sábado, 31 de agosto de 2024

Brindis literario

(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano el 30 de agosto de 2024) 


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/brindis-literario-PF25316832


Las dedicatorias, muestras de afecto y generosidad de los creadores hacia seres importantes para ellos, bien podrían constituir una categoría narrativa.

 

Las obras literarias no comienzan con las primeras palabras de una historia, “Érase una vez” o como cada cual quiera empezar a relatar las peripecias de un personaje. No. Inician con esos elementos un tanto anteriores, que se quedan en el quicio de la puerta, como si una especie de pudor o respeto les impidiera entrar: el prefacio, la advertencia, los epígrafes, las dedicatorias y demás complementos. Es conveniente observarlos todos para decir que hemos leído la obra completa.


Entre esos componentes, las dedicatorias tienen un carácter íntimo, o por lo menos personal, que se hace público porque el autor ventila a los ojos del mundo la existencia de alguien o algo que merece el ofrecimiento de un regalo. Sí, una dedicatoria es un regalo. Cada cual dedica lo mejor de sí y de su tarea: un gol, una canción, un esfuerzo sobresaliente, un ascenso laboral, un pequeño tesoro que caprichosamente le brindó el azar al doblar la esquina…


Las dedicatorias de los libros son una ofrenda de amor, amistad o gratitud. No son elementos prescindibles. Pueden considerarse un género literario menor. De hecho, muchos creadores parecen haberlo considerado de este modo a lo largo del tiempo, a juzgar por las inspiradas composiciones que hacen para halagar a alguien o algo.


Si bien un ofrecimiento como “Para Regina”, que se halla en Sangre sabia, la novela de Flannery O’Connor, no tiene mucho de original y tal vez no halla requerido un gran trabajo neuronal, debemos valorarlo, pues, por sí solo muestra un sentimiento de la creadora hacia otro ser y, al mismo tiempo, revela una característica encomiable de aquella: que para expresar tal sentimiento estuvo dispuesta a brindarle lo más preciado de su cesta de labores.


Uno de quienes han valorado este componente es Jorge Luis Borges. Al ofrecer el poemario La cifra a su compañera, aludió así al tema:


“De la serie de hechos inexplicables que son el universo o el tiempo, la dedicatoria de un libro no es, por cierto, el menos arcano. Se la define como un don, un regalo. Salvo en el caso de la indiferente moneda que la caridad cristiana deja caer en la palma del pobre, todo regalo verdadero es recíproco. El que da no se priva de lo que da. Dar y recibir son lo mismo.


Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre. Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio.”

 

 

Ayer

Las dedicatorias se usan desde la antigüedad. A veces, los creadores ofrecían sus obras a una divinidad. Una de las dedicatorias más conocidas de la Edad Media es la que hizo Boccacio en su Decamerón a ninguna persona en especial y a las mujeres en general, su público preferido:


“¿Y quién podría negar que, por pequeño que sea, no convenga mucho más claro a las amables mujeres que a los hombres? Ellas esconden en sus delicados pechos, pudorosos y avergonzados, las llamas de su amor, cuya fuerza es mejor que la de los visibles, como saben cuantos las han probado y las prueban. Además de esto, las mujeres […] viven la mayoría del tiempo encerradas en el círculo de sus estancias […] entregándose a diversos pensamientos que no siempre pueden ser alegres.”


En el Renacimiento, más que en cualquier otra época, ciertos autores no envolvían el regalo en esos sentimientos nobles del desinterés y la generosidad. Dedicaban el libro a algún sujeto dueño de poder económico o político, que pudiera beneficiarlos materialmente, al menos con el patrocinio para la publicación de la obra. Para no rebuscar demasiado, mencionemos a Miguel de Cervantes Saavedra. Dedicó la primera parte de El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha al Duque de Bejar, con un panegírico:


“Al Duque de Bejar, Marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcocer, señor de las Villas de Capilla, Curiel y Burguillos


En fe del buen acogimiento y honra que hace vuestra excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a la luz al Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de vuestra excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos que, no conteniéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de vuestra excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.”


