(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 18 al 24 de noviembre de 2024)
Leer
es una alegría de espíritus afortunados; releer, el gozo de unos cuantos que,
pertenecientes al grupo anterior, hallan una forma elevada de deleite. Leer más
de una vez no resulta atractivo para quienes van detrás de la novedad. Dicen:
“con tantos textos por leer, no hay tiempo de repetir lecturas”. Quienes lo
hacen no retoman una obra cualquiera; la relectura es premio reservado para
creaciones que uno considera refinadas.
En
1978, Jorge Luis Borges dijo en la Universidad de Belgrano: “He tratado más de releer que de leer, creo
que releer es más importante que leer, salvo que para releer, se necesita haber
leído.”
Más que un objeto, el libro es un ente de
relaciones. Establece diálogos con el lector. Cada que lo revisita, este acude
con nuevas lecturas, ideas y experiencias. Por tanto, la conversación es distinta.
Así como las visitas reiteradas a una casa nos aumentan la familiaridad, como
para dejarnos reacomodar los muebles a nuestro gusto y hurgar cajones que antes
no abrimos, tras la relectura, el gozo y el aprendizaje crecen.
Se suelen retomar las obras clásicas, el Quijote,
la Biblia, los poemas inmortales… Por mi parte, releo las de Fernando González,
Cien años de soledad, cuentos de Poe,
Cóndores no entierran todos los días,
el Antiguo Testamento, los poemas
homéricos, las fábulas de Esopo, la Divina
Comedia, Las mil y una noches, Gargantúa y Pantagruel, la obra poética de
Pessoa, entre otras, bien para comentarlas en una charla o columna, bien por regocijo
solamente. Y siento que este acto eterniza la dicha de leer.
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