(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano. Entrega el 1 de agosto de 2024)
En
agosto, mes del viento, se cumplen cien años de la muerte de un autor que fue
su socio: Joseph Conrad. De marinero raso fue ascendiendo hasta llegar a
capitán. Sus historias son insuperables.
No sé otras personas, pero, tal vez por ser de tierra, encuentro doblemente atractivos los relatos de aventuras en el mar. Se antojan doblemente peligrosos, pues, en ese hábitat, cualquiera de los de mi especie es un extraño indefenso y asustado. Debajo de la humanidad de quien osa desafiar el reino de Poseidón no hay más que un leve maderamen o una cáscara metálica o sintética, el casco del barco, suspendido sobre la líquida inmensidad donde los pies jamás hallarían apoyo. Así, al peligro eventual es preciso añadirle este otro, siempre presente, de la escasa estabilidad. Dos amenazas contra una naturaleza tan frágil.
Uno de quienes se han
ocupado en narrarlas es Joseph Conrad, dueño una maestría superior a las de la
mayor parte de los escritores. Cautiva gracias a su autenticidad. Transmite
sensaciones de verdad, por reunir condiciones singulares: la de haber sido él
mismo un marinero, destino en el que llegó a ser capitán de barco, de modo que
hablaba de su materia, y la de haber vivido casi igual tiempo en el agua que en
la tierra. Podría decirse que se le movía más el suelo del continente y, por
tanto, sentía mareos a los minutos de estar caminando en tierra firme. No es
común hallar tales rasgos en un narrador.
Joseph Conrad nació
en Berdyczów, una ciudad que, en el momento en el que vio la luz primera, el 3
de diciembre de 1857, hacía parte del Imperio ruso. Hoy hace parte de Ucrania. Murió
en Bishopsbourne, Inglaterra, el 3 de agosto de 1924. Hace cien años. Y
hablamos de él porque es autor clásico de la literatura contemporánea. Su papá,
Apollo Korzeniowski, fue poeta, dramaturgo y traductor (Comedia, Por un buen centavo). De manera clandestina, era
activista del movimiento nacionalista polaco. Lo descubrieron las autoridades
en estas acciones prohibidas, lo desterraron a Siberia durante siete u ocho
años, sitio helado cercano al polo Norte, donde la mamá de Joseph, Ewa
Korzeniewska, contrajo una tuberculosis severa, que le causó la muerte en aquel
exilio. Cuatro años después, el muchacho quedó huérfano de padre, con quien
había ido a vivir a Cracovia, Polonia, después del exilio. Fue recibido en casa
de un tío en la Galitzia austriaca. Allí terminó la secundaria y decidió irse a
ver otras partes del mundo. Estuvo en Italia y Francia. Fue entonces cuando se
hizo marinero.
El párrafo anterior,
en el que se cuenta de forma apretada la trashumancia de Conrad sin tan
siquiera cumplir los veinte —situación que siguió por toda la vida— revela otra
característica del autor: no sintió fuerte arraigo por algún suelo en especial,
al menos de manera notoria. Más patria pueden ser las cáscaras de nuez, como
llamaba a las embarcaciones. A los veintiún años, para evitar el reclutamiento
militar ruso —quien habría de culparlo si, como vimos, una disposición de ese
imperio acabó con su familia— viajó a Inglaterra y se nacionalizó, perfeccionó
la lengua inglesa leyendo a Shakespeare y escribió en ella toda su obra.
Al hablar de Conrad,
se piensa sin demora en un puñado de títulos de sus relatos más conocidos: El corazón de las tinieblas, Nostromo, La
flecha de oro, Victoria, El espejo del mar, Lord Jim, El negro del Narcizo, La línea
de sombra, Tifón… Aunque el número de sus
obras supera la treintena, incluidas tres novelas en colaboración con Ford Madox Ford (el de El buen soldado).
Y no es la aventura
por la aventura —aunque, ¿quién se atreve a decir que la aventura por sí misma
no constituye una inmensa gracia y un motivo suficiente para invitar a la
lectura?—. Con ella, Conrad tensiona las cuerdas del alma humana y pone en
primer plano los sentimientos y las conductas. El miedo, la soledad, el amor,
el arrojo, la cobardía, el altruismo, la deslealtad. Entre sus temas trata,
casi con obsesión, la vulnerabilidad del ser humano y la inestabilidad de la
existencia. Dos aprendizajes fundamentales obtenidos de ese gran profesor: el
océano. Relatos en los que no faltan la zozobra ni la reflexión. Otro asunto
recurrente es el de la transición entre la juventud y la adultez de las
personas, es decir, el paso de esa época en la que se es felizmente
irresponsable a aquella otra en la que las decisiones se toman con reposo.