Pero ese Duque no satisfizo las expectativas del Manco de Lepanto. Por eso optó por dedicar al Conde de Lemos la segunda parte del Quijote y varios libros más: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Novelas ejemplares y Las ocho comedias y ocho entremeses. En el ofrecimiento hizo un texto de ficción en el que alude a un supuesto encuentro con un mensajero del Emperador de China, quien, supuestamente, deseaba nombrarlo rector de un colegio donde se leyera el libro.


Volviendo al espíritu noble de las dedicatorias, Erasmo de Rotterdam ofreció el Elogio de la locura a su amigo Tomás Moro, el de la Utopía, prestigioso parlamentario y abogado inglés, a quien tienen por santo los católicos tanto romanos como anglicanos. Y, bueno, aparte de regalarle el libro, le pidió protección ante los posibles ataques de los críticos que llegara a tener el volumen. Estos son dos pequeños fragmentos del mensaje:


“Erasmo de Rotterdam a su amigo Tomás Moro: salud


Durante el viaje que hice no ha mucho de Italia a Inglaterra, con el fin de no malgastar en conversaciones triviales e insípidas todo el tiempo que tuve que ir a caballo, resolví ya meditar de cuando en cuando en nuestros comunes estudios, ya complacerme con el recuerdo de los amigos entrañables y doctísimos que dejé en esta tierra.


Entre estos, mi querido Moro, tú ocupabas el primer lugar. Tal recuerdo no me deleitaba menos de lo que acostumbraba deleitarme a tu lado, que es la cosa del mundo, bien puedo asegurarlo, que me ha producido más dulce contentamiento. Pero como había que ocuparse en algo al fin y al cabo, y la ocasión era poco acomodada para las profundas meditaciones, pensé componer un Elogio de la Necedad.


(…) no solo has de recibir gustoso este discursillo como un recuerdo de tu amigo, sino que también debes tomarlo bajo tu protección, pues, desde el momento en que te lo dedico, es ya tuyo y no mío. Porque quizá no falten criticastros que lo censuren, diciendo unos que estas son bagatelas indignas de un teólogo; otros, que son muy mordaces para no herir la moderación cristiana, y repetirán a grandes gritos que resucitamos la comedia antigua, que copiamos a Luciano, y que lo desgarramos todo a dentelladas”.


 

Hoy

Acorde con su corazón, sensible e infantil, Antoine de Saint-Exupéry, después de haber dedicado El principito a León Werth, pasó a disculparse con su público, los niños:


“Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para niños (…)”.


Hay quienes han aprovechado este elemento también para reír. Tomás Carrasquilla dedicó La marquesa de Yolombó al caricaturista Pepe Mexía:


“A José Félix Mejía Arango


Pepe:


Te dedico este mamotreto, ya que tanto me has empujado para que lo escriba.


A ti, caricaturista y dibujante de tan subido modernismo y partidario de los figurones y contrahechos, que hoy privan en las pinturas decorativas, no deben disgustarte del todo los mamarrachos tan acentuados y los fondos tan escandalosos, que saco en estos cronicones. Puede que no te fastidie, tampoco, la manera ordinaria y tosca de que me he valido, en esta vez más que en las otras.


En todo caso, ahí te va esto, con la estimación de tu tío y amigo,


Tomás Carrasquilla”.

 

Bueno, aquí nos quedaríamos leyendo dedicatorias como si ninguno de nosotros tuviera algo más qué hacer en la vida. Miremos nada más unas cuantas que pertenecen a la categoría de curiosas y originales.


Charles Bukowski ofreció Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones “A Linda King que me lo trajo y se lo llevará”; en Cartero escribió: “Esto se presenta como una obra de ficción y no está dedicado a nadie”, y a Pulp le puso este comentario: “Dedicado a la mala escritura”. Gabriel García Márquez brindó Los funerales de la mamá Grande “Al cocodrilo sagrado” —como solía llamar a su esposa, Mercedes Barcha—. Manuel Mejía Vallejo ofreció Aire de tango “A Balmore Álvarez, un amigo que cantaba. Y que otra noche murió de puñal”. Jean-Paul Sartre dedicó El ser y la nada “Al castor”. Fernando González ofrendó la novela Don Mirócletes “A las ceibas de la plaza de Envigado”. Camilo José Celá escribió así en La casa de Pascual Duarte: “Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera”.


