan la
costumbre de introducir por su ranura las monedas del Nombre de Dios, la
primera venta. Conductores también se apean un momento para persignarse, rezar
una salve y depositar alguna moneda. De ahí pagan los gastos del mantenimiento,
claro está, y en diciembre la adornan con luces de colores, arman un pesebre
ecológico a sus pies y alrededor de éste rezan la Novena del Niño Jesús y hasta
les alcanza para comprar regalos para los chicos del sector.
Hace unos meses la abrieron para darle el
dinero a Javier Vasco, un vendedor de tinto, otro de los “dueños” del Huevo,
pues había permanecido enfermo varios días y debía remontar el negocio.

Ahora que viene al cuento, este Javier sí que
es un personaje. ¡Más de dieciocho años en ese sitio! Como vive a media cuadra
de allí, por Maturín, a pocos pasos de la gallera Vallenatísimo, no llega tarde
al trabajo. Se levanta a las cuatro de la madrugada, prepara café para una
docena de termos, los mismos que tiene que llenar cuatro veces en el día –el
cual termina para él a las once de la noche-, pues así es el movimiento en esta
esquina. Va empujando su cochecito, cuyo uso original era el de transportar un
bebé, y se detiene por ratos a mirar no más, sentado en una butaca de plástico
que carga en el coche. O a conversar con los demás vendedores del Parque.
Piensa en todo. En su surtido tiene, al lado del radio de pilas que le canta
todo el día, pastillas para el dolor y jarabe para la tos, para desvarar sobre
todo a los enfermos de la noche o la madrugada, cuando es difícil hallar una
droguería abierta.
Es de noche. En el aire negro deambula una
multitud en todas las direcciones. En el espacio por el que hasta hace un más
de un lustro pasaba la calle Maturín y que fue encementado para formar el
Parque, Amparo Díaz –una chocoana llegada al Huevo desde hace siete años-
enciende su infiernillo para freír chorizos, chicharrones, salchipapas,
patacones –que vende coronados de queso-, y longanizas. Se queja porque los
policías del Espacio Público no la dejan quedar un poco después de la
medianoche, que es cuando los rumberos salen hambrientos de la gallera.
Aunque es consciente de que la más agobiada por
esta medida es la viejita Lorenza, una sincelejana que vende pescado más que
todo a los costeños que oyen vallenato. Por cierto, ¿qué pasaría que hoy no
vino la pescadera?
Se acerca un pregón amplificado por un
megáfono. Es un vendedor de mandarinas que empuja su carretilla dirigiéndola
mediante una cabrilla de automóvil. “¡Para terminar, señores, cuatro mandarinas
por mil! ¡Llevando la mandarina, pueblo!”
Javier comenta que ese hombre llega al Huevo
cuando en Junín ya no tiene mucho qué hacer. Y aunque ese pregón se confunde
con los pitos de los colectivos de Enciso y los rugidos de los buses de
Circular, crea más confusión que todo lo demás.
Es un alivio cuando, media hora después, el
frutero abandona el sitio, calle arriba.
Son las nueve y el Parque va dejando de ser un
lugar de paso para convertirse en un conjunto de corrillos. Las personas se
reúnen alrededor de los bombillos de las ventas, como mariposas atraídas por la
luz, y beben licor, fuman, ríen, sin prisa porque mañana, sábado,
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crónica, El Huevo, Espacio Público, john saldarriaga, Medellín,parques, Plazas, Plazoletas, salderrio
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Vladimir le
tiene el himno a Medellín
La muerte y la muerte de un hombre de malas
2 comments
1.
alejandro • 8 years ago
gran crónica, esto es lo
que debería publicarse y no las pendejadas de puentes recién inaugurados y
plazos sin cumplir.
2.
HECTOR
JAVIER MUÑOZ • 8
years ago
UN CORDIAL SALUDO.
ESTE SITIO DEL HUEVO,LO LE
LLAMO EL MALL DEL HUEVO,ES UN SITIO MUY TRADICIONAL.HACE MUCHOS AÑOS EN ESTE
SECTOR ERA DONDE SE COGIAN LOS TAXIS EXPRESOS PARA VIAJAR AL VIEJO CALDAS,ERAN
LOS FAMOSOS TAXIS TIPO GUANABANA.
AHORA,ESTE LUGAR ES UNA BOMBA DE TIEMPO EN TODO
SENTIDO:DROGAS,ARMAS,PROSTITUCION,ABUSO DE MENORES,BASURAS,INVASION DE ESPACIO
PUBLICO,NEGOCIOS SIN LAS MINIMAS NORMAS DE FUNCIONAMIENTO.
QUE BUENO SERIA QUE LA ALCANDIA,REORGANICE ESTE TRIANGULO,PUES ES UNA DE LAS
CARAS DE ENTRADA AL CENTRO.
Vladimir la tiene el himno a Medellín
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09. Ago 2010
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Como Medellín no tiene himno, Vladimir Tobón,
el mismo que inventó el calabacorde, le compuso uno, con letra y música.

Fotos Manuel Saldarriaga
Medellín la ciudad de las flores
de Antioquia la gran capital;
es un sueño de lindas mujeres
que se extiende en el valle ideal.
Es la villa de La Candelaria
la que todos debemos querer
y por ella va a Dios la plegaria
por la paz y el amor al deber.
Y lo ha entonado con sus coros y sus grupos
instrumentales en muchas presentaciones, incluso en el Concejo de Medellín y la
Asamblea de Antioquia. Y hasta los concejales y diputados, así como los demás
presentes, se ponen de pie al escuchar las notas marciales, sin que ese sea el
himno oficial. En su programa radial Nuestra Música, que se emite los domingos
a las seis de la tarde por la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia,
lo ha pasado varias veces.
Entre un cofre de verdes montañas
mi ciudad desde lejos se ve
rodeada de breñas y rocas,
que nos hablan de un pueblo con fe.
Vladimir Tobón es un yarumaleño nacido en 1953,
criado en Guadalupe en una finca que será inundada en el proyecto energético
Porce III. Se crió entre libros. Los leían sus tíos, alumbrados por lámparas de
petróleo o aceite de higuerilla. Erasmo, Víctor Hugo, muchos clásicos contaban
a ellos sus historias, a través de la voz de alguno de esos inquietos
parientes.
Son sus gentes un rico tesoro;
juventudes que quieren volar,
nuestros niños que son el futuro
de una hermosa ciudad ejemplar.
Vladimir llegó a este cofre de verdes
montañas cuando tenía 18 años, acompañado de una tía y una guitarra hecha por
él mismo de muestra de otra, y se radicó en Sevilla. A pie regresaba de su
colegio en Robledo y después de Bellas Artes, donde estudió música.
Medellín la de los silleteros
es modelo de empuje y tesón
donde nacen los grandes proyectos
que dan gloria a esta bella nación.
Todavía recuerda ese sentimiento inicial de
recién llegado a la ciudad. Una mezcla de ansiedad, asombro, curiosidad y
susto. Ese edificio Coltejer que apenas se estrenaba. Esas avenidas anchas…
Medellín donde el arte engalana
sus museos, sus calles y parques
urbe donde quiso Botero
de su obra dejar la gran parte.
Desde muy pronto descubrió los encantos del
centro. Uno de ellos, el de juninear y terminar en la esquina de La Playa
hablando con Crecencio Salcedo, el compositor del Año Viejo, que se situaba
allí a vender flautas.
Paraíso donde las orquídeas
suavemente sus flores despiertan
invitando a las gentes que vengan
a una tierra de puertas abiertas.
“El Teatro Pablo Tobón marcó mi vida: fue allí
donde por primera vez, invitado por un amigo, asistí a la ópera”.
Medellín la ciudad prometida
con su metro conquista el poder
y tener el derecho a la vida,
es de todos anhelo y querer.
“Las personas que no nacimos en Medellín
tenemos hacia ella un gran sentimiento de gratitud. En mi caso, aquí es donde
he logrado ser lo que soy, como músico y como persona”.
Desde el sur hacia el norte mi río
va alejándose en suave rumor
adornado de un fresco plantío
que da vida y encanto de amor.

Y esa gratitud la expresa hasta en el nombre
que da a una fiesta que realiza en Bellas Artes, en el segundo semestre del
año, a la cual invita a músicos de diversos ritmos.
Lucharemos por los ideales
de justicia, de paz y de amor
honraremos con verdes laureles
el presente de un tiempo mejor.
Y para los que se quedaron con la palabra
calabacorde en su mente, sepan que es un instrumento de cuerda cuya caja de
resonancia es un calabazo. Vladimir suele usarlo en algunas de sus
presentaciones.
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calabacorde, crónica, crónica urbana, himno de Medellín, john saldarriaga, Medellín, salderrio, Vladimir Tobón
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Se componen
tobillos y canciones
Ese Huevo tiene su salecita
10 comments
1.
Luis
Fernando Zuluaga Palacio • 8
years ago
Saludo cordial para mi
paisano, y felicitaciones por la labor que realiza en bien de la música y en
general de las artes. Su último dueto presentado en Copacabana y Cotrafa,
convence. !Animo¡
2.
Guido • 8 years ago
Felicitaciones profe
Vladimir, aún recuerdo cuando en el colegio La Salle de Bello nos enseñaba el
valor de las notas musicales. Me alegra que siga trabajando por nuestra cultura
Antioqueña.
3.
maria
luisa jimenez v de rocha • 8
years ago
ese imno es lo mejor que le
pudo aver echo a nuestra amada tierra porque tal y como la descrive asi es mi
querida medelin gracias vladimir antioqueño tenia que ser
4.
Luz
Marina Dominguez Salazar • 8
years ago
QUE BIEN QUE ALGUIEN LE
HICIERA UN HIMNO A NUESTRA LINDA TIERRA. MEDELLÍN TIERRA DE GENTE EMPRENDEDORA
Y CORDIAL, AMABLE CON LAS PERSONAS DE CUALQUIER PARTE DEL MUNDO QUE LOS ACOGE
CON CARIÑO Y RESPETO. ME PARECE MUY BONITA LA LETRA Y SI LA SUBEN CON MÚSICA,
PARA PODERLO ESCUCHAR, SERIA UN GRAN REGALO PARA PODERLO APRENDER Y CANTARLE
CON AMOR A NUESTRA LINDA MEDELLÍN.
5.
Rosa
Bonza • 8 years ago
Realmente lindo,muy lindo.
Gracias. Por amar a MEDELLIN es nuestra tacita de plata.
6.
jose
juvenal grisales lopez • 8
years ago
Yo creo que a pesar de todo
y con mucho respeto , aun hay gente desubicada. Claro que Medellín tiene himno,
es el mismo himno de Antioquia, averiguen y verán que hay un acuerdo del
Concejo que lo dice, busquen. Además, porque la ciudad debe tener himno?, con
el de Antioquia ( y Medellín es Antioquia) basta. Somos una misma cultura, una
misma etnia, una misma razón de vida , etc. O estoy equivocado ? Gracias
7.
atv
tire guy • 8
years ago
Next time you should
condense your post, try to leave out the parts that people skip.
8.
johana
rios • 8 years ago
Medellin que linda ciudad
se merece esto y mucho mas. gracias a aquellos que llevan la ciudad en su
corazon. MEDELLIN TE AMO MI LINDA TIERRA
9.
Johana
Arboleda • 7
years ago
Mi corazón se llena de
alegría al saber que nuestra tierra tiene personas pujantes y orgullosas de lo
que son y lo que representan.
¡Gracias!
10.
Clara
Inés González Rozo • 6
years ago
Excelentes obras de este
gran maestro, y si Medellín “ya tiene himno” como dice un comentario, que mejor
que tenga dos y más compuesto por este gran SER HUMANO.
FELICITACIONES A MEDELLÍN POR SU HIMNO Y AL GRAN MAESTRO QUE LO COMPUSO.
Las muertes simples III
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21. Sep 2010
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General
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A veces los dioses, o los Ángeles de la Guarda,
como que se distraen y permiten a unos una muerte indigna, una muerte más bien
ridícula, que no corresponde a una vida decorosa que llevaron, en la que se
registran hazañas o, al menos, actos útiles a la humanidad y el Universo.
Durante la vida, los humanos pasamos haciendo
cosas significativas que le den sentido a la existencia. Incluso procurando
inmortalidad. Esta búsqueda de significación debería hacernos merecedores, al
menos, a muertes poco ridículas. Pero a veces, las muertes más simples y
absurdas salen al paso.

Nodar Dumbadze
Recuerdo que hace más de 10 años leí un cuento,
en una revista de Literatura Soviética de 1978, que llegó a mí de una manera
que ahora no recuerdo. Se titulaba “Diderot”, de un autor llamado Nodar Dumbatze,
un sujeto que, según la publicación, había nacido en Georgia en 1928, recibió
el premio Komsomol de la URSS y el premio Sota Rustaveli. De él jamás he vuelto
a leer una línea. Pero esas, las de “Direrot”, son fabulosas.
Diderot era un personaje popular, que no hacía
gala del talento del célebre enciclopedista de la Ilustración francesa. Al
decir de su autor, se había quedado en el dos por dos y en el tres por tres.
Era el hazmerreír de chicos y holgazanes del pueblo, Guturi, quienes le habían
puesto tres apodos que, como el término lo dice, se habían apoderado de su
nombre. Sus hazañas: arrancar la corteza de las castañas con la planta del pie
descalzo y cargar pesados fardos. Era el hombre más fuerte de Guturi.
Para quitarse de encima las burlas, Diderot
participó en la recolección de la hoja del té, como cargador. Transportó sobre
sus espaldas la canasta y las bolsas con toda la producción del pueblo, tan
apretada que comenzaba a salirle el zumo. Cuando recorrió los 300 metros hasta
la báscula, se desplomó y cuatro hombres levantaron con dificultad la mies para
pesarla. 141 kilos. Y Diderot se alejó sin que le gritaran sus apodos ni le
lanzaran sus burlas, por primera vez en su vida. De algún modo, era un héroe.
Se había ganado un respeto.
Pero esa máquina de cargar, su cuerpo, se
reventó. Se fue a casa junto al río, se acostó en su cama para dormirse y
después morir. Sí, morir. ¿Quién habría de pensar que esa ocurrencia, cargar la
pesada canasta, acabaría con su vida? No puede haber una muerte más tonta.
Ahora, pasemos al presente y a lo que se
denomina, no sin cierta discusión, la realidad. Hace unos días murieron unos
tipos en Cali por muy poco. Se lo escuché al Negro Álvaro Miguel Mina, el
periodista radial, en la mañana del domingo 22 de agosto: varios obreros de la
construcción se reunieron desde las nueve de la noche de la víspera, sábado, a
celebrar el cumpleaños de una tal Doris y de un tal Germán, en la vivienda de
alguno de los dos, situada en el barrio Terrón Colorado.
Cuando ya la reunión llevaba un rato y los
participantes estaban borrachos, llegó a escena un “alias Pacho” y le tocó la
cara a un tal Marcial, otro de los tipos que festejaban, quien también estaba
jaladito. Marcial se disgustó y se fue a casa.
El Negro Mina no dijo en su noticia si se
trataba de una charla, pero, como haya sido, nada cuesta imaginar que con esta
acción, el macho Marcial sintió herida su hombría.
Esto parece confirmarse en que minutos después regresó al sitio de la fiesta
para aguarla.
Llegó con un arma de fuego, y disparó a unos y a otros. Mató a Germán, el
cumpleañero; así como a Juan Estiven, un menor de quince años; a Jorge Enrique,
y a Nelly, además de causarle heridas a Doris, la otra agasajada.
Cuando Marcial intentaba escapar, siguió
diciendo Mina, apareció en la escena el mismo alias Pacho, quien lo acribilló a
balazos.
Cinco muertos porque un hombre le tocó la cara
a otro.
Otro Ángel de la Guarda bien descuidado fue el
de un hombre del occidente de Medellín, quien apenas dos días después de haber
sido sometido a un bypass gástrico, la cirugía con la que le reducen el
estómago a los supremamente obesos, tuvo poco tino y mucha hambre, de modo que
se comió un plato de mondongo. ¿A quién se le ocurre semejante insensatez?
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john saldarriaga, Muertes curiosas, Nodar Dumbadze, salderrio
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La muerte y la
muerte de un hombre de malas
Conversaciones con un extraterrestre
5 comments
1.
ana maria perez • 8
years ago
me fascina leer tus
cronicas. buenisimo este articulo
2.
ana maria perez • 8
years ago
excelente como siempre, me
encantan tus articulos
3.
clara
velasquez • 8
years ago
terminaremos de Diderotes?
buenísima tu “inflexión” sobre la realidad que nos toca y toca
4.
Elise Fitzgerald • 7 years ago
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Cyrus
Stufflebeam • 7
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While I can appreciate the
points in SalderrÃo » Blog Archive » Las muertes simples III, I am sick and
tired of hearing rubbish about the “economic recovery”. The US government
borrowed and spent $6.1T over the past 4 years to generate a cumulative $700
billion rise in the country’s GDP. That means we’ve borrowed and spent $8.70
for every $1 of nominal “growth” in GDP. In constant dollars, GDP is flat,
we’ve got no “growth” at all for the $6.1 trillion. In constant US dollars, the
gross domestic product in 2011 might go back to the 2007 level, if the US
economy continues “growing” at the same rate reached in the first ninety days
of 2011. If not, then the GDP will actually be below pre-recession levels.
There is no recovery, the facts prove it.
La muerte y la muerte de un hombre de malas
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10. Sep 2010
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Ya Francisco Javier Castrillón se gastó sus
siete vidas. Le han hecho cinco cirugías invasivas, incluyendo una de columna
vertebral; lo atropelló un bus de Villa Hermosa; se cayó de un andamio de
construcción, desde una altura de más de veinte metros, y ha sufrido dos
fulminantes. Y sigue tan campante, revisando resistencias de fogones en una
esquina del centro de la ciudad, como si nada. Pero él piensa que es un tipo de
malas.
Si uno le pide, muestra el prominente abdomen y
la espalda llenos de cicatrices, como un mapa. Por este punto -señala una
cicatriz redonda en la parte inferior derecha, sobre el cinturón- me
alimentaron un año.
Sentado en un banco de madera en la acera, sin
local, el reparador de fogones eléctricos da la espalda a la vida, al mundo que
transita por Tenerife con Ayacucho. No para mientes en quien pase detrás suyo.
Saluda cariñoso cuando las muchachas de los almacenes de telas del sector
–donde todavía venden la tela por kilos-, le dicen “adiós abuelo”, “hola, amiguito”
y él queda contento. Esos saludos de las mujeres jóvenes alientan su aporreada
humanidad de 74 años para soportar diez horas a la intemperie.
Oriundo de San Vicente, pueblo situado a una
hora de Medellín, hacia el Oriente, tuvo almacenes de electrodomésticos bien
constituidos. Precisamente ese de telas en cuyo frente se le ve doblar el lomo,
enfundado en una bata azul de laboratorista, fue uno de los que ocupó por más
de quince años. A una cuadra de allí, en la carrera Cúcuta, está otro que ocupó
por un tiempo similar. Pero, no sé, la inercia que impide cambiar con los
tiempos, lo fueron sacando del grupo de comerciantes establecidos para dejarlo
en el de los marginados.
Cundo lo vi, estaba poniendo las terminales de
un chequeador en los puntos de corriente de tres resistencias de fogón, que le
vendería a un hombre. El bombillo colgado en un clavo de la pared, encendía
cada que esas terminales hacían contacto con los sitios energizados. “¿A cómo
es que me dijo? ¿A cinco mil?” Preguntó el otro. “A seis mil cada una”, aclaró
el de malas. El cliente no reclamó. Vio a Castrillón envolver las piezas en una
bolsa plástica que extrajo del cajón metálico pegado a la pared, como una caja
fuerte, en el que también guarda cajas de acrílico con tornillos, tarros de
galletas con tuercas y arandelas; repuestos de fogones; resistencias y demás.
El cliente pagó y se fue.
¿Cómo va a ser de malas, le alego, si cayó de
un alto andamio y no quedó sufriendo ni de dolores de cabeza? ¿Si lo atropelló
un bus de Villa Hermosa y sintió que su cabeza era empujada por una de las
doble llantas, justo en el momento en que el conductor frenó movido por el
grito de su hijo: ¡ay, ese bus mató a mi papá! y no se le estalló la testa por
una centésima de segundo? ¿Si le han dado dos fulminantes, tras los cuales, los
médicos lo han declarado muerto, abandonando todo intento de reanimarlo, y se
disponen a elaborar su certificado de defunción, y su organismo vuelve a la
vida por sí solo, como si la muerte hubiera enmendado sendos errores que le
costarían el puesto?… Para no hablar más.
Tal vez sea cierto –expresa-. Pero es que uno
no ha hecho más que trabajar como una hormiga esclavizada por el ejército
enemigo y no ha podido conseguir casa.
En tres oportunidades, cuenta, ha estado a una
distancia menor que una arandela de ese tarro de conseguir vivienda.
Una vez, hace más de treinta años, un viejo
comerciante del sector le dijo que le regalaría una finca en Guarne. Yo ya
estoy muy viejo, le dijo ese anciano. No puedo bregar la tierra y si consigo
quién me la administre se queda con ella. Así, más bien se la doy a usted de
una vez. Hoy es viernes. Venga el lunes con dos testigos.
El lunes al fin llegó. Radiante, el de malas
acudió con dos personas a Ayacucho con Cúcuta a buscar al generoso. ¡supiste lo
que le pasó a don Francisco? Le preguntó un vendedor en la esquina por todo
saludo, apenas lo vio llegar. Murió el domingo de un ataque al corazón. Buena
gente el viejito. Dicen que no dejó viuda.
La segunda vez fue que lo apuntaron para un
subsidio de vivienda, de esos que entrega el Gobierno. Le hicieron los chequeos
médicos y vieron que tenía una hernia de columna y le dijeron: usted no puede
trabajar ni pagar. Y lo borraron.
¿Una hernia? ¡Claro!, recordó de inmediato el
de malas. Fue por una fuerza mal hecha. Una vez hace diez años, trabajando en
la fábrica de cigarrillos, alzamos entre seis hombres una pesada plancha
metálica. Los dos que venían por el lado mío cayeron y el peso me quedó a mí
solo por un rato, mientras volvieron a acomodarse. Y vea pues que ese esfuerzo
me causa una hernia de columna.
La tercera, un hombre prometió regalarle una
casa en Colinas de Belencito. Pero no ahora que están matando por ver caer en
esa comuna 13, sino hace tiempos, cuando era un barrio más amable, dice. Y,
para no dar más rodeos, pasó lo mismo: el hombre dadivoso murió antes de
consumarse el traspaso.
¿De malas? Tal vez, para el asunto ese de la
casa. Pero si uno vuelve a pensar en el andamio, en la doble llanta del bus, en
los fulminantes…
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crónica, crónica urbana, economía informal, john saldarriaga,Medellín, personajes de la calle, rebusque, salderrio
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Ese Huevo tiene
su salecita
Las muertes simples III
4 comments
1.
eduardo
gonzalez r • 8
years ago
es un buen relato pero
podria ser mas extenso contando mas detalles , gracias
2.
ana maria perez • 8
years ago
como siempre, buenisimo su
articulo john
3.
Informacje z Sieci • 8
years ago
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Scott Wilchek • 7 years ago
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Conversaciones con un extraterrestre
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04. Oct 2010
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-Uno puede domesticar fácilmente una cacatúa y
llevarla al hombro dondequiera –dijo el poeta Jaime Jaramillo Escobar-. Por mi
parte, una vez tuve una ardilla que llevaba al hombro a todas partes.
-¿A todas partes es a todas partes? –Le
pregunté.
-A todas partes es a todas partes. –Me contestó.

Poeta Jaime Jaramillo Escobar (X-504).
Fotos de Donaldo Zuluaga.
Después del almuerzo en el comedor del Teatro
Matacandelas, donde estuvo ensayando la lectura teatralizada de su libro Tres
poemas ilustrados (Tragaluz
Editores, 2007), habló de pájaros y de otros animales. Contó que una vez tuvo
una habitación para más de cien pájaros diversos. Tenía para ellos ramas de
árboles para que se posaran y les dejaba la ventana abierta en las mañanas para
que salieran. Regresaban por la tarde. “Ellos sabían, cuando los regañaba, que
los estaba regañando”. Habló de un mayo –“¿saben que el mayo no canta más que
en el mes de mayo y el resto del tiempo permanece mudo?”- Lo recogió pichón y
le tomaron una fotografía que se volvió famosa. No sabía qué podía comer. Le dio
papaya y comió, pero sabía que sólo con papaya él ave no iba a estar bien.
Creyó que le podían gustar gusanitos, de modo que cortó tiritas de carne y se
las recibió. Trató de que se fuera, pero todos sus esfuerzos resultaron
inútiles. Una vez lo dejó afuera del balcón, sin comida, “para que se fuera y
recobrara su ser”. Se fue, pero le dio la vuelta al apartamento y fue a la
ventana del cuarto donde estaba Verano Brisas, el autor de León hambriento el
mar, y picoteó el vidrio para que le abriera. “¿Cómo pudo ese pájaro saber que
dando la vuelta a la casa podía llegar a esa habitación?”
-Para que eso se entienda –intervino Verano
Brisas- hay que contar que yo estuve viviendo ocho meses en el apartamento de
Jaime, cuando regresé de Segovia, donde ejercí la odontología. De allá, mejor
dicho, me echaron.
-¿Tenía nombre? –Inquirí.
-Le decíamos Mayito, porque lo encontré
pequeñito.
De haber estado allí, en el comedor del
Matacandelas, el poeta Darío Jaramillo Agudelo, autor de Gatos, habría dicho:
-No es que Jaime sepa de pájaros: los pájaros
saben de Jaime. He sido testigo de cómo las aves buscan sus hombros o sus manos
para posarse, porque no le temen a su vibración.
El hombre invisible
Pero no se crea que el poeta de Pueblo Rico
habla mucho. No. Él es un hombre silencioso la mayor parte del tiempo. O como
diría el mismo Darío: “él es invisible”. Esas intervenciones suyas son
intervalos en su silencio, seguramente cuando los demás llegamos a un tema que
le excita particularmente. De resto, ese tipo casi calvo que tomó la sopa tras
haber mencionado que es nutritiva, es parco. Permaneció sentado juiciosamente a
la mesa con un bolso negro en su regazo. Comió poco. Cristóbal Peláez, el
director del teatro, se mofó de él porque parece un aprendiz de faquir. Este miércoles
accedió al menos a tomar sopa, aunque “tengo lectura de poemas a las cinco de
la tarde en el Instituto Tecnológico Metropolitano”.

X-504 está proximo a publicar dos nuevos
libros: uno de poesía y otro de cuentos.
-¿Es éste un capricho o hábito de místico?
-No. Es que tengo por costumbre, cuando voy a
hacer una lectura de poemas, no comer durante varias horas antes porque así
manejo mejor la respiración.
-¡Mentira! ¡Él no come nunca! -se hubiera
apresurado a decir Darío Jaramillo Agudelo, de haber estado allí-. Cuando va a
mi casa, mi mamá dice: ‘si Jaime toma la sopa, no se come el seco’. Él es
ascético.
“Jaime es uno de los seres humanos que menos
materia necesita para existir”, me había dicho Cristóbal después del ensayo
teatral.
Muchos coinciden en que Jaime Jaramillo Escobar
es el mejor poeta colombiano vivo. Que por culpa de su timidez no es más
reconocido. Está protegido del sol de las vanidades, lo cual a muchos extraña
por su oficio de publicista. El fundador del Nadaísmo, Gonzalo Arango, en su
reportaje El poeta X-504: un artista con placa de carro,publicado en Cromos hace ya 44 años y cinco meses, dos días antes
de su trigésimo cuarto cumpleaños -Jaime nació el 25 de mayo de 1932- dijo: “de
X-504 se dice que es el mejor poeta de nuestra generación nadaísta (con perdón
de los otros mejores)”.
Darío Jaramillo Agudelo también tiene ese
pensamiento. Verano Brisas dice que “pocos sabemos que estamos en presencia de
un Quevedo o de alguien de esa magnitud; sólo en unos años se logrará entender
su dimensión poética”.
Jaime, según contó en un reportaje, llama
timidez al respeto por los demás. Pero esa característica también se acompaña
de un desdén por la fama que no tiene par. Cuenta Darío que sabe de al menos
dos invitaciones a festivales españoles de poesía, uno en Logroño, otro en
Córdoba, donde tiene muchos seguidores, que ha rechazado. “Me encargaron: como
eres tan amigo suyo, convéncelo de venir. Le transmití la inquietud. Me dijo:
‘voy a pensarlo y luego hablamos’. Antes de cinco minutos abrí mis correos
electrónicos y encontré un mensaje suyo que decía: ‘Sólo sé que no quiero ir a
España y que no sé cómo decírtelo”.
Apenas ha salido del país a Venezuela, invitado
por el poeta Santos López (el autor de El cielo entre cenizas) a un festival de poesía y esto porque el
venezolano es un brujo indígena y lo amenazó con hacerle un hechizo en caso de
que no fuera.
Este hombre trasnochador y cibernauta, quien se
tomó la vocería de la Muerte y dijo un día para siempre “A vosotros, los
que en estos momentos estáis agonizando en todo el mundo: os aviso que mañana
no habrá desayuno para vosotros”, es un tipo natural del que todo el mundo sabe
que escribe y vive desnudo en su apartamento y ni siquiera corre a vestirse
cuando un visitante inoportuno llega, si se trata de uno de sus escasos amigos,
pues no tiene nada que esconder. Dio otra muestra de rigor tras el ensayo de la Velada
nadaísta, como
oportunamente alguno de los integrantes del grupo teatral denominó la
presentación de Tres poemas ilustrados. Vestido con camisa cerrada hasta el cuello y
pantalón con quiebre inmaculado, con una quietud de estatua, el poeta leyó con
su voz dramática y profunda el poema El circo:
Los
camellos de Arabia Saudita, como reyes destronados, con sus jorobas llenas de
oro, saltan con dignidad y con indiferencia un bambú atravesado a baja altura
sobre la pista principal. En la pista lateral los elefantes hacen maromas en un
solo pie, barritan para agradecer los aplausos, un niño llora. No debieran
traer niños al circo (…)
Mientras tanto, detrás de él se dibujaba, con
actores y actrices de verdad, una escena circense. Al terminar, como cualquiera
de los actores, recibió callado y disciplinado las observaciones de marcación
espacial del director:
-Cuando llegue a los versos sobre el poeta,
párese en este punto, más cerca al bordo del escenario.
Y él mismo, autocrítico, observó:
-Debo mejorar la subida de las escaleras. Esta
vez comencé a subir con el pie que no era.
De dónde vienen sus letras

Jaime Jaramillo Escobar es autor de
Poemas de la ofensa, Sombrero de ahogado, Poemas de tierra caliente, Alheña y
Azúmbar, Barba Jacob para hechizados, Método fácil y rápido para ser poeta,
entre otros.
Jaime Jaramillo Escobar “vive en una biblioteca
con cocina”, como dice Verano de su casa en Laureles. Allí, dos días después
del almuerzo en el Matacandelas, sentado ante su mesa de escribir a mano
-también tiene otra con su computador-, me habló sin prisa sobre su vida y sus
pensamientos, ante una ventana que dejaba ver la lluvia lenta de la tarde.
Contó, por ejemplo, que cuando tenía tres años de edad, su familia se trasladó
para Altamira, corregimiento de Urrao, acosada por la violencia
político-religiosa.
-Nosotros fuimos desplazados.
Su papá, Enrique, era maestro de escuela y en
ésta “había una biblioteca muy buena y como era hijo del profesor, yo tenía las
llaves”.
Su mamá, Amalia, era una artista. Pintaba al
óleo y bordaba. Y en las tardes se reunía a leer novelas con sus vecinas. Amalia, de José Mármol; Genoveva
de Brabante, de Christoph
von Schmid…
-Mi papá tenía una tienda y allí, en la noche,
llegaban contadores de cuentos acompañados de tiple. Muchos de esos cuentos
eran basados en Las mil y una noches. No había luz eléctrica. A mí, ese acto me
parecía muy bonito. Y en el recuerdo me sigue pareciendo bonito.
Fue actor de teatro. Participó en montajes de
vidas de santos. Después de que el profesor Gabriel Caro Urrego le enseñó a
leer y escribir, leyó la Biblia, la cual le pidió prestada al cura. La leyó como
un libro histórico y literario, porque desde ese tiempo fue intuyendo que “Dios
no creó al hombre a su imagen y semejanza, sino que el hombre creó a Dios a su
imagen y semejanza”.
Crecía también ese don de relacionarse con los
animales. Tuvo caballos amigos y supo que estos seres, cuando se sienten viejos
y saben que se acerca su final, vuelven a prados donde se criaron, aunque estén
lejos de allí.
En ese “tiempo inicial” era común escuchar que
los antioqueños se iban al Valle, entonces “¿por qué no me iba a ir yo?” A Cali
la relaciona con ríos y piscinas; a Barranquilla, con Meyra del Mar y el mar.
“Medellín es una ciudad para trabajar”.
El autor de Poemas
de la ofensa dijo que no le
tiene miedo a nada.
-¿Ni a la muerte? -le pregunté.
-Ni a la muerte -me contestó-. Temerle a ésta
es tonto, si sabemos que todos vamos a morir. Tal vez habría que temerle es a
las circunstancias en que se muera.
Mientras hablaba, lo escuchaba y pensaba: es
cierto lo que me dijo Darío Jaramillo para resumir las cosas: “al hablar de
Jaime no estamos hablando de un ser humano. Estamos hablando de un ángel.
Estamos en presencia de un extra terrestre”.
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Jaime Jaramillo Escobar, john saldarriaga, Medellín, Nadaísmo,perfil, reportaje, salderrio, X-504
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historia
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Las muertes
simples III
El Frito tiene sabor de barrio
3 comments
1.
elisa • 8 years ago
en el silencio de la noche
en mi apartamento en Chicago, mientras mi duendecito duerme y mi angel guardian
custodia sus suenos, leo su reportage y se me estremece el sueno, la ciudad y
por fin leo intrigada parte de la vida de Jaime Jaramillo Escobar. Gracias
2.
josefa
inés • 8 years ago
que maravilla descubrir
gente tan valiosa, y que para tantos es desconocido. La esencia está dentro.
Gracias por presentarnos este personaje tan maravilloso
3.
Stories • 8
years ago
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El frito tiene sabor de barrio
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14. Dic 2010
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General
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“Mucho gusto, Bernardo Uruburu. Nacido y criado en la Calle del Frito y
bautizado aquí mismo en la iglesia de San José”.
Así habla de sí el habitante más antiguo, 91 años, de ese rincón de El
Poblado conocido como Calle del Frito, que no es otra que la 9, del parque
hacia abajo, o sea, hacia el occidente.

Bernardo Uruburu
“Éramos pobres, a Dios gracias -continúa Uruburu, a quien encontramos en su
ritual vespertino de acudir a la tienda de los Saldarriaga, al pie de la
esquina del parque, en la entrada de la célebre vía, tomando café con leche,
porque es día ordinario; los fines de semana cambia por aguardiente-. Desde los
años 30 vivimos como arrimados en la casa de mi abuela. Mi papá murió en el 33.
Nos dejó nada más el ejemplo del trabajo”.
El Frito son dos cuadras que encierran vida, pasiones y leyendas. Una vida
que en el pasado muchos de los habitantes del resto de El Poblado, dueños de la
ilusión de pertenecer a mejores familias, como suele decirse, discriminaban.
Daban la vuelta por otra parte, con tal de no pasar por allí. Llegó a decirse
que en algún sitio olía a azufre.

Pablo, el de los Colbones, atiende un almacén de antigüedades.
“Antes del cincuenta -evoca Uruburu, ya parado en la esquina, con el
pocillo en la mano- en el Frito estaban los Lalos, que son de apellido Londoño;
los Macanas, que eran Restrepo, los Loaiza… Poquitos realmente”.
Los habitantes tradicionales recuerdan esa época en que la calle era un
fogoncito bullicioso, hasta hace unos 25 años, de distinta forma.
“Hoy se respira una santa paz. Lo mismo en semana que en fin de semana, e
igual durante el año que en diciembre”. Dice Fabiola Jaramillo, de los
Colbones. Así le han dicho a su familia, pues ha tenido una famiempresa de
pegante sintético para madera y papel, desde que se radicó allí con su esposo
hace 42 años, provenientes de Arboleda, Caldas. Su casa está ahora en esquina,
dos cuadras abajo del parque, pero en otros tiempos quedaba casi en mitad de
cuadra porque después de ella estaban las de las Macanas, Susa y Rosa. Murieron
ellas y demolieron las casas.

Fabiola Jaramillo, de los Colbones.
“En cambio antes, ¡bendito sea mi dios! -continúa Fabiola-, esto era un
alboroto. Vea que había dos familias, Los Grajales y otra que le decían Los de
Mi Mama, que hacían bailes todo el tiempo. De resto, ha sido una vecindad muy
unida. Cuando yo estuve enferma, todos vinieron a visitarme”.
Algunos vecinos de la primera calle que se trazó en Medellín, hacían bailes en
la vía. Los Marañas -de apellido Atehortúa-, se distinguían por tener
música de la Sonora Matancera, porros y cumbias de Lucho Bermúdez, y la hacían
oír desde la mañana del sábado y hasta la noche del domingo. Esta familia
también ha sido célebre porque uno de sus integrantes, Jesús, fue sepulturero
muchos años en el cementerio de El Poblado; su hijo, Félix, sacristán de San
José, y porque una nieta del primero murió sentada en plena misa hace dos años.
“Uno salía a barrer el frente -recuerda Alba Luz Acosta, la notaria número
25, que está feliz por haber podido establecer la notaría en su cuadra natal- y
escuchaba la música a todo volumen”.
Ella no lo dice como reproche. No. A pesar de que cuando era una
adolescente, sus padres no la dejaban salir a la calle, ni a ninguno de sus 11
hermanos y, más bien, consentían en que la barra de amigos entrara a su casa a
escuchar música, eso sí, a volumen moderado, y a tomar Coca-cola.

Entrada a la Calle del Frito, desde el Parque de El Poblado, Medellín.
Con Humberto Restrepo -un excalle 10 adoptado en el Frito, a pesar de la
rivalidad que había entre esas dos calles, pues vivía encantado con su ambiente
festivo y con las Acosta, en especial con Alba Luz- y con Esteban Botero -un
escritor que ganó un reconocimiento nacional con un trabajo sobre la primera
calle de Medellín y que en los sesentas era un iconoclasta irreverente que
llevó el marxismo y hasta el maoísmo a los muchachos de la cuadra y los salvó
de ser unas godarrias, como dicen ellos- está de acuerdo en que esa familia,
así como la de los Grajales, que llamaban los Pilsen porque reportaba buenos
ingresos a la cervecera, eran el alma de la Calle del Frito.
A esa algarabía se sumó, hace cuatro decenios, la de los ensayos de Los
Yetis. Juancho López, el conocido músico, vivió en esa cuadra y esa banda no
faltaba cada semana, acompañando a Vicky, Óscar Golden, Juan Nicolás Estella y
Harold, ídolos de esa época.
“Y aunque bien hay que decir -aclara Esteban Botero, saboreando un ron en
compañía de Humberto y Alba Luz, sentado a una mesa de reuniones de la notaría
cerrada- que la música del Frito no ha sido el rock and roll ni el rock, a los
muchachos nos atraían los Yetis porque era música en vivo. La música nuestra
puede decirse que ha sido la misma que ponían los Marañas: Sonora y cumbias”.
Sepulturero, sacristán, costureras, lavanderas, cocineras, cura, monja,
músicos, sastres, cerrajeros, tenderos… La Calle del Frito ha tenido de todo.
Y si en otra época hubo puestos de fritura a granel, hoy no faltan. En los
últimos quince años se ha llenado de restaurantes finos y tiendas de
antigüedades -allí está el Callejón de Anticuarios-.
Ahora hasta aquellos que se creían de mejor familia quieren estar en el
Frito. Preguntan si las propiedades están en venta. Y no les disgusta que
queden vecinos tradicionales, que dan el sabor de barrio que la ciudad va
perdiendo en otras partes.
“Pero la calle no ha cambiado mucho. Igual de angosta -explica Uruburu-. Yo
que manejé camión para carretera, cuando venía a la casa tenía que sacarlo en
reversa porque no daba para girar en la esquina. Las aceras eran de pipiripao,
hechas de ladrillo. Hoy es un poquito más larga; primero había un alambrado al
fondo, después de los Macanas… y nada más”.
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barrios, Barrios de Medellín, Calle del Frito, crónica, El Poblado,john saldarriaga, Medellín, salderrio
El duende
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23. Feb 2011
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General
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Foto tomada de Google.com
Alejandro Vélez es un jardineño que cuenta historias casi imposibles con la
naturalidad de quien cuenta un hecho corriente; los asuntos más normales. La
otra mañana, cuando hablaba con Norberto Agudelo, el director de la Casa de la
Cultura de Jardín, de quienCamila Avril, la bloguera, sostiene jovialmente que está completamente loco –y yo añado
que sin esperanzas-, se apareció el hombre con su figura alta y delgada, con
esa cara de paisa montañés que no le permite negar su origen. Se sentó a un
lado nuestro en una de las jardineras del patio central de la Casa y
aprovechando la breve pausa de un punto seguido en el relato de aquél sobre de
“la casa de las dos palmas”, no la novela sino la vivienda auténtica que
inmortalizó Manuel Mejía Vallejo en esa novela homónima que le valió el premio Rómulo Gallegos, incrustó su cuento del duende.
-¿Saben que en la casa de los Jaramillo, exactamente arriba de Macanas,
donde queda la casa en mención y al lado del río Dojurgo, habitó un duende?
»Pedro José Jaramillo levantó dieciséis hijos en su finca situada en el
ascenso a La Raya, cordillera que divide Caldas de Antioquia. Él tenía platica
porque trabajaba en la mina Las Mercedes, que por cierto dizque volvieron a
abrir. Nadie había querido abrirla en serio después de que se murieron esos
doce o trece mineros, ahogados cuando se les inundó el socavón, pues, como en
ese tiempo no existía técnica no los pudieron sacar.
»Bueno, pues, un duende perseguía a una de sus hijas, no sé a cual. Ya lo
olvidé. Si la chica pilaba maíz, le tiraba tierra en el pilón. Cuando comía, le
tiraba tierra en el plato. No la dejaba en paz. A ella le tenían que servir la
sopa en botella, como dice la canción de Celia Cruz; todo en botella.
»Ese duende se les volvió un personaje familiar. Lo llamaban Conejo. Silbaba y
llegaron a entenderle lo que decía en sus silbidos.
»A veces la traían al pueblo para que descansara del acoso de Conejo. Como
despedida, él, que se daba cuenta de todo, le decía: -Bueno, mi amor, no se me
demore mucho en el pueblo… Tal vez con silbidos, pero le entendían. Cuando
regresaba, él la esperaba en la curva del Madroño, en el camino viejo, una
trocha de herradura, la única vía que existía para ir de Jardín a Macanas y
Dojurgo antes de que construyeran la carretera, a un kilómetro de la cantera de
piedra, de la que extrajeron el material para construir la iglesia. ¿Saben que
Dojurgo quiere decir río de sal, en lengua indígena?
»En el pueblo había una cantina, La Cueva, de Antonio Ochoa. Y estando en
la montaña, el duende les decía a los Jaramillo: -Allá en La Cueva, ese hijo de
puta de Antonio está hablando mal de mí.
»El padre Jaramillo, ¿Francisco era que se llamaba?, iba de vez en cuando a
visitarlos para intentar sacar el duende de esa casa. Antes de que llegara el
cura, Conejo ya estaba enterado. Le decía a la muchacha: -matale gallina al
padre, que va a venir a sacarme a mí de esta casa.
»-¿Conejo, vas a tocar guitarra?, le decía alguno de los Jaramillo. –Metela
debajo de la cama, contestaba y al momento comenzaba a sonar el instrumento
allá debajo.
»-¿Conejo, querés fumar? –Meté, pues, el cigarrillo bajo la almohada. Y al
minuto se veía salir humo de debajo de la cama.
»Trataron de matarlo disparándole balas cruzadas, pero nada. -¡Si son tan
verracos, vamos a vernos al Morro de la Paila!, les decía a sus disparadores.
»Traían aguas de Roma, benditas por la propia mano del Papa, pero tampoco.
»Hasta que un día, un hombre que vive arriba, en La Raya, le dio una
puñalada a Israel valencia, en la zona de tolerancia, donde éste trabajaba.
Israel resultó ser el duende.
»No lo mató, pero lo sacó de esa casa.
»Dicen que Conejo vive ahora en Cauca. Es evangélico».
-¿Quién te contó esa historia?», le pregunté.
-Nadie. Yo la viví. Yo era un muchacho escuelerito, digamos que tenía siete
años. Hoy tengo cincuenta y cinco. Por esos días no se hablaba de otra cosa.
Y, tal vez para sacar del fardo de su memoria alguna otro cuento, preguntó:
«¿por qué están hablando de “la casa de las dos palmas? ¿Saben que Zurdo, el
pintor, se crió en ella?»
Y así, contando cosas como ésta, dijeron ambos, Norberto y Alejandro, hicieron
un trayecto de ocho horas en mula que separa a Jardín de Riosucio, atravesando
potreros, vadeando ríos y bordeando bosques de cedros, comino crespo, macana y
gallinazo. Y no se les hizo largo ese tramo que, al decir del Director de la
Casa de la Cultura, requiere una mula y dos culos.
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crónica, cuentos populares, duendes, Jardín, john saldarriaga,mitología, salderrio
Dormir en la calle
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31. Mar 2011
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Foto: Henry Agudelo
Es cierto que uno puede quedarse dormido en cualquier parte; donde lo coja
la noche o el sueño. Puede acostarse sin mayores misterios en la acera, luego
de tender un par de hojas de periódico -sobre todo una página con un anuncio de
cobijas de lana u otro en el que se vea a Natalia París ligera de ropas, para
tener dulces sueños o al menos evitar pesadillas-, un cartón o nada en
absoluto.
Alguien diría que no, porque amanece con el arenón del andén grabado en la
piel, pero eso es lo de menos: tres horas después de levantarse, se desmarca.
Destinar la noble escala de la catedral como almohada; otra menos noble, como
la de un almacén, o una encala del todo mezquina como la de un banco. Y para
sentirse protegido, uno puede dormir en el quicio de la Personería o la
Defensoría del Pueblo.
Pueden escogerse, para dormir, las rejillas de alcantarillado de las aceras.
Son tupidas y no se le va un pie por entre los barrotes y además desde el fondo
muy hondo del pozo -por lo general un charco en el que de día uno se refleja
como en un espejo negro, pero que de noche, obviamente, no se ve nada- emerge
un tibio vaho de los gases que expelen los líquidos que allí se vierten y así
es menos difícil conseguir calor.
En verano no hay tanto problema. Puede uno dormir en los prados y se
imagina que está acampando. Y si hay Luna, aunque hace frío, el ambiente puede
animar a caminar por el paseo del Río para más tarde dormir cansado en
cualquier parte.
En invierno, la cosa se complica un poco. Como no es común que uno tenga
para pagar una pieza -que las hay en Amador desde los mil quinientos hasta los
tres mil quinientos pesos, de acuerdo con las cobijas y el hacinamiento-, y
menos aun con los integrantes de la familia con los que hubo que salir volados
una noche de horror, entonces hay que “madrugar” a buscar alero ancho y no es
tan fácil. Hay mucha demanda. Son muchos los que van detrás de cualquier
techito y con el aumento acelerado de desplazados, la cosa se pone más dura. Y,
para acabar de completar, algunos bajos de los puentes los cerraron ya, los de
algunos edificios como el Coltejer los están clausurando por la noche con rejas
de hierro tal vez para que uno no entre, seguramente porque al día siguiente no
aguantaban el hedor a berrinche que dejaba ese ejército de destechados acosado
por el frío de la madrugada, y las vetas de orín en columnas y muros y debían
pagar a un fulano para que barriera y echara agua.
Por eso es que se ve un montón de gente hacinada durmiendo en Junín,
Ayacucho y Palacé y, en general, en cualquier acera, mientras esté permitido y
no las cierren también. Por eso se colman tanto de indigentes las orillas de la
calle Colombia, la de los bancos, que tiene aleros anchos. Se ven indígenas,
negros, mestizos, blancos y uno puede pasar desapercibido… una diversidad
cultural que se identifica sólo por la pobreza y la suciedad.
O uno puede también ponerle cuidado al asunto ese de la dormida en la calle. Y
hasta dignidad. Fabricar un cambuche de madera y plásticos que lo proteja en
parte del frío y provea de una especie de intimidad necesaria para la vida en
pareja; y si uno lo monta sobre cuatro rodillos para trasladarlo de un lugar a
otro, en procura del más adecuado, mejora todavía más el panorama. Para hablar
sin cortapisas, le sirve a uno hasta para fornicar. Claro, hay que cuñar bien
los rodillos para no ir a parar a otra cuadra.

Así, de esta manera más digna, duermen Olga María y Julio César, quienes
trabajan como quincalleros de día. De noche se encaletan en su cambuche de
madera, que, en comparación con los cientos de indigentes que se derraman por
ahí en las aceras, mitigan su deplorable situación.
Para mayor protección, lo llevan a los bajos del viaducto del Metro. No
sólo por si llueve, sino “que por ahí hay más vigilancia y lo cuidan a uno”. Es
que hay partes muy solitarias a las que temen hasta los mismos dueños de la
calle y de la noche.
Y aparte de la dignidad, eso de dormir por ahí tirado en cualquier parte
tiene sus desventajas. Además del frío (que es de suyo una razón de fondo,
porque después de ser una sensación, éste se convierte en enfermedad ósea y
hasta sanguínea y le aseguro que a las cuatro de la madrugada uno se transforma
en animal de sangre fría, como los sapos. Y entonces la palabra
aterido deja de estar en la página 108 del Pequeño Larousse -ese libro con
aspecto de almohada- y pasa a estar en la primera), pero, además del frío, como
venía diciendo, hay otras desventajas: cuando uno duerme en una rejilla, a
cambio de la relativa tibieza, el vaho tiene por momentos un olor nauseabundo y
puede producir algunas enfermedades respiratorias.
Además, pueden salir cucarachas y algunos otros bichos de hábitos nocturnos
declarados unilateralmente non gratos por la especie humana y de pronto invaden
el cuerpo que tengan a disposición.
Y hablando de cambuches, el de Olga María y Julio César está decorado por
dentro con afiches. Se destaca uno del Corazón de Jesús. En diciembre le
cuelgan guirnaldas para estar a tono.
Cuando amanece, lo trasladan hasta su puesto de trabajo, cerca a la estación
Prado del metro, donde venden los objetos que otros recuperan de la basura.
Pero muchas veces, entre el calor ya sofocante de la mañana, Olga María sigue
descabezando otro sueñecito mientras su compañero va organizando la mercancía.
Totalmente encerrada, no le incomodan los ruidos que produce él ni los de
cientos de personas que venden y compran cachivaches, ni los ruidos de los
carros que pasan por entre las dos filas de vendedores. Casi la encuentra la
mediamañana roncando, pero ella es feliz así.
El otro día, estando todavía acostada, la cabeza descansando en el cuenco
de su mano derecha, el codo sobre el colchón, la vi correr un poco la cortina
de plásticos negros para asomarse al mundo.
Percibió el intenso movimiento. Entre una multitud de vendedores y
compradores, su compañero sacaba de un costal objetos variados: aparatos de
teléfono, muñecas, sandalias, una abeja de plástico con ruedas que más parecía
una mezcladora de cemento, gafas completas e incompletas y las iba organizando
sobre un tendido de lona que fue blanco, dispuesto para tal fin en el borde de
la vía, por semejanza y tamaño como en una exhibición. Ese trapo daba cierta
dignidad a cosas que aparentemente no la tenían.
De pronto, una mujer ubicó una butaca junto a la cabecera de la cama de la
durmiente, para hacerle visita. A aquélla, la fuma ya se le estaba pasando.
Tenía todavía la lengua un poco pesada por el licor de la noche y la madrugada.
No parecía sentir el calor que inundaba el ambiente. Olga María le hablaba cómoda
desde su habitación móvil.
-Anoche estuve rodada, parcera.
-Eh, avemaría, ¡y no arrimates!… Yo hubiera salido…
-Ah, no caí en la cuenta, parcera. Y sabés qué, no he ido a la casa donde
la cucha… Es que cuando me ruedo por ahí, mejor no
voy. No me gusta tocar a media noche y despertar a la vieja… Ahora más
tarde voy…
-Y dónde estás viviendo.
-Pues, en Manrique…
-¡¿Estás viviendo en Manrique?!
-Pues, boba, en la misma casa donde he vivido siempre, vos sabés… Es que
eso ahí es Manrique…
-Aaah.
-¡Y el Julio es que está bravo?
-Ah, sí, pero se le va pasando… el día es largo y viene mucha gente… -dijo
Olga María subiéndose, pudorosa, el hombro de la
piyama que se había rodado por el brazo.
Y sólo en ese momento, con un Sol que comenzaba a volver pegajosa la vida,
a Olga no le provocó continuar en su lecho.
Comenzó, entonces, el proceso de levantarse, que puede durar media hora.
Cerró nuevamente el cambuche desapareciendo de la vista de todos y, al cabo de
unos minutos -¿se estará vistiendo entre tanto?-, salió del mismo, cerrándolo
tras de sí, para que no se vieran sus cosas. Lo cual, pensé, no pudiera hacer
si en lugar de cambuche durmiera a la luz pública.
En ese rápido abrir y cerrar de cortinas, adiviné otra ventaja del coche-cama:
uno tiene la posibilidad de guardar algunos objetos, sin tener que estarlos
cargando todo el día en un fardo.
La desventaja -porque nada es perfecto en la Tierra- es que uno tiene que
saber dónde lo deja, estar pendiente de él. Lo más recomendable es que trabaje
o haga la actividad de subsistencia sin despintarse del bendito carruaje en
todo el día. Así hacen Olga María y Julio César, aunque los domingos sí lo
dejan cuidando de algún parcero que no se vaya a mover y se van a andar por
Bolívar todo el día.

En Barrio Triste, al pie de ese puente peatonal sostenido por tirantes que
va a dar al Edificio Inteligente, permanece parqueado todo el santo día, todos
los días, un cambuche semejante. Pero sus dueños están por ahí cerca,
monitoreándolo. Y a él van llevando las cositas que encuentran y que les parece
de valor: una rueda, un cable, un leño. Y, en las noches, cerca de él encienden
un fuego y preparan comida.
…Uno puede dormir como y donde le plazca, es verdad. Puede dejarse caer no
más donde le coja la noche o el sueño, es cierto.
Sólo que es más recomendable armar un cambuche que lo proteja de la
intemperie y de la negra noche y que al menos permite
ocultar las miserias siempre en aumento en un país como éste, en guerra y
que condena a sus hijos a descender hasta “abismos no sondados”; a pasar de
vivir en una casa como cualquiera a dormir en la calle en un abrir y cerrar de
ojos. Un artefacto que brinda un toque ilusorio de decencia.
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crónica, Habitantes de calle, indigentes, Medellín
Los 80 la encontraron con el machete en la mano
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14. Abr 2011
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General
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Uno casi nunca ve agricultoras de ochenta años,
no porque no las haya: las hay y muchas, sino porque éstas no suelen estar
tirando azadón al lado de la vía para que uno las vea. Además, porque quien las
observa, con esa fuerza y esa habilidad, no cree que su edad se encumbre en
esas alturas. Tiene que ser que ellas mismas se lo digan. A veces, ni ellas lo
recuerdan. Y como lo olvidan, sus huesos y sus músculos también lo olvidan y,
así las cosas, un pie no tiene que pedirle permiso al otro, ni una mano a la
otra, para poder moverse, como ocurre con muchos mortales de tal edad.

Foto Donaldo Zuluaga
“No se ven porque no hay tantas. Son escasas
las campesinas de 30…” Me contradice un periodista amigo, ese sí de origen
campesino y, por tanto, habrá que concederle cierta credibilidad.
Sean como sean las cosas, una de ellas es Lucía
Rivera. Vive en San Vicente. La conocimos Donaldo, el reportero gráfico, y yo
en un viaje a Concepción puesto que su casa es cerca de esa vía que en invierno
–es decir, casi todo el tiempo- es un verdadero tragadal. Cultiva papas,
fríjoles y fresas. La visitamos después de golpear la puerta en una casa justo
al lado de la carretera, con la intención de comprar fríjoles. ¿Cómo es que
íbamos a estar en el campo y no íbamos a traer nada de lo que éste produce,
aunque fuera un puñado de fríjoles?
Ese es un pecado, como el de quien está en su
casa, va hasta la nevera, la abre y vuelve a cerrarla sin tomar nada de allí. O
peor. En esa primera casa, una chica, Alejandra, cuyo nombre estaba escrito con
lápiz en la puerta como suelen hacerlo los niños de todas partes, dueña de una
figura de dieciocho teniendo apenas catorce años, dijo que su abuela Lucía era
quien tenía algún producto e indicó que para llegar a su casa debíamos ascender
unos doscientos metros por unos rieles de cemento.
La encontramos con el machete en la mano, desyerbando un jardín de flores
encerrado en talanqueras de madera, para evitar que las gallinas o las vacas o
los caballos se comieran las flores. La casa tiene un corredor adornado con
canastas de begonias. También hay una que otra de estas plantas sembradas en
tarros.
De cabello corto, vestida con buzo de lana,
pantalón gris y tenis, la mujer no se inmutó porque nosotros hubiéramos
irrumpido en su propiedad. Tampoco su hija, Fabiola, sordomuda, que le ayudaba
en la labor. Como si fuéramos viejos conocidos, dijo por todo saludo:
-Aquí, limpiando las malas hierbas… Pero no, no
hemos podido con este jardín… -así siempre dicen estas mujeres: que no han
podido, pero uno ve el jardín verde y florecido.
Lucía salió de ese rectángulo de madera situado frente a la casa para
hablarnos. Fabiola siguió rozando.
La verdad era que los aguaceros sin cuento
habían desmejorado las cosechas, dijo la abuela. Sin embargo, para calmar
nuestro antojo, decidió recurrir al fríjol que tenía secando sobre un costal en
el suelo bajo un sol húmedo e indeciso. y dos bultos llenos hasta la tercera
parte, para escoger de allí el grano que habría de vendernos. La seguimos a la
cocina de techos altos y un poco ahumada por el fogón de leña, lo cual
oscurecía un poco su atmósfera. La máquina de moler siempre armada. Una piedra
de metate, contrastaba con los poyos de baldosín azul. Volvimos a salir al
corredor y cuando Lucía se acuclilló un largo rato para recoger puñados de
fríjoles –cuidando de evitar los granos podridos, “no sea que llegue a su casa
y le digan que quién le vendió esos fríjoles podridos” y regañándome
amablemente cuando, por hacer lo mismo que ella, incluía como buenos los malos-
y soplar la basura de hojas secas y pequeños tallos, Fabiola abandonó el jardín
y dirigió sus pasos a la cocina. Preparó jugo de uchuva para todos. Nos lo
entregó sonriente. Su madre contó que ella, su hija, estuvo diez años
estudiando en el colegio de sordos, de Medellín, y por eso lee los labios, suma
y resta. “Si no fuera por ella, yo no viviría aquí”.
Lucía nos mostró las fotografías de sus hijos,
con las que forma un mural en uno de los cuartos. Dijo que se casó hace 59 años
con José Alfredo Vergara, quien tiene 81 años y que en esos momentos estaba en
otro sector de la finca, llevando las vacas a pastar. Que tiene diez hijos y
quince nietos.

Foto Donaldo Zuluaga
-Mírelos, no más, en esa fotografía. Bueno, en
esa falta uno, que me lo mataron hace años y no he podido volver a estar bien.
Contó que en diciembre se reúne toda la
familia. Los que viven en Medellín y Bello llegan a verse con los que viven en
San Vicente. Hacen natilla y buñuelos y toman aguardiente y hasta bailan, pero
ella no hace sino llorar.
-“Por qué llora, mamá”, me preguntan ellos.
José Alfredo les dice: “yo no le pregunto porque yo sé por qué llora”. Y ellos
tratan de animarme y me dicen que deje la bobada, pero yo cada año recuerdo más
al difunto.
Cuando decidió que ya tenía un buen talego de
fríjoles, que, por cierto, no quiso ir a pesar, Lucía nos invitó a sentarnos en
la tarima del corredor, recostándonos en la pared encalada a mirar el paisaje,
un campo verde y cielo de nubes. Estuvimos de acuerdo en que antes de dos horas
volvería a llover.
-Más tarde se van. ¡Qué afán tienen!
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ancianos trabajadores, campesina, crónica, john saldarriaga,salderrio, San Vicente
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historia
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Dormir en la
calle
Una ferretería rodante frena en La Bayadera
4 comments
1.
Juan
Diego • 8 years ago
que bueno que retornaran a
nuestro ambiente éste tipo de personas con el alma limpia y el ánimo
emprendedor y trabajador, que gran utililidad sería para las nuevas
generaciones el tener como ejemplo a aquellas personas que lo han dado todo por
vivir y subsistir de una forma honrada y sin el ánimo de pisotear al prójimo.
2.
Soraya • 8 years ago
Me gusto tu escrito,
conozco muchos campesinos como los que describes mujeres y hombres, lastima
tenerlos tan olvidados….
3.
Olga
Nidia Molina Bedoya • 8
years ago
Bonita crónica.
Menos mal que no a todos
los campesinos los han obligado a desplazarse a las ciudades, porque no lo
hacen por gusto.
Faltaron más fotos.
Una ferretería rodante frena en La Bayadera
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17. May 2011
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Un Crevrolet 1954, café y blanco, tipo bola, sirve a Pedro García de local
comercial. Lo estaciona todos los días, desde las seis, en una esquina de La Bayaderapara vender herramientas.
Es su local, sí, porque no lo usa para otra cosa. El vientre redondeado de ese
armatoste no sabe lo que estar vacío y descansado desde hace dieciocho años.

Así, atestado de mercancía, lo deja guardado en las noches en un
parqueadero cercano y se va a su casa, en Robledo, en transporte público como
cualquier parroquiano que careciera de auto. Y tiene razón: sería mucho el
tiempo que gastaría en desocupar ese viejo auto.
Pedro García es un paisa cuyo segundo apellido debe ser Negocio. Apodado
Pichirilo, este manizaleño salió de su ciudad natal cuando era un mocoso de
ocho años, en busca de aventuras y plata.
Llegó primero a Cali, donde se ganó la vida en revuelterías y mercados,
hasta que alcanzó a tener su propia carnicería. Fue muy próspero. Pero uno a
veces, aunque le esté yendo bien, trata de cambiar el estilo de vida, usted sabe,
a pesar de que con esto se vaya el negocio, con tal de dejar los vicios.
“En esa época yo estaba muy entregado al trago”. Un carnicero se toma el
primer chorro a las cuatro de la mañana, para contrarrestar los fríos de la
cava y ahí, songo sorongo, sigue todo el día a media caña. Once años estuvo en
La Sultana del Valle.
Vender mercancía en los pueblos se constituyó en otra etapa de su vida. No
lo había hecho nunca, pero como de bobo no tiene un pelo y es dueño de un
arranque que se le nota con solo hablar, pensó que no podía resultar tan
difícil eso de las correrías por la Costa, los Llanos y el Sur, cargado de ropa
unas veces o de ollas de aluminio y platos de loza en otras ocasiones.
No tardó en conseguirse un carro. No éste; otro.
“Llevo 35 años con estos carros”. De los dieciocho que lleva en La
Bayadera, los primeros doce los pasó dando vueltas en el pichirilo. No se
estacionaba en parte alguna. Tenía un altoparlante que amplificaba su voz
grabada en un casete, anunciando herramientas nuevas y de segunda: alicates,
destornilladores, raches, pinzas, cortafríos, hombresolos, llaves de todas las
dimensiones, martillos…

Pero un día pensó que era mejor quedarse quieto. Por una parte, la gente lo
ubicaría más fácil. Por otra, no gastaría más ese gasolinazo tan horrible.
“Hey, Pichirilo, que cuánto da por esta llave de fuerza. Está nuevecita”,
le inquiere un hombre, entregándole un estuche de cuero, del cual el vendedor
saca la herramienta. “Cuánto está pidiendo, diga a ver…” Respondió Pedro.
“Cuarenta lucas”.
“¡Cuarenta lucas! Diga que le doy veinte o, mejor, que venga para que
negociemos”. Y dejó el elemento entre los suyos, como si diera por hecho que se
concretaría el trato.
Desde niño, Pichirilo está acostumbrado a madrugar. Se levanta a las tres o
tres y media de la mañana, monta tintico y espera que los demás de la casa se
levanten. Son cuatro guerreros, tan negociantes, que si él se descuida lo
venden y enciman esa gorra de visera que le protege su rostro. Su esposa, María
Ernestina, una mujer que ahora “trabaja bueno” en su puesto de ropa en el Bazar
de San Antonio, a comparación de antes, cuando tenía una chaza a la intemperie.
Sus dos hijos, Fernando Alberto, quien maneja una niñera, uno de esos
tractocamiones que transporta autos en su remolque, y John Edison, que se amañó
un tiempo como soldado profesional y luego de siete años se salió de ese
trabajo tan duro, encombatiendo guerrilla en Caquetá y Putumayo, y desde hace
dos años consiguió un Ford 55 para comprar fresa a campesinos de oriente y revenderla
en Medellín o, como hace por estos días, comprar refrescos cuando les falta
ocho días para su vencimiento y rematarlos sin demora.
Llueve. Pedro corre a tapar la mercancía con un plástico, el cual es un
complemento a la carpa que mantiene instalada en la parte trasera del
Chevrolet. Él, en tanto, corre a sentarse en un local cercano.
Los mecánicos le tienen tanta confianza a García, que le piden herramienta
prestada, a cambio de lo cual le dan quinientos, mil pesos, cuando terminan el
trabajo.
Hace seis meses, le compró a un amigo otra bola, un Ford 56, por un millón
de pesos, la cual él le había vendido hacía dos años por siete millones. “Esa
bola fue de la policía”. La surtió de ollas y encargó a un hombre para que se
fuera en ella a vender los trastos a Tierralta, Córdoba.
“Ah, es que la plata está hecha, sólo hay que salir por ella”.
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crónica, john saldarriaga, La Bayadera, Medellín, salderrio, ventas callejeras
El tractomulero habla para no morir de soledad
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24. Jun 2011
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General
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Los 32 años que lleva Julio César Ramírez
manejando tractomula se le notan. Conduce una Marmon, un automotor más largo de
lo habitual, con 26 llantas rodando, especial para llevar cargas
extradimensionadas. Mientras las mulas normales miden 18,5 metros, la
suya mide 25.
“En el país hay 20 mulas de éstas, Marmom.
Llegaron en los noventa y Ferrogrúas, la empresa con la que trabajo, se quedó
con cinco”.
Lo acompañé durante tres días, desde Sincelejo
hasta Envigado, cuando él traía una parte de la nueva rotativa Manroland de El
Colombiano. Para las demás se necesitaron otras 22 tractomulas, pero ninguna de
ellas traía una carga tan aparatosa como la de Julio. En ese remolque de
camabaja, se salía por todos lados. Hacía arrinconar a los demás camiones. En las
regiones planas, avanzaba como cualquier camión, para nada lento.
En La Apartada le dio tiempo de comentar los
contrastes: mientras a un lado de la vía jugaban niños raquíticos frente a sus
casas precarias, tugurios erigidos en un peladero, con aguas negras a la vista,
al otro, extensos terrenos estaban ocupados por autos de lujo. En Planeta Rica
le dio tiempo de mirar la fiesta de corraleja, a las chicas bellas que
revoloteaban por los alrededores de la plaza; a los elegantes ganaderos que
arrimaban a caballo, y de comentar que los panes que vendían en las casetas de
madera estaban envueltas en una nube de polvo.
“Sí, viejo John. Esos búfalos se entierran en
los pantanos y no se les ve sino la cabeza -mencionó en la zona ganadera-. Tal
vez sea que esos animales no son para tierras tan calientes como éstas y
necesitan refrescarse constantemente.
Sacaba una mano para saludar o agradecer la
colaboración de otro conductor y, cuando uno menos pensaba, estaba hablando por
teléfono:
“¡Hey, compadre! ¿Dónde andás a esta
hora? ¿Y cómo está Chinchiná, está cayendo agüita?…
Y, cuando menos pensaba, ya estaba hablando
conmigo.
Comparó la prostitución de los pueblos menos
concurridos, como Sahagún, con otros más populosos y visitados, como Caucasia.
Mientras en el primero se consiguen niñas prepago por 20 mil pesos, en el
segundo no ofrecen sus servicios por menos de 120 mil. “¿Chofer? No, no me
sirve” -trata de imitar a una mujer, risueño, hablando por un teléfono
imaginario. “En cambio si uno dice: periodista, entonces sí, ahí mismo”.
En la noche, solo, se tomó media botella de
aguardiente, despacio, mientras veía el ambiente agitado de Caucasia.
Disfrutando de una noche de verano, se divertía mirando el ambiente animado.
Hasta su sitio, un estadero en pleno centro, llegaba música de tres bares
distintos. Una guasábara del demonio. Antes de las 10 de la noche se fue a
dormir.

Foto Róbinson Sáenz
En el ascenso a la montaña, de Valdivia a
Ventanas, el asunto fue dramático. No pasaba de los 10 kilómetros por hora y,
en las curvas, los autos que venían de frente debían orillarse a fondo para
darle paso a semejante monstruo. Pero el mulero, ese caleño de 56 años, parecía
estar conduciendo un Mini Cooper. Apenas sí se le veía mirando por los espejos
retrovisores, aunque uno no sabía para qué, si el voluminoso cajón de madera en
que venía el horno de la rotativa, el que seca la tinta del papel, no dejaba
ver mucho.
“¿Hola, compadre? ¿Dónde vas? ¿Sí? ¿Y cómo está
Riohacha, calientica?”
En Puerto Valdivia me llamó la atención sobre
tantas personas con síndrome de down y otros problemas mentales. Me señalaba
con el índice derecho uno allí; otro, más allá. Y me contó que una hermana suya
es psicóloga con especialidad en temas de familia. Una vez ella le dijo que
ella quería experimentar un viaje en tractomula y él la invitó a hacer el
trayecto Barranquilla-Cali. En todos los estaderos donde se detenían a comer o
a beber algo, se metía con la gente, les preguntaba sobre sus costumbres
familiares y llegó a la conclusión de que la mayor parte de los casos de
enfermedad mental es por incesto. Que muchos hombres llegan borrachos a casa y
con ganas de mujer y terminan teniendo sexo con una prima hermana, una sobrina…
Esos tipos creen que como proveen el mercado en la casa tienen derechos plenos
sobre todos sus habitantes.
“¡Hola, patrón! Sí, por aquí en Antioquia. Me
encargaron el transporte de una máquina para el periódico El Colombiano desde
Cartagena hasta Medellín y ya estoy por aquí subiendo Ventanas. Vos sabés, es
cuestión de paciencia y de cuidado. Eso es todo. Fue que vi la mula tuya
estacionada allí atrás, ¿oís?, en El Doce, y me dije: voy a llamarlo a ver qué
pasa, si necesita alguna cosa… Ah, ya: el chofer amaneció donde la novia.
Bueno, sí, me llamás, ¿ve?”
“Fijate que de diez muleros que pasen, por lo
menos ocho están hablando por teléfono -me comentó-. No sé. Será por la
soledad. Uno todo el día encerrado en esta cabina, ¿ve?, le da por llamar a
todo el mundo. Yo llamo a mi familia casi cada media hora”.
Sólo hizo silencio en los últimos metros del
ascenso, en una curva cerrada y más empinada. Se concentró plenamente en el
camino. La mula corcoveó. Tembló. Brincó repetidas veces, estuvo a punto de
detenerse. El Conductor metió la primera, “el cambio del patrón” como le dicen
ellos, dio dos, tres palmaditas en el tablero y dijo: “¡Tranquila!” Y ella se
calmó y subió el resto del tramo ya más suavemente.
Explicó que si la hubiera dejado agotar, no
hubiera subido. Hubiera habido que dejarla rodar hacia atrás, para tomar
impulso en un terreno plano, pero podría safarse la carga con la sacudida.
Confirmó que el remolque, con las 36 toneladas encima, intentó levantar el
cabezote y que éste, en efecto, se separó del piso varias veces, rebotó sobre
sus llantas delanteras como una pelota. En ese momento dijo: “Puede decirse que
ya me gané el billete”.
“Estoy por aquí en Llanitos. Sí, Llanos de
Cuivá. Ya pasé Yarumal. Está haciendo un frío chévere, como me gusta a mí.
¿Contame, que vas a hacer, Juli, ahora en la tarde?… ¿A fútbol? ¿Y quiénes
juegan, pues?… ¿En el estadio de Cali? ¿Y con quién te vas a ir?… Decile a
Pollo’e Finca que te cuide, ¿oís?… Bueno, bueno, después te llamo”.
“Era mi hija. Va a ver al América porque es
fanática. La mamá la molesta mucho porque se va para la barra brava. Yo no,
porque lo que uno más le prohíbe a los hijos es lo primero que hacen. Más bien
le encargo que tenga cuidado. Como yo trabajo tres meses, más que todo en los
Llanos Orientales, y estoy diez o veinte días en la casa, una vez llegué con un
poquito de marihuana, un poquito de cocaína y un condón. Los puse sobre la mesa
y les dije a mis dos hijas: ‘¿saben qué es esto?’ y les expliqué, aunque me
dijeron que sí lo conocían. ‘Les explico para que después no me vengan a decir
que probaron una droga porque no la conocían y se aprovecharon de ustedes. Y el
condón, para que después no digan: ‘ay, me embaracé porque yo no sabía que
existían los preservativos. Y como el mundo es Diablo y el Diablo es puerco,
les muestro estas cosas. Las consecuencias de ellas, ya ustedes las han visto
en las calles: cuántas personas talentosas echadas a perder por las drogas y un
embarazo temprano no las deja estudiar ni salir adelante…’ Ellas son muy
sanitas y estudiosas afortunadamente. Mi hermana se encierra con ellas y las aconseja
mucho”.
Calentano porque es de Cali y vive en los
Llanos Orientales, donde el invierno del año pasado, que inundó medio país, no
les mojó ni un pelo a los de esa zona, contó que ama el frío. Se emocionó al
ver esos campos ocupados por rebaños de vacas lecheras. Y cuando comenzó a
llover y a levantarse un poco la neblina, fue feliz.
Se veía a la distancia el caserío de Llanos de
Cuivá. Una bandera del Deportivo Independiente Medellín ondeaba muy alta. Tras
una curva nos damos cuenta de que está en lo alto de una tienda de abarrotes y
comestibles colmada de parroquianos. Frente a ella, Julio César detuvo su mula.
Nos bajamos.
“¡Pero si es mi amigo Julio que por fin se
acuerda de mí! -dijo el dependiente, un paisa gordo y amable, de más de sesenta
años, asomado por la ventana-. Esta semana lo vi pasar con una carga muy larga
y muy alta y dije: Julio no se dignó parar a hacerme la visita”.
“¡Pero te pité con la corneta grande! Era que
llevaba un túnel para el acceso de viajeros, para el aeropuerto de Rionegro,
¿ve? Y vos sabés que la carga extradimensionada no tiene permiso de rodar sino
de seis de la mañana a seis de la tarde”.
El hombre, Fernando Medina Torres, me dijo que
Llanos de Cuivá quiere ser municipio. Que tres localidades se lo pelean:
Angostura, Yarumal y Santa Rosa de Osos. Que tiene más de ocho mil habitantes,
fábricas de madera, sembrados de pino, leche y mucho comercio. Mucho más
movimiento que Angostura, “donde nació el Beato Marianito, que fue quien les
hizo el milagro a los angostureños… el milagro de vivir a expensas de Llanos de
Cuivá”.
“¡Aló, ¿Pollo’e Finca? Sí, Julio… Sé que vas a
ver la Mechita esta tarde con Julianita y te llamo para que le pongás cuidado a
la muchacha… Sí, yo sé, yo sé… Pero no la perdás de vista que esas barras son a
veces muy bravas y puede haber peleas. Por la noche te vuelvo a llamar…”
“Pues, sí, a mí me gusta el frío. Sueño con
tener un día plata con qué comprarme una tierra por aquí mismo. No me gusta el
ganado, pero sí un caballito. Me gusta cabalgar. Salgo todos los diciembres a
la cabalgata de la Feria de Cali. Me pongo un sombrero y monto a caballo. -Y
aguzando la vista para mirar las verdes campiñas, dijo:- me gusta mirar aquel
paisaje por allí, como una serranía sin final. ¿Usted a visto allí, más
adelante, un corral a bordo de carretera en que solamente hay terneros? Sí. Un
día le pregunté al hombre que los tenía que por qué no había más que terneros y
él dijo que ellos no servían para nada. Que se maman la leche de la vaca y no
producen nada. Que por eso cuando nacen machos, los apartan y los venden para
la fábrica de chorizos. De modo que si en el empaque leés: «chorizos de
ternera», ya sabés: son de ternero. Miralo: ahí está el corral”.
Lo que a Julio no le gusta mirar son los
calvarios. Esas cruces y esos altares que recuerdan a quienes murieron en la
vía por accidentes de tránsito, los cuales en esa ruta se cuentan por decenas.
Y, cuando pasó por uno de ellos, demolido hace tiempos y ya rodando por el
abismo desde cuando arreglaron la troncal, contó que era de dos amigos suyos,
un mulero y su ayudante. Éste dijo que tenía sueño y se fue a la carrocería a
dormir. Especulan que el conductor se durmió o le dio un paro cardíaco, perdió
el control y fue a dar al abismo. Todos dos murieron. Amigos le pusieron unas
farolas a ese altar para recordarlos.
En Donmatías estacionó su mula en un terraplén
inmenso, al lado de otras, a un costado de la troncal y fue a alojarse en un
hotel situado frente a allí, para no perderla de vista. Llegó con tiempo de ir
a misa. Después dio unas vueltas por el pueblo. El parque estaba lleno de gente
y de mujeres bellas, de modo que se quedó a mirarlas un rato antes de irse a
dormir a su hotel de la carretera. La tercera jornada fue corta. En menos de
cuatro horas terminó el viaje, aunque con un toque de espectacularidad. Julio
dejó estacionada la mula a varios kilómetros de la sede del periódico, al
cuidado de los auxiliares que viajaban en automóviles adelante y atrás. Fue a
ver con sus propios ojos y a medir con su propia cinta métrica la portería de
la sede del periódico. Ese monstruo llamado Marmon no cabría, a menos que algo
se le ocurriera. Recurrió a sus 32 años de experiencia. Con ellos casi pintados
en la cara, fue hasta el sitio donde había dejado la Marmon y como un estratega
de guerra en el mismo campo de combate, se acuclilló y con un palito de helado
que encontró allá mismo y sobre el polvo arenoso que suele recogerse a un lado
de la vía, dibujó, ante la vista de esos auxiliares, también acuclillados:
“vean, muchachos, cómo están las cosas: éste es El Colombiano; ésta, la
autopista donde estamos; vamos avanzar por aquí hasta el Puente del Pandequeso.
Llegaremos a una glorieta, pero no daremos la vuelta en ella sino que
simplemente doblaremos a la izquierda. Haremos en contravía este tramo y
trataremos de entrar de un solo intento. Es muy importante que vayan ustedes en
avanzada, con las paletas de «PARE» siempre arriba. ¿Está claro?
Otra vez a bordo, me dijo: “a mí me dicen que
yo hablo mucho. Que me dan un garrotazo y empiezo a hablar y que me tienen que
dar dos más para que pare de hacerlo ¿vos también creés eso, viejo John?”
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crónica, john saldarriaga, Julio César Ramírez, Periódico EL COLOMBIANO, Rotativa Manroland, salderrio, tractomula
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Una ferretería
rodante frena en La Bayadera
Un mundo de vacas
10 comments
1.
rafael
vanegas gomez • 8
years ago
Entretenidísima la
historia. Una persona como Julio César debe ser un bárbaro para contar
anécdotas y “mamar gallo”
Me gustan las personas así. Nos entenderíamos de maravilla.
2.
flavio
rodriguez acosta • 8
years ago
de verdad en colombia hay
mucha gente que admirar y la vida de un mulero no es tan facil como parece en
este viaje les fue muy bien pero cuando hay derrumbes no se consigue ni
comidano hay dormida esa es la vida del mulero pero que viva el transporte
carajo
3.
bladimiro
barrada bedoya • 8
years ago
exelente reportaje y a
nuestro amigo mulero felicitaciones cada quien en lo suyo y el es un
profesional en su trabajo parece un ejemplo para sus colegas .y comopadre pues
tambien pues por lo visto vive muy pendiente de sus hijos
4.
Jesus
Baez • 8 years ago
Buena nota esta. Las
travesías en la carretera dan para mucho en cuanto a la crónica.
Los invito a ver:
http://www.chivascolombianas.com
5.
jorge m dueñas • 7 years ago
Excelente la crónica John.
Ese trayecto me lo conozco al dedillo (soy de Pueblo Nuevo Córdoba y vivo desde
el 88 en MDE) y me hiciste recorerlo nuevamente, y esta vez en tractomula, como
siempre he soñado. Saludos a Julio, se nota que es una excelente persona. ![]()
6.
Jonny A. García • 7 years ago
Hola John Jairo, no se si
me recuerdas, de envigado, tengo una historia que creo te interesará, aún sigo
en casting. Espero tu contacto!
7.
J.
Naranjo • 7
years ago
Viejo John
Muy chévere la crónica, oís?
8.
Flaubert • 7 years ago
Gracias por invitarme al
viaje, faltaron mas fotos, para ilustrarlo.
9.
Luis • 7 years ago
Muy entretenido el relato.
10.
jholian
alejandro gomez • 6
years ago
que buena historia deverias
de tener un blog o un magazine para muleros se puede llamar ,,,cronicas de
carretera… jejeje yo seria el primero en subscribirme saludos.
La prodigiosa zurda de Bernardo Sánchez
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16. Ago 2011
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A Bernardo Sánchez Marín, su mano izquierda lo
sacó de Jardín hace más de treinta años, le ha dado de comer toda la vida y
hace un año y medio lo llevó a Polonia. Esa mano, la izquierda, le proporciona
su más grande placer. “Y lo mejor es que los zurdos no somos tan propensos a
sufrir del corazón”, según él cree y me cuenta.

