(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, en la semana del 4 al 10 de noviembre de 2024)
En
venganza porque su esposo, Jasón, planea abandonarla y casarse con otra mujer,
Medea mata a los hijos que tiene con él. Está dolida, cuenta Eurípides en la
tragedia, por la deslealtad de ese hombre al que había ayudado a encontrar el Vellocino
de Oro y por el que dejó familia y país. En su furia, antes de perpetrar el filicidio,
la oyen gritar:
“¡Hijos
malditos de una madre odiosa, ojalá perezcáis con vuestro padre. Y que el
palacio entero se desplome”.
Para
que cayera uno solo, el Mesías, Herodes mandó matar a los menores de dos años,
en Belén de Judá, en el siglo I. Mateo lo relata en su Evangelio canónigo;
Santiago, en su protoevangelio. Obras contemporáneas también tratan casos así.
En el cuento Él, de Katherine Anne
Porter, hay un niño con retraso mental. Sus padres dicen quererlo, claro, como
a los otros hijos, pero las acciones hacen suponer lo contrario.
“—¿No te sientes mal,
verdad, querido? —porque Él parecía acusarla de algo. Quizá recordaba aquella
vez que le haló las orejas, quizá se había asustado con el toro, quizá sentía
frío por las noches y no podía decírselo, quizá sabía que lo mandaban lejos de
casa para siempre y todo porque eran demasiado pobres para mantenerlo”.
En
la realidad, la situación es peor. Noticias de niños ultimados, muchas veces
por parientes, son cotidianas. ¿Acaso no hace unos quince días, dos niños
fueron asesinados en Bogotá por el padre, al parecer por venganza contra la
mujer, porque, según él, lo engañaba? Una niña fue hallada muerta en un
cañaduzal del Valle. Niños muertos por todas partes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario