(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 30 de septiembre de 2022)
Hoy vamos a hablar de
horror. El 20 de septiembre, los habitantes de El Chinguí lo ofrendamos a este
sentimiento de miedo causado por algo terrible: el fuego. Desde temprano, una
columna gruesa de humo negro, espeso y visiblemente pesado, se alzó hacia el
firmamento nublado al quemarse la fábrica de icopor.
A más de un kilómetro a
la redonda podían verse las llamas empinarse, vigorosas, como si quisieran
perseguir y dar alcance al humo fugitivo. Decenas de vecinos se echaron a la
calle para rogarle al cielo ennegrecido que los bomberos salieran vencedores lo
antes posible en esa guerra contra el fuego. Ah, y que, por favor, lloviera. Alarmados,
dejaban oír comentarios sobre lo que ocurriría si las flamas alcanzaban ciertos
tanques de combustibles que, según ellos, permanecían en la factoría. Aves de
mal agüero, conseguían pintar en las mentes de los demás escenas distópicas del
monstruo enfurecido y hambriento que, en su intento por saciarse, dejaba el caserío
hecho cenizas.
Este barrio, cuyo nombre
es una voz indígena que designaba un animal silvestre, se robó las miradas de
miles de habitantes del Valle de Aburrá. Quienes tenían duda de su ubicación
consiguieron despejarla de golpe, y esos otros que no habían tenido noticia siquiera
de la existencia de un sector con apelativo tan singular, salieron de su
ignorancia de manera violenta e inolvidable.
Días después, al pasar
por la fábrica, un olor a cosa quemada y mojada por aguaceros sigue atrayendo
la vista de los transeúntes hacia el escenario donde hierros retorcidos y
paredes ahumadas quedan como testimonio del desastre.