Bernardo Sánchez, el Zurdo. Foto: Julio
César Herrera
Conocido en ese municipio del suroeste como El
Zurdo, Sánchez Marín es un pintor que, sin intrigas ni lagarteos, y que a pesar
de su humildad, la cual parece atentar contra la posibilidad de reconocimiento,
lo invitaron a participar en la pintura de un mural en Wilczyca, ciudad situada
al sur de Cracovia, el año pasado. Muchos de sus amigos relacionaron esa obra
colectiva, en la que intervinieron manos de artistas de diversos países del
mundo, con un homenaje al Papa Juan Pablo II, pero en realidad se debía a la
reconstrucción de esta ciudad, muy golpeada durante la segunda guerra mundial.
Esa confusión se debe seguramente a que Zurdo habla poco. Siempre ha hablado
poco.
Nacido el 22 de octubre de 1955, “el último día
de Libra; a mi no me hubiera gustado ser Escorpión, no sé por qué, aunque mi
hijo lo es”, Bernardo vivió los primeros años de su infancia en la auténtica
Casa de las Dos Palmas, la que inspiró a Manuel Mejía Vallejo para la novela
con la cual obtuvo el premio Rómulo gallegos, en 1989. Esa casa está situada en
la vereda Macanas, de Jardín, a más de una hora en jeep desde la cabecera municipal, por una
serpenteante trocha.
“Yo viví en esa casa de madera y de bella
arquitectura hasta los diez años. Era un sitio muy bonito. No había maleza y sí
unos jardines bien cuidados. Había ganado y algunos cultivos. Esa finca era de
la familia de Manuel Mejía Vallejo. Mi papá, Ricardo, se la compró al del
escritor por 500 pesos o algo así, cuando aquél trabajaba en una mina de
Mistrató, hace más o menos 60 años”, me cuenta Zurdo, en su vivienda que es más
bien un taller de artista con habitación, lleno de óleos, lienzos, bastidores y
caballetes por todos lados. A un patio central, que le da ventilación a la
vivienda, entra el Sol cuando es perpendicular, es decir, al mediodía, porque
los muros son altos, pues su vivienda está en el primero de cuatro pisos
ocupadas por familias diferentes.
Mientras recoge los lienzos y los pinceles y
los trapos y las paletas de los alumnos de la última clase que dictó allí, hace
menos de media hora, relata que desde ese tiempo, él se la pasaba pintando. Iba
a la escuela, por supuesto, situada muy cerca de su casa paterna, pero allí no
había sino hasta tercero de primaria –evoca- y quienes disfrutaban el estudio
repetían dos o tres veces este último año. Su papá no quería que estudiara más.
Creía que debía llevar una vida campesina, como la de sus hermanos mayores.
Zurdo les llevaba a ellos el almuerzo y se sentaba a verlos trabajar, halando
el azadón, pasando el machete o arreando el ganado, y no sentía la menor
atracción por esos oficios. Él solamente quería dibujar.
Si bien le sacaba gusto al estudio, sentía
temor de ir a la escuela porque allí, una profesora que consideraba necesario y
hasta urgente que él aprendiera a escribir y a dibujar con la derecha, vaya uno
a saber con qué objeto, le ataba la izquierda para que no pudiera usarla. “Le
tenía pánico a esa profesora. A veces, más bien me quedaba escondido en el
camino, dibujando”.
Cumplió los once años y, con apoyo de su madre,
Celsa Tulia, Zurdo se fue a la cabecera de Jardín a terminar su primaria y a
cursar su bachillerato.

Artelista.com
“Zurdo vivió en mi casa, en el pueblo –contaría
horas más tarde Luis Gonzaga Díaz, un hombre de Jardín, quien durante muchos
años sirvió de mensajero y ahora, por conocimientos de derecho, lleva algunos
casos legales de manera independiente-. De niños habíamos sido vecinos. La casa
de nosotros quedaba en un sector llamado La Floresta, casi llegando a Riosucio,
relativamente cercana a la de las Dos Palmas. Como nosotros nos trasladamos al
pueblo unos años antes que la familia suya, allá llegó él para estudiar en el
Liceo San Antonio. Fueron siete años, del 70 al 76. Por eso creo que Zurdo es
como un hermano para nosotros. Cuando era niño era igual que hoy: tímido y
callado. ¡Notó eso cuando habló con él?”. Luis Gonzaga también recuerda que
Bernardo pintaba bien como futbolista. Era puntero izquierdo y se destacaba en
los torneos interveredales.

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Y de esa época en el pueblo, Fanny Castaño,
otra amiga suya con quien conversaría luego y quien ahora vive en Envigado, lo
mismo que Bernardo, y quien es su alumna de pintura, recuerda que jugaban en
pleno parque, “a los escondidijos y a candelita-por-aquí-fumeas”, una variante
del primero.
En barbacoa, esa suerte de cama sin patas en la
cual transportan a los enfermos desde los campos cuando no hay vía para
llevarlos en ambulancia, llevaron a Ricardo, su padre, desde Macanas hasta
Jardín en 1972, pues en ese tiempo no existía la trocha por la cual hoy se
puede ir en jeep. Terco, “así era la gente de antes”, el
viejo Ricardo no había parado mientes en una dolencia estomacal y menos querido
ir al médico, hasta cuando el dolor lo convenció, con su argumento de
retorcijones, de que no era broma. Murió en el camino, pero quienes lo cargaban
no se devolvieron sino que siguieron su rumbo a Jardín. Pero ya sus pasos no se
encaminaron al hospital sino a la funeraria.
“Tal vez haya sido una úlcera”, especula Zurdo,
quien por ese tiempo vivía en casa de Luis Gonzaga.

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Su madre decidió vender la Casa de las Dos
Palmas e irse al pueblo, puesto que ya los hijos mayores –los que sí trabajaban
el campo- estaban casados y viviendo en sus propias fincas.
En 1980, ya con su cartón de bachiller bajo el brazo, le notificó a su madre la
decisión de estudiar pintura en la Escuela de Bellas Artes de Medellín y su
inminente traslado a la capital del departamento.
Zurdo carece de afición taurina. Igual le
pasaba a quien fuera su compañera sentimental por muchos años, Ángela María
Mejía Vallejo –sí, claro, pariente de Manuel, el escritor-, una artista con
quien nuestro personaje se conoció cuando era estudiante de Bellas Artes. Sin
embargo, ellos incidieron directamente para que uno de sus dos hijos, Santiago,
de 23 años, decidiera ser torero. Está a punto de tomar la alternativa, como
elegantemente les dicen a quienes quieren dedicarse al Arte de Cúchares. Y no
fue que ellos le hubieran insinuado. Es que ellos fueron los pintores de los
murales de las Plazas de Toros de Manizales y de Medellín –el de la primera se
conserva bien; el de la segunda desapareció con la transformación de La
Macarena-. Zurdo pintó decenas de carteles taurinos y hasta un cuadro de toreo
que muestra la escena al revés, con trazos caricaturescos, la cual resulta un
solaz para quienes adelantan campañas antitaurinas: una plaza de toros cuyos
tendidos están colmados de vacas y toros y terneros alegres que se adivinan
ávidos de que se derrame la sangre, así como un presidente y unas autoridades
de naturaleza vacuna. Y en el ruedo, un toro vestido con traje de luces,
ajustado como guante de cuerpo entero, igual al de los toreros, burlando a un
hombre con su capote.
Y en esas idas y venidas a las plazas, mientras
su padre se encaramaba en andamios a pintar, su hijo, un mocoso de diez años,
paseaba por la arena, se escondía por los burladeros, corría por los callejones
y se dejaba fascinar por los corrales en los que a veces un animal esperaba… su
hora.
Santiago se fue haciendo amigo de toreros y
novilleros, a quienes veía entrenar y así, jugando, se fue haciendo aficionado
al toreo. Ahora ganó una beca para estudiar en la Escuela de Toreo de Nimes,
Francia.
En el otro, el mayor, Daniel, de 25 años,
también influyeron sin decirle nada. El muchacho se hizo diseñador de espacios.
Pero el de los toros no es su tema favorito. Si
bien, como ha sucedido a casi todos los artistas a lo largo de la historia,
pinta por encargo cualquier tema. Su asunto preferido es el cuerpo humano.
Siente especial goce pintando mujeres, vírgenes y beduinas.

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“Yo regaño a Bernardo cada rato. Con ese arte,
con ese talento y con esa humildad que no le deja decir nada de sí mismo. Es
tan pacífico, tan tranquilo, que no se da valor. ¿Usted sabe que lo llamaron a
pintar en Polonia porque los organizadores del evento conocieron su arte por
internet?”
Por internet, por medio del portal Artelista, y
porque la alcaldesa de Wilczyca, Polonia, y el dueño de la galería Adi Art
vieron obras suyas en el apartamento de una colombiana en Toronto, Canadá, en
2009 y de inmediato buscaron el contacto con Zurdo.
“Yo conocí a Bernardo Sánchez cuando pintó el
mural de la Alcaldía de Envigado -cuenta Vedher Sánchez, historiador-. Los
asesoré a él y a Ángela Mejía, diciéndoles que, contrario a lo que se enseña en
colegios y escuelas envigadeñas, este municipio no comenzó en 1775, con la
Parroquia. Antes de eso hay 150 años de historia rural que no se puede
desconocer, en la cual nacieron personajes importantes. Ella me llamaba a las
once de la noche y le iba dando pautas a la narración que debían llevar a la
plástica. Creo que él es un pintor buenísimo. La calidad del mural así lo
demuestra. Hace cosa de año y medio, me llamó para que intercediera ante la
Alcaldía para conseguir patrocinio para un viaje a Polonia. Yo hice la gestión,
aunque sin resultados favorables. Ese artista no habla mucho, pero su obra
habla por el”.

Foto: Julio César Herrera
Y ¿Manuel Mejía Vallejo, dónde entra en todo
esto? Zurdo era amigo suyo. No sólo porque sus familias negociaron la finca. Se
conocían y reunían en Jardín de vez en cuando, a tomarse unos aguardientes
–“Manuel, más que todo; yo casi nunca he sido bebedor”, dice Zurdo- y a
conversar de mil cosas –Manuel, más que todo, Zurdo nunca ha sido hablador,
añado yo-, sino porque esa mujer con la cual compartió afectos y concibió dos
hijos, Ángela María, era familiar del escritor.
Se reunían los miércoles, después del Taller de
Escritores que Manuel dirigía en la Biblioteca Piloto, en algún bar de la
urbanización Carlos E. Restrepo a charlar sin tregua y a cantar tangos. El
autor de Aire de Tango recibió algunos cuadros de paisajes de Sánchez. Cuadros
que pintaba, como actualmente, más que todo en las horas de sombra, cuando el
músculo duerme y la ambición descansa.
“Siempre he preferido pintar en la noche y la
madrugada porque en ese silencio profundo a veces llegan los duendes y las
musas.
Zurdo se levanta afanado para salir de casa.
Tiene un compromiso a media tarde en un sitio distante de la ciudad y el tiempo
apremia. Al despedirme, no me da la mano izquierda, sino la derecha. También
yo. Los zurdos estamos amaestrados.
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Bernardo Sánchez Marín, Jardín Antioquia, john saldarriaga, perfil,pintores, salderrio, Zurdo
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Un mundo de
vacas
Se mueve el negocio de cartas de amor
3 comments
1.
Ricardo
Moreno Zambrano • 7
years ago
Inmensas e interminables
felicitaciones para Zurdo. Que Dios lo bendiga y lo conserve unos 2.500
millones de años.
2.
jhon
jairo gomez • 7
years ago
profe, me quede impresionado,cuando
lei la columna del colombiano sobre su vida. y trayectoria en la pintura, yo
hoy 20 de abril llegue a su casa por casualidad y hare todo lo posible para
iniciar las clases con usted, me parece un profecional en el oficio y un
exelente pintor.espero aprender mucho de usted que al igual que usted me gusta
mucho la noche para dibujar y pintar . ” FELICITACIONES “
3.
chelo • 4 years ago
es lindo respetuoso y
asquerosamente sencillo es mi profe
Un mundo de vacas
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06. Ago 2011
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“Lo que más me gusta de mi oficio es que
hoy estoy hablando con usté aquí; mañana, quién sabe con quién en Cali o
Sampués”, dice sonriente Miguel Angel Echeverri -gorra de visera, camisa
abierta, tez trigueña-, quien lleva treinta años de camionero. Y en esos
treinta años ha cambiado tantas veces de camión, que con el actual, un diesel
F70 que permanece encendido en el parqueadero de la Feria de Ganados, mientras
él y su hijo finiquitan detalles para su viaje a Sampués, es con el que más
tiempo lleva: un año. “Es que yo no me casé sino con la mujer”, explica. “Y es
que yo soy del negocio y si ahora me dicen: ‘se lo compro’, pues lo vendo”. La
mujer es profesora. “A ella le gusta enseñar; a mí me gusta viajar”.

Y, la verdad, le gusta todo lo que tiene que
ver con el viaje. La aventura, los paisajes, la carga, hablar con las persona,
la comida de carretera… y hasta las varadas. Las considera parte del negocio.
No reniega ni maldice cuando le ocurren, sino que simplemente estaciona su
vehículo lo mejor que puede, busca el daño, lo repara o va a pie hasta el
caserío más cercano a conseguir el repuesto, lo instala y parte sin novedad.
“El que maldiga porque se varó o porque tiene
un infortunio, no sirve para el oficio”, señala. Se encuentra a veces con
guerrilleros o paramilitares -hoy se llaman de otro modo- que lo retienen
durante horas o días y él simplemente espera hasta que le permitan seguir. No
está pensando en un segundo más tarde, sino en ese instante que parece un poco
anterior al presente que es el ya.
“Una vez venía con una hija de Cartagena. Había
un combate entre guerrilleros y paramilitares. Nos detuvieron. Ella se comía
las uñas hasta hacerlas sangrar. Yo esperé tranquilo y le dije: “ellos están en
lo suyo y yo estoy en lo mío”. Y las mismas palabras se las ha dicho a los
mismos armados, cuando lo han amenazado con quemarle el vehículo: “usté verá si
quiere dejar a mi familia aguantando hambre”, y echa pies en tierra. “Hágale,
que ustedes están en lo suyo y yo estoy en lo mío…”
Es martes y todavía es muy de mañana. Unos
momentos antes, don Darío Tabares, un comisionista de la Feria, se había
dirigido a Miguel para decirle: “¿tenés la carrocería limpia? Es que hay un
tipo que necesita llevar una carga de empaques a Sampués? Está pagando 38”. “No
sé, tal vez no, porque acabé de bajar unas vacas, pero si me dan tiempo le digo
al cisquero que me baje el cisco, extienda plásticos y tienda teleras. Y me
avisás ligero porque están por definirme si echo más bien pa Cali en un viaje
redondo”.
El cisquero es el hombre que se encarga de
cambiar el cisco a las carrocerías de los camiones cargueros de ganado. El
cisco es la viruta polvorienta que resulta de la madera y que sirve como de
colchón para que las reses se sientan más cómodamente y también para que el
estiércol pueda limpiarse más fácil al final del recorrido. Y un viaje redondo
es que se va cargado y se viene de la misma forma. Miguel Ángel espera llevar
aluminio y traer chatarra de un banco.
Se ve entonces a Darío Tabares, zurriago en
mano, bajar presuroso las empinadas escalas que separan el parqueadero de la
entrada de la Feria, revoloteando, a ver si define el viaje a Sampués; al fin y
al cabo, es comisionista.
Miradas
La
entrada de la Feria, por el lado del parqueadero es un corredor colmado de
tiendas de marroquinería: carrieles, zurriagos, sogas de enlazar se ven por
cantidades. Una procesión de hombres -éste es un mundo masculino en su mayor
parte- vienen y van hablando de sus asuntos: “… pesó cuatro veintiocho”, se oye
decir a alguien que camina en dirección a la puerta, con un compañero, sombrero
blanco. “Yo le pedí 17 por esa vaca; al hombre como que le pareció caro, pero
no ofreció, sino que dio media vuelta y se fue. El debería saber que esto es
una feria: uno pide, él ofrece y hablamos. Pero si se va, hasta ahí llega el
negocio”.
Al cabo de unos ochenta metros de pasillo y
luego de pasar el puesto de información, desde el cual un par de chicas emiten
mensajes todo el día -”señor Juan Vélez, es solicitado en Información… señor
Juan Vélez…”- debe doblarse a la izquierda para visitar los corrales de las
reses de carne. Allí les dicen “ganado flaco”. Miles de éstas entran en la
madrugada del lunes, procedentes de diversos sitios del país, en especial, de
la Costa Atlántica. Esas vacas, esos toros y esos terneros mantienen pendientes
de quienquiera que pase por el corredor principal. Siguen a los visitantes con
la mirada, como si hubieran sentido amor a primera vista, espabilan despacio
con sus largas pestañas, con sensualidad, y luego miran a otros y después a
otros. En ese pasillo central hay restaurantes y puestos de control. Y si
alguno se detiene a detallarlas, no es raro que uno o dos animales se acerquen
y hasta le laman la mano con sus lenguas de lija.
Misa
Jesús
Muñoz tiene ochentaidós años. Mira con gafas el ganado desde el pasillo. Su
mano derecha descansa sobre la talanquera de hierro. De la muñeca de la misma
mano pende un zurriago, que más bien hace de bastón, puesto que ya no lidia con
ganado. “Yo estoy es esperando que falten diez para las doce, para entrar a
misa”, explica. “Me dediqué al ganao de leche toda la vida, en una tierrita de
Don Matías. El ganao da, pero las personas le quitan a uno. A mí me arruinaron.
Sólo quedé con una casita cerca de aquí, al otro lado del río, en la que vivo
con una hija. Diario vengo caminando a misa, pues, porque me gusta ver el ganao
también y porque aquí tengo amigos… ¡uno vive como se levante! Esta es mi
vida”.
Y para ver las vacas, es más fácil desde unos
puentes que pasan por encima de los corrales. Claro que, como todos están
acostumbrados a los animales, uno ve a todo el mundo caminar así tan tranquilo
entre los patios, compartiendo con los bovinos, señalándolos, sobándolos,
mirando una pata, un hocico, una ubre.
Los miércoles, la actividad central está en el
patio de los caballos, que se junta con el de las vacas. Estas, cuando tienen
su ternero -muchos de ellos con bozal para que no mamen toda la leche-, se
llama “atado”. Ese patio, con todos esos animales es conocido como el patio de
la revoltura. Hasta ordeñan delante del cliente para que se dé cuenta por sí
mismo cuántos litros da la vaca. Allí está el kiosco de doña Mercedes. En él desayunan,
almuerzan y toman café los negociantes. “¡Un tinto!” Juan Vélez se abre paso
con su voz recia, puesto que queda separado de la ventana del kiosco por un
corrillo de personas que comen pan y toman café sin descargar lazos, apoyando
entre sorbos el pocillo en la tabla que sirve de barra. Él tiene una finquita
en Caldas, en la que unas cuantas vacas le dan el sustento. Hoy no vino a
comprar ni a vender. “Sólo a ver animales”.
Algunos arrendadores ensayan caballos a la
vista de todos. Galopan, trotan, corren. Guillermo Vanegas es uno de los
herreros. Con sus limas, navajas, tenazas cortacascos, remachadoras y
martillos, y con la pata del animal en las rodillas, corta los pedazos de casco
que le han crecido, como las uñas humanas; pule la herradura cerrándola un poco
de acuerdo con el tamaño y la forma del casco, abre bien los huequitos de los
clavos y, ahí sí, comienza a clavar. “Yo aprendí este oficio de un amigo que se
fue para Estados Unidos”, dice. “Ah, ¿él está herrando por allá?” -le pregunto,
aunque también puedo estar diciendo: errando, sin hache-. “No, trabajando en lo
que sea”.
La atracción de la mañana es una yegua con la
columna arqueada, a tal punto que no requiere de silla ni habría cómo
ponérsela. “Es que ha parido muchas veces”, explica Mazamorro, el mayor
comisionista de bestias. “Tiene dieciocho años y todavía puede parir otras
veces, porque una yegua puede vivir más de veinticinco años. Aunque yo creo que
a ésta la sacrifican”.
La actividad es normal. Hombres con el pie en
la baranda hacen negocios, comentan. Otros simplemente miran y conversan porque
la feria es para ellos un lugar de encuentro. Su casa. Algunos colman las
cantinas de música guasca rancheras y parrandera que hay en la entrada
principal. Mientras tanto, los charcos, los corrales, el estiércol, el olor del
ganado, esos hombres ensombrerados, hacen de la feria como un submundo, un
pedacito de campo incrustado en la ciudad.
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crónica, crónica urbana, feria de ganado, john saldarriaga, Medellín,salderrio
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El tractomulero
habla para no morir de soledad
La prodigiosa zurda de Bernardo Sánchez
2 comments
1.
carlosab • 7 years ago
Excelente articulo..para
los que nunca han ido alla es una buena descripcion de lo que sucede a diario.
2.
Olga
Nidia Molina Bedoya • 7
years ago
Qué buena crónica, John
Jairo. Hasta aquí me llegó el agradable olor a hato.
Cordial saludo,
Olga Nidia
Las alfareras de Untí amasan una tradición
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20. Sep 2011
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·
General
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La siguiente es una crónica que cuenta
la agonía de una actividad tradicional: la alfarería. Si bien es una narración
sobre un tema campesino en un blog dedicado más que todo a la urbe, se notan
los ojos citadinos del autor, quien considera, literariamente, la vida
rural igual de compleja y maravillosa que la urbana.

Severiana Higuita y su hija, Liliana, son dos de las cuatro alfareras de
Untí. Sin más herramienta que sus manos, modelan el barro que la segunda de
ellas extrae de un sitio ubicado a unas dos horas a pie desde su casa. Fotos:
Róbinson Sáenz.
Como Dios, Severiana y su hija, Liliana, se sientan en el quicio de su casa
de paredes de cañabrava y tejas de zinc a mirar el paisaje de todos los días
con una pelota de barro entre las manos para modelar figuras.
Van tomando la masa de una callana, una suerte de plato hecho de arcilla,
el cual suele usarse más que todo para asar arepas en fogón de leña. En ella
van remojando la pasta y tomándola poco a poco. Las dos mujeres son diestras.
Por eso, en la mano izquierda descargan la bola y con la derecha van dando
forma al utensilio, sin apenas mirar lo que hacen esas extremidades embarradas.
Ese paisaje de todos los días tiene por escenario el terraplén de su
vereda, Untí, la única plana de Buriticá, un municipio constituido por
pendientes de ochenta y noventa grados que dificultan la agricultura y más aun
la ganadería porque las pobres vacas no encuentran bien de dónde agarrarse; por
techo, un cielo nublado.
Ellas tienen ahí delante un naranjo agrio, algunas de las quince precarias
viviendas que conforman la vereda, de las cuales, solo una, que apenas están
construyendo, tiene el baño adentro.

En un segundo plano, tapada con árboles, está la casa de las alfareras de
esta historia. En primer plano, las de sus vecinos.
Ven pasar a cada rato a su marrana negra, un animal al que llaman Runcha,
“como se les dice por aquí a los marranos”. La puerca suele ir acompañada del
cerdo de un vecino. Ambos llevan una horqueta de palo sobre su cuello para “que
no entren en algún sembrado y lo dañen”. Una piara conformada por cochinos
recién nacidos va por ahí roncando y asustándose por todo. Una gallina con sus
pollitos –también suyos- da vueltas por el terraplén. Más lejos, cerca de la
entrada y salida de la vereda por la quebrada Remango, hay una oveja suelta y
con su lana curtida por el polvo.
Las dos mujeres respiran un aire tibio con olor a hierba y a barro, y
observan, a dos cadenas montañosas de distancia, un fuerte aguacero. No tienen
que ser indígenas ni zahoríes para saber que en menos de una hora en este
caserío caerá un chubasco igual.
Severiana dice que se aburre en Untí, de tanto ver lo mismo. Liliana ríe al
escucharla. La verdad, ella ríe de todo.
Legado ancestral
En Untí nadie sabe nada de ancestros indígenas. Sólo que Buriticá fue un
gran cacique: una escultura lo recuerda en el Parque Central. Al menos, nada
saben conscientemente. Porque Severiana Higuita y su hija, Liliana Higuita y
dos mujeres de otras familias –María del Socorro Higuita y Marina Jaramillo,
“aunque Marina ahora no trabaja, por enferma”-, conservan esa tradición que,
sin duda, se hunde en los siglos: la alfarería.
“A mí me enseñó mi mamá, María Eva –dice Severiana-; a ella, mi abuela; a
mi abuela, mi bisabuela y a mi bisabuela, mi tatarabuela. De ahí hacia arriba
no sé más. Y yo le enseñé a mi hija”. Además del saber, Severiana heredó de su
madre esta casa. Y una tinaja. La vasija está rota en varios pedazos, pero como
fue de la madre, Severiana la remendó y dejó en el suelo, en medio de su rancho
mal iluminado. La usa para guardar maíz.
Severiana cuenta que, de niña, tuvo dos hermanos y una hermana. Que los
primeros murieron cuando estaban pequeños; que su hermana logró hacerse adulta,
“pero se rodó”: se fue a un abismo y murió. “A ella, mi mamá también le enseñó
a trabajar el barro”. Su madre falleció de sesenta años, en 1988.

Como lombrices
Catorce callanas y la tapa de una olla se secan al aire apoyadas de plancho
sobre una banqueta, junto a la pared cariada.
En la estrecha cocina, situada bajo el mismo alero del corredor frontal en
que están las mujeres, hay una olla también secándose, al lado del fogón
apagado que huele a cenizas frías. Para ella es la tapa que está junto a las
callanas. Salvo la olla, que es para la misma casa, este es el pedido del fin
de semana de una de las tiendas centrales de Buriticá. El único pedido que
tienen. Ya son pocos quienes usan callanas, dice Severiana, porque ya son
escasas las personas que usan fogón de leña para cocinar.
Ellas suelen hacer tinajas, calabazos, platos, pocillos, marranos para
alcancía, materas, muñecos… lo que sea. Todo a mano. Pero los pedidos son cada
vez más escasos.
Liliana es una chica de veinte años, rubia y delgada, más tímida que un
caracol. Apenas sí habla por la turbación. Ríe. Dice que es ella quien va a
buscar el barro, cada que hay pedido. Su madre no va porque hace más de dos
años “me cayó una enfermedad que me dejó tullida”.
La “mina de barro”, como dicen las dos, está situada a un par de horas de
Untí, muy cerca de la vereda Sincierco. Liliana lo extrae con una pala, lo
empaca en un costal y lo lleva a su casa sobre su espalda. “Cuando ha llovido y
está mojado –ríe Liliana-, pesa tres veces más que cuando está seco”. Pero, a
pesar de su delgadez, es una chica fuerte: cuando apenas iba para su casa, unos
minutos antes, en compañía de Piedad Méndez, una mujer que ha sido profesora de
la vereda más lejana de Buriticá, Conejo, la vimos pasar con un atado de leña
sobre sus hombros y la saludamos. Descargó el lío para resoplar de cansancio.
Cuando la dejamos atrás fue cuando la profesora dijo: ella es la alfarera.
Luego, Liliana llegó a su casa casi pisándonos los talones. Descargó los palos
en el corredor de la vivienda para que quedaran cubiertos con el alero de la
inminente lluvia. “Es la leña que servirá para cocer los utensilios, después
del aguacero que viene”, ríe Liliana.
“Este arte es muy sencillo-resume Severiana:- ella trae el barro, lo remoja
y lo pisa con una piedra sobre el metate para sacarle las piedritas; como
puede, me pasa cargada desde mi cama hasta aquí y me deja sentada para
ayudarle; armamos las callanas y las demás piezas que nos hayan encargado: si
el barro está bueno, podemos hacer cada una de a diez figuras en dos horas; de
ahí, las dejamos secar, como usted las ve; más tarde, las raspamos para que
queden lisas, y, por último, hacemos una cama de leña y encendemos un fuego
para cocerlas. Ahí sí, a venderlas para poder comprarnos el maíz y el arroz”.
Un pilón está acostado en el suelo. La mano del pilón, también. Aquél, por
el extremo más ancho, sirve de asiento a quien llegue a visitarlas.

Los pedidos son escasos. Los más "grandes" son de callanas.
“Aquí nos ve: viviendo del barro como lombrices”, dice la madre y ambas se
quedan suspendidas en el tiempo y en el espacio, esperando que llueva y escampe
para quemar sus callanas.
Al fin, llueve. Y escampa.
Al día siguiente, sábado, en el único viaje que hace el bus de escalera que
recorre la solitaria carretera terciaria de Buriticá, se ve llegar Liliana, la
alfarera, a la cabecera municipal. Cuando el automotor termina de rodear el
parque, desciende deprisa y avanza dando zancadas, con un costal de fibra
sintética visiblemente pesado sobre su hombro derecho, hasta una tienda de la
esquina, El Colmado, frente al templo de San Antonio.
Parada delante del mostrador, deshace el nudo del empaque para dejar ver
otra bolsa, ésta de tela como una funda de almohada, más apretada aun. Al
verme, ríe y extrae una callana, la segunda, y me dice: “aquí está la suya.
Vale dos mil pesos”.
Eso valen sus callanas. Con los veintiocho mil que reunirá en su venta,
comprará arroz y maíz para darle de comer al pilón que se aburre en su casa
haciendo las veces de asiento.
Fin
( Apéndice (in) necesario
Arriba, en la montaña, está Untí. Y no
solo porque este lugar esté situado sobre una meseta, sino porque esa voz
indígena, de la lengua de los catíos, quiere decir arriba, en la montaña, según
me informaría dos días más tarde de la visita a las alfareras, Guzmán Cáizamo,
dirigente de la Organización Indígena de Antioquia.
Cuentan en Buriticá
que en este sitio estuvo alguna vez la población principal, pero que por factores
de violencia la trasladaron al sitio actual.
Untí está situado a
media hora en carro desde la cabecera, hacia el Norte. Se llega por la única
carretera terciaria del municipio, destapada pero en buen estado, la cual
termina unas dos horas más adelante, en el corregimiento Tabacal.
Algunos habitantes de
Untí buscan oro en el río Cauca).
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alfarería, Buriticá, crónica, john saldarriaga, salderrio, tradición,Untí
Rosa Amanda calma hambres en la Nutibara
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12. Sep 2011
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Pensar que Rosa Amanda Muriel almuerza desde las diez y media, cuando
muchos están apenas desayunando. Y que lo hace parada en pleno Centro, en la
acera de la Plazuela Nutibara, a los ojos del mundo.

Con el fruto de su trabajo, Rosa Amanda Muriel compró casa en San Javier,
hace nueve años. Es de tablas. Lentamente, dice, la va cambiando por
materiales. Fotos: Manuel Saldarriaga
Con un cucharón, sirve primero la sopa, en un plato hondo de icopor, y se
para a tomarla al lado de ese cochecito de bebé transformado en restaurante
rodante.
No tarda. Sus movimientos son rápidos, pero no parecen apurados, como
sucede con los de quienes tienen mucha pericia en un oficio. Parece ignorar que
a sus espaldas, por plena avenida Primero de Mayo, buses bajan raudos, como si
sus conductores compitieran por llegar al cruce de Bolívar y ganarse el
semáforo en verde o, por lo menos, en amarillo.
De tanto oler los olores de la urbe, su nariz no se da cuenta de que el
aire apesta a gasolina quemada, la del humo de los autos. Y ni siquiera que el
olor de los alimentos se esfuerza por abrirse paso a codazos por entre ese olor
dominante.
Cuando termina la sopa -hoy es de legumbres y se ven dos o tres carnes
agarradas de sus huesos, náufragos en la fuente de líquido espeso y amarillo-,
sirve el seco: un pocillo rebosante de arroz blanco –dos o tres granos caen del
plato al suelo-; con otro cucharón y de otra caneca, extrae la carne en polvo,
y de una tercera, espaguetis y tajadas de plátano. Va poniendo todo encima del
arroz. Hubiera podido escoger chicharrón, en vez de carne molida, pero hoy no
le apetece.
En menos de siete minutos, ha deglutido su almuerzo y echado cuchara y
platos sucios en la bolsa de la basura. Después de esto, tarda un minuto más en
llenar un vaso desechable de refresco rojo, que vierte de un galón que, hasta
este momento, ha descansado en el suelo, al otro lado del cochecito, y en
beberlo de tres sorbos grandes y sonoros.
Comensales
Es que Amanda sabe que si no aprovecha para almorzar apenas llega, recién
baja de su casa en San Javier, se queda sin almuerzo. Y sería irónico o sonaría
a chiste de mal gusto que se quedara sin comer, sabiendo que ella es quien
cocina y es la dueña del restaurante rodante desde hace más de 30 años.

Ella no sirve para sí misma un almuerzo mejor ni peor que para sus
comensales, quienes, después de verla tragar el último sorbo de refresco y
botar también el vaso en la bolsa de los desechos, comienzan a acudir a pedirle
su ración.
“¡La hora feliz!” Exclama un vendedor de burbujas por todo saludo.
Ellos almuerzan a esta hora porque esa comida les sirve también de
desayuno.
No llueve. La voz del primero de sus clientes, un hombre que empuja una
carretilla de “ponche chino”, le llega a ella por entre el humo y por debajo de
los interminables parloteos de las aves que, por decenas, retozan en las copas
de las palmeras de la plazoleta.
“¿Esas son guacamayas?” Pregunta un vendedor de golosinas, quien descuelga
de su cuello el cajón y lo descarga en el suelo a dos pasos suyos. Él se sienta
en el muro de la jardinera, en medio de otros hombres que también van a
almorzar.
“No. Son loros -le informa un jubilado que nada vende, que va a este sitio
del centro todos los días solamente a existir, a ver pasar la vida-. No faltan
un solo día -y agrega:- ellos como que encuentran una semillitas allá arriba,
en las copas. A veces hasta pelean por ellas. Si viera”.
No le tienen que decir nada: Amanda ya está sirviéndoles el almuerzo y se
los va entregando en orden de llegada. Los conoce tanto, que hasta sabe sus
caprichos. A quién le debe echar un poco menos de arroz; a quién, una tajada
adicional; a quién todo mezclado…
Un hombre estaciona un Mazda de un rojo deslustrado por la intemperie
frente al restaurante rodante. Es transportador pirata, dice. Hace sus recorridos
más que todo en algunos barrios altos -señala con su diestra un amplio sector,
al Oriente- y, de vez en cuando, hasta le ha tocado llevar la carga de alguna
colega de Amanda. Son tres en este sitio. Explica que él almuerza aquí, “no
tanto por el precio, mil quinientos pesos, sino por la sazón, viejito. Ah, y
porque el menú es variado; no crea que aquí se come todos los días lo mismo”.
Amanda ya tiene comiendo a dos docenas de personas, las cuales se van
diseminando por toda la Plazuela. Se les ve, a unas, comiendo de pie frente a
la fuente seca; a otros, sentados en las jardineras de las mismas palmas que en
sus copas albergan pajarracos, también comiendo. Otros tantos debajo del
viaducto del metro. Hay quienes se han llevados sus platos hasta la otra acera,
la del Hotel Nutibara.
Almuerzos incompletos
Amanda Muriel recuerda que, cuando comenzó, “abría” su negocio bajo alguna
sombra de El Hueco. “El almuerzo valía, ¿cómo era la cosa?, veinte pesos”.
Igual que hoy, alcanzaba a vender unos cien almuerzos.

Lo difícil, cuenta mientras sigue despachando a hombres y mujeres de
oficios sencillos que van arrimando y simplemente se detienen junto a ella para
que se entere de que va a almorzar, no es levantarse a las cuatro de la mañana
a prepararlo todo. Qué va. Desde que era una niña en Ituango, donde nació, está
enseñada a trabajar sin tregua, desde la madrugada hasta el anochecer. Lo más
difícil, dice, es encaramarse con su restaurante a los buses. Y eso que ya la
conocen. Los conductores detienen a fondo su automotor, le abren la puerta de
atrás y saben que deben esperar hasta que esta mujer trigueña, de pelo
recortado y coronada de gorra, logra encaramar las canecas de alimentos y el
galón de refresco, las bolsas de los platos y los cubiertos y el cochecito.
Después, la misma historia, al llegar al centro, para descender.
Doce y veinte. Los loros siguen parloteando en lo alto.
“¿Hay almuerzo?”, pregunta una vendedora de llamadas por teléfono móvil,
una mujer negra y delgada, quien acude al restaurante ambulante con su chaleco
que dice por todas partes “minuto a $150” y un letrero de tela que lo confirma,
por si persiste alguna duda.
“No queda”, contesta Amanda mientras aprovecha el paso de una barrendera
para echar la bolsa de la basura en la caneca rodante de ésta. La minutera,
incrédula, se asoma para mirar el fondo las canecas.
“¿Y eso qué es?” “Arroz, no más, querida. Y tajadas. Es lo que hay ya. Mire
a ver qué tienen las otras”.
Ya los zapatos de Amanda saben que deben encaminarse a la Plaza Minorista.
Allá, regala las sobras limpias a indigentes, como almuerzos incompletos.
Después, se encuentra con su esposo en su puesto de quincalla y se sienta a
esperarlo hasta las cinco, hora de volver a casa.
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Comida, crónica, economía informal, habitantes de la calle, john saldarriaga, Medellín, pobreza, salderrio
Se mueve el negocio de las cartas de amor
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02. Sep 2011
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En El Ocio hay un letrero que dice: «Se escriben cartas de Amor y demás». Y
debajo de éste, una frase escrita con la misma caligrafía: «La palabra le habla
a la mudez del silencio y alimenta de encanto la sensibilidad».

Jorge Humberto Restrepo. Fotos: Julio César Herrera
Jorge Humberto Restrepo no vive de escribir cartas de amor porque es
demasiado romántico para ponerles precio. Él deja, más bien, que éste salga del
corazón del cliente. En ese letrero de la librería envigadeña no dice que
escribe lo que le encarguen: epitalamios; elegías; panegíricos; cartas de amor,
de amistad, de negocios y de cualquier circunstancia; reflexiones; crónicas;
cuentos, y novelas.
“Es que siempre he sido así: cobro el córner y también voy a cabecearlo”.
Comenzó a hacerlo después de un trasegar por Venezuela y Colombia
atendiendo en clubes y decorando viviendas y oficinas. Pues la vena poética que
heredó de su padre, apodado el Genio, quien fuera profesor, heraldista –hizo el
escudo del municipio de Caldas-, bohemio y crucigramista, tuvo que esperar para
poderse imponer. Cuando era niño, en su casa eran comunes las visitas de
Rodrigo Arenas Betancourt, Ramón Vásquez y de escritores y poetas que leían y
conversaban con su padre. Lo más sentido siempre lo he guardado en el sagrario
de mi corazón. Lee una carta que acaba de escribir. Se la encargó un hombre
divorciado, “de espíritu libre, muy sensible y romántico”, quien, al parecer,
“se equivocó, tuvo una desfachatez” con una mujer soltera y conservadora en sus
costumbres, a la cual respeta, y por eso intenta disculparse con esa carta en
la que también le dice: usted es la mujer ideal y perfecta sobre la que siempre
han estado posados mis ojos, aunque le aclara que mi corazón es libre… al igual
que el suyo.
Para escribir una carta de amor, Jorge Humberto pide una descripción de la
persona amada, la destinataria. Tanto de su aspecto físico como de su
personalidad. Requiere los detalles de la situación: si es una declaración de
amor o es una reconquista, unas disculpas por un desliz o un saludo de
aniversario. Y mientras conversa con el cliente de la carta, el remitente,
aguza sus sentidos para percibir el grado de introversión o extroversión de
éste, así como su forma de expresarse. Si es lacónico o locuaz. Si es de hablar
sencillo o florido. “Lo esencial es que trato de entender muy bien las
circunstancias y de meterme en el personaje emisor o remitente para no
traicionar sus pensamientos y sentimientos, así como de concentrarme en la
forma cómo puedo tocar el corazón de la persona destinataria”. Y por lo
general, el cliente es quien termina por decirle si quiere una misiva “que
parezca suya, con sus palabras” o que la escriba con toda la libertad.

Mis ojos están empapados de felicidad y de amor, también de agradecimiento,
mandó decir un tal Fabio a una tal Deisy, en el primer año de su relación: Tú
eres el pedazo de cielo al cual miro buscando luz y fe (…) Sólo una flor te
quiero dar, en ella va mi mundo y todo mi amor. Es una carta titulada: “Trozo
de cielo”. Todas sus cartas tienen título… a menos que no sea de amor.
…Y demás
Y es que Jorge Humberto escribe cualquier tipo de cartas. Y ninguna
se parece a otra porque, aunque las guarda, tanto las que él escribe a mano
como las que le digitan en computador, al que no le gusta acceder, no toma
prestadas ideas ni frases de una para otra.
Hace unos días, alguien lo buscó para que le escribiera una epístola en la
cual le dijera a sus hijos que cesaran los tratos hostiles en la casa. Los
silencios rabiosos, las peleas. Que recompusieran la armonía del hogar. Hace
otros días, le encargaron otra para el grado de una estudiante, una sobrina
suya, de la cual hizo una evocación de sus cosas de niña y adolescente. Y
también discursos.
Precisamente, todo este “negocio” de escritos por contrato comenzó hace 15
años. Le publicaron más de 60 columnas de opinión en EL COLOMBIANO. Por esos
días, y en vista del talento del columnista, un amigo lo abordó para decirle
que se le había muerto un pariente y que él deseaba leer algún escrito en su
funeral. “¿Y cómo es él?” Le preguntó el hijo del Genio. Y esa noche se propuso
“tocar el corazón” de los asistentes al ritual.
“Es el trasegar por la vida; sufrir el dolor, que también me ha
tocado; la sensibilidad con la Naturaleza; gozar de una gran memoria e
internarme en los problemas de las personas” lo que consigue que Restrepo siga
haciendo cartas de amor y de todos los temas. “Si esas cartas no consiguieran
los resultados esperados, yo no las seguiría haciendo”.
¿Y las ha hecho también para alimentar sus amores, para conquistar a
alguien o para expresar el arrepentimiento por algún desliz propio?
“Por supuesto. Pero esas no las muestro jamás. Están bien guardadas en un
baúl y en mi corazón para que no las encuentre nadie”.
Una crónica poética
El sonido del agua de una pequeña fuente que adorna la sala de su casa,
situada en el barrio El Dorado, de Envigado, es la música de fondo de la
conversación, de la lectura de las cartas de amor. Un Cristo en la pared y una
virgen de yeso frente a él, en un pedestal, iluminados por un gran cirio,
complementan la decoración.

Cuenta que suspendió la edición de La vitrola, una revista de
música que alcanzó hasta el octavo número, pero que con promesas de
coleccionistas de música antigua, espera que el noveno número aparezca en 2012.
Es de música. Prepara algunos escritos sobre sitios donde se escucha, géneros,
músicos, cantantes y coleccionistas.
Hace unos días le encargaron una “crónica poética y lírica” sobre La
Catedral. Se titula Preludio de luz. No mencionó en
ningún momento el nombre de Pablo Escobar. No tiene nombres, no tiene datos.
Mientras lee las tres páginas, tomo nota de frases que hablan de dos momentos
históricos de ese sitio del suroriente de Envigado. Uno pasado, cuando albergó
la cárcel, y otro presente, un lugar de oración. Los compara, valiéndose de una
sobrecarga de adjetivos y lenguaje florido, “como me la encargaron”. He aquí lo
que anoto: “infierno del espanto”, “hervidero de maldad”, “silbido lóbrego y
pavoroso”, “dinero maldito y corrompido”, “delirio sin control”, “megalomanía”,
“tierra abonada con arcilla humana”, “paradisíaco lugar”, “hermosura”,
“privilegiado paraje”, “donde abunda el pecado sobreabunda la gracia”,
“ensueños de magia y fantasía”, “sitio exquisito para hospedería y abandonos
espirituales”, “la fantasía vive de fiesta allí”.
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Cartas, Cartas de amor, crónica, Envigado, john saldarriaga, Jorge Humberto Restrepo, salderrio
Vida de un cuidador de tumbas
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03. Nov 2011
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Para ganarse la vida, Iván Darío Ramírez Grisales les lava las casas
a los muertos.

Fotos: Jaime Pérez
Desde hace más de quince años, esa es su labor. Todos los días llega
temprano al cementerio Campos de Paz, procedente de su casa en Santa Elena.
Luego de saludar a sus amigos vivos, los vendedores de flores, en especial a
los Grajales, los del puesto del extremo, toma sus útiles de trabajo, los
cuales suele guardar en éste, y dirige sus pasos al campo sembrado de tumbas.
Como el dos es día de los Fieles Difuntos, según el Calendario Católico, y en
general noviembre es mes de los muertos, este mortal atraviesa una especie de
temporada alta para su necronegocio. Los deudos quieren tener resplandecientes
las tumbas de sus seres queridos.
En la soleada mañana, los alcaravanes le dieron la bienvenida a prudente
distancia. Olía a césped recién cortado. No a flores. Ivan fue planeando en su
mente lo que debía hacer. Primero, arreglar floreros de algunas tumbas;
después, pegar las paredes marmóreas de unos de éstos, cuyo pegante se ha
cristalizado con los años o, mejor, con la intemperie; más tarde, cuando los
obreros del corte hubieran terminado la poda cerca de las tumbas cuyo
mantenimiento le corresponde, debería barrer con su cepillo las losas, para
retirar los fragmentos de hierba: en muchas de ellas ya habían formado un tapiz
verde que impedía leer mensajes como el de Carlos Mauro Hoyos, el procurador,
asesinado en enero de 1988, que dice: Hago una convocatoria a la solidaridad.
En el país no hay solidaridad permanente, hay una solidaridad de 24, 48 horas o
de un minuto de silencio cuando matan a un personaje…
Para colmo, esas letras en bajorrelieve se están borrando. En breve, los
familiares le dirán a Iván Darío que tome un pincel y las retoque con pintura
negra.

Como es de Santa Elena y hasta ha sido silletero, ese asunto de la estética
está vivo en él. Está preparado para que alguna persona le pida un arreglo en
forma de veladora o de canasta o de corazón, elementos formados con flores, más
que todo gladiolos y gíngeres.
Nacido el 23 de abril de 1959, se dedicó primero a cultivar flores y
hortalizas en la finca paterna, en la vereda San Miguel, de Santa Elena, donde
todavía habita. Más tarde, a vender ambas mercancías en una esquina de Belén,
para lo cual solía bajar del corregimiento en el Apolo XI, un bus de escalera
que comienza su recorrido a media noche y en la madrugada entra a la urbe con
una carga de humanos medio dormidos en las bancas y líos de flores, mostaza y
verduras en el capacete.
Un día de 1994, Antonio Grajales, el papá de los vendedores del puesto de
flores de Campos de Paz, lo llamó para que brillara losas. Era tanto el
trabajo, que requería ayuda. “Eran tiempos mejores; había más plata y casi toda
la gente mandaba a limpiar y brillar las tumbas de sus seres queridos”, cree
Iván Darío.
Grajales le cedía solamente las brilladas de los mármoles con cera de
pisos. No los arreglos ni las limpiezas. Y le pagaba a 10.000 pesos al día. El
oficio apareció en un momento oportuno, porque al decir de Iván, la calle se
había vuelto dura, las ventas habían aflojado.
Buena compañía
“Al principio me daba como verrionderita
trabajar en el cementerio”. ¿Susto? “Sí, susto”. Pero eso va pasando.
Aunque sólo a él le sucedía. Su esposa, Beatriz Elena Atehortúa, sus hijos
Astrid Elena, Iván Alberto y Edwin Camilo, a quienes “levanté y di el estudio
con esto de los muertos”, no les ha parecido cosa de otro mundo. Notaron desde
el principio que era rentable y “no había que aportar principal para nada”, es
decir, no requería capital. Ellos mismos, “incluida la muchachona”, le ayudaban
cuando iban terminando el bachillerato y no habían conseguido trabajo.

¿Qué es la muerte? La muerte no es nada. Sólo me he refugiado en la
habitación de al lado. Llámame por mi diminutivo de siempre… “Sí hay mensajes muy bonitos y conmovedores. Son como poemas escritos en la
losa”, comentó Iván, quien, en tantos años, ha leído muchos de ellos.
Todo el día habría ruido. Lo adivinó tan pronto aspiró el olor a hierba
recién cortada. Porque además del esporádico rugido de los motores de los
aviones que pasaban volando bajo para aterrizar en el Olaya Herrera, no
tardarían en encender de nuevo los de las podadoras.
Pero el Sol estaba de su parte. En días azules como éste, no hay que lidiar
tanto con el bendito pantano que va a pegarse en las cruces y en las alas de
los ángeles de yeso, esos que tocan trompeta o piden silencio.
Iván considera noble ese gesto de los parientes de encargar el aseo de las
tumbas, el arreglo de los floreros con flores nuevas y el brillo de los
mármoles. Es su forma de expresar cariño a los seres que ya no están
físicamente presentes. “¿Si alguien se murió, uno lo va a abandonar? No.
Después de muerto también lo debe tener en cuenta. Con la muerte no termina
todo”, reflexionó este hombre a quien no le da miedo morirse, sino la forma en
que suceda.
“Cuando yo muera, que también le hagan mantenimiento a mi tumba. Que la
pinten. Que le pongan flores. Pero no me gustaría estar en tierra, como las que
atiendo, sino en bóveda”.
Y tomando la cera y los trapos y el cepillo, en un ademán de prisa ante un día
que prometía ser largo e intenso, se volvió para decirme: “los muertos son
buena compañía: son silenciosos; al menos no hablan mal de nadie”. Y sus
últimas palabras quedaron subyugadas por el ruido de los motores de las
podadoras, que en ese momento se encendieron.
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cementerios, crónica, crónica urbana, Día de los Muertos, john saldarriaga, Medellín, mes de los muertos, salderrio
Radio Reloj: una sesentona que acompaña cada segundo
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29. Dic 2011
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Una tarde de junio de 1969. Rodrigo Londoño
Pasos había acabado de mirar uno de los tres relojes de la pared, el que
marcaba la hora de Colombia, y se había acercado al micrófono para decir: “en
Radio Reloj son las cinco y treinta y un minutos. Radio Reloj, la emisora de
todas las horas”. Había dejado rodar una canción cuando entró al estudio el cumbiambero
Gabriel Romero, jadeante, con el disco recién prensado de La Piragua. “Ponlo, que está calientico”.

El locutor, conocido en el mundo de la radio
como el Juvenil y quien actualmente narra los partidos de fútbol de los equipos
antioqueños cuando son visitantes en los estadios del país, fue “relojero”,
como suelen decirles a quienes dan la hora en las emisoras. En Radio Reloj
permaneció desde 1963 hasta 1975, primero como supernumerario y después como
titular.
“¡Me vas a hacer echar!” Repuso, pero de todos
modos recibió el disco para ponerlo. Fue tal la aceptación inmediata de los
oyentes de esa canción de José Barros interpretada por Romero y los Black
Stars, que los teléfonos repicaron sin tregua para solicitar su repetición.
Londoño Pasos optó por consultar en la gerencia, donde le respondieron: “si a
los oyentes les gustó tanto, pásela cada veinte minutos”.
Era la época en la cual, los locutores de
Reloj, unas verdaderas estrellas, se veían por la vitrina desde la calle, como
se ven los maniquíes y la ropa exhibida en ciertos almacenes. Los veían poner
los discos y cuando había artistas, como en este caso, los peatones se detenían
ante la vitrina de esa emisora situada en Maracaibo con la que hoy es la
Avenida Oriental, a mirarlos. Los buses de Boston y de Sucre pasaban por esa
vía y debían detenerse para hacer con cuidado el cruce, mientras lo cual los pasajeros
giraban la cabeza hacia la vitrina.
Radio Reloj es una emisora sesentona. Fue
fundada en noviembre de 1951 y hace parte del primer sistema nacional de
emisoras con el mismo nombre. En Colombia llegaron a funcionar más de doce
Radio Reloj, pero el sistema se acabó en 2008 cuando casi todas ellas cambiaron
de nombre, muchas de ellas por Oxígeno, y quedó solamente la de los paisas.

Rodrigo Londoño Pasos, el Juve. Foto:
John Saldarriaga
Antes de ser locutor, Rodrigo era un oyente más
de la emisora y recuerda, entre otras voces, la de Eduardo Villalba, quien
después habría de trabajar en La Voz de Las Américas y sostener por más de
treinta años el programa La Hora Costeña. Y con él, a Alberto González Epañita,
un hombre que compensaba alguna malformación física que tenía con una voz
vibrante y una personalidad arrolladora. Fue director de Reloj. Y alternaba sus
jornadas de relojero con la grabación de radionovelas en La Voz de Antioquia,
también de Caracol.
“Uno de los éxitos de Radio Reloj era el
servicio de despertador”, recuerda Orlando Patiño Valencia, quien fue de Reloj
y ahora se conoce por su espacio Una Hora con los Solistas de la Sonora, que
emite Latina Stereo. “Las personas que debían madrugar por asuntos de viaje o
de trabajo se hacían anotar y, en la madrugada del día siguiente, desde las
dos, tres operadoras se encargaban de despertarlas. Llamaban por ahí hasta las
siete de la mañana”, dice Patiño, entre sorbos de su infaltable coca-cola
helada.
Luis Peña, Pedro Nel Toro, Olson Reyes, Carlos
Posada Uribe, Ernesto Vélez, William Cardona, Arturo Bustamante -quien después
sería dirigente deportivo-, Elkin Becerra, Jaime Villa, Guillermo Giraldo,
Javier Tabares, son algunas de las voces que recuerdan Rodrigo y Orlando de esa
época del sesenta. Y anotan tres sedes: la de maracaibo, solo que en algún
momento entraron la emisora a un sitio invisible desde afuera; Junín con
Colombia, en el antiguo Edificio de Coltejer, y el actual de Laureles.

Los locutores actuales de Radio Reloj: El
Fabuloso Juan Carlos Herrrera, Luis Carlos Sánchez, Fernando Valencia Henao,
Jota Vargas y Gloria Vasco. En la foto falta Jaime Sánchez, quien trabaja en el
horario nocturno. Foto: Julio César Herrera
“Los servicios sociales eran más amplios
anteriormente -recuerda Jairo Luis García, locutor de Latina Stereo, quien
también fue relojero en los años setenta, unos años en la emisora homónima de
Bucaramanga y otros en la de Medellín-. No solo nos ocupábamos de documentos
perdidos, sino también de ofertas de empleo y de compra y venta de casas,
carros y muebles que la gente deseara negociar”.
Con Jairo Luis también trabajaron en los años
setenta Leonel Mazo Gallego, quien identificó por años El Cofrecito de los
Recuerdos, un cancionero de música muy antigua que se emite en las mañanas de
domingo; Ernesto Vélez, quien hizo famosa su exclamación: “¡A gozar!”, en el
programa Tardes Bailables; Martín Múnera, a quien mataron en un bus
inyectándole una jeringa de cianuro; Rafael Díaz, quien inmortalizó su voz en
el pop Me gustas tú, de Manu Chao, en el que alterna con la de una
mujer de la Radio Reloj de Cuba.

Fernando Valencia Henao, el director,
conduce el programa El Cofrecito de los Recuerdos, en las mañanas de domingo.
En los tiempos relojeros de Rodrigo, los
locutores hacían el control de audio. Ellos mismos ponían los discos y las
cuñas publicitarias. Fue cuando éstas comenzaron a grabarse en cartuchos, unos
carreteles de cinta, que en las emisoras decidieron que debía haber un operador
de audio aparte del locutor. Después, cuando casetes y discos fueron
remplazados por discos compactos y, éstos por computador, una sola persona hace
todo, hasta hablar con los oyentes.
“Cuando poníamos long plays -recuerda Fernando
Valencia Henao, actual director, quien trabajó de locutor supernumerario bajo
la dirección de Carlos Posada Uribe-, uno aprovechaba algunas canciones largas
para ir a orinar o a comer alguna cosita, como El camionero, de Roberto Carlos o el Mosaico de los Corraleros de Majagual”.
Por cierto, Fernando recuerda que cuando la
emisora cambió de frecuencia, de la 1080 AM a los 830 AM que está ahora, su
director, Carlos Posada Uribe, lloró.
“Reloj siempre ha sido una emisora en la cual
la música da la vuelta completa -describe Jairo Luis García-. Es decir, pone
tangos, tropical, boleros, carrilera, andina, baladas… Es variada”.

Carlos Posada Uribe fue locutor en los
años sesenta y, años más tarde, director de la emisora. Comparte con Sandra
Yanet Ospina, locutora que se retiró de Reloj para dedicarse al canto.
Y variada es la programación de esta frecuencia
desde hace 30 años cuando decidieron que sería una emisora magazín. Es decir,
que además de musical iba a ser informativa y deportiva. Los noticieros
populares Cómo Amaneció Medellín, Cómo Va Medellín y, por muy corto tiempo Cómo
Anocheció Medellín, con locutores que se han robado el protagonismo por encima
de los periodistas y hasta de los hechos noticiosos: Diego Vargas Escobar, Iván
Zapata Isaza, Oswaldo “Speedy” González, Edgar Gallego Orrego y, actualmente,
Jorge Carrasquilla, quien también hace trovas y cuenta chistes. Y, por
supuesto, en lo deportivo, el programa Wbeimar Lo Dice y las transmisiones
futboleras desde los estadios, bajo la dirección de Wbeimar Muñoz Ceballos.
“Queremos que los oyentes encuentren en Radio
Reloj todo lo que les gusta, sin tener que moverse”, dice Fernando Valencia
Henao.

Eduardo Villalba, locutor. Ya murió.
Hoy, los locutores de Radio Reloj son Gloria
Vasco, Luis Carlos Sánchez, Jaime Sánchez, J. Vargas y Juan Carlos Herrera. La
pionera de las mujeres locutoras fue Sandra Yanet Ospina, a quien los oyentes
recuerdan intercambiando comentarios jocosos con Carrasquilla, en el noticiero.
Sólo desde 2005 abrieron el micrófono a voces femeninas. No ha sido fácil: hay
un sector de los oyentes que, entre su tradicionalismo incluye el machismo y no
les perdonaban error, aunque fuera en la pronunciación del acento en algún
apellido de un artista, porque llamaban a regañarlas. Pero con el tiempo, las
han ido acogiendo con cariño. Y hasta no faltan los enamorados que llaman a
lisonjearlas.
Fernando Valencia revela que si los años de
Reloj han sido dorados todos, los que vendrán no serán menos. La evolución
tecnológica no se detiene. Si algunos creen que el AM está en desventaja con el
FM, ya existe una tecnología que da el excelente sonido del segundo al amplio
alcance del primero. Se llama AM Stereo. Ya las emisoras de la compañía en la
península ibérica cuentan con ella. En breve, Radio Reloj y las demás emisoras
caracoleras la tendrán.
Y en cuanto a la hora, ¿sí es tan exacta? Está
basada en un reloj satelital sincronizado con la del meridiano de Greenwich: ni
se adelanta ni se atrasa.
·
crónica, john saldarriaga, Medellín, Radio Reloj, salderrio
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Patachuma le
canta a su pueblo
Medellín tiene quien le cante
29 comments
1.
Samuel
Mejia B. • 7
years ago
Qué buen artículo y cuántos
recuerdos han venido a la memoria al recordar esa querida emisora y todos los
excelentes locutores que en ella trabajaron.Una emisora sin chabacanerías ni
groserías y música popular de lo mejor de los años 50s y subsiguientes.Estoy
lejos de Colombia,hace 35 años y ni en Venezuela,ni en Estados Unidos,he podido
escuchar buenas emisoras y desafortunadamente cuando he vuelto a Medellín,no
tengo mucho tiempo de escuchar radio y lo que se escucha a veces es de mala
calidad. Que se repita lo bueno!
2.
octavio
mazo castañeda • 7
years ago
los felicito por su
cumpleaños.es una emisora que siempre la escucho como tardes bailables,sigan
adelante ya que el tiempo los años son los que premian tanto esfuerzo ya que la
mayoría de los que an pasado por esta emisora an trabajado con las uñas,los
felicito y no boten los lp,ya que son unas reliquias inconseguibles
felicidades,hasta pronto,muchas gracias
3.
pantaleòn velèz v • 7
years ago
hoy que han pasado los años
se ve y se siente la nostalgia,de la forma en que se hacia la noticia y la
radio informativa.radio relog.sigo siendo un adicto à la escucha de sus
programas,los domingos,ytodoslos dias escucho sus programas,ojala le dieran màs
prograciòn,y ojala no la dejen de emitir ,sigan con la muy buena labor que han
hecho vien durante tantos años felicitaciones,RADIOREJOG.LA GRANDE DE
COLOMBIA,ANTIOQUEÑOS,TENEMOS QUE APOYAR LO NUESTRO VIVA ANTIOQUIA,LA GRANDE…
4.
luis
a rincon o • 7
years ago
Fabuloso
comentetario,siempre que voy la sintonizo como mi companera en la
noche,desafortunadamente la de Bogota esta fuera del aire pero de todas maneras
en Cali,la costa y el eje cafetero sigue como la de todas las horas,reitero mi
nostalgia por la de Bogota que nacio en la calle 12 en vitrina de los estudios
de la nuevo mundo de caracol
5.
Maria
Cenelia Orozco • 7
years ago
Me encanto el comentario,me
toco lo de la vitrina y las llamadas del despertador a mi papa, toda la mùsica
que colocan me la se , pues era lo ùnico que ponìa mi papa y ahora la oigo yo
cuando estoy en casa, FELIZ CUMPLEAÑOS
6.
Heans Keeler • 7 years ago
Me gustaria que supieras
que sigo vivo, contra todo pronostico que hallas hecho muchos anos atras,
cuando apenas eras un nino.
Tambien me gustaria que
supieras que continuo haciendo la misma cosa que me ensenaste, que continuo
machacando las letras sobre el papel blanco como amazando coca para emborrachar
a la gente.
La diferencia es que nadie
me lee, de pronto el espiritu santo pero me es dificil para mi atraparlo
hosmeando mis notas.
Tengo pensado un viaje
hacia el pasado para encontrar los escombros de mis recuerdos mas hostinados y
desearia saber si me regalaras una hora para que le heches un vistazo a lo que
escribo y me ayudes.
Feliz ano maestro.
Cordialmente,
Heans Keeler
7.
cesar
agudelo • 7
years ago
Felicitaciones por el
articulo. Y tengo unas pregunticas, El se~or Rodrigo Londo~o es hermano de
Pastor? y si este continua en la radio, la otra si alguien me puede decir si
Radio Reloj de Pereira todavia existe y cual es el nombre del locutor que
labora en las horas nocturna. Gracias y congratulaciones de nuevo.
8.
carlos
mondragon • 7
years ago
FELICITACIONES…POR ESOS 60
AÑOS…MUY BUENAS VOCES..EMPEZANDO POR LA DEL SR JOTA VARGAS…QUE VOZ Y QUE
ANIMADOR…FELICIDADES..GRACIAS..SIGAN ASI
9.
stela
vanegas • 7
years ago
si..felicitaciones…..60 son
60…si tienen voces muy varoniles..empezando por j vargas…que lo escuche todo
diciembre….que carisma y que animador…es una voz que enciende
radios…felicitaciones de nuevo
10.
Abel
Betancur Pineda • 7
years ago
Que gratos recuerdos con
esta historia,puesse vuelve a esos años maravillosos de la juventud.
Felicitaciones y muchas gracias.
11.
Elver
Ivan Zapata E. • 7
years ago
Radio reloj la emisora de
la buena musica, de los recuerdos, de los grandes artistas, de los mejores
locutores, la emisora de la historia musical; felicitaciones, ojala la monten
en internet para que el mundo eschuche calidad.
12.
Luz
Marina Gomez • 7
years ago
Saludos y felicitaciones
por tan buenos programas
Quisiera saber como hago para comprar el cd de musica los 100 de los 60 años de
radio Reloj
13.
Andrés
Felipe Morales Patiño • 7
years ago
los felicito por el
acompañamiento y la gran programción que tienen. En especial el programa de LA
CARTA DE CARRASCA con el presentador Jorge Carrasquilla de noticiero como
amneció Medellín. Quiciera saber como obtener, si es posible, la copia del tema
tratado en este programa el día Lunes 28 de Mayo(7:30 am) del presente año ya
que me parecio de gran importancia, o a donde puedo escribir o dirigirme aqui
en la ciudad de Medellin. les agradesco en gran manera la respuesta de este
comentario. muchas gracias
14.
Maria
Victoria Castrillon Munera • 7
years ago
les digo que es mi emisora
preferida mi mama era la unica emisora que escuchaba aunque hace dieciocho años
que partio ella siempre esta presente en mi con radio reloj sus voces son increibles
felicitaciones y GRACIAS POR NO CAMBIAR
15.
matilde
todo de valencia • 7
years ago
hola
hemos escuchado en la emisora que ustedes ya tienen página web: radio reloj
medellin la emisora que sirve, pero les cuento que no hemos podido ingresar,
tan amables nos indican bien la dirección o el link?
mil gracias
16.
Jose
R. Suarez E • 6
years ago
A Fernando Valencia H. El
proximo Domingo en el Cofrecito de los Recuerdos, favor hacerle un homenaje a Ligia
Mayo. Oyente los Domingos de su programa, que es espectacular.
17.
magaly lopez cortes • 6
years ago
los felicito por los 60
años que llevan con el programa. yp los escucho todos los domingos en el
cofrecito de los recuerdos. aprovecho la oportunidad. tengo un sobrino en silla
de ruedas y ya no cabe en ella. quisiera saber de que forma me pueden colaborar
para conseguir una, si alguien tiene una que me pueda donar, o a que fundacion
me puedo dirigir. mi telefono 511 85 60 285 00 11, le agradezco su
colaboracion.
18.
Margarita
M Rodriguez Guiral • 6
years ago
hace algunos días, en el
programa tradiciones escuche una poesia “la casa del tio José” me gustaria tenerla.
Solicito muy respetuosamente me informen autor y como la puedo obtener. O si es
posible me la envien. Dios les bendiga Gracias.
19.
JEISON
PASOS • 6 years ago
solo quiero manifestar mi
admiración, por Rodrigo y Pastor londoño Pasos, y aun que no los conozco,
escuche muchas historias de ellos de parte de mi abuelo “Oliverio Pasos”, les
envío un saludo
20.
Laureano
Ramirez • 6
years ago
Tienen razon
señores,recuerdo a Radio Reloj en decada de los años 80 cuando trabajaba de
locutor el señor Arturo Bustamante,tocaban la mejor musica vieja y tangos de la
epoca,fueron años maravillosos.
21.
gildardo
bustamante ospina • 6
years ago
hoy en la mañana estuve
bregando a comunicarme telefonicamente en el programa tu cancion mi cancion y
me fue dificil-quiero decirles a ustedes que la puntica del disco se llama
MARIA ELENA LO CANTA JUAN ARVIZU,tambien lo interpretan javier solis-dueto de
antaño-rios y macias-miguel acaves mejia entre otros. mi numero telefonico es
275-92-91 y 3165866851.cordialmente gildardo.
22.
claudia • 6 years ago
Estoy lejos de medellin y
quisiera sintonizarlos diariamente lo intenado por tunner y no se ha podido
conectar muchas gracias por su atencion
23.
nEATRIZ
dIAZ • 6 years ago
Me gustó La Carta de
Carrasca de hoy 25 de Abril de 2013; alguien me interrumpió y no la oi
completa. Sera posible me la envien nuevamente?, puede ser via mail. Se los
Agradezco inmensamente de antemano. ¡¡Dios Los Bendiga!!!…
24.
gerardo
Florez Rodriguez • 5
years ago
Buenas tardes
felicitaciones a Radio Reloj
porque ie dicen a un oyente
que no tienen “amor eterno” por Rocio Durcal y al dia siguiente lo colocan por
ella. que la cancion Triste Domingo de agustin Magaldi no la tienen y yo la he
oido en esta emisora y piden discos de oscar la Roca y el locutor dice que las
tienen pero por Alfredo de Angelis,
espero que estos
comentarios ayuden a mejorar a tan excelente emisora
gracias
25.
luis calderon perez • 4
years ago
una felicitacion por ser
una de las emisoras de mayor audiencia a nivel nacional gracias por por unir
alas familias costarricenses en fin y principio de año con la cuenta regresiva
me gusta el spacio de cumpleaños felicidades
26.
lilan
montoya • 4
years ago
me gustaria anortame al
programa de adontoxel doctor Juan fernando es un programa de radio reloj quibo
mi tel
es 2122370
27.
Arias
Maria • 4 years ago
que bueno recordar aquella
epoca de los 60
cuando Arturo Bustamante era lucutor de radio reloj vivia diagonal a mi casa en
belen san bernardo era la casa de la mama cuantas mujeres tuvo Arturo que no
nunca supimos quien era la verdadera esposa yo tenia nis lindos 12 la mama de
Arturo no recuerdo el nombre me levanto una calumnia a mis 17 horrible que
nunca se escleresio solo se que ella tuvo su pasado en el barrio Antiquia lo
bueno de todo esto fue Arturo que nos hizo ganar muchos discos con cartas que
mandamos a le emisora y esa vieja se debe estar quemando en el infierno con eso
me pago tanta ayuda que le hizimos con las benditas empanadas para la iglesia
de san bernardo y cuantan plata gano
28.
Olga
lucia restrepo holguin • 4
years ago
me parece una emisora
exelente, pues la escucho desde k me conozco y ya voy a cumplir 55 años
demanera?? K muchas felicitaciones
29.
luis
carlos palacio londoño • 4
years ago
SEÑORES- SOY UN OYENTE DE
SU EMISORA EN ESPWCIAL LA MAÑANA DE LOS DOMINGOS- POR FAVOR AL MENOS REGALEME
EL LISTADO DE LAS 100 CANCIONES VIEJAS QUE ESTAN PUBLICITANDO- MUCHAS GRACIAS.
Patachuma le canta a su pueblo
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06. Dic 2011
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·
General
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Patachuma camina con soltura entre los pantanos, a pesar de que no usa
botas de caucho. Esta habilidad sería normal si fuera agricultor; pero él es
artista.