Las dedicatorias son, sin duda, un gesto noble de un ser creador y sensible para con otro. Y, muchas veces, una composición ingeniosa.


Esta muestra no tiene intensión distinta a la de llamar la atención sobre su valor e invitar a no pasar de largo sobre ellas como si no merecieran la caricia de unos ojos afanados.


viernes, 30 de agosto de 2024

Puerta de entrada

(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano, el 30 de agosto de 2024) 


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/puerta-de-entrada-IF25316680


Los inicios de novelas y cuentos pueden resultar decisivos para enganchar a los lectores. Hay algunos maravillosos.

 

 

En la literatura, a la hora de la creación, nada garantiza la aceptación de las obras por parte del público. No hay fórmulas. Todo camino es incierto, pues está cubierto de niebla; todo terreno es inseguro, ya que se trata de arenas movedizas.


Sin embargo, hay más probabilidades de que un lector se quede leyendo un relato, si el inicio es un golpe certero que vaya directamente a su mandíbula. No es que me atreva a sostener que comienzos menos intensos no cuajen, pero sí que puede haber más posibilidades de triunfo si las primeras líneas son un cebo apetitoso con el cual el pescador consiga atraer su presa.


Al escribir esta figura, recuerdo a Ybraín Maza González, un pescador de La Habana que nació dentro de la Santería y también dentro de la pobreza. La primera la aprendió de sus abuelos; la segunda, de su madre. Lo hallé sentado en el malecón de la capital cubana intentando pescar con una caña cuya carnada no era una lombriz ni alguna suculenta vianda, sino una servilleta de papel. Entre tanto, esperaba confiado la bendición de Olofin, a quien previamente le había rezado su oración matinal en la que le pedía que ganarse el pan hoy fuera menos duro que ayer. Con esta lección de fe, volviendo a la metáfora para aplicarla otra vez al tema que nos ocupa, es indiscutible entonces que si hay magia, con cualquier cosa, así sea insípida, se pueden pescar lectores.

 

Comencemos nuestro recorrido literalmente por el principio: el Génesis. Este libro de la Biblia escrito hace más de tres mil años y conformado por cincuenta capítulos en los que presenta una versión de la creación del mundo y relata acontecimientos de la historia antigua de Israel, tiene uno de los comienzos más sonoros y resistentes de la historia de las letras. Sus primeros dos párrafos cuentan así las cosas:


“En el principio creó Dios los cielos y la Tierra. La Tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.


Dijo Dios: «Haya luz», y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de las tinieblas; y llamó Dios a la luz «día», y a la oscuridad la llamó «noche». Y atardeció y amaneció: día primero”.


Y así, con ese tono místico y esa redacción segura, explica lo inexplicable sin un asomo de vacilación, como si se tratara del asunto más simple. Su tono es una especie de pinza que mantiene al lector agarrado para que no escape ni siquiera a beber agua y se quede para conocer la delirante relación de episodios de amores, heroísmos, asesinatos, traiciones, venganzas, milagros. Hay quienes conocen todo aquello por haberlo leído y otros de oír repetida y desordenadamente fragmentos del libro de los libros. Lo curioso es que hasta estos, los que no han pasado sus ojos por tales relatos, son capaces de discutir sobre sus tramas y defender ciertas interpretaciones.


Uno no sabe —o tal vez sí— qué tienen los libros de temas sagrados o de teogonías, de cualquier cultura, para envenenar dulcemente a quien los lee tan pronto enfoca su mirada en la capitular inicial. Si no, miremos las primeras palabras del Popol vuh, uno de los libros de la literatura de la civilización maya.


“Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo.


Esta es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: solo el cielo existía.


No se manifestaba la faz de la Tierra. Solo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión.


