(Reportaje publicado en El Colombiano el 3 de octubre de 2010 e incluido en el libro Vida y milagros, Ed. UPB 2014. Lo reproduzco en homenaje al poeta, quien falleció el 10 de septiembre de 2021)
—Uno
puede domesticar fácilmente una cacatúa y llevarla al hombro dondequiera —dijo
el poeta Jaime Jaramillo Escobar—. Por mi parte, una vez tuve una ardilla que
llevaba al hombro a todas partes.
—¿A todas partes es a
todas partes? —Le pregunté.
—A todas partes es a
todas partes. —Me contestó.
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Después del almuerzo en
el comedor del Teatro Matacandelas, donde estuvo ensayando la lectura
teatralizada de su libro Tres poemas ilustrados (Tragaluz Editores, 2007), habló de
pájaros y otros animales. Contó que una vez tuvo una habitación para más de
cien pájaros diversos. Tenía para ellos ramas de árboles para que se posaran y
les dejaba la ventana abierta en las mañanas para que salieran. Regresaban por
la tarde.
—Ellos sabían, cuando los regañaba, que los estaba regañando.
Habló de un mayo. "¿Saben que el mayo no canta más que en el mes de mayo y el resto del tiempo permanece mudo?". Lo recogió pichón y le tomaron una fotografía que se volvió famosa. No sabía qué podía comer. Le dio papaya y comió, pero sabía que sólo con papaya él ave no iba a estar bien. Creyó que le podían gustar gusanitos, de modo que cortó tiritas de carne y se las recibió. Trató de que se fuera, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Una vez lo dejó afuera del balcón, sin comida, “para que se fuera y recobrara su ser”. Se fue, pero le dio la vuelta al apartamento y fue a la ventana del cuarto donde estaba Verano Brisas, el autor de León hambriento el mar, y picoteó el vidrio para que le abriera.
—¿Cómo pudo ese pájaro
saber que dando la vuelta a la casa podía llegar a esa habitación?
—Para que eso se
entienda —intervino Verano Brisas— hay que contar que yo estuve viviendo ocho
meses en el apartamento de Jaime, cuando regresé de Segovia, donde ejercí la
odontología. De allá, mejor dicho, me echaron.
—¿Tenía nombre? —Inquirí.
—Le decíamos Mayito,
porque lo encontré pequeñito.
De haber estado allí, en
el comedor del Matacandelas, el poeta Darío Jaramillo Agudelo, autor de Gatos, habría dicho:
—No es que Jaime sepa de
pájaros: los pájaros saben de Jaime. He sido testigo de cómo las aves buscan
sus hombros o sus manos para posarse, porque no le temen a su vibración.
El hombre invisible
Comió poco. Cristóbal
Peláez, el director del Teatro, se mofó de él porque parece un aprendiz de
faquir. Este miércoles accedió al menos a tomar sopa, aunque “tengo lectura de
poemas a las cinco de la tarde en el Instituto Tecnológico Metropolitano”.
—¿Es este un capricho o
hábito de místico?
—No. Es que tengo por
costumbre, cuando voy a hacer una lectura de poemas, no comer durante varias
horas antes porque así manejo mejor la respiración.
—¡Mentira! ¡Él no come
nunca! —se hubiera apresurado a decir Darío Jaramillo Agudelo, de haber estado
allí—. Cuando va a mi casa, mi mamá dice: ‘si Jaime toma la sopa, no se come el
seco’. Él es ascético.
—Jaime es uno de los
seres humanos que menos materia necesita para existir —me había dicho Cristóbal
después del ensayo teatral.
Muchos coinciden en que
Jaime Jaramillo Escobar es el mejor poeta colombiano vivo. Que por culpa de su
timidez no es más reconocido. Está protegido del sol de las vanidades, lo cual
a muchos extraña por su oficio de publicista.
El fundador del
Nadaísmo, Gonzalo Arango, en su reportaje El poeta X-504: un
artista con placa de carro, publicado en Cromos hace ya 44 años y cinco meses, dos
días antes de su trigésimo cuarto cumpleaños —Jaime nació el 25 de mayo de 1932—
dijo: “de X-504 se dice que es el mejor poeta de nuestra generación nadaísta
(con perdón de los otros mejores)”.
Darío Jaramillo Agudelo
también tiene ese pensamiento. Verano Brisas dice que “pocos sabemos que
estamos en presencia de un Quevedo o de alguien de esa magnitud; solo en unos
años se logrará entender su dimensión poética”.
Jaime, según contó en un
reportaje, llama timidez al respeto por los demás. Pero esa característica
también se acompaña de un desdén por la fama que no tiene par. Cuenta Darío que
sabe de al menos dos invitaciones a festivales españoles de poesía, uno en
Logroño, otro en Córdoba, donde tiene muchos seguidores, que ha rechazado.
