(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 11 al 17 de noviembre de 2024)
Las
cosas forman parte de la historia individual y colectiva. Al usarlas y
valorarlas, les insuflamos un hálito vital que realza su presencia. La duración
de objetos y aparatos, hoy reducida, influye en la posibilidad de construir
historia en torno a ellos. Por eso, hay más qué decir de una vieja pipa que nos
regaló un arriero hace tiempos y, ahora que él ha muerto, ayuda a recordarlo,
que de un vaso que se tira después de besarlo cuatro veces para beber café.
En
literatura, los objetos son esenciales. Tienen vida propia en obras como La lámpara de Aladino, de creación
antigua, o El caldero mágico, de
Lloyd Alexander, del siglo pasado. En aquella, la lámpara tiene poderes
mágicos, de los que un brujo desea apropiarse valiéndose de Aladino. En esta,
el caldero da poder al Señor de la Muerte.
En
cientos de obras, la cosa va en el título: El
abrigo, de Gogol; El diablo en la
botella, de R.L. Stevenson; El
contrabajo, de Süskind, o El último
viaje del buque fantasma, de García Márquez. Y en miles de relatos, si bien
no está en el título, es imprescindible.
Del
cuento de L. Alexander, leamos:
“Al
llegar a la cueva y mirar dentro del caldero, ¡se encontró con una humeante y
sabrosa sopa de pollo y jamón! Juan, después de tomar la sopa hasta saciarse,
fue corriendo donde sus padres y les contó lo que había sucedido.
—¡Es
increíble! Este caldero es mágico y podrá acabar con el hambre que estamos
sufriendo por causa de la tormenta”.
Las
cosas no deben desdeñarse ni en la vida ni en la literatura. Sencillas o
complejas, ellas hacen lo suyo.
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