La edad
En 1917 publicó La
línea de sombra. Una aventura, en la cual marineros viajan al Oriente
y a lo más hondo del corazón humano. Al miedo. A la psicosis. El título, por
cierto, hace alusión a ese paso de la juventud a la adultez, que, además de ser
un asunto cronológico, lo es —y tal vez en mayor medida— psicológico, pues se refiere
a la manera cómo se asumen el mundo y las relaciones con el resto de las
personas. Las peripecias surgen y crecen como lo hace un trasatlántico en el
horizonte ante nuestros ojos: al principio, asoma insignificante como un dedal;
en minutos se convierte en una ciudad flotante que llena el paisaje.
Fascinante, porque, por una parte, revela la alegre ansiedad de un marinero al
ser ascendido a capitán de navío: el Oriente. ¡Justo en un momento cuando, en
un arrebato de juventud, quería abandonar el mundo marino! Así es la vida. Con
emoción controlada, el narrador recibe la noticia de la promoción y asume el
nuevo rumbo de su existencia. Con el paso de los días y las páginas va
comprendiendo que se trata de un honor dudoso, como cualquier cargo de
gobierno, porque tras la embriaguez del poder llega la resaca de las
responsabilidades, las decisiones que ponen en riesgo la suerte y hasta la integridad
de otros. Un evento paranormal se encarga de crear la zozobra en mares orientales.
Se trata de una fuerza extraña de la Naturaleza o, como creen los tripulantes,
la del fantasma del antiguo capitán, un hombre loco que murió en su camarote,
donde pasaba encerrado tocando el violín. Y como si esto no fuera suficiente
para retar a un capitán novato, se produce el brote de una enfermedad tropical
que diezma el personal de a bordo. Después de no se sabe cuántas jornadas,
apoyado solo por un auxiliar, enfermo, pero de espíritu estoico, narra su
desolación:
“Inmediatamente,
sentí desazón, como si me hubiesen retirado un apoyo. Avancé a mi vez y,
saliendo del círculo de luz, entré en aquellas tinieblas, que se erguían ante
mí como un muro. Con un solo paso, penetré en ellas. Tales debieron ser las
tinieblas anteriores a la creación. Habiéndose cerrado tras de mí, me sabía
invisible para el timonel. Tampoco yo veía nada. Él estaba solo, yo solo, cada
uno solo en su puesto. Igualmente, habíase borrado toda forma: arboladura,
velas, aparejo, batayola, todo se había desvanecido en la horrible densidad de
aquella noche absoluta.
La luz de un
relámpago habría sido un alivio, un alivio físico. Lo hubiera llamado con todas
mis fuerzas a no ser por la aprensión terrible del trueno. Era tan fuerte esta
opresión del silencio, que se me antojaba que el primer trueno bastaría para
reducirme a polvo”.
Albedrío
Conrad parece creer en que hay asuntos de la existencia en los que uno… sí, interviene, cómo no, incluso aplica en ellos su voluntad y denuedo con plena conciencia… pero no del todo. Como si factores externos —la fuerza de la Naturaleza, la inercia, el devenir, ¿el destino? Qué se yo—, tuvieran más incidencia en los acontecimientos que cuanto uno pueda hacer al respecto. Estamos a merced de lo inevitable.
En el cuento La bestia, un marinero cuenta en el
fondo del bar los Tres Cuervos, a quienes quieran oír, una historia atroz. Un
barco que cobró vida y, bueno, ¿cómo decirlo?, se tornó asesino.
“»¡El
alboroto que armaron mientras se construía! Aquello tenía que ser reforzado y
eso otro debía tener más grosor; y ¿no debían cambiar aquello por algo más resistente?
Los constructores se contagiaron de aquella fiebre, y el barco fue creciendo y
creciendo hasta convertirse en el más pesado y menos marinero de los de su
tonelaje sin que, por alguna razón, nadie se diese cuenta de lo que estaba
pasando. Debía tener dos mil toneladas de registro o un poco más, pero en
ningún caso menos. Sin embargo, cuando lo cubicaron solamente dio mil
novecientas noventa y nueve toneladas y pico. Según dicen, cuando se lo
comunicaron al viejo Apse, se llevó tal disgusto que cayó enfermo y murió. El
anciano tenía noventa y seis años, de modo que su muerte no sorprendió a nadie;
Lucian Aspe, sin embargo, estaba convencido de que su padre podía haber vivido
hasta los cien años. De modo que pondremos al viejo al principio de la lista.
