viernes, 17 de mayo de 2024

De bares y cantinas…

 (Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 17 de mayo de 2024)

 

https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/de-bares-y-cantinas-PC24510438



Bares, cantinas, cafés, tabernas…, antiguos como la sed, son sitios de encuentro y de creación artística y literaria.

 


Salón Málaga, en Medellín.
Foto: Cortesía El Colombiano.

En una de tantas entrevistas, William Faulkner, el narrador que universalizó el Misisipi, manifestó que el mejor empleo que jamás le ofrecieron fue el de administrador de un burdel, porque ese, el de un lupanar, es el mejor de los ambientes en que puede trabajar un artista. Y en el caso de un artista, se sabe, trabajar es crear.


Explicó: Allí “goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar”, que en su caso, el de escritor, este trabajar se refiere a escribir, por supuesto. “En las noches —continúa diciendo el autor de Invictos—  hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella (…). Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky”.


Uno bien puede decir que los bares, los cafés, los restaurantes, los salones, los clubes y, bueno, para hacerle caso al viejo Faulkner, agreguemos los burdeles, son instituciones públicas o privadas, que, como otras, aportan en eso de agrupar a los humanos que llegan a ellas con el noble deseo de apagar la sed, calmar el hambre, retozar, descansar. Es decir, en torno al plausible abrevadero hay un lugar de encuentro con otras personas o con uno mismo. Sí, son instituciones, creo, pues estas se definen bien como organizaciones destinadas a desempeñar una función de interés público o bien como agrupaciones de la vida social para desempeñar labores económicas, sociales, culturales, educativas, políticas, científicas, entre otras. En cantinas, restaurantes y clubes se encuentran los de cada gremio para planear sus obras. Por ejemplo, los albañiles, en torno a una mesa de cantina colmada de cervezas, arman su plan de trabajo, hallan y contratan a los obreros que requieren para la tarea y entre trago y trago hasta arreglan la paga.


También los artistas y autores del mundo y de todas las épocas han encontrado en estos sitios públicos el lugar de la creación. Bares de licor existen desde la antigüedad. Los dedicados exclusivamente a la venta y degustación de café, desde los albores del siglo XVII. Con el tiempo, la gracia consiste en incluir ambas bebidas en la oferta.

 


Fuente de creación

Algunos establecimientos se han hecho célebres por la asistencia asidua o esporádica de escritores que llegan allí a escribir, encontrarse con otras personas y conversar, o simple y dulcemente para abrevar su sed.


La closerie des Lilas es un café de París, abierto desde 1847. Es lugar común de escritores en casi 180 años de existencia. También es lugar común mencionarlo al hablar de sitios frecuentados por literatos. Aseguran que Émile Zola tuvo allí “oficina”. Que Paul Verlaine y Guillaume Apollinaire tuvieron reuniones semanales con otros autores. Y que Oscar Wilde, Jean-Paul Sartre, Samuel Beckett y Ernest Hemingway han ido de visita.


Y como se escribe mejor de lo que se conoce, Zola debió basarse en una o varias cantinas para escribir La taberna y describirla con detalle:


“La taberna del tío Colombe hallábase en la esquina de la calle de los Poissonniers y del bulevar de Rochechouart. Su letrero llevaba, en grandes caracteres azules, de un extremo al otro, esta única palabra: Destilación. En la puerta y en dos medios barriles había sendos laureles rosas llenos de polvo. El enorme mostrador, con sus filas de vasos, su fuente y sus medidas de estaño, se extendía a la izquierda de la entrada, y todo el contorno de la amplia sala estaba lleno de grandes toneles pintados de amarillo claro, resplandecientes de barniz, cuyos aros y espitas de cobre relucían”.


Y allá mismo, en la capital francesa, está el Café de Flore. Según cuentan, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, la pareja existencialista, acudía con frecuencia y pasaba hasta más de ocho horas seguidas.


En el Davy Byrnes, de Dublín, se dan tono con la curiosidad de que en sus mesas, James Joyce escribió algunas páginas del Ulises.


El gran Fernando Pessoa prefería el Café a Brasileira, del barrio Chiado, en la capital portuguesa. Por eso, desde hace años, petrificado en una estatua, sentado a una de las mesas del patio al aire libre, el autor de El libro del desasosiego les da la bienvenida a los visitantes. A propósito, en el apartado 97 de este volumen dice:


“Desde la terraza del café miro trémulamente hacia la vida. Poco veo de ella ―el bullicio― en esta concentración suya en esta plazuela nítida y mía. Un marasmo como un tropiezo de borrachera me elucida el alma de cosas. Transcurre fuera de mí en los pasos de los que pasan [...] la vida evidente y unánime”.


También cuentan que las geniales revolucionarias Sylvia Plath y Anne Sexton, a la salida de un curso de poesía que dictaba Robert Lowell (“Esas benditas estructuras, trama y rima…/ ¿Por qué no me sirven ahora/ que quiero trabajar/ desde la imaginación, y no desde el recuerdo?”) en la Universidad de Boston, se iban juntas al bar del hotel Ritz a conversar entre martinis sobre sus vidas atribuladas, que ya iban revelando en sus poemas confesionales.