Alejandro González Tascón, Patachuma. Fotos: Juan Fernando Cano.
Es un cantautor de la comunidad Emberá Chamí, del Resguardo Indígena de
Cristianía. El título de una de sus canciones, Patachuma, es el apodo que se
apodera de su nombre. Pocos son sus paisanos que lo llaman Alejandro y menos
los que saben sus apellidos: González Tascón.
Le oyen cantar sus canciones, acompañado de su grupo Hijos del Arco Iris, y
después se van cantando por ahí sus estribillos, especialmente el de ese
exitoso tema:
Patachuma, patachuma
Chi bia area kivi.
Y él se siente contento, a pesar de que esta voz chamí, Patachuma,
significa Plátano Sancochado, porque es la manera como su pueblo embera
reconoce su creación. Y tiene razón. Es de suponer que a Jorge Icaza no le
molestaba si le llamaban Huasipungo, aunque esta voz signifique terreno de una
hacienda donde los peones siembran su propio alimento.
Cuento
La otra tarde, en compañía de Aquileo Yagarí, el Gobernador del Resguardo,
Alejandro nos indicaría un sitio alto desde el cual tomar una fotografía
panorámica de su pueblo. En el recorrido, cubierto en auto, habló de sus
ancestros, llegados de Chocó. Y del verdadero nombre de su pueblo: Carmatarrúa,
que significa “Tierra de pringamoza”. Y, al ver a una muchacha sola por la
carretera que va de Jardín a Andes, dijo:

“Cuando veo a una muchacha bonita caminando sola, de noche, por la
carretera, no le hago caso. ¡Eso debe ser una trampa! Y me acuerdo de un
cuento. Un indígena vivía en función de las mujeres. Una noche, estando en el
campo con otro indígena, dijo: ‘Qué bueno que apareciera una mujer linda’. ‘No
diga eso –repuso el otro-. Aquí solos. Se lo ruego por Caragabí’. ‘¡No seas
tonto! –repuntó el primero’. Entraron en el rancho y se acostaron a dormir. El
mujeriego, arriba del zarzo; el otro, abajo. ”De pronto, aquél vio subir por la
escalera de palo a una bella mujer. A media noche, el de abajo escuchaba
quejidos y, al momento, en su cara caía una sustancia cálida y espesa. Encendió
una llama para ver. ¡Era sangre! Y de inmediato entendió todo: la mujer era un
monstruo y se había devorado al embera. Como pudo salió corriendo. Corrió y
corrió hasta el amanecer. ”Moraleja: no podemos ser confiados: una mujer bella
y sola en la noche puede ser una trampa; una carnada”.
El arte es la vida
Alejandro ha compuesto 35 canciones en las que habla de costumbres,
religiosidad, historia y Naturaleza, de acuerdo con la sabiduría embera. Y
todas ellas en chamí.
Una de esas canciones, por ejemplo, le canta al afluente en cuya rivera
está el asentamiento. Es San Juan Do vara. En español, Río San Juan arriba.
Trata de un compañero que se fue al río a pescar en un día de junio. Al caer la
tarde, apenas había pescado una sabaleta pequeña. De camino a casa, el pescado
se le recalentó en la jíquera. Llegó a casa y su mujer revisó el producto. El
hombre le dijo con tristeza: la pesca está mala porque los peces se fueron.
A veces, especialmente los sábados, estas melodías suenan por la emisora
Chamí Estéreo.
Hasta hace 16 años, Patachuma no cantaba estas canciones, a pesar de que de
su abuelo, su maestro en artes, fuera jaibaná, es decir, médico tradicional, un
hombre con saberes ancestrales. Con él aprendió que los años de las personas se
contaban con las florecidas del laurel, su árbol emblemático, puesto que esta
planta florece una vez al año. De ahí que Patachuma diga que en este año cumple
64 laureles.
Al principio cantaba la música de los capunías, o sea, de hombres blancos.
Boleros, despecho, carrilera. Tal vez influenciado por el entorno: Cristianía
es un territorio de 390 hectáreas encrustadas en medio de la cordillera del
suroeste, sembrada de plátano y café, y sus habitantes, unas 1.500 personas
actualmente, han vivido entre campesinos y aprendido sus costumbres. Quizá
también porque su padre, Paulino González, cantaba música de tiple y guitarra.
“La música no me servía más que para alegrar las fiestas de los capunías,
por aquí cerca –comenta otro día distinto al del cuento, sentado en una banca
situada en el atrio de la iglesia y frente a la emisora, mientras espera a Leo
Dan Yagarí, uno de los locutores, quien hace parte de Arco Iris, para ir a
ensayar-. Pero yo no era feliz”.
En los últimos años, dedicado a la música autóctona, ha viajado por buena
parte del país. Con los Hijos del Arco Iris se ha presentado en pueblos de
Cauca, Risaralda, Putumayo, Caldas, Córdoba, Boyacá y Antioquia. También ha
cantado en la Media Torta, de Bogotá. Más que nada en intercambios culturales
con artistas de diversas comunidades del país.
“Cuando sentí que debía dedicarme a la música de mi pueblo, no pensé en que
me daría menos dinero que la otra, más comercial. Eso no me importó. Pensé que
debía trabajar por el rescate de nuestra cultura. Una vez en Duitama, una
señora se acercó a decirme: ‘Señor Patachuma, su música es una bendición para
el alma’. Y esas cosas me hacen muy feliz”.

Patachuma
Patachuma (bis)
Chi bia area kivi (bis)
Paka var decheke ame (bis)
Chi bia area kidi (bis)
Beda ba cheke ame (bis)
Kaba cheke ame (bis)
Chi bia area kidi (bis)
Kianu bada cheke ame
Chi bia area kidi (bis)
Pake ipur bada cheke ame (bis)
Chi bia area kidi
Kaskureda kera idibae (bis)
Duchira chiko bayá (bis)
(Alejandro González Tascón)

Traducción:
Plátano sancochado
Plátano sancochado
Qué rico es, qué rico es
Con el forro del ternero
Qué rico es, qué rico es
Con el caldo del pescado
Qué rico es, qué rico es
Con el caldo de los fríjoles
Qué rico es, qué rico es
Con la carne asada
Qué rico es, qué rico es
Con el callo asado
Qué rico es, qué rico es
Antiguamente, hoy y siempre
Éste será nuestro alimento.
·
Alejandro González Tascón, artistas indígenas, Carmatarrúa,crónica, folklor indígena, indígenas de Antioquia, john saldarriaga,Patachuma, resguardo Cristianía, salderrio
Kyoto, el japonés con cara de prófugo,
entre ollas y olvido
;
·
01. Dic 2011
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General
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Kyoto era
un japonés que vivía entre ollas. Y en la olla, podía yo juzgar rápidamente, a
pesar de que era apenas un chiquillo de cuatro o cinco años. Pero es que esta
circunstancia saltaba a la vista, incluso a la vista de un chiquillo de cuatro
años.
Fue leyendo
un texto de Capote, El Duque en sus dominios, cuando recordé a Kyoto, ese
personaje de mi infancia ya parecía perdido para siempre en los baúles más
cerrados y empolvados de mis recuerdos. Y cuando volvió a aparecer en mi mente,
parecía un sujeto nuevo. Si la memoria estuviera conformada por un álbum de
cromos, durante más de dos décadas nunca eché de ver que había unos recuadros
faltantes, el de los concernientes a Kyoto.
Apareció
de pronto, como si se escapara de ese ostracismo brutal para revelarse otra
vez. Como un barco que hubiera naufragado hace siglos y, de buenas a primeras,
hubiera vuelto a la superficie, chorreante, ante la mirada atónita de
navegantes que estuvieran desprevenidos mirando el horizonte desde la cubierta
de su barco.
Debe ser
porque el relato del norteamericano se desarrolla en Japón, más exactamente en
Kyoto, ciudad situada a doscientas treinta millas al sur de Tokio. Ese texto
tiene como personaje a Marlon Brando. Él es el duque en sus dominios. Y sobre
el rodaje de la película Sayonara. Y menciona, entre muchos otros personajes, a
Otani, una “eminencia pequeña, sin sonrisa, de más de ochenta años de edad”
magnate de los negocios del cine, los teatros y la radio. Parecido a Kyoto, el
mío, no en fortuna pero sí en lo demás. ¿La edad? Tal vez Kyoto, el mío, tenga
setenta en este momento. Pero tenía 45 en ese tiempo de mi infancia. Y Otani,
el de Capote, más o menos lo mismo durante ese drama.
En fin.
Fue leyendo este relato cuando recordé a Kyoto y esto es lo que cuenta.
Él vivía
con su numerosa familia, una esposa japonesa y un reguero de niños japonecitos,
en su negocio de ollas. Un local de cuatro metros por cuatro metros, en
esquina, con la puerta de entrada por ésta, y una ventana que él abría para
dejar que entrara el Sol o saliera la imagen de su taller. De resto, las
paredes blancas de cal estaban forradas de armarios desde el suelo hasta el
techo y los armarios, cubiertos de ollas de aluminio. Ollas grandes, ollas
chicas. Ollas de hervir leche, chocolateras, soperas, calderos. Ollas y
ollitas. En una cantidad que tocaba inútilmente el infinito. Y en el suelo,
ollas. En las vigas de madera, también blancas, que sostenían el techo, ollas
colgadas de clavos. Y en un banco como de carpintería, ollas. Era en éste que las
arreglaba, dejando para ello, con visible esfuerzo, un pequeño espacio entre
más ollas. Y un gran soplete, cuya flama mantenía azul, potente. En un extremo
de ese cubo de techos altos y blancos estaba el baño. La parte alta de este
estaba rodeada de tablas de madera que al tiempo que tapaban intimidades –yo
imaginaba revoltijos de cobijas y sábanas y almohadas- servía seguramente para
que no se fueran a caer los japoneses desde semejante altura, pues, se
adivinaba fácilmente que era allí, en lo alto, que dormía la familia oriental.
Ahora que lo pienso, hubieran caído en ollas, nada tan grave como aparatoso y
ruidoso. Una escalera de madera mantenía recostada y lista para ascender o
descender.
Kyoto y su
familia me causaban curiosidad. En las pasadas, de la mano de mi madre o al
lado de mi hermano, dilataba el paso, casi me detenía de despacio, para dejar
entrar mis ojos por la puerta y después por la ventana y descubrir, rápidamente
entre tantos trastos de aluminio, alguna cara cobriza de ojos rasgados como ojales
cuyos botones parecían a punto de saltar de lo apretados que estaban. Nunca los
oía hablar. Imaginaba que si lo hicieran lo harían en su extraña lengua y que
el único contacto con el mundo fuera el hombre, pues solo él se veía atender a
los esporádicos clientes, recibir su olla, diagnosticar el daño, establecer el
precio y el plazo.
Esos niños
podrían haber sido mis amigos. Pero no lo eran. Por una parte, yo no
era muy sociable. Y esos niños descamisados, menos. Miraban el mundo, como sus
padres, con prevención. Ahora que lo pienso, como si en algún momento, quién
sabe quien fuera a dar con ellos y los haría pasar un mal rato.
Hoy me
pregunto: ¿habrán venido huyendo desde ese lejano país insular? Parias, entre
ollas y calderos. La mujer, siempre sumisa y callada, mantenía en función de
esos niños a medio vestir. Kyoto, por su parte, no paraba de hacer su oficio.
Remendar ollas de aluminio. Parecía un condenado. Su pobreza se le salía por
los estrechos ojos.
A veces,
en compañía de mis escasos amigos, Caricatura y Caballo Loco, entre ellos,
pasaba por delante de su negocio recogiendo cajetillas de cigarrillos, las de
papel, no las de cartón, para desarmarlas con cuidado de no romperlas y formar
con ellas los billetes con los que pagábamos en nuestras deudas de juego, nos
deteníamos a ver a los japoneses como si fueran animales de zoológico. Y
mirábamos a esos niños medio desnudos reptando entre trastos plateados,
llorando y moqueando entre tapas y asas sobre las baldosas amarillas del suelo.
Y veíamos el letrero como escrito con un dedo y con pintura negra sobre la
puerta de entrada: «Kyoto».
Recuerdo
que alguna vez mi padre llevó una olla a reparar donde Kyoto. Entramos. Y pude
ver de cerca ese mundo raro. Y a la mujer callada, de mirada huidiza. La olla,
un hervidor de leche cuya tapa de agujeros por los que salía la espuma y la
nata siempre me causaba grata impresión, recibió una cirugía profunda: el
asiento original completo fue remplazado por otro, a todas luces más grande que
el anterior. Para sujetarse a la pared redonda de la olla. Ese asiento se
sobreponía un poco encima de la pared, en la parte baja del recipiente. Era la
forma de agarrar con soldadura, gracias al soplete, esa lámina a al recipiente.
Era como cuando uno dobla un poco los pantalones para que no se mojen en el
suelo durante el invierno. Y siempre que en casa, mi madre usaba el hervidor,
yo pensaba en Kyoto y su familia japonesa, pobre como ratas en su ratonera.
De pronto,
un día, ese local estaba vacío. Kyoto se fue con su familia de nombres
desconocidos y sus trastos y su soplete y sus rollos de aluminio, y sus tijeras
y sus martillos de bola, del mismo modo misterioso como apareció un día en ese
local de esquina. Tal vez era tiempo de volver a Japón. Tal vez la policía
japonesa dio con ellos, si es que eran prófugos. Los extrañé. Si era raro ver
una familia gringa cerca en mi barrio, ¿cuánto más una asiática, con aspecto de
fugitiva?
Paso por
esa esquina y mi memoria llena otra vez de ollas y calderos ese pequeño local,
por más que en el mismo hayan montado tres negocios en tiempos distintos: un
cafetín, una miscelánea y una maderera.
De modo,
pues, que esta semana volví a ver a los japoneses cuando se aparecieron de
golpe en mi mente leyendo ese relato de Capote.
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cuento, ollas, taller., trastos
Medellín tiene quien le cante
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28. Feb 2012
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En el Parque de Berrío, en su mitad norte, dicen: “en este sitio hay tantos
músicos que usted los encuentra hasta de un solo ojo”.

Fotos: Manuel Saldarriaga
Y uno de estos músicos de un solo ojo es Jairo de Jesús Gómez Tobón, quien
con su ojo izquierdo tapado con un cuero negro, parece un pirata, un pirata
cantor.
Al lado de sus compañeros, Gil Miller Guerra Vega y Gustavo Jiménez, se
sienta en la jardinera que rodea la estatua de Pedro Justo Berrío, a
interpretar música de carrilera, ante un público conformado por transeúntes que
hacen una pausa en ese afán de llegar a ninguna parte para escuchar al menos un
fragmento de canción.
Cuando se oiga el tañir de las campanas
nadie sabrá por quién están
doblando.
Todos preguntan, quién ha muerto
esta mañana.
Ninguno sabe porque a diario mueren
tantos…
“Este trío se llama Los Amigos –dice Gómez Tobón, mientras enfoca con su
ojo el traste de su guitarra-. Aquí uno canta a veces con unos, a veces con
otros; hoy nos juntamos nosotros tres”.
Aunque él es de Bello, Gil Miller de Anzá y Gustavo de Salgar, los tres
coinciden en afirmar que bien podrían llamarse Los Salgareños: es en el suroeste
donde se han formado en el mundo de la música, por más de 20 años.

“Usted sabe que el folklor es del campo” y en el campo ellos alternan con
la recolección de cosechas. “La de café dura tres meses. Después, a tirar rula
todo un día por veinte mil pesos. Por eso nos venimos a cantar”.
Si llegaras de nuevo a mi vida
como el sol que nace en una alborada.
Si me dieras la gloria que espero
al darme en tus ojos tu linda mirada.
Es curioso: en el Parque, solo la mitad norte se llena de músicos. En la otra,
la más cercana a la calle Colombia, la vida la hacen allí transeúntes,
vendedores de minutos de celular, lustrabotas, expendedores de golosinas y
cigarrillos, pero nada de música, como si una línea invisible mantuviera
encerrados a los artistas en ese rectángulo.
Desde la mañana hay músicos. Sin embargo, a partir del mediodía el sitio se
convierte en un hervidero. Y cuando la luz del Sol comienza a ser oblicua, se
torna una fiesta: se cuentan hasta 10 corrillos alrededor de duetos y tríos de
guitarras y guacharacas, entonando canciones de carrilera, parrandera, valses y
pasillos. Sin contar a algunos guitarristas que andan de un grupo a otro como
espectadores, con su instrumento guardado en la funda que cuelga del hombro y
sin decidirse a empezar.
De que me sirve entregarme
en cuerpo y alma,
de que me sirve serte fiel y amarte
tanto
si hasta mi voz y mi presencia te
repudia
y cuando un beso quiero darte
me rechazas.
El rey salió de aquí
Flórez, el de Flórez y Grajales, está sin Grajales parado oyendo música. Es uno
de quienes permanece con la guitarra terciada. ¿Qué espera? Que la situación
esté mejor. Por ahora, los corrillos tienen cada uno su público, es cierto,
pero no le parece que los peatones sean tan copiosos como para fundar otro de
esos fogoncitos musicales.
Es un sopetraneño con más de 12 años de dedicación a la música. A su lado,
Antonio Pineda, uno espectador habitual, alista un billete de mil pesos para
dejar caer en la funda de los cantantes. Conversan. Coinciden en que los
músicos han ocupado el Parque desde hace unos 40 años. “Darío Gómez se hizo
aquí, en este sitio, ¡porque el que cante aquí, canta en cualquier parte! Y
hasta tiene su disquera”. “Y qué me dice del Dueto Revelación. También comenzó
aquí. Después de las nueve, se iba para el bar Quinta Avenida a seguir
cantando”.
Flórez dice que su nombre es Luis Eduardo, que alterna la música con
oficios campesinos y que hay días en los cuales no hace más de ocho mil pesos
para repartirlos con Grajales. Y para resumir su suerte, canta en voz baja: Yo vivo mi vida como Dios me
ayude/ por culpa de otro no voy a sufrir,/ no veo el motivo de llorar por eso,/
si se que algún día yo me voy a ir. Y añade, hablando otra vez con su amigo: “se lo dije del modo en que lo
expresa el Dueto Revelación”.
Revela su secreto: “uno debe ser atrevido, pero no fastidioso. Cuando usted
canta música parrandera, debe acompañar el canto con una mirada picaresca y
alegre, mas no vulgar. Mirar a una mujer del público, luego a otra y después a
una tercera; no quedarse viendo a una sola. Y critica la actitud de algunos de
sus compañeros, quienes con algunos tragos se tornan soeces y tocadores”.
Mi hijastra tuvo un hijo que era hermano
y nieto mío
por ser hijo de mi hija e hijo de mi
papá.
Mi mujer es hoy mi abuela por ser madre
de mi madre.
Esto es un tremendo lío, desenrede si es
capaz.

En el centro de un grupo con olor al sudor de los trabajadores, quienes
cargan al hombro una guayera de tela con el portacomidas vacío; a aliento de
guaros y guarilaques de alcohólicos, y a vaho del café que emerge de los termos
de las vendedoras que rondan constantemente. En el centro del grupo, repito,
tres hombres, uno de ellos con poncho y sombrero, se roban el espectáculo
vespertino. El cantante principal es dueño de una voz de esmeril.
Cuando al panteón ya me lleven
no quiero llanto de nadie.
Solo que me estén cantando
la canción que más me agrade.
El luto llévenlo dentro
teñido con buena sangre.
“A mí me han llevado a cantar en salas de velación, pero todavía no en un
cementerio”, cuenta Alberto Jiménez, del Dueto Las Acacias, otro de quienes
anda con su guitarra al hombro. Su figura delgada hace ver ese traje suyo, saco
y corbata, como colgado en un gancho de exhibición más que cubriendo el cuerpo
de un hombre. Su cara es alargada y curtida por la intemperie. Cuenta que el
nombre de su grupo lo decidieron por la frecuencia con la cual deben cantar el
pasillo homónimo, famoso en la interpretación del Dueto de Antaño. “Modestia
aparte”, la cantan muy bien. Cuando no van al Parque, recorren bares y cantinas
de El salvador, La Milagrosa y Boston.
“Para mí no es impactante cantar en un velorio porque antes de venir a
Medellín trabajaba en una funeraria de Alejandría. Me tocaba hacer todo con el
muerto: reclamarlo en la morgue, abrirlo, embalsamarlo, arreglarlo y llevarlo
al velorio, a la iglesia y al camposanto. La muerte es apenas un paso de esta
vida a la otra, pero nada horrible. Aunque tengo claro que en ese paso está
Dios esperándonos”.
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Arte de la calle, artistas callejeros, crónica, crónica urbana, john saldarriaga, Medellín, Música marginal, músicos callejeros, Parque de Berrío, salderrio
Cárcel municipal: hotel sin salida
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19. Abr 2012
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A Germán Franco, en los 19 meses de cárcel, su
mujer apenas lo ha podido visitar tres veces. Él es uno de los 91 habitantes
del centro de reclusión de Envigado y ella vive en Cúcuta, de modo que no
resulta tan fácil ni tan barato conseguir que ella venga seguido desde la
frontera colombo-venezolana, más de 1.100 kilómetros, 40 horas y 200 mil pesos
en el doble trayecto, sin contar los gastos de alimentación y alojamiento.

Fotos: Manuel Saldarriaga
“En los días de visita, además de hacer aseo,
por lo que me rebajan tiempo de condena, paso en el patio hablando con los
compañeros, tratando de distraerme. Esos días no avanzo en mis tejidos de
bufandas; converso”.
Caso parecido es el de Eric Montes, un muchacho
monteriano radicado en La Ceja desde hace unos ocho años, cuando vino a
estudiar Tecnología de Sistemas. “El 28 de diciembre bajé a Medellín a comprar
insumos electrónicos en un centro comercial y cuando subía en el bus, me
cogieron en un retén policial en Las Palmas. Los agentes me dijeron: ‘hay una
orden de captura en su contra, expedida en Montería, por alimentos’.
‘¿Alimentos de quién?’, les pregunté. Pero no sabían nada más. Una muchacha me
denunció, cuando yo ni siquiera sabía que el hijo de ella era mío. Estoy a la
espera de los resultados de los exámenes de ADN para verificar la paternidad.
No tendría problema en responder. Lo que me preocupa es que mi novia, quien
vive en La Ceja, está esperando un hijo mío con embarazo de alto riesgo”. Por
tal motivo, excepto el 8 de enero, cuando ella se presentó a escucharle las
explicaciones al costeño, no ha podido volver a visitarlo. “Por eso los
domingos, cuando vienen las mujeres, son los días más torturantes para mí. Como
no me visita nadie…”
Cárcel municipal
En el lugar de detención de Envigado, como en
ninguno de los demás de carácter municipal, no hay sentenciados, salvo algunas
contadas excepciones, como la de Germán, condenado por concusión, es decir,
soborno, sucedido en Itagüí, y que él está tratando de desvirtuar con el ánimo
de recobrar su libertad. Descontadas, pues, tales singularidades, solo hay
personas indiciadas, en espera del fallo judicial que los declare inocentes o
culpables, es decir, los deje libres o les dictamine la cantidad de tiempo
durante el cual deben pagar con encierro y sombra por el delito que se les
achaca. En ese momento, el del fallo, si se da el segundo caso, el interno
espera su traslado a una prisión regida directamente por el Instituto Nacional
Penitenciario y Carcelario, Inpec. Esa es una especie de “extradición” hacia un
destino del cual el recluso es el último en enterarse.
“Si a los de la casa les da lidia venir a verlo
a uno aquí –comenta Gerardo Agudelo Salazar, un reo que gasta sus días
ensartado segundos en tapetes de lana o cinta y a quien tampoco visitan casi-,
en el centro del Antioquia, ¿cómo sería que se lo llevaran a uno para un
municipio lejano de Medellín o en otro departamento?”.

No hay disposición oficial de la tarifa
de lo que una cárcel debe cobrar por tener internos de otros municipios. Héctor
Londoño Restrepo, alcalde de Envigado, explica: “Un municipio debe tener cárcel
para recluir a las personas detenidas, mientras son condenadas. Los que no
tienen deben contratar con otro que tenga. No hay un precio fijo: depende de
las condiciones locativas, de alimentación y demás servicios. En Envigado
prestamos ese servicio por colegaje”.
Luego de la sentencia, “el Inpec los traslada
al sitio en el cual disponga de cupo. No necesariamente en una localidad
cercana a la casa”, indica Jorge William Betancur López, director de ese
presidio situado a una cuadra del Parque Principal, junto al edificio de la
Administración Municipal.
“He visto que los agentes del Inpec llegan
lunes o jueves a las cuatro de la mañana –comenta Edison Ramírez, un bogotano
detenido en el mismo lugar desde hace siete meses, quien empezó lavando los
platos y ahora es un cocinero consumado: la mañana en que hablamos estaba preparando
de almuerzo un consomé de pescado y lomitos de merluza, con lo cual tenía
perfumado el establecimiento-. Y el guardián dice: ‘Fulanito de Tal: empaque,
que nos vamos’. Y cuando el Fulanito sale, todavía no sabe para dónde va. A
unos hasta se los han llevado para Istmina”.
Cuando a un ciudadano lo capturan, lo llevan a
la prisión del municipio donde delinque o donde hicieron el operativo policial
en el cual lo retuvieron. Por eso, a Eric no lo condujeron a Montería, donde
supuestamente cometió el ilícito, ni a La Ceja donde vive, sino a Envigado,
pues Las Palmas es un corregimiento de esta localidad. Él es uno de los 36
internos de esta prisión que se consideran “propios”. Los restantes 55 son 15
de Sabaneta y 40 de Itagüí. Personas que fueron aprehendidas en esas
localidades o supuestamente cometieron un delito en ellas. No están en centros
de reclusión de esos lugares, porque en ellos no hay –Itagüí tiene uno
departamental, el de Yarumito, y otro nacional, el de Máxima Seguridad- y deben
pagar por el sostenimiento de “sus” detenidos.
“La cárcel de Envigado recibe 1’300.000 pesos
al mes por cada interno de Itagüí y 1’100.000 pesos por cada uno de los de
Sabaneta”, revela Betancur López. Esto incluye alimentación, alojamiento,
vigilancia, atención en salud y actividades de estudio o trabajo.
La municipal de Rionegro le presta el servicio
de reclusión a El Carmen de Viboral. Según el Secretario de Gobierno del
primero, Gabriel Jaime Duque Parra, de 74 internos que tienen actualmente,
cinco son del pueblo de la loza. “El convenio está por 60 mil pesos diarios por
cada interno”, es decir, 1’800.000 pesos mensuales. Esa cifra, como en
Envigado, se pacta y paga por un año, y si los presos aumentan o disminuyen en
ese lapso, ella no varía.
El caso de Jardín es diferente. Como también
cerró su cárcel hace años, contrata el servicio con reclusorios del Suroeste.
Primero era con el de Fredonia; ahora, con el de Andes. Este no es municipal,
sino de circuito, administrado por el Inpec. Para 15 detenidos, “dispongo de 20
millones de pesos para todo el año”, comenta Johan Uribe, el secretario de
Gobierno. El Inpec tiene presupuesto de la Nación, por eso, el dinero que
recibe de los convenios complementa el sostenimiento del establecimiento.
Visitas por tranquilidad
Los internos rezan a la Virgen de Las Mercedes
para que a la hora del traslado, este no quede tan lejos que la familia no
pueda ir a verlos. “La visita es la moral del interno –dice el bogotano-. Toda
la semana la pasamos pensando en ella”.
No obstante, si bien se lamentan por la lejanía
de la casa, ninguno quiere irse de una cárcel municipal y menos de la de
Envigado.
Es que jamás se puede equiparar una prisión
local con una del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario. A la primera
la compara Betancur López con un hotel sencillo y a sí mismo, con el
administrador del hotel.
Gerardo Agudelo Salazar, el de los tapetes,
relaciona la cárcel donde está con un centro de rehabilitación. No hay
hacinamiento, la comida es casera y buena, y el trato de los guardianes y del
Director es más humano.
Como suele decirse, unas por otras. Difícil
soportar eso de la soledad en los días de visita, pero la cotidianidad, es
decir, la vida misma, presenta una tranquilidad de club. “No voy a decir que de
vez en cuando uno u otro no tenga un sí o un no con alguien –reconoce él
mismo-, pero eso pasa hasta entre los hermanos en una casa; nada grave”.
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Medellín tiene
quien le cante
En Maturín hierve la vida
1 comment
1.
ANGELES CABRAL • 4
years ago
TENGO UN AMIGO INTERNADO EN
ESE LUGAR SE LLAMA RUBEN ALFONSO MORALES quisiera que me ayuden a ver la causa
por el cual se encuentra internado, se que el lugar es muy limpio y los tratan
como seres humanos que son,por favor me ayudan a ver su caso!!! gracias
Felicitaciones al diario por difundir este tipo de noticias
En Maturín hierve la vida
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03. May 2012
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Tanta vida en tan poco espacio. Es lo que piensa uno cuando visita la
pequeña cuadra de Maturín, entre Palacé y Junín. Son apenas 50 metros mal
contados en los que una multitud alborotada hierve movida por la urgencia de la
subsistencia. Allí, el que espabila pierde, se cae, no vende, no compra o corre
el riesgo de que lo pise un carro.
Vendedores ofrecen periódicos y revistas, zapatos, suelas de zapatos, balones,
frutas, flores, golosinas, cigarrillos, papitas fritas, utensilios para el
hogar, abalorios de mil clases…

El tranvía, que tendrá su estación de partida de esta cuadra de Maturín,
entre Junín y Palacé, tendrá 11 coches para 300 pasajeros cada uno. Trabajará
de 4:30 a.m. a 11:00 p.m., con frecuencia de 4 minutos. Costará $490 mil
millones y comenzará operaciones el 14 de mayo de 2014, si todo sale como lo
planean. FOTOS: Manuel Saldarriaga
Algunos de ellos lanzan al aire sucio de negro humo sus pregones: ¡a mil la
rosa, a mil la rosa!, ¡lleve la papayuela a dos mil la pila! Y sus voces tienen
que batirse en duelo con los rugidos de los buses de La Milagrosa, de El
Limonar, de Envigado y de El Salvador, y con los resoplos de sus frenos, así
como con las bocinas de decenas de taxis cuyos conductores, desesperados por el
trancón sin final, los hacen sonar tal vez creyendo que con ello harán mover
las filas de autos o activarán la luz verde del semáforo.
En la cuadra del costado norte, mujeres bailan ofreciendo placer o compañía
para unos tragos bien tomados al son de ritmos alegres que emergen de dos bares
en mitad de cuadra, únicos testigos del viejo Guayaquil, que hacen inevitable
recordar el grill High Light y el bar La Payanca, cuyas historias terminaron
recientemente.
“¿Cuántas flores le empaco, patrón?” No sabe uno con certeza de dónde salió
esta voz terrosa.
Indiferente al humo, al ruido, pero pendiente de la comedia humana que se
representa ante sus ojos, Luz Marina Bustamante vende frutas en la acera, a
pocos pasos de Palacé. Cede su butaca a una de las mujeres que bailan, quizá
porque a esta hora de la tarde está cansada de moverse en la acera quebrada o
tal vez sea porque debe guardar fuerzas para una noche que aún ni siquiera se
insinúa. La frutera es una mujer enseñada a lidiar las calles del centro. Con
más de 30 años en ellas, en esta vía lleva más de 15.
“Estoy en Maturín desde la época en que no dejaban trabajar –cuenta la
frutera-. Nos tocaba salir corriendo con las bateas y canastas, de huida de los
agentes de Espacio Público. Nos quitaban la mercancía y teníamos que ir por
ella varios días después a unas bodegas del Municipio, y siempre la entregaban
incompleta o echada a perder”. Tiene claro que el motor de esta pequeña cuadra
lo constituyen los paraderos de buses, los cuales la surten de gente de manera
permanente.
Un hombre se acerca a comprar bananos. Con su fuerza descontrolada para
arrancar dos frutos del racimo, derrama algunas ciruelas de uno de los vasos en
que están organizadas. “¡Suave! ¡Suave! ¡Qué mano tan dura!”. Le dice ella,
mientras guarda las monedas en el cajón de la nueva chaza. Una chaza de lámina
plateada, todavía brillante, que la Administración Municipal les entregó a los
vendedores con licencia, en septiembre pasado. Atornillada al suelo, posee un
compartimiento inferior para guardar los productos y asegurarlos con candado.
Ya no se les ve por la noche a los vendedores empujando el puesto de madera, el
que sucedió a las canastas y a la batea, para ir a guardarlo en la Bodega 100,
situada en la mitad de la cuadra. Bodega en la cual ahora permiten guardar
motocicletas por horas, en vista de que se ha disminuido tanto eso de guardar
ventorrillos. Luz Marina y los demás vendedores pagan 10.000 pesos semanales
cada uno a un celador para que evite, no tanto los robos, sino que los gamines,
acosados por el frío de la noche, desocupen sus vejigas junto al puesto de
frutas.

Costado sur
Resulta curioso el edificio gris, incendiado y vacío, en el costado sur. Parece
olvidado y presente a la vez. Ocupa toda la cuadra. Salvo en los locales del
primer piso, las demás cuatro plantas están desocupadas. Así han estado por
casi 20 años, desde que le pusieron una bomba. Unos dicen que ese edificio era
de Pablo Escobar. Los demás, que de otro mafioso. En lo que sí coinciden es que
desde la hora de la explosión lo dejaron así, clausurado, cayéndose a pedazos.
“Como eso no es de un pobre, lo pueden desperdiciar”.
Es la misma voz terrosa de hace un rato: es el vendedor de rosas. Paisa
repaisa, camisa abierta que le deja ver el pecho, la piel curtida por la
intemperie, se lamenta porque ahí donde usted lo ve, patrón, está trabajando a
pérdida. Desde el puesto de Luz Marina –que, recordemos, está en el ala norte-
se ven ahumados los muros, los vidrios rotos en las ventanas, con unas cuantas
palomas paradas en los barrotes, allá arriba permanecen a salvo de este
despelote que se vive a ras de tierra. Son dueñas y señoras. También sabe Dios
qué plagas albergará esa mole en su interior.
Ya en el ala sur, a la sombra de la misma mole gris, resulta igual de
difícil que en la norte, andar entre la multitud de personas y ventas. Al pasar
por un puesto de papitas fritas, se oye el crepitar del aceite.
“Yo estoy aquí desde que explotaron el Pájaro del parque San Antonio
–cuenta María Rubiela Londoño. Una trenza gris y un camisón azul de
laboratorista se destacan en su humanidad. Lo suyo también son las frutas. Hace
años vendía arepas y pescado frito y chuzos-. Y creo que se acerca la hora de
mi nuevo traslado, porque este lado se va con el ensanche. Este será mi tercer
cambio. Primero, estaba en Bolívar; después, en San Antonio; ahora, aquí, y
después no sé adónde iré a parar”.
¿Qué se hicieron esos hombres y mujeres de cabello largo y vestidos con
túnicas color lila, cristianos de los primeros días, que vendían dulces
vallecaucanos y urraeños en la acera del costado sur? Nadie ha vuelto a verlos
en meses.
Es moneda corriente que ese viejo edificio será demolido en breve, para
ensanchar la calle que permitirá el paso del tranvía. Según los planes de la
municipalidad, repiten, el tranvía saldrá de esta cuadra, volteará en Junín
hasta Ayacucho y por esa calle ascenderá a los barrios del oriente. Quedan dos
años para demoler y construir. De modo que los vendedores de esa acera, la
misma que recibe a los pasajeros de los buses, saben que pronto deberán partir.
Como tienen licencia, están confiados en su reubicación.

Todo indica que le está llegando la hora de la transformación a este pedazo
de Maturín, uno de los últimos vestigios del viejo Guayaquil. El resto, hacia
occidente, ya está ocupado con el viaducto del metro.
Gerardo Antonio Giraldo es un hombre septuagenario. Calza gafas. Está sentado
en su taburete, al lado de su puesto de golosinas y cigarrillos.
Entre su mercancía se observan algunos dulces vallecaucanos y urraeños,
como los que vendían los de túnica. Los paraderos de buses le quedan al pie.
Por tanto, el ruido y el humo lo envuelven a él en primer lugar. Cree que el
esmog le ha afectado sus ojos. Ya lo operaron de uno. El otro espera. Es que,
no crea, no es fácil para un campesino de Marinilla, salir de un aire limpio en
sus terrenos sembrados de maíz, papa y fríjol, y acostumbrarse a la urbe.
“Claro que me afectan el humo y el ruido –dice tras discutir con una mujer que,
a modo propio, se rebajó cincuenta pesos en un cigarrillo-. Pero uno, como
pobre, qué más va a hacer”. En medio de los confites, un radio de pilas permanece
apagado. Cuando está encendido, tampoco se oye mucho, pero él no se lamenta por
este motivo: total, ya casi se sabe las canciones que cantan en esa emisora de
música popular.
En fin, así es siempre esa pequeña cuadra. La única que se aburre es una
señal de “paso de invidentes” sembrada en la acera, porque ya no existe lo que
anuncia: el semáforo de Junín no traquetea desde hace tiempos para indicarles a
los ciegos que pueden pasar, y también hace bastante que no está la línea de
hierro atravesada y sobresaliente en el pavimento para que les sirviera de guía
al tocarla con el bastón.
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crónica, john saldarriaga, Maturín, Medellín, periodismo urbano,salderrio, tranvía
Los fabricantes de hambre están en los mares
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16. Jun 2012
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General
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La pesca con palangre, chinchorro y trasmallo acaba con la comida y nadie
controla.
Pescadores como Jairo y El Ingeniero, en Cartagena, no dicen palangre a la
pesca con una línea a la que amarran cientos de anzuelos cebados en el extremo
libre, sino palambre. Parece que supieran que esa práctica está diseñada,
parodiando el dicho, para el pan de hoy y pa’l hambre de mañana.
Prohibida en la mayor parte de los países civilizados, en el nuestro hace
parte de una lista de técnicas desaprobadas por la ley, pero que nadie les pone
freno.

Pescadores en la bahía de Cartagena
En Cartagena –lo mismo que en casi todos los mares del mundo- está en su
furor, junto con el boliche o chinchorro, y el trasmallo. Los pescadores
artesanales que nos “corrigen” cuando decimos palangre, señalan esas prácticas
por todas partes, mientras salimos de la bahía a buscar, por Tierra Bomba y,
más allá, las Islas del Rosario, a quienes las utilizan, entre ellos los barcos
camaroneros, que tienen un sistema de arrastre que va al fondo y barre con
todo.
La verdad, solamente llegamos con la idea de buscar a los palangreros, por
considerarlos los más nocivos. Son los mismos pescadores que nos transportan
quienes nos llaman la atención sobre la nefasta acción de las otras dos técnicas.
En la misma bahía, apenas más allá de los muelles en los que descansan
yates lujosos, buques que esperan ser cargados con carbón valiéndose de palas
mecánicas, y barcos pesqueros que se mueren de óxido, algunos pescadores, desde
sus pequeños botes, unos de motor de 10 caballos de fuerza, otros impulsados
por remos, extienden sus trasmallos de un kilómetro de largo. Los plomos van
yendo al fondo de una vez y las boyas quedan a la vista sobre el agua más bien
quieta por la entrada del invierno. Y aquí comienza la comparación: si un
pescador de subsistencia, ese que apenas pesca para su comida y la venta de una
carga para el sustento de su familia, tiende un
trasmallo de tal extensión, ¿qué no decir de los palangres que tienden las
empresas internacionales, afuera de la bahía?
“Lo malo de los trasmallos –cuenta Jairo, sin dejar de conducir el bote-,
es que llegan hasta los bajos y traen hasta peces muy pequeños. Cuando los
trasmalleros llegan a recoger la pesca, dos horas después de instalada esa red,
suben todo al bote y después seleccionan. Tiran al mar los pequeños, pero por
lo general cuando los arrojan, ya están muertos”.

Foto Cortesía Fundación Malpelo
Los bajos del mar no son tan bajos. Según la explicación de estos hombres,
el lecho marino tiene montañas y colinas como las que sobresalen para formar
las islas y –obviamente- los continentes. Y un bajo puede estar cerca de la
superficie. Estos son los que más convienen a los pescadores, pues no se
dificulta tanto la consecución de los animales.
Contaminación
El Ingeniero –le dicen así porque, para protegerse del Sol, en lugar de
sombrero o gorra, usa un casco de constructor-, comenta que a ellos dos no les
gusta pescar en la bahía, sino de Tierra Bomba hacia afuera, porque el agua es
tan contaminada que los peces saben a gas. La contaminación se debe al polvillo
de carbón que el viento se lleva de las palas mecánicas cuando cargan los
contenedores, a derrames de gasolina en los muelles cuando las embarcaciones
arriman a llenar su tanque, a las basuras y hasta a las aguas negras que
vierten, primero a los caños y a la Ciénaga de la Virgen y luego al mar,
barrios como San Francisco.
En Tierra Bomba, isla habitada por pescadores, la pesca de boliche o
chinchorro, es tan corriente como el viento. Mientras nos acercamos, viendo
apenas las suaves colinas, no puede uno adivinar que en sus orillas hierve la
vida. Apenas se comienzan a distinguir las casas en la costa, van dibujándose
poco a poco las embarcaciones y los pescadores. Varios grupos de diez o doce
hombres cada uno remolca un chinchorro, a pesar de que por estos días, en los
cuales el invierno no está decidido y las aguas son todavía transparentes, la
pesca con esta técnica no funciona plenamente, “porque esto de la pesca es cosa
de entender el tiempo y el mar”. Jairo señala con su índice derecho la mancha
negra que hay en el agua, situada a unos diez metros del extremo de la red que
los hombres halan.

Barcos para pesca de arrastre, anclados en el astillero de Cartagena
“Fíjese en el copo -es una mancha más bien redondeada de unos cinco metros
de diámetro, que se va moviendo hacia la orilla por la fuerza de los hombres:
es donde está el grueso de la red-. Debe venir llena de peces de todas clases:
sierras, pargos, sardinas y hasta corales”. Pero se equivoca. Cuando los
pescadores terminan de sacar el “copo”, se decepcionan al ver que solamente
contiene hierba, tierra negra del fondo y huevos de peces, pero nada que les
signifique dinero.
“Con estas técnicas de pesca arrastran el plancton, los corales, los huevos
y los peces más pequeños. Los pescadores arrojan todo eso a la orilla porque
eso es basura y los que hacen su festín son los goleros”.
Legal, legal, no es
Una hora más tarde, estamos en inmediaciones de las
Islas del Rosario. A nuestro paso, el panorama no ha cambiado: nos hemos topado
y hemos saludado a pescadores solitarios. Artesanales, unos; trasmalleros,
otros. En nuestro golpe de vista solo alcanzamos a ver algunas de las 23 islas
que conforman el archipiélago. Son de relieve más bien bajo. Los mosquitos
hacen que la mayor parte de ellas no sean habitables, aunque unas cuantas
tienen construcciones lujosas. Allí, los pescadores usan la misma técnica.
Dicen: “esto legal, legal, no es, pero muchos lo hacemos”. Y, añaden:
“nadie viene por aquí a decirnos nada.
Solamente en febrero, después de que a un pescador se le explotó una dinamita
que traía, que casi se mata, estuvieron por aquí haciendo rondas”.
Y es verdad: eso legal, legal no es: el Ministerio de Medio Ambiente, a
través de la Unidad Administrativa Especial del Sistema de Parques Nacionales
Naturales, señala, en su Artículo 17: Se prohibe: d) La pesca submarina y la
recolección de corales. e) Portar y/o utilizar arpones, chinchorros, palangres,
zangarreo y bolicheo. f) Capturar, comprar o consumir caracol rosado o de
pala”.

Foto Cortesía Fundación Malpelo
Pero estas prohibiciones parecen tardías: “ya no se ven los caracoles pala
y como los barcos camaroneros, que detectan los bajos con GPS y tienen sistemas
electrónicos de arrastre acaban con todo; cada vez tenemos que ir hasta más
afuera para conseguir lo mismo”, cuenta El Ingeniero.
Barcos pesqueros, por lo general de banderas extranjeras, usan esas
técnicas. Palangres y redes que tienen cientos de kilómetros con millones de anzuelos,
los cuales tienen en vía de extinción a miles de especies. La Organización para
la Alimentación y la Agricultura, FAO, señala que el 25 por ciento de los
animales marinos que se extraen en el mundo, unas 29 millones de toneladas,
terminan arrojadas por la borda porque son tan pequeños que no dan la talla.
Pero esos se sitúan a unas 200 millas de las Islas del Rosario. En otros mares,
de aguas más profundas, esos barcos se acercan al continente. A veces se
aprecian desde la orilla. Pero en Cartagena, no es el caso.
“Por aquí vemos pasar los barcos camaroneros. Esos que arrasan con todo,
pasan por aquí de regreso a la bahía –cuenta Martín, uno de los trasmalleros
que encontramos en aguas del archipiélago-. Algunos se detienen un poco a
regalarnos, a los pescadores y a los habitantes de por aquí, baldes llenos de
pescaditos por debajo de la talla permitida. Esos los llevamos para la comida
de la casa”.
El regreso, después de atravesar la bahía, es por La Bocana. Decenas de
pescadores con atarraya buscan sardinas en la entrada de la Ciénaga de la
Virgen. Otros tantos tienen jaulas tramperas listas para cazar jaibas. Ambas
son prácticas legales y adecuadas. Garzas de patas amarillas están atentas a
cualquier movimiento de las aguas turbias.
“Los pescadores artesanales, como nosotros –dice Jairo- que usamos
carretel, gozamos el verdadero arte de la pesca. Cuando un pescado pesa mucho o
lucha por su vida, hace que el nylon nos corte las manos. Sangramos. Pero entre
más nos corta, más sentimos el placer de saber que el pez que viene es grande”.
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Cartagena de Indias, crónica, hambre, john saldarriaga, palangre,pesca, salderrio
Las Nubes caen en una lluvia de recuerdos
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14. Ago 2012
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Fotos: Manuel Saldarriaga
De aquí a febrero de 2013, caerán Las Nubes. O se irán a otra parte. Y no
es que vaya a llover, sino que ese antiguo edificio de paredes de bahareque
pintadas de amarillo tenue y zócalos caoba, de techos de cañabrava y tejas de
barro en el que Las Nubes han estado se irá a tierra. Caerá el letrero escrito
sobre nubes de madera. Más de cien años de historia se reducirán a escombros
para dar paso a lo nuevo. Lo único viejo que quedará en esa cuadra será la
iglesia de Santa Gertrudis La Magna.
Después del incendio de enero de este año, iniciado por un corto circuito
en un local de la misma propiedad dedicado a la venta de empanadas,
funcionarios del Comité Local de Prevención y Atención de Desastres evaluaron
la construcción y dijeron a sus dueños, los Arango, que desde aquel momento
dejaba de ser habitable. Las estructuras se resintieron. Esos materiales, la
madera, la cañabrava y demás, habían quedado muy vulnerables.
Los Arango, más de veinte personas que habitaban esa casa, todavía tienen
fresco el pavor de esa mañana de incendio. Despertados por la alarma, uno a uno
fueron arriesgando su humanidad, al descolgarse de la terraza de segundo piso a
la marquesina de uno de los negocios más tradicionales de Envigado ubicado
también allí: la Foto Vélez y, de esta al suelo como Dios les ayudara. No faltó
quien llegó con una escalera para facilitar el escape de algunos. Pero más
grande que el pavor es la tristeza de ahora por tener que dejar esa casa de
toda la vida.
“Chucho ya dice que para ir a misa los domingos dará una vuelta larga con
tal de no pisar la acera de la casa”, cuenta Gloria refiriéndose a su hermano.
Precisamente Chucho, dedicado al negocio de la chatarrería, quien quiso hacerse
a la propiedad, pero resultaba demasiado cara para sus posibilidades.
Terminaron vendiéndola a Carlos Uribe, el del negocio de chance, a nueve
millones de pesos el metro cuadrado.
Historia
Los más atrevidos se arriesgan a sembrar la idea de que esa construcción de
esquina, situada en el costado sur de la iglesia, está sembrada ahí desde 1800,
tiempos en los cuales Cristóbal de Restrepo, el hermano de José Félix, hacía de
párroco, el primero de esa iglesia.
Uno de ellos es el historiador Vedher Sánchez, quien recuerda que aquel
religioso se quejaba porque solamente había tres viviendas en el parque. Es
claro que una de ellas era la del mismo cura, situada a unos cuantos pasos de
la que hoy nos ocupa, en sentido diagonal, en el sitio en el que hoy tiene su
sede el Banco Agrario; la segunda bien pudo ser otra casa situada en la esquina
opuesta, la nororiental, en la esquina de la calle 37 sur con la carrera 42,
donde hoy está el Banco Santander. Se descarta que hubiera habido una vivienda
lindante con el templo por el costado norte porque allí tuvo lugar el primer
cementerio de Envigado, y la tercera “pudo haber sido esa que van a demoler”;
la de Las Nubes.
Otros, como los sacerdotes Alberto y Daniel Restrepo Ochoa –sobrinos del
filósofo Fernando González- no se atreven a confirmar ni a contradecir lo
anterior, aunque dicen que su construcción data, “por lo menos, de la segunda
mitad del siglo XIX”.
El padre Alberto, por su parte, señala que esa esquina está muy vinculada a
la historia vieja. “Cuando yo era niño, esa casa era de la señora Ana Felisa
Ochoa, no la tía de Fernando González, sino una homónima. A esa Ana Felisa le
decíamos la Monja”.
Daniel cuenta que esa tía del filósofo que menciona Alberto abrió allí en
esa esquina un almacén que daba a la calle: La tienda de Ana Felisa, le decían.
Vendía tela, juguetes y variedades. La mujer conocida como la Monja le regaló
al templo un lote para una capilla interior, “en tiempos del párroco Arturo Duque.
O sea, en el decenio de 1930”. Por eso, quien entra a Santa Gertrudis por la
puerta más cercana a la esquina sur de la Iglesia, encuentra que esta, en la
parte de adelante, tuerce en ele.
Los Arango
Ana Felisa Ochoa habitó esa casa en compañía de su hermana
Faustina. Eran tías de Domingo Bernardo Arango, quien recibió esa propiedad en
herencia –según revelan sus descendientes- “solamente” porque acudió a saludar
al par de mujeres solteronas y solitarias un 31 de diciembre, lo cual nadie más
hacía. Y allá se fue él a vivir con su esposa y con sus hijos, por más de 63
años.
“Yo no nací en esa casa, sino que llegué a los siete años –recuerda Gloria
Arango, una de las hijas de Domingo-. No había ni luz ni agua. Era oscura y
tenía puros murciélagos”.
Gloria Arango, una de las hijas del viejo Domingo, dice: yo llegué a esa
casa de siete años. No tenía luz eléctrica. Era oscura y había puros
murciélagos”.
Desde las piezas se oía misa. Los cantos, los rezos, las homilías y hasta
las toses con eco de los viejos de la iglesia.
Bar
Cuentan los mayores –y se puede confirmar en ediciones
de hace más de 70 años del periódico Ceibas- que en la misma esquina en que
están hoy, hubo otro bar Las Nubes. Pero no era el mismo ni tampoco de las
Santamaría, como el bar actual, que fue abierto hace 29 años.

Y quién, lugareño o visitante de Envigado, no tiene que ver con Las Nubes.
Por lo menos como sitio de encuentro o de referencia.
Hasta Juanes estuvo allí, tomándose unos tragos. Lo confirma el recorte de
una revista de avión, que Gildardo Santamaría, el dueño de Las Nubes enmarcó y
tiene colgado en una de las paredes del local. A la pregunta de cuáles bares
recomienda, menciona a este y el Berlín de El Poblado.
Y entre los personajes ilustres que han visitado el bar, Gildardo recuerda
a los futbolistas René Higuita y Román Torres, al cantante Darío Gómez, el
director de cine Víctor Gaviria, quienes han llegado hasta allí a tomarse unos
tragos, los primeros, y café el último, y a disfrutar del amplio repertorio
musical de Las Nubes.
Decorado con fotografías de Envigado de ayer y con otras que muestran
momentos decisivos del Envigado Fútbol Club. Entre aquellas está la de Moisés,
un célebre personaje envigadeño, callejero y sucio, que soplaba una hoja de
naranjo y entonaba, como si tocara en una flauta, el Himno Nacional y decenas
de canciones colombianas. Decían que Moisés había huido de cárcel de La Gorgona
y que allá, en ese penal de alta seguridad, le habían pinchado un ojo con una
lezna.
Y Londoño, más conocido como Perraflaca o Salchichón, quien fuera mayordomo
del célebre doctor Francisco Restrepo Molina hasta el decenio del setenta
cuando murió el médico. Fernando González, el filósofo, el Papa Juan Pablo II y
Carlos Gardel son los referentes que iluminan este sitio. Ah, sumados a la
figura concentrada del pensador alemán Leopold Stokovski.
Del techo cuelgan caperuzas y maracas. Se oye música variada. Tangos,
música colombiana, tropical, parrandera y despecho. En Semana Santa siempre
ponen música gregoriana.

Hay otro inquilino viejo en esa propiedad de los Arango: la Foto Vélez.
Lleva 66 años en ese sitio. Su fundador, Fernando Vélez Zea, lo abrió en 1946.
El murió en 2001 y su esposa, Marta Patiño, sigue allí. “Hay personas que se
fueron un día para Estados Unidos y al regresar, al cabo de los años, me
preguntan: ¿y usted todavía sigue ahí sentada? Fue Fernando quien les enseñó
todo a ella y a los hijos. La gente no le decía Fernando sino Foto.
“Trabajábamos con una cámara de fuelle, en la que uno debía meterse debajo
de trapo. Nadie se podía mover. La gente tenía que venir a los tres días por
las fotografías. Después hubo una que se revelaba de un día para otro. Después
apareció la Polaroid, las fotos se entregaban en un minuto. Era una sensación.
Foto se murió de un aneurisma el 6 de agosto de 2001 a las seis de la tarde. No
sufría de nada. Era muy aliviado”, dice la viuda.
La cigarrería Envigado, por la parte del atrio de la iglesia, y la joyería
Kater son los otros locales que tienen asiento en esa propiedad que hunde sus
raíces en el siglo XIX. La primera, desde hace más de 45 años; la segunda,
desde hace 15.
En fin, esa propiedad será demolida. Pero, mientras tanto, hay un problema:
Pacheco, el gato de los Arango, no quiere salir de allí. En el trasteo de la
familia no se quiso ir, por más esfuerzos que hicieron por convencerlo o
agarrarlo. Paula, una de las nietas de Domingo, y otros familiares van a
llevarle comida todos los días, él la devora y vuelve a encumbrarse en los
tejados de la casa y de la iglesia.
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crónica, Envigado, john saldarriaga, salderrio
En La Sierra, muerte a pulgas y piojos
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08. Ago 2012
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La terminal de buses del barrio La Sierra es un sitio movido. Es el final
ampliado de la empinada vía, la única que asciende desde el centro de la
ciudad, como abriéndose paso entre las apretujadas casas. Una decena de
automotores está ahí, esperando turno de salida. La mitad de ellos permanece
estacionada a un lado; la otra mitad, al opuesto, y dejan un camino central por
el que puede pasar uno de ellos cuando el despachador le dé a su conductor la
orden de salida. También ahí, por ese camino central se mueven los alistadores,
es decir, muchachos que las lavan echando el agua con una manguera.
-Apurate, parce, que voy de salida –grita un conductor a uno de esos
aseadores, quien todavía lanza chorros de agua al parabrisas de una buseta.
-Listo, listo… Tolis.
En otro de los autos, el que comienza su descenso, suena un reguetón. Desde
la ventana de un auto un hombre piropea a una muchacha vestida de unifoeme de
colegiala que pasa caminando.
Ahí, justo en la entrada o salida de esa terminal, como en el cuello de la
botella, está el kiosco de comestibles de William Araque Acevedo. Por la
ventana se le ve medio cuerpo. Está rallando una pasta de un blanco
amarillento, como queso, con un rallador de cocina. El polvillo va
cayendo a una olla.

Foto: Manuel Saldarriaga
-¿Qué ralla usted ahí? –Le pregunto-. ¿Queso?
-No. Jabón de coco.
A su derecha, en una esquina de la ventana, hay una vitrina colmada de
frituras: empanadas y pasteles. A un lado tiene un mango tasajeado y, al otro,
varias rodajas de piña, una encima de otra.
Coronado de cachucha con visera y enfundado en una bata blanca de
laboratorista sobre su camisa, William parece ignorar el ajetreo de afuera.
Mientras hace su labor, “hierve ramas de altamisa, ruda y verbena” en un fogón
eléctrico de una sola parrilla que hay en el fondo de su tienda. Cuando hiervan
esas ramas, comenta, le agregará este jabón pulverizado.
-¿Y esa mezcla para qué sirve? ¿Para la buena suerte?
-Hago jabón para acabar los piojos de los niños y las pulgas de los perros
–habla sin dejar de mirar lo que hace-. También se usa para atraer buena
suerte porque los elementales de esas plantas dan buena suerte, pero en este
caso es para los piojos.
William cuenta que, a la hora del desayuno, un conductor le preguntó qué
hacía para acabar con los piojos de su hijo. “Me tienen loco. Ya no sé qué
hacer”, le dijo. La mujer le había bañado la cabeza al niño hasta con petróleo
aguado y con esos productos que anuncian por televisión, pero nada. “Yo sé de
un jabón casero muy efectivo”, le comentó el del kiosco y se comprometió a
prepararlo.
Esa receta la aprendió en Sierragro, revela. Es una institución oficial que
ocupa un terreno en el que a veces cultivan, pero no por estos días en los que,
según él, están robando mucho. Allá aprendió también a preparar hipoclorito de
sodio y ungüento alcanforado para el resfriado.
William no es de La Sierra. Nació en Heliconia, un municipio del Suroeste
antioqueño dedicado al cultivo del café y en el que abundan cuentos de espantos
y de brujas. Allí fue agricultor. Hace veinte años decidió dejar el pueblo y
venir a Medellín. Y hace dieciocho, cambiar un lote en San Javier por otro con
rancho en La Sierra. El rancho era de madera y de madera sigue siendo.
Es líder comunitario porque siente que su mamá, Lucila, le encomendó esa misión
unos días antes de morir, cuando fue a visitarlo.
-Yo le descubrí el cáncer a ella –comenta-. Vino el veintitrés de julio de
2010, después de muchos años de prometer visitarme. Estuvo en la casa, donde
vivo con una mujer que no es la mamá de mi hijo; una mujer anciana. Y desde que
la vi me di cuenta que ella estaba muy mal.
William la notó tan enferma, que se ofreció a irse con ella y acompañarla
de forma permanente. “No, mijo –le contestó-. Usted tiene mucho que hacer en
este barrio”.
No esperó que su madre traspusiera el umbral de su casa para comunicarse
por teléfono con sus hermanas:
-Es mejor que nos vamos haciendo a la idea de que mamá no nos va a durar
mucho tiempo. Ella se va a morir. –Le dijo a cada una de ellas y cada una de
ellas le fue enrostrando su fatalismo. Pero la razón se la dieron un mes
después, cuando la mamá murió.
En cuanto a la respuesta de su madre ante su oferta de vivir con ella,
William la recibió como un mandato. Desde ese momento se vinculó a las labores
barriales. Integra el Comité de Obras de la Junta de Acción Comunal de La
Sierra.
En cuanto al jabón, le salieron cinco pastas. Le entregó una al conductor y
dejó las otras cuatro en su kiosco, para la venta. Tal vez sean el inicio de una
nueva línea de productos de William Araque Acevedo.
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crónica, crónica urbana, john saldarriaga, La Sierra, Medellín,salderrio
Alberto Aguirre es un sol de silencio
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03. Sep 2012
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General
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A la memoria de Alberto Aguirre
(Este perfil fue
publicado el 20 de marzo de 2011 en El Colombiano. Lo reproduzco como homenaje
al maestro del periodismo muerto en la madrugada del lunes 3 de septiembre de
2012)
Como Alberto Aguirre me mandó decir que hablar con él era imposible, le
envié el mensaje de que me diera entonces unos minutos de silencio.
En silencio lo he visto más de una vez caminar por el centro, como el
animal urbano que es; o sentado a una mesa del bar Caracas, pedir café,
desplegar un periódico y después el otro, leer hasta los avisos y, con ayuda de
una pequeña regla que saca del bolsillo de la camisa, no de tijeras, recortar
una noticia y después la otra, las que le interesan para su columna, Cuadro.
Sé que él no es dado a los homenajes. A uno que le rindió la Universidad de
Antioquia por el aniversario de su grado de Derecho, no fue. Los organizadores
no tuvieron más que entender –o, más bien, hacerse que entendían- que él
considera el acto más incómodo del mundo que una persona esté sentada en el
centro y otras estén hablando maravillas suyas durante horas, ante la vista de
un público que seguramente no tiene otro sitio donde poner los ojos que en la
indefensa humanidad de aquella persona, la cual no está diseñada para soportar
semejante peso.
Su silencio me bastaba, no por una sinrazón poética, sino por dos razones
prácticas: una, que algunos de sus amigos coinciden en decir que él lo habita,
es su dueño o lo hace. Otra, que con el silencio también se dicen cosas y si él
es tan experto en esa materia, como dicen ellos, sabría decirme bastante con la
boca cerrada.

Fernando González, el filósofo, cuya amistad Alberto heredó de su padre,
Pedro Claver Aguirre, dijo: “uno de los visitantes del silencio –un sol
silencioso- es Alberto Aguirre”.
Óscar Hernández, el columnista, quien trabajó en la Agencia France Presse,
fundada por Aguirre en Medellín a principios de los años 50, me contó: él es
“silencioso; nunca amargado; tal vez áspero. Es retraído porque cuando uno
piensa mucho, no habla tanto”.
Aura López, lectora de cuentos por radio con voz de miel, quien lo ha
acompañado –y tal vez influido- durante cincuenta y un años, me dijo: “él es un
hombre muy silencioso”.
Entonces, ya tenemos una característica de Alberto Aguirre: es silencioso.
Irónico
Y ahí, con ese comentario entre guiones que acabó de pasar al citar a Aura, ya
me metí en apuros. Pero, ¿quién lo manda? El mismo Alberto, en un reportaje que
le concedió a Gonzalo Arango –seguro porque eran muy amigos-, aparecido en
Cromos el 7 de noviembre de 1966 *, dijo que ni los libros ni los autores
influían sobre las personas. Añadió, en cambio: “poeta, oiga bien esto: lo
único que influye de verdad en la vida de un hombre, es una mujer. Y yo siempre
distingo al hombre del intelectual. Por eso le sugiero cambiar las tres
preguntas por una: las cinco mujeres que más han influido en su vida, aunque
sugiera levemente la poligamia”.
Ironía, tal vez, para salirle al paso a ese otro cáustico. Algunas personas
creen que esa respuesta fue burlona; nada seria.
El mismo autor de Obra negra, en su descripción, apuntó: Aguirre “es ironista”.
Orlando Mora, crítico de cine, otro de sus amigos, me contó que lo conoció
en los años cincuenta en el Cine Club de Medellín, pero sabía de él desde
tiempo atrás. “Recuerdo que yo era un muchacho de colegio cuando escuché que
Alberto había dicho que León de Greiff era un culebrero de la poesía o algo
así. ¡El escándalo! Le preguntaron por qué, entonces, había publicado sus obras
y él respondió: es que yo también soy editor”.
Entonces, ya tenemos dos características de Alberto Aguirre: es silencioso
e irónico.
Apasionado
“Su pasión arde por dentro como los volcanes”, dijo de él Gonzalo Arango.
Nacido en Girardota el 19 de diciembre de 1926, Alberto Aguirre Ceballos se
apasionó por el cine desde que era un mocoso de menos de diez años. Su familia
se trasladó a Medellín muy pronto y él frecuentaba el Teatro Junín. Iba los
sábados, en compañía de un primo suyo, a ver películas de vaqueros. Fue ese,
sin duda, el origen de su gusto por el cine, el mismo que lo llevaría, ya
grande, en los años cincuenta, al Cine Club de Medellín, fundado por Camilo
Correa en 1953. “Me afilié. La primera película fue El incendio de San
Francisco”, ha contado Alberto. Y a reabrirlo él mismo, en 1956, porque la
presión de la Iglesia lo había hecho cerrar. “El cine club no es para ver cine
–le explicó al arzobispo de Medellín Joaquín García Benítez, cuando estaba casi
pidiéndole permiso para reabrirlo- es para aprender a ver cine”. Sin censura,
el Cine Club de Medellín volvió a la escena pública con la proyección de una
película prohibida en Colombia: Senso, de Luciano Visconti. Y, en efecto,
“Alberto “nos enseñó a ver cine”, coincidieron en afirmar Martha Botero de
Leyva, directora del Taller de Edición, una empresa productora de revistas;
Víctor León Zuluaga, defensor del Lector de EL COLOMBIANO y la misma Aura
López. Les enseñaba a descubrir, detrás de cada escena, el contexto político,
histórico, artístico y literario.
Graduado a los 20 años de Derecho, lo ejerció con pasión hasta que tuvo 40.
Y muy joven llegó a ser juez y magistrado de los trabajadores. La Masacre de
Santa Bárbara, ocurrida el 23 de febrero de 1963 –trece personas fueron
asesinadas en la fábrica de cementos El Cairo, a manos del Ejército- se
convirtió para Alberto Aguirre en una causa propia. Viajó a ese municipio del
Suroeste, habló con los familiares de las víctimas y los representó en los
estrados judiciales. Parecida a la Masacre en las Bananeras, de 1928, este
atroz genocidio quedó en la impunidad.
Con pasión también se dedicó a la fotografía. Guillermo Angulo, el
importante fotógrafo, contó, además de que Alberto lo llevó un día a conocer a
Fernando González, que fue nuestro personaje quien despertó en él la afición
por la fotografía. Una vez que lo visitó en la oficina, el abogado pasó tomando
fotos sin flash, en interior, lo cual para Angulo era técnicamente imposible.
“Él, sin saberlo, despertó en mí la curiosidad que más tarde me condujo a mi
profesión básica, la fotografía”. Sólo un apasionado puede despertar pasión.
Ésta la alimentó en la Librería Aguirre –que compró al poeta Eduardo Correa en
1959 y mantuvo hasta 1997-, cuando se hizo amigo de Horacio Gil Ochoa,
reportero gráfico de la revista Vea Deportes en 1970, donde también trabajó
Aguirre comentando fútbol. “El se engomó con la fotografía fue gracias a la
puebliadera. Iba a mi negocio de fotografía que estaba a 40 pasos contados de
la librería y me preguntaba qué cámara conseguir, me mostraba las fotos que
hacía…”, dijo Gil. Y llegó a presentar la exposición El pueblo de Antioquia, en
el Museo de Antioquia.
Con pasión también se dedicó, durante unos años, al tenis de mesa. Gonzalo
Arango mencionó que, en los tiempos en que trabajaba con él en la France
Presse, salían a media noche, después de un día entero de traducir noticias del
francés –Alberto lee francés, inglés, alemán e italiano-, buscaban un sitio
donde jugar ping-pong. Pero no se trataba de un pasatiempo fugaz, como sugirió
Arango. Nada en Aguirre lo ha sido. Fundó la federación de este deporte y fue
director técnico de la delegación colombiana en los juegos Suramericanos de
Lima, en 1964.
Entonces, ya tenemos tres características de Alberto Aguirre: es
silencioso, irónico y apasionado.
Antirutinario
Algunos de quienes lo oyeron hablar por radio y leyeron sus notas deportivas en
revistas, como Rodrigo Londoño Pasos, el narrador de fútbol; Wbeimar Muñoz
Ceballos, el comentarista de Caracol, y Pablo Arbeláez, periodista de EL
COLOMBIANO, señalaron que Alberto fue un comentarista exhaustivo y agradable.
Para Vea Deportes cubrió el Mundial de Fútbol de México 1970.
“En Todelar se juntaron dos intelectuales: Alberto Upegui Acevedo y Alberto
Aguirre –me comentó Wbeimar, quien no sólo lo tuvo como competencia trabajando
ambos en emisoras diferentes, sino que trabajó a su lado, durante cuatro meses,
cuando dejó a Caracol y estuvo en Todelar-. Ellos no se detenían tanto en lo
táctico, sino que tenían una visión más universal de este deporte”.
“Yo lo escuchaba en sus transmisiones futboleras desde el estadio -evocó
Pablo Arbeláez- “Él iba a los camerinos a entrevistar a los protagonistas del
partido, cuando en las emisoras entendían que allí está el centro de la
información deportiva y no enviaban a periodistas novatos sino a su plana
mayor”. Alberto no tragaba entero y era crítico con sus entrevistados.
“Recuerdo una vez que aplazaron un partido por lluvia y, sin embargo, me quedé
en la sintonía: Alberto Aguirre me hizo pasar una tarde muy placentera”.
Así, pues, abogado; crítico de cine; periodista y, dentro de esto,
columnista de temas de actualidad, traductor y proveedor de noticias, y
comentarista deportivo; tenismesista; librero, y editor, Alberto Aguirre es
conocido porque odia la rutina. En lo que más ha permanecido es en ese oficio
de columnista. Su columna Cuadro –que ocupó espacio en El Mundo, EL COLOMBIANO
y Cromos- permaneció por cuarenta años. Un afecto especial debió tenerle, a
juzgar no sólo por la permanencia sino porque hasta le costó el exilio por
amenazas, a finales de los ochenta, sin que esto lo hubiera hecho claudicar.
“Una vez que regresaba del Festival de Cine de Cannes, lo visité en Madrid,
durante su destierro –relató Orlando Mora-. Pasé tres días con él.
Conversábamos de nueve de la mañana a nueve de la noche. Él no veía la hora del
regreso”. Un concierto de Sting fue tal vez lo único grato en ese amargo
tiempo.
Ya que dejó la columna y tiene para sí todo el tiempo, Alberto no se queda
quieto: se dedica a escribir unos libros que se le habían demorado en el
tintero: uno sobre el exilio y otro sobre la Masacre de Santa Bárbara.
Entonces, ya tenemos cuatro características de Alberto Aguirre: es
silencioso, irónico, apasionado y antirutinario.
¿Y a todas éstas, en qué cree Alberto? –le pregunté al escritor Gustavo
Álvarez Gardeazábal, quien atinó a responder: -“él es devoto de los libros. O
sea que sí cree en algo”.
Debo decir que Alberto me concedió el silencio que le pedí, pero también
ausencia, que es dos veces silencio.
_______
* Tomado de Reportajes. Gonzalo Arango. Volumen I. Editorial U. de A.,
1993.
Ayuda contexto
SEÑALES PARTICULARES DE ESTE CIUDADANO
Alberto Aguirre Ceballos nació en Girardota, el 19 de diciembre de 1926.
Su papá era Pedro Claver Aguirre Yepes y su mamá, Isabel Ceballos.
Aquél, médico, fue gobernador de Antioquia entre el 9 de septiembre de 1942 y
el 26 de abril de 1944, a quien la historia registra como el dirigente que se
empeñó en dotar de servicios públicos a los municipios periféricos, liderar la
construcción de 400 escuelas y que por su iniciativa se fundó la facultad de
ingenierías de la Universidad de Antioquia.
Un hermano de Alberto fue Alfonso, médico y Secretario de Educación de
Antioquia. Alberto estuvo casado con Gloria López, con quien tuvo tres hijas.
Él, actualmente, vive en el sector de Otrabanda.
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Alberto Aguirre, john saldarriaga, Perfiles, salderrio
En el Hospital Mental sueñan con la libertad
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29. Oct 2012
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Sandra pinta dos aves coloridas en un papel blanco, valiéndose de pinceles
y acuarelas. Una grande y otra pequeña. Ambas tienen sus alas desplegadas. “Los
pájaros en libertad… Por ahí va mi locura”, dice sonriente.

“En Semana Santa y Navidad aumentan los pacientes. Por misticismo o porque
en parranda olvidan darles la medicina”: Juan Carlos Tamayo Suárez, gerente.
Es una chica de 20 años, tez trigueña y cabello oscuro y largo, del cual caen
bucles sobre su frente. Está recluida en el Hospital Mental de Antioquia y pasa
horas en el taller de artesanías, el mismo que el personal médico llama zona de
terapia ocupacional.
Solo aparta los ojos de su obra unos segundos para verme mientras emite las
frases y en ese breve tiempo observo su mirada tranquila, sin restos de
perturbación, y oigo dos palabras que son el eje temático de los internos del
recinto, libertad y locura, no solo ahora, sino desde ese lejano 1878 cuando
surgió con el nombre de Casa de Locos.
Libertad
Ha sido tan recurrente la idea de libertad, que hace tres décadas, Raúl Gómez
Jattin, el poeta del Sinú, recluido en la misma sede donde está Sandra, oliendo
los mismos olores a caldos que salen de las cocinas a las horas previas a las
comidas, descansando en los mismos dormitorios colectivos, viendo el mismo
suelo ajedrezado, pero no en compañía de 250 enfermos, como hoy, sino de 1.500,
escribió su poema Pájaro, incluido en Legado de un
poeta: En la clínica mental
vivo/ un pedazo de mi vida./ Allí me levanto con el sol/ y entre tanto escribo/
mi dolor y mi angustia./ Sin angustias ni dolores/ ataraxia del espíritu/ en
que mi corazón/ como una mariposa/ brilla con la luz/ y se opaca como un
pájaro/ al darse cuenta/ de los barrotes que lo encierran.

En el tratamiento, el apoyo familiar es fundamental. Sin embargo, hay
algunas personas que todavía ven en el Hospital el sitio donde se “desencartan”
del enfermo. Fotos: Henry Agudelo
No solo los artistas sueñan con libertad; a algunos internos los oprime el
encierro, a pesar de que hoy el Mental no es el lugar sórdido de antes, sino un
sitio aseado y bien iluminado, donde los procedimientos siquiátricos son
modernos y el trato, humano.
Enfermeras como Gloria Castaño Mejía, del pabellón de Pensionados, dicen
que unas personas se fugan. De modo que cuando vuelven al Hospital, guiados por
parientes o por su propia iniciativa, al sufrir otra crisis de enfermedad
-esquizofrenia, trastorno bipolar, depresión, intentos suicidas, demencia, trastorno
postraumático o sicosis- carecen de derecho a salir a andar por los campos de
la clínica. No salen del pabellón; solo pueden estar en el dormitorio, el patio
y el comedor.
Justo después de hablar con Gloria, la enfermera, vamos al patio donde los
pacientes que llevan menos de una semana de haber entrado, esperan sentados el
paso de las horas y la llegada de la lucidez. Uno de ellos, dueño de una mirada
pesada, hablar y movimientos lentos, me aborda: “doctor, cuándo me va a dar
salida. Llevo aquí más de un año”. El tiempo es relativo y más en una mente
agitada: la enfermera revela que él no tiene allí más de tres días.
Piensan en fuga, a pesar de que en el nuevo modelo de tratamiento, según
explica el gerente del Hospital, Juan Carlos Tamayo Suárez, los pacientes están
en el Mental “solamente mientras se atiende su crisis”: el promedio de
estancia de ellos es de 16 días. Atrás quedó el concepto de asilo, en que los
enfermos permanecían por meses o años. Y ya no usan camisas de fuerza.

Manicomio en su sede del Alto de Bermejal, Aranjuez, en el nororiente de
Medellín.
En la historia del Hospital, publicada en la Revista Epidemiológica de
Antioquia (volumen 29, número 1, de 2007), se lee que, fundado en el gobierno
de Tomás Rengifo Ortiz como entidad de caridad, el tratamiento que les daban
era deplorable. En un informe de J. Baltasar Melguizo, síndico del Centro, en
1890, aparece:
“Con esos pobres enajenados no se está haciendo ahora sino quitándolos de
la sociedad, para que no estorben; pues, aparte del beneficio de la
alimentación y el vestido, no se les hace otro”.
Tamayo Suárez dice que hoy “atendemos las necesidades básicas de la
persona, la alimentación, la medicación, la recreación, con un trato humano,
sin uso de fuerza, como se hacía en tiempos pasados”.
Locura
Ha sido también recurrente la idea de locura. A juzgar por la expresión de la
mirada y por su sonrisa, Sandra parece consiente del doble sentido en el que la
emite: uno, el que corresponde al sitio donde se halla; dos, el que se usa
comúnmente para referirse a una pasión que no es enfermiza.

Esta era la "Casa de Locos". En la entrada con alguna dificultad
se alcanza a ver al poeta Epifanio Mejía. Foto: Sociedad de Mejoras Públicas de
Medellín.
Para hablar de esta palabra acudiremos al huésped más ilustre que ha tenido
el Hospital: Epifanio Mejía. Ocupó las cuatro sedes iniciales en 35 años de
reclusión: entre Palacé y Junín, Maracaibo con Girardot, La Playa con Córdoba,
Pichincha con Pascasio Uribe –por el Parque de Boston- y Bermejal –donde hoy
está Comfama de Aranjuez-. Manso y melancólico, le dijo a Juan B. Jaramillo
Meza, poeta manizaleño, que veía en su celda a Amelia, mujer a quien quiso.
Y escribió: Amelia era sencilla, dulce y buena;/ murió, pero aquí vive, en mi
consuelo;/ y dicen que estoy loco… Esa es mi pena.
Rutina
Sandra se levanta temprano todos los días. Aunque se despierta a las seis de la
mañana, no sale del dormitorio sino a las siete porque a esta hora llegan las
enfermeras del día. No tienen que motivarla para que se bañe. Eso sucede más
que todo con los recién llegados, que han abandonado la disciplina. Antes de
las ocho está lista para ir al comedor, a desayunar y tomar medicamentos, pero
debe esperar un poco, con otros internos, que les sirvan primero a quienes llevan
dieta especial. Como no fuma, después del desayuno no va al patio, sino de una
vez al taller. Le gusta tanto pintar, que cumple, claro, con el almuerzo,
recibe la visita de sus familiares hasta las cuatro y, luego, vuela otra vez a
seguir pintando. Más tarde, cena, toma los medicamentos y en vez de ver
televisión, se va a su cama a pensar en pájaros en libertad y se queda dormida.
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crónica, Hospital Mental de Antioquia, john saldarriaga, locos,Manicomio, salderrio
Cerros de discos para endulzar la vida
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27. Oct 2012
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Dicen algunos, entre ellos Jaime Jaramillo
Panesso, que los coleccionistas de música se distinguen de los melómanos porque
entre más ruido arenoso se oiga en los discos, más les gusta.

Gustavo Escobar Vélez
Gustavo Escobar Velásquez, coleccionista e
investigador de música vieja y tangos, ríe por esa afirmación, pues entiende
que encierra una caricatura, una broma del gardeliano, pero termina diciendo:
“eso es mito, no somos así… Ah, pero el scratch al que él se refiere, ese
sonido arenoso, es como el buqué del buen vino”, y él mismo celebra este
comentario que le da la razón al satírico.
Marina Quintero, coleccionista de vallenatos,
dice: “me encanta el buen sonido, el sonido brillante. Sé que a algunas
personas, ese sonido áspero producido por el desgaste de las pastas, les genera
añoranza”. Y agrega: “tengo una joya titulada Cuando el tigre está en la cueva,
de Pacho Rada, posee buen sonido, pero tiene un pedacito partido en el borde, de
modo que se me pierde un tema en cada lado, pero no lo voy a desechar por eso”.
Ese sonido, que Jaramillo Panesso compara con
el que se produce al freír papas, se debe a que son discos con los surcos muy
anchos. Los usuarios de esas pastas no cambiaban frecuentemente las agujas de
los tocadiscos en que sonaban y las agujas romas terminaron por dañar los
surcos. Es frecuente que los discos de los pianos de los bares suenen con
asperezas.
Lo ideal es un buen sonido, brillante, nítido,
coinciden en decir los coleccionistas, pero si la pieza musical que se obtiene
es única y presenta este defecto, ¿qué otro remedio hay que escucharla así?
Explican.

Sergio Rendón
Inicios
Corría el año 1978 cuando Sergio Rendón se dio cuenta de que quería ser
coleccionista de salsa. El dueño de El Son de la Loma, bar sonero en Envigado,
ya había adquirido algunos discos de larga duración, unos 200, desde años
antes, empezando, no se le olvidará jamás, con el de Héctor Lavoe titulado La
voz, sin tener todavía en qué escucharlo. En 1978 hizo consciente este placer.
Se inspiró, seguramente en su padre, Juan Rendón, melómano, y además, en Álvaro
Quintero, un coleccionista que se especializaba en música de la Sonora
Matancera.
Marina recuerda que comenzó conscientemente su
colección en 1976. Sin embargo, fue un inicio difícil: “presté a una persona
muy querida las colecciones completas de Alfredo Gutiérrez y de Alejo Durán y
las perdió”.

Carlos Mario Restrepo
Carlos Mario Restrepo, coleccionista de música
vieja y cumbias, cuenta que fue motivado por su papá, melómano, que se dedicó
al culto por la música. Que al principio, cuando iba de cacería de algunos
ejemplares en sitios donde sus dueños habían decidido vender los discos de 78
revoluciones por minuto, los coleccionistas viejos escogían primero que él. Y
cuando creían que se habían llevado lo mejor y todo en pastas de fabricación
extranjera, entraba él y separaba discos prensados en el Eje Cafetero y otras
zonas del país, menos valorados entonces: “hoy, todas esas producciones son
importantes”.
Jorge Giraldo Ramírez, coleccionista de rock,
comenzó con discos de 45 revoluciones por minuto: “creo que fueron Samba pa ti,
de Santana; More than filling, de Boston, y Jesús Christ Superstar”.
Loros que comparten
Los cinco melómanos coinciden en afirmar que el objetivo del coleccionismo no
es alardear de lo que se tiene, sino compartir y difundir esas piezas que
conforman su discoteca, sin egoísmos ni misterios.
Ellos dicen que son escasas las personas
identificadas en ese gusto por tener una amplia discoteca, que practiquen el
egoísmo o sean misteriosas para divulgar sus rarezas y su música en general.
“Yo soy un loro –dice Jorge-. Y los demás coleccionistas también lo son.
Participo en encuentros y foros a los que me invitan y si no me invitan,
invento el foro”.
Las discotecas de cada uno de estos
coleccionistas superan con mucho las tres mil piezas musicales y las 20.000
canciones, pero si bien la cantidad es importante, gozan más con la calidad de
lo que poseen. Con las rarezas.
Gustavo tiene entre sus joyas La Marsellesa, el
himno francés, grabado en un disco de 78 revoluciones por minuto, publicado por
la RCA Victor en 1914, y la opereta cómica La mascota, de Pipo y Betina.

Marina Quintero
Carlos Mario disfrutó un tiempo con una canción
llamada María, una joya que le cedió un día Gustavo y, después, cuando encontró
a alguien que gozaba todavía más que él, se la regaló; Sergio, con Las siete
potencias, de Loule Sánchez y Ricardo Marrero, y la voz de Julio César Pérez;
Dios los cría, de Rafael Cortijo y la voz de Ismael Rivera, y Bobbie Valentín
va a la cárcel: tres trabajos discográficos de mediados de la década de 1970;
Marina, con más de diez versiones de La casa en el aire, de Rafael Escalona:
“una me gusta por una cosa; otra, por otra y así”; Jorge, con la música de la
banda inglesa Radioheat y del cantante gringo Bruce Springsteen.
Investigación y goce
Los coleccionistas son, en general, investigadores. Nadie se conforma con tener
un disco; este le genera curiosidad a su dueño. Saber qué hay detrás de él.
Compositores, intérpretes, épocas. Por eso complementan su tesoro, los discos,
con libros, cancioneros y revistas. Preparan encuentros y tertulias en las que
comparten los conocimientos.

Jorge Giraldo Ramírez
Carlos Mario y Sergio tienen la música para
deleitar a la gente en sus bares; Jorge escribió el libro Medellín en Vivo, La
Historia del Rock en Medellín, en 1997 y tiene el blog Amaranto, en el que
incluye una selección de artículos musicales; Marina y Gustavo realizan programas
radiales sobre sus respectivos géneros: el de ella es Una voz y un acordeón,
que se transmite los viernes a las 7 de la noche; el de Gustavo, Al Compás de
los Recuerdos, que se oye los domingos a las 12 del mediodía, ambos por la
Emisora Cultural Universidad de Antioquia, 1.410 AM., y Sergio se encarga de
redactar el perfil de El Salsero del Mes, de la página electrónica de la
emisora Latina Stereo.
Estos loros, como los define Jorge Giraldo
Ramírez, viven hablando de música y lo mejor: quien les oye queda convencido de
que en eso que comentan está la suerte del mundo; no hay algo más.
(Cosas
de la música
Coleccionista
puede ser aquella persona que apenas se conforma con tener música. Pero estos
son escasos. Según Juan Ángel Russo, miembro titular de la Academia Nacional
del Tango, de Buenos Aires, Argentina, estos acumuladores de discos también
suelen almacenar objetos relativos a la música, como equipos de sonido,
instrumentos musicales, fotografías y afiches de artistas, libros, entre otros.
Carlos Mario Restrepo tiene decorada La Cabaña del Recuerdo con fotografías de
artistas de música vieja; la discoteca de Gustavo, en su casa, con una réplica
de Nipper, el perrito de la RCA Víctor; Sergio Rendón adorna el Son de la Loma,
su bar, con fotografías de salseros y carátulas de discos, comenzando por esa
que inauguró su colección: La voz, de Héctor Lavoe; Jorge tiene afiches de
conciertos y objetos que recuerdan sitios y momentos especiales de su música.)
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Al compás de los recuerdos, Amaranto, Carlos Mario Restrepo,Coleccionistas de música, El Son de la Loma, Gustavo Escobar Vélez, Jorge Giraldo Ramírez, La Cabaña del Recuerdo, Latina Stereo, Marina Quintero, melómanos, música antigua, rock, Salsero del mes, Sergio Rendón, tangos, Una voz y un acordeón, vallenato
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¿Quién ha visto
a Emilio con Isabel o entre los chinos?
En el Hospital Mental sueñan con la libertad
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1.
alirio
vargas m • 4
years ago
resiban cordial saludo,me
gustaria poder comunicarme,personalmente con .ustedes tengo una cantidad
importante de discos y agujas para tocadiscos ymas.
¿Quién ha visto a Emilio entre los chinos?
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08. Oct 2012
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Con el apoyo de Ediciones B, Emilio Alberto
Restrepo presenta dos novelas de crímenes en un solo volumen: Después
de Isabel, el infierno y ¿Alguien
ha visto el entierro de un chino? Son cortas, ágiles y vivaces.

Ya había matado a algunos de sus personajes. Ya
había andado por los caminos de la truculencia. Ya había pervertido a la
juventud. Pero ahora Emilio Alberto Restrepo da un paso más: incursionó de
lleno en la novela negra. En la novela detectivesca.
Y parece que se siente cómodo en ella y hasta
tiene planes de quedarse.
Él viene escribiendo o, por lo menos, mostrando
lo que escribe, desde los 80, cuando ganó el premio de poesía de la Universidad
de Antioquia con un poemario titulado Poemas para pervertir a la juventud. Después escribió novelas de diversos tópicos,
como Los círculos perpetuos, Qué
me queda de ti sino el olvido y El
pabellón de la mandrágora, en las que cometió tales “fechorías
literarias”.
Y con esa personalidad hiperactiva que él
tiene, que le exige siempre estar haciendo y estar diciendo con la boca, con
los libros, ahora son doce las novelas de este médico gineco-obstetra, quien
tiene la virtud de no separar las dos profesiones, la de contador de historias
y la de médico, sino de combinarlas. Como médico, va “embaucando” a las
pacientes con cuentos que sirven de anestesia.
Como contador de historias, acude, no pocas
veces, a anécdotas y sucesos que ocurren en el hospital, curiosos unos,
terroríficos otros.
Después
de Isabel, el infierno y ¿Alguien
ha visto el entierro de un chino?son dos novelas cortas que conforman un
volumen de la colección Novela Negra, de Ediciones B.
“Los médicos somos como detectives que vamos
tras la pista de las causas de un mal, del mismo modo que los investigadores
van detrás del esclarecimiento de un crimen. Ante nosotros se sienta, por
ejemplo, un viejito y nos dice: ‘me duele en esta parte, tengo vómito y fiebre,
y comí tal alimento’. Esos son indicios que nos sirve para tratar de esclarecer
las causas del mal. Nunca llega diciendo: ‘doctor, tengo apendicitis”.
Isabel y los chinos
Después de Isabel, el infierno es la historia de una mujer residente de
ginecología a quién asesinan en su automóvil, a la salida de un refugio de
ancianos, al parecer, por robarle el computador portátil. Así quedó consignado
en el informe que cerró el caso sin más investigaciones.

En ¿Alguien ha visto el entierro de un chino? una pareja de asiáticos, dueña de un
restaurante, es asesinada en su casa. Nadie ha visto nada, pero la gente y las
autoridades se dan cuenta de que adentro hay cadáveres por el hedor y por la
presencia de gallinazos que quisieran darse un festín.
Conocedor del género, voraz lector de los
relatos de Edgar Allan Poe, Gilbert Keith Chesterton, sir Arthur Connan Doyle,
Ágata Christie y especialmente de Raymond Chandler, maestros del género, Emilio
sabe que tradicionalmente, en la novela negra, un detective, por lo general
dotado de una inteligencia asombrosa, resuelve un caso que se efectúa en un
sitio específico. Ahora, los investigadores no tienen que ser profesionales en
ello; pueden ser circunstanciales. En la de Isabel es el novio, quien después
de superar las iniciales etapas de la tristeza, comienza a esclarecer datos que
le resultan extraños.
En estas novelas, los asesinatos suceden como
ocurren los crímenes en Medellín: sicarios que llegan en motocicletas y
descargan sus ametralladoras.
“Yo me baso en hechos de la vida real, que
conozco de primera mano o por las noticias. En la novela de Isabel, conocí el
caso de una médica asesinada y lo demás sí es ficción; en el de los chinos, la
noticia de ese extraño crimen salió en los diarios y yo me fui llenando de
recortes de prensa sobre el caso. Yo me encargo, con ficción, de tergiversarlo
todo. Soy más bien un tergiversador”, revela Emilio, quien también siente
encanto por estar en esquinas, tiendas de barrio, sitios donde termina de
enterarse de asuntos que le interesan para sus narraciones.
Esto, en cuanto al libro. En lo que se refiere
a ese segundo párrafo, flaco, de una sola línea, en el que indico que al
parecer el escritor se siente a gusto en el género y tiene planes de quedarse,
lo digo porque, la verdad, también indago, busco, investigo, escudriño y,
bueno, tengo algunos indicios. He rastreado al sujeto y tengo pruebas para
sostener que ya escribió otras cinco novelas. Y lo que es más grave:
se creó un personaje que aparece en todos ellos, un detective llamado Joaquín
Tornado. Ah, valla nombre el del investigador aquel. Fuerte, contundente.
Informaré en este blog lo que vaya descubriendo. Por lo pronto, amigos,
confórmense con saber que pronto oiremos hablar más de Emilio y de sus
novelas negras.
———————————–
EMILIO RESTREPO OPINA:
“El género de literatura negra en Medellín no
es moda. Es el despertar de una línea creativa que no se había desarrollado en
nuestro medio”.
·
Emilio Alberto Restrepo, john saldarriaga, Literatura, literatura negra
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Darío Ruiz Gómez
no vive sin la ciudad
Cerros de discos para endulzar la vida
1 comment
1.
beatriz
calle • 6 years ago
La Novela Negra y Ediciones
B
Por: Libros y Letras, Para Buque de Papel, Medellín
Domingo 16 de Septiembre de 2012 14:34
La Novela Negra moderna ya
no es exclusiva de Europa o los EUA. Ya en Colombia hay una serie del género de
altísima calidad producida por Ediciones B y hasta la fecha tiene tres
ejemplares: Deborah Kruel de Ramón Illan Vacca, El caso Mondiú de Gonzalo
España y Gámboto de rey aceptado de Luis Fernando Macías.
En la próxima Fiesta de Libro de Medellín, en el marco del congreso literario
“Medellín Negro”, los amantes del género se pueden deleitar con los dos nuevos
volúmenes de la colección ya que se presentan dos libros con cuatro novelas
cortas, dos en cada uno; el primero contiene el ganador y primer finalista del
concurso literario convocado por el evento: Los cautivos del fuerte de apache
de Julio Alberto Balcázar C. y Año Nuevo de Inés Lucía Blackie.
El otro volumen contiene las novelas ¿Alguien ha visto el entierro de un chino?
y Después de Isabel, el infierno, del escritor antioqueño Emilio Alberto
Restrepo. Esta última finalista en el Primer Premio de Novela Corta Mario
Vargas Llosa, entre más de 600 originales. Hay grandes expectativas con esta presentación,
que supone una propuesta novedosa y de gran factura literaria, en un género que
no ha tenido el apoyo que se merece. Pero Ediciones B le apostó a ello y la
colección apunta a hacer historia en la industria editorial de América Latina.
Guardadas las proporciones, a largo plazo se piensa tener un equivalente local
a las colecciones El Séptimo Círculo de Borges o El Club del Misterio, de
Bruguera.
Se proyecta una serie de largo aliento que llene las expectativas de los
lectores, ávidos de material novedoso, original, entretenimiento y calidad
literaria garantizados.
Informes: culturalibrosyletras@gmail.com
Darío Ruiz Gómez no vive sin la ciudad
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02. Oct 2012
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El autor de Señales desde el techo
de la casa cuenta su vida de libros, amigos y
bohemia.

Darío Ruiz Gómez es autor de Geografía (poesía), Hojas en el patio
(novela), De la razón a la soledad (ensayos), La ternura que tengo para vos
(cuentos), Para decirle adiós a mamá (poesía).
Su mamá, Ana Francisca, maestra habituada a tratar a los niños, veía al
pequeño Darío quedarse alelado a ratos, como si mirara un punto en lo
indefinido. Al principio, se preocupaba –le contaría después-, dudando si se
trataba de algo normal, hasta que se fue acostumbrando a que él era así, con
tendencia a la ensoñación.
Darío Ruiz Gómez no conoce Anorí, el pueblo donde nació, el 14 de diciembre
de 1936. Sabe, por su mamá y por geografía, que en los primeros cuatro años de
su vida, los de su permanencia allí, ese pueblo de mineros tenía una fácil
comunicación con el Magdalena; más que Medellín. Los barcos cargados de
mercancías procedentes del mundo, entradas a Colombia por Barranquilla y
conducidos por el principal afluente del país, llegaban allí por un brazo del
río Cauca. También sabe, por su mamá y por historia, que Anorí se llenaba de
gente de otras partes del país y el exterior, atraídas por el imán dorado.
“Siempre que estoy dispuesto a ir a Anorí llamo a una amiga y le pregunto cómo
está la situación. Me dice: ‘aquí siguen matando gente; mejor no venga’”. Y no
va.
El escritor sabe, por su papá, en quien tenía un homónimo, y por la
tradición oral familiar, que la familia vino a templar a Medellín en busca de
mejores horizontes económicos. Liberal, durante los gobiernos de su partido, en
especial, los de Alfonso López Pumarejo, su padre trabajó en el Departamento de
Investigación de ese municipio, averiguando robos al Estado. Cuando triunfó el
conservatismo, desempleado, se vio obligado a improvisar ocupaciones.
Administró una finca en Córdoba, un hotel en Sucre y hasta fue carnicero. Ruiz
Rivas se las ingenió para levantar a cuatro hijos: Teresita, Darío, Clementina,
Felipe y Elena.
La ciudad estaba llena de solares. En ellos, integrado a la muchachada,
Darío cogía auyamas, vitorias, guayabas, y se bañaba en La Iguaná.
“Medellín tenía gran atraso. Había lagunas y caños insalubres por todos
lados; gente descalza y sin dientes, y casi todos los niños tenían piojos”.
Estudió bachillerato en el Liceo Antioqueño y en el Liceo San Carlos. Luego
de una estadía inicial en Boston, se estableció con su familia en La Estación
Villa, barrio que inmortalizó en cuentos y novelas.

Otros libros publicados del autor son: A la sombra del ángel (poesía), En
tierra de paganos (novela), La muchacha de la leyenda (poesía), Trabajo de
lector (ensayo), Diario de ciudad (ensayo) y Crímenes municipales (novela).
Literatura y bohemia
“Yo conocí a Darío en 1954 –recuerda Jaime Jaramillo Panesso, el columnista de
temas políticos-. Integramos un Centro Literario con Carlos Gaviria Díaz,
Guillermo Henao, Jairo Álvarez y Henry Molina”.
Era un grupo formado a instancias de la Biblioteca Pública Piloto, en su
sede de La Playa. Se reunían los sábados a hablar de obras de diversos autores
y a leer sus informes sobre ellas. “También leíamos creaciones propias. Unos
cometíamos poesía; Carlos, ensayos filosóficos –cuenta Jaramillo Panesso-.
Sacaron un periódico, Movimiento, que financiaban con bailes. Bailaban porros y
cumbias. Y como entraba con fuerza la Sonora Matancera, también boleros y
guarachas.
“Preparábamos ‘catalana’, una bebida hecha con cervezas, refrescos y algo
de alcohol, que servíamos en vasos. Y para que las novias pudieran estar, el
baile debía ser de cuatro de la tarde a siete de la noche, evoca Jaramillo
Panesso”.
Desde ese tiempo, sus amigos lo conocen como un hombre de buen humor, que
cuenta chistes. “Le decíamos Mirto”, revela el columnista. Ruiz se reunía con
su barra de amigos en los cafés Pilsen, Soratama y La Bastilla. Tampoco se
perdía espectáculo en los radioteatros de las emisoras. Recuerda con gusto los
conciertos de Pedro Vargas, Bola de Nieve y María Luisa Landín.
Desde la adolescencia, Darío mostró su vocación literaria. Escuchó la
sentencia de su madre, que hablaba sin ambages, profesora al fin y al cabo:
“recuerde que el talento sin rigor no sirve para nada”.

Copia de carta enviada por Darío a Jaime Jaramillo Panesso, recién llegado
a España. Está escrita en papel del barco en que viajó. En ella le habla de sus
primeras vivencias en suelo ibérico y opiniones de situaciones colombianas
vistas desde la distancia.
El grupo se desintegró cuatro años después. Cada cual tomó sus rumbos
geográficos y políticos, pero la amistad sigue intacta. En 1958, Ruiz viajó a
España, a estudiar periodismo, instado por Henry Molina.
En la universidad encontró un esquema dictatorial, acorde con el franquismo
reinante. Los estudiantes no podían hablar con los maestros y menos discutir
por alguna calificación. “Los profesores estaban aparte, en un espacio al que
llamábamos ‘La Jaula de los Leones’”. En las calles, claro está, también se
sentía el franquismo. Cuando uno iba a comprar un libro de Albert Camus, por
ejemplo, dice el autor de Para que no se olvide su nombre, debía pararse frente
al librero y hablar casi entre dientes. “Vaya a la parte de atrás, contestaba
éste”, y allí, en misterio, le despachaban el ejemplar. Darío aprendió a evadir
el encierro cultural, viajando, como lo hacían las personas de espíritus
inquietos, a pueblos franceses de frontera. Allí veía películas que no exhibían
en Madrid.
En España fortaleció su inquietud por el cine. Conoció a Luis Buñuel,
hombre sordo y más bien mala clase, e hizo amistad con Victorio de Sica. Y
aprendió urbanismo. Conoció a los escritores Azorín y Wenceslao Fernández
Flórez, ya viejos. Y allá escribió parte de su obra. Cuentos como Si quieres
esta tarde y otros más.
Darío volvió a Colombia casado con la española Concepción Callejones y con
dos hijos. De ella se separó al tiempo. Desde su regreso tuvo más protagonismo
en la vida social y cultural de Medellín. Se desempeñó como profesor de la
facultad de Arquitectura de Universidad Nacional y articulista de El Colombiano
y El Mundo. Se hizo amigo de Manuel Mejía Vallejo, a quien visitaba después del
taller de escritores que dirigía el autor de Aire de Tango en la Piloto, para
beber y conversar en medio de tangos y amigos como el que acaba de revelar su
apodo, Elkin Restrepo, Orlando Mora, Luis Fernando Peláez y Alba Myriam Bedoya
Torres, una alumna de Darío, quien habría de convertirse en su esposa desde
comienzos de los 90.
Darío vive en un apartamento cerca al centro de la ciudad, escribiendo.
Acaba de terminar dos novelas. Las sombras, centrada en la España de 1958, y
Las razones del traidor, de un hombre culto que viaja a Estados Unidos guardando
rencor por Medellín y su discriminación social.
“Yo solamente le conozco un defecto a Darío -osa decir Jaramillo Panesso-:
es hincha del Medellín”.
______________________________________
DARÍO RUIZ OPINA…
“Mi edificio favorito de Medellín es el
Palacio Municipal; el más feo es el de Coltejer, que no supo resolver la
esquina”.
______________________________________
SE DICE DE ÉL…
Esposa y escritores hablan de Darío
Su esposa Alba cuenta: “nos hemos ido
volviendo un poco menos nocturnos que antes. Nos gusta el vino, los viajes y
vivimos leyendo”.
El escritor Juan Diego
Mejía, dice: “de la obra de Ruiz me quedó con los primeros cuentos”.
El escritor Rubén
López Rodrigué recuerda una frase que le escuchó a Ruiz en una conferencia: “si
yo no escribo la historia de mi familia, nadie va a escribirla”.
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Darío Ruiz Gómez, escritor, john saldarriaga, Medellín, perfil,salderrio, urbanismo
Hay que contagiar pasión: Ernesto McCausland
;
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21. Nov 2012
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(Nota publicada en El
Colombiano, en 2004)
El cronista barranquillero busca los
temas confiando en sus corazonadas.
Febrero escarlata se basa en una ola de
uxoricidios.

Como Ernesto McCausland tiene ahora esposa, dos hijas y un perro, sufre en
los viajes largos más que antes, y espera con ansia la hora del regreso. Aunque
asegura que de todos modos los disfruta bastante.
Eso dijo la tarde en que vino a Medellín y aprovechó para asomar su
interminable humanidad por EL COLOMBIANO y hablar un poco de su novela Febrero escarlata, y de otras cosas del periodismo y de la
vida.
De su novela, la historia de más de una docena de asesinatos ocurridos en
Barranquilla en el mes más corto de hace 21 años, contó que si bien ese tema
parte de unos hechos reales, la considera una obra de ficción y que, por tanto,
cabalga en terrenos más decididamente literarios que periodísticos.
Los uxoricidios en efecto sucedieron, pero él llenó de detalles ficticios
algunos vacíos que había en ellos -“al fin y al cabo, en las investigaciones de
los crímenes pasionales nunca se llega al fondo”- y tomó prestados algunos
otros casos.
Mejor dicho, se dio las libertades del escritor, que el periodista no
hubiera tenido.
El personaje principal está presente en todas las escenas del libro. Se
llama Capeto Cervantes. Es un periodista de noticias y crónicas judiciales de
un periódico llamado El Notición.
En ese ser reúne el autor a varios de los clásicos reporteros de esa
apasionante pero no siempre bien querida área del periodismo, como Guillermo
Franco Fonseca, Felipe González Toledo y, en el caso de Medellín, Mario
Atehortúa. Es más, hasta el propio McCausland Soho se ve representado en Capeto
Cervantes, porque él se desempeñó como periodista judicial para El Heraldo y,
de hecho, le correspondió cubrir los crímenes que son objeto de su historia.
Ese personaje es un homenaje a esos reporteros “que se sumergen en las
aguas del periodismo puro. Esos que tienen que dar la mayor cantidad de
respuestas al lector, a diferencia de los demás periodistas, que si omiten
algunas, la cosa no resulta tan grave ni tan notoria. Los que tienen que ser
rigurosos, precisos en sus datos. No pueden equivocarse ni en el número de la
calle en que sucedió un homicidio, porque alteraría la escena del crimen. Los
que tienen que decirle al policía que les enseñe la cédula del sujeto para
poder leer con sus propios ojos y no errar en ningún detalle. Los que tienen en
la precisión hasta su seguridad, porque por una equivocación reciben llamadas
amenazantes o, en otros casos, demandas; en fin, los reporteros de la crónica
roja”.
Técnica
Y a pesar de que hubiera tenido en suerte cubrir esos hechos, el cronista de
Caracol no recurrió a sus libretas de apuntes y ni siquiera leyó las noticias o
las crónicas que escribió sobre ellos.
“No sé, no me interesaba. Quería hacerlo así, como los recordaba. Y menos
se me ocurrió ampliarlos, ni pensé en indagar más sobre los casos. Ahí me
hubiera quedado por lo menos diez años enfrascado en esa investigación y yo
quería escribir una novela”.
La novela está escrita en tercera persona y en pasado simple, como suelen
escribirse las crónicas judiciales.
Ernesto citó a Fernando Vallejo, escritor a quien admira, para explicar que
el narrador de Febrero escarlata no es como los que el antioqueño
critica, es decir, como un dios que puede hasta meterse en las mentes de los
personajes para saber lo qué piensan.
Esos narradores omnipresentes y todopoderosos, dice, restan verosimilitud a
las creaciones literarias, porque los hace inhumanos.
McCausland resuelve esta situación con un narrador que puede semejarse más
bien a un amigo íntimo de Capeto, que puede estar a su lado todo el tiempo
viendo las cosas que él ve, oyendo las que él oye, sintiendo lo que él siente.
Prepara otra novela
Ernesto McCausland ha dicho en todas partes que ésta es su primera novela. Pero
aclaremos, ¿es la primera que escribe o la primera que publica?
“Hace tiempos intenté escribir una novela. Iba por la mitad, pero la
abandoné. Me pregunté después por qué… La razón, me respondí, era que no la
sentía. Y uno no puede escribir lo que no siente. Uno tiene que contagiar
pasión con las crónicas que escribe y generarla cuando escribe una novela. La
novela es un género que implica más compromiso por parte del autor”.
Por estos días, Ernesto considera la idea de escribir otra novela. Ya tiene
el tema. Es una historia basada en un hecho criminal ocurrido en Medellín. El
asesinato de un ser cercano a quien adoró en la vida.
En cuanto a sus crónicas, McCausland dijo que por ahora está feliz en la
radio. Con las posibilidades que ésta ofrece.
***
Cómo elabora una crónica radial
Ernesto McCausland contó cómo suele hacer su labor de cronista radial.
“Primero pienso en una historia que quiera atacar con toda mi alma. Para esto
me dejo llevar, casi siempre, de una corazonada. A veces, claro, ésta falla y
hay que abortar, pero por lo general funciona.
En la entrevista actúa el sentido común. Y como casi siempre uno está de afán,
pienso más en la calidad que en la cantidad de tiempo que tengo con el
personaje.
Al escribir, pienso en un lead fuerte, luego en una estructura lógica y, por
último, una frase como dardo”.
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crímenes pasionales, crónica, Ernesto McCausland, Febrero escarlata, john saldarriaga, libros, salderrio, uxoricidio
¡Viva San Pacho!
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03. Nov 2012
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Cuento
PÍO QUINTO MENA murió en la breve noche
producida por el último eclipse que veríamos en el segundo milenio por estos
lados. Alcanzó a mirar en el cielo de Quibdó el fenómeno, a sentir cómo los
pájaros se recogían en sus refugios, confundidos, y su cara morena, de por sí
rolliza, se fue inflamando y enrojeciendo mucho más que aquella Luna que
copulaba con el Sol. Se le dibujó una sonrisa de beatitud y dio gracias a Dios
por permitirle ser testigo de la maravilla, majestuoso punto final a su
existencia.
A Pío Quinto no le cruzó por la mente que había escogido el peor momento para
morirse. El pueblo estaba embebido ya en las fiestas de San Pacho, en las
cuales suele decirse: “el que se murió, se jodió”.
-¿Para qué no respetó las palabras de la Presidenta de la Junta Organizadora en
su lectura del bando? –exclamó su sobrina Annie, luego de enfundarse en el
mejor de sus trajes, colorido y luminoso, su sombrero de plumas y unos zapatos
suaves para salir a la rumba.
-Niña, eres una desconsiderada –le fueron diciendo, una a una, sus cuatro
hermanas, visiblemente asombradas de verla irse tan tranquila, a las fiestas.
Pero al cabo de una hora, ellas también fueron desfilando una a una, atraídas
por la alegría.
Era cierto. En el bando, leído el 20 de agosto por una mujer armada de bastón
de mando, el cual representa el acato de la autoridad, había quedado decidido,
entre otras cosas, que la Alcaldía garantizaría el aseo del municipio durante
las fiestas y la empresa de energía, la no suspensión del servicio. Además, se
dictó una orden: a “los hombres les queda prohibido ponerle cachos a su mujer y
a los ladrones, apropiarse de lo ajeno”.

Fiestas de San Pacho, Quibdó. Fotos:
Manuel Saldarriaga
En todo fue enfática. Sin embargo, en lo que su voz tronó con más fuerza fue en
lo referente a los muertos. Como casualmente no faltan las muertes –naturales- justo
antes o durante las fiestas, decretó:
«Si alguien fallece, la familia del difunto inoportuno debe avisar sólo cuando
terminen las celebraciones, o sea, el cinco de octubre, para que no se agüe la
fiesta con aquel asunto tan engorroso». No hay tiempo que perder con esos
ocurrentes a quienes les da por morirse para robarse el show. Porque, sin duda,
para los buenos quibdoceños, lo más importante es su santo, a quien jamás
llaman por su nombre completo, Francisco de Asís.
Después del bando, en los corrillos de los mayores se hizo una remembranza del
origen del ritual de San Pacho. Contaron al viento que fueron los Jesuitas, en
cabeza de Fray Matías Abad, quienes, en 1648, celebraron una misa solemne en
Unguía, al santo que le cantaba al Hermano Sol y, luego, armaron una balsa de
canoas atadas y subieron el ícono Atrato arriba hasta Quibdó. Dijeron que la
romería desembarcó un cuatro de octubre, su Día Universal, y que, por esta
razón, San Francisco de Asís se convirtió en el patrono de los nativos de la
zona del Atrato chocoano.
En el corrillo del historiador Mosquera se oyó contar que el santo vivió entre
los siglos XII y XIII, y que fue el autor del Cántico de las criaturas. De
hecho, tanto los doce barrios inscritos oficialmente como los del repechaje,
representan entre sus comparsas, algunos pasajes de la vida de ese hombre
sagrado, en los cuales se le observa –a veces en vivo, a veces en imágenes-
limpiando las heridas de Cristo, como si estos dos personajes se hubieran visto.
Pero los hijos de la noche han explicado en otras ocasiones que con esto
representan la caridad y el amor.
-Bien dicho –dijo Annie ese día a sus cinco hermanas y a Antenor Guevara, el
ingeniero más parrandero que se haya formado en Cartagena de Indias.
-¿Recuerdan que mi abuela murió en un San Pacho? –preguntó el ingeniero cuando
regresaban a casa después de la lectura del bando-. Ni porque no lo hubiera
sabido. Tanto vivir y no aprendió a no morir en San Pacho. Pasamos con el
féretro por un lado de la algarabía y después del entierro, al que no fuimos
sino algunos escasos familiares de la viejita, no pretendíamos seguir en la
farra. Sin embargo, nos fuimos a mirar no más el paso del desfile, creo que ese
día le tocaba al barrio La Yesquita, nos fuimos contagiando de la cosa y los
pies nos empezaron como a quemar y nadie sabe en qué momento estábamos bailando
nuevamente en medio de la gente, como si tal cosa.
Después del bando, desde el 20 de agosto hasta el 2 de octubre, se realizaron
las alboradas. Hasta Pío Quinto participó en algunas de ellas, cuando su
corazón se lo permitía. Sus ochenta y tantos años no fueron impedimento para
que bailara con la vieja Carmen, la prieta viuda del pescador Orestes, y que le
pronunciara arrumacos que la hicieran sonreír.
Ahora, tras la muerte del tío y luego de salir de casa, lo primero que Annie
hizo fue buscar a su amigo para contarle el anómalo suceso.
-No te preocupes por eso, nena. Tenemos dos opciones. Una, lo que hicimos con
mi abuela; dos, esperamos hasta el final del San Pacho.
-¿Y si empieza a heder?
-¿Heder? ¿Pero si no son sino tres días?
-Pero con la temperatura y la humedad de esta tierra, el viejo hiede porque
hiede.
-Dime quién va a estar en casa durante estos días para soportarlo. Si quieres,
le dices a tus hermanas que se vayan para la mía cada vez que quieran dormir,
comer y echarse un poco de agua en la cara o en el cuerpo y santo remedio.
Al momento, los dos amigos estaban hablando de las alboradas, con lo cual,
puede decirse, sin haberlo mencionado, habían optado por la segunda
alternativa.
-La mejor fue la de Cristo Rey–dijo Annie-. Mi barrio. Celebra la alborada el
quinto día y puede decirse que desde ahí comienza el San Pacho.
-Prefiero la representación crítica de La Alameda, en torno a la ecología
–repuso el ingeniero.
Quibdó resulta pequeño durante las fiestas. Incontables son las veces que lo
recorren bailando y bebiendo desde la Iglesia hasta el barrio La Esmeralda,
volteando por El Silencio –que por estos días no hace honor a su nombre-,
bajando hasta tomar la entrada del Tomás Pérez y Kennedy hasta la catedral de
San Pacho y nuevamente al Parque Centenario. Es la ruta franciscana, el
recorrido oficial.
Se otorga un día para cada barrio y es cuando cada familia ofrece a lugareños y
fuereños licor, música y sancocho hasta el amanecer, como réplica de la
generosidad del Santo.
Cuando Annie Mena pasó bailando por su casa, en medio de una multitud excitada
fue cuando volvió a pensar en su tío muerto. Y aunque no pasaba por su mente ni
un poco de remordimiento por dejarlo ahí, alcanzó a pensar qué dirían los
fiesteros al verlo en la entrada de su vivienda. El viejo era tan conocido por
todos… Con su habilidad para componer articulaciones; sus rezos para mejorar la
suerte; sus recetas de hierbas medicinales para todas las enfermedades, las
cuales preparaba con plantas que buscaba personalmente internándose en la
selva, todo el mundo tenía que ver con él. Qué dirán, pensaba Annie, sabiendo
que en estas celebraciones es preciso pasar tantas veces por la casa. Verlo
allí siempre, tal vez inquiete a los participantes. Dio un codazo a su amigo y
ambos salieron por un momento del baile para detenerse junto a Pío Quinto.
Éste tenía la misma mirada de beatitud con la cual murió. Dirigida al cielo,
esos ojos abiertos no parecían muertos. Y esa sonrisa eterna dibujada en sus
labios, era el centro de un rostro redondo y feliz. Justo cuando el desfile
estaba frente a él y algunos de los bailarines giraban su cara para mirarlo, se
oyó cantar el himno de Madolina Rentería:
Qué viva la
fiesta
que viva Quibdó
que viva San Pacho
nuestro protector…
-Ayúdame a entrarlo. Cógelo tú de los brazos; yo, de los pies. Y lo llevamos
para la última pieza. O, mejor, para el patio de atrás.
Antenor se quedó mirándolo un instante y dijo:
-No veo la razón de llevarlo atrás.
-Yo sé, estamos en fiesta y el que se murió se jodió, pero, no sé, por
consideración a los fiesteros.
-Míralo bien. Ese rostro sonriente, esos ojos festivamente abiertos… a nadie van
a atormentar. Quienes lo vean creerán que está disfrutando del San Pacho. Y, en
el fondo, creo, eso es lo que él hubiera querido: ver pasar el santo, sentirse
entre la gente.
-¿No crees que él sepa que está muerto?
-No lo sé, pero creo que él lo preferiría así.
La mujer lo observó un momento. Se dio cuenta de que apenas ahora lo miraba
muerto. No se había hecho a la idea de que su tío ya no estaría más con ella.
Le contó a Antenor su primer recuerdo de las Fiestas de San Pacho: en él está
ella, apenas una niña, todavía sin aprender a hablar, montada sobre los hombros
del tío, en medio de la gente y de la algarabía. Jamás había conocido a nadie
en la vida que disfrutara tanto de esa festividad como él. La esperaba durante
el año. Separaba sus mejores trajes. Alistaba su clarinete.
Qué viva la
fiesta
que viva Quibdó
que viva San Pacho
nuestro protector…
El canto coral se oía lejano. Como si ya hubieran dado la vuelta en la esquina
de la casa de Petronio Guevara, el papá de Antenor.
-Pero no nos pongamos sentimentales –dijo el hombre-. El cinco de octubre
hablaremos del viejo Pío. Y los dos corrieron a alcanzar su comparsa.
En otro de los recorridos, al pasar por la casa del hierbatero, Antenor Guevara
fue quien hizo señas a Annie de la singular escena. Dos muchachos que apenas
estrenaban su cédula de ciudadanía y su cartón de bachilleres, dos amigos
inseparables del viejo Pío Quinto, estaban sentados a su lado, bebiendo licor.
En el momento en que los fiesteros llegaron, los dos jóvenes abrazaban al mayor
y lanzaban vivas a san Pacho. Inquietos, los dos bailarines dejaron la comparsa
para percatarse de si debían contarles que su amigo Pío Quinto Mena, con quien
salían a rumbear en sus motocicletas ruidosas y a quien dejaban de nuevo en su
casa solamente cuando estaba caído de la borrachera, había muerto.
-Tómate un aguardiente,
viejito. No seas rogado. Es el buen chirrinchi del alambique de Petrona
Nisperusa, que tanto nos gusta.
-Déjalo, cabrón, que está bien jaladito. Más bien ayudémosle a entrar a la casa
y a encontrar su cama para dormir.
-¡Qué dormir ni qué
cuentos! Abre la boca, viejo. ¿O hay que sujetarte de la ternilla?
La sobrina vio cómo los dos muchachos le abrían un poco la boca y le arrimaban
la copa y le vertían aguardiente, el cual, indefectiblemente, iba saliendo por
una de las comisuras, la izquierda, lado hacia el cual el anciano estaba
levemente inclinado, y terminaba por mojarle la ropa. Ellos, tan ebrios como
estaban, no se daban cuenta de que todo el líquido se perdía.
-¡Hola, Annie Mena! ¿Mena para qué? –bromeó uno de ellos mirando con ojos
lujuriosos a la bella mulata.
-Mena para todo –respondió el otro-. ¿Acaso no ves lo mena que está la
sobrinita del viejo Pío. –Y dirigiéndose a éste, añadió:- Ahora no te vas a
enojar, viejito, por molestar a la nena, que con esa pea no puedes ni con la salud
de un gato.
-Déjenlo tranquilo –dijo la mujer.
-Sí, déjenlo durmiendo tranquilo. ¿No ven que ya no se tiene en pie?
-Miren, se acaba de orinar los pantalones. Vámonos, Teo, que el viejo Pío no da
más. Mañana será otro día.
Cuando los muchachos se fueron, Annie dijo seriamente a Antenor:
-No sé si es tan buena idea esa de dejarlo aquí, en el corredor de afuera, a la
vista de todo el mundo.
-No importa si está a la vista de todo el mundo; lo importante es que todo el
mundo está a la vista suya. ¿No notas lo bien que se ve? Si no fuera porque yo
sé que está muerto, diría que está disfrutando de lo lindo. Más bien, ayúdame a
cambiarle de postura, para que cuando el desfile vuelva a pasar por aquí, nadie
sospeche de su gozosa quietud. Arrimémosle la silla al muro, como si
hubiera buscado la sombra… Ahora, enderecemos su cabeza para que mire de frente
a los bailarines. Tráeme un palito… no, un palito no, más bien algunas ramas
aromáticas de las que él mantiene, de tal forma que le sostengan el mentón, al
tiempo que lo perfumen, por si acaso hiede, como tú decías… Dime si no se ve
mejor que nunca.
-Déjame traerle también el clarinete.
Era de noche cuando la caravana volvió a pasar frente a Pío Quinto Mena. No
pocos fueron quienes levantaron una mano y en ésta esgrimieron su sombrero para
saludar al viejo hierbatero que los veía pasar, sonriente, desde el corredor de
la casa. Sabían que había estado algo achacoso en los últimos días y, por eso,
a nadie se le ocurrió extrañar que no participara más directamente de las
fiestas, como todos los años. Antenor y Annie estaban embadurnados de harina de
trigo. Arrojaban puñados de este polvo blanco a otros participantes. De pronto,
el hombre acercó su boca al oído de su amiga para preguntarle:
-¿Ves lo que yo veo? ¿Quién es esa mujer que está con tu tío?
La chica se detuvo bruscamente para observar.
-Ah, es su novia, la viuda del viejo Orestes, el pescador de meros.
Y, otra vez, dejaron la caravana para acercarse a la escena que los inquietaba.
-… y ¿te acuerdas, negrito, del juego de la vacaloca?
La viuda comentó que hasta hacía unos siete años existía un juego en el cual
ataban un par de cuernos de vaca a costales previamente embadurnados de brea.
Ese bulto era remolcado por algunos hombres, casi siempre borrachos. A los
costales les prendían fuego y así, la vaca flameante hacía lo posible por
embestir a los fiesteros, algunos de los cuales se defendían del seudoanimal,
no con mantas o capotes como en las corralejas, sino con una vara larga que con
esfuerzo metían entre los cachos para desestabilizar al conductor. La vacaloca
fue prohibida por el peligro que representaba.
La viuda no detuvo su habladuría con la llegada de los dos jóvenes.
-Yo mismo vi uno o dos quemados separarse de la farra por ese jueguito
–intervino Antenor-. Lo peor es que no se ha hecho nada, menos riesgoso, para
remplazarlo. Habrá que pensar en algo.
Como si no le hubiera escuchado o no le importara su presencia, la mujer siguió
diciendo:
-Recuerdo que Orestes y tú, que habías quedado viudo hacía tantos años… ¡ay, la
niña María!, que Dios la tenga en la Gloria…, se buscaban siempre para tomar
aguardiente y, más aun, en las Fiestas de San Pacho. Se correteaban por turno
el uno al otro con esa vaca del demonio, siempre flameante, y después, caídos
de borrachos terminaban en mi rancho más muertos que vivos. Y a mí me tocaba
desnudarlos a ambos, quitarles esas ropas chamuscadas y sucias y cambiarlos por
otras limpias para que durmieran bien, como si yo fuera la mujer de los dos. Y,
claro, por eso, la otra noche, cuando te metiste al rancho, te dije que yo ya
sabía lo que me esperaba, que yo ya te conocía a ti completito, completito. Y
hasta pude describirte, antes de que te quitaras los calzoncillos, lo bien
dotado que estás, bribón, y los lunares grandes que tienes ahí abajo. Espero
que mañana, último de san Pachito, te prepares dos coctelitos de chotaduros,
nonis sanagua y cuantas plantas quieras, para que por la noche rompamos el
catre. ¡No vas a creer que porque una esté vieja está muerta! No señor.
Y la vieja recostaba amorosamente su cabeza sobre el hombro del viejo Pío. “Ni
tan pío el muy bandido”, pensó Annie tras escuchar semejantes cuentos de la
viuda del pescador, quien no paró mientes en la presencia de esos dos seres
blanqueados de pies a cabeza.
-Vámonos –le dijo a su amigo y dejaron solos a los dos viejos en la penumbra.
Así pasaron hasta que amaneció el día de la gran resaca. Antenor Guevara llegó
antes del mediodía a la casa de los Mena. Saludó a Pío Quinto, solo a esa hora.
Vio, en el pasamanos del antejardín, tres botellas de licor vacías y una a
medio llenar, y, en el suelo decenas de colillas de cigarrillos.
-Se nota que no te han dejado solo ni un momento, viejo Pío. Ahora quién te va
a hacer ir para el otro lado, si aquí te quieren tanto, ¿ah?
La puerta estaba abierta. El ingeniero traspuso el umbral y percibió el
silencio de una casa habitada por mujeres durmientes. Dio un largo silbido para
despertar a Annie. La mujer salió en breve de su cuarto, despeinada y descalza,
vestida apenas con una camisa que le venía un poco larga y ancha, como si la
hubiera heredado de su tío y a través de la cual se notaban sus senos bailando
sin sostén. Sus piernas estaban desnudas. Ante aquel amigo que resultaba para
ella poco más que un hermano, no sentía el menor pudor.
-¿Hace rato estás ahí?
-Hoy es el día del tío. Yo me encargo de los trámites. Me voy ya mismo a hablar
con el funerario, el cura y el sepulturero para que todo esté listo para esta
tarde.
-Y háblate también con el paisa, para que dé una vuelta por el pueblo con su
altavoz pregonando la muerte del tiíto.
-Tú, entre tanto, despierta a esas hermanas que de poco sirven y cambien de
ropa al viejo. Bañen su cuerpo con agua de rosas y esencias porque ahora sí,
Annie, está pasadito.
-¿Para qué? ¿Esas cosas no las hace el funerario?
-Qué va. Si lo hacemos nosotros, nos ahorramos unos pesos. Sólo le compramos el
cajón, dos carteles para invitar a las exequias, uno para recostar en la
entrada de esta casa y otro en la de la iglesia.
-Pero espérate nos tomamos un café.
-Dame, más bien, limonada.
Los efectos del pregón del paisa no dieron espera. Antes de las dos, frente a
la casa de Pío Quinto se arremolinó una multitud de curiosos entristecidos. La
viuda Carmen se abrió paso a empellones, por entre la gente y llegó llorando
hasta la sala de la vivienda, donde estaba el hierbatero tendido en una mesa,
vestido de blanco hasta los zapatos. El elegante traje que él pensaba
estrenarse en la primera noche de San Pacho.
La viuda le clavó una rosa roja en el ojal. Lo abrazó llorando y dijo:
-Mira, Annie. Ahora soy viuda de dos.
Cuando Antenor Guevara llegó, en la multitud ya se había formado un comité. En
él estaban los dos muchachos compañeros de tragos, una mujer de la entrada de
la selva que, según dijo, atendía a Pío Quinto cuando éste se internaba en ella
en busca de plantas, cortezas, hojas y frutas medicinales, y el boticario.
Plantearon que el finado no podía irse así no más, después de haber llevado una
vida entregada a la comunidad, llevándole salud con sus saberes naturales. Una
vida entregada a la fiesta, a la alegría, siendo el alma del San Pacho. Ya estaba
decidido: le harían un desfile por la ruta franciscana. Recorrerían La
Esmeralda, voltearían por El Silencio, bajarían hasta la entrada de Tomás Pérez
y Kennedy y arribarían a la catedral de San Pacho.
-¿Cargaremos el féretro por todo el pueblo? –preguntó el ingeniero.
-Tranquilo, viejito, que nosotros dos nos encargaremos de eso –dijo uno de los
amigotes de Pío.
-Por mí, está bien. Sólo falta convencer a Annie.
Como el primer día de fiesta, el cinco de octubre Quibdó no cabía dentro de su
piel morena, sudorosa por la cercanía de la selva húmeda. Un desfile que
parecía no tendría fin, estaba encabezado por el cura, quien no vio nada
anómalo en la propuesta, y una carretilla de madera, la que el hierbatero usaba
para traer sus plantas desde la selva y que según se supo, dejaba guardada
siempre donde la mujer que apenas descubrían. Encima de la carretilla, decorada
con flores y hierbajos, iba Pío Quinto Mena, sentado y luciendo su mejor
sonrisa, su mirada de beatitud que no se había extinguido. Parecía un rey
paseándose glorioso por su reino. Al lado derecho, Carmen, la viuda de Orestes,
seguida por Annie y sus hermanas. Al izquierdo, la mujer de la selva. El coche
era conducido por uno de los muchachos, mientras el otro sostenía erguido al
viejo Pío.
El sacerdote, valiéndose del megáfono del paisa, encabezaba algunas oraciones.
Pero no bien hacía una pausa, la multitud entonaba canciones festivas. Volvió a
escucharse el himno de Mandolina Rentería. Al pasar por El Silencio, una nube
cubrió la caravana. ¿De dónde habían sacado toda esa harina? Se preguntó
Antenor Guevara.
-¡Viva Pío Quinto! –gritaba un cargador.
-¡Viva!
Cuando llegaron a Kennedy, cundió la alarma: el chirrinchi de Petrona Nisperusa
se había agotado. No se conseguía una botella ni para remedio. De modo que,
resignados, tuvieron que tomar trago oficial. Sólo el sacerdote parecía sobrio.
El desfile se detuvo antes de entrar al templo. Un grupo de cantaoras entonó
alabaos. El protagonista fue descendido de la carretilla y puesto entre el
cofre, que había permanecido allí, en el umbral del templo, toda la tarde,
custodiado por el funerario. Sólo en este momento, los quibdoceños parecieron
entender que en efecto, Pío Quinto Mena, su hierbatero, su parrandero, su
enamorado, su más ferviente fransiscano había muerto.
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historia
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En el Hospital
Mental sueñan con la libertad
Hay que contagiar pasión: Ernesto McCausland
2 comments
1.
Martin • 6 years ago
Que bueno conocer nuestra
cultura mas a fondo ..lo publicare ahora…
2.
Ana
Maria Santos • 6
years ago
John Saldarriaga, me
encantan tus artículos. Cómo haces para grabarte todos esos detalles y
plasmarlos de tal modo que parezca que estuviéramos también allí viviéndolo
todo? Todos en la oficina, a la hora de almuerzo los buscamos, los leemos, los
disfrutamos, nos reímos, pues nos relaja y nos saca de nuestro estresado
ajetreo. Realmente te mereces los premios que te has ganado como periodista y
mucho mas..
Un viaje por La Guajira verde
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27. Dic 2012
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En Sur de la Guajira,
conocido como La Guajira Verde, en contraposición al Norte, que es desértico,
está lleno de atractivos. Entre ellos está la Cueva de los Solano.

El Fondo de Promoción Turística, Guajira Tours y Viajes Clorofila promueven
el turismo en La Guajira verde, es decir, la llamada baja Guajira.
Una guacharaca cree que es gallina, pero ella no tiene la culpa. La culpa
es de Jorge Solano Solano, un campesino de Fonseca. Él halló un nido de
guacharaca abandonado y decidió ponerle los huevos a una de sus gallinas para
que los calentara. Los calentó como si fueran suyos, y ahí tienen a ese animal
de alto vuelo caminando detrás de la mamá adoptiva por todas partes, de la
cueva a la casa, del riachuelo al camino, sin atreverse a volar más que hasta
el cerco o hasta una talanquera que rodea la parte de atrás de la vivienda, por
la cocina.
Tal versión del Patito feo sucede en la vereda El Chorro, a
hora y media de la cabecera de ese pueblo guajiro, donde el agricultor vive
solo y bien acompañado por sus animales. Aves, perros, patos, piscos andan
sueltos por ese cerro, al cual se accede por una trocha apenas dibujada, de piedras
sueltas, que debe hacerse en auto de tracción en las cuatro ruedas.
Periodistas de diversas zonas del país, y de Perú y España, llegamos
atraídos por la noticia de que cerca de allí está La Cueva de los Solano o del
Chorro o de las Tres Avemarías —este nombre fue puesto por un cura—, caverna de
piedra con estalactitas en formación.

Jorge Solano Solano
Ese hombre de tez trigueña, vestido con sombrero vueltiado, camisa a medio
abotonar, pantalones con las mangas metidas en botas de caucho, mantiene trabajo
de sobra —dirigir labores de cercado de predios desde ahí hasta Tomarrazón,
para protegerlos de la deforestación, en un contrato con la Corporación
Autónoma Regional, y atender sus cultivos de piña, maracuyá, lulo, maíz y
patilla—. Sin embargo, él se encarga de guiar nuestros pasos hasta la caverna.
Muy pronto nos damos cuenta de que resulta conveniente su compañía.
Primero, porque la cueva no se ve desde su casa, aunque está a unos de
trescientos metros, subiendo una loma de rastrojos y tunas que él abre con
machete; segundo, porque nos mantiene lejos de enjambres de abejas
africanizadas, cuyas “picadura y fiebre yo me curo bebiendo su propia miel”, y
nos advierte que hablemos en voz baja para que los insectos no se alboroten.
Después de pasar bajo una generosa sombra de guáimaros aparece la gran boca
de piedra. Hay nombres de personas escritos en la roca con hollín de antorcha.
Perros descubridores
Jorge cuenta que ese lugar se llama Cueva de los Solano porque la descubrió su
abuelo, Reginaldo Solano, hace sesenta años, en una excursión de cacería.

Cueva de los Solano
“Los perros persiguieron zainos y el viejo corrió tras ellos. De pronto, se
encontró con esta cueva, donde los canes habían encerrado sus presas. Así la
descubrió. O, mejor dicho, la descubrieron sus perros”.
La cueva tiene su antesala, un espacio amplio de unos veinte metros de lado
y a diez de profundidad, en el que se ven las estalactitas como lágrimas
rocosas.
Quienes saben aseguran que no se deben arrancar fragmentos de roca para llevar
de recuerdo porque hasta ese punto y ese momento llega la formación geológica.
Hay una segunda cámara más pequeña y oscura y, luego, la penumbra es plena.
Las linternas no logran mantener vivos sus hilos de luz. Hay desniveles en ese
viaje de unos doscientos metros por el vientre de la Tierra. A veces, es
preciso agacharse porque los pasadizos no tienen la altura de una persona
puesta de pie en todos los tramos. Es necesario amarrarse con sogas. En suma,
allí se dan pasos de ciego.
Jorge cuenta que existe otra cueva pequeña, cercana a este sitio, pero la
que tiene gracia es esta, la de los Solano.
Jorge va a la casa a buscar lulos para regalarnos, pero regresa con un puñado
de maracuyás. Dice que no cambia la tranquilidad de estos cerros por la agitación
de la ciudad.
¿Fue su abuelo quien le contó la historia de los perros?, le pregunto.
“No. A mi abuelo ni siquiera lo conocí. Fue mi papá, Reginaldo Segundo
Solano quien me la contó. Tiene más de ochenta años. Con él me reúno a
conversar cada vez que quiero jalarme unos whiskys allá abajo, en Fonseca”.
Fin de la crónica
Entrada a la ranchería del resguardo Mayabangloma. Está en el ascenso de
Fonseca a la Cueva de los Solano.
Parajes entre dos serranías
Distracción debe su
nombre a que su fundador, Antonio María Vidal, en 1845, tenía su casa a la
orilla del río Ranchería. Solía llegar allí porque, decía: “esta es la
distracción de mi alma, esta es la distracción de mis ojos y esta es la
distracción de mi espíritu”. Una casa de paredes blancas es considerada la más
antigua. Es conocido el restaurante de Chenta, mujer llamada Inocenta, cuya
especialidad es la gallina guisada y el bollo de maíz verde. Hay un puesto
callejero: el de las “empanadas de mondá”.
En Dibulla está el Santuario de los Flamengos.
En Urumita, los ríos Marquezote y el Mocho se llenan de visitantes los fines de
semana.
En Manaure, Cesar, hace frío por el viento de la Serranía del Perijá. Subiendo
montaña arriba, hay avistamiento de aves, de osos de anteojos y de dantas,
animales con cuerpo de burro y cabeza de cerdo.
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Historia de una ventana y de unos cantos al viento
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27. Dic 2012
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En La Guajira, la vida se cruza con las
canciones. No podría ser distinto en la tierra de Diomedes Díaz.

Casa de La ventana marroncita, en La
Junta, corregimiento de San Juan del Cesar, La Guajira.
La ventana marroncita, frente a la cual
Diomedes Dionisio Díaz Maestre daba serenatas a su novia Patricia Acosta, en
una de las esquinas centrales de La Junta, es realmente fea. Aunque, como dice
el dicho: “la suerte de la fea, la bonita la desea”: carente de gracia, quedó
inmortalizada en la música de ese cantante.
El sentimiento que parece imprimirle al canto
de dos temas en los que la menciona, Tres canciones, con Edelberto “El Debe”
López, y Tu serenata, con Nicolás Elías “Colacho” Mendoza, le mueve a tratar
con ternura ese breve rectángulo de menos de un metro cuadrado, de rejas y
puertas metálicas, casi siempre cerradas para evitar la entrada de la polvareda
del camino que se origina allí mismo y que conduce a la vereda Carrizal, donde
nació y habitó el artista.
Y digo “con ternura”, porque el diminutivo
suele ser usado por los enamorados para referirse a las cosas amadas.

Hernán Acosta, excuñado de Diomedes Díaz,
de espaldas a la célebre ventana marroncita.
La primera canción mencionada dice:
Hágame el favor compadre “Debe”
llegue a esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
La otra:
Pero morenita de ojos negros
¡hombe! asómate a la ventana ( bis )
A la ventana, a la ventana
¡Hombe! asómate morenita
a la ventana, a la ventana
¡Ay! A la ventana marroncita.
“Aquí, el que hable mal de Diomedes tiene un
enemigo”, advierte Luis Gutiérrez, un fiquero que nos conduce a ver la “ventana
marroncita”, como se conoce esta esquina juntera situada a unos metros de la
iglesia de San Antonio de Padua —en esta, los lazos de las campanas caen por
delante de la fachada blanca, al alcance de cualquiera—, y de la estatua de la
Virgen del Carmen —la cual tiene a su alrededor ocho bancos de cemento, cada
uno de ellos marcado con un nombre en bajorrelieve, el de uno de quienes
participaron en la instalación del monumento: Familia Sierra, Familia Daza
Flórez, Familia Morón Cuello, Elizabeth Gutiérrez de Sierra e Hijos, Familia
Hinojosa, Familia Cuello Gutiérrez, Familia Hinojosa Sierra y Familia Daza
Mazziri—.

Luis Gutiérrez, fiquero. Primo del
Cacique de La Junta.
Luis, quien resulta ser primo del Cacique,
señala con su índice derecho la casa sobresaliente, una construcción de
material pintada de amarillo claro, tejas de cemento, puertas y ventanas
metálicas cafés que se antojan, además de pequeñas como ojos de oriental,
escasas, y bañada en su frente por generosa sombra de árboles. En ese momento
sale de su interior Hernán Acosta, hermano de la que fuera novia de Díaz
Maestre.
Amable, con la soltura de quien ha contado esta
historia varias veces, comenta: “en la casa no gustábamos de Diomedes. No
queríamos para Patricia, que era una morena hermosa, un hombre así, cantante e
irresponsable —hay una sonrisa mal dibujada en sus labios o más bien un rictus,
como si la rabia hubiera quedado allá, en el pasado—. Había grabado muy
poquitas canciones, El chanchullito, creo que se llamaba una de ellas —se
refiere a un tema musical del primer disco de larga duración del Cacique:
Herencia Vallenata, con el acordeón de Náfer Durán, en 1976—… Venía a darle
serenata por esa primera ventanita del muro lateral de la casa, que daba al
cuarto donde dormía ella. Lo hacía en compañía de su tío, Martín Maestre, quien
a su vez estaba enamorado de una tía de nosotros. Una noche, armaron un
escándalo del carajo con su música. Yo debía madrugar al día siguiente. No
aguanté más. Salí a la puerta con una pistola de matar pájaros, hice dos
disparos al aire y los dos serenateros salieron corriendo a esconderse ahí no
más, en el río… Volvió el silencio, pero a la media hora estaban tocando de
nuevo. Por eso, la canción dice: ‘a mí no me importa si se ofenden’”.
Hernán es el único de los Acosta que ocupa la
vivienda, aunque no de manera permanente; solo la mitad de la semana, cuando
acude allí por negocios.

Casa de Diomedes Díaz, en la vereda
Carrizal, de La Junta.
Los
versos de Carrizal
En Carrizal, Curazao, Potrerito y La Peña, las veredas que conforman este
corregimiento de San Juan del Cesar, en La Guajira, han vivido del fique. De su
cultivo, de la extracción de la cabuya con técnicas artesanales de procedencia
indígena y del tejido de mochilas —por cierto, la madre del cantantautor era
tejedora de mochilas—, aunque de esto poco o nada dicen las canciones. El
nombre del poblado obedece a que en su territorio se juntan los ríos Santo
Tomás y San Francisco. Desde algunos sitios se ve un cachito blanco de nieve
sobre los picos más altos de la Sierra Nevada.
El río Santo Tomás pasa detrás de la casa de la
ventana marroncita. Es un afluente de aguas cristalinas y piedras grandes, y
con algunas represas naturales que convidan a nadar o a recibir el chorro del
Salto de La Junta. Desde la trocha polvorienta que nace junto a la casa, en la
carretera central del corregimiento, se accede al cauce por una escalera de
cemento que desluce el panorama.
Esta es la senda que lleva a Carrizal, vereda
que deriva su nombre de amplias zonas ocupadas por el carrizo, una especie
vegetal que crece hasta tres metros y tiene por flor una espiga amarillenta.
Antes de llegar hasta allí, digamos que allí y
en toda La Guajira la gente habla con metáforas. Para decir que un amor está
comenzando, dicen que está en oruga: cuentan que así estaba el del cantante con
Patricia, en los tiempos de esas serenatas bulliciosas. Y para colmo, tienen
influencia de los indios wuayúu, que en su idioma, el wayuunaiki, no hay
palabras para designar algunos conceptos como amor, gracias, buenos días: sus
hablantes se ven gratamente obligados a recurrir a símiles, metáforas y
alegorías para expresar tales ideas.
Llegamos a Carrizal y a la finca del cacique de
La Junta. Es una explanada encerrada con alambre de púas y con un portal de
madera. En su centro hay una edificación de dos plantas de material, con
amplios corredores sombreados en su frente y garajes en su costado. De paredes
blancas, tiene grandes y copiosas ventanas. Su interior, que recorremos como si
fuera nuestra casa, es espacioso, posee piso de ladrillo vitrificado café y
paredes blancas. Goza de la frescura que da una abundante vegetación de
helechos cultivada en los patios internos. Apenas sí vemos primero a una mujer
y después a un hombre, andando como sonámbulos, quienes no se inmutan por
nuestra presencia.

Graciela Maestre, tía del Cacique de La
Junta.
En el segundo piso está la cocina. La canilla
del lavaplatos echa agua de manera permanente e inevitable. Volvemos al primer
piso. Sentada en una silla mecedora, hallamos a una mujer próxima a cumplir
ochenta años, delgada y de cabello largo, dueña de una alegre garrulidad. Es
Graciela Maestre, la mayor de las tías de Diomedes. “El talento de la familia
viene por vía materna”, aclara. Simpática, da la bienvenida a los llegados como
si fueran parientes o conocidos de siempre. Recita:
Cuando yo estuve pequeña
todo lo encontré barato:
Con centavos pagaba pan y queso.
Ya los cincuenta pesos
no me alcanzan ni pa’l guarapo
pero estoy feliz y risueña
porque los muchachos guapos
me pasan estos malos ratos.
Un poco sorda, es cierto, aunque se adivina que
no para asuntos musicales.
Luis le pregunta si el primo más célebre viene
a visitarla. Ella contesta:
“Diomedes, el muchacho de Elvira, aprendió a
versiar desde chiquito, como la tía y como el abuelo Gregorio. Sí, él de
pronto viene a saludarme. Nos vemos a veces. Y cuando estemos en el cementerio
nos veremos siempre”.
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Carrizal, crónica, Diomedes Díaz, La Guajira, La Junta, La ventana marroncita, vallenato
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Hay que
contagiar pasión: Ernesto McCausland
Un viaje por La Guajira verde
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1.
jorgelondoño • 4 years ago
hayyyyy cacique que falta
nos hace
tu voz inmotalretumba en mis oidos,
toda pelea con mi esposa me tomo una serveza claro ya seba ebeber no mme
joda…….y suena la tiendecita…pero mi bonita hayy ta
mabelita de ojos negros hay juanccho
y acordeoneros no dejen de tocar….
nos vemos en el valle….como el trovador anbulante…nube viajera y la creciente
del cesar…..con mariana men……Organizacion musical sub seleccion vallenata de
medellin tel.311-750- 49 75
Kanú, con el ardor africano
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26. Mar 2013
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General
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La quinta novela de Antonio Prada Fortul narra
la historia de otro rebelde colonial. Saldrá en abril.
Apenas sí ha pasado la primera hora de luz. No
se ve el Sol, tapado por un cielo nublado en Cartagena de Indias, y ya el calor
húmedo propio de abril tiene sudando a los pescadores de la playa mientras
desenredan sus hilos y deslizan una canoa sobre un tronco redondo que gira bajo
su peso, para llevarla al mar. Un leve viento no alcanza a cumplir con sus
trabajos: alborotar polvo, refrescar frentes, levantar faldas, despeinar
palmeras…

Antonio Prada Fortul presentará su novela
Kanú en Bogotá y Medellín, en abril próximo.
Tres o cuatro cuadras
adelante, en el barrio Torices, Antonio Prada Fortul está en la sala de su
casa, con la puerta abierta, vestido con pantalón corto y camiseta. Kima y
Mamakei me dan la bienvenida.
Él es el escritor cartagenero-palenquero de
novelas que relatan las hazañas de los negros esclavos y sus luchas por la
libertad. Ellas son dos figuras de madera. La primera representa a una mujer
flaquísima con un niño; la segunda, a otra voluminosa y que sostiene algunas
frutas. También hay otros muñecos de madera y cerámica que simbolizan deidades
o personajes africanos o afrocaribeños, los cuales dan cuenta del mundo, la
estética y la cosmología en que vive este narrador caribeño.
Mamakei representa su ancestro. Una tatarabuela
chocoana, tras cuyas huellas se ha movido este hombre desde su bella Cartagena
hasta las selvas del Atrato. “Los ancestros nunca mueren; solo cuando uno lo
pida. Van al olvido, al ostracismo”.
Mientras bebemos un jugo, cuenta que está
investigando sobre apellidos franceses llegados al Caribe, para incluirlos en
una novela. Y encontró que los haitianos que vinieron con Simón Bolívar a la
gesta de Independencia no regresaron al país insular. Entre otros, había
hombres de apellido Leclaire, Fotoul. O sea que su apellido materno puede tener
algo que ver con ese origen. Por algún camino, la conversaciónllega al África,
y dice que en ese continente los nombres de las personas no son fortuitos. Se
basan en distintas cosas. La cabeza es la i y la rige Obatalá; el cuello, la e;
los hombros, la o; el plexo solar, el tórax hasta el ombligo, la u; del ombligo
para abajo, la a. Generación de pasiones del ombligo para arriba. Isis quiere
decir inteligencia; Lico, pasión con inteligencia; Orica, gacela de la
madrugada. Los nombres son puestos por el padre y aluden a elementos
cotidianos.
De cinco novelas escritas, son tres las que
Antonio ha dedicado a esos temas que lo poseen: Palenque, Cartagena de Indias,
y las hazañas de los héroes afroamericanos, como Benkos Biohó y su hijo Orika.
Lo poseen, sí, más que él a ellos, al punto que él mismo parece haberse
transformado en Griot, uno de esos narradores orales de las hazañas y de la
historia de los héroes y los pueblos de África occidental. Un ser ungido por
los orishas. Grandilocuente (como todos los cantoresde las hazañas de héroes de
todas las culturas), y no escatima adjetivos y figuras para comparar y exaltar
su valentía.
Narración
en trance
Ahora le llegó el turno a Kanú, el hijo de la selva profunda. Este, en lengua
yoruba, es el nombre de un héroe africano, un muchacho recién entrenado en las
artes de la guerra y de la supervivencia, a quien cazaron los portugueses para
venderlo a los esclavistas del Nuevo Mundo. Después de permanecer sin
resignación un tiempo en Cartagena de Indias, su notable capacidad guerrera le
valió para que un portugués tratante de esclavos, Emiliano Lorenzo da Rocha da
Cintra, lo incluyera en la tripulación de su galeón. Este capitán tenía la idea
de usarlo como intérprete en los asaltos a las aldeas del continente negro,
para apoderarse de sus habitantes. Pero no contaba con que el africano, fiel a
su condición de guerrero, era rebelde y más bien moriría que traicionar a su
pueblo. Protegido por orishas y por el propio Changó, aprovechó la relativa
cercanía de las costas donde atracó la nave y logró escaparse. Luego vendrían
hazañas de este hombre en su continente, donde lideró un combate contra los
esclavistas, lo cual le atrajo un gran prestigio en aldeas de África occidental
y, más, en la suya, Tambacounda, situada en las orillas del Casamance, donde
fue recibido como héroe. Por cierto, su novia, quien lo esperó fiel como
Penélope aOdiseo, se llamaba Kima, como la figura que recibe las visitas en la
sala del autor.
Pero además de la narración de estas hazañas,
intensas e interesantes, la novela es una cátedra, profunda y exhaustiva, sobre
temas propios de la religión yoruba. Nos da un repaso sobre las deidades
yorubas, los orishas, así como sus funciones. Por ejemplo, mientras Kanú y
otros guerreros libraban el duro combate contras los tratantes de negros en
suelo africano, los sacerdotes, iniciados en los Misterios Mayores, invocaban a
Ellegguá, el señor de los caminos; Oggún, guerrero dueño de los metales, compañero
inseparable de Elegguá, quien fue herrero y es el inventor de la fragua;
Ochosi, el de la cacería, y Oshún, diosa del amor y dueña de los arroyos, de la
dulzura y de todo lo dulce.

En Palenque se reúne con Sikito, un
hombre que cura enfermedades con saberes propios de la religión yoruba.
Enseña la importancia de los tambores batá.
Tambores sagrados. Que solo pueden ser tocados por un tambolero jurado, llamado
Olori. Los tambores hablan en lengua yoruba o lucumí y dan mensajes de un
poblado a otro. Sirven también para hablar con los muertos y bajar a los
orishas.
En Kanú, “por tambores que retumbaron en la
noche en la selva, los padres se dieron cuenta de que su hijo había escapado y
estaba en una aldea lejana llamada Combasanda”.
En la sala de su casa, Prada Fortul dice: “el
tambolero —así se dice, no tamborero— nace; no se hace. El mismo tambor le
enseña. El tambor iyá (madre) uno lo oye aunque le tapen los oídos”.
Prada Fortul es la muestra de que ser
exhaustivo en las descripciones, propio de quien tiene el conocimiento, da
mayor fuerza y verosimilitud a los relatos. No solo menciona a los orishas,
habla de sus orígenes y especialidades, y enseña cómo los invocan. Describe
vívidas escenas de ceremoniales en los que los sacerdotes se comunican con
ellos. Del grupo de religiosos que danza y canta en yoruba antiguo, la lengua
hermética de los iniciados, frente a un fuego, se van dejando montar o
acaballar por turno por una de esas divinidades y, como en un trance, entran en
las llamas sin quemarse y sin sentir dolor, para recibir las respuestas que
requieren: si los guerreros tendrían éxito o si, por el contrario, perecerían
en la confrontación. Entre tanto, queman sahumerios y suenan corales y tambores
sagrados.
“Dediqué dos meses a comparar rituales con los
de adventistas protestantes, especialmente en el ritual de bajada del Espíritu
Santo. Se parecen mucho. No le encuentro explicación. Hablé con un pastor, aquí
en Cartagena. Le dije, soy santero y he hecho estas comparaciones. Le hice
entender que no debía satanizar nuestros ceremoniales por ser negros y
coincidimos en que en todas partes está Dios”.
El estilo narrativo de Prada Fortul es prolijo
en descripciones, a veces con lenguaje florido, grandilocuente y con
intencionales repeticiones para darle más fuerza a las características de sus
personajes o a sus hazañas (De su entorno se desprendía una iluminación dorada
de azulados bordes y destellos áuricos perceptibles para los sacerdotes). El
narrador, por momentos, parece caer en trance, excitado, como en una especie de
iluminación espiritual o como si fuera la encarnación de un africano dolido por
la vileza de los ibéricos. No recurre mucho a diálogos; solo hay intervenciones
aisladas de los personajes.
Hay capítulos de bien lograda simultaneidad. La
más notable, mientras sucede la toma del galeón por parte de seis guerreros
comandados por Kanú, los sacerdotes, en su aldea, adelantan el ritual de bajada
de los orishas para indagarles sobre la suerte de los combatientes.
Y el punto de vista, tan decididamente desde
los negros, desde las víctimas de la esclavitud, es novedoso en la literatura
occidental.
Ahí, pues, está Kanú para deleite de los
lectores del mundo.
El escritor revela que en su computador hay
otro proyecto: la historia de Luanga —aquí llamada Polonia—, quien como Benkos
Biohó se fugó y peleó contra los españoles. De vida breve como era normal en
esa época de los primeros años de Palenque, ella se afilaba los dientes para
combatir con más fiereza por su libertad.
“Siento alegría cuando estoy en Palenque.
Concepción Hernández de Simar es una santiguadora y rezandera de ese poblado de
Mahates. Es mi madre adoptiva. Sus hijos me dicen hermano y los hijos de estos,
tío. Tengo ahijados. Me bauticé en ceremonia con tambores batá. Soy cartagenero
y palenquero”.
Al final de la velada Antonio va al comedor,
sube a un taburete y toma de encima de la estantería de las vajillas de adorno,
un platón en cuyo interior hay una figura antropomorfa puesta de cabeza y me
dice: “Este soy yo. Lo representó para mí un artista africano. Te lo muestro
porque él mismo me pidió que te lo mostrara”.
Después me invita a tocar a Mamakei. Primero
toco las frutas de su cabeza y, después, los hombros, como hizo con Kanú el
jefe de una aldea, para darle a entender que ya era parte de su familia.
·
afrocolombianidad, Antonio Prada Fortul, Crítica literaria,esclavitud, Historias de Cartagena, john saldarriaga, Literatura,salderrio, San Basilio de Palenque
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Miran el cielo
con distintos ojos
Aventuras y desventuras de un comunista
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1.
Carlos
Manuel Zapata Carrascal • 5
years ago
Afectuoso saludo.
Alegra saber de esta reivindicadora gesta literaaria emprendida por el narrador
Antonio Prada Fortul, en donde es notable la fuerza de la sangre que orienta el
deber del reencuentro con los ancestros. Ese es un periplo sin reversa hacia
las raices primarias y profundas hacia el conocimiento esencial del Ser. Es
cierto, las primeras sociedades, al igual que los seres vivientes y minerales
que existieron, guardan el saber y los elementos básicos para poder existir
acorde con los dictamenes de la naturaleza, sin que ello sea incompatible con
el mundo contemporaneo, al cual desde novelas como las que escribe Prada
Fortul, hay que enseñarle a aprender que lo viejo sigue en lo nuevo y que este
debe volver a religarse con el pasado remoto para encontrar su orientación. Esa
integralidad y sistematicidad de las sociedades primitivas con el Cosmos, Prada
Fortul la expone muy bien cuando artistica y poeticamente entrelaza a los
egipcios con los cimarrones caribeños. De igual manera, sienta un precedente
etnico-cultural hibrido a partir de la presencia africana en Abia Yala/América,
al vincular a los Bantúes con los Yorubas. Fusión que en el marco de la literatura,
no tiene discusión, pero que en el plano de las realidades históricas, si bien
no es descartable a partir del cimarronismo, que debió posibilitar convivencias
entre los grupos de lenguas diferentes traidos y forzados a permanecer
incomunicados, introduce un filón de investigación que aún se encuentra virgen,
en razón a la consideración generalizada según la cual la cultura Yoruba
permeaba por igual a Bantúes y Mandé entre otras macro-familias africanas cuyos
miembros llegaron a Abia Yala. En el caso de Benkos Biohó existen dos versiones
sobre su orígen: la bantú, para la cual procede de la Isla de Biokó,idea esta
sostenida por Manuel Zapata Olivella, y la que han presentado Nina S de
Friedemann y Jaime Arocha, los cuales dicen que el legendario lider Cimarrón
proviene del archipielago de las Islas Bissagos, frente a Guinea Bissaou, en
África nor-oocidental. La versión anterior, está relacionada con la región
centro y sur de dicho continente, en donde los límites entre Yorubas y Bantúes
no estan rigído. Es probable, que Benkos fuese más Bantú que Yoruba, por lo
tanto, aunque no puede negarse que al llegar a estas tierras pudo haber sido
influenciado por los Orischas y demás manifestaciones de la cultura Yoruba, al
menos debió sincretizar sus propias creencias con las de sus hermanos de
infortunio esclavista. En ese sentido debe tenerse en cuenta a la etnología
para identificar en el área geográfica vecina a Cartagena y los Montes de
María, aspectos culturales ya sean Bantúes (Kongo, Angola- danzas del Congo en
carnavales, tambores batá, prácticas diversas) o Yorubas ( Niger, Nigeria,
Camerún).
Miran el cielo con distintos ojos
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11. Mar 2013
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En la región y el país proliferan las
religiones. La libertad de cultos está consagrada en la Constitución Nacional
de 1991. Minoritarias, con sus creencias bien definidas, las comunidades que
las integran están convencidas todas de su veracidad, aunque a los practicantes
de las religiones mayoritarias no convencerían sus doctrinas.
Algunos de los numerosos cultos que
conviven bajo el mismo cielo, aunque mirándolo de manera diferente cada una, se
exhiben en estas páginas. Si bien no alcanzaríamos a agotar sus vastas
estructuras y doctrinas, presentamos algunos aspectos de sus creencias y de su
vida cotidiana.
***
Itinerario de un hijo de Krishna
Krishna Pramana, antes Sergio, se levanta todos los días a las 3:00 de la
madrugada. No es campesino. Su lugar de habitación está en pleno corazón de
Medellín. Es un fervoroso vaishnavista, director del Centro Govindas, y debe
alabar a Krishna desde temprano; pedirle sabiduría. A esa hora, Boyacá con
Carabobo no es el hervidero que es en el día, sino quieto y oscuro. Acaso vaga
sin rumbo uno que otro drogo por esas calles, y los gamines duermen con un ojo
cerrado y el otro abierto, como es debido.