Luego le tocó el turno a un pobre carpintero, al que aquella bestia aplastó al
botarla. Dijeron que aquello era una botadura, pero según he oído contar fueron
tales las carreras, los aullidos y los lamentos que produjeron al deslizarse el
barco por la basada que más parecía como si hubieran soltado un diablo en el
río. Primero rompió todas las amarras como si fueran de bramante, y luego
arremetió con endemoniada furia contra los remolcadores que lo esperaban. Antes
de que nadie pudiese darse cuenta de lo que se proponía, ya había hundido a uno
y enviado a otro al dique con tres meses de reparaciones. Uno de los cables de
remolque rompió, y entonces, nadie sabe por qué, se dejó conducir con un solo
cable como si fuese un inocente corderito.
»Así
es como era. Uno nunca sabía cuál iba a ser su próxima trastada. Hay barcos
difíciles de gobernar, pero por regla general puede confiarse en que se
comporten racionalmente. Aquella corbeta, sin embargo, era distinta: se hiciese
lo que se hiciese, resultaba imposible saber cómo iba a terminar la maniobra.
Era una bestia malvada. O puede ser que estuviera loca”.
En su experiencia de marinero, que duró por unos veinte años, de 1875 a
1894, Conrad vivió tantas aventuras, escuchó tantas otras sentado en cubierta o
en el fondo de alguna cantina de puerto donde permanecía por días, mientras
esperaba la carga, que pudo escribir historias de naufragios, de hombres
vagando en islas, piratas y espías. Unos con fondo irracional o con toques
sobrenaturales, pero siempre tratados con un tono grave, concentrado en
transmitir, como se debe, las emociones. Una lupa dirigida al fondo del alma
humana.
En Tifón, por ejemplo, nadie
se explica cómo pudieron nombrar capitán del vapor
Nan-Shan a un sujeto tan desdeñoso e indiferente, tan vacío de voluntad como a MacWhirr.
Conrad lo dibuja como un sujeto “que, a juzgar por las apariencias materiales, era una
réplica exacta de su carácter: no presentaba ninguna marcada característica de
firmeza ni de estupidez”.
Carente de pasiones y emociones. En la expedición de la que se ocupa el relato,
lleva una carga para él sin importancia: doscientos
culis chinos —los culíes eran peones orientales, especialmente ocupados como
cargadores en América insular y continental, después de abolida la esclavitud,
a quienes, después de unos ocho años de trabajo, compensaban con una miserable
paga y el transporte de regreso a casa—, cada uno con su baúl de ropa y
monedas.
Ni la amenaza de un tifón, que se mostraba en el aire y en los
instrumentos, y después se materializó en los zarandeos del barco, logró
conmoverlo ni cambiar de rumbo. El viento huracanado arrastraba a los
tripulantes y a los chinos de un lado a otro, así como a los objetos, y
la tempestad prometía inundar el navío. Pero ni siquiera así dio órdenes de
tomar precauciones.
“El Nan-Shan era pasto de la tormenta con una furia
destructiva y sin sentido; en un pillaje furibundo que no dejaba nada entero.
Dos de los botes ya habían desaparecido. Nadie los había visto u oído caer,
como si se hubieran fundido en el impacto y el reflujo de la ola. Jukes no se
dio cuenta de lo que había pasado a tres metros de su espalda hasta más tarde,
cuando gracias al destello blanco de otra ola inmensa cerniéndose sobre el
centro del navío, tuvo la visión de dos pares de serviolas saltando, negras y
vacías, de la sólida oscuridad.
Movió la cabeza hacia delante, buscando el oído de
su capitán. Sus labios tocaron la oreja, grande, carnosa, muy mojada. Gritó con
tono de inquietud:
—¡Estamos perdiendo los botes, señor!
Y de nuevo escuchó aquella voz, forzada y débil,
pero con un penetrante efecto calmante en la enorme discordancia de ruidos,
como proveniente de algún remoto remanso de paz, más allá de la negra
inmensidad del temporal; de nuevo escuchó la voz de un hombre, el frágil e
indomable sonido que puede servir de vehículo a una infinidad de ideas,
decisiones y propósitos, que pronunciara palabras confiadas el último día,
cuando se hundan los cielos y se haga justicia; de nuevo la escuchó, y le
estaba gritando, como si estuviera lejos, muy lejos:
—Está bien.
