(Columna
Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 29 de abril al 5 de mayo de 2024)
Hay
conflictos que involucran pueblos o enfrentan ejércitos; hay disputas de
familias, venganzas de cornudos, asesinatos injustos, muertes absurdas… Con Las mujeres de la muerte, de Gustavo
Álvarez Gardeazábal, uno entiende que guerras grandes y pequeñas, por igual, dejan
marcas de sangre, desequilibrios emocionales y económicos, vidas truncas e
infelices.
Este
volumen, el cuarto de la Biblioteca Gardeazábal, narra vidas de mujeres que han
sentido respirar la parca en el cuello. Los relatos tienen aire de crónica —crónica
hecha de memorias— y voz narradora de quien habla por el pueblo entero: “Nadie
supo nunca”, “nadie entendió”.
Las
mujeres han sido “los soportes de mis afectos, los pilares de mis gestas y los
grandes personajes de mis narraciones”, dice en el epílogo. Entre “los grandes personajes”,
salta primera Gertrudis Potes, antagonista de León María Lozano, el Cóndor, en
la novela cumbre de La Violencia. Uno de los cuentos se ocupa de ella. “Llegó a
Tuluá en una cesta de mimbre donde la escondió su padre, un joyero de Palmira,
cuando arreció la guerra de 1885”. Dueña de un liderazgo y una valentía
naturales, llegó a tener espacio radial en el que daba los nombres de liberales
asesinados, no como noticia, sino como obituario, sin espectacularidad. La
Potes fue alcalde a los 88 años. El autor menciona a dos mujeres ancestrales,
Rosalba Escobar, de Tuluá, y Natalia Gardeazábal, de Anorí, despabiladas y
pragmáticas, de quienes aprendió en parte a contar historias.
Muerte es la última palabra del título; también la última del libro.
Gran libro de un gran escritor.
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