Krishna Pramana es director de Govindas, en Medellín. Foto: Jaime Pérez
Pramana se baña con agua fría y viste su dothi y su kurta, como les dicen
al pantalón y a la camisa, ambos color azafrán; saluda a los otros quince
religiosos que viven allí y, como ellos, se postra ante el altar y se entrega a
la meditación: canta.
Hasta hace dos años y medio, cuando era Sergio, era estudiante de música de
Eafit. Desde entonces sus amigos ya veían su inquietud espiritual, que no había
llevado aún sus pasos al estudio de la filosofía védica. Nació en Medellín, en
un hogar católico, pero se sentía vacío. Incluso, deprimido. No sabía qué le
pasaba. Llegó al centro Govindas a practicar yoga y, allí, en ese sitio que
también es templo, encontró más respuestas que jamás en la vida y, casi sin
darse cuenta, resultó quedándose.
Hoy, con menos de 25 años de edad, es el director del lugar, como una
suerte de papá que está pendiente de las realizaciones espirituales y presto a
resolver las inquietudes de hombres y mujeres que, en muchos casos, son mayores
que él. En casa respetan sus búsquedas y creencias. A veces, su mamá y sus
hermanos llegan al centro a escuchar alguna conferencia. Por influencia suya,
ella es vegetariana. Esas ideas de que los humanos no debemos causar dolor a
otro ser vivo para obtener la proteína y de que la carne entra en el cuerpo
humano y, en ese recorrido extenso por el intestino grueso alcanza a podrirse
y, a la larga, causar cáncer, la convencieron.
Entre los vaishnavistas, mal llamados harekrishnas, hay cuatro órdenes
monásticas: Brahma Caria, compuesta por estudiantes célibes que se dedican por
completo al desarrollo espiritual; Grihastra, por aquellas personas que optan
por llevar una vida familiar, para levantar hijos en la sabiduría védica;
Brahma Prasta, por esas que tienen hijos grandes y ya quieren separarse un poco
del hogar para dedicarle cada vez más tiempo a la vida espiritual, peregrinando
por los templos, y Sanyasi, los renunciantes, que deciden liberarse de los
apegos materiales, como las mujeres y las drogas.
Pramana hace parte del primer grupo.

Sacerdote vaishnavista. Foto: Jaime Pérez
Después de esa primera meditación, ve cerrar el altar a las 5:00 de la
mañana y a esa hora, como los demás habitantes del centro, busca un lugar en el
amplio salón del tercer piso, por cuya vidriera se ve el atrio de la iglesia de
la Veracruz, y “comienzo la hora de las yapas”. Su canto es música conocida en
todo el mundo.
Hare Krishna Hare Krishna
Hare Krishna Hare Hare
Hare Krishna Hare Rama
Hare Rama Hare Rama
Rama Rama Hare Hare.
Este mantra o maha mantra, como él y los demás integrantes de su credo la
llaman, quiere decir, palabras más, palabras menos: “oh, mi Señor, déjame ser
instrumento de tu amor”. Es sánscrito el idioma en que basan su credo; es muy
musical.
Como vashnavista, tiene la obligación de repetir 1.728 veces al día ese
canto completo y es preciso empezar temprano. Son 16 rondas de su yapa, una
camándula de 108 cuentas alargadas, que mantienen todos los de su credo en una
bolsita de tela que les cuelga al cinto.
Asiste luego a una clase sobre el Bhagavatam, “que da herramientas para la
autorrealización”.
Cuando abren el altar, a las 8:00, trata de adelantar otras yapas, para ir
sumando cantos a esa empinada cifra.
Solo accede a tomar el prashada, “el alimento ofrecido a Dios”, a las 8:30.
Está constituido por vegetales, pan, granola, fruta o arroz con vegetales y
néctar.
A partir de ese momento queda a disposición de los proyectos del centro y
listo para atender a los visitantes.
Afuera, en ese cruce de calles y en el atrio de la Veracruz, la agitación
empieza. Se instalan las prostitutas de breves trajes y los vendedores
ambulantes; se forman tumultos de transeúntes que van y vienen; y se elevan en
el aire los olores del esmog, así como los rugidos de los motores de mil autos
y los ruidos de sus frenos y sus bocinas. Adentro, el centro Govindas también
comienza a llenarse de gente. Devotos o visitantes aficionados a la filosofía
védica colman el espacio. Cantan, hablan. Los primeros con sus vestimentas
uniformes que significan el desapego a las cosas materiales, “que mantenemos
ajenos a la vanidad de las modas y las marcas”, y con sus cabezas rapadas,
salvo por una colita en el occipital “que se llama sika, la cual da a entender
que uno sigue a un maestro”.
De vez en cuando oye el sonido aflautado de una caracola y siente que se
intensifica el olor de aromas orientales. Ese instrumento es sonado de vez en
cuando por un sacerdote que da vueltas alrededor del altar. “Es para limpiar el
eter”, es decir, el ambiente, que se va llenando de impuresas.
El almuerzo, a las 2:00, también llamado prashada, es ensalada, un vegetal
que puede ser papa, coliflor, yuca o zanahoria cocidas, arroz, a veces sopa y
néctar.
A las cuatro asiste a una clase de Rupá Goswami, nombre de un escritor y
gurú de la India que vivió entre los siglos XV y XVI y transmite las enseñanzas
del señor de Chaitanya, una de las encarnaciones de Vishnu, cuya imagen está en
el altar. Son lecciones encaminadas a conseguir el control de los sentidos y de
los impulsos del cuerpo. La líbido y otros apetitos de la carne que “nos
distraen del camino”.

700 personas profesan el vaishnavismo en Medellín. Foto: Jaime Pérez
Es raro que no salga a las calles con los demás, a las 5:00 de la tarde, a
hacer el Harinam: a cantarle a Krishna, el ladrón de corazones. “Es un deber
nuestro hacer limpieza del ambiente de la ciudad con nuestros cantos y difundir
las enseñanzas védicas”. Es también la oportunidad para invitar a la gente a
que acuda al centro a escuchar alguna conferencia.
A su regreso abren nuevamente el altar para hacer diversos cantos, antes de
empezar la clase sobre el Bhagavad Gita. A esa hora son las
conferencias abiertas al público, en las que hablan sobre el karma, la meditación,
el yoga y las filosofías de la India. La prashada que sirven a esta hora, no
antes de las 7:30, es para todos, propios y extraños, sin cobrarles un solo
peso.
A Krishna Pramana le pueden dar las 10:00 revisando correos, estudiando su
maestría de musicoterapia y, si le han faltado cantos del maha mantra,
terminarlos antes de acostarse.
“Nosotros observamos cuatro principios: el vegetarianismo, la negación al
sexo ilícito, a los juegos de azar y a intoxicar el cuerpo con sustancias como
el alcohol o las drogas. Sin embargo, por ignorancia, algunas personas que nos
ven y oyen en las calles, nos preguntan a veces si estamos drogados”.
***
“Sin Allah, nadie es nada”
Haga lo que haga, Arif suspende sus labores a la hora de la oración. En un
aeropuerto, en un centro comercial, en una vía pública. Así la gente mire con
rareza a ese hombre de túnica, descalzo y postrado, hablando o cantando algunas
frases en árabe. Por eso no es raro que ahora que llegamos a visitarlo en su
almacén de alfombras, pleno mediodía, nos digan que está encerrado en la
mezquita.

Mohamed Arif. Foto Julio César Herrera
Esta es un cuarto de tres por tres metros, separado de la tienda, cuyas
paredes están decoradas con pendones en los que se leen oraciones escritas en
árabe y español, y con un retablo blanco conformado por cinco relojes, uno para
cada una de las plegarias del día; el suelo está aislado con varios tapetes
rectangulares, puestos de forma diagonal con respecto a la puerta de entrada,
porque no siguen la geometría del cuarto sino que están situados en dirección a
La Meca, y el techo, una loza plana, sostiene una larga lámpara de tubos de
neón.
Mohamed Arif ya está descalzo, en medio de la mezquita. Tiene un gorro
blanco en la cabeza. El de oración, Hoy, extrañamente, no viste su túnica, como
le indica el Corán, tercer libro que rige a los de su credo, el islámico —los
otros dos son los que conforman los dos testamentos de la Biblia—, y el que les
indica, como un manual, los asuntos grandes y pequeños de la existencia: cómo
debe ser la vida de familia, las relaciones de padres e hijos, la sexualidad,
el vestido, el baño, la comida… Con las manos en los oídos, canta en voz alta
los tres llamados que preceden la oración. “Allah jo akbar” y otras frases con
las cuales quiere decir: “Allah es grande. Yo soy testigo de que hay un solo
Dios. Yo soy testigo de que Mohamed es mensajero de Dios. Que vengan para la
oración. Vengan para la salvación. Vengan para el éxito. Allah es grande y es
el único para adorar”.
De cuanto sale de sus labios en adelante no se oye más que el siseo de
quien reza articulando las palabras, pero sin emitir sonido. Lo vemos
arrodillarse, postrarse por momentos con la frente contra la alfombra, ponerse
de pie. Con los ojos cerrados y las manos unidas casi todo el tiempo.

300 musulmanes hay en Medellín. La mayor parte, conversos. Foto: Julio
César Herrera
Media hora después, termina la oración. Se calza, se quita el gorro y sale
al almacén. Nos sentamos en una sala cercana a la puerta de la calle. Dice que
suele reunirse con otras personas de su credo a rezar, porque la oración en
conjunto vale más que la individual, como le tocó hacer hoy.
Comenta que llegó a Colombia siguiendo los pasos de su hermano, Nawaz,
quien fue cónsul de Pakistán y estableció primero el negocio de los tapetes en
la isla de San Andrés. Cuando, en el Gobierno de César Gaviria, se impulsó la
apertura económica, pudo abrir almacenes en otras ciudades, entre ellas
Medellín, donde Arif ha permanecido.
Cuenta que los hombres musulmanes llevan la barba con orgullo, porque todos
los profetas que ellos reconocen, Adán, Abrahán, Noé, Moisés, David,
Jesucristo, Mohamed (Mahoma) tuvieron barba. Es lo que distingue a los hombres
de las mujeres, como la melena distingue a los leones de las leonas. Que cuando
Adán pidió a Dios que le diera un poco más de elegancia, Él dijo: “hagámosle
barba”.
Arif asegura que jamás ha tomado licor porque el Corán lo prohibe, lo mismo
que venderlo u ofrecerlo. Que los mismos musulmanes sacrifican los animales que
comen, porque es preciso hacerlo en nombre de Allah —Bismila ji-Allah ja
akbar—, y degollándolo; no de otra manera.

“Los primeros tres años de mi estadía en Colombia, no pude comer carne. No
sabía dónde conseguir los animales vivos. Luego aprendí que en las plazas de
mercado venden pollos y que en algunas fincas venden reses o corderos”. Son
solidarios entre los amigos. Los domigos, uno de ellos sacrifica 20 pollos, el
otro un cordero, el tercero una res, y reparte carne entre los demás, para
algunos días.
Los viernes es el día dedicado a Allah. Tienen establecido que hasta el
mediodía descansan y van a la mezquita comunitaria, la de Belén, a escuchar la
palabra del maulana o líder espiritual, el libanés Ahmad Dazuki, “un verdadero
sabio, a quien quiero mucho”. No es una misa; es una charla. Después del
almuerzo, van a trabajar.
Arif cuenta que además de admiración a Allah, las oraciones también tienen
un espacio de súplica, para pedir lo que necesita. Que él todo, todo se lo pide
a Allah: hasta los cordones de sus zapatos, si le hacen falta. “Porque sin Él,
nadie es nada”.
***
La plegaria de los hijos de Israel
El rabino Paul Heller Pop llega antes de las 7:00 de la mañana a la
sinagoga. Viste su talit por encima de su traje de ejecutivo y corona su cabeza
con el kipá o solideo. “Solideo quiere decir solo Dios”. Así, queda listo para
esperar a los integrantes de su comunidad, que llegan de diversos sitios de la
ciudad a realizar la oración. Rezarán la plegaria de las 18 bendiciones.

Unas 150 familias de religión judía hay en el Valle de Aburrá. 50 están en
Bello. Foto: Julio César Herrera
Adonai, abre mis labios, y mi boca dirá
Tu alabanza.
Ese sitio de culto es un salón habilitado para unas 50 personas, pero no
siempre se llena porque la gente debe trabajar y está sujeta a horarios. Se ve
colmado más que todo en la celebración del Sabbat, para la cual se reúnen el
viernes después de las seis de la tarde o cuando haya al menos tres estrellas
en el firmamento, y más aun en las celebraciones del Ion Kipur o Día del Perdón,
y el Januca…
Bendito eres Tú, Adonai nuestro Dios y
Dios de nuestros padres, Dios de Avraham, Dios de Itzjak y Dios de Iaacov, el
Dios Grande, poderoso y temible, Dios ensalzado, que otorga generosas bondades,
que lo crea todo, que recuerda la devoción de los Patriarcas, y que, por amor,
trae un salvador a los hijos de sus hijos(…)
Estamos en el año 5773, explica el rabino. Son los años contados a partir
de la creación de Adán y Eva, los primeros seres humanos que poblaron la
Tierra, según la Torá, que es el mismo libro del Pentateuco. Adán y Eva
aparecieron en el Paraíso cuando tenían unos veinte años de edad.
Rey, [Tú eres] ayudante, salvador y
escudo. Bendito eres Tú Adonai, Escudo de Avraham.
Tú eres poderoso
eternamente, Adonai; Tú resucitas a los difuntos; eres poderoso para salvar.
“La sinagoga también se ve colmada en el Rosh Hashaná”, el primer día del
año judío. Es el Día del Juicio, pero no del Jucio Final. El actual año judío
comenzó al atardecer del 16 de septiembre de 2012 y finalizará el 4 de
septiembre de 2013.
Él sustenta a los vivientes con amorosa
bondad, resucita a los difuntos con inmensa misericordia, sostiene a los que
están cayendo, cura a los enfermos, libera a los atados y cumple Su promesa
hacia los que duermen en el polvo (…)
A las 7:00, una decena de hombres mayores llega a la sinagoga para la
oración. Como el rabino, cada uno de ellos cubre su traje de calle con el talit
y su cabeza con el solideo.
Mientras el religioso se sitúa en una plataforma ubicada en la mitad del
recinto, ellos se sientan en cómodos sillones que hay a los lados, abren la
tapa de un pequeño mueble situado frente a cada asiento y al cual llaman
púlpito y extraen el libro de oraciones. El rabino no les habla de frente. Él,
como los demás, miran el sitio donde está guardado el Arca de la Alianza, en
dirección a Jerusalén.
Tú eres fidedigno en [que harás]
resucitar a los difuntos. Bendito eres Tú Adonai, que resucita a los difuntos.
En esas ocasiones en que el recinto se llena, el rabino no se sitúa en
medio de la multitud, sino junto al Arca.

Foto: Julio César Herrera
Unas cien familias
En su oficina, las paredes están colmadas de libros santos. Son ejemplares
de lujo, algunos de ellos con letras doradas en lengua hebrea en el lomo.
Volúmenes que el religioso permanece estudiando, leyendo, obviamente, de
derecha a izquierda. Sentado tras un escritorio de madera, el rabino Paul
Heller Pop cuenta que las primeras llegadas masivas de judíos a Colombia
sucedieron hace unos 81 años, después de la Primera Guerra Mundial. Que muy
pronto se integraron a la cultura de Medellín, en la que congeniaron por la
vocación de negociantes que comparten.
Recógenos desde los cuatro rincones del
mundo a nuestra tierra. Bendito eres Tú Adonai, que reúne a los dispersos de Su
pueblo Israel.
Hasta principios del decenio de 1980 tuvieron la sinagoga en la Plaza de Zea,
a la que acudían más de doscientas familias. En las intempestivas explosiones
de bombas y en las balaceras de la guerra del Cartel de Medellín, murieron
algunos de quienes habían migrado de Europa y Asia a nuestra ciudad. Por miedo,
al menos la mitad de esas familias se fue del país.
Haz sonar el gran shofar para nuestra
libertad; iza un estandarte para reunir a nuestros exilados, y recógenos desde
los cuatro rincones del mundo a nuestra tierra. Bendito eres Tú Adonai, que
reúne a los dispersos de Su pueblo Israel.
El rabino Paul Heller Pop siempre ha pertenecido a la religión judía. De
padres alemanes y bautizados en esa fe, pero poco practicantes, nació en Bogotá
y allá vivió mucho tiempo. Estudió odontología. Y tuvo su consultorio en la
capital hasta que llegó la Ley 100 y con ella el fin de los consultorios
particulares. Él decidió entregarse a la devoción por completo. Cursó los
cuatro años básicos de seminario y los cinco de especialización, estudios que
se centran en la Torá —el Pentateuco o los cinco libros de Moisés—, que
constituye la ley escrita, y el Talmud, que es la oral, especialmente las
oraciones y plegarias.
Que no haya esperanza para los
delatores, y que todos los herejes y todos los malvados perezcan
instantáneamente; que todos los enemigos de Tu pueblo sean rápidamente
extirpados; y que desarraigues, rompas, tritures y subyugues el reinado de la
iniquidad rápidamente en nuestros días. Bendito eres Tú Adonai, que quebranta a
los enemigos y subyuga a los inicuos.

Rabino Paul Heller Pop. Foto Julio César Herrera
“Los mandamientos que trajo consigo Moisés escritos en las tablas, después
de su segundo ascenso al Monte Sinaí, fueron 613”.
En ese predio donde están su oficina y la sinagoga —aledaña a Casa
Martínez, el negocio de eventos y banquetes, cuyo local es propiedad de los
judíos y de cuyo alquiler se sostiene esta comunidad—, hay un baño de inmersión
para la purificación de las mujeres después de la menstruación. “Un baño de
esta índole se surte con agua natural; no del acueducto. En este caso es de la
lluvia —explica el líder espiritual—. Después de la purificación, lo que sigue
entre hombre y mujer es como una luna de miel, que se prolonga por unos doce
días”.
Haz que el vástago de David, Tu
servidor, florezca rápidamente, e incrementa su poder mediante Tu salvación,
pues a Tu salvación ansiamos todo el día.
“Los judíos de Medellín somos de la rama conservadora”. Hay otras dos
ramas, la ortodoxa y la reformista. Ninguno de ellos ha sufrido discriminación
en Medellín. Y si en ciertos momentos de la historia de la humanidad, algunos
los han rechazado sindicándolos de haber matado a Jesucristo, eso ya pasó.
Especialmente, desde que el Papa Juan Pablo II “nos llamó a los judíos hermanos
mayores”. Los judíos no esperan la venida del Mesías, porque “Dios es uno y no
se puede hacer hombre”.
¿Es la suya una religión triste? Le pregunto. “No —me contesta casi sin
pensar—. Precisamente uno de nuestros mandatos es el de servir a Dios con
alegría. Nuestra función es consolar y hacer ver que hay que sobreponerse con
sabiduría al dolor y las cosas que ocurren, aunque no las entendamos. Nos
ocurren tragedias, les digo, pero pasar por este mundo es poco a comparación de
la eternidad, del infinito, donde todo será bienestar. Más que esperar la resurrección,
esperamos la vida eterna.
Dios mío, cuida mi boca del mal y mis
labios de proferir engaño. Haz que mi alma permanezca en silencio frente a los
que me maldicen; que mi alma sea para todos cual polvo (…)
***
Los seguidores de Elohim
Con todo lo que se habla de los raelianos, que entienden la ciencia como su
religión, uno, cuando va a encontrarse con ellos, cree que hallará, no digo
científicos, pero sí personas inquietas por el conocimiento. Seguidores de
textos de divulgación científica. Pero no hay tal. Son personas como usted y
como yo, que abandonaron sus creencias iniciales, católicas las más de ellas
como es de esperarse en nuestro medio, y aceptan como ciertas unas verdades que
ellos mismos no han sometido ni pueden someter al método científico:
observación, experimentación y comprobación: que los seres humanos y todas las
criaturas vivientes de la Tierra son producto de experimentos de
extraterrestres a quienes llaman Elohim.

Grupo de raelisnos en el sitio de reuniones y de meditación, en su finca de
San Vicente, Antioquia. Foto: Julio César Herrera
En una finca de San Vicente, en el Oriente antioqueño, media docena de
personas nos esperan. No están desnudos, como muchos apostarían. Una mujer
viste una camiseta con el letrero: «Diseño inteligente. Dios no existe». Y
sobre su pecho cuelga una medalla de dos triángulos entrelazados formando una
estrella, lo mismo que algunos de los demás. A unos 50 metros de la casa hay
una extraña construcción de forma circular, de unos setenta metros de diámetro,
con algunos largueros y travesaños en el techo, pero sin tejado. “¿Será ese,
acaso, el ovniódromo del que hablan? ¿Habrán aterrizado ya en él algunas naves
espaciales?”, se pregunta uno.
En una de las paredes de una vieja casa blanqueada con cal, hay un letrero:
«Considera todas las cosas naturales como un arte y cada arte como una cosa
natural»: Rael.
Rael es el nombre nuevo de Claude Vorilhon, francés nacido en 1946,
exeditor de una pequeña revista de automovilismo, deporte que él también
practicaba. Él contó y sus seguidores lo repiten, que fue abducido dos veces
—1973 y 1975— por alienígenas, quienes lo llevaron a un planeta distante y
desconocido, y le revelaron que los seres humanos y todas las formas de vida en
la Tierra son producto de experimentos de extraterrestres de la civilización de
los Elohim.

30 raelianos activos hay en Antioquia. Simpatizantes, unos 300. Foto: Julio
César Herrera
“Esa medalla simboliza el infinito y el bienestar —explica Óscar Orozco, el
Guía Regional, quien también la porta. Él es un comerciante independiente,
esposo de Berta. Ambos decidieron donar al movimiento raeliano una de sus
fincas, en la que conservan su casa de habitación.— Lo que es arriba es abajo y
lo que es abajo es arriba. —Óscar dirige nuestros pasos hacia una sección de la
estancia que tiene la puerta cerrada. Mientras la abre, dice:— tenemos la
suerte de contar con la presencia de nuestro amado Guía Nacional”.
Las personas que había fuera de la casa, entran conmigo. En el interior, un
hombre vestido de blanco de pies a cabeza, con una indumentaria que recuerda un
kimono, y con la medalla, está sentado en una silla de mimbre que lo hace ver
como en un trono.
“Soy Alan Rojas —dice—. Explica que la medalla se llama esvástica, pero no
menciona que esta, la esvástica, está en el centro de la Estrella de David,
formada por los dos triángulos. Simbolo adoptado por el automovilista para
identificar a los de su movimiento.
El Guía Nacional, un comercializador de productos, me hace prometer que en
el artículo no llamaré secta al raelianismo.
Una chica vestida de azul, cuenta que su nombre es Diana Sánchez, pero que
en el grupo le dicen Natasha. Es estudiante de inglés y desde hace cinco años
es raeliana, atraída por la armonía y el mensaje.
Berta cuenta que lleva ocho años en el movimiento. Que comenzó en
Cartagena, al lado de Óscar, su compañero, siguiendo las enseñanzas de “un
muchacho que nos hablaba sobre cosas raras, que íbamos comparando con la
Biblia. Siempre he sido rebelde; desde niña. Nunca me puse de rodillas en misa
y no quise ni siquiera casarme jamás. No veía la razón de nada”.
Teodulio Henao, un anciano que lleva trece meses en el credo, dice que
siempre lo han atraído los extraterrestres. “Espiritualmente me hacía falta
algo y aquí lo encontré”.
Óscar cuenta que antes de ser raeliano fue gnóstico, testigo de Jeová y
taoísta. Como raeliano, fue Guía Regional de Bolívar.
Y Alan, por su parte, dice que fundó el raelianismo en Colombia hace 23
años. Antes de eso, anduvo por varios grupos, como Óscar; hasta anduvo con los
“Hare Krishna”.
“Inicié en Bogotá, solo. Era duro salir en Semana Santa, pararme a un lado
de la procesión con una pancarta en la que se leía: «Despierta. Dios no
existe». Los policías me acosaban y trataban de obligarme a quitar el letrero
porque, según decían, estaba ofendiendo a la multitud. ‘¿Y no creen que ellos
también me están ofendiendo a mí?’, les preguntaba”.

Alan ha adelantado mil batallas contra el Estado, “todas perdidas”. Una,
para que la Policía quitara de su escudo las palabras «Dios y Patria», con el
argumento de que debe cuidar a todos por igual a la población, no solo a
quienes reconocen la existencia de Dios. Después, la Constitución Nacional, la
cual también invoca la «protección de Dios». Y en los colegios donde estudian
sus hijos, “para que no les enseñen religión o para que se las enseñen todas”…
Para ser raeliano es preciso redactar un acta de apostasía, en la que
expresamente y con firma, manifiesten la intención de renunciar a la religión que
se ha tenido y enviarla a la Arquidiósesis o a la autoridad de cada iglesia.
El hombre de la silla de mimbre se sumerge en un monólogo en el que cuenta
que ellos, los raelianos, rechazan las teorías creacionista y evolucionista.
Sostienen, eso sí, que los textos bíblicos, especialmente los del Antiguo
Testamento, aluden a esos seres extraterrestres que, reitera, crearon las
formas de vida terrestre. “En la Biblia, en ninguna parte aparece la palabra
Dios —asegura el Guía Nacional—. Dice Elohim, que en hebreo quiere decir
«aquellos que vinieron de los cielos», pero fue traducida como Dios”.
Responsabilidad, no violencia, respeto absoluto de la vida y tolerancia son los
“mandamientos” o deberes de los raelianos.
“Claro que yo sigo abierto —dice al final de su exposición, en la que
también explica una ‘revolucionaria’ plataforma política, que incluye la
geniocracia o el poder para los genios y la que las empresas licoreras se
encarguen de costear su “desastre social”—. Si ahora alguien llegara con una
explicación mucho más convincente sobre el origen del hombre y de la vida que
la raeliana, le diría: ‘estoy para servirle’”.
Después de esto salimos al campo. Nos dirigimos a la extraña construcción
circular, también de paredes blancas.
En el camino, Óscar, el Guía Regional, revela que ellos evitan el alcohol.
Pero afirma que las personas tienen total libertad para hacer de su cuerpo lo
que deseen. Permiten la homosexualidad, el sexo extramatrimonial, la poligamia
y la poliandría. “Usted puede ser polígamo, siempre y cuando nadie salga
lastimado. Es decir, si una de las mujeres no está conforme, debe disolver la
relación con ella para que no haya sufrimiento. El propósito de nuestra
estancia en la Tierra es ser felices”.
Cuenta que a veces están desnudos en la finca y eso les ha costado llamadas
a la Alcaldía, porque los vecinos ponen el grito en el cielo, pero no pasa de
una charla con el Alcalde, porque no están haciendo nada ilícito.
“No, no es un ovniódromo —explica Óscar, el Guía Regional, al llegar al
edificio, decorado con fotografías de sus actividades—. Es nuestro lugar de
reuniones y de meditación sensual”.
La meditación sensual, que realizan los domingos a las 10:30, consiste en
la estimulación de los sentidos, que son los receptores que conectan a los seres
con el infinito. Rael les enseña a despojarse de las inhibiciones
judeocristianas del pecado. Permite al ser humano descubrir su cuerpo y en
particular aprender a utilizarlo para disfrutar de sonidos, colores, olores,
gustos, caricias y, especialmente, una sexualidad sentida con todos los
sentidos que tenemos, para poder experimentar un orgasmo cósmico, infinito y
absoluto, que ilumina la mente enlazando a la persona que lo consigue con los
universos de los que está compuesto y los que integra.

Alan Rojas, guía nacional. Foto: Julio César Herrera
“La meditación sensual puede ser dirigida o personal. Puede ser en silencio
para llegar al vacío. En un viaje mental —cuenta el Guía Nacional—, hacemos
ejercicios de respiración, cerramos los ojos y nos concentramos en el dedo
gordo, en la pierna y así en cada parte de nuestro cuerpo; luego en el entorno,
y finalmente en el infinito”.
Berta cuenta que durante tres días de abril próximo harán la Convención de
la Alegría, abierta al público, en la que dictarán conferencias, enseñarán
meditación sensual y harán dinámicas de risa, arte y baile. Habrá acceso a la
piscina y a montar a caballo.
El único que ha tenido contacto con los Elohim es Rael. “Tal vez haya
seguido teniéndolo en forma telepática”, dice Alan Rojas. Los raelianos de San
Vicente jamás han visto una nave espacial. Estos, como los otros 50.000
raelianos del mundo tienen como principal propósito construir una embajada
extraterrestre para recibir a los Elohim, aunque, hasta el momento, ningún país
ha decidido cederles el territorio que requieren. A propósito: la construcción
circular es una réplica de ese edificio que planean construir en alguna parte
del mundo para recibir a “los creadores”.
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Julio Erazo, el juglar del gran Magdalena, sigue creando
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16. Abr 2013
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General
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El cantautor radicado en Guamal, Magdalena, es compositor de numerosas
canciones conocidas: Adonai, Hace un mes, El bailador y el tango Lejos de ti.
A mediados del siglo XX, en los pueblos costeños de la ribera del Magdalena
en los que Julio Erazo se movía, teniendo como eje a Guamal, no había luz
eléctrica. De modo que, al morir el Sol, él tomaba unos mechones para
iluminarse mientras componía canciones.
Una noche, viendo cómo se formaban nubarrones y comenzaba a serenar, el
recuerdo de su novia lejana, Elides Martínez, lo entristecía. Tomó su cuaderno
y empezó a escribir:

Elides Martínez, su esposa, ha sido la musa que ha inspirado varias de las
canciones de Julio Erazo.
Hoy que la lluvia
entristeciendo está la
noche,
que las nubes en
derroche
tristemente veo pasar
viene a mi mente
la que lejos de mi
lado,
el cruel destino ha
posado
solo por verme llorar…
Y así nació uno de los tangos más conocidos en Argentina y Colombia: Lejos de ti.
Sentado en una mecedora en un corredor interior de su casa guamalera —casa
grande, con pozo de agua ya en desuso, sin molinete—, al lado de su esposa
Elides, quien recuesta un taburete de cuero a la pared para estar junto a él,
el cantautor cuenta su vida mientras comparte con nosotros una jarra de chicha
de maíz helada que corta la sed.
¿Pero un tango, salir del ingenio de un hombre costeño? ¿De la misma pluma
alegre que escribió La pata pelá,
Compae Chemo, Hace un mes, Adonai, y Yo conozco a
Claudia? Este compositor, nacido en Barranquilla
el 5 de marzo de 1929 y criado en Guamal, oía a su mamá, Carmen Cuevas
Villarry, cantar tangos de Gardel, mientras lavaba ropa, pilaba maíz o lo
amasaba en la batea. “Así que, cuando me dio por componer este tema, yo tenía
ese lenguaje en mi cabeza”. Por otra parte, su padre, José Ignacio Erazo París,
era un pastuso que se desempeñó como periodista en Panamá, Bucaramanga y
Barranquilla. Y esa mezcla cultural, andina y costeña, hizo de él un compositor
versátil: de su inspiración han salido merengues, puyas, sones, cumbias,
paseos, boleros, bambucos, pasillos.
Así comenzó la cuestión
“Cuando nos conocimos, en 1948 –dice Elides-, él era profesor de la escuela de
niños de Buenavista; yo estudiaba en la de niñas. Él me veía, pero yo no lo
veía a él”.
Con una guitarra en su regazo, Julio recuerda cuando piropeaba a la niña,
“oye, amorcito, quiero hablar contigo”, pero ella nada le decía.
“En noviembre de ese año, antes de irse con su papá para su casa lejana, me
dejó un papelito con una amiga, en el que me decía que aceptaba mis amores. Me
dejó picao y en esas vacaciones me dediqué a parrandear con mis amigos”. Fue en
ese tiempo cuando comenzó a componer canciones y su papá le compró una guitarra
en Bucaramanga.
Y sus cantos le han servido para enamorar muchachas o, al menos, para
rendirle homenaje a su hermosura, como Rosalbita; otros, para exaltar
atributos de la cultura costeña, como La puya guamalera; los hay también para
aludir a temas cotidianos, como El caballo pechichón, y hasta para tratar temas personales, como Compae Chemo.
Cuando salía de enseñar, se sentaba “sabroso bajo una sombra, al lado de la
escuela,” a ver llegar la noche y a componer. Un día se le acercó una “señora
de edad”, a quien los muchachos no llamaban por su nombre, Claudia, sino que le
ponían sobrenombres, Candela o Bombariaca, y ella moría de rabia. Tenía marido:
un policía llamado Bernabé. Ella le contó su tristeza: Bernabé se había ido de
pronto y la había dejado sola. “Yo le dije: ‘déjate de eso, que él tiene que
buscarte’”. Cuando terminó de echarle el cuento, se fue. Julio quedó mirándola
alejarse y vio que esa mujer tenía un caminar bonito. Y se puso a cantar con su
guitarra:

350 es una cifra corta para contar las composiciones de Julio Erazo. La
mayor parte de ellas han sido grabadas.
Yo conozco a Claudia,
yo conozco a Claudia
por su modo de
caminar.
Mueve la cintura,
mueve la cabeza,
mueve la cadera
como si fuera a
bailar.
Y las canciones que iba componiendo se las cantaba primero a su madre,
quien le decía: “¿y tú por qué no haces lo posible por grabar un disco?”.
Animado por estas palabras, viajó a Barranquilla en busca de una casa disquera
que se interesara en grabarlas. Llegó a la Tropical, pero allí, sin oírlo, le
hicieron dar media vuelta con un comentario destemplado: “aquí no necesitamos
canciones”. Fue a la Atlantic. Dos hombres, un tal Buitrago, “pero no
Guillermo”, y Jaime Cabrera, le dijeron: “qué clase de música tienes”. Él
respondió: “paseos, merengues, cumbias”. “Es que estamos hasta aquí de
Guillermo Buitrago”. Julio se aplicó en puntear La puya guamalera y, mientras lo escuchaban, veía a los hombres intercambiar gestos
aprobatorios. “¿Qué más tienes?”. Les cantó Yo conozco a Claudia. Y ellos seguían mirándose estupefactos. “Ensáyate bien esos dos numeritos
para el sábado a las 10 de la mañana”. Julio andaba con Juan Madrid,
guitarrista, y Luis Mosquera, guacharaquero. Les enseñó los coros. Grabaron un
disco de 78 revoluciones por minuto con un solo micrófono.
Al final “nos dieron no sé cuánto, como 25 pesos a cada uno, cuando el pasaje
en bus urbano valía 10 centavos. Era noviembre de 1950. Y así fue como comenzó
la cuestión”.

