(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 9 de mayo de 2014)
https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/retratos-del-final-JH24451392
Sequías, inundaciones, cambio climático… realidades indeseadas que llega a las letras para servir, más que de profecía, de advertencia.
En aquel tiempo, los humanos podíamos disfrutar de la Naturaleza. Gozar del verano —al que nadie llamaba “temporada seca”, sino así, verano—, sin pensar, como hoy, que se acabaría el mundo, derretido bajo un sol como empujado por otros cuatro, en medio de la sequía y la desolación. Sin tener que estar implorando que cualquier cirro se convirtiera en nube y esta, en lluvia, para no perecer de sed.
En
aquel tiempo, cuando llegaba el invierno —al que nadie llamaba “temporada de
lluvias”, sino así, invierno—, quienes gozaban con este más que con la
“temporada seca”, bien podía asomarse a la ventana a ver llover, emocionarse al
ver las gotas demorarse suspendidas en las hojas de los árboles, caer en los
charcos, o hasta, por qué no, salir a mojarse. Entonces su corazón no se
convertía en un tambor de guerra al presentir un final en el que el agua
borraría los continentes y, en su proceso, mutaríamos en peces o anfibios, la
piel se nos llenaría de escamas y el dorso contaría con aletas, como
corresponde al nuevo hábitat.
En
aquel tiempo había verano y había invierno, y ninguna de las dos estaciones parecía
querer apoderarse del mundo cuando le llegaba el turno, ni tumbar a la otra del
poder.
Tal
vez de esa rara realidad quede registro en los libros de ciencia, los relatos
literarios y las películas. Y, claro, no pocos dudarán de su existencia
pretérita, desconfiarán que eso fuera posible y opten por creer que se
trata, más bien, de un mundo inventado por cerebros inclinados a la fantasía.
Pero, ojo, no tendremos derecho a juzgar a los incrédulos; total, en un planeta
tan acabado, no se puede disfrutar de nada y es difícil imaginar que algo pudo
ser diferente, que el equilibrio climático hubiera existido jamás.
Hoy
sentimos un complejo de culpa si nos regocijamos con los días de sol. Igual, si
nos alegramos por la lluvia. Porque en el fondo sabemos que la Tierra está
enferma. Que ese sol o esa lluvia tienen no sabemos qué de malsano, de
sospechoso. Es como si nos riéramos de la enfermedad del planeta y no está bien
reírse de los enfermos. Menos cuando somos parásitos de ese enfermo; de él
dependemos y le debemos la vida.
Cuando,
en cierto relato de Gabriel García Márquez —qué tontería decir “cierto relato”,
lo diré sin ambages: La increíble y triste
historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada—, leímos que el
alcalde de un pueblo del desierto se pasaba horas disparando a las nubes para
hacer llover, creímos que se trataba de un absurdo, pero no; era más bien la
representación de una medida desesperada, tomada en un intento por solucionar
una situación apremiante.
Nada
menos, hace unos días, la gente en Colombia clamaba por la llegada de los
aguaceros. Sentía cerca la distopía de las guerras por agua. Hoy, esas personas
parecen alegrarse porque llueve: tal vez significa que se pospone la tragedia.
Letras apocalípticas
“La lluvia… Al recordar que la palabra había tenido algún
sentido, Ransom miró el cielo. Ni una nube, ni una gota de vapor empañaban la
fuerza del sol que colgaba allá arriba como un genio siempre solícito. La misma
luz invariable, un palio de amarillo esmaltado que embalsamaba todo en calor,
cubría los campos y caminos al borde del agua”.
Las
anteriores son líneas de la novela La
sequía, de James Graham Ballard, un inglés nacido en Shanghái. Publicada en
1965, detiene su drama en ese que es uno de los escenarios posibles derivados
del cambio climático.
Como
esta, las piezas literarias que pintan realidades indeseadas, son voces de
alerta para que actuemos a tiempo —si acaso no es tarde ya— y no permitamos que
reine la deshumanización. Y este, el de las distopías, tema vigente porque los
científicos advierten ahora más que nunca sobre la inminente destrucción
planetaria, ya lo preveían algunos autores desde siglos anteriores. ¿Será que
no hay que ser un genio para predecir que los humanos vienen caminando desde el
principio de los tiempos hacia su propia destrucción?
Uno
de los visionarios es Julio
Verne. París en el siglo XX es una novela escrita en 1863, que
permaneció inédita y engavetada por más de cien años hasta que, al fin, la
publicaron. En ella, el maestro de la ciencia ficción vaticina el uso excesivo
de las máquinas, a las que los humanos rinden culto; la esclavitud de la moda;
la falta de espacio para vivir; la silla eléctrica; la decadencia del idioma,
porque los hablantes combinan el materno con términos técnicos y expresiones en
inglés, y la contaminación ambiental causada por los motores de combustión para
el transporte y la industria. ¿Ah? ¡Ni porque hubiera hecho un viaje a tiempos
recientes para observarlo todo el muy bribón! En ese relato se lee:
“La mayor parte de los innumerables coches
que surcaban la calzada de los bulevares lo hacían sin caballos; se movían por
una fuerza invisible, mediante un motor de aire dilatado por la combustión del gas”.
El del libro es un París dominado por
funcionarios, tecnócratas y banqueros. Con cien mil casas y humo de chimeneas
de diez mil fábricas.
“Gracias” al cambio climático, cada vez más
parecemos personajes salidos de una novela de Cormac McCarthy con el paisaje
quemado, o de una de Stephen Baxter donde las ciudades son tragadas por el
agua. Y en ambas surgen escenarios de hambruna y barbarie.
Por fortuna, uno no ha vivido un fin del mundo; lo ha leído no más.
Ingeniosa y real descripción, la distopía parece cruzarse como espejo en la realidad, de repente nos preguntamos, sí ya lo habíamos leído. Gracias John!
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