sábado, 17 de agosto de 2024

Fiebre olímpica

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 19 de agosto de 2014)


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/fiebre-olimpica-HG25236526



Contraria a la imagen estereotipada de los escritores borrachos, está la de otros que se deciden por una vida saludable que incluye la práctica deportiva.

 

Agatha Christie se la llevaba bien con el viento. En ese milagro de mantenerse de pie sobre las olas del mar que es el surf, en vez de pelear con él, descubrió que era mejor hacerse su amiga, su socia, para aprovechar los desplazamientos suaves, rápidos y seguros. Había entendido que jamás se llega a dominar los elementos, pero que, con práctica y perseverancia, ellos podrían proporcionarle uno de los mayores placeres físicos que puedan conocerse.


En artículos publicados en The Guardians sostuvo que fue una de las primeras personas del Reino Unido en practicar este deporte y que aunque quien lo hace se golpea en muchas oportunidades, también se divierte copiosamente. Sin embargo, no fue mucho lo que habló de la práctica de deslizarse sobre las olas.


“El surf parece perfectamente fácil. Pero no lo es. (…) El surf es así. O estás maldiciendo enérgicamente o estás idiotamente complacido contigo mismo”, dijo, sin añadir más, en El hombre del traje marrón. Esta novela, que no tiene que ver con deporte, cuenta que un hombre aparece asesinado en el metro de Londres. Anne Beddingfeld, hija de un antropólogo, gasta la herencia que su padre le deja al morir, en financiar una aventura, la de investigar este crimen.


¿De qué estamos hablando? ¿De Agatha Christie? No propiamente. ¿Del surf? Tampoco en plenitud. La fiebre olímpica, propagada por los Juegos de París que están encima, nos pone a hablar de escritores que han sido también deportistas. Por este camino, notamos que, como los demás humanos, los creadores son tan diversos en gustos y expresiones. No todos los artistas tienen que ser hijos de Dionisio o Epicuro. También los hay abstemios, que se alimentan de legumbres hervidas y no se acuestan tarde.


Pero, antes de seguir hablando del tema, citemos a la británica en uno de los cuentos que no resuelve el almidonado Hercules Poirot, para irnos de Christie con algún sabor de boca. Abramos un libro en cualquier parte, como hacen muchos cuando quieren leer la Biblia un rato. En El enigmático Mr. Quin, cuyos casos se resuelven de una manera conveniente y aparentemente fácil, hay un relato titulado “El hombre de mar”. En este se lee:


“—¿Y dice usted que encontró a alguien aquí ayer?


El otro asintió con un movimiento de cabeza.


—Sí —añadió—. Probablemente de algún hotel vecino. Llevaba un disfraz.


—¿Un disfraz?


—Sí. Algo así como un traje de Arlequín”.


Los amantes del deporte que saben de este gusto de la narradora no terminan de perdonarle que no haya ahondado en el tema del surf en sus escritos o, incluso, que no hubiera basado alguno de los casos criminales en torno a tal deporte; consideran que hubiera ayudado a popularizarlo.


Espíritu deportivo también anidaba en Samuel Beckett. En las actividades musculares encontró el remedio para superar su condición de niño delgado y enfermizo, de temperamento frágil y marcadamente llorón. El irlandés desarrolló brazos fuertes en la práctica del rugby, el tenis y el cricket. En este llegó a representar al Trinity College de Dublín.


Tal vez el deporte le enseñó acerca de la fugacidad del triunfo o sobre la necesidad de vencer el temor al fracaso. Con seguridad, le brindó resistencia física para las largas jornadas de lectura y escritura. Sin embargo, esa tristeza que reinó en su infancia jamás abandonó su ánimo. Si bien dejó de lloriquear, entendió que en la vida todo es lo mismo que nada, que Dios no existe y que es vana toda espera de trascendencia. Eso queda claro en sus cuentos, novelas y obras dramáticas. Bueno, no digo claro en el sentido de nítido o diáfano, porque el suyo es un estilo complejo, a veces enmarañado, sino en el sentido en que, en medio de su narración frenada y zigzagueante —frenada y zigzagueante como la carrera del jugador de rugby que transporta la pelota y choca con adversarios y cae y se levanta y sigue y vuelve a frenar, hasta que, finalmente, consigue su propósito de avanzar y, en el mejor de los casos, anotar— él logra darnos el mensaje del significado absurdo de la vida.


“No estaré solo, en los primeros tiempos. Seguro que lo estoy. Solo. Esto se dice pronto. Hay que decir pronto. ¿Y qué sabe uno nunca, en semejante oscuridad? Voy a tener compañía. Para empezar. Algunos títeres. Los suprimiré después. Si es que puedo. ¿Y los objetos? ¿Cuál debe ser la actitud para con los objetos? Ante todo, ¿hay que tenerla? Vaya pregunta. Pero no me oculto que son de prever. Lo mejor es no detenerse en este tema, de antemano. Sí, por una u otra razón, se presenta un objeto tenerlo en cuenta. Se dice que donde hay personas hay cosas. ¿Quiere esto decir que al admitir a aquellas se han de admitir estas? Habrá que verlo. Lo que se ha de evitar no sé por qué, es el espíritu de sistema. Personas con cosas, personas sin cosas, cosas sin personas, lo mismo da, estoy muy seguro de poder barrer todo eso en muy poco tiempo. No veo cómo. Lo más sencillo sería no empezar. Pero estoy obligado a empezar. Lo que significa que estoy obligado a continuar. Acaso acabaré por estar muy rodeado, en un cajón de sastre. Idas y venidas incesantes, atmósfera de bazar. Estoy tranquilo, id”.


