(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 18 de agosto de 2024)
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En la celebración de los trescientos años del nacimiento de Inmanuel Kant es momento de repasar sus ideas de igualdad y respeto.
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Inmanuel Kant |
Uno cree que Kant está más lejos de nosotros que su nacimiento, ocurrido hace trescientos años. Sin embargo, está tan cerca como queramos, pues sus postulados dan bases para una vida social en la que nadie se las venga a dar de tramposo y quiera llevarse a los demás por delante en su camino. Fundamentan relaciones afectivas, familiares, sociales o con el Estado en las que a nadie lo usen como alfil para conseguir propósitos personales.
En
este artículo no pretendo enredar a nadie con tesis complejas. Tampoco discutir
métodos filosóficos. Por el contrario, deseo mostrar que nadie debe autoexcluirse
de ciertas lecturas por no ser filósofo o solo por dejarse arrastrar de un
juicio a priori: el de suponer que
son complejas, inaccesibles o no tienen que ver con la vida cotidiana.
Inmanuel
Kant nació en Königberg, Prusia, el 22 de abril de 1724 y murió allá mismo, el
12 de febrero de 1804. Entre sus obras más conocidas están la Crítica de la razón pura, Genealogía de la
moral, Crítica de la razón práctica y
Crítica del juicio. Uno de los filósofos más estudiados, se movió en una
época en la que la razón gozaba ya de prestigio, e hizo parte del movimiento
cultural e intelectual denominado ilustración, que él ayudó a definir en su
ensayo Respuesta a la pregunta ¿qué es la
ilustración? Creía que esta constituía el abandono de la infancia mental de
los individuos, infancia que se evidenciaba en la incapacidad de pensar por sí
mismos, sin la guía de otras personas. No por falta de inteligencia, decía,
sino por falta de decisión o valor. La ilustración, dicho en un dos por tres,
tenía gran fe en el progreso, con la razón como soberana. Entendía que el
conocimiento se obtenía por los sentidos. Este movimiento impulsó las ideas de
igualdad, tolerancia, libertad, fraternidad, gobierno constitucional,
separación de la Iglesia y el Estado. Para no ir muy lejos, propició la
Revolución Francesa y, después, las independencias de muchas colonias del
mundo, entre ellas la nuestra.
En,
fin. Como se observa, son ideas que en estos tiempos se constituyen en base de
una sociedad que pretende ser respetuosa de las diferencias individuales, como
las de pensamiento, ideología, credo, orientación sexual y demás.
Ética del deber
Kant
propone —como su pensamiento vive, hablemos en presente— que en el proceso de
acercamiento de los individuos al mundo, es decir, de conocerlo, estos emiten juicios
sintéticos a priori y juicios
fácticos o empíricos. Los primeros son subjetivos y se consiguen por medio de
la sensibilidad. Sugiere pasar a otro nivel: el de experimentar, por medio de
los sentidos, para obtener una información menos discutible.
En
cuanto a la moral, establece pautas de comportamiento para relacionarnos entre
los humanos y con la Naturaleza. Expone un principio categórico de
universalidad: para que una acción pueda aplicarse, debe funcionar con todas
las personas por igual. Si favorece a unas y a otras no, es inaplicable. Cada uno
debe actuar pensando que su comportamiento pueda convertirse en una ley moral.
Es decir, estar convencido de no hacer algo en detrimento de otros, sino en
favor de ellos y de la especie. Que no podemos hacer de los otros un medio para
conseguir resultados. En otras palabras, no usar a nadie como un instrumento
para conseguir objetivos personales. Recomienda que en nuestras acciones
siempre haya buena voluntad y tengamos sentido de la responsabilidad. Porque
cada acción que ejercemos y cada decisión que tomamos, simples o complejas,
tienen consecuencias. Señala que un deber perfecto es no mentir, aunque uno
crea que una “mentirita piadosa” o una verdad tergiversada cause menos daños
que una verdad.
En
su libro Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres se lee:
“Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera
del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin
restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el
gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el
valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del
temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero
también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad
que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar
constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los
dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la
completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de
felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena
voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa
felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un
espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas
bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y
buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena
voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices”.
Relativas pero útiles
Las
ideas kantianas sirvieron, en su momento, para defenderse del despotismo y el
autoritarismo que hacían indignas las relaciones entre el Estado y las
personas, y también entre estas, ya que algunas establecían vínculos
desequilibrados. Los pensamientos del filósofo constituyeron una invitación a
que los individuos se atrevieran a pensar y a decidir por sí mismos. Con autonomía,
pero con responsabilidad.