20 canciones inéditas, “sin grabar, tengo ahorita mismo”, porque el
cantautor costeño no para de componer. En Guamal, Magdalena, lleva una vida
tranquila. Fotos: Juan Antonio Sánchez.
El amor de Elides
La cuestión: una vida de artista reconocido. Giras con sus grupos, Julio Erazo
y los Guamaleros y Julio Erazo y sus Chimilas. Composiciones sin tregua. Sus
canciones recorrían Colombia en su garganta o en la de otros, o viajaban a
Argentina u otros países. Pocos años después, Toño Fuentes lo invitó a grabar
con su disquera y a integrar Los Corraleros de Majagual. “Me entrevisté con
Manuel Cervantes, el director de Los Corraleros. Le dije: ‘vamos al estudio’.
Allí le fui dictando la música de Hace un mes. Era 1956”. Después de
una etapa con el grupo, Julio volvió a cantar con sus propios conjuntos, hasta
el decenio del ochenta.
“Sírvanse más chichita –convida Elides-. Ahí está la jarra, sobre la mesa”.
Uno de los clásicos de la música vallenata es el Compae Chemo. “Eso fue que le prometí a Anselmo Montes que iría a la fiesta de cumpleaños
de su hija Asunción”. Pero no fue. La fiesta de fin de año en Guamal fue
grande, recuerda Erazo. Se emborrachó tanto que el primero, antes de subirse a
la chalupa en Buenavista para acudir a la cita, entró en casa de Alirio
Jiménez, quien vendía trago, a desenguayabar. Se encontró con amigos y Alirio
les dio una botella de licor, preparó sancocho de bocachico y puso en el
tocadiscos algunas rancheras que a Julio le gustaban mucho y así, de unos pocos
tragos terminó embriagándose otra vez y no pudo ir a la fiesta.
Tengo pena con compadre Chemo
tengo pena porque yo
no fui
a la fiesta de su dos
de enero
y con tanto que le
prometí…
“Y cómo no se iba a enojar, si era como la tercera vez que le incumplías
–interviene Elides-. Acuérdate”.
Elides dice que después de Lejos de ti, Julio y ella demoraron
para casarse. Él andaba en sus giras y enamorando mujeres, hasta que un día, en
1957, ella se quejó ante su mamá de la indecisión de él para el matrimonio.
¡Ajustó siete meses sin escribirle! “Hasta que se acordó de mí”. Y se casaron.
A ella, su madre le dio un consejo, viéndola inquieta por esa condición de
hombre enamorado que tenía Julio: “el hogar lo hace la mujer. Ella es la que
consiente al hombre. Y de ahí vienen las composiciones”. “Y sí, con amor, todo
lo soporté. Con amor, una no ve la falla y todo lo cree”, dice Elides.
Fin
“Viajar, conocer personajes… todo queda
en la mente de uno y, en cualquier momento, surgen en las canciones”.
Julio Erazo
SIEMPRE CREANDO
Julio Erazo no deja de componer canciones. Fue hasta su mesa de noche y
trajo una hoja de cuaderno. En letra muy pequeña que a veces a él mismo le
cuesta leer, tiene escrita una canción nueva:
Eso era antes
Yo me acuerdo que antes
en las noches de luna
yo paseaba en mi
pueblo
sin tragedia ninguna.
Pero eso era antes
Pero eso era antes
Pero eso era antes,
señores,
Sin tragedia ninguna.
Pero ahora te agarran.
Pero ahora te atracan.
Te llenan de sonrisas
Y hasta te dan
burundanga.
Yo me acuerdo que antes
con mil pesos comía
con mi abuela y mi
abuelo
con mi madre y mi tía.
Pero eso era antes
Pero eso era antes
Pero eso era antes,
señores,
Con mil pesos comía.
Los mil pesos ahora
no te sirven de nada.
Un pan con gaseosa
y hasta una empanada.
Las alumnas de antes
muy tranquilas
andaban.
Del colegio a su casa
felices caminaban.
Pero eso era antes,
Pero eso era antes
Pero eso era antes,
señores,
Felices caminaban.
Pero ahora las siguen,
Parecen
guardaespaldas.
Si ellas se descuidan
de pronto
les pellizcan la
nalga.
Mi abuelito gozó
con muchachas
queridas,
pero nunca sufrió
de una peste maligna.
Pero eso era antes
Pero eso era antes
Pero eso era antes,
señores,
No había pestes de
sida.
Los hogares de antes
estudiaban la Biblia.
Había mucho respeto,
se quería la familia.
Ay, estudiaban la Biblia
Estudiaban la Biblia
Pero eso era antes,
señores
Estudiaban la Biblia.
Ahora está la parranda
y la gran diversión
y hasta los
chiquiticos
pegados de la
televisión.
·
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Aventuras y desventuras de un comunista
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01. Abr 2013
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Alfredo Jiménez confiesa que, como
pocos, ha vivido. Tuvo que inventarse el nombre a los quince años, pues, hasta
ese momento, lo llamaban con uno temporal: Chiquito. Dedicado al trabajo desde
que tiene uso de razón, Alfredo Jiménez erró por pueblos y caseríos de la
Costa, fue ascendiendo por el Magdalena, hasta que vino a posar sus plantas en
Medellín. Comunista perseguido por su pensamiento, en esta ciudad se volvió
sedentario.
(Esta historia la conté hace casi diez años en un periódico
regional. Fueron nueve entregas en edición dominical.)
Capítulo 1
Fue la tercera o cuarta vez que intentaron matar a Alfredo Jiménez cuando
recibió dieciocho impactos de changón y él mismo se sacó los balines del pecho
con sus manos para guardarlos de recuerdo en el cuarto de pensión donde vive.
Y es que Alfredo está protegido de males y peligros, no sabe muy bien por
qué o por quién, pero está casi convencido de que su abuelo, Eugenio Jiménez,
lo siguió cuidando después de muerto, luego de que él le llevara un ataúd de
madera sin laquear ni pintar, que su padre le fabricó, cuando era apenas un
chico de catorce años y todavía no tenía nombre que le identificara en la vida.
Siendo como es, un hombre fuerte, imperturbable, dueño de un absoluto
control de sus actos y conductas, al recordarlo su voz se negaba a salir para
comentar ese incidente sustancial. De pies y recostado a su kiosco de venta de
periódicos, libros y revistas marcado con el número 17 de Junín con Pichincha,
vi temblar de emoción sus pómulos y aguar sus ojos y pensé que iba a llorar.
Hasta debió sacar el pañuelo del bolsillo de atrás del pantalón y sacudir su
nariz. Creí que no hablaría más, que me despacharía de una buena vez por
llevarlo a evocar asuntos difíciles que le movían tantos sentimientos. Pero no.
Finalmente abrió la boca para hablar.
Viaje
Debía correr el año cuarenta y cuatro, porque nuestro héroe nació el primero de
mayo de 1930 —como habría de darse cuenta más tarde, en Barrancabermeja, cuando
fue a bautizarse para sacar la tarjeta de identidad—, fecha, sin duda, que debe
tener algo que ver con su destino, pues lleva el comunismo en las venas.
Chiquito, como le llamaban entonces, salió de su casa —un rancho de paredes
de cañaflecha y techo de palma amarga que él mismo construyó con su padre en un
terreno que quedaría en medio de una roza sembrada de yuca y plátano situado
entre Pivijay y Fundación— muy de mañana, arreando el burro que cargaba el
cajón. Llegó a la carretera y con ayuda de dos o tres hombres lo encaramó en el
techo de la chiva que lo conduciría a Puerto Salamina, Magdalena, a orillas del
gran río.
Cuando llegó hacía un Sol tan fuerte como empujado por cuatro. El bus de
escalera estacionó junto al embarcadero y, de inmediato, hizo que dos hombres
subieran el armatoste en la balsa que lo pasaría a Puerto Giraldo, poblado
situado justo al frente de donde se encontraba.
Su abuelo lo estaba esperando y lo vio acercarse, pues su casa estaba
situada al lado del afluente. Cuando Chiquito dio el salto para quedar en la
barranca y no bien estaba recibiendo su carga con la ayuda del viejo,
éste le dijo por todo saludo:
—Eh, Chiquito, ¡tu papá sí es muy cruel! ¡No vino él a traer la caja
mortuoria sino que te mandó a ti!
Su abuela, Beatriz Padilla, a la que él llamaba Mamá Beata, le convidó de
inmediato a la cocina para darle un plato de arroz con pescado, plátano, ñame y
batata y él buscó un sitio sombreado para sentarse a comer. Chiquito se quedó
con sus abuelos, a quienes quiso más que a nadie en la vida, hasta el día
siguiente.
Esas palabras, de las que Chiquito nada comentó al anciano en el momento ni
repitió jamás a su padre ni a persona alguna en toda su vida, estaban
acompañadas de una fuerza inefable, que él sintió. Y es el conjunto de esos
sonidos emitidos por aquella voz terrosa, de la mencionada fuerza y del
significado de aquella costumbre, lo que siente Alfredo cuando lo cuenta.
Es una vieja costumbre costeña, que lentamente va cayendo en desuso, el que
las personas viejas fabriquen o consigan ellas mismas su ataúd, sin siquiera
estar enfermas. E incluso viven con él debajo de la cama o en un rincón del
cuarto, mientras les llega la hora grave. El abuelo Eugenio tenía unos ochenta
y cinco años, igual que Mamá Beata, y era tiempo de que fuera consiguiendo el
cajón. A pesar de verse aliviado en la visita del niño, el viejo murió a los
dos meses.
—Nunca le había referido esta historia a nadie —habría de decirme al día
siguiente en su kiosco— y me siento como más tranquilo. Ni siquiera en la
revista Susurros, del Partido Comunista, cuando escribieron mi biografía, salió
referida esta parte de mi vida. Desde ese punto y hora la tenía guardada aquí
—dijo, señalando con su diestra el pecho.
Nómadas
Y es una fuerza extraña esa. Hasta le
dicen que cómo él, que siempre ha sido un tipo flaco y de apariencia enclenque,
saca tanta energía para defenderse cuando su vida está en peligro. Y él no sabe
responderles. Lo cierto es que le ha ayudado a sobreponerse de nueve
carcelazos, de una locura que los médicos llamaban rebeldía sentimental que
curó gracias a la súbita y misteriosa aparición de un anciano en el centro de
Medellín hace pocos años, quien le recomendó el consumo de ciertas sales, y de
tantos intentos de homicidio de que ha sido víctima, aunque cosa curiosa,
ninguno de ellos por sus pensamientos políticos, a pesar del exterminio de
muchos militantes del Comunismo.
Alfredo Jiménez no recuerda mucho de su vida antes de los nueve años. Solo
que salía a jugar a la pelota con los chicos de Puerto Giraldo y que
éste, su pueblo natal, estaba partido en dos por un arroyo sin nombre —como
él—, lo cual hacía que los chicos de un lado rivalizaran con los del otro, integraran
sendas cuadrillas que se enfrentaban a puños de vez en cuando, para determinar
dominio. Una vez hasta se le cayeron los pantalones en media pelea, de modo que
terminó desnudo, hasta que su abuela —a quién reconoce como su madre, porque la
biológica se fue de su lado cuando apenas era un bebé—, llegó para llevárselo
de la mano hasta la casa en medio de sermones sobre la inconveniencia de
estarse peleando por ahí. Él, que era el líder de su banda en la que era
conocido con el celebérrimo nombre de Zancadilla, la escuchó en silencio por el
camino de vuelta.
También recuerda que cada día, antes de que cayera la noche, debía recoger
las quince chivas de su padre, que pacían durante el día en los pastizales
cercanos, para el ordeño de la mañana siguiente, y que eran muchas las tardes
en que él, Chiquito, debía pasar accionando la palanca que movía el pedal de la
máquina de coser de su tía Josefa.
A veces, esta lo enviaba con una canasta de almojábanas para la venta, pero
el chico, con la plata que recibía de las primeras compraba él mismo para sí
las restantes y se comía. La tía Josefa le daba cocotazos y su abuela lo
defendía sonriente.
Precisamente ella, mamá Beata, enviaba con él los huevos para las Ánimas
del Purgatorio, pero nunca llegaban al cura, porque, mientras avanzaba,
Chiquito cavilaba que su abuela era muy boba: “mandarles huevos a las Ánimas,
sabiendo que ellas no comen”, y más bien los vendía por ahí.
Tendría ya los diez años cuando llegó un ciego a su pueblo y el Inspector
decidió que Chiquito hiciera de lazarillo, pero muy poco duró en el oficio,
porque en los caminos, este, precisamente para que el tipo aquel se aburriera y
no lo ocupara más, lo hacía pasar por la trilla del ganado.
Como los cocotazos de la tía Josefa no daban tregua, su abuela debió
enviarlo a Barranquilla, a casa de la tía Andrea, donde estuvo algunos meses,
antes de pasar a Barranquilla, otra vez al lado de su padre y de una mujer que
había comenzado a andar con este, llamada La Cachaca —aparte de otras tantas
que tenía en los pueblos de la zona—. De allí, el hombre bajaba en la
lancha a María La Baja a conseguir aguacates y plátanos para venderlos en
Barranquilla. Pero no duraron mucho tiempo allí. Les dio por seguir para El
Retén, un municipio de Magdalena, y levantar otro rancho.
Allí Chiquito vio las bananeras y cómo las empresas gringas tenían un
sistema de compuertas en el río para regar los cultivos. A veces, las abrían y
cientos de peces quedaban engañados de un momento a otro, agonizantes en un río
sin agua. Y él corría a coger muchos de ellos para que en su casa los frieran
para la comida.
Fue el tiempo en que escuchaba hablar de la masacre en las bananeras,
ocurrida cerca de Ciénaga catorce años antes, y de la cual, según murmuraban,
había quedado solo dos sobrevivientes, un hombre y una mujer, a quienes nunca
llegó a ver.
En este pueblo, Chiquito también tuvo su pilatuna. Pronto se dio
cuenta de que un hombre fungía de pastor en un templo adventista. Predicaba los
domingos y los concurrentes, piadosos y obedientes, sacaban monedas y billetes
y los descargaban en una mesa. El pastor decía de pronto: “cierren los ojos,
hermanos míos, que vendrá la Mano Poderosa y se llevará el dinero”. El mocoso
solía mirar esa escena por una grieta del madero de la puerta y se daba cuenta
de que el muy bandido era quien tomaba la plata.
—¡Velo! —gritó Chiquito desde su escondrijo—. Que la Mano Poderosa… ¡y es
él quien se mete la plata al bolsillo!
El pastor, descubierto, se desquitó con nuestro personaje, dándole una
fuetera.
Duraron poco en esta tierra, pues su padre decidió que debía trasladarse a un
sitio entre Pivijay y Fundación, de donde saldría Chiquito con el ataúd para su
abuelo, reemplazando a su padre en un acto que por costumbre le correspondía.
—Nunca conocí la puerta de una escuela —comenta Alfredo—. En aquella roza
tenía mis deberes. Limpiaba los sembrados, recogía las cosechas, ensillaba un
burro para ir hasta el río Cesar y recoger agua para las comidas, usando para
eso dos cajones bien calafateados y asegurados con tapa que llenaba encima del
animal. No durábamos mucho en un lugar. Mi padre decidía vender por cualquier
cosa o abandonar el rancho y la roza, si consideraba que podía irle mejor en
otra parte. Con decir que de El Retén nos fuimos muy pronto para El Algarrobo,
un pueblito situado a orillas del río Ariguaní, donde él se dedicó a comprar
cerdos y sacrificarlos para la venta, a cazar animales para comercializar sus
pieles y a fabricar canoas que debíamos llevar por el río hasta Trojas de
Cataca, un caserío encaramado en palos sobre el agua salada, cercano a Ciénaga,
y allí vendérselas a los pescadores. A veces iba yo a recibir el dinero, lo
guardaba en los bolsillos y los cosía con hilo y aguja para no perder ni un
céntimo.
También tenían una canoa para pasar a la gente de un lado a otro. Chiquito
se encargaba de manejarla. Un día, un indio Duane, un curandero que iba por los
pueblos y que tenía un derecho otorgado por el Gobierno para no pagar
transporte alguno, obviamente no quiso pagarle. El muchacho, que ignoraba la
disposición legal, insistía en cobrarle, ante la risa juguetona del aborigen.
Su padre debió explicarle que a un indio Duane no se le podía faltar al respeto
y que nada debía cobrársele.
—Pero dejemos aquí, en lo del indio Duane, antes de que sigamos con lo
demás —dijo Alfredo.
Capítulo 2
Cuenta una leyenda que en la ciénaga de Zapatosa, frente a El Banco,
Magdalena, en medio de una tormenta, una mujer que bajaba en su canoa estaba
fracasando, hundiéndose con animales domésticos y equipaje. El naufragio era
inminente; solo cuestión de minutos. La muerte, también. Ella rezó con
desesperación y prometió dar una canoa de oro al santo que le salvara de
perecer bajo el imperio de la Naturaleza.
Esta historia explica la existencia de un nicho que tiene san Martín de
Lobo en ese sitio.
En circunstancias semejantes se encontró Chiquito un día, en compañía de su
padre y una mujer que por esos tiempos hacía las veces de madrastra suya: Diosa
Sarmiento. Habían salido unas horas antes de El Algarrobo con unos cuantos
cerdos, pocas gallinas y alguna ropa, por todo equipaje. Ya el hombre había
decidido que debía establecerse en unos parajes baldíos cercanos al pueblo de
Zapatosa, Cesar. Las nubes, apenas encima de sus cabezas, parecían a punto de
sepultar el mundo de un manotazo. Era como si todo debiera volverse agua y
hubiera comenzado a cumplirse tal designio en este rincón del Caribe. La
tormenta arreciaba. Cuatro dedos faltaban para llenarse la canoa, es decir,
para naufragar. Ella rezó con desesperación y fue evocando una lista de santos
que parecía sin fin, hasta que el hombre la regañó diciéndole que si no veía
que estaban zozobrando y que el peso de tantos personajes los iba a terminar de
hundir de una vez y para siempre.
De pronto, llegó la calma y se vieron atracando en una playa flotante. Allí
pudieron achicar y secar o por lo menos escurrir mínimamente las cosas,
tranquilizar sus corazones y cambiar esos pensamientos de desgracia que
invadían sus mentes. Chiquito recogió una piedra en forma de huevo de paloma y
quiso guardarla en el bolsillo del pantalón que tenía pegado a la piel, como
munición de su inseparable cauchera, pero su padre se lo prohibió, tal vez
porque no podía permitir que profanara un lugar que había resultado sagrado
para ellos.
Pailitas
No perdieron tiempo en Zapatosa, sino que siguieron a Pailitas, que entonces no
era siquiera un caserío, sino un bosque cerrado. Pasaron por un puente sobre un
lago–arroyo y en una loma no vieron más que dos viviendas de cañaflecha y palma
amarga. Una de ellas, la de la oficina de la construcción de la Troncal de
Oriente. De modo que fueron los terceros en establecerse en ese sitio. Dicho de
una manera más clara, que denote la dimensión histórica de nuestro héroe,
fueron fundadores. ”Debe quedar claro que ese sitio se llama Pailitas y no San
José de Turumá, como muchos quieren hacer creer hoy”. Ese nombre se debe a que
desde el puente y la loma, ese lago se ve como una paila. En la bolsa de
recuerdos del vendedor de revistas y periódicos del puesto número 17 de Junín,
todavía se ven pasar los peces por el fondo de ese gran recipiente: besotes,
doradas, omelones, picúas, bonitos y coroncoros.
Había que ver la roza que en breve tenían montada los dos hombres. Cultivos
de yuca, plátano, maíz, algodón, batata, ñame y auyama, así como un lindo
rebaño de chivos tuvieron. Pero el negocio era la explotación de madera.
Siendo apenas un imberbe de catorce años, Chiquito se vio pronto metido
entre un grupo de hombres que se internaba en el monte, armaba un campamento
para varios días y participaba en las labores de tala y embarque. Fácilmente
subía a los andamios improvisados para ir cortando las ramas altas tras
amarrarlas con bejucos y encontraba la comba del tronco para determinar por dónde
cortarlo. Aprendió que antes de dar un primer hachazo, había que dar dos o tres
golpes con la herramienta en el tallo de los árboles, para saber, por el
sonido, si estaban huecos o macizos. Solo estos debían echarse a tierra.
Cosa curiosa: su padre compró una mula en Sabanas de Tamalameque, para
sacar las rastras de madera. Era un animal de monte, amansado, pero casi
salvaje. Cuando sentía el rugir del motor de un auto, no había quien la
controlara. La mula corría como loca, huía deprisa hasta su lugar de origen,
situado a un día de camino. Y había que ir por ella y en esas se la pasaban.
Lo cierto es que muy pronto, la prosperidad sonrió a su padre.
Contaba con un importante grupo de trabajadores y se hizo a un camión
International nuevo para llevar la carga y la maquinaria eléctrica para
aserrar. Su vivienda tenía luz eléctrica. Todo lo cual coincidía con un rápido
poblamiento de Pailitas. Hasta hubo quien estableciera un bar con mujeres de la
vida frente a su casa.
Serían las cuatro de la tarde de un día impreciso, cuando los indígenas
atacaron por primera vez las oficinas de la Troncal. Los vigilantes de ésta
usaron unos perros que los aborígenes temían, pues, por su movilidad eran
difíciles de flechar. Huyeron en desbandada. Sólo quedó un indiecito de diez
años enredado en una bejuquera. Lo retuvieron atado a un árbol y al ponerle los
alimentos se mordía y arrancaba pedazos de carne. Que lo llevarían a Bogotá en
un avión, dijeron, y no se vio más.
Meses después los indígenas atacaron el campamento de Jiménez, el padre de
Chiquito, en Caño Azul, entre El Burro y Pailitas. Flecharon a un aserrador,
quien murió. Y siguieron así, belicosos, atacando los campamentos de la zona.
El último fue uno que tenían armado en Curumaní.
Chiquito andaba por esos montes en compañía de Elías, un arriero de
Titiribí que había ido a parar a esas tierras, cuando recibieron una carta del
papá en la que les ordenaba salir de allí para evitar el peligro.
—Qué crees que debemos hacer —preguntó Elías a Chiquito.
—Nada va a suceder. Entremos tranquilos a sacar madera.
Y así lo hicieron. En el monte, en el andamio de corte, encontraron señales
de la presencia india. Un plumero y unas tripas en una roca decían que habían
comido pava; unas huellas de pies mojados en las piedras indicaban el rumbo en
que habían marchado. El muchacho las siguió y pocos metros de allí vio un grupo
que subía la loma, en dirección a Pailitas. Y tal como lo había predicho, no
tuvieron problemas.
Huida
Nunca nadie se lo preguntó, pero Chiquito albergaba infelicidad en
su corazón. Observaba la actitud de su padre y la desaprobaba en silencio. Un
hombre entregado al ron y a las mujeres, sin escrúpulos para explotar a
sus trabajadores, no pagarles lo justo y darles un trato despótico, no
podía ser causa de orgullo. Hasta dos mujeres vivían en la misma casa, se
acostaba con las hembras del bar, mientras otras lo esperaban en Tamalameque y
otras poblaciones. En Barranquilla, por ejemplo, se quedaba dos o tres meses
tomando licor y mujereando. Entre tanto, Chiquito debía permanecer al mando y
cuidado de los negocios, de los que guardaba celosas cuentas para darle a su
regreso.
Y el trato que él mismo había recibido de su padre en toda su vida era el
de cualquiera de los trabajadores. Con estos se solidarizaba entonces y tomaba
de la cocina algunos víveres para dárselos a escondidas. En cuanto a esto, un
día llegó a escuchar que un hombre le decía al señor Jiménez que cuándo iba
Chiquito a estudiar. Su padre le respondió que si así, sin estudiar, tenía
ideas comunistas, cómo sería si lo hiciera.
Por cierto, el viejo ignoraba que Chiquito iba consiguiendo las cartillas
de lectura de los primeros grados con los hijos de los trabajadores y sin la
ayuda de nadie aprendía a leer durante las horas muertas.
El resentimiento hacia ese hombre —del que nuestro personaje menciona tan
escasamente su nombre que hasta el momento no lo hemos mencionado en este
relato— llegó a tope, cuando un día de diciembre de 1944 este le propinó una
fuetera más fuerte que ninguna otra en su vida, pero como en las anteriores,
tampoco esta vez dejó salir una lágrima. Las marcas del fuete iban quedando
marcadas en su alma.
En los primeros días del año nuevo, Chiquito debió viajar a Boca de
Tamalameque a llevar unas herramientas. Fue mascullando su ira. Fue recordando
que ese hombre, el injusto, era tan avaro que, a pesar de tener dinero,
compraba una tela basta y le mandaba hacer varias mudas de ropa iguales, al
punto que cuando estaba de novio de la chica más linda del pueblo, ella llegó a
preguntarle por qué no cambiaba su vestido nunca… Entregó las herramientas y,
sin pensarlo más, esperó un barco para viajar a Barrancabermeja. Chiquito había
decidido huir de casa.
—Pero, por Dios, ¿a dónde te irás, muchacho? —le preguntó Sarita Paredes,
una de las mujeres de su padre, que lo encontró junto al río Magdalena.
—A Barrancabermeja.
—Pero si allá no conoces a nadie…
—Sé que el Mocho está allá. Él me recibe.
Sin un céntimo en sus bolsillos, con dos o tres mangos y naranjas por todo
alimento y con solo la ropa que tenía puesta brincó Chiquito a un barco que lo
subiría por el Río.
En la nave debió lavar la loza y lustrar los zapatos del capitán, como
pago. En el trayecto conoció a un hombre que viajaba en compañía de dos hijos,
más o menos de su edad. Y como si viera lo que fuera a suceder a su llegada,
pidió el favor al fulano que si la policía preguntaba por él, dijera que era su
hijo, para no tener problemas.
Pusieron pies en el puerto petrolero a las diez de la noche y, como era
costumbre, pasaron las horas oscuras en el café La Bastilla. Cuando aclaró,
unos agentes se acercaron al hombre y preguntaron por los tres muchachos.
—Son hijos míos —respondió el recién llegado, sin un asomo de
intranquilidad, de modo que los uniformados volvieron a hundirse en el ignorado
lugar del que salieron, y como si las cosas fueran hechas a su medida, en el
instante en que Chiquito miró la calle, ante sus ojos apareció la prometeica
figura del Mocho.
Corrió a su encuentro. Hablaron un rato. Y, como lo esperaba, ese hombre
que hubiera sido trabajador de su padre y, por consiguiente, como un hermano
para él, lo recibió en el hotel donde se quedaba y, en pocos días, lo hizo
ayudante en su chiva, La Consentida.
Pronto pasó más bien a trabajar en la roza de una antioqueña, a pocos
minutos del puerto, pues, él se sentía mejor en las labores agrarias. Dos o
tres meses después, queriendo poner a prueba su honradez, la mujer dejó como
por descuido un dinero en un lugar visible, con lo cual logró más bien
ahuyentar al joven, por más que ella le llorara para que regresara. Él
consiguió trabajo en la finca “El 50”; de Lucio Meléndez, que proveía de
plátanos a los obreros del petróleo. Llegó a ser jefe, incluso de los
trabajadores de la cocina, situada debajo del puente del Río. Hasta que un día
encontraron al dueño muerto, parado, sostenido con las varillas del puente,
pues allí había ido a parar en su noche de borracheras interminables con ron
Caldas, para las que no se alimentaba más que con dos o tres trozos de carne en
el día.
Alfredo
Chiquito fue a parar en el hospital infestado de forúnculos. Quince días
hospitalizado le hicieron pensar que él, ese mocoso que no tenía reparos para
realizar labor alguna, quedaría muy bien trabajando en ese hospital. Barrió y
limpió los pabellones; lavó el quirófano sin sentir repulsión alguna por la
sangre y demás fluidos humanos que debía tocar. A los enfermos de tisis,
ancianos desahuciados casi todos, los sacaba a tomar el Sol mientras él lavaba
sus habitaciones, ante las críticas de las enfermeras y las súplicas de una de
esas mismas pacientes de que se fuera, que él estaba muy joven para morir, pero
él no paraba mientes en unas ni otras. Solo decidió marcharse el día en que
notó que los empleados separaron platos y tasas en que debería comer de ahí en
adelante, al tiempo que le dieron un lugar apartado del comedor, pues, sintió
que esa discriminación era indignante.
Por esos días, lo que era de esperarse, sucedió. Exigieron a Chiquito la
tarjeta de identidad para trabajar. Fue entonces cuando decidió bautizarse.
Habló con el cura, José Arango, quien preguntó al muchacho la fecha de
nacimiento y le exigió aprenderse el Padre Nuestro. Debió escribir a mamá
Beata, quien todavía vivía en su natal Puerto Giraldo y en pocos días llegó la
respuesta, firmada también por el Inspector del pueblo: Primero de mayo de
1930.
El día del bautizo, el padre olvidó hacerle recitar la oración al chico,
quien acudió con Juan Silva, un obrero de Ecopetrol,
quien haría de padrino.
—Cuál va a ser tu nombre —inquirió el sacerdote.
—Alfredo… Alfredo Jiménez Ochoa —respondió el muchacho.
Ahora, parado junto al puesto de revistas marcado con el número 17, dice:
“y escogí bien el nombre, como el del cantante mejicano, pues, yo también
cantaba muy bien. A la gente le gustaba oírme”.
Capítulo 3
Vicente Llerena, el hombre que tuvo en su casa por años a Alfredo Jiménez
como si fuera un hijo suyo, ordenó un día al entonces adolescente que
abandonara de una vez y para siempre ese maldito oficio que se había
conseguido, ¡ayudante de matarife en el Matadero de Barrancabermeja! La razón:
su carácter se estaba avinagrando.
Debía ser que estar hora tras hora, día tras día, durante dos largos años, en
presencia de la muerte, provocándola, estaba irradiando la personalidad del
costeño de una energía negativa que ensombrecía sus actos. Lo convertía
paulatinamente en un tipo bravo, al que poco se le podía hablar sin que montara
en cólera.
Pasados los primeros seis meses en esa actividad, Alfredo era capaz de matar
los animales sin ayuda, lo cual el matarife titular aprovechaba para escaparse
a tomar sus tragos. El chico clavaba con pericia el cuchillo en el corazón de
la vaca y ésta caía al suelo antes de que ese chorro de sangre que salía con
fuerza por la herida como si fuera un surtidor manchara el suelo. ¡Cuántas
veces tomó Alfredo de ese líquido espeso, caliente, rojo profundo, por haber
escuchado decir a muchos que contenía singulares nutrientes! En cambio, durante
ese tiempo, dejó de comer carne de animal alguno; no le apetecía.
Aserrador
Como siempre, obediente, Alfredo abandonó ese oficio. Y como los tiempos
eran otros, con facilidad encontró trabajo como ayudante de construcción. En
este, debía preparar la mezcla de cemento y arena y llevársela al albañil
oficial, lo mismo que adobes y piedras y gravilla y herramientas que fuera
necesitando. Ganaba un peso con cincuenta centavos al mes, en tanto que su jefe
recibía setecientos pesos. Tres años estuvo el hombre dedicado a este oficio,
tiempo en el cual aprendió como ninguno a leer e interpretar planos y construir
edificaciones. A la construcción habría de volver después, varias veces.
Incursionó fugazmente en la pesca con chinchorro. Comenzó de canoero, mientras
cuatro hombres manejaban las redes. A los dos meses decidió ser uno de los botadores,
es decir, de los lanzadores de la malla, y que otro condujera la canoa.
El chinchorro se debe coger entre dos personas, cada una de las cuales por un
extremo. La hacen descansar recogida en sus antebrazos, cuidando tener la pita
con las manos, y se lanza fuerte fuera de borda. La red posee unos plomos que
hacen llegar un bordo hasta el fondo del agua y unas boyas que mantienen el
otro en la superficie. Minutos más tarde, los dos pescadores halan con fuerza y
suben al barco la red llena de peces. Uno cree que los peces mueren sólo con
sacarlos del agua. Alfredo cuenta que ellos mataban los peces con cuchillo.
Salían a pescar de día y de noche. Y, según dice, no es verdad esa idea de que,
en Luna llena, los peces alcanzan a ver el brillo de las cuerdas de la red y la
esquivan.
Volvió, más bien, a una labor que había hecho desde niño. Se convirtió en
ayudante de arriería de un antioqueño al que llamaban el Mudo y que solía
cargar en mulas rastras de madera desde los aserríos hasta la carretera. Fue entonces
cuando encontró la oportunidad de terminar de aprender ese oficio que mucho le
había atraído, el de aserrador. Al joven le parecía una labor bonita. Esos
serruchos inmensos que subían y bajaban accionados por la sincronizada fuerza
de dos hombres. Labor que, cuando estaba más chico, su padre le había sugerido
no aprender, sin explicarle la razón; tal vez algo tosco veía el viejo en esa
actividad.
De modo, pues, que convenció al Mudo —apodo que en su seno guardaba una ironía—
de que lo recomendara ante el dueño del negocio para que le enseñara. Éste
mandó decirle que sí, pero a cambio le pidió a nuestro héroe que trabajara el
primer mes sin paga, sólo por la comida, mientras aprendía. Y él aceptó.
Centella
En medio de un bosque situado unas leguas abajo de Puerto Berrío, los
aserradores habían instalado su campamento. Entre ellos estaba también la
esposa y el pequeño hijo del propietario.
En la mente de Alfredo permanece vívida una escena, a pesar de que entre ella y
la actualidad hay más de cincuenta años. Era medianoche y una tormenta se cerró
sobre la selva. Los relámpagos iluminaban el interior de la improvisada
vivienda y permitían que los seres que allí permanecían en vigilia, asustados,
vieran unos de otros sus siluetas. Ni siquiera el bebé podía dormir, como si
adivinara una tragedia. Su madre rezaba desesperada. Alfredo, en cambio,
permanecía inmutable. Acostumbrado como estaba a soportar aguaceros y
tempestades en la selva desde que sabía de sí, recordó el remoto día en que en
compañía de su padre y de su madrastra casi perecen en la laguna de Zapatosa. A
su mente acudió también otra evocación de infancia: en situaciones como esa, su
abuela, mamá Beata, solía darle una palmada a un chico, hacerlo llorar, y de
inmediato la Naturaleza volvía a la calma. Cosas de viejos. Qué iba a saber él
dónde residía el secreto. Le contó a la mujer y esta hizo lo que él dijo; al
fin de cuentas, nada tenían que perder.
Acto seguido, al unísono del llanto del párvulo, se oyó un trueno. Casi encima
de ellos cayó una centella que les hizo pensar que se trataba del punto final
de sus existencias; el súbito freno en el movimiento de este planeta girante en
el que lo inmenso es tan sólo una brizna. Y de inmediato, en efecto, todo
terminó… No hubo más eso que llaman la realidad. Todo se Acabó…
Alfredo no supo más de sí, ni de los otros, ni del campamento, ni de la selva,
ni de la vida, ni de nada…
Cuando recobró el sentido era ya la madrugada. Se enteró de que aquel rayo
había puesto tan solo un sonoro punto final a la tormenta, como él confiaba… aunque
no tan solo: había caído sobre un árbol situado a unos pasos del campamento, de
unos veinte metros de alto y de varias abarcaduras, y que lo partió de un tajo
desde el cogollo hasta la raíz. Y que desde entonces se había levantado un olor
a azufre y a cobre que a esa hora todavía invadía el espacio, se pegaba a la
nariz, invadía los pulmones, sobreponiéndose al de la Naturaleza mojada.
Otra aventura
Andando los días, la guerrilla liberal,
encabezada por un santandereano conocido como el Mocho, llegó una vez a la
finca La India a matar a Rafael Bedout, conservador en Medellín y liberal en
esas tierras del Magdalena, para cobrarle que había violado a una niña. Alfredo
—que ya no ejercía más de aserrador ni trabajaba para el mismo patrón, porque,
como se ve, su sino era la inquietud— era uno de sus peones y, al igual que
todos ellos, había visto lo sucedido. Sabía, como los demás, que la mamá de la
niña se había dejado comprar.
Era de noche. Los guerrilleros mataron a un industrial conservador de apellido
Moreno. Bedout logró escaparse y saltar desde muy alto a la corriente de una
quebrada. Los hombres armados mataron antes del amanecer mil quinientas de las
reses que había en la finca. Fue entonces una de las ocasiones en que Alfredo
debió volver al trabajo de construcción; sin patrón no había trabajo.
El libro maravilloso
Fuera donde fuera en su trashumancia, pendiente de Vicente Llerena pasó Alfredo
hasta que aquél murió a comienzos del decenio de 1950. El viejo fue su padrino
de confirmación. Quería tanto a Alfredo que pensaba dejarle en herencia un
libro misterioso. Un libro con el que Alfredo había visto al viejo hacer lo
imposible. «Cosas buenas y malas, cosas increíbles. Las enseñanzas del libro le
permitían a él curar el mal de ojo, las mordeduras de culebra, las gusaneras de
los terneros… Y el viejo no cobraba por los servicios. Recibía lo que le
quisieran dar, nada más.
»Una vez, un vecino le pidió que lo curara de una mordedura de culebra. Nada le
dio en compensación, pero le prometió que en pocos días algo le llevaría. Pasó
el tiempo y nada. De modo que mi padrino le reclamó. El tipo ese lo trató mal,
de modo que el curandero le dijo: —Ajá, te voy a poner a aullar como un perro
en la puerta de tu casa.
»En el momento, el tipo se echó a reír. Lo cierto es que al día siguiente la
esposa del vecino acudió llorando donde mi padrino a suplicarle, por lo que más
quisiera, que se lo levantara, que no permitiera que su esposo siguiera allí
echado en la puerta de la casa aullando como un perro. —Nada puede hacerse ya
—respondió mi padrino—. Esas son cosas de la Naturaleza…»
»Ese libro misterioso iba a ser mi herencia. Mi padrino murió poco después,
tras una larga agonía. Cuando expiró, mi madrina y yo encontramos gusanos
peludos y grandes debajo del colchón donde yacía.
»Viendo lo que había visto, ella decidió hacer un lío con el colchón, las
sábanas, el libro y todo, y le prendió fuego.
»Entonces, me abrí de la casa».
Capítulo 4
Dos recuerdos navegan constantemente en la mente de Alfredo Jiménez. En los
tiempos de su vida en Pailitas, cuando todavía lo llamaban Chiquito, este
conoció a un vallenato, quien andaba solamente con una mochila y, en ella, dos
mudas de ropa; era pálido como un muerto y, a lo largo de su cuerpo, la piel
tenía cuatro colores: azul, rojo, blanco, negro. Tenía poderes. Un viejo de
nombre Carlos Huerta dejó de pagarle algunas jornadas de trabajo en la finca.
—Está bien —dijo el cesarense—, pero esa plata que me debe no va a
alcanzarle para curarse una enfermedad que va a sufrir.
Y se fue. Días más tarde, la esposa de Huerta fue a buscarlo para decirle que
ella le pagaría lo que fuera, con tal de que a su esposo se le quitara una
gusanera de la nariz y la boca.
—No, señora —respondió—. Esas son cosas de la Naturaleza; nada puedo hacer
ya.
El vallenato trabajó para el viejo Jiménez, el padre de Chiquito, como
arriero, del cual nuestro personaje fue ayudante. De pronto, sacaba por una
ranurita de su antebrazo, una cruz y la ponía en la base de una mata de plátano
o banano y retaba al chico para que echara abajo el arbusto con su machete.
Labor imposible. El muchacho no conseguía más que lastimarse las manos por
imprimir a la herramienta toda su fuerza, pero al tallo no le entraba la
afilada hoja del metal. El vallenato tomaba nuevamente su cruz, la limpiaba y
volvía a introducirla en su sitio.
Una vez, estando juntos, conversando, el mago aquel se desapareció. Al momento,
una serpiente se dirigió hacia Chiquito y comenzó a treparle por las piernas,
el pecho y se le fue encumbrando, muy lentamente, hasta la cabeza. Chiquito
sintió que se le erizaron los vellos, pero no se movió. Esperó un rato y la
víbora se alejó. Justo enseguida, cuando el muchacho volvió la cabeza, apareció
el vallenato, sonriente. Nada se dijeron.
El segundo recuerdo es de un hombre al que llamaban Carvajalino. Solían
contratarlo para sembrar maíz, pues, mientras cualquier otro mortal se gastaba
hasta quince días para sembrar «veinte cabuyas», él tardaba tres. Él solicitaba
la semilla y dividía el terreno en cuatro partes. Luego, sembraba semilla en
cada rincón de su cuadrícula y, al tercer día, ya todo estaba sembrado y las
planticas habían germinado.
Una tarde de diciembre, como a las cinco, Carvajalino se sentó a conversar con
Chiquito, junto a un arroyo.
—Las Ánimas del Purgatorio son las que me ayudan a sembrar y a todo, Chiquito.
¿Quieres ver a las Ánimas y tener la devoción que yo tengo?
Chiquito veía a Carvajalino siempre tan escuálido, enfermo y pobre, que le
contestó:
—Pues, sí, yo sí quiero tener esa devoción, pero no así…
El hombre debió hacer algo, invocarlas mentalmente tal vez, porque en ese
instante apareció ante los ojos asombrados del muchacho una fila de Ánimas
caminando sobre las aguas del riachuelo, portando cada una de ellas una vela
encendida. Cuando estuvieron frente a ellos, un aire helado indescriptible
dominó el ambiente y Chiquito sintió escalofrío. Los seres caminaron aguas
abajo y desaparecieron.
Dicho sea de paso, Alfredo Jiménez volvería ya hombre y casado a Pailitas a
buscar algo de su pasado, parientes y amigos, pero no encontró ni la roza, ni
los aserraderos, ni las personas que vivieron con él. Solo encontró a Diosa
Sarmiento, quien había sido madrastra suya, pero estaba unida a un hombre
diferente a su padre, por lo cual nuestro personaje nada le preguntó acerca de
personas o cosas de los tiempos idos. Hubiera podido ser imprudente.
Curación
Uno no sabría decir qué relación
tendrían estos asuntos sobrenaturales en la vida posterior de Alfredo Jiménez.
Lo cierto es que, andando los tiempos, en Barrancabermeja, él se casó dos
veces. Del primer matrimonio, ya hablaremos. Fue a la segunda mujer, Fabiola
Hernández, que él mismo curó de una hemorragia sin tregua. Los médicos del
puerto petrolero le habían dicho que no podría tener más hijos y hasta la
desahuciaron; le vaticinaban solo dos o tres meses de vida. Un día, al llegar
del trabajo de construcción, encontró el baño de la casa convertido en un río
de sangre.
—¡¿Qué pasó aquí?! —preguntó a la hija mayor de ella.
—Es mi mamá, que no le para la hemorragia. Está muy mal.
Alfredo fue hasta donde ella se encontraba, la llevó al cuarto y la ayudó a
acostarse, tras lo cual, le dijo:
—Yo te curo esa enfermedad… Con la salvedad de que no puedes saber lo que vas a
tomar.
Ella aceptó. Él se internó en el monte y consiguió ciertas hierbas, que cocinó
para darle de beber en ayunas, la mañana siguiente. Fabiola bebió confiada y,
en pocos minutos, comenzó a sudar y a sentir mareos.
—Es normal —la tranquilizó el hombre—. Eso tiene que suceder.
Y como le anticipó, secó la fuente del sangrado y alivió pronto. No obstante lo
prometido, ella insistía que le contara qué había tomado esa mañana, pero
Alfredo le respondió que no podía decirle, que si le contaba, el remedio no
serviría después para otras personas, pues, lo aprendió en la aparición de un
anciano, quien le dio la receta para hacer el bien y no el mal.
—Con eso se podría matar a una persona —puntualizó y la mujer no insistió más.
Después de aquello, Fabiola habría de tener tres hijos con Alfredo: María
Carlina, Francia Elena y Alfredo.
Habrían de suceder otros hechos que se adivinan extraños. De ellos, el zahorí
lector se irá dando cuenta a su debido tiempo.
Matrimonios
Alfredo Jiménez contrajo matrimonio con
Laura Castaño, el 27 de enero de 1952. Y lo hizo, a pesar de la oposición de su
padrino de confirmación, Vicente Llerena, quien veía en ella una mujer
inadecuada para su ahijado. Ella era la viuda de un guitarrista, que se la
pasaba cantando y tomando ron. Tras la muerte del merendero, ella consiguió
trabajo haciendo papeletas de pólvora, en casa de una señora antioqueña, quien
le permitía dormir en su casa, pero en una silla; no en una cama.
Por esos tiempos, Alfredo trabajaba en la finca de una hermana tía de Laura.
Debía ocuparse de asuntos de la cocina, traer leña, cuidar animales. Pasó luego
a desyerbar potreros con el agua hasta la cintura, en la finca Reyes Hermanos,
en compañía de Manuel Castaño, el padre de Laura.
Alfredo iba viendo a esa mujer «tan sufrida», y pensaba que esta condición
hacía de ella la adecuada para ser su esposa. Y se fue enamorando de ella. Convenció
a don Manuel de que ella fuera hasta el sitio de trabajo y les preparara la
alimentación, a pesar de que entre padre e hija había habido hasta entonces una
enemistad, causada también por el desacuerdo del viejo a que ella se hubiera
unido a ese gandul del que había enviudado.
Vicente Llerena asistió fugazmente al matrimonio. Entregó a los recién casados,
como regalo, una cobija y algunos enseres de hogar, pero no se quedó a la
fiesta.
Alfredo consiguió trabajo en la construcción de campamentos de la petrolera
estatal, en el sector conocido como El Centro. Al terminarlos, consiguió que su
patrón lo recomendara con otro contratista para construir muros entre los
tanques con ladrillos refractarios importados de Brasil. Corrió con suerte,
porque este nuevo contratista no recibía más que a obreros recomendados por
conservadores; era primo de monseñor Miguel Ángel Builes. El hoy vendedor de
periódicos y revistas del puesto número 17 de Junín, recuerda que un gringo era
el que hacía las pruebas de selección de personal, dentro del mismo tanque. «Lo
veía a uno trabajar y si él decía: “usted por casa” o algo así como “albañil
boñiga’e vaca”, era que no servía; si, en cambio decía: “usté por médico”, ya
estaba uno contratado. Ese gringo se ganaba 150 dólares al día; uno, que era el
ayudante, 50 pesos al día. ¡Así han sido los gringos toda la vida!»
Por esos tiempos, Alfredo compraba ropa fina para Laura y, por cuotas, una
máquina de coser marca Paff. Con la liquidación, Alfredo se fue con ella a
Barranquilla, con la intención de radicarse. Quiso entrar primero a su natal
Puerto López, a visitar a mamá Beata, y como hacía tantos años que no viajaba
por esa carretera, pasaron de largo por la entrada de esa trocha y llegaron
hasta Puerto Flores, donde estaba el ferry que pasaba los autos para ir a
Fundación, Valledupar, Caracolicito, Riohacha y demás, de modo que debieron
devolverse una hora y media de camino. Cuatro días estuvieron en casa de la
abuela, en los cuales ella hizo muy pocas cosas diferentes a llorar de alegría
por haber vuelto a ver a su muchacho, ya vuelto un hombre.
En Barranquilla se alojaron en casa de la tía Andrea Jiménez y, en breve,
Alfredo se ocupó en la construcción. Un domingo, el recién llegado fue a
visitar a una hermana de la tía, cuya casa estaba situada al lado de la
cafetería Almendra Tropical. Cuando regresó, encontró a Laura enfurecida, con
la idea de que él, Alfredo Jiménez Ochoa, había pasado la tarde con la moza.
Discutieron. Llegó el lunes y él debió ir a trabajar. Cuando regresó, encontró
que ella había empacado sus cosas y se había marchado de regreso a
Barrancabermeja.
—Mira, Alfredo, pon cuidado que esa mujer está embarazada. Yo sé por qué te lo
digo. Es mejor que te vayas tras ella.
Cuenta que abordó un barco para subir por el Magdalena, ilusionado, pues, su
mayor anhelo era «que hubiera un retoño». Llegó al cuarto día, fue de inmediato
a buscarla y ella lo recibió contenta.
Él no pensó más en Barranquilla. Más bien, se endeudó y consiguió un terreno y
fue construyendo una casa en los días de descanso. Nació Cenit, la mayor de
cuatro hijos que tendría con ella.
Un día, una hermana de Laura inquietó a Alfredo con el comentario de que le
había sugerido a ella que cosiera ropa ajena en la máquina, pero ella le
contestó que no, que ella era blanca y se había casado con un negro para que él
le diera todo.
—No es un chisme, Alfredo, escúchelo usted mismo.
Convinieron que al día siguiente, él llegaría más temprano que de costumbre,
entraría por la puerta trasera de la casa y, escondido, escucharía lo que decía
su esposa. «Y así lo hice. Llegué a la casa y fui directo a ocultarme en un
árbol del patio y las mujeres comenzaron a hablar. Esas mismas palabras las
escuché de Laura. De modo que, sin decir nada, fui a la pieza y empaqué la ropa
en una maleta. Ella escuchó mis ruidos, fue a verme y me preguntó qué hacía. Le
contesté que si no recordaba las palabras que había acabado de decir, que por
eso me iba. Alquilé una pieza en una residencia y abrí crédito para ella y los
hijos en una tienda cercana, para que no les faltara nada. Después de ahí,
decepcionado, mi vida no era más que trabajar y tomar trago, ¡sí, tomar trago!
¡todo hay que decirlo!».
No tardó en unirse a Fabiola Hernández, prima hermana de Laura. Esta le diría
entonces: «¿Sí ve? Esa es la moza suya, que yo decía».
Capítulo 5
Cuenta el libro del Génesis, que cuando la mujer de Lot salió
de Sodoma, volteó a mirar atrás, en contra de lo que le había ordenado uno de
los ángeles de Dios, y quedó convertida en estatua de sal.
En cambio, cuando Alfredo Jiménez salió de Barrancabermeja, obligado por las
circunstancias, no pensó dos veces, no dejó que su cabeza se enredara en lazos
de indecisión, y llegó a Medellín a establecerse, después de más de quince años
de haber aquietado sus plantas en ese puerto sobre el Magdalena.
Ya llevaba algún tiempo militando en el Partido Comunista, por invitación de un
Juan Waldrón que viera en la cabecera de su cama la fotografía de Jorge Eliécer
Gaitán en lugar de crucifijo, y andaba repartiendo el semanario Voz Proletaria. Como parte de su rutina, llegó a un bar donde debía dejar algunos
ejemplares, cuando, de repente, un hombre que allí había le pidió que se los
enseñara. Alfredo así lo hizo, pero el infatuado personaje le dijo que por qué
no se iba para Cuba.
—En Cuba ya hicieron la Revolución —respondió—. Ahora la tenemos que organizar
en Colombia.
El otro, ofendido, rompió los periódicos y escupió la cara de su interlocutor.
Alfredo se limpió el rostro con un pañuelo y fue a situarse en otro sitio del
salón, al lado del secretario del Inspector de Policía, para tratar de evitar
problemas. Este dijo a Alfredo:
—¡Eh, hombre! Usté, que no se ha dejado molestar de nadie, ¡aguantarse
semejante humillación! ¿No será que el Partido Comunista lo embobó? ¿Se va a
quedar con esa?…
—Dejémoslo a ver qué más va a hacer.
El hombre, un gorila inmenso, se puso de pies y fue a buscar al comunista y,
sin mediar palabra, tiró de un manotazo los envases de vidrio que había sobre
la mesa. Se fueron a golpes. El intolerante tomó una silla y, tal vez creyendo
que desde su altura aplastaría a Jiménez, fue a envestirlo con fuerza. Pero no
contaba con que este, aunque de apariencia enclenque, estaba protegido por una
fuerza misteriosa, indescriptible, que él mismo no puede explicar. ¿Será su
abuelo muerto quien lo protege, en gratitud por haberle llevado el ataúd,
cuando Alfredo era todavía Chiquito? ¿Será esa sabiduría sobre las cosas de la
Naturaleza, aprendida de ancianos de otros tiempos, con la que consigue vencer?
Lo cierto es que Jiménez alcanzó a agarrar otra silla e impulsado por una
fuerza descomunal atinó a dar su golpe primero que su adversario. Resultado, lo
derribó con la frente rota.
Pero el gigante no se dio por vencido. Se levantó y volvió a enfrentar al comunista
y logró echársele encima. Inmovilizado, Alfredo parecía vencido. Pero de
pronto, le bastó con abrir su boca y con sus dientes calcificados de comer
tanto pescado, mordió la tetilla del tipo aquel, quien de inmediato comenzó a
gritar para que le quitaran —cosa paradójica— a aquel hombre que tenía debajo.
De pronto, se oyó un disparo. Era el dueño del bar, amigo del Partido, quien
hizo un disparo al aire para que las cosas volvieran al orden. Alfredo soltó su
presa y, luego de que el tipo se incorporara, se fue a casa.
No bien habían pasado unos minutos, llegó la policía. Alfredo abrió la puerta,
no sin antes agarrar una peinilla marca Angelito de 18 pulgadas.
—¡Entren por mí, si son tan guapos! —gritó desde el interior de la vivienda.
No entraron. Y pasaron tres días en los cuales las autoridades buscaban al
comunista por todas partes para retenerlo y en los que este se ocultaba de
ellas por aquí y por allá, como si jugaran al gato y al ratón, al cabo de los
cuales, cansado, este, el ratón, se presentó ante el Inspector, quien, tras
escuchar su relato, le ordenó que se fuera a casa.
Pero las cosas no terminaron ahí. El afectado formuló una demanda en su contra
y Alfredo fue obligado a pagar una indemnización. Pagó una primera cuota y
decidió entonces trasladarse con su Fabiola y los hijos para Medellín.
Abordaron el tren de las seis de la mañana, que reptó durante unas trece horas.
En el vientre de ese gusano de lata hubo de pensar en lo vivido a orillas del
Río. En Barrancabermeja había llegado a ser importante: se bautizó a los
diecisiete años, dejando atrás su nombre de infancia: Chiquito; se casó; tuvo
hijos; encontró hombres misteriosos que le enseñaron secretos de la Naturaleza,
e ingresó al Partido Comunista. En éste fue respetado, lideró movimientos de
protesta, manifestaciones en la fecha de su cumpleaños que coincidía con la
Fiesta del Trabajo, organizó homenajes y recibimientos a prohombres del
Partido. Pasó por su mente la vez aquella en que con Laura, su primera mujer,
fue unos días a Barranquilla y se puso a órdenes de su madre, Francia Ochoa,
que lo había dejado desde que él era un bebé. Ella le dijo que no tenía más
hijos que el que en ese momento vivía a su lado, a lo que él le respondió:
“Madre, yo no tengo la culpa de lo que mi padre le haya hecho” y se despidió de
ella para siempre. Recordó los trabajos de construcción en el sector de El
Centro, donde vivían los de la petrolera.
En fin, había dejado atrás un pedazo grande de su alma y, sin embargo, no miró
atrás ni dijo nada. Y en lo sucesivo de su vida, jamás habría de arrepentirse
del éxodo.
Temple
Corría el año de 1961 cuando llegaron a la ciudad. Los recibió una pariente de
Fabiola, en su casa de La Milagrosa, y allí estuvieron unos días mientras se
trasladaron a una vivienda cercana que tomaron en alquiler.
¿A qué estará apegado este hombre del puesto 17 de Junín? Al orden, al bien
común. Pero no a lugares ni personas. En breve se adaptó a la urbe. Y su
espíritu cívico lo llevó, cual Quijote, a meterse en entuertos con tal de
preservar la tranquilidad en el sector que habitaba, y su espíritu altivo, a
hacerse respetar de cualquier badulaque.
Fue así como, tomándose unos tragos con hombres de su barrio, El Salvador,
alguien percibió, por su acento, que era costeño y preguntó que si los varones
del litoral convivían con burras, no con mujeres, a lo cual el recién llegado
contestó que a veces, los muchachos, por travesura, tenían esas relaciones con
esos animales, pero nada más, del mismo modo que los chicos son traviesos en
todas partes. Uno de sus contertulios, no conforme con la respuesta, injurió a
Alfredo, lo ofendió con obscenidades y este, en sus tragos, le propinó un
puñetazo que fue a dar con el otro por el suelo. Los demás sacaron cuchillos
para respaldar al impertinente y, uno de ellos, lanzó al comunista un navajazo
que le atravesó el hígado. La sangre corría a borbotones. Dejando un hilo rojo
por aceras y calles, Jiménez acudió a un amigo para que lo llevara a una
clínica.
Despertó a los tres días, cuando ya le habían practicado una intervención
quirúrgica. Según los médicos, se recuperaría. Le dieron de alta y Alfredo, el
indomable, aprovechó para volver a su trabajo de constructor. Había prometido a
una mujer que vaciaría una losa en su casa y la tenía perjudicada con la
espera.
Fabiola y el PC
Fabiola, su mujer, nunca había vivido contenta con la militancia de Alfredo en
el Partido Comunista. Y fue en Medellín que vino a expresar su incomodidad por
las reuniones en la sede de Maturín entre El Palo y la Avenida Oriental, y las
tareas que debía cumplir su esposo para la Organización, que cumplía con
obediencia y sin escatimar tiempo ni recursos. Seguramente se sintió segunda en
importancia para ese hombre, desplazada en afectos y atenciones. Una vez
tuvieron una discusión fuerte en plena calle y lo hizo detener por la policía.
Él pagó cinco días de cárcel en La Ladera. Cuando salió, en el Partido se
enteraron de lo sucedido y procedieron a nombrar una comisión para que
conversara con ella. El propósito: enterarse, por su propia boca, cómo era el
comportamiento de ese miembro del Organismo, que debía siempre ser ejemplar,
coherente con sus ideas. Y encontraron que él le daba gusto en lo que podía y
la trataba amablemente, pero en lo único que no transigía era que ella le
atacara el Partido.
Siguió atendiendo sus funciones en este. Debido a su radicalismo, Alfredo solía
ser nombrado portero en los festivales que programaban con el objeto de
recaudar fondos para el sostenimiento de la sede y la impresión de la
propaganda. “Vengo de Bogotá —le decían, por ejemplo— y no tengo con qué
pagar”. “Si ahora viniera mi mamá —respondía el hombre— y no tuviera con qué
pagar… yo firmaría el vale”.
En cuanto a Fabiola, digamos que las directivas del Partido le ordenaron a
Alfredo que escogiera entre este y ella, y él optó por el Partido.
La gringa
Cumpliendo su tarea dominical de vender el semanario en el Parque de Bolívar,
Alfredo conoció a Susam Fryban, una norteamericana de ideas izquierdosas, que
sabía hablar en siete idiomas y que acudía puntual a buscar la publicación.
Hablaban. Ella le decía que él era una buena persona para el pueblo por estar
llevándole ideas liberadoras. Se fueron encariñando y cuando menos pensaron
estaban saliendo, pasando días de campo juntos en arroyos de La Ceja o Rionegro,
o metiéndose en una sala de cine. Se fueron a vivir juntos y a un hijo que
tuvieron, ella propuso que lo llamaran Jorge Eliécer, como ese gran hombre al
que admiraban. Compartían las labores del hogar. Él le enseñó a cocinar y los
domingos, mientras la gringa tomaba la escoba, él agarraba la trapera.
A los dos años, ella propuso que fueran a vivir a Estados Unidos. Con una buena
recomendación en su arte de obra blanca de albañilería expedida por un señor
influyente, Alfredo tramitó la visa, pero por más que el padre y el hermano de
ella, jubilado y aviador de la Fuerza Aérea del país del norte,
respectivamente, intercedieran para que en la Embajada expidieran el documento,
no fue posible. El nombre de Alfredo Jiménez Ochoa estaba registrado como
miembro del Partido Comunista Colombiano.
La gringa se fue con el niño, de todos modos, con la promesa de que volvería.
Se escribieron diez largos años, hasta que Alfredo no aguantó más y le dijo en
una carta, en su cotidiano tono estricto: “Decida, pues: ¿se queda o se vuelve
como acordamos?” Desde entonces no hubo más cartas. Nunca más supo de ella ni
de Jorge Eliécer.
Entre tanto, Fabiola apareció en la sede del Partido con el cuento de que
quería ingresar y hasta compró libros de Marx, Engels, Lenin y demás, para estudiar,
pero con el tiempo se dieron cuenta de que lo que hacía era acercarse a
Alfredo, pues, nada sabía de comunismo y los libros permanecían arrumados y
empolvados en un rincón de la casa. Poco tiempo después, ella murió.
Capítulo 6
En la época en que estuve con la gringa, en el Partido Comunista me
nombraron para una tarea: dirigir la construcción de la casa de uno de sus
fundadores, un hombre de apellido Bolívar. El Partido me pondría los materiales
y yo la dirección y la obra de mano.
Era en el Barrio Popular, donde ya llevábamos adelante esa invasión. Una
invasión es una cosa difícil, porque nosotros luchábamos la tierra y luego la
preparábamos para la construcción, levantábamos los ranchos y si a las
autoridades les daba por llegar y tumbarlos, debíamos aguantarnos y volver a
empezar.
El terreno del señor Bolívar estaba situado a una cuadra del lugar hasta el
cual no podía entrar la volqueta de los materiales, de modo que había que
arrimarlos al hombro. Ningún otro miembro de la Organización podía ayudarme
porque, según argumentaban, no les quedaba tiempo.
Pero sucedió que Jiménez, o sea, quien le habla, llegó una tarde a la sede del
Partido y encontró a varios de ellos… ¡jugando ajedrez! Fue tanto el enojo que
les botó las fichas por el suelo y volteó los tableros de juego. El compañero
Jiménez no supo de sí.
Despertó a los tres días, en el Hospital Mental. Creían que el problema era de
la cabeza, pero no, el problema nunca ha sido de la cabeza, sino de fiebres y
dolor de estómago. Bueno, pues, un enfermero, para intentar controlarlo, le
apretó con fuerza la garganta y hasta le dañó la voz. Como habíamos dicho, no
creo que sea necesario repetirlo, el compañero Jiménez tenía una voz bonita y a
la gente le gustaba oírlo cantar música alegre de la costa, pero hasta ahí
llegó. Apenas por estos días es que ha notado que ha venido como a mejorarle un
poquito. Estuvo quince días allá, recluido. Salió. Entre tanto, el Partido
había nombrado una comisión que se encargara de hablar con la americana para
convencerla de que se fuera y lo dejara. Fue por eso que ella decidió irse y se
fue. Ella les dijo que lo quería. Claro que esa noticia la supo mucho tiempo
después, al año de que la embarcara en un avión para verla irse. El compañero
Jiménez aceptó la situación. Siempre acostumbra recibir las cosas como vienen,
lo malo con lo bueno, ponerles más cabeza que corazón y seguir andando.
Recluso
Por ejemplo, varias veces han tomado preso al compañero Jiménez, y siempre ha
tomado las cosas con la misma tranquilidad con la que hoy aquí estamos
conversando.
Una vez, en Barrio Antioquia, en compañía de unos cuatro compañeros comunistas,
por estar pintando consignas en las paredes. En ese tiempo era con brocha, no
con aerosol. A ellos los ultrajaron pero al que le habla no lo trataron mal. A
pesar de que tenía en el pecho un botón con la cara de Lenin. Antes le decían
que le lucía. A los tres días estuvieron libres y los comentarios de los otros
se referían a eso del trato y se extrañaban de que hubiera sido tan distinto.
Otra vez fue en 1975, en el mandato de Alfonso López, cuando llevaron otra vez
a Jiménez a la cárcel, esta vez por un año y no por motivos políticos. Lo
sindicaban de haber matado a uno estando borracho, a media noche, en el bar
Alhambra, que nunca conoció, porque cuando quería tomarse los tragos, el
compañero Jiménez siempre se quedaba en el Córdoba, un bar que quedaba cerca al
Perro Negro, en ese mismo sector de Cisneros. La que lo acusaba era una señora
que trataba de salvar a su marido de la cárcel, ya que él era el verdadero
asesino. Y las autoridades fueron descubriendo el caso por las contradicciones
de ella con relación a la ropa que Jiménez llevaba puesta. En la primera
declaración dijo que vestía una camisa blanca y un pantalón azul. En la
segunda, la cambió. Además, una vez que llegó el citador a Bellavista, dijo que
la dirección de residencia que había dado Jiménez no existía en Medellín. Con
su poca forma de escribir, el detenido le escribió una carta al Juez, en la que
le dijo que si esa dirección no existía, cómo era que llegaban las cartas de la
mujer gringa, la madre de su hijo. Amigos de tragos le ofrecían a este
comunista matar a la mujer esa por la cual había pagado un año de cárcel
injustamente, pero él les decía que no, que la dejaran en paz. Y la Naturaleza
sola sabe cómo hace sus cosas, cómo premia y cómo castiga. Cómo le parece que
el mismo señor que ella protegió la mató después.
Otra vez, ya como en el ochenta, fue que metieron preso al compañero Jiménez
porque lideró un mitin en la Gobernación, para protestar por la persecución de
las autoridades contra un muchacho de la Universidad, a quien querían matar.
Jiménez elaboró el material solicitando respondieran por su vida. Cuando
respondieron, se levantó la protesta. Siempre se lo llevaron para el calabozo,
pero a los tres días ya estaba otra vez en el puesto de prensa.
Después fue que vinieron tres hombres del F-2 al puesto de prensa. Era como un
sábado a las siete de la noche. Se llevaron al compañero Jiménez, quien le
habla, y lo montaron en un carro y lo pusieron a dar vueltas por Belén.
Preguntaban que cómo se llamaban los compañeros del mitin y dónde quedaban sus
casas. Jiménez decía que él no sabía. Entonces, que cómo hacía para llamarlos.
Ah, pues, les decimos compañeros o compañeras.
Jiménez llevaba con él unas boletas de rifas y dieciocho ejemplares de Voz. En
cuanto a eso, preguntaron: para quién es la plata de la rifa, ¿para la
guerrilla? No, es para pagar los quehaceres de los que trabajan en la sede del
Partido. Sus sueldos. Y para pagar arriendo, luz, agua… y para los boletines de
propaganda y para denunciar las anomalías que cometen el gobierno y los
patrones contra los trabajadores… En fin, ya pasadas unas horas de andar en ese
carro, embarcaron a una señora, que también hizo esas preguntas. Dije que el
Partido Comunista luchaba por la clase media productiva. Incluso defendía el
salario de trabajadores del Estado como ellos. Ella dijo: “Si es así, nosotros
también deberíamos hacer parte del Partido Comunista”. El compañero Jiménez
dijo entonces: “Quien está en contra del Partido Comunista está en contra de
sus propios derechos”.
Lo largaron el lunes. Fue que mandaron a una comandante del F-2 para que
hiciera otra vez las mismas preguntas y después dijo: “No veo motivo para la detención.
Entréguenle las cosas, las boletas, los periódicos, el bolso, el carné del
Partido; todo. Y que se vaya”. Y salí.
No fueron las únicas veces en que este compañero estuvo detenido. En total,
fueron nueve. Otra vez lo metieron a la cárcel cinco días inconmutables, por
estar poniendo consignas en contra de la elección de Lleras Restrepo. Ah, esta
vez fue antes que la anterior. Los recuerda porque se mantuvo con el desayuno
que recibió el primer día. Después, nada más. Con decir que la última noche ya no
podía dormir. Estaba débil y desesperado. Cuando soltaron al compañero, caminó
como pudo, borracho, casi sin ver, desde la Estación hasta Zea con Cúcuta,
donde Fedeta tenía la sede. Fueron recuperándolo con calditos y alimentico
suave, para volver a coger aliento. Fue tan difícil, que el Partido trató de
prohibir que participara más en manifestaciones.
Solo
En cuanto a delincuencia, ya esto está muy saneado. Recuerdo que el que le
habla vivía en Maturín con Niquitao, por la Pajarera, cerca del Asilo, hace
como diecinueve años. Había una familia Corrales que era el azote del
vecindario; unos matones. Eran unos hombres, el Ñato le decían a uno de ellos,
que vivían con la mamá, una vieja alcahueta y una hermana prostituta o
trabajadora sexual. Cobraban peaje por pasar por su casa, fuera de día o de
noche. Yo pensaba que un día que tocaran con este compañero, ¡sabrían! Recuerdo
que un señor que se salió del DAS fue a vivir a ese mismo callejón. Este hombre
le dijo al Ñato que entrara en la habitación de Alfredo y le robara las cosas.
Lo hizo.
Por consideración a la madre del Ñato, no hice más que hacerles firmar un
documento en el que se comprometieran a pagarlas. Pasaron días, meses, y nada
que pagaban.
Una madrugada, el exagente del DAS subió a una losa encima de un restaurante y
se escondió a esperar que Jiménez pasara para matarlo.
No sé qué pasó, pero lo cierto es que la dueña del restaurante dijo después que
el hombre había bajado corriendo, asustado, y le contó que cuando fue a
matarlo, lo vio rodeado de una cantidad de gente, que no se atrevió a hacer
nada y que no pudo soportar un frío y hasta tenía que irse a acostar. Sabiendo
que siempre camino solo. No me gusta andar acompañado. Incluso cuando camino
por el centro, me siento más tranquilo andando solo.
Bueno, como a los días, uno de los Corrales se emborrachó y fue a atropellar la
puerta de mi habitación. No le dije nada, pero al otro día, domingo, le
reclamé. Él respondió: “¡apenas para darle machete todo el que se trague!”. Le
dije: “¡traiga el machete!” Como yo era constructor, tenía un codal de abarco.
Salí con él a la calle y también llegó el hombre. Tiró el viaje y pronto le
tumbé el machete. “¡Recójalo! Que no me gusta atacar al desarmado”. Salió
corriendo para la casa, llamó a todo el mundo y de ella salieron su mamá, su
abuela y otros tres, cada uno armado de barbera o cuchillo. Rápidamente me
percaté de una tienda que había al frente, y la dueña, al ver el problema, me
tiró un machete, pero yo, por cuidarme del hombre del machete, no vi al del cuchillo
y a última hora le metí el brazo. Me lo encalambró y quedé sin codal. Aquí
tengo la marca. Entré en una carpintería. El dueño trató de impedírmelo, pero
yo lo empujé contra el muro. Cogí un palito y volví a la puerta, al encuentro
de los perseguidores. Le arrojé el palito a los ojos a uno de ellos y brinqué
afuera. Ellos corrieron y se encerraron en su casa. Al poco rato llegaron
policías en dos motocicletas y una patrulla. El comandante se acercó a mí, que
estaba acompañado de Rosita, la dueña de la tienda, quien los había llamado.
“Dónde está la gente que lo atacó”, preguntó. “Ahí, encerrada, comandante”. “Y
usté, ¡con ese palito! ¡A nosotros nos da miedo y usté con ese palito! Vámonos.
No tenemos orden de arresto contra ellos. Y usté, váyase para la clínica a que
lo curen”. Entré en mi vivienda, estanqué la sangre y comenzaron a surgir
runrunes de que me harían ir de allí.
Y otra vez la Naturaleza: a los días, aparecieron dos de ellos muertos en la
acera. Después, al otro, como a tantos les debía, le dijeron “¡abra la boca!” y
le metieron un balazo, pero nada le pasó. Ese vino a morir a los días, cuando
unos ricos le hicieron meter dieciocho tiros en el Cementerio San Lorenzo
porque había violado a una niña. “Se embarcaron en el carro que no era”, se oía
decir.
Seguían los runrunes de que a ese Alfredo Jiménez lo iban a hacer ir de allí.
Por mi parte, yo seguía pasando sin pagar peaje a la hora que fuera. Fui a los
juzgados de La Alpujarra por una orden de captura para los que quedaban. En
esos días comencé a pintar la chaza de verde y blanco y cuando regresaba de la
ferretería, encontré a uno de ellos que montaba en bicicleta. “¡Párese, que lo
voy a entregar a las autoridades ya mismo!”, le grité. En esas llegó un agente
motorizado. Lo tiró como un bulto en el carro y se fue. Di la vuelta y llegué
primero a la Estación. El comandante me dijo: “bien, venga el lunes para que
conversemos”. “No tengo nada que conversar con usté. Ya se los entregué, ya
ustedes verán qué hacen con él”. Hay que decir que Jiménez, quien le habla,
nunca volvió a toparse con ese tipo. Y se compuso Niquitao.
Capítulo 7
I
—¡Jiménez es comunista, pero muy buena persona! —fue la recomendación que
dio de Alfredo un coronel retirado de la Policía, José Bohórquez, que vive en uno
de los edificios de Junín, cerca de la esquina de Pichincha, a los demás
habitantes de la cuadra. Estaba enterado de cómo el compañero, desde la hora
misma en que llegó a Junín a establecerse con sus ventas, en 1986, hacía lo que
estuviera a su alcance para mantener la cuadra libre de malechores.
Y la recomendación no se quedó en palabras. Hace años que Alfredo maneja las
llaves de las puertas del edificio donde vive el ex policía, y debe abrirlas
temprano para que los inquilinos puedan salir a trabajar o estudiar. Y en
ocasiones, le han encomendado cuidar esos apartamentos cuando los dueños se van
de vacaciones.
Pero, en detalle, ¿qué motivaba esa recomendación, esa confianza, al excoronel
Bohórquez?
Hay que decir que ambas se han ido generando paso a paso, con las hazañas del
vendedor de periódicos, que han tenido, por cierto, hasta el respaldo de los
policías del Centro de Atención Inmediata, CAI, como el que funcionaba en la
Plazuela Uribe Uribe. Veamos.
Pandilla
“Sabemos que usted es un negro verraco —le dijo un día el comandante de ese
CAI—. Ayúdenos a acabar con una cuadrilla de ladrones que opera en Maturín”. Y
Alfredo, ni corto ni perezoso. Tan amigo del orden que ha sido. Días después
vio que los bandidos le robaron del cuello una cadena a un hombre y
salieron huyendo. Sin pensar, Alfredo corrió tras ellos y, a su vez, tras él,
los policías. Le dieron alcance al pillo. “¡Ese es el ladrón!”, gritó el
comunista y lo mataron.
Y era común que Jiménez hiciera respetar la cuadra. A unos bandidos los entregaba
al CAI, a otros, por lo menos, conseguía ahuyentarlos.
Han sido 19 años muy intensos en Junín, en esa cuadra entre Pichincha y
Maturín. Otra vez, un sábado, fue que otros ladrones robaron, casi frente a él,
el reloj a una chica que se apeó de un bus. Y como de costumbre, Alfredo lo
persiguió y enfrentó, y luego lo entregó a los policías de la esquina. La joven
no formuló denuncia y al tipo lo dejaron libre en breve. Al lunes siguiente,
uno de los bandidos se arrimó subrepticiamente y le clavó un puñal por la
espalda a nuestro héroe. Él, herido como estaba, tomó el pedazo de riel con el
que pisaba la prensa para defenderla del viento, y fue tras el sujeto a darle
su merecido. Un celador callejero se atravesó en el camino del otro ladrón, de
modo que tomaron a ambos. Llegaron con ellos al CAI y el comandante de éste
hizo que Jiménez abordara un auto para que lo llevaran a la clínica. La sangre
estancó en minutos. “Déjenme ir ya, que no siento nada”. No lo podemos dejar ir
—le respondieron médicos y enfermeras—. Necesitamos que orine a ver”. Alfredo
accedió, pero su orina era amarilla, como si nada. “¿Usted qué almorzó,
señor?”, le preguntaron. “Un mango”. Le cosieron la herida y salió. Al día
siguiente, fue a la Inspección a preguntar por el tipo, pero ¡vea qué
sorpresa!: ya lo habían soltado.
Pocos días pasaron hasta que el hermano del cuchillero ese llegó al puesto de
venta de periódicos a decirle que por culpa suya, lo buscaban para matarlo.
“¡Culpa mía! —recuerda Alfredo que exclamó—. No soy yo. ¡Son las autoridades
competentes las que tienen que controlar los actos de los bandidos!”. El otro
se acaloró y empuñó su cuchillo contra el comunista, pero con tan mal tino, que
este alcanzó a tomarle el brazo con su mano, írsele encima, inmovilizarlo,
derribarlo, quitarle el arma, levantarlo y… entregarlo al CAI. Sin embargo,
aquí no termina esta hazaña: a los días, “me llamaron a declarar ante el Juez.
La señora madre del delincuente pagaba un abogado. Querían que yo les pagara
una indemnización. Pero la justicia fue justa entonces. Después de unas semanas
el Juez falló. Le dijo a la otra parte: “No vuelvan por el puesto del Alfredo
Jiménez, más bien”. Y Caso cerrado.
En carne propia
De modo, pues, que la confianza del excoronel estaba fundada en estos actos. Y
detrás de la confianza, se fue tejiendo entre ellos la amistad.
«Ha sido el excoronel quien más se ha preocupado por mí cuando en esos
incidentes me han herido con armas de fuego. En el último, mandó a una persona
a la clínica para que me preguntara qué necesitaba», reconoce Jiménez.
Hasta una vez fue que el exoficial comprobó su lealtad y solidaridad en carne
propia. Una vez, este fue víctima del robo de una camioneta costosa y nueva.
Había formulado la denuncia, por supuesto, pero, a pesar de que habían pasado
quince días, nada se sabía del auto. Y vean cómo son las cosas: mientras
conversaba con el expolicía, parados uno frente al otro al pie de la chaza de
periódicos, Alfredo Jiménez vio pasar el dichoso automotor por pleno Junín y
detenerse, en medio de una fila de autos, por orden de la luz roja del semáforo
que controla el cruce de Pichincha. El excoronel Bohórquez se disponía a dejar
a su amigo para dirigir escasos veinte pasos hasta un negocio de pollo asado,
por entonces de su propiedad. Alfredo lo tomó del brazo y exclamó: “¡Ayúdeme!”.
Y salió corriendo hasta el auto, llegó a la ventanilla del conductor y lo
agarró del brazo que descansaba en ella. José llegó por el otro lado. Fue
entonces cuando Alfredo se percató de que adentro viajaban tres chicas y dos
hombres, porque ellas comenzaron a lanzar alaridos: “¡Suéltelo, señor,
suéltelo!” Llegaron algunos agentes de policía y el excoronel Bohórquez se
apresuró a identificarse y explicar la situación. Los detuvieron y medio día
después, cuando la tarde dejaba de ser, regresó el excoronel conduciendo su
coche.
José Bohórquez le agradeció la acción. Alfredo le dijo: “yo a usted le tengo
aprecio por el buen trato que, como patrón, les da a sus trabajadores. Y sepa
que si yo tengo que dar la vida por usted, ¡la doy! Le agradezco a nombre de la
clase obrera y el Partido Comunista lo que ha hecho. Y lo que ha hecho por mí.
¡Lo que no hizo mi padre…!”.
II
Por su parte, el excoronel José Bohórquez cree que Alfredo Jiménez, el
comunista, el defensor de los trabajadores, el afanado por mantener el orden y
la seguridad para los peatones de Junín, entre Pichincha y Maturín, en “el
fondo es de derecha como yo”.
Arrellanado en un mullido sillón de la sala de su apartamento encaramado en el
tercer piso de un edificio gris, cuya entrada está situada casi al frente del
puesto de prensa marcado con el número 17, ignorando a fuerza de costumbre una
algarabía de babel que llega desde la calle formada por los pregones
desacompasados de venteros ambulantes de abalorios, el coronel José Bohórquez
sustenta esa opinión con el argumento de que esas mismas características
mencionadas del compañero Jiménez, son el reflejo de que este tiene un concepto
igual al suyo de orden, seguridad y temple, acompañado por un sentido
inexorable de justicia, que, por supuesto, también tiene que ser el mismo. Así
lo explica y pasa sus palabras con jugo de naranja.
«Conozco a Alfredo desde hace tiempos. Y creo que es una persona llena de
principios».
Y contó que él llegó de Cali. Y que durante su vida activa al servicio de la
policía —y a pesar de esto— tuvo una forma de controlar las marchas de protesta
de los estudiantes de una manera concertada. Alimentando el sentimiento de paz
entre los manifestantes, caminaba en medio de ellos, desarmado, por las calles
y los inconformes terminaban por quererlo.
No se sabe si él conocería ejemplos o sabría detalles, pero sabía de la paz con
que ha controlado Alfredo las manifestaciones sindicales que ha dirigido. No se
sabe si él conoce, por ejemplo, la historia de una protesta de la que nuestro
comunista fue nombrado responsable. Sucedió que marchaban por la Avenida
Oriental, doblaron por La Playa y al llegar a la esquina de Junín, frente al
Edificio Coltejer, unos agentes de policía que los seguían, intentaron arremeter
contra los manifestantes y éstos, también contra ellos. Cuando el compañero
Jiménez se dio cuenta de esto, fue a buscar al Comandante para decirle: “¡No
intervenga! ¡Déjeme a mí arreglar esto!”. El oficial le respondió: “Negro, si
usted es capaz, ¡hágalo!”.
Alzó la mano derecha y con voz potente, les dijo: “¡Compañeros! No quiero
problemas con los señores agentes. Estos no son los culpables. ¡Demostremos que
somos capaces de realizar nuestras denuncias con cultura!”. Siguieron en calma
hasta que frente a un teatro que había en la avenida Primero de Mayo, uno de
los policías arremetió contra Jiménez, pero este, fácilmente, se lo impidió.
Cuando llegaron a la Avenida de Greiff, el comunista gritó: “¡Hasta aquí
llegamos, compañeros!”. Y se disolvió la marcha. Era que él se había enterado
de que algunos oportunistas que decían ser valientes, pero que en realidad
tiraban la piedra y escondían la mano, como suele decirse, se habían colado en
el desfile.
(Sépanlo: el comandante que dirigió a aquellos agentes fue el mismo que,
andando los tiempos y al mando del CAI de la Plazuela Uribe Uribe, habría de
solicitar a Jiménez que le ayudara a acabar con una pandilla de asaltantes.)
Pero a juzgar por la forma como el excoronel Bohórquez conoce al compañero
Jiménez, y lo aprecia, nada raro que sí sepa todo esto.
Capítulo 8
No digamos que la misteriosa aparición del anciano en una de las calles de
Medellín, en la que dijo a Alfredo Jiménez cosas reveladoras, haya partido en
dos la historia de este comunista. No. Porque, como puede haberse observado a
lo largo de la lectura de su intensa vida, esta ha estado siempre tan cargada
de hechos fundamentales; hechos de los que en cualquier historia uno termina
por calificar con esa trillada expresión.
¿Cómo olvidar que, a los quince años de edad, Jiménez huyó del lado de su padre
en Pailitas, ascendió por el río Magdalena, para establecerse en
Barrancabermeja? ¿Que decidió bautizarse como Alfredo…, Alfredo Jiménez Ochoa,
cuando era casi un hombre, ya radicado en el puerto petrolero, para acabar de
una vez por todas con ese remoquete que hacía de nombre, Chiquito? También
habría de decirse que el traslado a Medellín había partido en dos la vida de
Alfredo. Y qué decir de la aparición de las Ánimas del Purgatorio, invocadas por
un viejo agricultor amigo suyo en tiempos remotos…
Revelación
Como si hubiera sido hace cosa de un mes, Alfredo Jiménez recuerda la escena
del anciano. Fue hace unos quince años. El día y la fecha sí han logrado
difuminarse, ¡cosa extraña!, en el libro de recuerdos de este Funes Memorioso,
aunque está convencido de que era algo así como noviembre o diciembre. “Solo sé
que eran como las cinco de la tarde. Iba a entregar unos ejemplares de Voz a
una cafetería de Palacé, cerca del templo de La Candelaria, situada al frente
de otra muy famosa de nombre La Sorpresa”, cuenta, suspendiendo su relato para
atender al proveedor de El Heraldo, que casi sin mediar palabras y sin apearse
de su Lambretta, entrega varios periódicos del día y recibe los que han quedado
de los anteriores.
Era un anciano de aspecto humilde, tez morena, más bien rollizo y de baja
estatura, se detuvo para preguntarle en tono decente: “¿Usté en qué fecha
nació?”.
«Se me vino a la mente, no sé por qué, que ese viejecito tenía respuestas que
yo había buscado siempre. De modo que, sin esperar insistencia, le contesté:
“Primero de mayo de 1930″. “¡Apure que tenemos que hablar!”. Salí detrás de él
y nos metimos en el primer bar que vimos, él pidió café y yo un vaso de agua».
El viejecito no se presentó. Habló de una vez: “¿No es cierto que usté tuvo una
decepción muy grande, en un diciembre, cuando era niño?”. “Sí”, le confirmó
Alfredo. Se trataba de la última paliza que recibiera de su padre, en 1944,
cuando tenía catorce años, a decir verdad, sin motivo, puesto que lo único que
hacía el pobre muchacho era trabajar en la roza que les daba la comida y en el
monte, en la explotación de maderas que su papá tenía en Pailitas, y
administrar el negocio, atender trabajadores y guardarle cuentas y dinero al
viejo, mientras este andaba de juerga en Barranquilla dos o tres meses. Como
era un muchacho orgulloso, ni en esa paliza ni en ninguna otra le dio el placer
de verlo verter una lágrima. Pero las marcas iban quedando en su alma, al punto
que todavía en esos tiempos del misterioso encuentro con el anciano, lo hacían
llorar en soledad, especialmente cuando llegaba el último mes del año.
“¿Y sufrió otra decepción en diciembre de 1959?”. También. El desconocido se
refería a la triste escena en que Alfredo, hecho un hombre y por entonces al
lado de su primera mujer, Laura, fue a Barranquilla a saludar a su madre,
Francia Ochoa, quien lo había abandonado cuando él era apenas un bebé. Quería
ponerse a sus órdenes. Ella le contestó que no, que ella no tenía más hijos que
el que en ese momento vivía a su lado y Alfredo no tuvo más que hacer que
alejarse de ella para siempre.
“Usté no tiene nada que ver con esas culpas —señaló el anciano, entre sorbos
lentos de café negro—. La culpa es de ellos. Haga de cuenta que esas personas
no existen. A usté le dicen loco y hasta lo han llevado al Hospital Mental.
Pues no, lo que pasa es que usté nació enfermo del hígado y sus padres nunca lo
hicieron ver de un médico y mucho menos lo sometieron a un tratamiento. Lo que
va a hacer es tomarse un purgante cada año, de por vida. Yo sé que usté toma
limón y le aprovecha; pero le afecta el corazón”. Para su asombro, todo era
cierto. Además, había días en que, en ayunas, Alfredo lavaba sus dientes y
tomaba tres tragos de esa juagadura y también con ese remedio sentía mejoría,
su estómago no se aflojaba y la fiebre le bajaba. Dos veces complicó y, en
vista de que afectaba su comportamiento, ofuscándolo, enardeciéndolo, lo
llevaron al Mental y por más que se esforzaba por explicarle a los médicos que
lo suyo no era de la mente, sino que le dolía el estómago, no le hacían caso y
hasta lo sometieron a choques eléctricos. Fue entonces cuando, desesperado,
escribió una carta a un primo suyo, Epifanio Padilla, que vivía en San Luis, en
una boca del río Cesar, para averiguar si de pronto él sabía qué diablos le
sucedía, qué enfermedad congénita tal vez podría estar padeciendo. Pero fue en
vano. La carta no llegó al pariente, pues, Alfredo la envió por el correo de
Avianca y este se la devolvió a los días explicándole que la debía mandar por
correo nacional. Esperó más bien. Y de pronto, se encontró con el anciano aquél
que ahora tenía enfrente. Esa, la de su enfermedad, era la principal respuesta
que sintió encontrar cuando el viejo irrumpió en su vida preguntándole sin más
ni más la fecha de su nacimiento.
Continuó el viejo: “Usté lo que sufre es una enfermedad que se llama rebeldía sentimentalista. Si alguien le hace un motivo, usté lo golpea y cuando usté le pega,
usté sufre; si no le pega, también sufre. Vea lo que usté tiene que hacer:
cuando lo hagan enfadar, déle un golpe a otra cosa; no a la persona. Pero
golpee algo, porque si no, usté se enferma, se le va acumulando esa energía.
¿Qué usté es loco? No, usté nació fuerte y con inteligencia, pero cuidado,
porque tiene una masa encefálica débil. Deje el trago. No se preocupe por nada.
Deje que el mundo se venga encima. Ah, otra cosa: no necesita leer demasiado
porque usté saca conclusiones más rápido que los grandes intelectuales. Cuando
usté dice algo, así es. Dice, por ejemplo, me va a suceder una cosa y le
sucede. Hágame caso. Consiga sal epsom en la farmacia. Ponga un pedazo de
panela a desleír en una tasa de agua en la noche, le echa una cucharada de esta
sal y, al día siguiente por la mañana, tómesela. Una vez al año. Le dará un
poco de diarrea, pero nunca volverá a sufrir con surebeldía sentimentalista”.
Le dijo más. Le dio un número para jugarlo en chance y
la fecha en que debe jugarlo.
Desde entonces, Alfredo Jiménez no volvió a sufrir de ningún mal. No volvió a
llorar en soledad por las palizas que de niño le propinaba su padre ni por la
negación de su madre. Aprendió a ver en los otros a sus parientes, a vivir para
servirle a todo el que puede y para hacer de su sector el más seguro.
Y en cuanto al chance: Hace cuatro meses, una agencia le robó el premio, como a
algunos otros ganadores, negando la autenticidad del papel de juego y
“precisamente, el sábado anterior perdí dos millones de pesos, porque no tuve
plata con qué jugar mi numerito”.
Hace diecinueve años, pocos años antes
del encuentro misterioso con el anciano en Palacé aunque coincidencialmente
también a eso de las cinco de la tarde, cuando aún vendía frutas en el otro
lado de Junín, intentaron matarme. Un tipo me pidió cualquier fruta de treinta
centavos. No, solo hay de setenta y ochenta, le dije.
“Este hijueputa no
está bueno sino pa pegarle un tiro”, y metió una mano en un bolso.
¡Espere! Cuando,
¡pun!, un disparo al pie del corazón. Yo me estremecí. Al disparar por segunda
vez, el revólver no dio fuego y el cobarde trató de huir, pero yo le atravesé
un pie y cayó al suelo. El desorden fue total. La gente corría, gritaba, se
arremolinaba alrededor, como ocurre en estos caso. Me le fui encima, le quité
el arma y le di una patada en el trasero, lo dejé libre y le dije que no
volviera más por aquí. Se fue.
Boté mucha sangre. No
tenía dolor. La gente me decía que fuera a la clínica y me decían nosotros lo
llevamos. Yo les decía, yo no tengo nada, no quiero que me molesten.
De pronto, una persona
se apareció con un documento del Partido Comunista en el que me ordenaban ir al
médico. La camisa empapada de rojo. Acepté ir al San Vicente de Paúl. Allá me
tomaron una radiografía y ¡no había bala ni orificio de salida! El doctor no
dejaba de decir que era una cosa muy rara. Regresé al negocio antes de las
nueve. A los meses, le vendí el revólver a un finquero.
Fuerzas de flaquezas
Han querido matarme
varias veces. Otra vez porque alguien que me preguntó la hora, no escuchó o no
quiso escuchar lo que le dije. Eran como las diez de la mañana. Cuando disparó,
hice mi cuerpo para un lado, pero dejé el brazo derecho extendido y el balazo
me lo atravesó de lado a lado. El revólver no dio más fuego. Me le fui encima,
agarré al bandido por la camisa pero me quedé con los pedazos. Corrí tras él
hasta el Parque de Berrío, donde logró perderse. Volví al trabajo y procedí a
sacar la sangre negra y la pólvora que tenía en el brazo. No encontré la bala
en el suelo. Seguí trabajando tranquilo.
Y hace unos tres años
apenas, venía caminando despacio, cuando un hombre que iba con su esposa,
tropezó conmigo. Le reclamé. Dijo que yo caminaba como un mico y cuando me dio
la espalda, vi que salió caminando igual, con las piernas abiertas. Entró con
ella al asadero de pollos que por entonces era de mi excoronel Bohórquez.
Cuando uno pisa a
alguien, le dije, le da excusas. Me contestó: qué excusas, si usté tiene cara
de mico.
Fue a golpearme. La
señora le recibió unos libros. Me partió el labio. Siguió tirándome, pero sin
alcanzarme. Con sus movimientos me di cuenta de algo que confirmaría después:
era un boxeador —además de abogado—. Le saqué el cuerpo. Me metí a un almacén
contiguo al restaurante. “¡Sal y pelea como un hombre, marica!”, me gritaba.
Salí, lo agarré con el brazo izquierdo por la nuca, le pude dar un puñetazo en
la boca del estómago. Él se sintió apretado con esa llave, pero consiguió
ponerme la mano en la barbilla y empujar con fuerza. Me iba a desnucar. Casi
vencido, hice un último esfuerzo y le agarré un dedo con la boca y lo mordí con
todas mis fuerzas… y se lo moché. Lo escupí al lado de una carretilla. Lo
solté, él gritaba, fui al lavamanos del restaurante de mi amigo a enjuagarme la
boca que me sabía a sangre.
Capítulo 9
—Bueno, ya me decidí a contar mi historia.
Fue lo que me dijo, con la solemnidad que es natural en su hablar, Alfredo
Jiménez, el comunista, una tarde de septiembre, cuando arrimé a su kiosco de
Junín marcado con el número 17, a saludarlo, lo cual ya se había vuelto costumbre,
y a comprarle un ejemplar del semanario Voz y un libro. Más que todo literatura
de izquierda es lo que vende allí. Qué hacer, El Capital; Salario, precio y ganancia; La
masacre en las bananeras, son algunos de
los libros que se ven colgando del techo, protegidos del polvo y los estragos
del tiempo con plástico transparente. Detrás de estos ejemplares que muestran
sus carátulas y de ediciones de crucigramas gigantes, hay arrumes de libros de
los cuales no se ve más que los lomos.
Veníamos haciéndonos amigos desde varios meses antes, luego de haberlo mirado
con curiosidad durante años y años, de haber arrimado mil veces a su puesto de
venta a preguntar por algún libro o periódico del país. Me asomaba hacia el
interior por esa suerte de ventana por la que él mira hacia fuera, hasta que él
tal vez me tomó confianza y se salía de allí abriendo hacia fuera una
puertecita inferior y agachándose a fondo para pasar por debajo de la tabla que
hace de mostrador y en la que descansan los periódicos de los que no se ve más
que sus respectivos cabezotes, y me invitaba a que entrara a mirar con
mis propios ojos los títulos de esos libros arrumados por cientos. El minotauro, de José María Vargas Vila;Garabombo el invisible, de Manuel
Scorza, algo de poesía y libros clásicos de filosofía –de Kant, Aristóteles,
Niestzsche, entre otros, en ediciones populares— descubría entre esos otros
títulos e iba extrayendo algunos de estos de los cerros que, por cierto, no
parecían decrecer. Ese día le pagué desde adentro y él, desde afuera, me dio el
vuelto. Le hice caer en la cuenta de ese cuadro absurdo que estábamos
representando: el comprador adentro, el vendedor afuera, y él dibujó los trazos
de una muy breve sonrisa.
Taciturno
Las sonrisas de Alfredo son escasas y breves. Él es de carácter grave,
taciturno y pensativo. Suele sentarse en una butaca de madera y recostarse en
una de las paredes del kiosco y parece no darse cuenta de la multitud de
transeúntes que pasa y se revuelve a su lado, ni del bullicio de los
vendedores. Con quienquiera que se acerque a él, intercambia alguna frase, o
suele guardarle en su kiosco algún paquete, de modo que es sociable y
servicial. Es, eso sí, de pocas palabras. Sus silencios profundos, como de sabio,
parecen querer expresar que cuando uno no tiene nada importante que decir es
mejor callar.
De modo que cuando me dijo que estaba decidido a contar su historia, me alegré.
Vino a mi mente esa lejana mañana como de abril en que, movido por un instinto
que me avisaba que ese personaje misterioso tenía que ser dueño de una historia
intensa, le manifesté mi deseo de narrarla.
“Para qué. No estoy preparado ni interesado”, había dicho entonces, con la
sequedad infranqueable que le caracteriza. Y me había resignado, aunque de mala
gana. El súbito cambio de opinión se debió, según mencionó, a que en otro
tiempo, en el periódico del Partido Comunista la había publicado, pero que en
la sede de este no conservaban ya ese ejemplar y que él había perdido el suyo,
ya que por confiado aceptó prestárselo a un estudiante universitario, para un
ejercicio académico en que él, Alfredo Jiménez Ochoa, había sido él personaje
central.
—Entonces decidí que es tiempo de hablar… Es tiempo de hablar de mi problema
—resolvió.
Es que Alfredo, cuando se refiere a la historia de su vida, suele referirse a
ella con esta expresión: mi problema. Será porque desde niño le tocó
trabajar tanto; por ese padre que nunca le brindó afecto y esa madre que lo
abandonó; o porque después de haber estado acompañado de algunas personas, de
ayudarle a tanta gente, esté ahora tan solo. O por todas esas cosas.
Cuando llegaba muy de mañana a conversar con él, es decir, a escuchar su
historia, siempre lo encontraba ocupado en algo: lavando con agua y jabón el
recipiente de basura que pende del poste más cercano a su kiosco. Tal vez me habrán visto haciéndolo a
través de esas cámaras de vigilancia que están instaladas en la esquina, porque
de un momento a otro comenzaron a hacer lo mismo obreros del municipio; lavan
las basureras, menos esta, de la que me encargo yo. O pintando el kiosco. Para esos menesteres suele coronar su cabeza
con un casco plateado que él llama el sombrero.
“Yo no sé qué va a pasar”
Antes de comenzar alguna de esas sesiones, la última, subió a su hombro un
cerro de periódicos viejos atados con una cuerda, pues, debía llevarlos a
vender en una peletería de Palacé con Maturín.
—Voy con usted —le dije.
No respondió. Un amigo suyo, Gustavo —que tiene su historia bien guardada
también, poblada de un pasado próspero y un presente descarriado—, quedó al
cuidado de las ventas. Caminé al lado del comunista, buscando quedar más cerca
del hombro desocupado, para verle la cara. Me ofrecía a llevar la carga, pero
él se opuso, con los argumentos de que estaba acostumbrado y que realmente
pesaba muy poco. Entre autobuses rugientes que llegaban a sus cuadraderos como
barcos a sus puertos, peatones que caminaban a pasitrote en todas las
direcciones, carretilleros que salían halando sus vehículos de los depósitos en
los que los habían dejado guardados toda la noche, hombres y mujeres que abrían
sus negocios y otros más que los aseaban echando chorros de agua con manguera y
empujando con escoba charcos de jabón, fue contándome que todo ese sector que
recorríamos, Junín, Pichincha, Maturín y hasta ese sitio de Palacé, estaba
saneado de bandidos y ladrones gracias a que él mantenía cuidándolo para que la
población en general no tuviera que decir que por allí no se podía ir de miedo
de los carteristas. De ahí que él llegara a su kiosco desde las tres de la
madrugada, e incluso antes, para estar atento.
—Este sector me resulta muy familiar. Aquí he pasado los últimos diecinueve
años.
Después de descender por Maturín, en Palacé doblamos a la izquierda y,
después de pasar frente a dos o quizá tres locales, entramos en la peletería.
Un establecimiento mal iluminado, inmenso, con olor a caucho y pegante, con
arrumes de cartones industriales, material para suelas de zapatos y telas de
lona por todas partes. Un enjambre de clientes revoloteaba alrededor de un
mostrador, vociferaban, hacían sus pedidos, charlaban con los dependientes,
pagaban a un tipo gordo que debía ser el dueño y que no se movía para nada de
su escritorio, en el que reposaban una registradora, papeles y libros
contables.
Alfredo fue directo al sitio, más allá del mostrador, donde estaba la báscula y
descargó su lío en la base plana de ésta, para lo cual debió agacharse. Uno de
los empleados se acercó para manipular el aparato.
—¡Trece kilos y medio! —gritó, para que su voz llegara hasta los oídos del tipo
gordo y supiera cuánto pagar.
Alfredo fue a reclamar su dinero, lo guardó en el bolsillo derecho del pantalón
y salimos del lugar.
—Yo vivo tranquilo con mi trabajo, pero si a mí me ofrecieran la oportunidad de
volver al campo, tal vez me iría. De todos los oficios que he practicado, el
que más me ha gustado es el de la arriería. Y siento que todavía tengo fuerzas.
Tengo setenta y tres años, pero cada día me siento más joven y alentado. Muchos
me dicen: “Alfredo, ¡usté cómo hace para estar cada día más joven!”. Pero yo no
sé. Lo mismo que no sé explicar por qué a mí nada me pasa. ¿Sí ha visto que han
intentado matarme? Pero conmigo no pueden. Yo no sé qué va a pasar.
Caminamos rápido. Alfredo saludó a unas cuantas personas a su paso.
Cuando llegamos al puesto de venta, Gustavo se fue. Nada había vendido entre
tanto. Alfredo entró en el kiosco y cerró tras de sí la puertecita
inferior. En ese momento se acercó a nosotros el surtidor de los crucigramas
gigantes, un joven que alcanzó a contarnos que era universitario y que esos
crucigramas los elaboraba con su familia. El comunista lo despachó rápidamente
diciéndole que todavía tenía ejemplares del mes anterior y que por favor
entendiera que estábamos en un reportaje. Luego, dirigiéndose a mí, dijo: hay
algo que todavía nos hemos contado. Escriba:
Había pasado pocos años de mi llegada a Medellín, cuando fui a visitar la casa
de Pastor Pérez, presidente de FEDETA (Federación de Trabajadores de
Antioquia), y encontré un espejo manchado. Les dije a los de la casa: saquen
ese espejo, pues, puede traer desgracia, muerte o ruina. Se echaron a reír. Que
por qué, me preguntaban. Yo no les podía decir. Solo que echaran ese espejo al
agua corriente, bien fuera un río o un arroyo. No me hicieron caso. Y a los
pocos días murió la cuñada del camarada Pastor.
Siguió contando cosas que se nos habían escapado a lo largo de su historia. Del
tiempo en que todavía se llamaba Chiquito y vivía en Pailitas con su padre,
recordó que los indios atacaron la construcción de la Troncal de Oriente. De
los años que lleva en la ciudad, precisó algunos detalles de sus estadías en la
cárcel. Cuando terminó la jornada de fragmentos, dijo:
—Del hace que me decidí a contarle mi problema, en la cuadra dicen que no soy
el mismo. Que ya se me ve sonreír. Y la verdad es que me siento como más
tranquilo. ¡Y eso que de todos modos quedará tanto por decir…!
Fin
·
Alfredo Jiménez, Comunista, historia de vida, john saldarriaga,Junín, Medellín, Partido Comunista, periodismo narrativo,reportaje, salderrio, vendedor de prensa
A Ernesto López se le murió Lealon en sus brazos
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27. May 2013
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Para
Editorial Lealon no hay vuelta de hoja. Después de 41 años de imprimir libros,
de formar una montaña de papel conformada por unos 5.000 títulos, cerró sus
puertas vencida por la quiebra.

Ernesto López. Fotos Donaldo Zuluaga.
A
Ernesto López Arismendi, su dueño desde que las abrió en los primeros días de
1972, en el mismo local de Cúcuta con La Paz, el ajetreado sector de Medellín
compartido por las tipografías, las litografías, las editoriales, las
chatarrerías y las mujeres de la vida, se le nota triste. ¿Pero, cómo no
estarlo si los cálidos arrumes de papel refilado, el olor a tinta, la lectura
detenida de las pruebas, las correcciones, las diagramaciones, la imprenta,
hablar con escritores, con historiadores, con poetas, son actividades que se
constituyeron en la sangre que ha corrido por sus venas? Y está triste, a pesar
de que él no abandonará del todo el oficio: seguirá editando libros, aunque sea
subcontratando algunos procesos, porque de lo contrario enfermaría. Ya no lo
hará en la cantidad de antes… Y no lo hará más con Lealon.
Ernesto
no nació en Lealon, como suele decirse, cuando se quiere significar que una
vida no termina cuando alguien debe irse de un lugar en el que permaneció por
mucho tiempo. Y esta expresión se usa para dar aliento; para animar. Él ya era
un tipógrafo cuando comenzó la editorial. Más bien, Lealon nació en Ernesto. Él
inició su vida en Santo Domingo, el mismo municipio de Tomás Carrasquilla —de
quien, por cierto, imprimió varios títulos y quedó con el sueño frustrado de
editar su obra completa—, el 25 de marzo de 1938. Quedó huérfano siendo un niño
y por eso, teniendo apenas siete años, llegó a Medellín de la mano de un tío.
A
Ernesto hay que buscarlo, por estos días, en Full Color Editores, a dos cuadras
de la vieja sede de Lealon. Esta editorial quedaba en la carrera 54, a media
cuadra de la calle 56; en tanto que aquella está sobre la misma carrera, a
media cuadra de la 54. Allí, el paisano de Carrasquilla cuenta con escritorio y
teléfono. De allá salimos para conversar.
Ernesto
relata su historia sentado a una mesa de una cafetería de esquina. Una
cafetería a la cual han separado del fragor de esas vías agitadas con paredes
de hojalata que no llegan hasta arriba sino que, como mampara, dejan ver un
pedazo de paisaje urbano: las partes altas de los buses, los aleros de las
casas del otro lado de la calle, casi todas ocupadas por talleres y fábricas.
Su voz se abre paso por entre el ruido de un taladro eléctrico cercano y los
rugidos de los motores de los buses. No se inmuta por esos sonidos estridentes.
Sorbe despacio un whisky que le ha traído una camarera enfundada en delantal de
cocinera y que, cuando no tiene que atender a los únicos dos clientes de esta
hora de la tarde, pela papas sentada en una silla detrás del mostrador y
conversa con una amiga.
Ernesto
cuenta que, en ese tiempo, el viaje de Santo Domingo a Medellín era largo.
—A
las siete de la mañana, uno se embarcaba en un bus de escalera con rumbo a la
estación Santiago, del Ferrocarril. Debíamos estar a tiempo para alcanzar “el
Mixto”, es decir, el tren que transportaba carga y pasajeros. Oficialmente,
pasaba a las 9:30, procedente de Puerto Berrío. Pero casi nunca llegaba a esa
hora. Podían dar las cuatro o cinco de la tarde, o más, y la llegada a Medellín
podía suceder a la media noche.
—¿Y
resultó muy brusco el cambio, de la vereda de Santo Domingo de que vivía a la
ciudad?
El
editor no se toma tiempo para pensar. Contesta de inmediato que muy pronto, el
tío lo entró a estudiar al internado de los salesianos, donde había tipografía.

—Y
a mí me enamoró esta palabra. Tipografía. Me anamoró desde que la escuché por
primera vez —sigue diciendo—. Y después, los otros términos: tipos sueltos,
linotipo… también me encantaban.
El
instituto Salesiano Pedro Justo Berrío era como la universidad de los
tipógrafos y los impresores de la ciudad, según habría de contarme después y en
otro espacio Juan José García Posada, el periodista y ahora director de la
Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana.
—Con
tal pasión, usted debe recordar el primer libro en cuya edición participó…
—¿Que
cuál fue el primer libro que edité? —repite Lealoncito, como lo llamaba Manuel
Mejía Vallejo—. Claro que lo recuerdo. Era todavía estudiante del colegio. Fue
una novela llamada Los médicos del corazón. También editabamos la revista Lábaro, la del colegio.
—¿Lábaro?
—Sí.
Lábaro es estandarte.
Era
1956 cuando Ernesto salió del Pedro Justo. Fue a trabajar, unos pocos meses, a
la Tipografía Sánchez y, un año después, le propusieron dirigir la imprenta del
Seminario de Misión Extranjera, de Yarumal. Y hacia allí dirigió sus pasos.
Preparaba la hojita parroquial, la revistaSemisiones con historias de los misioneros en su labor de pastorear
indígenas del Vaupés y negros de Buenaventura. Y allá mismo dormía, en la parte
de atrás de los talleres. Un año permaneció en ese municipio de olor a
incienso, porque fue llamado a la Editorial Gran América, otra vez en Medellín,
donde editó los libros de monseñor Darío Castrillón, Olga Elena Matei,
Belisario Betancur y La buena mesa de Sofía Ospina de Navarro. También, la
papelería de El Colombiano y de Postobón.
Fue
por esta época en la que Ernesto empezó a escribir otro capítulo en su propio
libro de la vida: se casó con Olga Lucía Álvarez.
Hace
llenar su vaso para decir que en 1963 entró a la Editorial Bedout. Y es que
necesita tomar algo fuerte para contar que en ese monstruo de Editorial, que
marcó una época en la industria librera del país, le correspondió editar textos
escolares y literatura en abundancia. En aquellos, las colecciones de Bruño de
matemáticas y castellano, el Catecismo del Padre Astete, Lecciones de historia
sagrada, que están en la memoria de varias generaciones de estudiantes.
Asimismo, la colección de poesía El arco y la lira y cientos de títulos de
literatura presentados en el formato de bolsilibros.
Bedout
estaba situado en Bolívar, en el sector de Jesús Nazareno. Ernesto recuerda que
el poder de los linotipistas y editores era tan grande que paraban un periódico
o una editorial, si se les antojaba. Eran los consentidos del gremio editorial.
Una
vez, cuando los tipógrafos le presentaron un pliego de peticiones a los dueños
de Bedout, estos optaron más bien por ponerlo a un lado, sobre la mesa, y ofrecerles
que se llevaran, en pago, las máquinas y les produjeran a ellos los libros. Fue
entonces cuando Ernesto pudo tener su propio negocio. Montó, al otro lado de la
calle de esa gran editorial, la editorial Prisma, en compañía de Jaime López y
José Marín. Mientras habla, me imagino cómo habrá sido ese trasteo de máquinas
pesadas, con grúas y montacargas, hombres corriendo de un lado a otro, parando
tal vez el tráfico por un rato…
—El
nuevo negocio lo formamos con una prensa Heidelberg de medio pliego y dos
linotipos.
Era
1969 y los tres socios, aparte de los libros de Bedout, editaban también para
las editoriales La Carreta y Oveja Negra. Libros de política y de sociología,
más que todo. Cuando salieron sus dos socios, en 1971, se repartieron las máquinas
a la cachiporra y él quedó con parte de ellas, “a las que le sumó otras
fiadas”. Fue cuando nació Lealon y devino esa historia que ahora se cierra.
“Comuniquémonos” fue la primera colección de libros educativos que editó esta
naciente editorial.

Ernesto López, por Elkin Obregón. Página
de Otraparte.
Ese
nombre, Lealon, surgió de la gracia que le causaba a Ernesto el que la gente,
en general, no dijera “léanlo”, como es debido, sino “léalon”… Sin embargo, sus
clientes fueron pasando el acento a la última sílaba, Lealón, con una tilde que
nunca tuvo.
Y
tiene que tomarse un tercer trago —levanta el vaso para que la camarera pase el
trapo sobre la mesa y seque el agua que suda el cristal—, para contar que él
fue quien editó, para Hombre Nuevo Editores, Después
del hombre, la
novela de Gonzalo Arango de la que Alberto Aguirre dijo alguna vez que era
mala, pero que él, Ernesto, cree que no es así. Fue una edición de 1.000
ejemplares, cifra que le parece ínfima. Al punto que la considera prácticamente
inédita. Y Nada de Antologías.
Al
autor de Aire de tango lo
conoció de cerca. Sabe que cuando era director del taller de escritores, de la
Biblioteca Piloto, en tiempos durante los cuales Juan Luis Mejía era el
director, publicaba los trabajos de los talleristas, seleccionados por Mejía
Vallejo.
Luis
Antonio Restrepo, el autor de Pensar la historia, que estuvo vinculado a la Universidad Nacional, era otro de
quienes llegaban a la editorial, situada en Cúcuta, número 56-46, a preparar
sus revistas y libros. Cuando en la universidad le preguntaban por qué prefería
Lealon, sabiendo que otras editoriales cobraban más barato, él les respondía
con una pregunta: ‘si fueran a construir un puente, ¿ustedes prefieren a la
compañía de ingenieros que cobra más barato o aquella a la que no se le caen
los puentes?’.
Juan
José Hoyos también acostumbró a dirigir hasta allí sus pasos. Aunque a él lo
atemorizó y ahuyentó un incidente con atracadores, en el cual él fue la
víctima. Y la víctima fue golpeada.
A
libros del padre Daniel Restrepo González, como San
Fernando González doctor de la Iglesia; Luis Fernando Macías; uno de Miguel Urrutia, el del Banco de la
República, que incluía un billete físico real; Murrucucú, de Juan Luis Mejía; otros de Lucía Donadío; Juvenal Herrera,
cientos más de escritores del Chocó y del litoral Caribe, y hasta uno de García
Márquez de notas periodísticas de Nicaragua… en fin, a numerosos libros,
Ernesto les pasó los ojos por sus líneas antes que nadie más.
Es
que las cifras de Lealoncito hablan por sí solas: 75 años de edad. 60 leyendo.
55 haciendo libros. 41 haciéndolos en su propia editorial…
Esos
5.000 títulos y las colecciones de Cuedernos Colombianos, Revista de la
Universidad de Medellín, Revista de Sociología de Unaula, Revista de Extensión
Cultural Universidad Nacional y de la Universidad de Medellín, de Simón y Lola
Guberek, Yo vi crecer un país…
Pero
entonces, porque se quebró Lealon.
Desde
afuera, algunos de sus amigos y cercanos están convencidos de que se quebró por
manejar la economía de manera informal, como en los graneros de antes. La plata
en el bolsillo. Que incluso sus dos hijos, metididos en ese mundo de las
editoriales, le aconsejaron varias veces que se formalizara, pero él no hizo
caso.
Lealoncito
sostiene que se quebró porque muchos clientes le quedaron debiendo plata y
porque terminó cobrando precios de hace veinte años, para poder competir.
Por
su parte, Ernesto dice que fue, en parte, por la subasta inversa. Una práctica
nefasta que tienen universidades y municipios. Escogen entre varias editoriales
las dos más baratas; las convocan para ponerlas a pujar hacia abajo. Pujar
hacia abajo parece una expresión de comadrona. Lo cierto es que los ponen a
parir dificultades para sostener el ínfimo precio que se atreven a decir. Quién
da menos. Y menos aún. Y en ese afán por quedarse con los negocios, varias
editoriales de Medellín cerraron. Ernesto dice que más de 10. Pero él nunca
aceptó la subasta inversa, por considerarla injusta, pero también quebró.
Lo
cierto es que la editorial cerró. La maquinaria ya no es de Ernesto. Esas
máquinas que conmovían a algunos escritores, que se demoraban en el primer
piso, el de los talleres, viendo el trabajo de litógrafos e impresores y el
accionar de las máquinas, y esta dinámicas les robaba frases dulzonas, antes de
pasar al segundo piso, el de las oficinas, donde debían hablar de costos y
formas de pago, esas másquinas las remataron para pagarle los meses de arriendo
al dueño del local y los honorarios al abogado.
En
este momento, recuerdo las palabras que este hombre me envió en un mensaje
electrónico. Expresaba una ironía:
“En
septiembre pasado la Universidad Nacional sede Medellín, Facultad de Ciencias
Humanas, la Biblioteca Pública Piloto, Hombre Nuevo Editores y otros editores y
escritores (…) me hicieron un hermoso homenaje con muy bonitos discursos, cosa
que agradecí profundamente. Esto fue durante la “Fiesta del Libro” en el Jardín
Botánico. Al día siguiente me hicieron un reportaje en Telemedellín y
Teleantioquia, después muy bien comentado en Caracol Radio por Héctor Rincón,
cosas que escucharon muchos amigos que me felicitaron efusivamente.
”Pero,
cómo son las cosas de la vida: a los tres meses, a fines de diciembre, me tocó
cerrar a Editorial Lealon, por quiebra, agobiado por las deudas (…)”
—A
los bancos, les debo entre veinte y treinta millones de pesos. A los
trabajadores, lo mismo —dice Ernesto—. Sin embargo, ellos quedaron bien
conmigo. Con decir que me siguen diagramando algunos libros.
Mientras
hay quienes sugieren que se realice una “teletón” a favor de Ernesto, para que
pueda pagar esas deudas —Juan José García sugiere que, si la hacen, la llamen
“Leatón”—, Ernesto sueña con que una Biblioteca o una universidad le compre esa
vasta colección de títulos que llenan una habitación de su casa en Envigado.
Toma
el último sorbo. Paga.
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crónica, Editorial, Ernesto López, john saldarriaga, Lealon, salderrio
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Julio Erazo: el
juglar del gran Magdalena sigue creando
El laberinto de los muertos
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1.
Ernesto Porras Collantes • 5 years ago
Quiero comunicarme con
Ernesto López y contratar con él la publicación de mis obras investigativas y
literarias. Fui investigador del Instituto Caro y Cuervo durante mucho tiempo,
y quiero reunir en uno o dos volúmenes mis ensayos sobre literatura espanola,
colombiana e hispanoamericana, publicados previamente en la revista Thesaurus,
ya descontinuada y muerta. No me resigno a publicar “a la moderna”: me gusta
ver la tinta y la huella en el papel, del linotipo. Mi página web
es:ernestoporrascollantes.com, y mi email:ernestoporrascollantes@gmail. Vivo en
los Angeles, California. Gracias por ponerme en contacto con Ernesto.
Ernesto Porras Collantes
El laberinto de los muertos
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25. Jun 2013
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Foto: Julio César Herrera
La cripta de Jesús Nazareno es un laberinto. En
el subsuelo de la iglesia, galerías de osarios se interrumpen para dar espacio
a otras perpendiculares a estas; unas tienen 120 osarios por cada lado; otras,
180; unas se distinguen con nombres alusivos a la Virgen, otras, de santos; en
ellas, unos osarios no tienen la identificación de sus ocupantes, otros carecen
de fechas; los hay sin tapa de mármol, que a duras penas poseen un cartón de
envolver en el cual se lee un nombre garrapateado a mano, con bolígrafo… Hasta
la muerte se enreda en esos pasillos de horror.
Pero no Rubén Darío Vargas, el sepulturero. El
encargado de sacar unos huesos, de introducir otros; el que se ocupa de
entregar restos a una familia que desea volverlos ceniza para que quepan, no
solo estas, sino las de varios parientes; quien mantiene el espacio aseado
porque sabe que la limpieza es condición para dignificar la muerte.
Es que él conoce esa necrópolis desde que era
un chico. Cuando era un muchacho de siete años, su padre lo traía de la mano
desde su casa, en Manrique Oriental, no a ver los muertos, claro, sino a ver el
pesebre que un tal padre Domínguez, creativo y festivo, hacía para deleite de
los feligreses. El mismo cura que vestía con esmero los santos y personajes de
la Pasión y Muerte de Cristo, con el fin de exhibirlos en Semana Santa.
A los muertos o, mejor, sus tumbas podía verlas
incluso en otras fechas sin necesidad de entrar, cuando caminaba de la mano de
su papá por la acera de la calle 61, Moore. Miraba a través de esas ventanas de
barrotes de hierro situadas a ras de suelo. Jamás le dio miedo, dice.
Era el tiempo en que esa cripta albergaba una
cifra muy inferior a los 40.000 osarios y los 9.000 cenizarios de hoy.
Caminando sin hilo de Ariadna por esos pasillos marmóreos, habla sin voltearse
a mirarlo a uno:
—Claro que me tocó ver la cripta cuando
solamente ocupaba las paredes del salón; no estaban estas galerías atravesadas
por todo el lugar, como están hoy. ¿Usted cuántos años cree que tengo yo, pues?
—¿Usted? Cincuenta y cinco.
—Esos tengo. Las galerías fueron construidas en
los años setenta. Haga cuentas.