Creyó que no había conseguido hacerse entender.
—¡Los botes! ¡He dicho los botes, los botes, señor!
¡Hemos perdido dos!
La misma vos, a un palmo de distancia, pero remota,
gritó sensatamente:
—¡Qué le vamos a hacer!”
Marinero en tierra
Es difícil hallar
narrativa más entramada, con atmósferas de mar, de río —porque también por río
navegan algunos barcos suyos— así como de tierra, con personajes de campos y
ciudades.
Entre las aventuras
de río, una que está entre las más celebradas de este escritor es El corazón de las tinieblas. Transcurre,
la mayor parte, en el continente africano. El barco se mete por río a las
entrañas de la selva. Denuncia las atrocidades del colonialismo. El Congo es
sometido Bélgica. El recurrente narrador de las historias de nuestro autor,
Charlie Marlow, aparece para contar cómo, en nombre de la civilización, las
atrocidades están a la orden del día. La masacre de nativos y la destrucción de
la Naturaleza —y, en esta, la matanza de elefantes para la extracción del
marfil— se tornan normales a los ojos del invasor. La selva profunda y oscura,
a ratos silenciosa, a ratos colmada de aullidos y respiraciones que vienen
quién sabe de dónde, constituye un escenario mágico, sobrecogedor. Hay un
asunto notable, en términos literarios, desde las primeras páginas aparece un
personaje, un tal Kurtz, uno de los invasores, acaparador de marfil. Pero no es
que surja directamente y actúe ante el lector. No. Los demás aluden a él. Unos
como el más abyecto de los seres que por el mundo van; otros, como un sujeto
grande, inteligente y dueño de una habilidad de transformar a quien se
relaciona con él. De la misma forma en que han tratado siempre a los
traficantes del mundo, con desprecio o con admiración. Y de igual forma que el
viaje narrativo lleva al corazón oscuro de la selva, así también conduce y se
acerca al corazón nefasto del humano ambicioso y miserable.
Entre las historias “secas”,
es decir, sucedidas fuera del agua, están El
agente secreto y El duelo. En aquella
alude al trabajo de Mr. Verloc como espía. En años anteriores a la Primera
Guerra Mundial, Verloc hace parte de una célula anarquista. Para congraciarse
con sus jefes debe llevar a cabo un acto terrorista que demuestre su
compromiso: destruir con una bomba el observatorio de Greenwich.
El duelo es una novela corta movida por la
ironía. Podría calificarse de kafkiana, en el sentido de absurdo e
inexplicable. Porque, como se sabe, lo kafkiano no es solo lo que escribió
Kafka; la Real Academia define con este término aquellas experiencias
innecesariamente complicadas o frustrantes. Dos oficiales del ejército de
Napoleón, Feraud y D’Hubert, “se vieron obligados” a batirse en duelo por un
asunto de honor. ¡Hubo una ofensa imperdonable! El primero, altivo y
beligerante; el segundo, frío aunque flexible. Durante horas, ante sus padrinos
y el público francés, dieron una lección de cómo blandir el sable. Se
produjeron mutuamente algunas heridas, la ropa quedó hecha jirones… pero no
hubo ganador. Así, volvieron a enfrentarse varios meses más tarde, a caballo.
Igual resultado. Tiempo después lo repitieron, ya con pistolas. Así durante
quince años sin poder resolver el asunto. El motivo ya, más que misterioso,
parecía olvidado, pero el honor había que salvarlo. Al comienzo eran tenientes
del ejército. Al terminar, generales. Es, sin duda, una ironía. Un
cuestionamiento sobre lo que es importante o no en la vida. Los valores. La
soledad del ser humano ante el fracaso.
Se pueden escribir páginas sin fin sobre este socio del viento, sin conseguir abarcarlo. Y a propósito de este apelativo, como marinero vivió la transición entre las embarcaciones de vela y las de vapor. Él se decantaba por las primeras.
Maravillosos recuentos, el mar y sus secretos siempre serán el sueño, el recuerdo, buscado por la especie humana, que de allí salio¡¡
ResponderBorrarFascinantes los escritos de Conrad. Muy valiosa esta forma de acercarnos al escritor.
ResponderBorrarGloria