—Me encargaron: “como
eres tan amigo suyo, convéncelo de venir” —recordó el autor de Cantar por cantar—. Le transmití la
inquietud. Me dijo: ‘voy a pensarlo y luego hablamos’. Antes de cinco minutos
abrí mis correos electrónicos y encontré un mensaje suyo que decía: “Solo sé
que no quiero ir a España y que no sé cómo decírtelo”.
Apenas ha salido del
país a Venezuela, invitado por el poeta Santos López (el autor de El
cielo entre cenizas) a
un festival de poesía y esto porque el venezolano es un brujo indígena y lo
amenazó con hacerle un hechizo en caso de que no fuera.
Este hombre trasnochador
y cibernauta, quien se tomó la vocería de la Muerte y dijo un día para
siempre “A vosotros, los que en estos momentos estáis agonizando en todo el
mundo: os aviso que mañana no habrá desayuno para vosotros”, es un tipo natural
del que todo el mundo sabe que escribe y vive desnudo en su apartamento y ni
siquiera corre a vestirse cuando un visitante inoportuno llega, si se trata de
uno de sus escasos amigos, pues no tiene nada que esconder.
Dio otra muestra de
rigor tras el ensayo de la Velada nadaísta, como oportunamente alguno de los
integrantes del grupo teatral denominó la presentación de Tres
poemas ilustrados. Vestido
con camisa cerrada hasta el cuello y pantalón con quiebre inmaculado, con una
quietud de estatua, el poeta leyó con su voz dramática y profunda el poema El
circo:
Los
camellos de Arabia Saudita, como reyes destronados, con sus jorobas llenas de
oro, saltan con dignidad y con indiferencia un bambú atravesado a baja altura
sobre la pista principal. En la pista lateral los elefantes hacen maromas en un
solo pie, barritan para agradecer los aplausos, un niño llora. No debieran
traer niños al circo (…)
Mientras tanto, detrás
de él se dibujaba, con actores y actrices de verdad, una escena circense. Al
terminar, como cualquiera de los actores, recibió callado y disciplinado las
observaciones de marcación espacial del director:
—Cuando llegue a los
versos sobre el poeta, párese en este punto, más cerca al bordo del escenario.
Y él mismo, autocrítico,
observó:
—Debo mejorar la subida
de las escaleras. Esta vez comencé a subir con el pie que no era.
De dónde vienen sus letras
Jaime
Jaramillo Escobar “vive en una biblioteca con cocina”, como dice Verano de su
casa en Laureles. Allí, dos días después del almuerzo en el Matacandelas,
sentado ante su mesa de escribir a mano —también tiene otra con su computador—,
me habló sin prisa sobre su vida y sus pensamientos, ante una ventana que
dejaba ver la lluvia lenta de la tarde. Contó, por ejemplo, que cuando tenía
tres años de edad, su familia se trasladó para Altamira, corregimiento de
Urrao, acosada por la violencia político-religiosa. “Nosotros fuimos
desplazados”. Su papá, Enrique, era maestro de escuela y en ésta “había una
biblioteca muy buena y como era hijo del profesor, yo tenía las llaves”. Su
mamá, Amalia, era una artista. Pintaba al óleo y bordaba. Y en las tardes se
reunía a leer novelas con sus vecinas. Amalia, de José Mármol; Genoveva
de Brabante, de
Christoph von Schmid…
—Mi
papá tenía una tienda y allí, en la noche, llegaban contadores de cuentos
acompañados de tiple. Muchos de esos cuentos eran basados en Las
mil y una noches. No
había luz eléctrica. A mí, ese acto me parecía muy bonito. Y en el recuerdo me
sigue pareciendo bonito.
Fue actor de teatro.
Participó en montajes de vidas de santos. Después de que el profesor Gabriel
Caro Urrego le enseñó a leer y escribir, leyó la Biblia, la cual le pidió prestada al cura. La
leyó como un libro histórico y literario, porque desde ese tiempo fue intuyendo
que “Dios no creó al hombre a su imagen y semejanza, sino que el hombre creó a
Dios a su imagen y semejanza”.
Crecía también ese don
de relacionarse con los animales. Tuvo caballos amigos y supo que estos seres,
cuando se sienten viejos y saben que se acerca su final, vuelven a prados donde
se criaron, aunque estén lejos de allí.
En ese “tiempo inicial”
era común escuchar que los antioqueños se iban al Valle, entonces “¿por qué no
me iba a ir yo?” A Cali la relaciona con ríos y piscinas; a Barranquilla, con
Meyra del Mar y el mar. “Medellín es una ciudad para trabajar”.
El autor de Poemas
de la ofensa dijo que
no le tiene miedo a nada.
—¿Ni a la muerte? —le
pregunté.
—Ni a la muerte —me
contestó—. Temerle a esta es tonto, si sabemos que todos vamos a morir. Tal vez
habría que temerle es a las circunstancias en que se muera.
Mientras hablaba, lo escuchaba y pensaba: es cierto lo que me dijo Darío Jaramillo para resumir las cosas: “al hablar de Jaime no estamos hablando de un ser humano. Estamos hablando de un ángel. Estamos en presencia de un extra terrestre”.
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