Foto: Juan Antonio Sánchez
El templo de Jesús Nazareno es, según el
arquitecto Pedro Pablo Lalinde, una edificación de estilo ecléctico: combina
elementos de distintos movimientos esté ticos, góticos, románicos y barrocos,
todos ellos reinterpretados de manera original. Declarado Bien de Interés
Cultural o Monumento Nacional, su construcción se efectuó a mediados del siglo
pasado.
La cripta fue terminada en 1945; el templo fue
inaugurado en 1953. Sin embargo, desde mucho antes, hermanos claretianos
ocupaban ese espacio. En 1895 inauguraron una ermita dedicada a Jesús Nazareno
—espacio que da a Carabobo y hoy ocupa una biblioteca—; después, en 1929,
establecieron una casa de descanso para los misioneros. En una de las galerías,
situada cerca de la puerta de Moore, una losa doble alude a uno de esos
acontecimientos. Son las moradas grises de Isabel Echavarría de Echavarría,
nacida en noviembre 17 de 1856 y muerta en abril 28 de 1936, y de Juan José
Echavarría, nacido en enero 2 de 1850 y muerto en octubre 14 de 1915. Debajo de
sus nombres está la leyenda:
«Fundadores Primera Capilla de Jesús Nazareno».
Melitón Rodríguez
Otro Rubén, Rubén Henao Flórez, un hermano claretiano,
administrador de ese templo ubicado en la carrera 52 con la calle 61, sector
colmado de funerarias, ya le había contado a uno este episodio, dos o tres días
antes. Un sacerdote —¿codicioso? Cada bóveda cuesta dos millones de pesos y, de
un tiempo a esta parte, los dueños deben pagar anualmente doce mil
pesos por la administración, lo que algunos propietarios, no solo de las fosas
sino de buen humor, llaman el “impuesto predial”— no tuvo reparo en tapar los
finos pilares del salón del subsuelo —cuadrados, blancos y con capiteles
dorados— para hacer levantar galerías por aquí y por allá. Un atentado al
patrimonio. Solo dejó un acceso central, justo desde la puerta de Moore. En ese
pasadizo están guardadas varias piezas de arte religioso, las alusivas a la
Semana Santa de las que hablan los recuerdos de Rubén, el sepulturero. A ellas
se suma una escena, hecha en pasta, de las ánimas del Purgatorio clamando por
su salvación a una Virgen del Carmen: dos ángeles ya se han encargado de sacar
a dos almas de las llamas para ponerlos a la vista de la mujer santa.

Foto: Juan Antonio Sánchez
Muy cerca de esta, en uno de los osarios
originales está el del célebre fotógrafo Melitón Rodríguez M. En la losa de
mármol está grabado su poco repetido nombre, acompañado de una cruz y de una
fecha: febrero 28 – 1942. La de su muerte.
Cuando el otro Rubén, el hermano claretiano, le
había hablado a uno en el rincón oriental de ese laberinto, él le había dicho
que el cura autor del adefesio, sí, el adefesio de ocultar los pilares para
levantar galerías y galerías de osarios, le puso su nombre a un espacio situado
en lo altode uno de esos bloques de bóvedas, ocupado por restos sin
identificar: «Cripta
Colectiva San Eugenio I». ¿Hay acaso en ese nombre un deseo reprimido de llegar
a ser papa?
Lo cierto es que Eugenio multiplicó la
necrópolis: su población supera la de los vivos de Itagüí, la cual, según el
censo de 2005, es de 230.272 habitantes. En el sepulcro de Jesús Nazareno, cada
osario y cenizario está ocupado por los despojos de uno, dos, cinco y más
inquilinos, lo cual hace imposible calcular el total de los restos de este
sepulcro.
Todo es nada y quietud.
—¿Sabe cómo llamo yo a esta cripta? —le
pregunta el sepulturero a uno, otra vez sin voltear a mirarlo—. Finca El Silencio.
Algunas moradas de muertos abajo de la galería
San Eugenio I, en una tapa de hojalata y escrito con mano torpe, dicen: «Estos
restos se sacaron de la Virgen de los Dolores. Osario 53. No se sabe de quién
son».
Hasta la muerte se enreda en esos pasillos de
horror.
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Cementerio, Cripta, Iglesia de Jesús Nazareno, john saldarriaga,muertos, osario, salderrio
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A Ernesto López
se le murió Lealon en sus brazos
Pelearon en Corea por pura aventura
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Arcadio • 6 years ago
John: cual galería del
horror. Acaso estamos ante una fosa común de personas asesinadas y
descuartizadas? Es algo que no es agradable, pero de ahí al horror hay mucho
trecho
Pelearon en Corea por pura aventura
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29. Jul 2013
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General
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Son 60
años del fin de la guerra de Corea. En Corea hubo unos 800 mil muertos, heridos
y mutilados. Colombia puso 163 muertos, 448 heridos y 47 desaparecidos. Los
Ramírez pelearon en ella por su propia voluntad.

"Los
veteranos fuimos declarados Cónsules Honorarios de Paz", menciona Óscar,
el hombre de las barbas como epifitas. Fotos Róbinson Sáenz
Qué
misterio tendrá esa casa, la de María Gitana, que no deja de sorprendernos con
noticias.
Primero,
la habitó esa mujer de rasgos zíngaros, cuya belleza impresionó a tantas
personas, entre ellas al escritor Manuel Mejía Vallejo; después, ella
estableció allí un museo de antigüedades; ahora se hace visible un veterano de
la guerra de Corea… Su dueño y ocupante.
De María
Gitana, menos conocida como Rosalía Peláez Vélez, queda la memoria. También los
cuadros que su viudo, Óscar Ramírez, mantiene colgados en las paredes.
Uno es un
retrato de la bella mujer, el cual tiene un papelito con un poema prensado
entre el vidrio y el marco; otro, un recorte de prensa en el cual se alude a su
belleza juvenil, artículo escrito cuando esta era ya un recuerdo, aunque un
recuerdo muy vivo.
Él no deja
de alabarla… y de extrañarla.
—Era la
mujer más inteligente y hermosa que había en estas tierras —repite.
Una gata
negra y un gato amarillo ronronean por aquí y por allá. No tienen nombre:
cuando los requieren, simplemente los llaman Gata y Gato.
De las
antigüedades, hay un arrume detrás de los muebles de la sala: es una montaña de
máquinas de coser, bacinillas de palo, despulpadoras, sillas, cristos,
lámparas, mesas, armarios y decenas de objetos más, adormecidos en la espera de
ser repartidos entre los dos hijos de Rosalía y Óscar.
En el
patio hay diez piedras de moler. Cuando llueve, se mojan, se llenan de agua.
Digamos de
una vez: la casa en que todo esto sucede está situada en la última cuadra del
casco urbano de Jardín o, más bien, en la primera del sector rural, en
dirección a la vereda La Herrera.
Palmas de
corozo bordean la entrada. Es una antigua construcción de bahareque y techos de
tejas de barro y armazón de caña brava, con paredes encaladas y puertas y
ventanas de un azul tenue.
En el
solar, bajo una enramada, gruñen dos cerdas blancas que pronto van a parir.
Posee
jardín de rosas bien cuidado en el que se destaca un árbol del que ninguno de
los habitantes de la casa sabe su nombre y al cual le cuelgan epifitas como
barbas de viejo.
Los
veteranos
Por cierto, las barbas de Óscar, el veterano de la guerra de Corea, forman una
cortina de un blanco grisáceo que le tapa el pecho, como las epifitas de ese
árbol de nombre ignorado.
Dos
hermanos suyos, sin barbas, también combatieron en esa confrontación, lo cual
es récord mundial: tres hermanos en la guerra de Corea.
Uno de
ellos, Alberto, murió hace años; el otro, Mario, recuerda esos hechos con
claridad.
El pasado
23 de mayo, en la celebración de los 150 años de Jardín, se les vio desfilando
a los dos guerreros, vestidos con trajes de gala cafés, sus pechos colmados de
medallas, botas bien lustradas y gorros de tela inmaculados. Uno juraría que
esa indumentaria no esperó en el ropero más de 60 años.

Nietos
de un general de la Guerra de los Mil Díaz, los hermanos Ramírez que
participaron en la guerra de Corea fueron tres: Alberto, quien murió hace
tiempos; Mario y Óscar son campesinos en Guarne y Jardín.
Marcharon
como si en vez de ir en una formación eterna compuesta por centenares de
colegialas y colegiales vestidos de uniforme, indígenas del resguardo de
Cristianía con pancartas en que hablaban de su amor por la tierra, niños
bomberos y bandas marciales, cruzaran el Meridiano 38, la Península Coreana, en
pleno campo de guerra. Así de erguidos.
¿Qué
imágenes cruzarían por sus mentes, mientras marchaban con rostros pétreos por
las calles de Jardín? Acaso las de hombres que corren y gritan y disparan entre
el humo. Acaso escucharían las órdenes de los comandantes, los ruidos de los
cañones, los silbidos de las balas, los rugidos de los helicópteros…
—Al
despedirnos para ir a Corea —recuerda Mario, parado como una estatua al lado de
su hermano—, mi papá nos dijo: “Solo les pido que si uno de ustedes se ve
perdido, acorralado por el enemigo, el último tiro de su arma no lo
desperdicie: pone el cañón bajo su mentón y dispara. Prefiero tener un hijo
muerto que un hijo prisionero de guerra”.
Señala con
el dedo índice de la mano derecha, el de disparar, un recorte de prensa de 1951
en el que aparecen los tres voluntarios, adolescentes y esbeltos, acompañados
de su padre, Francisco Ramírez Jaramillo.
Al lado de
este cuadro hay una fotografía en la cual se ve a Óscar poniendo flores en la
Tumba del Soldado Desconocido, cerca al Arco del Triunfo.
—¿Su madre
no trató de disuadirlos? —pregunto.
—No.
Respetó nuestra decisión de abandonar el bachillerato para ir a pelear.
—¿Sintieron
miedo?
—El que
diga que no siente miedo es un mentiroso —contesta el guerrero sin barba.
—No. Nunca
sentí miedo. Yo jamás he sentido miedo por nada en la vida. Uno no piensa en
nada —comenta el hombre de las barbas como epifitas— y menos en que lo van a
matar. Uno solo piensa en la aventura.
Cuatro
estaciones
Nietos del general conservador de la
Guerra de los Mil Días, Teodosio Ramírez Urrea, no resulta raro que se
regalaran para ir a Corea, en el primer quiebre de la paz que siguió a la
segunda guerra Mundial.
De los
Ramírez, Óscar fue el primero en irse. Tenía 19 años, uno más que Mario y tres
más que Alberto.
—Cuando
cruzamos el Paralelo 38 en el barco H. Milton, nos trataron como a héroes. Nos
declararon Lobos de Mar. Después desembarcamos y, a partir de ahí, todo fue
infantería.
No estaban
mezclados con gringos, ni con griegos, ni con etíopes, ni con neozelandeses ni
con soldados de ninguna otra parte. Eran colombianos con colombianos, etíopes
con etíopes, para que las órdenes fueran claras, se entendieran fácilmente y se
respaldaran, aunque, eso sí, cada compañía tenía un comandante estadounidense o
alemán, porque, como se sabe, ellos dirigían la guerra.
Iban
ganando posiciones enemigas. Estaban armados con fusiles M5, carabinas .30 y
ametralladoras. Pasaban la noche en casamatas formadas por ellos mismos con
bultos de arena. Comían “comida americana”: hamburguesas, carne, todo enlatado
y listo para calentar, y chocolate. Mario señala las marmitas y las
cantimploras metálicas enfundadas en forros de tela verde, un tanto raídos, que
cuelgan en los maderos de la cama.
Recuerdan
el horror de haber visto morir a algunos compañeros, pero también los días de
descanso.
—Jugábamos
fútbol, nos bañábamos en quebradas de campos retirados de las líneas de
combate.

“Yo
estaba prestando servicio militar. Le pedí a mi capitán que me enviara a un
sitio donde pudiera embarcarme para Corea. Me dijo: 'No. Eso es para hombres'.
Así que deserté de la infantería de marina para irme...”, cuenta Mario.
Vivieron
las cuatro estaciones en el campo de batalla. Vieron a los coreanos sacar la
mierda de las letrinas de madera de los soldados para usarla de abono en sus
cultivos, pues no tenían animales que produjeran estiércol para tal fin.
Distinto a
hoy, Corea era uno de los países más pobres del mundo hace 60 años.
Protocolo
y fiebre
Un día, Mario se emborrachó y chocó un
carro. Lo castigaron trasladándolo a la Compañía A, en la línea de fuego,
donde usó ametralladora y tuvo enfrentamientos cuerpo a cuerpo.
Entre
tanto, a Óscar, el hombre que no ha sentido miedo, lo escogieron para integrar
una delegación que fuera a saludar a Harry S. Truman, en la Casa Blanca, y a
recibir homenajes en varias partes del mundo. Fue una gira de tres meses. A ese
tiempo corresponde la foto que lo muestra ante la Tumba del Soldado
Desconocido.
—¿De modo
que Óscar viajaba por varios países, en actos y homenajes, mientras ustedes
seguían en Corea?
—¡Cómo le
parece! Nosotros matándonos en el campo de batalla y él recibiendo medallas
—bromea el guerrero sin barba.
Luego de
tal recorrido diplomático, Óscar llegó a Colombia. Se encontró con la noticia
de que sus hermanos seguían en la guerra y decidió regresar a Corea para estar
al lado de ellos.
Corrían
los meses. A medida que avanzaban los acuerdos para poner fin al conflicto,
fueron despachando contingentes a sus países de origen. Los tres hermanos
volvieron al país de uno en uno.
Mario
estuvo 18 meses en el campo de batalla. Dice:
—Al final,
contraje fiebre hemorrágica. Es una enfermedad viral en que se tapona la vejiga.
Me atendieron en el hospital de campaña. Orinaba por sondas que me instalaban
las enfermeras. Pero allá no podían curarme, entonces me dieron la baja… —Y
agrega—: Usted sabe, en todas las guerras hay una epidemia y esa fue la de
Corea: la fiebre hemorrágica.
Los
hermanos Ramírez recuerdan todo ello como una aventura sin par.
En las
paredes de la casa hay diplomas de honor y Medallas del Gobierno de Corea, la
Llave de Oro de Nueva Orleáns…
Los
combatientes reciben dos salarios mínimos mensuales por los servicios prestados
en ese país asiático.
Los dos
veteranos de guerra son campesinos. Mario, siembra y pastorea en Guarne; el
hombre sin miedo, en Jardín, más exactamente en la casa que fuera de su María
Gitana.
·
Guerra
de Corea, Jardín
Antiqouia, john
saldarriaga, Ramírez,salderrio, Veteranos
de la Guerra de Corea
Los otros tesoros de Jorge Isaacs
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02. Ago 2013
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General
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De los paisajes del Valle, pasó al Caribe. Descubrió El Cerrejón y el primer
pozo de petróleo.

La
Hacienda El Paraíso, escenario de María, está en El Cerrito, Valle del Cauca.
Foto: Juan Antonio Sánchez.
Desde que dejaron
su vida de vagabundos, varios perros, Colmillo, Campana, Taison y La Nena,
entre ellos, son los moradores permanentes de El Paraíso y los primeros que
acuden a recibir, mansos y bulliciosos, a los visitantes.
En el blanco caserón de esa hacienda en la que Jorge Isaacs escenificó los
hechos idílicos de María, sucedidos hace 155 años, ellos sienten el aroma de
centenares de rosas y azucenas del jardín cuidado con esmero, del mismo modo
que percibía Mayo, el leal perro de Efraín, las flores que cultivaba su
enamorada prima para hacerlas emblema de su amor. También escuchan el rumor de
un arroyo artificial que rodea la edificación erigida entre 1816 y 1828,
siguiendo la senda que le impone un canal hecho de piedra.
—Ese arroyo es un brazo del río Cerrito —dice María. Sí, María: María Ángela
Sinisterra Caicedo, guía de la casa museo por 18 años—. Es una técnica árabe
que trajo el padre del autor. Servía para refrescar el ambiente y evitar la
presencia de insectos, como cucarachas y hormigas… y hasta de malos espíritus.
La hacienda El Paraíso está situada a 15 kilómetros de El Placer, vereda de El
Cerrito. Era, hasta abril de 1953, propiedad de la familia Gutiérrez, dedicada
a la cría de toros de casta, que aceptó negociarla con el Departamento del
Valle a cambio de construir una réplica cerca de allí: se conoce como Hacienda
María.

Foto:
Juan Antonio Sánchez
Esa casa
de la Sierra, como la llamaba el escritor, da la espalda a una serranía ubicada
a unos cuantos kilómetros hacia el Occidente. Montañas que Efraín frecuentaba
en faenas de caza y por donde entraba y salía cuando su viaje no era “al
Reino”, como le decían a Cundinamarca, ni a “la Provincia”, como llamaban a
Antioquia, en esos tiempos de la Nueva Granada —1832- 1858—, sino al mundo,
porque después de dos o tres jornadas a caballo llegaba al sitio Juntas y de
ahí, en barca movida por bogas, hasta Buenaventura.
María Ángela se conmueve todavía con la trama de esa novela, a pesar de que
suele contarla todos los días a los turistas, al igual que las otras guías,
antes de emprender con ellos el recorrido por la casa, para mostrarles los
aposentos y explicarles las usanzas de la época.
Tras subir los 12 escalones de ladrillos de arcilla de la entrada, en una de
las paredes hay un poema de Carlos Villafañe. Dice:
Suspiros en la noche y ensueños en el día
volaron desde el pecho cristalino de María
y rosas y jazmines en el soplo de la suerte
en un momento oscuro los deshojó la muerte.
En el aposento de Efraín, flores en el florero, se destaca la afición del
personaje por la cacería: una escopeta pende de un clavo de la pared y una piel
de tigrillo está extendida a los pies de la cama, aunque en la novela, él le
regala a su padre una piel del felino que cazó, de modo que debería estar en el
del viejo. En el estudio de este se distingue un escudo de Colombia, con la
fecha del 7 de agosto de 1819. El oratorio es una capilla pequeña. Cuenta con
armario de sotanas y ornamentos, mesa de altar y reclinatorios.

Foto:
Juan Antonio Sánchez
—En tiempos de María, un cura venía una vez por semana a celebrar tres misas:
una para la familia, otra para allegados y la tercera para los sirvientes
—asegura la guía.
Hay otra edificación posterior, la casa de los esclavos, que ahora usan como
salón fotográfico. Sí, un fotógrafo, Javier Molina, se encarga de tomar fotos a
los visitantes. Para ello, nada mejor que vestirse a la usanza decimonónica y
encaramarse en un caballo. Él presta los trajes.
Esa hacienda fue posesión de la familia de Isaacs de 1855 a 1858. Su padre,
ahogado en la quiebra financiera, alcanzó a venderla antes de morir, para
intentar sanear los negocios. Pero las proporciones del hundimiento económico,
que en la novela, el narrador, Efraín, menciona sin dar detalles y como si
hubiera sido un secreto entre él y su padre, nunca compartido con la mamá, con
ninguno de los demás personajes, para evitarles mortificaciones, y ni siquiera
con los lectores. Esa quiebra tuvo varias causas: la abolición de la
esclavitud, en 1851; las guerras entre federalistas y centralistas, en las
cuales participó el autor de María y, dicen, perdió plata su padre, y, más que
nada, por las deudas que fue acumulando el viejo inglés debido a dos
adicciones: al anís y al juego.
El escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal explica: apareció el señor Santiago
Eder, norteamericano, quien, conocedor de tal situación, entendió que bastaba
comprar las deudas del inglés para quedarse con todo por muy poco. Y así lo
hizo.
En la vida real, tan semejante a la fabulada, muerto el padre, al propio escritor
le correspondió atender los negocios familiares; tratar de recomponerlos. Era
su administrador, en 1864, cuando vio rematar las haciendas de tierra caliente,
las de abajo, para que quedaran en manos de Eder. Y ni siquiera alcanzó a pagar
todas las deudas.

La
escultura muestra a Efraín, María y el perro Mayo. Está en el parque del
corregimiento Santa Elena, en El Cerrito. Foto Juan Antonio Sánchez.
En María,
hay párrafos en los que el narrador no oculta la rabia. Omite el nombre del
personaje que no descansó hasta arruinarlos, cuya presión hizo enfermar a su
padre. Leamos:
—¿No estuvo él aquí? En este momento se ha levantado de esa silla.
—¿Quién? Pronunció el nombre que yo me temía.
Pasado un cuarto de hora, incorporóse otra vez diciéndome con voz más vigorosa
ya:
—No le permita que entre; que me espere. A ver la ropa.
Otros
paisajes
En El
Cerrito, muchos no han leído la novela cumbre del romanticismo, pero viven de
ella. Saben la trama, por supuesto, y hasta con pormenores. Han escuchado el
cuento de los labios de María Ángela Sinisterra Caicedo o de alguna otra de las
guías de El Paraíso. Una de esas personas es María Meléndez Cuarán, mujer de
unos 40 años, que llegó de la mano de su padre hace más de 30 procedente del
Cauca. Tiene un kiosco de comestibles en El Placer, al lado de la vía. A su
ventana se acerca Francisco Reyes, uno de los numerosos taxistas que estacionan
sus autos al lado de esa tienda de hojalata, en espera de visitantes al mundo
de María.
Él disfruta el recorrido como si fuera su primer día en el oficio. En el
trayecto, se detiene a veces para que veamos los cultivos de uva.
—Voy a tener un detalle: los voy a llevar al Cementerio donde está sepultada
María.
De regreso, Reyes detiene el taxi en el parque del corregimiento. Está en su
hábitat; su casa y la de sus padres están cerca. Está visiblemente orgulloso.
Evoca el tiempo cuando era un chiquillo. Por los parajes de El Florido, vereda
de Santa Elena, grabaron la telenovela María.
—Guardaban
las cámaras en una casa frente a la mía.
Apaga el auto, desciende con nosotros y camina hasta la escultura central: una
representación de María y Efraín, acompañados de Mayo. El taxista habla de una
polémica surgida porque a alguien se le ocurrió pintar de colores esa
escultura.
Isaacs tenía unos 25 años cuando dio a conocer sus primeros poemas. Viajó a
Bogotá en 1866. En la capital, abrió un almacén de telas, herramientas y
cristalería importadas. Se hizo amigo de José María Vergara y Vergara,
intelectual, autor de Liras y aceitunas y Versos en borrador, abogado de
profesión. Con los primeros atributos le ayudó a publicar los versos; con la
profesión, le brindó asistencia en enredos jurídicos, en especial contra
Santiago Eder.
Ya lejos del Valle, fueron muchos los espacios ligados a Isaacs, espacios con
los cuales se relacionó de manera más pragmática que poética, pues en ellos se
ganó el pan, sufrió, gozó, combatió, murió. Los paisajes cálidos y húmedos del
camino de herradura de Cali a Buenaventura, en 1864, en cuya construcción se
desempeñó como subinspector y en los que, además de escribir gran parte de
María, contrajo paludismo, enfermedad que no lo mató, pero le mantuvo enclenque
por el resto de sus días. Santiago de Chile, donde fue cónsul de 1870 a 1873;
Popayán, donde estudió en la infancia y adonde regresó en 1875 para regir la
educación; Antioquia, donde dirigió el periódico La Nueva Era; Ibagué, donde
vivieron su esposa y sus hijos mientras él se la pasaba viajando hasta que él
también fue a refugiarse…
Pero, sin duda, la costa Caribe fue decisiva. Rafael Núñez lo nombró secretario
de la Comisión Científica, que continuaría la labor exitosa de la Comisión
Corográfica. Resultado de este ejercicio es el libro Las tribus indígenas del
Magdalena. El país se llamaba Estados Unidos de Colombia, denominación que
ostentó entre 1863 y 1886. Isaacs demostró ser, como dice Álvarez Gardeazábal,
“un gran escarbador”. Descubrió los yacimientos hulleros del Cerrejón, casi
cien años antes de su explotación; minas del mismo mineral en Urabá, y el
primer pozo petrolífero de Colombia.

Escultura
de Marco Tobón Mejía. Está en la tumba de Jorge Isaacs, en el Cementerio San
Pedro de Medellín. Foto: Jaime Pérez.
“Para finales del siglo XIX, en el año 1883, se perforó, cerca a Barranquilla,
el primer pozo de petróleo Tubará (…), que llegó a producir 50 barriles por
día, del precioso líquido (…) Fue adjudicado (…) al autor de la famosa novela
La María, Jorge Isaacs, quien en busca de carbón, descubrió petróleo” (Historia
del petróleo en Colombia, de la Asociación Colombiana de Ingenieros de
petróleo).
¿Y qué decir de la geografía que el escritor ocupa desde que la muerte puso punto
final a su existencia, a las seis de la tarde del miércoles 17 de abril de
1895?
En
carta enviada a su amigo Juan Clímaco Arbeláez, dos años antes de su muerte,
decía: “Si aquí en este lugar me dan tumba prestada, que pronto envíe Antioquia
por mis huesos: a ella le pertenecen”.
Y así se hizo: tuvo “tumba prestada” en Ibagué, durante siete años. Después de
eso, fue trasladado al Cementerio de San Pedro, en Medellín. Sus huesos o el
polvo o nada, descansan en un mausoleo, con su cara esculpida por Marco Tobón
Mejía.
***
***

Casa
de El Peñón, en Cali. Foto: Juan Antonio Sánchez.
Anexo:
LA CASA DE
ISAACS FUE DE LA MAFIA
En Cali, carrera 4a. con calle 4a. Oeste, la casa de El Peñón, fue de los
Isaacs. Allí llegó Efraín a su regreso de Londres. La compró el papá, en 1843,
por 300 patacones. Antes fue de los Lloreda. Isaacs escribió allí el último
capítulo de María. En 1938 fue demolida.
La firma
Borrero & Ospina construyó otra en ladrillo. Fue de Abraham Domínguez
Vásquez, un empresario taurino. En la Feria de Cali, hacían agasajos de fiesta
brava.
En los 90,
llegó a manos de Pacho Herrera, del Cartel de Cali, quien quería demolerla,
pero no tuvo permiso. Fue sometida a extinción de dominio.
Hoy, en su
jardín, una valla anuncia la construcción de centro comercial Jorge Isaacs.
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y María, El
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del Cauca
Voces y acentos del Magdalena
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11. Sep 2013
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La casa de
Óscar Yesid es un ejemplo de lo que es Puerto Triunfo. Él es un paisa
sonsoneño, a quien lo le puede faltar la mazamorra; su esposa, Aleida, oriunda
de Fresno, aprovecha cualquier ocasión para preparar tamales tolimenses, y sus
hijos, los únicos nacidos en este pueblo situado a la orilla del Río Grande de
la Magdalena, no desprecian un arroz con blanquillo, un pez que abunda en esas
aguas y es apetecido por su gusto jugoso.

Fotos:
Julio César Herrera
Y en
asuntos de música es la misma cosa: el paisa no cambia la música popular, la de
Darío Gómez, el Charrito Negro, Arelis Henao, canciones que hablan de amores
difíciles; ella, prefiere la música de cuerda y los vallenatos, en tanto que
los muchachos, ah, los muchachos se deciden por el reguetón.
Aleida se
refiere a sus hijos como guámbitos, una expresión propia de su departamento, y
Óscar, para mencionarlos, dice los pelaos. Ellos, por su parte, para hablar de
sus padres hablan de los viejos o los cuchos.
Es que en
Puerto Triunfo, así como en los demás municipios de la ribera Magdalena, Puerto
Nare, Yondó, Puerto Berrío, en Antioquia, y también los de otros departamentos
como Boyacá, Caldas, Tolima, Cundinamarca, los acentos y las expresiones son de
diversas zonas del país. El más importante de los ríos colombianos es un
corredor por el que transitan con facilidad y en cantidades inverosímiles,
habitantes de la Costa Caribe, como el Cesar. Bolívar y Magdalena, así como de
esos del centro y del sur del país. Y este fenómeno no es nuevo: así ha sido
desde hace cien años. En los últimos dos, cuenta Edison Rivera, un porteño
dedicado a vender El Colombiano, ha llegado un grupo importante de chocoanos:
son profesores de los colegios zonales.
—En Puerto
Triunfo, las personas mayores de cuarenta años no nacieron aquí —menciona el
voceador—. Vinieron de otras regiones. Del Viejo Caldas hay muchos.
Especialmente de Manzanares, Samaná, Marquetalia. Por eso hay tantas personas
que te dicen: “Hola, vecino”, “Hola, vecina”.
—Ah, pero
yo tengo una amiga que no me rebaja el “su merced” —interviene Graciela, una
mujer de sesenta y dos años que pasa de prisa bajo el inclemente Sol del
mediodía como si temiera que el astro fuera capaz de asarla si se detuviera un
poco, pero que termina aceptando la invitación a quedarse a charlar con Edison,
no sin antes decidir cuál de las sombras de los árboles de la cancha de
baloncesto es más tupida para ubicarse bajo su protección.
—Ah, ya
sé. Es que ella es del altiplano. ¿Y usted de donde vino, Graciela?
—Yo soy
nacida y criada en Victoria, Caldas.
—¿No le
digo? Del Viejo Caldas.
—Cuando
nos vinimos, aquí las casas no tenían acueducto. La gente cargaba agua del río.
Y había que alumbrarse con puras velas.
—A ese
punto del río le decían mana. Seneida Rivera contaba que había un mohan que se robaba a las
mujeres.
—Yo no sé
nada del mohán. Me acuerdo que hablaban era de un duende muy juguetón que
escondía la ropa que lavaban allí las muchachas. ¿Fue a Pelusa o a un hijo de
Crispín al que se llevó el duende? Parece que una agüela (sic), a punta de
rezos logró vencerlo. El duende, cuando no pudo más, lo dejó por ahí tirado en
un zarzal y le dijo: “¡Agradezca que lo dejo por las oraciones de la mama!
—Me contó
Seneida Rivera que al mohán, los pescadores tenían que dejarle tabaco y
aguardiente en una piedra para que los dejara pescar tranquilos.
—Y seguro
que se fumaba los cigarros y se tomaba los tragos porque al fin y al cabo eso
es una persona. Una persona muy mala…
Las voces
del Magdalena

Dos
hombres llegan a la cancha de baloncesto de Puerto Triunfo. Uno de ellos es un
tipo menudo y trigueño; el otro, macizo y curtido por la intemperie. El primero
es un gaitero, profesor de música en la Casa de la Cultura; el segundo, un
pescador. Deciden que quieren ir al arenero, junto a un brazo del río, a menos
de doscientos metros de allí, y echan a andar.
—El
folklor de Puerto es una mezcla del costeño, el antioqueño y el del interior.
La música de cuerda venía por carrilera; la cumbia y los ritmos costeños
subieron por el río. Casi no venían sonidos de Antioquia, pero ahora con puente
y autopista… Aquí hay muchas personas de Bolívar y de Berrío y de Barranca…
—El río ha
unido las costumbres de los pueblos. Unos vienen subiendo; otros vienen
bajando; muchos de esos se quedan aquí por un tiempo largo, y algunos echan
raíces.
Ninguno de
los dos es porteño. El gaitero es de un pueblo vecino, también ribereño; el
pescador es tolimense. Este cuenta que su padre no era pescador, pero, al
llegar a Puerto Triunfo y ver tantos peces, dijo: “Aquí está el buen vivir”. Y
echó raíces.
En el
arenero, una amplia playa hecha de bancos de arena que algunos arrieros
aprovechan para extraer el material para las construcciones, está al lado de un
brazo del río Magdalena. El cuerpo principal del afluente pasa a unos
quinientos metros de este sitio.
—En otros
tiempos, el río llegaba hasta estos bancos de arena —comenta el músico—. Me
acuerdo que yo aprendí a nadar, tirándome en clavados desde ese mirador.
—Así es.
El agua oficial del río cubría todo esto. Pero puede volver. ¿Usted no ha oído
decir que el río vuelve por lo que deja?
El músico
habla de una gaita que le compuso al río y a los pescadores y a los campesinos
que cultivan la tierra en las islas del afluente.
—Esas
cosas me sirvieron de inspiración. “Mi Yuma” es el título de mi canto. Yuma era
el nombre que le daban al río los indígenas kumanday. Por eso también mi grupo
se llama Tambores del Yuma —habla y luego canta a capela, acompañado con el
sonido del viento, de los pájaros y del que producen arrieros y caballos al
caminar por ese terreno lacustre:
Desde tu
cabeza
hasta la
punta de los pies
corren por
tus aguas
la alegría
y el placer.
—A los
pescadores nos azotan los mosquitos. Este que hay ahora no es nada al lado del
piojo’e burro y el pipón que salen por la noche. ¡Epa!
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crónica, habla
del Magdalena, intercambio
cultural, john
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Medio, Puerto
Triunfo, Río
Magdalena,salderrio
Salderrío
Quinceañeras posan con el Jardín de
fondo
;
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10. Oct 2013
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El Jardín Botánico es escenario tradicional para fotos de
quinceañeras y de primera comunión. Un pedazo de ciudad para el recuerdo.
Ya no
recuerda uno cuándo empezó a llover. Sería ayer en la tarde; no, quizás en la
noche. Lo cierto es que ya es mediodía y la lluvia de la mañana, lenta, sosa,
apenas comienza a ceder. Las nubes bajas, grises, pesadas, dan la idea de que
al comenzar la tarde volverá a llover. No sale el Sol. Las piedras y la tierra
y los senderos y las sillas y las plantas y los patos del lago del Jardín
Botánico están mojados. Sin embargo, en un gesto de generosidad, la Naturaleza
enciende una suave tibieza.
Tiene que
ser que estuvieron atentas, porque un instante después de que cae la última
gota de lluvia, las quinceañeras empiezan a llegar a ese edén del norte de la
ciudad, acompañadas cada cual de su comitiva conformada por fotógrafo,
parientes, amigas, para las fotografías del álbum.

Fotos:
Jaime Pérez
La primera
en entrar es Juliana Ríos Arboleda. No es su estraples de un rojo degradado,
sino ese pantalón blanco ceñido el que hace pensar que no durará limpio más que
un suspiro andando en el pantano. Esos zapatos blancos decorados con
estoperoles plateados tampoco conservarán la limpieza. Pero para eso están su
madre, Doralba, y su tía, Adriana: como utileras, cada una carga un morral de
ropa, zapatos, accesorios.
No han
terminado de desmontar los arreglos de Orquídeas, Pájaros y Flores, el certamen
de la Feria de las Flores. Los trabajadores están por ahí, concentrados en eso
—aunque, cómo no, desconcentrados, por momentos, con las quinceañeras—. Nicolás
Valderrama, fotógrafo y también tío de Juliana, veinte años en el oficio y, por
tanto, experto en esto de fotografiar quinceañeras en el Jardín Botánico, aprovecha
esos escenarios floridos para sus composiciones.
Una isla
de tierra rodeada de cemento está colmada de orquídeas y heliconias con flores
como pájaros.

—Creo que
este es un lugar bonito para comenzar —sugiere él—. Siéntese, Juli, en la
piedra. No, no esconda el pie… Ah, y ponga el codo en ese montículo que él
resiste.
—¡Coqueta…
—indica su madre.
—No sé
cómo.
—Cómo no
va a saber. Mire un poco de reojo; sonría… ¡Pero sea coqueta con los ojos
también…
En el
Orquideorama no hay problema. Tiene techo y, por tanto, nada se ha mojado. Así
las cosas, no requieren usar la bolsa plástica que carga Adriana para que la
quinceañera se siente.
Las
montañas están tapadas por un velo blanco. El aire no es transparente.
—Cambie el
doblez de la pierna —ordena el fotógrafo.
—Ríete con
toda la boca…
Juliana,
leve sonrisa, acude a otros dos escenarios bajo techo, antes de ir a cambiarse
por shorts de bluyín, blusa blanca, botas cafés, bufanda para ir al lago.
—No se
acerque al agua, Juli, que la tierra es blanda y resbalosa. Siéntese en la roca
y mire un poco de perfil, como si viera los patos. No, no voltee tanto los
ojos… Eso es.
Tan pronto
perciben movimiento, los patos nadan desde el centro del lago hasta la orilla,
tal vez en busca de comida. Al llegar, graznan sin parar.
—Me gusta
este contraste del día, entre gris y blanco, con el color de su ropa —comenta
Doralba, mientras Adriana se excusa con una ardilla por no tener un pasabocas
para darle.
Sonría,
por favor

—Pele los
de leche —insiste Hugo Gutiérrez, el electricista que ha venido a presenciar el
estudio fotográfico de su hija, Natalia Andrea.
Ella no
llegó con trajes informales, sino con el propio vestido de quince. Su
cumpleaños fue el 18 de julio — “yo también cumplo el 18 de julio”, dice el
papá—, pero como ella, no se acomodó con ningún otro vestido en la tienda de
alquiler, distinto a este azul escotado y de falda voluminosa, debió correr la
fecha de celebración.
—Saque
busto. Siéntese derechita —Alonso Sánchez, el fotógrafo que contrató Hugo por
recomendación de unas primas que pasaron por esto hace días, también aprovecha
la decoración de la Feria. Ayuda a sentar a la chica en una carreta negra de
estilo antiguo.
—Ríase —le
ruegan en coro desordenado tres mujeres: la tía Yudy Alexandra; la hermana
Isabela, de siete años, y la amiga Melissa.
Esta se ve
en breve metida debajo de la falda de la cumpleañera — “entre usted que puede”,
dice Alonso— arreglándole la enagua blanca para que no sobresalga por debajo
del ruedo.

Dándole la
mano a la chica, entaconada en escenarios con suelo de piedras sueltas, el
fotógrafo la lleva despacio a una especie de portada hecha de flores. La ayuda
a sentarse. Hasta los zapatos desaparecen bajo ese amplio ropaje.
—Saque
busto, ponga las manos en las piernas… Ahora, el cabello todo para un lado.
—¡Ríase,
pues y no esconda las uñas… —interviene Melissa que promete hacer lo que sea
para hacer reír a Natalia.
Después
quitan la parte baja del vestido y ella queda con un traje corto; el de rumba.
—¡Pele los
de leche, pues… — se oye insistir a Hugo, sin mayor éxito.
·
crónica, Fotos
de quince, Jardín
Botánico, Jardín
Botánico de Medellín, john
saldarriaga, Quinceañeras, salderrio
Salderrío
Plaza de mercado, para mercar y
barequear
;
·
20. Nov 2013
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Que el
aguacate está a dos mil el kilo, dice el vendedor. Ah, pero no tengo sino
mil ochocientos, repone la mujer. Aquel hace como que lo piensa y luego díce:
Échelo.

Fotos:
Róbinson Sáenz
El verbo
que resume la actividad de las plazas de mercado es barequear. Se conjuga sin
usarlo, porque no hay que pensar en él ni pronunciarlo para ponerlo en
práctica.
Aristides
Castaño, en la plaza de Campo Valdés, una plaza pequeña y con el sabor del
barrio en el que está incrustada, metido en el olor a cilantro de su
legumbrería, dice que hay clientes que saben negociar y que están enterados de
los precios. Preguntan, por ejemplo, a cómo está la papa. A mil
doscientos, le responden. No no me sirve. Me sirve a novecientos.
Y es una
de las ventajas que encuentran quienes acuden allí a mercar y las que señalan
los vendedores.
“Por eso
viene la gente a la Plaza de Mercado; porque uno pide y ella ofrece”, dice Hugo
Castaño, hermano de Aristides, también legumbrero desde hace más de 40 años y
también metido entre el olor de la cebolla de rama, que organiza en manojos.
“Muy
distinto a un supermercado, que uno debe atenerse a lo que dice el papelito”,
agrega Mario, el vendedor de hierbas medicinales de la misma plaza. Abre la
puerta de su puesto, una puerta como de armario, y sale un vaho de aromas en el
que el de la ruda pelea por la primacía con el de las bolitas de naftalina. Él
aprovecha la quietud de las tardes para organizar el puesto y, de cuando en
cuando, para caminar al cafetín a tomarse una cerveza.

Le sobra
para el taxi
“Por eso
vengo desde San Javier —indica Mercedes, una mujer dueña de la amabilidad y la
locuacidad que dan a algunos los años, haciendo mercado en la Minorista. Un
costal a medio llenar descansa sobre una butaca, por fuera del mostrador de una
tienda de abarrotes. Ella respira el olor de los detergentes—. En la plaza todo
es fresco, hay mejor precio. Si por la casa merco con cien mil, por aquí abajo,
me la rebusco y merco con 70 mil, y eso es platica”.
Cuenta que
le gusta llegar temprano, a las seis está bien, cuando la plaza está abarrotada
de gente. Clientes escogiendo sus legumbres en bolsitas plásticas y poniéndolas
en una canasta; otros deambulando por ahí, como sin rumbo, y otros más parados,
como ajenos al agite, leyendo los precios en un tablero. Cargadores de racimos
de plátanos por unos pasillos; otros, con un cerdo al hombro, “¡permiso, niña,
que la mojo!”; carretilleros con sus cargas de flores… Compra el grano aquí,
las arepas allí, la carne más alla… Y después le sobran muchachos que ofrecen
sus hombros para cargarle el bulto del mercado hasta el taxi.
“Pero hoy
me voy en bus. Este costal no se va a llenar porque no traje casi plata. Pero
igual los muchachos me cargan la bolsa hasta la calle y yo les doy una
bobadita”.
Para qué
madrugar, le pregunto, si la Minorista la cierran al caer la tarde y después
del mediodía, cuando los vendedores están desatacados, pesando moras y
metiéndolas en bolsitas de a kilo aquí, limpiando pescados allí, preparándolo
todo para la madrugada de mañana, cuando los pasillos están libres, limpios ya…
los precios no suben y más te oyen si quieres regatear. Pero no sabe qué decir.
¿Será la magia de la congestión? ¿La vitalidad del movimiento? ¿La seducción de
los arrumes? ¿El olor de las frutas por la mañana o de las ramas de apio
todavía mojadas?
Y allí, en
la Minorista, hay restaurantes para todos los gustos… y bolsillos. Desde los
sencillos, donde la comida es abundante y sazonada; hasta los elegantes, con
mesas decoradas con flores y velas, donde cuentan que se amaña el Gobernador.
“Lo mejor
de la las plazas es el precio”. Dice Natalia Ospina. “No —la contradice su
madre, Elvia—. A mí lo que más me gusta es que me preguntan: ‘cómo le sirve el
mango’. Y la dejan a una escoger y escoger a su antojo y si quiero me llevo lo
mejor y les dejo lo otro ahí. Y que además al final siempre pido la encima y me
la dan. Dos mangos, en la legumbrería; tres huesos en la carnicería; media
librita de fríjol en el granero… Y eso va sumando”. Elvia respira hondo el olor
de las arepas de una tienda inmensa, cuyo letrero dice: «Arepas caceras, arepas
blancas, arepas amarillas, arepas de mote, arepas de sancochado, arepas de
queso, arepas de chócolo, arepas de soya, arepas de yuca, arepas de salvado,
arepas cuadradas…»

Ella se
antoja de flores
“Cuando
era niño venía a mercar con mi mamá a la Plaza de La América —evoca un Javier
sin apellido—. Para mí era una diversión. Yo podía antojarme de algo: una
chocolatina, unos masmelos, una galleta negra. Mercábamos y después nos
quedábamos a desayunar. Ahora salgo con mi hija, Laura, a mercar los sábados.
Es la única de la casa que lo disfruta. Tiene once. Al menos mientras le guste
salir conmigo, usted sabe. A veces vamos a la Mayorista, otras a la Minorista y
también a esta que frecuentaba con mamá”.
Cuando
Javier quiere meterse a la cocina un domingo a preparar comida de mar, su
especialidad —“¡qué tal unos mejillones! O no, mejor unas almejas o unas
colitas de langosta”, le dice su esposa—, prefiere mercar en la Mayorista. Allá
hay tiendas tan especializadas que son buscadas por los chefs de los restaurantes
más selectos —y costosos— de Medellín, porque lo tienen todo. Laura interviene
para decir que su papá ya les preparó pulpo.
“Laura
siempre se antoja de flores”, revela él.
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Central
Mayorista, crónica, crónica
urbana, john
saldarriaga,Medellín, Mercado, Plaza
Minorista, Plazas
de mercado, salderrio
Salderrío
Los cristos anónimos de Jorge Mario
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20. Feb 2014
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General
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Jorge Mario Chavarriaga talla figuras de humanos y animales con
machete y cuchillo en Titiribí. No las firma.

Tal vez un
milagro permanente le hacen a Jorge Mario Chavarriaga Jaramillo los cristos de
palo que talla: evitar que la banqueta en que se sienta, dándole la espalda a
un abismo en cuya sima hay un riachuelo, se quiebre bajo su peso y ruede hasta
el fondo.
Esa silla
es el centro de su taller. Un taller formado por una enramada hecha de guaduas
y maderos, sin paredes y con techo de palma, situado en el patio de tierra de
su casa, una de las primeras entrando a Titiribí.
Pero él no
cree que esté en riesgo. Son más de 20 años los que ha pasado, día tras día,
sentado en esa banqueta de asiento blando y espaldar de tablas a la vista, que
le parece ocioso imaginar siquiera que de pronto se canse de cargarlo.
En el
suelo, delante de él, hay dos trozos de árboles. Uno cree que alguno de ellos
puede ser el banco de trabajo. Pero se equivoca: el artista apoya el trozo de
madera en sus muslos y sus rodillas, sobre el bluyín, y le hace los cortes
grandes con machete, sin que eso le cause dolor; sin que, en tantos años, se le
haya ido la filosa herramienta hasta la piel, la carne o el hueso.
En el
hueco de un tarro de madera hay dos pájaros sin terminar.
“Tengo tan
buen pulso que puedo hacer 20 o más cortes en el mismo punto, sin que me
tuerza”, se vanagloria y sonríe Jorge Mario y hace una demostración blandiendo
el machete con fuerza y decisión.
Los cortes
delicados, las costillas, los pliegues del trapito que le cubre el sexo, la
barba, el cabello, el Inri que clavaron los romanos en la cruz, los hace con
cuchillo de zapatero. Hace meses, un cura agradecido le envió un juego de
gubias, mazo y azuela, pero no lo ha estrenado. No cambia sus herramientas por
esas especializadas.
Gallinas
con las patas emplumadas y una gallineta andan por todas partes. Rondan el sitio
de trabajo, dan la vuelta a la vivienda de paredes encaladas y atestadas de
obras del artista: cristos, vírgenes, quijotes, animales, animales imaginarios…
Van a la parte de atrás de la casa, un prado donde pace un caballo enano y
rodean un sillón desbaratado aunque mullido, en que se sienta el hermano de
nuestro personaje, Gildardo, también a tallar.

Jorge
Mario tiene revendedores de su arte en Santa Marta, Bogotá, San Pedro de los
Milagros. Cree que el Papa Juan Pablo II tuvo alguno de sus cristos. Ha visto,
en noticieros de televición, informes desde hospitales y se ha dado cuenta de
que cristos de las habitaciones son creaciones suyas. Nadie lo sabe porque no
los firma.
“Aprendí
de Jorge Mario —comenta Gildardo, al percibirnos detrás suyo, casi sin
mirarnos—. Yo trabajaba en el campo pero hace 20 años quedé discapacitado: me
hizo daño un veneno que le apliqué a la roya de un cafetal; casi no camino.
Ayuda a a
completar un pedido de 40 cristos, el encargo de un cliente para sus
aguinaldos.
Cazaraíces
Jorge Mario va por riachuelos y bosques buscando raíces y tallos de robles,
cedros y cafetos. Las raíces le parecen más resistentes. En esos trozos
vegetales, él ve la figura que encierran desde el momento mismo en que se topa
con ellos y “uno les quita lo que les sobra”.
“Las
raíces no dan lo que uno quiera sino lo que ellas tienen para dar”, explica.
En una ve
un mono; en otra, a don Quijote y Sancho Panza; en la siguiente, un escorpión…
También
usa troncos que le dan en algunas fincas o retales de rastras de madera que
descartan en carpinterías.
Así se
enseñó desde que tenía siete años —ahora tiene 55—, viendo a su padre, Luis
Eduardo, esculpiendo figuras santas, él sí con el realismo del arte religioso.
Recuerda que vendía poco: sus clientes eran más que nada sacerdotes y ellos,
dice Jorge Mario, han esperado que alguien done los santos a la parroquia. A él
mismo, que también hace imágenes realistas —un crucificado espera cliente en
una de sus habitaciones—, cuando la ofrece, le han dado la misma disculpa.
“¿Que si
recuerdo mi primera obra? Una iguana con cara de mico. Pedí 50 pesos por ella.
Me pagaron con un billete de 100 y como no tenía devuelta, me dieron los 100″.
No fue a
la escuela. No sabe leer ni escribir. No firma sus trabajos porque no sabe dibujar
las letras de su nombre.
Un día, un
hombre le encargó muchos cristos. Al notar que no firmaba los trabajos, le
indicó que les pusiera ciertas iniciales a cada uno, y así lo hizo.

Fotos
Róbinson Sáenz
De todas
las figuras que ha creado, las que más recuerda son las de un pesebre
gigantesco, la Virgen, san José, los reyes, todos en tamaño mayor al natural.
Los terminó una noche de diciembre de hace varios años y era tal el afán que
tenía el cliente de llevárselos, que no tuvo tiempo de conseguir una cámara
para fotografiarlos. Asunto que no para de lamentar. “Quedé con una sensación
de alegría y tristeza a la vez, porque no pude casi ni verlos”.
Jorge
Mario ya ve, en el limón que da sombra y limones a unos cuantos pasos del
taller, otro cristo. Tal vez un cristo con el pie derecho montado sobre el
izquierdo, como les gusta a los diestros imaginar a “Nuestro Señor”. Pero aún
tiene que esperar varios años, hasta que esté seco: “cuando eso suceda, ahí
mismo me apodero de él”.
·
artes, cristos, escultura, john
saldarriaga, Jorge
Mario Chavarriaga Jaramillo, salderrio, talla
en madera, Titiribí
Salderrío
Cuando la vida queda en puntos
suspensivos
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·
17. Mar 2014
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Por trauma y por inhalación de gases tóxicos, respectivamente,
Rodolfo y Roberto quedaron en estado vegetativo. Les sobran manos de seres
queridos para ayudarles a existir.
Rodolfo
Santos* permanece acostado con la espalda y la cabeza levantadas. Está en casa.
Desde la cama hospitalaria de su habitación limpia y bien iluminada, a través
de los cristales de la ventana, se ve un paisaje de vacas manchadas de blanco y
negro en un campo plano, unos eucaliptos, las ruinas de una vivienda, una
llovizna casi imperceptible y un aire lechozo que cierra la visibilidad un poco
más allá de la los animales, como un telón. Parece que se viera el frío. Sin
embargo, su cuarto es tibio.

Marta
Elena y su hermano Rodolfo.
A veces,
su hermana Marta Elena* se acerca para abrazarlo, darle un beso o expresarle
alguna palabra tierna. Desde la enfermedad de Rodolfo, un trauma
encefalocraneano producido por una caída desde su altura, poco más de un metro
con 75 centímetros, sucedida hace seis años, la cual lo dejó sin posiblilidades
de valerse por sí mismo y con el entendimiento limitado, decidió que rompería
con ese modo de ser, afectuoso sí, atento a los demás también, pero
marcadamente inexpresivo, que la ha inhibido —lo mismo que a los demás de la
casa— para dar una caricia o decirle a alguien que lo ama.
Dueña de
una voz ronca, producto de sus inseparables cigarrillos, dice:
—Tal vez
para esto sea lo único que ha servido el accidente de Rodolfo —sorbe café; da
una fumada a su cigarrillo y no piensa en el humo que se va hacia adentro de su
organismo—. Ya, cuando llega mi otro hermano de visita, no me mido para
saludarlo con un beso. Y a todos los demás.
El humo
sale por su boca envuelto en palabras al contar que él era ingeniero
administrativo y laboró por años en una compañía textil. Menor de diez
hermanos, vivía en casa con su madre y las tres hermanas solteras, ella entre
esas. Vivían en Medellín. Él llevaba una vida normal. Salía algunas veces a
tomarse unos tragos. Odiaba el cigarrillo. Con las tres hermanas, solía ir de
paseo a una casita que tenían en Fredonia. De vez en cuando, una de las
casadas, Constanza*, venía de Los Ángeles, California, a visitarlos. Una
gringa. Su mentalidad es la de una completa gringa. Tantos años por allá, usted
sabe. De pronto, surgió la noticia de que la textilera sería vendida. Rodolfo
llegaba a casa cada noche y repetía: “eso se va a acabar”. Parecía temer por el
fin de su empleo. Hasta que el 20 de febrero de 2008, a la hora del almuerzo,
salió con un compañero a dar una caminada corta cerca de la oficina. De pronto,
la caída. Desmayó. El estrés lo haría desmayar, supone Leticia*, otra de las
hemanas, quien por atender una diligencia no está con nosotros en casa.
Rodolfo
entró a cirugía. Tratarían de curarle los hematomas cerebrales, de limpiarle la
sangre derramada. Después, no despertó. Quedó en coma hasta agosto del mismo
año. Su regreso fue paulatino.
Intentó
sin éxito mover una pierna para bajarse de la cama. Leticia le dijo:
—Tuviste
un accidente grave y te hicieron una cirugía en la cabeza. No podemos hablar y
no podemos movernos.
Y ese
hombre lloró. Y volvió a llorar otras dos veces. Luego de eso, aprendió a
reconocer las letras para formar palabras, a decir sí mostrando el dedo índice
y no mostrando el índice y el del corazón.
—¿Díganos,
usted dónde vive, niño? —le inquiere Nubia, la enfermera que va a ayudarles a
alistarlo, “cuando estamos muy extenuadas”. La pregunta es para darnos una idea
de sus habilidades.
Rodolfo
saca una mano de las mantas, la izquierda, la única que mueve, y se la lleva a
su ceja derecha. Es su manera de indicar que vive en La Ceja. Allá fueron a
parar los cuatro hermanos hace un mes. Dejaron la ciudad y parecen satisfechos
de su decisión. El clima, la tranquilidad y, sobre todo, el silencio.
—¿Cuéntenos
qué ve por la ventana?
Él empuña
una linterna. La enciende. Dirige una luz de punto a un tablero de tela que
tiene en la pared de enfrente con el abecedario. Va señalando letra por letra
hasta formar la palabra “vacas”; después, “Luna”.
Sabe
indicar cuántos años tiene, va mostrando su mano abierta 12 veces y después
solo dos dedos.
¿Lo
entiende todo?
—No
—asegura Marta Elena, ya en una habitación contigua en la que hay dos camas,
mientras me muestra fotografías. Las tiene en un computador portátil, en un
archivo que ha nombrado «Rodolfo antes y después». Se ve un tipo fortachón y de
aspecto elegante, algunas veces con sombrero blanco—. Él es como un niño.
Responde bien preguntas sencillas; no complejas. Tiene una desconexión entre
pasado y presente. Un médico primo nuestro dice que su cerebro se proteje
olvidando lo doloroso; de lo contrario enloquecería.
Si les
hubieran dicho que después de la cirugía de cerebro podía quedar así, en estado
semivegetativo, ellos no lo hubieran dejado operar.
Cuenta que
han dividido las labores. La Mona le hace la comida; Leticia reclama su pensión
y lo representa legalmente por su interdicción, y ella, lo baña, cambia sus
sondas de orina y le lava los dientes. Con ayuda de una grúa, las mujeres,
mayores que él, lo levantan y le ponen los enemas por el recto para extraer sus
heces. La EPS les quitó la enfermera hace tiempos. En conversación anterior,
Leticia cuenta:
—Yo ya
hice una carta en la que digo que a mí nadie me va a entubar ni a prolongar la
vida, si llego a sufrir un accidente igual al de Rodolfo. A mí nadie me va a
retener. Ya la autentiqué en una notaría.
Un acto de
heroísmo
Como si
hubiera sido ayer, doña Gloria recuerda el día en que su hijo Roberto Jaramillo
madrugó para encontrarse con la fatalidad.
De eso
hace 15 años y siete meses y Roberto tenía 26 años. Era un bombero. Solía
decirle a su madre que él tenía que vivir confesado, porque en ese oficio, la
vida puede perderse en cualquier momento y él no iba a dejar de salvar a nadie
por miedo.
El
amanecer de un 14 de julio, Roberto salió de su casa en Villa Sofía para ir a
la estación central. Sin emergencias que atender, se ocupaba de alistar una de
las máquinas. Antes de las siete, una llamada informaba que un obrero de
Empresas Públicas había caído en un hueco de alcantarillado en Barrio Triste.

Roberto
Jaramillo y su madre, Gloria. Fotos Hernán Vanegas
—Que vaya
Roberto —ordenó el capitán.
Ni el
superior ni nadie —enfatiza doña Gloria— habló de llevar equipos de protección.
Parecía un caso sencillo. Hacía menos de dos semanas, el mismo Roberto había
extraído a un borracho de un hueco semejante cerca a la Universidad Nacional.
En el
sitio del hecho, Roberto comprobó que el técnico yacía en el fondo de un pozo
de siete metros de hondo que tenía agua en su suelo.
—Me meto o
no me meto —preguntó en voz alta el bombero, según contaría después un
testigo—. Pediré refuerzos.
Pero en
esas, la gente fue arremolinándose alrededor de la escena y comenzó a hablar, a
tratar mal al socorrista, a decir que para eso están los bomberos.
Roberto
entró. Contarían después que no bien había bajado algunos escalones de esa
escalera de hierro que suelen tener los alcantarillados empotrada en sus
paredes cuando el socorrista cayó inerte, como un bulto encima del obrero.
Roberto estuvo 13 minutos en el fondo del pozo.
Albeiro
Estrada, otro bombero asignado, descendió por los hombres, él sí con protección
boca y nariz. Diría luego que se encomendó a los santos y llegó a los cuerpos.
Se sumergió en aguas negras y pútridas, tomó primero a Roberto, inconsciente, y
lo echó a sus espaldas. Subió con él hasta la mitad, donde otro socorrista lo
esperaba para recibírselo. Después, al otro hombre, que ya estaba muerto.
Los
médicos determinaron que ambos habían perdido el conocimiento por inhalar gases
tóxicos.
Permaneció
en coma varios meses. Estaba en ese sueño profundo cuando se mudaron de casa a
la que ahora ocupan, en Castilla. Abrió los ojos. Nada dice.
Su padre,
Javier, quien fue arriero en su juventud en Sabanalarga, tiene las fuerzas
intactas. Él es quien lo levanta para que ella lo bañe y lo vista.
En un
cuarto en el que hay más de 170 camándulas, imágenes de santos, recortes de
prensa y diplomas a la valentía, su madre lo incorpora para introducirle la
mediamañana, un líquido café amarillento, por una sonda gástrica que le sale
por el pecho. Dice:
—Él nos
decía que nos iba a dar casita. No nos la dio, pero es el que paga el alquiler
con la pensión de invalidez que recibe.
*Nombres
cambiados
·
crónica, john
saldarriaga, pacientes
en estado vegetativo, salderrio,Salud
Salderrío
Gabo
;
·
25. Abr 2014
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General
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La muerte de Gabriel García Márquez me motiva a presentar
algunas crónicas que he escrito en los últimos años —y en los últimos días—,
alrededor de su figura. Una de ellas, la Sombra de gabo en Aracataca,
hace parte del libro Vida y Milagros (crónicas, reportajes y perfiles) de
reciente publicación en la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana.
LA SOMBRA
DE GABO EN ARACATACA
Crónica que narra la vida de un municipio, alrededor de la
figura del Nobel.
Al
mediodía, cuando termina la jornada escolar, los niños que salen de las
escuelas no obedecen la señal de “PARE” que muestran los guardias de la
Estación de Aracataca cuando va a pasar el tren carbonero.
Al
contrario, como si la tableta que portaran esos hombres vestidos de azul dijera
«SIGA», ellos corren para pasar la línea férrea por delante de la locomotora,
desafiantes, juguetones, a pesar de que esa metálica serpiente es una caravana
casi interminable, conformada por 120 vagones cargados que avanzan raudos,
mucho más rápido que los que cruzaban esos campos hace medio siglo transportando
el banano.

No
obedecen, a pesar de que su paso, una o dos veces cada hora, de día y de noche,
es la materialización más concreta de la idea de rapidez que existe en Macondo.
Las
sirenas de la máquina anuncian prematuramente su paso inundando el ambiente
lento, atravesando como daga el aire soporífero que se sostiene en seres
animados e inanimados como una manta invisible y pesada bajo el cielo azul y
sin nubes. Ese sonido intenso de corneta se escucha en todos los rincones del
pueblo.
Lo oyen en
el centro de calles pavimentadas que se colman, no de burros, sino de
motocicletas y ciclotaxis; lo escuchan algunos indios wayúu que se la pasan
sentados tomando cerveza y mambeando coca en el Puente de los Varados; lo oyen
los chicos que se internan sin camisa en las aguas de la acequia que le sacaron
hace un siglo al río Aracataca para regadío, poniéndose ante los ojos un
fragmento informe de vidrio plano para ver en el fondo elementos de hierro y
bronce, como cadenas y candados, que recuperan para venderlos en la compraventa
de deshechos; lo escuchan los jugadores de arrancón -una forma del remis-, que
han pasado desde hace sesenta años sentados en la calle detrás del mercado
todos los días de diez de la mañana a once de la noche, relevándose de generación
en generación, bajo los ojos de su fundadora, Josefina, que cada media hora
saca del case 500 pesos como pago de alquiler del juego y el espacio; lo oyen
los sembradores de palma africana que desplaza lentamente al banano… En fin,
esa sirena se ha convertido en parte de la vida cotidiana de esta población, en
música de fondo para esos 60 mil habitantes que se revuelven bajo la canícula.
Es el tren
de la Drummond, la compañía extranjera que explota las minas del negro mineral
en La Jagua de Ibirico, Cesar, y lo conduce al puerto en Santa Marta para
sacarlo por mar al exterior.

El Fello
Alfredo Correa, el Fello, la oye en su
casa situada al pie de la manga destinada a las corralejas de julio. Es
viernes. Él está apenas reponiéndose de una pea memorable que ha alentado en el
Carnaval de Barranquilla -no se queda en los de Aracataca porque en Curramba
hay más que ver-.
El
octogenario roble no tiembla ni presenta efectos visibles de resaca, pero
afirma que a esta edad no es lo mismo que cuando era joven.
Es hermano
del mejor amigo de Gabriel García Márquez, Luis Carmelo, “que aparece
mencionado en Vivir para contarla”. Pero tras la muerte de éste hace tres años,
víctima de una diabetes que había obligado ya la amputación de una pierna,
todos lo buscan para que cuente historias del escritor.
Total, él
también hizo parte de ese grupo de amigos. Su familia era vecina de la del hijo
de la niña Luisa Santiaga; sus casas estaban situadas una diagonal a la otra en
la Avenida de Monseñor Espejo, a una cuadra del parque central.
En la
calle, pocos son los que osan desafiar ese Sol que detiene los termómetros en
40°C. Bajo la sombra de los almendros, los mayores descabezan un sueñecito
corto arrullados por el piar de los chupahuevos.
Por su
parte, Fello, en la sala de su casa, se sienta a existir en una silla
macondiana fabricada en madera de canalete por él mismo en su taller de
ebanista situado en el solar trasero de su casa -cuyo techo lo forman dos
mangos- y bautizada por él de este modo porque es única -elaborada en largueros
cepillados, con el asiento en declive que forma un ángulo recto con el espaldar
tirado hacia atrás, consiguiendo que quien se siente apoye también la espalda-.
Evoca
aquellos tiempos con una frescura tal, que quien lo escucha debe estar repitiéndose
que ocurrieron hace 70 años para no llamarse a engaños.
“Gabito se
crió con la familia de la niña Luisa, como le decíamos a su mamá en esos
tiempos en que, no sé, éramos más educados para tratar a los mayores. Como eran
de raza guajira, más bien sedentarios y serios, encerraban al niño a las seis
de la tarde y él se quedaba escuchando las historias de sus tías referentes a
las vivencias de su padre, el Coronel Márquez”. Fello hace una pausa antes de
agregar: “Gabito siempre tenía zapatos”.
Eran
tiempos de bonanza en Aracataca. Éste era un pueblo tan grande como Fundación,
en el que despilfarraban la plata. Los viejos todavía recuerdan a un guajiro
que llegaba los viernes con una mochila llena de dinero para pagarle a los
trabajadores de las bananeras. Y no faltaba quien, en el baile de la cumbia,
liara las espermas encendidas con billetes.
El creador
de la silla macondiana se incorpora para ir a extraer de un cajón de una cómoda
en la habitación contigua fotografías históricas. En una de ellas -que por
cierto le regaló García Márquez- aparece el autor de La Hojarasca, al lado del
compositor Rafael Escalona, el periodista Álvaro Cepeda Samudio y el pintor
Jaime Molina, de pie, tomándose unos tragos. En el reverso de la foto, la
dedicatoria escrita a mano: “Para Fello, de su hermano mayor Gabriel G. M.”
Y con ella
ante sus ojos, dice que Escalona no cuenta la verdad, o por lo menos la deja
incompleta, con respecto al Festival de la Leyenda Vallenata. Pues ese Festival
nació en Aracataca en 1966; no en Valledupar.
“Un día
estábamos tomándonos unos tragos mis hermanos, el maestro Escalona y yo, cuando
llamó Gabito. Contestó Luis Carmelo. “¿Lucho, con quién estás? Espérame que voy
a huir de unos periodistas que me tienen cansado”. Y se apareció en la casa.
Entre tanto hablar, Escalona le dijo que estaba interesado en que él oyera sus
paseos. “Ajá, pero no de cualquier manera -respondió Gabito-: ¡Hagamos una
parranda! Y así se hizo. Participaron agrupaciones locales y de pueblos vecinos
y se fundó el Festival, en Aracataca”.
Víctor,
apodado el Chimila, cuidandero nocturno de la Casa Museo Gabriel García
Márquez, interviene en este punto: “Déjeme recordar quién fue el Rey Vallenato
esa vez… Era ese tipo bajito, creo que de Valledupar, Julio de la Ossa…”
Fello dice
que tal vez el compositor de La casa en el aire y Consuelo Araújo Noguera, La
Cacica, tuvieron más visión de futuro y mercadearon de mejor manera el Festival
para la capital del Cesar.
La sirena
de otro tren vuelve a escucharse. Esta vez Fello y Chimila están en el taller
de ebanistería. Cuatro gallinas dan vueltas por ahí. En el solar de otra casa
se ve a una vecina, una toalla anudada en el pecho por todo vestido, lavando
ropa.
Y mientras
aquél barniza una silla macondiana a la que cambió un larguero y ajustó
tornillos esta mañana, va recordando lo supersticioso que ha sido Gabito.
Refiere una anécdota en la que éste abandonó el grupo de amigos junto a la casa
del doctor Barbosa, un boticario que recetaba medicamentos a los enfermos, para
internarse en un matorral urgido por un estómago indómito. Y que no pasaron
cinco minutos antes de que regresara raudo, pálido y sudoroso, diciendo que le
habían salido los animes y lo habían levantado a piedra.
“Los
animes son como los duendes”, explica. “Sí, yo sé -complementa el Chimila-. Hay
quienes saben cosas y son capaces de esclavizar animes. Los guardan en un
calabazo y contratan, digamos, la preparación de un terreno para sembrar arroz.
Liberan esos seres, les dan la orden y ellos obedecen corriendo.
El que
pase por ahí cerca escucha un ruido como de cincuenta hombres echando machete,
tumbando árboles y hasta ve caer los troncos y no se da cuenta quiénes están
haciendo todo aquello. Sólo ven al tipo ahí, impávido. Y cuando los animes
terminan el trabajo, él vuelve a encerrarlos en el calabacito”.
“Sí -añade
el primero-. En dos días hacen el trabajo que un hombre haría en un mes, cobran
más rápido, pero no se enriquecen porque esa es plata del Diablo. Esa es una
maldición”.
Apellido
Antes de
las tres, Aidée Galán escucha la sirena del tren, sentada en una silla mecedora
un tanto raída bajo un tejado de zinc instalado adelante de su casa del barrio
El Carmen, que da sombra a su venta de cerveza. Da la espalda a la calle
polvorienta. Los barrios periféricos no tienen sus vías pavimentadas. Responde
sin mirar el saludo de una vecina: “¡Adiós!”
Es la
esposa de Nicolás Ricardo Arias, el único pariente de Gabriel García Márquez
que vive en Aracataca. Es hijo de Rafael Arias, hermano medio de Luisa Santiaga
y como ésta, hijo del Coronel Márquez, pero no de Tranquilina Iguarán; por esto
no lleva el apellido Márquez sino el de su madre.
Nicolás Ricardo no para en la casa. Vive más tiempo en un billar de la Calle
Cataquita, a una cuadra de la Calle de los Turcos.
Aidée es
cienaguera. Espanta un poco el sopor para contar que se conocieron hace más de
cuarenta años en Sevilla, un caserío de la zona bananera, y que le dio
dificultad adaptarse a la vida en Aracataca, apartada de sus viejos y, por
supuesto, sufrió mucho en un tiempo en que a su marido, que trabajaba en
vigilancia, lo trasladaron para el Cesar y ella fue con él.
Cuenta que el escritor ha venido a saludarlos a esta casa. Hasta se tomó una
fotografía con ellos de espaldas a la fachada. Pero que no ha vuelto. Serán sus
males que no le dan tregua. Y que su esposo tiene esperanzas de que el ilustre
primo vuelva a visitarlos ahora en el cumpleaños. “¿Que lo aporrea mucho el
viaje de Santa Marta a Aracataca por carretera? ¡Ah, para eso existen los
helicópteros!”. Y aprovecha la despabilada para internarse en el fondo de la
casa y lavar algunos trapos.
A las
cuatro de la tarde, cuando vuelve a sonar la sirena, en la gallera dos hombres
cortan con tijeras las plumas sobrantes de dos gallos finos y les calzan las
espuelas. Los echan al ruedo para que, en franca lid, ellos mismos decidan cuál
se ganará el derecho de pelear en la gran noche del día siguiente, sábado, en
la competencia en que llegarán ejemplares de muchos sitios de la Costa.
Ese sonido
encuentra a Adrián Mercado y Rubiela Reyes, los guías de la Casa Museo Gabriel
García Márquez, ocupados en sus quehaceres. Él levanta los recortes de prensa
que hablan del escritor, adheridos a hojas de icopor, cada que el viento se
cuela por la ventana de la calle y la puerta que da a un patio interior y juega
a descolgarlos de los clavos de las paredes.
Ella se
entretiene con dos turistas alemanes, una mujer y su hermano, blancos como los
icopores, que han permanecido horas en la casa tratando de ver con sus ojos y
tocar con sus manos las cosas que García Márquez menciona en sus libros.
La
visitante no habla español, pero es la que ha leído las obras. Su hermano no
las ha leído, pero es dueño de unas cuantas palabras en el idioma del autor. De
modo que entre sus señales, su precario español y el precario inglés de la
anfitriona, alcanzan a defenderse. “No, la casa del doctor Barbosa ya no
existe; la tumbaron. Sólo queda una ventana, la última”, le indica.
Rubiela
cuenta que le ha escuchado decir al director, Rafael Darío Jiménez, que en
marzo comenzarán las labores de reconstrucción de la casa, con recursos del
Ministerio. Y como anécdota, que el Nobel no ha sido capaz de pasar frente a la
vivienda en las escasas ocasiones en que ha visitado el pueblo, por pura
nostalgia.
“Él es
supersticioso. Un día López Michelsen le dijo que no regresara a Aracataca para
quedarse, porque le llegaría la muerte”.
Calavera
Cuando la
sirena vuelve a sonar son las cinco. Y ese sonido de corneta parece oportuno
para subrayar las palabras del sacerdote en la misa de la iglesia de San José,
quien en la homilía explica que el tiempo de la Cuaresma es un llamado de Dios
a los hombres, convocándolos para un cambio.
Como una
decoración impresionista, un cráneo, sostenido en cúbitos y radios cruzados,
todo lo cual cubierto de cal o yeso, está situado en el suelo, contra la pared,
en la parte de atrás del templo.
“A todos
los cataqueros nos bautizaban ahí, en una pila que había a un lado -explicaría
Rafael Darío Jiménez, posteriormente-. Representa la crucifixión”.
Una mujer
sale de misa y explica que no, que eso simboliza lo que quedará de cada uno de
nosotros cuando terminen nuestros acostumbrados malos pasos por este Valle de
Lágrimas y que entonces no vale la pena la vanidad.
Contexto
Gabriel García Márquez dijo alguna vez
que escribía para que sus amigos lo quisieran más y a fe que lo ha conseguido.
En su pueblo, Aracataca, los más de los cuarenta mil habitantes, chicos y
grandes, se refieren a él de manera afectuosa. Le dicen Gabito, como dando a
entender que es amigo de todos y nadie reniega porque no vaya a visitarlos con
frecuencia. Encuentran razones para cada cosa.
***
MAGDALENA,
NANA DE GABO, OYE ECOS DE AYER
Es mentira eso de que María Magdalena Bolaños, la nana de gabito, tenga
alzhaimer. Eso lo dice su hijo, Abel, para hacerme desistir de la idea de
hablarle, sin importarle siquiera que ella esté ahí, a su lado, mirando por la
ventana, sorda como la tapia que bordea su casa de esquina, sí, pero dueña de
una amabilidad que le salta a los ojos.
—Sepa que
usted no es el primero. —Dice Abel con un hablar crudo, déspota casi, asomado
por unos ojos marchitos. Y como si se aprestara a enumerar sus logros, añade—:
Han venido de Radio Francia, de revistas españolas, de muchas partes, y los he
devuelto sin que les hable. Tiene alzheimer.
Es de
noche. Ese mismo día me había enterado, de labios del administrador de un
hostal que funciona en una casa, en la misma calle central en la que ella vive,
que Magdalena fue nana de Gabriel García Márquez. Había ido a saludarla y ella,
sentada en una mecedora en la acera y venteándose con un abanico de caña, junto
a su puerta, me miró desde el profundo silencio de su sordera y me saludó con
recelo. No debe sufrir por el ruido de los autos y de las mototaxis que pasan
sin tregua por su calle, ni por el tren carbonero cuya sirena se escucha en
todo el pueblo cada veinte minutos.

El suyo es
un caserón de esquina, al que le han sacado un pedazo para abrir una
miscelánea. Una de las vendedoras sujeta una ponchera de plástico mientras
dice:
—Magda es
sorda. Téngale paciencia. Vuelva en la noche, cuando esté alguno de sus hijos.
En
Aracataca todo el mundo sabe que Magdalena fue la nodriza de Gabito. Allá saben
todo sobre él. Parece el hermano mayor de todos que se fue hace tiempos, pero
en cualquier momento volverá. En la casa en la que pasó los primeros nueve años
de vida, es decir, el tiempo en que Magda, una chiquilla que bien podría haber
pasado por su hermanita mayor, los empleados saben la historia del Nobel. Son
tantas las charlas que les han dado, los documentos que han leído, los
comentarios que han oído, que tienen por qué sabérselas todas. El celador,
Julio César Pérez sabe que la casa se incendió y el abuelo Nicolás Ricardo
Márquez Mejía fue reconstruyéndola de atrás para adelante y por eso hay un
espacio vacío cerca de la entrada.
Al fin,
habla
En la
mañana del día siguiente, insisto en mi idea de hablar con Magdalena. Me entero
de que se levanta a las cinco. A las seis de la mañana la veo de lejos. Está
asomada a la misma ventana de anoche, sola. Espanta a un perro flaco y blanco
que intenta orinar en el frente de su casa. Cuando paso frente a ella, la
saludo:
—¡Hola,
Magdalena! —Le hago adiós con la mano. Sonríe. Pienso: voy a tener suerte.
Desesperado
por un café, entro a un granero situado a media cuadra. No, dice el
dependiente. Aquí no hay café.
—Pero
espere un momento —repone sin acento costeño, sino de alguna parte del interior
del país— le digo a mi mujer que le prepare un tinto.
Dispuesto
a tomar el peor de los petróleos, me sorprende oírle decir que el café se lo
traen de la Sierra Nevada y lo muelen, tuestan y cuelan en casa. Le cuento mi
drama con Magdalena. Me dice que ella es amable y locuaz. Confirma que trabajó
con los García Márquez como nana del escritor. Que eso todo el mundo lo sabe.
Se llama
Neftalí Niño y es un nortesantandereano radicado hace más de cuarenta años en
Aracataca. Sentado en silla plástica en la acera de la tienda, habla con un
policía y un sujeto sin uniforme. Dice que Gabo visitó el pueblo en 2003. Antes
de eso, en 1982, por lo del Nobel y, mucho antes, en 1967, en la parranda de
música de acordeón.
Cuenta que
su hijo, Luis Niño Cáceres, de unos cuarenta años, ha sido consentido de María
Magdalena Bolaños Viuda de Rodríguez.
—Desde
cuando era niño y hasta muy adulto, ella le traía almuerzo todos los días.
El hijo
sale con el café. Es blanco y corpulento. Minutos después nos acompaña a casa
de Magdalena. A ella se le iluminan los ojos al verlo. Luis le dice a gritos:
—Cuéntale
del tiempo en que fuiste la nana de Gabo.
Conversadora,
ella cuenta que en su casa hubo una distribuidora de cerveza Águila —misma
firma en que trabajó el amigo de Gabo, Álvaro Cepeda Samudio—, y de Ron Caña.