Dice, poco aeróbico, en el segundo párrafo de El innombrable.

 

Se sabe que Hemingway, además de gustar de la caza y la pesca, disfrutaba el ejercicio del boxeo, el atletismo, el waterpolo y el fútbol norteamericano. Por cierto, otro narrador que practicaba bien este deporte fue Jack Kerouac, el de la generación Beat. Católico y hasta místico —tuvo visiones de Jesucristo—, inspirador del movimiento jipi, era dueño de gran habilidad deportiva y asombrosa velocidad. Estas características le sirvieron para conseguir becas de estudio en varias universidades. En la de Columbia adelantó su carrera y jugó. El mar es mi hermano, En el camino y Los vagabundos son algunas de sus novelas, que él, sin embargo, consideraba, junto al resto de su producción, una “vasija de mierda”. Nada bueno veía en ellas. Observemos un fragmento de En el camino, a ver si concordamos con esta apreciación:


“El viento del lago Michigan, bop en el Loop, largos paseos por Halsted Sur y Clark Norte, y un largo paseo pasada la medianoche por la jungla urbana, donde un coche de la policía me siguió como si fuera un tipo sospechoso. En esta época, 1947, el bop estaba volviendo loca a toda América. Los tipos del Loop soplaban, fuerte pero con aire cansado, porque el bop estaba entre el período de la «Ornitología» de Charlie Parker y otro período que había empezado con Miles Davis. Y mientras estaba sentado allí oyendo ese sonido de la noche, que era lo que el bop había llegado a representar para todos nosotros, pensaba en todos mis amigos de uno a otro extremo del país y en cómo todos ellos estaban en el mismo círculo enorme haciendo algo tan frenético y corriendo por ahí. Y por primera vez en mi vida, la tarde siguiente, entré en el Oeste. Era un día cálido y hermoso para hacer autostop. Para evitar las desesperantes complicaciones del tráfico de Chicago tomé un autobús hasta Joliet, Illinois, crucé por delante de la prisión de Joliet, y me aparqué en las afueras de la ciudad después de caminar por las destartaladas calles, y señalé con el pulgar la dirección que quería seguir. Todo el camino desde Nueva York a Joliet lo había hecho en autobús, y había gastado más de la mitad de mi dinero.

El primer vehículo que me cogió era un camión cargado de dinamita con una bandera roja (…)”.

 

Es moneda corriente mencionar que Albert Camus, el de El extranjero, era un apasionado del balompié. En su ensayo “Lo que le debo al fútbol” dice:


“Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue, entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia.  Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centroforward visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”.


Otro escritor relacionado con el deporte es el japonés Haruki Murakami. Corre. Si contáramos sus zancadas y los kilómetros de las maratones en que ha participado, y los pusiéramos en línea recta, bastarían para darle unas cuantas vueltas al planeta. Se conoce su libro De qué hablo cuando hablo de correr, un diario y ensayo sobre esta pasión que no ha sido siempre parte de su existencia, sino que le devino de un momento a otro cuando “le dio” por escribir. De ser un tipo bohemio y bebedor, se tornó abstemio, juicioso, de costumbres saludables como la de acostarse antes de las diez de la noche y… atleta. El paquete completo. Porque quiso practicar eso de “mente sana en cuerpo sano”, que nos enseñaron los abuelos griegos. En una entrevista concedida al periodista español Xavi Ayén, incluida en La vuelta al mundo en 80 autores. Conversaciones con los mejores escritores de nuestro tiempo (librosdelavanguardia, 2016), Murakami habla del tema:


“Escribo sobre correr, porque es una actividad muy parecida a la de escribir una novela, son dos actividades de larga distancia. Para escribir hay que entrenarse, prepararse, no sirve cualquiera, eso del escritor borracho es un mito, hay que tener una fortaleza física y psicológica”.


Líneas adelante, el periodista le pregunta:


“¿Qué más le aporta correr?”.


El autor de Tokio Blues contesta:


“Optimismo. Seguridad. Cuando uno acaba una maratón, tiene la certeza de que, al ponerse a escribir, va a llegar al final de la línea y, después, de la página. Palabra a palabra, metro a metro. Corriendo, he aprendido cuánto puedo exigirme a mí mismo, mucho más de lo que pensaba al principio. He aprendido cuándo puedo permitirme una pausa y cuándo esa pausa está empezando a ser demasiado larga”.


Un espíritu deportivo, sin duda.


No podemos cerrar esta columna sin mencionar a Francesco Petrarca. Figura indiscutible de la Edad Media e inspirador del Renacimiento. Influyó sobre Shakespeare y escritores posteriores. Es el padre del alpinismo. En 1336 se le ocurrió ascender al Monte Ventoso, en los Alpes franceses, solo por placer, mover los músculos y ver el paisaje desde arriba. Antes de él, a nadie se le antojaba subir a las altas cumbres sin un propósito utilitarista —exploraciones científicas o militares, búsqueda de rutas para el transporte, el comercio o la peregrinación—. Lo dejó consignado en su ensayo Subida al Monte Ventoso, una carta enviada al religioso Dionisio Da Burgo:


“Impulsado únicamente por el deseo de contemplar un lugar célebre por su altitud, hoy he escalado el monte más alto de esta región, que no sin motivo llaman Ventoso. Hace muchos años estaba en mi ánimo emprender esta ascensión, de hecho por ese destino que gobierna la vida de los hombres, he vivido —como ya sabes— en este lugar desde mi infancia y ese monte, visible desde cualquier sitio, ha estado siempre ante mis ojos”.

 


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