Si
bien, al leer estas propuestas kantianas, parece que hablara para una sociedad
de ángeles, de ellas se pueden tomar pautas para convivir dignamente. Para
actuar en el mundo sin pisotear a los otros por ser diferentes y sin que los
otros consideren que pueden ultrajarnos. En la
historia del desarrollo de las ideas, sin duda, es un avance grandioso el
pensar por uno mismo y tener autonomía. Sin olvidar la propuesta kantiana —que
después retomarían algunas corrientes filosóficas, rechazarían otras y tratarían
de fusionar las demás— de que esa autonomía de pensamiento y esa libertad de
elección deben ir acompañadas de responsabilidad. Porque los actos de los
individuos tienen efectos. Y del mismo modo en que un sujeto se beneficia de los
derechos de pensar, expresar sus ideas y elegir, debe hacerse cargo de las
consecuencias. En ese sentido, es superar la infancia como dice Kant, dejar de
ser el niño que hace y deshace, mientras sus padres van detrás limpiando la suciedad
que deja, reparando los daños y compensando a los demás por los perjuicios del
crío —o retándolos para no resarcirlos—.
Por supuesto, en trescientos años, otras ideas han entrado en
juego. Una de estas es que la razón no es el principal motor del conocimiento
ni tan infalible; otra, que la sensibilidad no es tan poca cosa como Kant y los
de la ilustración creían: es tan válida como aquella; una tercera es la puesta
en duda de la existencia de la libertad y, en ella, del libre albedrío. A
propósito de esta última, veamos el cuestionamiento que hace, no un filósofo,
sino un escritor, Somerset Maugham a las ideas kantianas. En su novela
Servidumbre humana, el francés presenta entre sus tesis
que no siempre es posible aplicar el principio universal de Kant. Porque a
veces los comportamientos humanos no obedecen a la voluntad. Mejor dicho, no
son libres. Hay numerosos factores psicológicos, familiares, sociales que
impiden serlo. A veces uno llega a convencerse de que la tan cacareada libertad
no pasa de la posibilidad de elegir entre té o café para beber a mitad de la
tarde, o esa otra, también difícil, de
escoger entre salsa de chocolate, leche condensada o nada como aderezo del
helado.
En la obra mencionada, Philip Carey, el personaje central, es un sujeto que siempre ha carecido de cariño o ha contado con afectos prestados. Huérfano desde muy niño y discriminado por una anomalía en una de sus extremidades, es dueño de un notorio complejo de inferioridad y sus vínculos con los demás no son equilibrados. En algún momento, se humilla ante la mujer que ama, digamos, con un amor enfermizo. Ella se burla, lo ofende y explota espiritual y materialmente. Menos que un alfil, es un peón que satisface sus caprichos y veleidades. Entiende que esa relación atenta contra su dignidad. “Todo su ser era arrastrado por una corriente irresistible. Esta no tenía nada que ver con la razón, la cual se limitaba a indicarle los medios de realizar los deseos de su alma”. Philip se promete reiteradamente romper con ella, pero no puede. Sobre el particular habla con Macalister, un amigo, quien le recuerda el imperativo categórico.
“—Obre de modo que cada acción
que lleve a cabo pueda convertirse en regla universal para todos los hombres.
—Me parece una estupidez.
—Obra usted muy a la ligera
tratando de ese modo un principio establecido por Manuel Kant.
—¿Por qué? Reverenciar lo que
dicen otros es una cualidad destructiva. Hay demasiado respeto en el mundo.
Kant pensaba ciertas cosas, no porque fuera verdad, sino porque era Kant.
—Entonces, ¿qué objeción hace
usted al imperativo categórico? —Hablaba como si estuviera en juego el destino
del Imperio—. Eso supone que puede elegirse el propio destino con un poco de
voluntad. Y que la razón es la guía más segura.
—¿Por qué el dictamen de la razón
ha de ser mejor que el de la pasión? Son distintos; eso es todo.
—Entonces usted es el esclavo
satisfecho de su pasión.
—Soy esclavo porque no puedo
menos de serlo —repuso riendo Philip—, pero sin que ello me alegre.”
En efecto, las tesis kantianas
son relativas y discutibles, como las de cualquier filósofo. ¿Cuál no tiene
fisuras? ¿Cuál es absolutamente blindada o perfecta? Sin embargo, aportan
pautas útiles para relaciones equitativas y en las que esté presente el respeto
por las diferencias, de modo que bien vale la pena considerarlas.
¡Estupendo, John!. Hay que reconstruir el espejo social. Leyéndote iban floreciendo mis sensaciones de contento que tu columna me suscitaban por tu manera limpia y simple de decir las cosas. Un abrazo, Santy Martínez
ResponderBorrarComo estudié con salesianos me hicieron leer a Kant para justificar no se cual teoría sobre el libre albedrío que Don Bosco tendría.No entendí un carajos pero cuando me tocó buscar soporte en Kant siendo estudiante de poesia con el húngaro Newbauer para poder comprender a Shiley,me encontré con el fenómeno de un hombre justo en un momento tan difícil para serlo como fue hace 300 años.La lectura de este didáctico ensayo me permite poderlo decir ya cerca de ser octogenario.
ResponderBorrarMuy buena columna profesor John. La ideas kantianas tan actuales y tan necesarias de ser conocidas y reconocidas por estados y sociedades.
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