Cuando él
le repite la inquietud, ella cuenta que nació en Villanueva, Guajira, el 22 de
julio de 1917 y llegó a Aratacata cuando tenía seis años.
Luis
comenta —y ella lo mira como si le oyera— que esa vivienda iba hasta la calle
de atrás. Que los hijos vendieron un pedazo. Que Magdalena caminaba, hasta hace
tres años, tranquila y sola, por las calles de Cataca e iba al mercado y a la
iglesia de San José. Pero un día, al volver a casa, notó que se habían entrado
los ladrones, a pesar de que el patio tiene paredes coronadas de vidrios en
punta, y le habían robado el gallo y las gallinas. Corrió adonde los Niño a
contarles su tragedia. Al día siguiente, volvió para decirles lo mismo. Así
varios días y en cada ocasión era como si les estuviera informando por primera
vez. Se dieron cuenta de que se había bloqueado. Algo no volvió a funcionar en
esa mente nonagenaria. Y sus hijos, especialmente Andrea, profesora del
colegio, no quisieron que volviera a salir sola.
Luis Niño
vuelve a gritarle la pregunta:
—¿Qué
recuerdas de cuando fuiste nodriza de Gabito?
No tengo
esperanzas de que oiga y más bien espero que siga hablando tranquila, lo que
sea. ¡Milagro!:
—Yo fui la
nana de Gabito —dice sonriente, como si nos revelara algo que no supiéramos y
no le hubiéramos preguntado jamás—. Yo era una niña. De los diez a los
diecisiete años. Me tocaba bañarlo y sacarlo a asolear y cuidarlo. Él era
egoísta y envidioso. Lo que los otros niños tenían, lo quería para él. Cuando
cumplió nueve, se lo llevaron para Sucre, Sucre, y hasta ahí llegó mi trabajo
en esa casa.
De pronto,
Magdalena comienza a cantar:
En una
mañana de mayo por cierto
arriba de un árbol
estaban los dos.
De pronto el cisne
sacude las alas
y se oye de un arma la
detonación
el cisne se estira, se
tuerce y se encoge
y entre mil lamentos al
suelo cayó.
La cisne se tira del árbol
llorando
y allí con sus alas al
muerto tapó.
Y así terminaron la vida
los cisnes
porque el cazador
también la mató.
Se sienta
en la mecedora de la acera. Y ese Sol de Aracataca, que se hace más pesado
cuando tiene quién lo cargue, la durmió en menos de un minuto
***
MACONDO,
ALIMENTO DEL DIABLO
Macondo,
el nombre del mundo literario creado por Gabito, es un árbol sobreexplotado,
con cuya madera hacían canoas; un juego de azar; una hacienda, y una palabra
bantú que significa plátanos.
Si no
fuera por la literatura, el olvido habría extendido su nata por Macondo… Ni el
árbol, ni la hacienda, ni el poblado ni la voz bantú con la que se llamaba el
plátano en el Caribe, ni el juego de azar… nada de eso posee ahora una
existencia fuerte, una significación concreta. Y pensar que Macondo, el
literario, también fue destruido por un ciclón que se llevó con él hasta el
último de los descendientes de la familia que lo fundó cien años antes.

Unos dicen
que Macondo, la palabra con la cual Gabriel García Márquez nombró un pueblo o,
mejor, un mundo, surgió de un árbol inmenso, del cual en Aracataca apenas sí se
encuentra uno.
—Tomen una
mototaxi. Salgan a la troncal, sigan por la carretera que lleva a Ciénaga y,
después de la primera ye que encuentren, en la entrada de una hacienda, se ve
el único árbol de macondo que existe —indicó Neftalí Niño, un ocañero radicado
en el pueblo de Gabito hace más de 40 años, sentado en un taburete afuera de su
tienda de abarrotes, en plena vía central—. Está a menos de cinco minutos de aquí.
Pero no se
ve. Desde la carretera y con ojos desacostumbrado, no se ve. Si no es por
Camilo Durango, uno no da con él. Es un joven carpintero que está de descanso,
sentado a la vera de la carretera, dando la espalda a tractomulas y buses que
pasan raudos y sin inmutarse por la vibración de sismo en el asfalto y el
ventarrón que le enreda el cabello.
—Los
estaba esperando. Supe que ustedes andaban en busca de un macondo. El negro
aquel que pasó en bici —comenta, señalando con un movimiento de cabeza a un
ciclista que apenas se ve alejándose en la larga recta— los oyó a ustedes
preguntarles por el árbol a unos vendedores en la ye y me dijo que estuviera
atento —y luego de ponerse de pie, señala con el índice derecho en dirección a
unos árboles situados en una finca del otro lado de la vía—. Es aquel; no ese
frondoso, sino el que sigue.
Nada se
ve. Un caracolí es el árbol frondoso y no alcanza a divisarse el tal macondo.
Resuelve ir con nosotros. Tras él, saltamos la talanquera del cerco, dirigimos
los pasos al caracolí, pero en el último momento vemos que no se detiene junto
a su tronco, sino que va directamente hasta otro tallo corpulento, como de
ceiba, que hay a pocos pasos de este. Ese tronco se interna, metros arriba,
entre el follaje del vecino y desde el suelo es imposible ver las ramas, las
hojas grandes, las flores rosáceas; nada de lo que nos describe el guía. Para
verlas, habría que trepar por su tronco, como un mico, hasta el copo, situado a
treinta o cuarenta metros de altura.
—Su madera
era muy apreciada —comenta el carpintero—. Por eso se acabó. Los viejos la
usaban para fabricar canoas.
Abraza el
árbol como si lo amara y explica que si este se mantiene en pie es gracias a su
vecino, el caracolí. Si estuviera solo, los vientos lo habrían partido hace
tiempos.
Así como
el árbol, también en extinción están quienes lo conocen. El carpintero añade
que puede haber algunos más en la Sierra Nevada.
Otros
macondos
¿Y el
poblado, dónde está? Dasso Saldívar, el autor de Viaje a la Semilla, al mencionar
algunas versiones existentes sobre el origen de la palabra Macondo, indica que
algunas personas creen y sostienen que había un poblado nombrado así, cerca de
Pivijay. No está en el mapa. Ninguno parece recordarlo.
Nadie
juega macondo en Aracataca. Según Dasso, y producto de su investigación de la
tradición oral sobre la familia del autor de Cien años de soledad, macondo era
un juego de azar propio de las fiestas. Como un bingo, se jugaba con un trompo
que llevaba grabadas seis figuras en sus costados. Una de ellas, con la cual se
vencía, era un árbol de macondo.
Cuentan que macondo es la voz bantú, proveniente de makonde y plural de
likande, que significa plátanos. Literalmente significaba “alimento del
diablo”.
Sobre tal
vocablo, en su mamadera de gallo, Gabriel García Márquez había dicho que era
una palabra proveniente del griego acercándose al latín. En Vivir para
contarla, ya seriamente, el escritor dice que macondo era una finca cercana a
Aracataca. Le llamó la atención desde niño por su sonoridad.
“El tren
hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la
única finca bananera del camino, que tenía el nombre escrito en el portal:
Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes
con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia
poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera que significaba…
Lo había usado ya en tres libros, como nombre de un pueblo imaginario, cuando
me enteré en una enciclopedia casual, que es un árbol del trópico parecido a la
ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para
hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la
Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos
y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni
conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie
supo decírmelo. Tal vez no existió nunca” (página 28).
La hacienda no está.
El pueblo
creado en Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, continuado en La siesta
del martes, La mala hora, La Hojarasca y Cien años de soledad, entre otros
relatos, fue fundado, como se sabe, por José Arcadio Buendía y los integrantes
de su expedición: amigos, esposas, animales y utensilios de toda clase.
Buscaban una salida al mar y en un sitio en el cual, después de 26 meses de
errancia, José Arcadio soñó con una ciudad ruidosa cuyo nombre era Macondo y
decidieron quedarse. Construida a “orillas de un río con lecho de piedras
pulidas como huevos prehistóricos”, estaba situada al oeste de Riohacha y
limitando con la Sierra impenetrable, ciénagas y pantanos.
Aracataca
En la
llamada realidad está Aracataca. En el idioma de los indios chimilas, antiguos
habitantes, esta palabra deriva de los vocablos Ara, río de agua clara, y
Cataca, nombre del cacique de la tribu que allí habitó.
En este
municipio han existido muchos de los elementos del mundo macondiano, al extremo
que muchas personas, en una analogía fácil, terminan por compararlos: el tren,
que en otra época lo llevaba y traía todo, las inmensas plantaciones de banano
como un mar vegetal, los turcos, los indios… Ahora, con transformaciones: el
tren es carbonero y se detiene en este pueblo, no ha dejar y cargar mercancías,
sino a dar paso a los pobladores, peatones o motorizados; las bananeras ya muy
remplazadas por cultivos de palma.
En fin.
Real o de fábula, el nombre Macondo sobrevirá, como todo, gracias a la memoria,
que es más memoriosa y segura cuando tiene como soporte la
escritura.
ANTECEDENTES
No pocos han propuesto que se cambie el nombre de esa localidad del Magdalena
por el de Macondo, pensando, más que en un homenaje al maestro de las letras,
en una prosperidad económica, cimentada en la atracción turística y cultural
que podría generar ante los ojos del mundo. Y esta idea no se ha quedado en
palabras dichas al viento. En 2006, el alcalde de turno, Pedro Sánchez, quiso
cambiarle el nombre por el de Aracataca-Macondo y para ello, convocó a un
plebiscito. En una población de poco menos de 50.000 personas, de las cuales
podía votar unas 22.000, era preciso que el sí obtuviera 8.388 votos. Solo
4.000 cataqueros salieron a sufragar y de ellos, 3.270 dijeron sí al cambio y
250, no.
***
EL RASTRO
DE SUS CUENTOS EN EL TIEMPO
No es
preciso ser crítico de literatura para detectar tres momentos en los cuentos
del escritor de Aracataca, los cuales coresponden a su madurez literaria. Un
primer momento, que bien podría llamarse premacondiano. Es marcadamente
kafkiano. La influencia del escritor nacido en Praga a finales del siglo XIX no
desaparecería jamás de la obra del Nobel colombiano. No obstante, en los
primeros cuentos, compilados en el libro Ojos de perro azul, Kafka está detro
de Gabito —no Gabo, Jaime García Márquez, su hermano, me corrigió un día: “no
se dice Gabo, sino Gabito, porque es el hipocorístico guajiro para Gabriel”—
como Eva está dentro de su gato.
Son
cuentos con atmósfera de sueño, de sueño y muerte, de muerte, de repetición de
espejos… Los cuentos más metafísicos que Gabito escribió.
El primer
cuento que publicó Gabriel García Márquez fue La tercera resignación, en el
suplemento Fin de Semana, número 80, de El Espectador el 13 de septiembre de
1947. En ese relato, el personaje narrador está muerto. Pero seguía creciendo.
Parecé darse cuenta de algunas cosas que pasan; ser consciente.

Sobre el
origen de este relato, Jaime García Márquez, hermano de Gabito, cuenta: “nací
sietemesino en una época que no había incubadora. El médico llegó a decir que
estaba muerto, aunque tuviera algunas actividades vitales. Mi mamá tomó una
caja de cartón, tal vez de zapatos, grande para que pudiera seguir creciendo.
La llenó de algodón de ceibo y me metió en ella. Así fabricó una incubadora
artesanal. Después, para que no muriera moro, o sea, sin bautizar, encargó a
Gabito que fuera mi padrino. Para colmo, yo no sabía mamar.
Ella debía ordeñarse, verter la leche en un pocillo y dármela con un
algodoncito o con un gotero. Esto le inspiró a él La tercera resignación”.
Jaime es
trece años menor que Gabito. “Cuando yo tuve uso de razón —sigue diciendo
Jaime— ya él era un hombre de 20 años que iba a casa, en Sucre, Sucre, a
visitarnos en vacaciones”. De modo que Gabriel vio el nacimiento y la
supervivencia inicial difícil de su hermano y pudo redactar así la que se
imaginaba la dolorosa experiecia de la “muerte viva”, como dice en el cuento,
con un ser humano que estaba como muerto, que murió tres veces y que crecía
estando muerto.
Eva está
dentro de su gato fue su segundo cuento. Publicado tres semanas después del
primero, en el mismo semanario, hasta el título grita: ¡Kafka!. Una mujer que
padecía la enfermedad de la belleza, como una maldición dolorosa que adivinaba
también en sus antepasadas, solo con mirar en los retratos los rostro y en
estos una expresión, un gesto, una mirada, algún signo casi imperceptible.
Y qué
decir de Ojos de perro azul. El repetido encuentro de sueño en sueño de un
hombre y una mujer. En la misma habitación. Condenados a no encontrarse en la
llamada vida real. Ella porque busca sin cesar e infructuosamente el letrero
Ojos de perro azul pintado en alguna parte; él, porque jamás la recuerda al
despertar. Ese relato termina por recordar esas laberínticas preguntas de
Sócrates sobre si es verdad que estamos aquí y si todo este asunto, el mundo,
la realidad, la vida, es cierto.
Alguien
desordena estas rosas, en el que el espíritu de un niño muerto alborota las
rosas a una vendedora, es una mezcla de amor y muerte o de amor más allá de la
muerte. La noche de los alcaravanes, Amargura para tres sonámbulos, La mujer
que llegaba a las seis (no distante del cuento Los asesinos, de Ernest
Hemingway); en fin, se trata de cuentos cercanos al absurdo, al horror del
absurdo, al surrealismo.
Sin
embargo hay uno en este libro que parece haberse escapado del siguiente, es
decir, de Los funerales de la mamá grande. Como si se le hubiera colado sin
permiso: Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Incluido entre esos de
textura metafísica y onírica, parece ganso entre patos. Hace parte del segundo
momento de los cuetos de gabito, el macondiano. Es el relato en el que Macondo
aparece por vez primera.
Tenía que
ser domingo, cuando muchos creen que el tiempo se dilata, que naciera este
lugar literario. Después de una sequía de siete meses, cuando la gente ya
alusinaba del calor, llueve y todos sienten el alivio, la frescura, como si la
Naturaleza se hubiera reconciliado con ellos. Isabel, la protagonista, ve
llover y reflexiona sobre todo aquello, pero las horas pasan y la lluvia no
cesa y el mundo entero parece sumido nuevamente en el diluvio universal. El
aguacero pertinaz termina por enloquecer a Isabel, por trastornar su percepción
de la realidad. Y esta, sin Isabel, se altera también, al extremo que ella
escucha hablar de los muertos flotando en el agua, de una vaca invóvil como
sembrada con sus cascos en la tierra. El tiempo detenido, la monotonía. Y esa
frase final del monólogo, en la que parece que la vida es sueño… o muerte:
«Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo
pasado».

Se puebla
y crece la aldea
Un segundo
momento es el de los libros Los funerales de la Mamá Grande y La increíble y
triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Cuentos
macondianos. Luego de la creación de Macondo en el cuento de Isabel, este
espacio crece y se fortalece, aunque en unos se mencione su nombre y en otros
no. Una vez creado, quedaba surtir el mundo con elementos míticos y reales, con
personajes telúricos. Ya la metafísica, la realidad otra, la alucinación, lo
etéreo, no se pierde, sino que comparte su sitio central en el relato con una
realidad desmesurada en un mundo recién nacido. Y la atención del lector puede
irse detrás de los sucesos, al tiempo que sigue los pasos de lo sensitivo y
psicológico.

La siesta
del martes, por ejemplo, transcurre bajo un Sol agobiante. El niño acompaña a
su madre en un largo viaje en tren, por entre un mar verde de bananeras, para
ir a vender la casa. Basado en una experiencia propia, pero tergiversada, en la
cual el joven Gabriel debe acompañar a su madre, Luisa Santiaga, de Sucre a
Aracataca para vender la vivienda que antes fue del abuelo materno, el guerrero
que inspiró la figura del Coronel. Es un incierto recorrido de la realidad a la
ficción. El calor de horno de las dos de la tarde, el sopor encerrado en el
tren que atraviesa la llanura bananera, hacen que los personajes parezcan
delirar.
En Un día
de estos, ese dentista sin título, Aurelio Escobar, que le saca una muela al
alcalde, parece corresponder con uno de su infancia, el doctor Barbosa, de
quien los paisanos coetáneos del Nobel todavía recuerdan. Esa fragilidad de los
humanos ante la enfermedad y, por esta vía, ante el médico, sin excepción
siquiera de las personas que ostentan el poder, hace que lleguen a la mente las
páginas iniciales de Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar, cuando el
emperador Adriano confiesa que deja de ser rey ante la mirada escrutadora del
galeno.
Y en el
volumen de la cándida Eréndira… Un señor muy viejo con unas alas enormes, El
ahogado más hermoso del mundo —con la misma historia, Álvaro Cepeda Samudio
hizo un guión cinematográfico—…
Latinos en Europa
Un
tercer momento en la evolución de sus cuentos es el de los Doce cuentos
peregrinos. Después de varias décadas de vida gitana, en la narración se nota
el ciudadano de mundo. El hombre del Caribe que ha trashumado por Europa y ha
presenciado visisitudes, dramas y alegrías de latinoamericanos en ese
continente. En esos cuentos peregrinos parecen lejanas las escenas de los
libros anteriores, del trópico alucinado. Sin embargo, los personajes, claro
está, llevan su cultura a todas partes. Y dentro del realismo mágico aparece
María dos Prazeres, la puta brasilera que compró su funeral y su entierro por anticipado
y se cercioró de enseñarle bien a su perro la ruta del cementerio y de su tumba
para que, una vez muerta y enterrada, fuera él y solo él a visitarla; Margarito
Duarte, el tolimense que andaba por el mundo con una maleta de pino que
contenía los huesos de su niña muerta, que a pesar de los años seguía intacta,
con olor a flores y carente de peso, a quien quería que canonizaran. La mujer
que se alquila para soñar, y Nena Daconte, la del rastro de sangre en la nieve…
En suma,
son tres momentos en el desarrollo de los cuentos de Gabriel García Márquez:
antes, durante y después de Macondo, atravesados todos por el realismo mágico
que, si bien no descubrió ni fundó el escritor más importante de Colombia, sí
aprovechó como ningún otro escritor del planeta.
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Aracataca, crónicas, Gabo, Gabriel
García Márquez, john
saldarriaga, macondo, Premio
Nobel, salderrio
Salderrío
Un librero sin librería
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05. May 2014
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Crónica del centro de Medellín
Por hacer
tiempo, Saúl Maya Arcila, librero sin librería, descabezaba un sueñecito
delgado en el sopor de la tarde, tirado en la cama de su agujero. Ubicada en
Caracas, a media cuadra del viaducto del Metro, en Bolívar, la suya es una
habitación situada en el fondo de un guardadero de carretillas y motocicletas,
colmada de canastas de libros del suelo al cielo, que apenas dejan un estrecho
camino para que su habitante llegue de la puerta a la cama y de esta al baño,
establecido al final del breve cuadrilátero.

A
medio camino entre las estaciones parque Berrío y Prado del metro, bajo su
viaducto, Saúl Maya Arcila exhibe los libros en el suelo. Fotos: Donaldo
Zuluaga
Despierto
desde las cuatro de la madrugada, reponía fuerzas para enfrentar por cuatro o
cinco horas al monstruo: la ciudad.
El
bombillo estaba encendido; la puerta de su cuarto no estaba cerrada del todo,
de modo que dejaba escapar una rayita de luz que se derramaba en el
parqueadero. Como si tuviera reloj, faltando diez minutos para las cuatro se
levantó y comenzó a sacar algunas de las canastillas, nueve o diez, hasta el
exterior del cuarto y a ponerlas en medio de motocicletas estacionadas. Apagó
la luz, cerró la puerta y se dispuso a formar una torre con la mitad de las
cestas. Ató una tira de tela a la de abajo, y arrastró el arrume halando de la
cinta con notable esfuerzo. Dejó las otras en el suelo para volver por ellas.
Llegó a la puerta del guardadero, al ruido. Atravesó la acera, ganó la calle y
se fue tirando de su torre por la orilla, dando apenas paso a los autobuses que
corrían rugientes a atender la señal de pare del semáforo de la esquina, a
cuarenta metros de distancia. No miró el viejo cine de pornografía.
De tanto
olerlo, ya ni siquiera percibió el olor del ACPM y, de tanto verlo, no vio el
humo negro que ensombrecía el aire. Aprovechó la distancia entre dos taxis para
atravesar la mitad de Bolívar, el carril que va de Sur a Norte, y llegar a la
acera situada bajo el viaducto del metro. Allí se detuvo.
—¡Hey,
Johan! —se agachó para llamar a un muchacho que dormía en el suelo con su
cabeza recostada en la base del poste del alumbrado público—. Andá ya por los
otros libros.
El
muchacho, cabello negro en riñas, camiseta muy larga y tenis, se incorporó de
un salto, desató la tira de tela de la canasta y corrió con la cinta en la mano
por entre los autos para ir por los libros que Saúl había dejado afuera de su
guarida.
Saúl es
uno de los pocos libreros que se ocupan de salvar a los libros de una muerte
segura y brindarles la oportunidad de volver a ser libros. Evita que lleguen a
los depósitos de chatarra y, después, al picadero para fabricar más papel con
ellos, tras lo cual se convertirán en talonario de recibos o en servilletas.
Una reencarnación degradante, como si pagaran el karma de una vida ruin.
Para
lograrlo, en la madrugada dirige sus pasos al cruce de la carrera 44 con la
calle 64, adonde van llegando los recicladores a vender sus materiales en los
depósitos. Pero los libros, no. Saben que ahí debe estar él y muy pocos
libreros más, esperándolos para comprarles “las joyas” —así les dice— que han
obtenido en sus cacerías por el Occidente de la ciudad. Metafísica, geografía,
historia, álgebra, literatura. Los compra casi sin mirar. Al bulto. Después
vendrá el momento de clasificarlos, de valorarlos.

Los
demás vendedores de libros leídos, acuden a Saúl en busca de los
"tesoros" que él consigue de manos de los recicladores. Libros
antiguos, primeras ediciones, rarezas. Este librero callejero también vende
libros de circulación corriente. Son tan baratos, que quienes no tienen dinero
para comprarlos nuevos o en librerías establecidas, llegan allí a comprarlos.
—¡Mira
allí: El Cid Campeador! Allá está Colomba, de Merimée. ¡Ay, el Popol Vuh! —se
sorprenden dos mujeres que se detienen a ver el tendido de libros que ha
dispuesto Saúl y que oculta parte del cemento de la acera. Son las cuatro. En
los días ordinarios, a esta hora entra en vigencia su licencia de librero
callejero.
Los
domingos son especiales. Saúl se levanta a las dos de la madrugada. Instala
otro puesto de venta, además de este, en la esquina de Junín con el pasaje
Boyacá, junto al edificio Fabricato, este sí desde la mañana. Si bien no saca
los cinco mil volúmenes que guarda en su bodega, sí exhibe gran cantidad de
ellos. Y las rarezas, esas ediciones de cien años y más. Allí recibe la visita
de otros libreros —libreros con librería—, como Juan, el de Los Libros de Juan;
Gustavo Zuluaga, apodado el Hamaquero, de Un lugar de la noche; Gilberto
Giraldo, el de librería Antaño, y casi todos los dueños de las librerías de
viejo de la ciudad.
—¿Cuánto
cuesta Colombia amarga? —Preguntó el bigote negro de un hombre de cuyo hombro
derecho colgaba una bolsa de tela con los recipientes del almuerzo ya vacíos.
—Llévelo
en dos mil.
Y lo llevó
en dos mil.
Saúl contó
que Carlos Mario González, el profesor de la Universidad Nacional, se hizo
cliente suyo por intermedio de Poe. Sí, iba pasando y, claro, mirando al suelo
como van los que piensan mucho, y de pronto sus ojos se toparon con ese
ejemplar sencillo, en pasta rústica, de Narraciones extraordinarias.
—Ah, el
primer libro que me dio mi papá fue uno como ese. —Reveló el librero que dijo
el otro.
—Y desde
ese día viene con frecuencia y compra libros. A veces lleva de una vez cien o
más. Él los entrega a la biblioteca… ¿es la de Jericó?
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centro
de Medellín, john
saldarriaga, librerías, librerías
de viejo,libros, salderrio, ventas
callejeras
Salderrío
El filo lo cubren con alimentos
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29. Ene 2015
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La cultura campesina se desplaza a la ciudad con las personas.
Aprovechan predios para producir comida
A Ómar le
duele en el lado izquierdo del pecho. Por eso, trabaja a ratos en su huerta,
sembrada detrás de su casa. Ese dolor viene con él desde Aguamala, la vereda de
Betulia donde vivía y tenía una finca cafetera. Uf, hasta cuatro trabajadores
llegó a tener allá.
Un día,
cuenta mientras arranca un palo de yuca, corta los tubérculos con un machete y
los almacena en una caneca de plástico que no demora en llenarse, llevaba un
bulto de café, tropezó o se enredó, vaya usté a saber cómo o en qué, y cayó al
suelo. Una estaca se clavó en su pecho, el fardo le cayó encima y, aunque no le
afectó el corazón, el golpe en las costillas, hombre, fue tan fuerte que por
más que los médicos le manden medicamentos, el dolor no se va.

Fotos
Donaldo Zuluaga
En 1999
salió huyendo de la guerra entre paramilitares y guerrilleros, y vendió por
cualquier cosa esa tierra. Allá también cultivaba lo que usté ve aquí:
platanito, yuca. Pero aquí no va a poder seguir sembrando yuca porque el
plátano le está dando mucha sombra y así no da.
Como venía
contando, llegó a esta ladera, compró un terreno e hizo esta casa con sus
manos, en la que vive con Diana, una muchacha que fue su novia en tiempos
juveniles y de la que se había dejado porque así es la vida. Ella se casó con
otro, y también tuvieron que salir de ese pueblo para llegar a la ciudad. Ella
se acomodó con su esposo en La Avanzada, pero hasta allá llegó el brazo largo
de la guerra que creían haber dejado atrás, en Betulia, y la dejó viuda recién
llegada. Solo después de eso fue que se vieron y, usté sabe, donde hubo fuego…
Él la recibió con cuatro hijos huérfanos de padre.
Y qué
ironía. Omar huyó de la guerra y llegó a la guerra. En esas zonas altas de
Medellín y Bello, los enfrentamientos entre bandas no daban tregua en ese
tiempo. Pero él se dijo: qué va, yo no corro más. Y aguantó unos meses hasta
que todo eso pasó.
En la
puerta de esa casa de ladrillo a la vista, encerrada en malla, hay una mesa de
madera coronada de plátanos verdes y yucas partidas y una báscula de reloj.
II.
De Mántago
Una cortina hecha de
sábanas oculta a medias la cama de Ana de Jesús Manco de los ojos del mundo.
Del mundo que pasa por la vieja vía a Guarne, que más bien es una trocha
destrozada y polvorienta cuando pasa por el barrio Manantiales con dirección a
El Pinal.

Es una
cortina gruesa, doble, que de todos modos se antoja insuficiente —si uno se
imagina las noches— para soportar sin ayuda de paredes los fríos que saben
hacer en esas alturas de la ciudad. Cerca de Santo Domingo Savio y La Avanzada,
aunque es un barrio de Bello.
Pero es
suficiente para que uno, al pasar, no vea a Ana de Jesús sentada en esa cama
mientras habla con su nieto, Carlos, un muchacho de trece años que se acomoda
en un taburete de madera con los pies montados en el asiento, enrollado en un
abrigo que le queda grande.
Él es
quien atiende la tienda. Una tienda de comestibles consistente en una mesa que
soporta vasijas llenas de golosinas y, arriba de esta, colgados de una cuerda
semejante a un tendedero de ropa, algunos paquetes de galletas cafés y redondas
conforman otra cortina que también ayuda a impedir que los ojos indiscretos de
los transeúntes y de los pasajeros de los buses, que todo lo quieren ver, y más
con esa lentitud con la cual deben avanzar los autos en esa carretera formada
por cráteres y promontorios, lleguen hasta el fondo de esa vivienda.
No tienen
en la mesa de la venta, cosa rara, nada de lo que cultivan en ese terreno casi
vertical que hay detrás de la casa, que habíamos visto desde La Avanzada. Maíz,
fríjoles, auyama, yuca, plátano, cidra…
—Como
venimos de las montañas, no sembramos florecitas; nos gusta es la comida —dice
esta abuela de cabello blanco y largo, enfundada en un abrigo a cuadros.
Arriba de
la cama, en una cuerda cuyo origen y final no se aprecian desde aquí, está colgada
la ropa. Pantalones, chaquetas, vestidos, camisas, faldas cobijas…
Sonríe
siempre. Dueña de la garrulidad que dan los años, nos invita a ver la huerta.
Mientras pasamos por detrás de algunas estructuras de hierro —esqueletos de
columnas— y de arrumes de ladrillos, elementos que anuncian la futura
construcción de una casa en materiales, cuenta que fue desplazada de la vereda
El Mántago, de Cañas Gordas, hace trece años.
—¿Mántago?
—Mántago
era una fonda que había allá —responde y sigue con su cuento: que les robaron
el ganaíto y mataron a un hermano y se tuvieron que venir volaos para la ciudad
y aquí mal que bien se han ido solventando.
En un
fogón de leña situado en el borde del abismo —la ciudad es una colcha de
retazos ahí abajo— una olla a presión, con la tapa apenas puesta, cocina los
fríjoles —la mujer la destapa para que veamos el agua oscura agitarse por la
acción de un fuego lento—, al lado de otra que no destapa. Atiza el fuego y
sigue su camino al maizal.
El cielo
es azul; el Sol, fuerte. Pero el aire no es ni siquiera tibio en esa zona alta.
—Apenas
comenzamos con el maíz hace días. No ha dado la primera cosecha.
Señala con
las manos los distintos productos, allá abajo están los fríjoles; aquí mismo,
arrastrándose, la cidra, ¿la ve?
—¿Y ese
sembrado de café, que se observa al fondo?
—Ese ya sí
no es mío. Ese es de un vecino.

De regreso
al sitio de la cama y de la tienda, pasamos al lado de un sillón raído pero
confortable en el que descansa un perro blanco, con el pelo en los ojos. Ana habla
de ese nieto que no se ha movido de su taburete. Es hijo de Luis Hernán, uno de
sus doce hijos. Luis Hernán es muy bueno, dice. No los abandona nunca. Trabaja
en el día en otra parte y duerme con ellos dos en ese cambuche, y que la mujer
de él viene a visitarlo.
—Este
muchacho es la riqueza que tengo. Lo crié y vive conmigo. Estudiaba, pero dejó
el colegio porque es discapacitado: no es capaz de madrugar —habla como si el
muchacho no estuviera ahí, oyéndola, con una sonrisa de indiferencia instalada
en su rostro—. Y a veces se le corre la teja.
Ana está
ilusionada con los proyectos del hijo. Hará un corral de pollos y otro de
marranos. Y sueña con producir truchas, aprovechando una corriente, pero eso sí
cuesta más plata y necesitaría patrocinio. De todos modos, dice, la cosa va a
estar mejor.
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crónica, Desplazamiento, hambre, john
saldarriaga, Medellín,salderrio, seguridad
alimentaria, terrenos
de invasión
Salderrío
La Taberna del Ahorcado, fogón de
creación
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07. Abr 2015
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General
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Almirante
Benbow, la vieja
posada de La Isla
del Tesoro, la novela
de Robert Louis Stevenson, donde un capitán mutilado solía cantar “viejas
canciones marineras, impías y salvajes”, y narrar “terroríficos relatos donde
desfilaban ahorcados”, fue el origen del nombre de un sitio célebre de
Medellín. Un espacio real, de bohemia y arte, que ahora bordea los territorios
del mito.
Los
protagonistas de la vida intelectual de los decenios del 50, 60 y 70 del siglo
pasado, introdujeron su humanidad por la trampilla de la casa de Leonel
Estrada, el Midas del Arte Antioqueño, para bajar a un sótano equipado de bar,
con su barra, sus mesas, su reproductor de música, que se distinguió entre sus
asiduos visitantes con el llamativo nombre de La Taberna del Ahorcado.
Allí, al
calor de algún licor, escritores y artistas de la ciudad y sus pares
extranjeros que llegaban de visita, se reunían a conversar sobre asuntos del
arte. Y, por supuesto, también a pintar o a leer el último de sus cuentos o
poemas. Animado por sus anfitriones, Leonel Estrada y María Helena Uribe,
pintor él; escritora, ella, ese bodegón no era un bar abierto al público en
general, sino a aquellas almas colmadas de una sensibilidad tal que las hacía
habitar el mundo de lo bello.
La hoguera
de las conversaciones era animada por Rocío Vélez, Jaime Sanín Echeverri, Lucy
Tejada, Ignacio Gómez Villa, Armando Villegas, Carlos Granada, Augusto Rendón
—el grabador—, Rubayata, Álvaro Restrepo, David Mejía Velilla —el poeta—, Óscar
Hernández Monsalve —Don Fulano—, Manuel Mejía Vallejo, Olga Elena Matei, Justo
Arozemena, Fernando González, Carlos Castro Saavedra, Alejandro Obregón,
Fernando González Restrepo —hijo del filósofo—, Enrique Grau, Eduardo Carranza,
Armando Villegas, Alicia Tafur, Luis López de Mesa —quien ya estaba
septuagenario en el decenio del sesenta: nació en 1884—, Jorge Montoya Toro,
Jaime Sanín Echeverrí, Alicia Tafur, Carlos Gaviria Díaz, Pilarica Alvear,
Regina Mejía de Gaviria, Darío Ruiz Gómez y decenas de intelectuales más, cuyas
caras rotaban su presencia en ese sitio.
La casa
era una construcción diseñada por el arquitecto Eduardo Caputi, ubicada en El
Poblado, en la calle 8 Sur con la carrera 43 B, cerca al actual centro
comercial Oviedo. “Aprovechando un declive del terreno, el cual dejaba un
sótano, Leonel, con su creatividad, decidió establecer allí este sitio”,
explica Darío Ruiz Gómez.
Darío
llegó por primera vez a la Taberna en 1965, después de su temporada en España.
En ese tiempo, Leonel Estrada fue secretario de Educación. “Recuerdo que, en el
fondo del recinto, había un muro con pinturas de Leonel y escritos de María
Helena. Con el tiempo, fueron remplazados con ideas y trazos de otros artistas.
Un mural de Alejandro Obregón, hecho allí, sobrevivió a la demolición del
sitio. Los anfitriones lograron trasladarlo a su nueva vivienda”. En una época
en la cual Medellín estaba cerrada en sus montañas, La Taberna del Ahorcado
conectaba las ideas locales con las del planeta.
“Una vez,
estuvimos allí con Evgueni Alexándrovich Evtushenko, el poeta ruso”, recuerda
Óscar Hernández Monsalve. Nada menos, quien escribió:
No hay
monumentos en Babi Yar,
tan solo
un abismo abrupto
como para
el entierro.
Tengo
miedo.
Otra vez
estuvo allí Juan Antonio Roda, el pintor español.
Don Fulano
también tiene claro en su mente el muro aquel colmado de “inscripciones, frases
y cifras”, la participación frecuente de sus amigos Manuel Mejía Vallejo y
Carlos Castro Saavedra, y hasta la reaparición de Rodrigo Arenas Betancourt, el
escultor de temas épicos, a su regreso de México.
El hombre
de la varita
Lo que no
tiene registrado en su mente el autor de Al final de la calle,novela
que ocupó el segundo puesto en el Premio Esso de 1965, es la presencia del
Filósofo de la Autenticidad en La Taberna del Ahorcado:
“Fernando
era un hombre madrugador, a quien se le veía por las mañanas andando con su
varita por las calles de Envigado, pero se acostaba muy temprano”, argumenta
Don Fulano.
Sin
embargo, de manera eventual, el autor de Viaje a pie,
introdujo su humanidad, con varita y todo, por el hueco que dejaba en el suelo
esa trampilla de madera, para descender a ese sótano de iluminados.
María
Isabel, hija de Leonel y María Helena, recuerda haberlo visto allí, en compañía
de Margarita Restrepo, su esposa. Y el propio Leonel Estrada, en septiembre de
2010, dos años antes de su muerte, dijo para un perfil publicado en este
diario:
“Recuerdo
que una vez (Fernando) se chocó con una pared de vidrio. Se achantó un poco,
pero ese incidente le sirvió para filosofar. ‘¿Qué somos los humanos si una
pared de vidrio nos puede detener? Nosotros, que queremos atravesar fronteras,
nos detiene la más leve barrera’. O palabras parecidas. Fue muy bello”.
Bienales
de Arte
Y en esas
conversaciones, un poema viene, un dibujo va, aparecían, claro, los apuntes
geniales, los comentarios llenos de brillo, pero, más que eso, las ideas
monumentales que habrían de instalar a Medellín de una vez por todas en el mapa
de la creación artística, como la de realizar las Bienales de Arte, que habría
de patrocinar Coltejer.
Marta
Traba Taín, la crítica de arte, irrumpió allí, en sus consuetudinarias visitas
a la ciudad, a hablar de los movimientos artísticos. A sostener sus ideas a
veces polémicas.
“Allí
tuvimos también a uno de los grandes críticos: el uruguayo Aristides
Meneghetti, quien defendía el arte moderno. El mismo que recibió, producto de
la intolerancia y el desconocimiento, golpes de quienes mantenían ideas
contrarias, una gresca en la que participaron algunos acuarelistas, quienes
creían que el crítico estaba agrediendo el arte antioqueño”.
Producto
de las noches de tertulia, en Medellín comenzaron a circular las nuevas ideas
que llegaban del mundo. El expresionismo alemán, que propone un arte más
personal, en el cual prima la visión del creador, su expresión, que la
plasmación de la realidad. Y aunque este vovimiento surgió a principios del
siglo veinte, llegó a Medellín a mediados del decenio del cincuenta, en gran
medida, gracias a la inquietud de Leonel Estrada, “con quien, sin duda, nació
una sensibilidad estética hacia el arte mundial”, en palabras del autor de Para que no se olvide tu nombre, volumen de cuentos que, por cierto, leyó por primera vez ante
los contertulios de La Taberna , en 1966.
Y los
asiduos visitantes del mágico lugar cuentan que Fanny Mikey, la actriz
argentina, estuvo una noche presentando allí, en compañía de un actor, su café
concierto La gata
caliente, que tenía
en escena por aquellos días. Después de su actuación se sentaba a una mesa a
hablar de su experiencia en el teatro por Argentina y Colombia, de sus sueños y
realizaciones.
Este
espacio, La Taberna del Ahorcado, es comparable con otros que albergaron a
grupos de creadores y movimientos artísticos, como la Cueva, de Barranquilla y,
que, sin duda, continuó la tradición de las tertulias convocadas por artistas,
poetas y escritores, como aquellas en las que participaba Tomás Carrasquilla, o
esas otras que organizaba Rodolfo Cano Isaza, a principios del siglo veinte,
con pintores, abogados, poetas, políticos e ingenieros, entre quienes se
recuerda la participación de María Cano, la Flor del Trabajo. O la de los
Panidas, animada por los genios de Fernando González y León de Greiff, que
alborotaban el ambiente en el centro de la ciudad, al tiempo que daban aliento
al mundo del arte y la escritura. Y, en cuanto a la concurrencia de personajes
ilustres de la cultura, puede haber algo de esto en la tertulia que se armaba a
finales del siglo, espontánea pero frecuentemente, en la casa de Dora Ramírez,
la pintora que, más que usar colores, era utilizada por ellos, alrededor de la
figura incomparable de Manuel Mejía Vallejo.
Los grupos
de artistas y creadores no han sido escasos jamás. Sin embargo, uno como el que
se formaba en el sótano de la casa de Leonel Estrada, tal vez sí lo sea, más
que por la delicia de las conversaciones, por la generación de iniciativas que
contribuían al desarrollo del arte regional.
La Taberna
del Ahorcado era un lugar para quienes dormían poquito y no por reloj no
ordenanza, como dice Don Fulano.
·
Bienales
de Arte de Coltejer, crónica
de Medellín, grupos
culturales de Medellín, Leonel
Estrada, Medellín
cultural, Taberna
del Ahorcado
La cena del Senador
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01. Abr 2015
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General
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A la memoria de Carlos Gaviria Díaz
“No
viene”, piaban algunas aves sabaneteñas de mal agüero, haciendo referencia al
Senador Carlos Gaviria Díaz, quien dictaría una charla en un congreso de
noviolencia. El día llegó. Era el último de tres meses en los que nuestro
deporte nacional había sido llamar cada tantos días al Congresista a las seis
de la mañana, con contenida vergüenza, a la gélida capital. Claro que uno se lo
imaginaba cubierto por esa barba blanca y pensaba que él no podía sentir frío…
Con su voz siempre cordial, que brindaba la impresión de estar despierto desde
hacía rato, aseguraba: “claro que estaré allí… Sí, sí, conozco Sabaneta, ¡no ve
que soy antioqueño! No dejaremos de ir a La Doctora, ja, ja… Sí, muchas
gracias… Lo mismo… Adíós”. Y el alma volvía al cuerpo. Sin embargo, no por
mucho tiempo. Lo veíamos por televisión en esa especie de licuadora de
intereses que es el Congreso de la República, esgrimiendo sus planteamientos
lúcidos y libérrimos contra propuestas cuasi fascistas envueltas en retórica,
en medio de homólogos temerosos del ejecutivo, como si este en cualquier
momento fuera a cogerlos a correazos… Y volvía a asaltarnos la duda. Y otra vez
la consabida llamada de seis de la mañana, luego de que las fatídicas aves
hubieran vuelto a piar y de nuevo la voz cálida volvía a tranquilizarnos, sin
ofuscarse por tanta insistencia: “Claro que estaré allí…”.
Y estuvo.
Prevista
su intervención para las cuatro de la tarde, la agitación en el colegio Concejo
era evidente. A las tres y treinta llegaban mensajes al auditorio: “que el
Senador ya está en El Poblado”. Después: “que el Senador viene en camino”. Y
con puntualidad inglesa, el Congresista irrumpió en el colegio, ubicado en una
montaña oriental de Sabaneta, acompañado por su esposa, doña Cristina. Me uní a
todos ellos –Esther Del Valle, coordinadora del evento; Carlos Cano, rector del
colegio; Iván Montoya Montoya, secretario de Educación; Sergio Trujillo,
secretario de Agricultura Departamental; el Senador; su esposa, y dos o tres
concejales– en la rectoría, donde comían un plato de frutas.
– Él es
periodista –dijo el Secretario de Educación a Gaviria– ¿Usted lo conoce?
—¡Qué más,
hombre!
Aproveché
para disculparme por tantas llamadas tempraneras. Ortiz, un cantante tenor, y
yo ocupamos sendos sitios vacíos. Hablaban, entre otras cosas, de generalidades
de Sabaneta: quince kilómetros cuadrados, treinta y seis mil habitantes,
profunda devoción a María Auxiliadora, el evento de esa tarde –“muy bello el
título: Semillas de Noviolencia…”–, y así. Su esposa habló del colegio Alcaravanes,
del que fue fundadora.
–Por
muchos años trabajó allí de tiempo completo –intervino sonriente el hombre de
barbas blancas–. Pero en este momento tiene el colegio como dedicación
exclusiva.
Siempre me
había preguntado si el nombre de ese plantel tenía que ver con el cuento de
García Márquez “La noche de los alcaravanes”, así que dije:
–Cuéntenme,
por favor, el origen de ese nombre.
–Era una
época en la que Carlos era amigo de Castro Saavedra y ambos gozaban con las
lecturas que hacían de García Márquez. Así que Carlos propuso poner el colegio
“Los Alcaravanes”, aludiendo a un cuento del Nobel. Analizamos las costumbres
de estas aves y nos dimos cuenta de que tienen aspectos en que se asemejan a
los niños: primero, les encanta el pantano y si por los niños fuera, vivirían
en el lodo; segundo, viven de los insectos y los niños, a diferencia de los
grandes que los detestan, juegan con los bichos…
–Y tercero
–intervino el Congresista– ¡los alcaravanes vuelan tan mal como los niños…!
Llegaron
Saratoga
es un estadero situado en el rincón sur del sector urbano de Sabaneta.
Campestre, con una construcción amplia, rodeado de corredores. En el ingreso al
bar hay un espacio libre, tal vez la pista de baile, iluminado por dos lámparas
redondas atornilladas del techo, cuyas luces girantes son puntos de colores. El
parqueadero, entre árboles, tiene el suelo cubierto de piedras trituradas.
Antes de las ocho de la noche hacía un frío de agujas. Esther y yo llegamos
antes que los demás. Un equipo de televisión, dirigidos por un comunicador de
la municipalidad, reparaba una grabación. Se trataba de un video sobre
estaderos, supimos. El director instalaba luces y daba instrucciones a uno de
los camareros.
–Voy a
hacer tomas al fogón de brasas. También a los clientes, pero dígales que no
teman. Que esto no es Teleantioquia, ni Señal Colombia, ni Caracol… y encendió
la poderosa luz.
Al poco
tiempo, ingresó una camioneta de cuatro puertas. La del Alcalde. Se abrieron
tres de ellas para que se apearan cuatro personas: los concejales conservadores
Tulio Mejía, Carlos Mario Colorado y Antonio Castaño, acompañados por un
colaborador de ese grupo político. El conductor, que no se veía desde nuestro
sitio, dio la vuelta en el auto y se fue.
–¿Cuál es
la mesa reservada? –preguntó el primero de ellos entrando en el caserón con un
libro en la mano y dirigiéndose a nosotros que no ocupábamos ninguna,
entretenidos como estábamos con el camarógrafo– sentémonos de una vez. Dejemos
esos dos puestos centrales para el Senador y su esposa; ustedes –dijo a sus
homólogos– ocupen los extremos. Parecía organizando un grupo para una
fotografía. Cumbias y vallenatos viejos llenaban el espacio. –¿Somos los únicos
clientes? Deberíamos pedir que cambiaran esa música, pero nadie lo hizo.
Después
llegó el Secretario de Educación y se sentó junto a Mejía.
–Ese es el
puesto del Senador.
–Enseguida
me cambio.
Celebraron
la jornada, que había sido doble: en un colegio de monjas, el foro educativo;
en otro oficial, el congreso de noviolencia. Los expositores estuvieron muy
bien. Dos ponentes fantásticos en el foro; por la tarde, Carlos Gaviria.
El equipo
de televisión se despidió.
Una luz
intensa iluminó el lugar. Eran las farolas de un auto que arribaba.
¡Llegaron!
–dijeron unos. ¡Son ellos! –exclamamos otros, y todos a una salimos a
recibirlos.
De un
automóvil color plata –si no me falló mi ceguera nocturna, que suele aliarse
con daltonismo y confusión general de colores– descendieron el Senador, de
traje negro, y su esposa vestida de gris. Dos policías acaballados en una
motocicleta los escoltaban.
–Nos
confundimos un poco –explicó Carlos Gaviria Díaz–; no dimos tan fácil con este
sitio – apretones de mano, abrazos, besos y de inmediato a la mesa, ubicándonos
tal como dispuso Mejía. Algunos destacaron su cumplimiento; otros hicimos
alusión a la charla de la tarde. Minutos después, llegó, por sus propios
medios, el concejal liberal Alberto Toro, quien se ubicó frente a doña
Cristina.
Libertador
–Yo me
tomo un aguardiente –respondió el Senador a la consulta del camarero.
–Entonces,
¡pidamos media! –propuso Mejía, quien, acto seguido comenzó a leer en su libro,
más bien arrimado al Parlamentario, para conseguir que su voz se abriera paso
sin inconvenientes entre un vallenato de Alfredo Gutiérrez– «La partida de bautismo
se encuentra en los libros de la Parroquia de Nuestra Señora de la Candelaria;
pero el hecho es explicable porque en el año de su nacimiento (1760) aún no
había sido fundado el Municipio de Envigado… –esta lectura se refería a José
Félix de Restrepo y el Concejal la hacía en un viejo ejemplar de la Monografía
de Envigado, de Sacramento Garcés. Y continuó leyendo–: Nació en Envigado, en
una casa situada en Sabaneta, cercana a la quebrada “La Doctora”, que
precisamente lleva este nombre en memoria de los cinco doctores, que nacieron
en la solariega mansión, hijos de Dn. Vicente de Restrepo y doña Catalina
Vélez».
Tres
minutos antes, el Concejal había puesto ante los ojos del Congresista un
recorte de prensa, algo amarillo por el tiempo y con los dobleces remarcados
por haber permanecido en ese libro, con el registro de la noticia del doctorado
Honoris Causa de la Universidad de Antioquia para el propio Gaviria, con una
fotografía de este que a primera vista parecía una ilustración.
–Ve,
Cristina, es la explicación del nombre de la quebrada…
–Qué
interesante.
–Esa es la
versión más aceptada –señaló Esther–. Sin embargo, algunos historiadores, entre
ellos Beatriz Patiño, dicen conocer documentos en los que se evidencia que la
quebrada se llamaba así antes de los cinco doctores…
–Y Mariano
Ospina Rodríguez, biógrafo del personaje, aseguró que era envigadeño. Pero
otros sostienen que nació en Medellín. Hasta indican que su casa estaba ubicada
en lo que hoy es La América. Así aparece en boletines de la Academia Antioqueña
de Historia.
–No sé
–añadió jocoso el Senador–, pero cualquier documento que indique que el doctor
Restrepo no es de aquí ¡hay que destruirlo! Obviamente, gracejo dicho en
Sabaneta, la celebración fue ruidosa.
–Y mire,
doctor, también está registrada la anécdota con el general Córdoba que usted
mencionó en la tarde –Mejía hablaba del voto de Restrepo a favor de la pena de
muerte para ese general y de que, días después, se encontraron los personajes y
dieron un paseo por la capital, tras lo cual afirman que Córdoba le dijo:
“¡Sálvese el magistrado para la Ley!”, a lo cual sostienen que respondió
Restrepo: “¡Sálvese el héroe para la Patria!”.
–Muy
bello.
–Deberíamos
pedir la carta de comidas –propuso el Secretario.
–Ustedes
que conocen, qué sería lo recomendable para cenar aquí –preguntó Gaviria.
–Doctor,
entonces contamos con usté para que nos hable de José Félix en el Concejo…
–inquirió Mejía.
–Cuenten
conmigo, claro está.
–¿Antes de
terminar el año?
–No, no.
Más bien en febrero…
Esther fue
por el cocinero para que resolviera la inquietud del Congresista. Volvió con un
hombre dueño de un bigotico negro destacado, sin gorro, pero enfundado en un
delantal atado por detrás con un par de tiras.
–Punta de
anca, doctor. Es la especialidad.
–Entonces,
hay que comer lo que recomienda el cocinero –dijo Gaviria. El otro, tras tomar
el resto del pedido, dio la espalda y se fue.
Fin de fiesta
Los
lamentos por la situación del país fueron tema. Al respecto, el Congresista
opinó que le preocupaba la emoción que tienen muchas personas por las
soluciones de fuerza que propone el ejecutivo. “Pero la fuerza por sí sola no
surte los efectos esperados”, expresó. Añadió que pronto, cuando la gente
observe que así debe ser, se va a desencantar de esos métodos y, por ahí derecho,
de quienes los defienden. Las comidas fueron servidas. Un camarero pasó
llenando los vasos de licor.
–Yo voté
por Uribe –manifestó Mejía– y eso que soy de un partido contrario al de él…
–Ah,
¿entonces usted es liberal? –preguntó sonriendo el Senador, cuya ocurrencia fue
celebrada por los dirigentes políticos, aunque no tan ruidosamente como las
otras bromas. El parlamentario y su esposa alabaron el sabor de la salsa.
Carlos
Gaviria comentó que había cantado tangos con Marta Pintuco. Por curiosidad visitó
su casa un par de veces –“Marta Pineda, se llamaba la mujer, muy elegante”–. En
la segunda, ella pidió permiso para unirse al grupo de contertulios y cantar
tangos con ellos.
Después,
la conversación aludió a las universidades, pues, comentaron que Sabaneta
también las tiene.
–Ustedes
que hablan de universidades… –observó Gaviria–. El ambiente de la universidad
pública es incomparable, ¿no es así?
–Y en
nuestro medio, tal vez no exista una que genere tanto sentido de pertenencia
como la de Antioquia –opinó Esther–. Los egresados se resisten a abandonarla.
Se les ve por todas partes, en las plazoletas, en la biblioteca, en el
“Aeropuerto”…
–¡Ah, el
“Aeropuerto”…! ¡Qué bello espacio es ese! Recuerdo que estaba desempeñando un
cargo directivo en la Facultad de Derecho y un día un empleado de seguridad fue
a decirme: «doctor Gaviria, cómo le parece que anoche había una pareja de
alumnos ¡haciendo el amor en el “Aeropuerto”! ¡Y le puse la linterna y la
iluminé!». Yo le contesté: ¡Cómo…! ¿Y usted fue capaz de interrumpir ese
momento de intimidad? El hombre me miró asustado y más bien se fue.
–Bueno,
doctor Gaviria, le pregunto –intervino el Secretario de Educación–. ¿Qué diría
usted, que es el defensor del consumo de la dosis personal de marihuana, si alguien
está vendiendo droga en la esquina de un colegio?
–Si lo
sorprenden vendiendo, ¡que lo cojan! Es que el hecho de cada cual pueda
disponer de su vida y tenga derecho al libre desarrollo de su personalidad no
implica que no pueda haber normas y sanciones contra el expendio de drogas. Y
dentro del colegio, que rija el manual de convivencia y se prohíba consumir
licor –que también es otra droga– y marihuana, y basuco, y demás… Son cosas muy
distintas…
Salimos,
cual cenicientas de cuento, antes de las doce de la noche. Antonio Castaño
entregó a Gaviria una propuesta suya de tres páginas para conseguir la paz en
el país. Por mi parte, algunas lecturas con menos pretensiones.
–Más
adelante nos reuniremos a comentarlas – dijo el Senador.
Al día
siguiente mi cabeza pitaba de dolor, tal vez por mi dosis personal de esa droga
tan fuerte: el licor. Y sin embargo, sentado al computador del periódico,
redacté un artículo sobre Kafka. “El problema no es la libertad, porque la
libertad no existe”, recuerdo que escribí.
(Publicado en 2001 en El Mundo e incluido en el libro Vida y milagros, Editorial
UPB, 2014)
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Carlos
Gaviria Díaz, john
saldarriaga, salderrio
Salderrío
El viaje doble de ciertos pasajeros del
metro
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18. Jun 2015
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El
equilibrio de Marta Sin Apellido está en la espalda. Abordó el metro en la
Estación La Estrella pasadas las cinco de la mañana, para llegar a clase de
seis en una universidad de Bello, donde estudia Comunicación.
Apuntala
su espalda contra una de las puertas del vagón, una de esas que no se abren en
las estaciones. Justo detrás suyo, a la altura de sus omoplatos, hay una
calcomanía institucional con un letrero que dice: «No se apoye en la puerta»,
acompañado de una ilustración que muestra a un humano haciendo de hipotenusa y
con el pie apoyado en la superficie que tiene detrás.
Ella debe
ir así para usar sus manos en resolver un taller de sociología para entregar en
clase de seis. Va mirando las preguntas en una hoja y respondiendo, de cabeza,
en su cuaderno.
“Este es
un vicio que he tenido toda la vida —explica—. Yo siempre era la que iba
haciendo tareas en el transporte. Me parecía que esa vuelta era tan larga y
cuando no me dormía, aprovechaba para adelantar trabajo. Ganaba tiempo y en mi
casa podía dedicarme a las dos cosas que más me ha gustado hacer: hornear
galletas y leer libros”.
Va
escribiendo con letras gordas, azules en las preguntas, verdes en las
respuestas.
“Yo leo
hasta en el busesito alimentador de la casa, por La Ferrería, a la Estación. Me
han dicho, sí, que se me puede desprender la retina. Pero, no sé, me parece un
tiempo muerto”.
En hora
pico, el metro está tan congestionado, que, si acaso, puede leer un poco, jamás
puede escribir, comenta.
Justo
cuando en el altavoz indican: «Próxima estación Poblado», ella desprende las
hojas del taller terminado, las marca y guarda en el mismo cuaderno, que empaca
en un pesado y apretado morral, del cual, a renglón seguido podría decirse,
extrae un documento sobre los derechos humanos, para ir leyendo de ahí en
adelante: «Es el que trabajaremos en clase», aclara y se abstrae de todo.
Ignora las entradas y salidas de la gente. No se da cuenta del hombre que
ingresó en silla de ruedas empujado por un policía bachiller y dejado muy cerca
de ella. Ni del bebé que duerme. Ni de la vistosa pañoleta de la abuela que
cabecea. Ni cuando se desocupan dos puestos.
Ignora,
incluso, que frente a ella, también de pie, un muchacho, audífono en los oídos,
lee un Manual de Bacteriología encuadernado en cartulina amarilla con el título marcado. Y que
lo viene haciendo desde la Estación Envigado. Es Mateo Ruiz, un hombre de una
barbita recortada que le enmarca boca y mentón, viste una camiseta del DIM y
una gorra amarilla que le hace juego con los tenis. No se sostiene. No levanta
los ojos de ese libro que se nota a leguas que es una copia, con renglones
apretados, con ilustraciones negras de implementos de bacteriología con su
respectivo nombre debajo: «Contador hematológico», «Horno», «Contador de
glóbulos blancos», «Microscopio», «Espectrofotómetro», «Equipos medidores de
alergias a antibióticos», y claro, pipeta, tubo de ensayo, beaker, estos
sin su denominación… Lee tan rápido, que en Industriales ya ha pasado una
veintena de hojas.
“Tengo
examen ya mismo. No pude estudiar y ahora no tengo tiempo de demorarme en
ningún tema. Lectura rápida, usted sabe cómo es, men”.
Una chica
de la Remington lee porque quiere en su tablet asuntos de control de calidad.
Estudia una tecnología en Procesos Industriales.
Cómo se va
a cansar
Mario Montoya lee el periódico sin prisa. Está jubilado y va a media mañana
hasta el centro, a ver a sus amigos.
“Para mí,
el periódico es de dos metros —explica—. De ida siempre leo las primeras
páginas: lo de actualidad, lo de Antioquia. Llego por ahí hasta Económica, a la
que poco le encuentro que leer. Me salto Opinión. Y de venida, cuando vuelvo a
la casa a buscar el almuerzo, leo los temas de arte y deporte. De deportes, me
gusta leer el fútbol y algunas cositas de los destacados, como Caterine
Ibargüen, Rigoberto Urán… Así. Y pare de contar. Primero le seguía el cuento a
otros deportes, pero el boxeo se acabó, y los demás los cubren tan poquito que
uno no se entera. Ah, y montar en metro a esta hora es bueno, casi vacío. No
esos tumultos tan fastidiosos de otras horas”.
Mientras
algunos van embelesados mirando por la ventana, la mayor parte de los pasajeros
revisa su teléfono móvil como si fueran objeto de una especie de hipnosis o
hubieran sido abducidos y recibieran las órdenes de alguien que los gobierna.
Diagonal a
Mario, una chica, también sentada, escribe en su cuaderno lo que consulta en la
red, en su teléfono móvil. La Revolución Francesa. Causas, personajes, hechos,
consecuencias. “Eso es lo que estoy buscando”.
Van a ser
las ocho de la noche. La hora pico va cediendo. En Estación Prado sube a bordo
un Johnier Sin Apellido. Es proveedor de pegantes de caucho y camina todo el
día visitando zapaterías y peleterías y ferreterías y papelerías. Va de regreso
a su casa, vecina a la Feria de Ganados. Dispone de unos minutos hasta la
Estación Acevedo, de modo que abre su maletín y extrae una planilla montada en
su tabla de apoyar y va llenando los pedidos, con los datos de sus clientes y
los valores. “Así, cuando llego cada mañana a la bodega, tengo trabajo
adelantado”. La luz encendida del vagón brilla en sus lentes. Los cristales de
las ventanas se ven negros.
Abstraída
del mundo está una mujer casi tan vieja como Ana, la profetisa hija de Fanuel,
de la tribu de Aser, aquella que, según san Lucas, “había vivido con su marido
siete años desde su virginidad y era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se
apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones”.
Se llama
Gloria Hurtado. Lee la Biblia. Desde que se subió al vagón en la Estación Niquía, rumbo al
Sur, detectó el puesto en el que quería sentarse y fue directo a ocuparlo. De
una bolsa de tela sintética con un letrero de «PARÍS», que descargó en su
regazo, extrajo las Escrituras y las abrió en el lugar que indicaba el
separador de tira de seda.
Estuvo
todo el día alrededor de Puerta del Norte invitando a los transeúntes a hablar
con ella de la Palabra. Algunos tuvieron oídos para oír y oyeron.
“Soy
Cristiana y, por eso, en el metro sigo leyendo la Biblia. La leo en todas
partes. No, no me canso. ¿Cómo me voy a cansar de leer las cosas de Nuestro
Señor?”.
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john
saldarriaga, Lectura, metro, metro
de Medellín, salderrio
Salderrío
Los hijos de Vulcano retuercen los
hierros
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29. Jul 2015
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Como si
trabajaran en el taller de Vulcano, el Dios del Fuego, los forjadores de hierro
siguen ejerciendo su oficio milenario.
Y como
suele ocurrir en las artes y los oficios más antiguos, el legado vuela de una
generación a otra, los saberes pasan como la posta de un atleta a otro. Y la
pasión.

Fotos
Juan Antonio Sánchez Ocampo
Gustavo
Ospina, uno de los cinco herreros del patio trasero de la Tienda del Cerrajero,
en Jesús Nazareno, es un ejemplo claro de esta idea.
Da la espalda
a una fragua cuyo fuego que es alimentado con coque, un combustible sólido
formado por la destilación de carbón bituminoso calentado a temperaturas de 500
a 1.100 grados centígrados sin contacto con el aire. Encima de esas brasas pone
a calentar varillas de hierro durante unos tres minutos. Es tiempo suficiente
para que alcancen temperaturas de más de mil grados centígrados.
Toma una
de ellas con su larga pinza que agarra con su mano izquierda y, con la derecha,
da mazasos a la otra punta, ya de un amarillo rojizo que da la impresión de ser
incandescente, apoyándola, no en un yunque como los forjadores de antes, sino
en una mesa metálica, y así consigue darle curva.
Una lluvia
de limalla va desprendiéndose de la varilla con cada golpe. Parecen gotas de
fuego las que caen al suelo o rebotan en su delantal de carnaza cuyo faldón le
llega más abajo de las rodillas.
Termina de
formar la espiral descargando la varilla en una guía, hecha también de hierro,
que descansa en lo alto de una pequeña torre férrea que sobresale en su mesa de
trabajo, como una oreja.
Luego, la
arroja al suelo donde hay otras, enfriando.
¿Qué hacen
estos hombres con su rústica labor? ¿Para qué tuercen fierros en esa vieja casa
de paredes ahumadas y heridas por golpes dados con ese material duro, el cuarto
más abundante de la Naturaleza?
Moldean
una parte de las figuras que adornan las rejas de las ventanas y las puertas.
Aplicaciones, se llaman esas varillas retorcidas, las cuales, juntando dos o
cuatro, dan forma a flores inflexibles que dan gracia a esos encierros de las
viviendas.
Para
forjar cada varilla, él toma apenas un tiempo tan breve como el que uno
requiere para leer tres o cuatro líneas de este relato que describe su trabajo.
Como no le
pagan salario, sino por producción, al final del día cuentan las que logró
hacer, que no bajan de trescientas o cuatrocientas, el objetivo es ver crecer
esa montaña de figuritas en el suelo.
“Mi papá
tiene 80 años. Con él trabajé en mis comienzos, en un taller del Chagualo. De
vez en cuando se asoma por aquí. Hacía herraduras —comenta Gustavo. El sudor
corre por su rostro, aunque, hay que decirlo, en ese patio, a pesar de haber
cinco fraguas encendidas, no hace un calor de infierno como uno habría de
imaginarse, tal vez porque el techo tiene cierta abertura—. Como no puede
quedarse sin trabajar, tiene una pequeña fragua en la casa, para hacer sus
marañitas”.
Las
herraduras llevan mucho trabajo. Tienen tacón, canal y orificios. Las cuatro
las pagan tan baratas, que muy pocos se ocupan de hacerlas.
Este es un
oficio en decadencia, cuenta Farley Orrego, el dueño del entable, quien, por
cierto, también es hijo de herrero, Hernán, y nieto de herrero, Lázaro, quien
ya murió y no resucitó.
“Lo
enseñaban en el Sena y en el Pascual Bravo, pero dejaron de enseñarlo. Se fue
perdiendo”, dice Farley. Por eso, él se ha tomado el trabajo de enseñarles a
algunas personas. Dos de ellas trabajan con él en este patio donde se eterniza
la Edad de Hierro.
Fuerza
bruta
Solamente valiéndose de la fuerza de sus brazos o, mejor, de todo su cuerpo
bien balanceado, Mario Gallo y Juan David Cano entorchan varillas de ese metal.
Ellos son
dos de los trabajadores del taller de Jaime Upegui, Alforjarte, un hombre que
trabajaba la fragua antes de establecerse como cerrajero.

Para su
trabajo, ahora compra las aplicaciones hechas, porque le resulta más barato que
hacerlas.
Entorchar
es hacer de una varilla una trenza. Los entorchadores la retuercen como se
escurre la ropa después de la lavada.
Mientras
lo hacen, uno espera en vano que sus rostros enrojezcan, sus ojos se abran con
desmesura o las venas de sus cuellos sobresalgan. Pero no. Parece que se
tratara de seres dotados de inusitada fuerza, como aquel hombre de la Grecia
Antigua a quien encargaron Doce Trabajos.
“En el
entorche, las vueltas se cuentan”, dice Jaime Upequi, quien va narrando y
comentando lo que hacen Mario y Juan David. Y asegura que la fuerza que deben
hacer no es demasiada. Lo importante es balancear bien el cuerpo, para que no
se recargue en los brazos.
“Cuando yo
empecé, de ayudante, en otra cerrajería, me hacían llorar —confiesa Juan David.
El trabajo me parecía duro. Cuando llegaba a la casa me dolía todo el cuerpo.
Sin embargo, cuando me ponían a pulir y pintar, renegaba por dentro, me daba
pereza eso tan suave y tan lento. Ahora me parece de lo mejor que tiene la
cerrajería”.
Después de
entorchar, Mario retira la varilla del burro o ayudante, un soporte del
material protagonista de estas notas soldado a un rin de carro que hace de base
en el suelo. Toma la almadana con su diestra.
Juan David
recibe la varilla con sus manos enguantadas, para sostenerla sobre el yunque.
Entre ambos la destorcerán y volverán recta como una línea.
Al fondo
del establecimiento, encerrado en una pequeña pieza está Diego Upegui, el
adolescente hijo de Jaime, que quiere seguir el oficio de su padre.
Un ruido
de esmeril sale de allí. Cuando abren esa puerta, se ve en medio de un chispero
de luces que se despiden raudas y templadas hacia el suelo. Pule una de las
rejas que los otros del grupo han armado con sus varillas entorchadas y las
aplicaciones de flores que salen de las fraguas de Farley Orrego. Después, las
pintará.
Con estos
apóstoles, Vulcano debe sonreír complacido ante su fragua situada bajo el Monte
Etna, en la isla italiana de Sicilia.
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crónicas, forja, forjadores
de hierro, fragua, herreros, john
saldarriaga, Medellín, Oficios, salderrio
El Zarco y el arte de escribir con fuego
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15. Jul 2015
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Siempre ingenioso, a Óscar Muñoz Ocampo, El
Zarco, le dio por hacer alcancías de madera pirograbada. Anduvo por Pichincha
con Carabobo con una docena de esos cubos decorados con manchas negras y los
vendió todos en minutos.

Fotos Juan Antonio Sánchez
De esto hace cuarenta y cinco y desde entonces
comprendió que eso era lo suyo: el pirograbado.
“Tengo que ensayar unas tarjeticas de día de
madre”, se dijo por aquellos días. Frases escritas con caligrafía pulida, que
salían con facilidad de su espíritu de artista y que iba apuntando en una
libreta…
Qué lindo es saber que tu sangre es la mía, y
también que si mi corazón late, es con tu mismo pulso. Te amo.
Dios te bendiga. Nunca me
faltes.
“Y esas tabletas se fueron todas en un
santiamén”.
De modo que ese hombre nacido en Manizales,
radicado en Medellín desde los seis años, encontró un lugar en la vida. Atrás
dejaría esos días de trabajo rudo, en una fábrica metalúrgica productora de
contadores de acueducto, inhalando químicos tan fuertes, recuerda, que le daban
a cada trabajador cuatro litros de leche en la jornada, como recurso para
contrarrestar los efectos nocivos.
—¿Si le traigo una sillita en miniatura, para
que usted me haga otras de muestra, me las hace? —Le pregunta una mujer que se
detiene en la acera de esa esquina de la calle 49, Ayacucho, con la carrera 47,
Sucre, al ver ese exhibidor de tarjetas de madera, portarretratos y alcancías—.
Soy repostera. Esas sillitas son para poner en un bizcocho. De prestarlas, se
han perdido algunas.
—Cómo no. Cuando quiera, señora. Aquí me
encuentra de lunes a sábado, de ocho de la mañana a siete de la noche.
Los mensajes de las tarjetas son también para
el papá, el hijo, la persona amada. Y los hay también religiosos. Algunas
placas de agradecimiento a algún santo por «los favores recibidos», hechas por
el Zarco, están clavadas en muros de la iglesia de San José.
De madre y padre
“Que
de dónde viene el talento? Creo que viene de mi madre, Clara Elena Ocampo. Fue
profesora, primero en Manizales; después, de la escuela José Celestino Mutis,
de Villa Hermosa. Daba cuarto primaria. Todas las materias. Ella, en esa época,
enseñaba manualidades. Ahí comenzó mi historia con las artesanías”.
Óscar también fue cantante de música tropical
en los años setenta. Cumbias y porros. Grabó canciones con Discos Fuentes,
acompañado por el Combo Caribe. Dice que se le acabó la voz de tanto fumar.

“El canto lo heredé de mi padre: Hernando
Muñoz, El Tenor que Canta con el Corazón. Así le decían. Se dio el lujo de
alternar con Libertad Lamarque, Alfredo Sadel, Pedro Vargas, Carlos Julio
Ramírez…
Tú vives en mi corazón sin pagar arriendo. Pero
esto se acabó. A partir de ahora me seguirás pagando con besos, caricias y
abrazos. Y el ingrediente más importante… tu amor.
Otra mujer se detiene a hablarle. Es Yolima
López. Católica hasta los tuétanos, quiere llevar en su manilla de cuero un
mensaje: «Amarás al Señor tu Dios».
Explica que los primeros cristianos, los
discípulos de Jesús entre ellos, tenían marcado en manillas semejantes un
letrero igual, corriendo riesgos por persecuciones:
—La compré ayer para eso. ¿Me la puede marcar?
—Si estuviera rústico, sin sin lustrar, sí
podría. Liso, como está, se corre la marca.
—¿Y por debajo? —dice Yolima, desatando el
cordón que sostiene el accesorio y volteándolo al revés, por donde se ve el
cuero crudo.
—Por ahí, sí.
La mujer le entrega el objeto al artesano y
mientras él escribe con su lápiz de fuego, tan fácilmente como quien lo hace en
un cuaderno, desprendiéndose un humo fétido, el del característico olor a piel,
ella predica algunos asuntos sobre la bondad de la Virgen María y de su hijo,
Jesucristo. Luego de dos minutos, a lo sumo, lo recibe listo.
—Cuánto le debo.
—Lo que quiera darme.
Ella busca un billete en su cartera y lo
entrega, cuñándolo con bendiciones. El Zarco, volviéndose hacia mí, remata
diciendo:
“Como ve, así me consigo la yuquita”
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artesanos, centro de Medellín, Crónicas. crónicas urbanas, john saldarriaga, salderrio, Trabajos callejeros
La cirugía de los violines
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07. Jul 2015
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Como un quirófano. El taller de luthería de
Luis Fernando Posada es como una sala de cirugía. Y es comparación no resulta
simplemente de la manida idea de que violines, violas, violoncelos llegan allí
enfermos o fracturados y él los alivia, con asistencia de su ayudante, Luis
Felipe Giraldo, y después de ciertas intervenciones, salgan otra vez sanos…

Fotos: Donaldo Zuluaga
Si bien esta idea, aunque manida, es cierta,
porque ese banco de carpintería cubierto con tapices para proteger la delicada
piel de los caídos, más bien parece una mesa de cirugía. Y ellos, el titular y
el ayudante, empuñan unos instrumentos delicados, gubias de mil tamaños;
garlopas,cepillos y cepillitos —algunos de estos tan diminutos que se prensan
con dos dedos, el pulgar y el índice— se cuentan por docenas; escuadras;
martillos de luthería; transportadores… También ocupa espacio por ahí una
sierra sinfín… Todo dispuesto en un orden y una limpieza tales que un dentista
bien podría establecer allí su gabinete.
La decoración del espacio parece estar a cargo
de tres violoncelos parados en sus soportes, tal vez pacientes que ya han
recibido sus respectivas manos de laca; afiches de luthieres célebres como
Antonio Arcieri y Giorgio Grisales; pinturas de paisajes naturales y la parte
trasera de un bus de escalera, colorido y alegre, en el que se lee: ME 109
cito. Es una obra del artista Gabriel Jaime Sensial.
El taller ocupa la última habitación de uno de
esos caserones de Prado, construido en 1930. Frente a ella, el patio sembrado
de jabuticabas que dan sombra permanente.
“¿Le parece que está organizado? —pregunta Luis
Fernando, dueño de una calma de ermitaño—. No es tanto que le saquemos tiempo
para organizar, sino que herramienta que terminamos de usar, vuelve a su sitio.
De lo contrario, perderíamos horas enteras buscando alún elemento”.
En 1990, Luis Fernando Posada cambió su vida.
Terminó de trabajar como ingenieron mecánico en asuntos aeroespaciales, en
Estados Unidos, para dedicarse a cultivar la serenidad que ahora está
representada en el oficio de la luthería.
Se enamoró de la madera en Chocó. Por la
variedad infinita de los árboles que pueblan las selvas, como algarrobo, sande,
cedro amargo, bálsamo, caimito, chanul, virola y guayacán. Construyó una cabaña
en Bahía Solano, frente al mar, con la ayuda de algunos nativos. Con ellos
escogió los árboles, los taló y aserró a la orilla del Pacífico y luego los
clavó con clavos de aluminio que trajo del país en que se dedicó a la industria
aeroespacial. Quiso quedarse unos meses en el litoral y terminó quedándose
siete años.
Laudero
Cansado de los violentos que asolaron la zona, regresó a Medellín y aprendió la
luthería en el Sena. Desde entonces, estableció su taller en el que jamás falta
el trabajo. Los más que llegan son instrumentos con fracturas o con el madero
desgastado de tranto sostener el puente. Instrumenos de 200 años que requieren
restauiración. Y arcos. Los arcos llegan allá cada tres o cuatro meses, con las
cerdas rotas o desgastadas.
A Alberto le gusta cada vez la arquería. Sabe
que es uno de los pocos y de los mejores encerdadores de la ciudad. Y requiere
un arte tal vez más delicado que el de los mismos instrumentos.

Detrás de la puerta se ven colgadas, entre
forros plásticos, colas de caballos de Siberia, tan largos que él luthier se
asombra al imaginar cuál será la alzada de esos equinos, si las crines miden
como dos metros, y al hablar de la potencia de tales fibras que no se revientan
fácilmente, pues son alimentados con pastos de las estepas.
También recibe madera pernambuco, de brasil.
Palos que, según cuenta, de los que resulta un viruta rojisa que los españoles
se llevaban para sacar un pigmento con el que teñían la vestimenta de los
obispos. Estos palos vienen cuadrados y, con cepillo de arquetería les va dando
redondez, pasando por el exágono. Y con la llama azul de un fuego de alcohól,
va arqueando la vara.
“El arco es un elemento de pesos equilibrados.
Debe estar muy bien balanceado”.

Ellos dos construyen instrumentos, cómo no.
Precisamente en las escuelas de luthería, como en la que aprendieron, más que
enseñar a repararlos, enseñan a fabricarlos. Sin embargo, pocos músicos están
dispuestos a pagar lo que vale, sabiendo que un instrumento hecho por un
luthier es definitivamente más fino y delicado que otro de fabricación
industrial.
Luis Felipe Giraldo, el ayudante era músico de
la Red de Escuelas de Música. Ingresó al curso de laudero para fabricarse un
contrabajo. No tenía 12 millones de pesos que puede valer uno bueno. De modo
que, se dijo, era mejor fabricarlo con sus manos. Lo hizo. Lo tiene en su casa.
Pero se apasionó tanto por esta artesanía, que se quedó en ella, dejando la
interpretación misical en algo marginal.
¡Silencio! ¿No escuchan esa música que suena de
fondo, como para acompañar el trabajo? Por supuesto: en una grabadora suena una
música de violines.
Fin
Vino de mi patio
El clarinete es el instrumento que interpreta Luis Posada. Tiene un cuarto de
música colmado de instrumentos: tambores batá —de cuyos sonidos hace
demostración—, uculeles de Hawai, contrabajo, un trombón…
En sus ratos libres, Luis Alberto vuela en un
monomotor por el valle del Tonusco. Y en otros ratos libres, fabrica vino de
jabuticaba, con los frutos de los áboles que dan sombra en su patio.
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Cónica, john saldarriaga, Luthería, Luthier, Medellín, Música,reparación de violines, salderrio, violines

























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