 


Los nuestros

Y para aterrizar en Colombia, el más célebre puede ser el bar La Cueva, de Barranquilla, la que el flaco Cepeda Samudio, que laboraba en Cervecería Águila, ayudó a trasformar de tienda de miscelánea El Vaivén a bar La Cueva, en los años cuarenta del siglo pasado, cuando su dueño, Álvaro Vilá, le manifestó que se aburría como un condenado vendiendo peines y espejos. Esta metamorfosis propició que en 1954 comenzaran a reunirse los artistas plásticos Cecilia Porras y Alejandro Obregón; los escritores Germán Vargas Cantillo, Gabriel García Márquez y el mismo Cepeda Samudio, y el fotógrafo Nereo Pérez —el Grupo de Barranquilla—, guiados por el narrador José Félix Fuenmayor, en una tertulia de la que hoy todos hablan.


En Bogotá fue célebre el bar El Automático. Por los escritores y poetas que lo frecuentaban, claro, pero tal vez ningún acontecimiento lo inmortalizó como la lectura del Primer manifiesto nadaísta, por parte de Gonzalo Arango, en 1958. Escrito en un rollo de papel higiénico, el andino iba desenrollándolo como si fuera un papiro.


“No dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante en Colombia será examinado y revisado. Se conservará solamente lo que esté orientado hacia la revolución y que fundamente, por su consistencia indestructible, los cimientos de la sociedad nueva.


Lo demás será removido y destruido”.


En Medellín hay casos preci(o)sos. Y, como es de suponerse, unos bares más conocidos que otros. Porque los poetas y escritores, salvo los exhibicionistas, no buscan el bar más popular por popular. Se habitúan a alguno, prestigioso o no, solo si en él se percibe una magia, un ambiente seductor. Hay quienes se juntan en una tienda insignificante o un cafetín ruinoso, tal vez sin poder explicar cuál es su encanto.


Tomás Carrasquilla, se cuenta, solía sentarse en el Café La Bastilla, situado en el cruce de La Playa con Junín y allí pasaba horas. Leía, bebía, hablaba con la gente, tertuliaba con intelectuales y hasta comía chicharrón. Y —lo leí en Universo Centro no sé cuándo—, los Panidas, el grupo integrado por Fernando González, León de Greiff, Teodomiro Isaza, Rafael Jaramillo, Bernardo Martínez, Félix Mejía, Libardo Parra, Ricardo Rendón, Jesús Restrepo Olarte, Eduardo Vasco, Jorge Villa, José Manuel Mora y José Gaviria Toro, hacían sus reuniones en un bar de Bomboná. Planeaban la revista en la que había obras propias y de artistas del mundo.


“Tienes, tabernero, la vida o, por mejor decir, la esencia de la vida en tus redomas.


El vino es el jugo que das a todos: el jugo que en tus redomas guardas y das a todos, tabernero (…)”.


Esta es parte de uno de los poemas que aparecen en el número 2 de la revista de los seguidores del dios Pan, firmados por Helena de MAIA y bajo el título Almas humanas.

 

¿Cuántas mañanas vi a Alberto Aguirre llegar solo al bar Caracas, situado a media cuadra de la Avenida Oriental en dirección a la carrera Sucre y el Parque de Bolívar? Ocupaba una de las mesas del salón próximo a la puerta, no el de más adentro, inmenso como un hangar y separado del primero mediante biombos, pues este era destinado a los juegos de azar. Pedía café. Entre el sonido de bolas de billar que llegaba de adentro y el rugido de automotores que entraba de la calle, desplegaba un periódico y después otro, leía hasta los avisos y, con ayuda de una regla corta que sacaba del bolsillo de la camisa —no de tijeras—, recortaba una noticia y después la otra, las que le interesaban para su columna, Cuadro, la que mantuvo por cuarenta años en El Colombiano, El Mundo y Cromos.


Es historia sabida que en el mezanine del salón Versalles, Manuel Mejía Vallejo escribió partes de Aire de tango. En La Boa, un bar de la calle Maracaibo, cerca de la Avenida La Playa, que por la escasez de clientes durante la pandemia del covid-19 dejó de ser “Cantina constrictor”, como la definía el aviso, había un mural de Gardel y junto a él un letrero que decía: “En este sitio se escribió Aire de Tango, de Manuel Mejía Vallejo”. Es decir, seguramente, un conjunto de páginas distinto y complementario al que “se escribió” (¿por sí solo?) en el salón de Junín.


Ah, y allá mismo, en La Boa, presencié una vez la reunión de los integrantes de Punto Seguido, la revista literaria que rinde culto al asombro. John Sosa, Luis Fernando Cuartas, Óscar Jairo González… le daban forma, por decirlo así, a un número. Sobra aclarar que, cuando digo: “le daban forma”, no me refiero a que se limitaran a decidir lo organizativo, cuál texto iría ates que otro; cuál ilustración del absurdo iría en portada. Hablaban, por supuesto, de todo esto, pero lo hacían mientras exponían teorías de arte, diseño, poesía y literatura.


Solo agrego que no hay ciudad, pueblo ni vereda sin su bar o cafetín; tampoco sin su poeta o creador que se encueve en él a contemplar, pensar, imaginar, soñar y beber.

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