No había nada junto, que hiciera ruido, ni cosa alguna que se moviera, ni que se agitara, ni hiciera ruido en el cielo.


No había nada que estuviera en pie; solo el agua en reposo, el mar apacible, solo y tranquilo. No había nada dotado de existencia”.


Queda clara la idea. Nada era todo. De modo que más nos vale mantenernos en la lectura para saber cómo se habría de romper el silencio y la quietud anteriores a la creación para dar paso a lo que conocemos como la vida. Cómo comenzó entonces este barullo.


Los kogi, de la Sierra Nevada de Santa Marta, también tienen un relato así: el mito de la Creación. El antropólogo Gerardo Reicheil Dolmatoff lo recogió en su investigación y lo incluyó en el libro Los kogi.


“Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. Solo el mar estaba en todas partes. El mar era la Madre. Ella era agua y agua por todas partes y ella era río, laguna, quebrada y mar y así ella estaba en todas partes. Así, primero solo estaba la madre. Se llamaba Gaulchováng”.


Por lo general, las obras de mitología y teogonía se difunden por tradición oral. Las personas que la reciben, mantienen y transmiten son libros vivos.


 

Obras del mundo

Entre las creaciones literarias más conocidas del planeta, una que cuenta con un inicio genial es El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes. Hasta quienes no han leído el libro saben de memoria ese principio, y varias expresiones y refranes diseminados por sus páginas.


En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.


Así sea para debatir o especular por qué el narrador no quiere acordarse del sitio de los acontecimientos, si es porque le traen recuerdos de un pasado pesaroso o de personas infames, este comienzo se cuela en conversaciones de cantina o aula de clases, y es raro quién no se sienta tentado a hablar de él. Bastan las treinta y dos palabras citadas para que quede plasmada en la mente del lector la imagen del personaje que habrá de cabalgar enseñoreado por su atención.


Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, es otra de esas novelas que enganchan desde el momento de abrirla.


“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en la derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo”.


Engancha, tal vez porque desde la E inicial aparece una voz potente, característica de los libros clásicos. Una voz que refiere con solvencia los asuntos grandes del mundo, como si sus narradores hubieran sido nombrados capataces o guardianes del tercer planeta del Sistema Solar, aunque nadie sepa en qué notaría quedó registrado tal nombramiento.

 

La metamorfosis, de Franz Kafka, parte de una idea deliciosamente escabrosa: “Al despertar Gregor Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”.


Si La metamorfosis no fuera una novela corta, estas líneas bastarían para conformar un cuento hiperbreve. Nos asustaría igual y nos daría tarea de reflexión suficiente, inagotable. Los lectores seducidos por la aventura, solo con ellas imaginarían al espeluznante ser que fue humano hasta anoche y ahora es una cucaracha que aún no se ha levantado de la cama. Los lectores interpretativos, quienes buscan símbolos y significados, intentarían encontrarle un sentido alegórico y tal vez comprendan que el mundo, el siglo, la sociedad, el consumismo, el Estado, hacen sentir a las criaturas humanas como insectos que fácilmente caerán en una tela de araña. Qué sé yo. Lo cierto es que, al trasponer esta puerta tan ancha que no deja ver el marco, es irresistible seguir leyendo para saber qué pasa.


Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, tiene un inicio ingenioso, irónico y simpático. Previene al lector de las posibles competencias distractoras que pueden atravesársele, para que se recluya en la soledad que merece su libro:


“Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Ítalo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida.”


Es verdad: siempre. Todos los tiempos y lugares tienen distractores. Mil cosas compitiendo por la atención de una persona. Si Calvino hubiera escrito esta novela en un tiempo reciente, habría mencionado las pantallas de móviles y cosas parecidas.

 


Estados alterados

Hay inicios en el que el personaje o los hechos aparecen con una fuerza huracanada, tal vez acorde con lo apremiante de las circunstancias. No, no, esos personajes no pueden esperar a que lleguen líneas posteriores. Dan la impresión de estar acezando.


“Soy un hombre enfermo… Soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. Creo que estoy enfermo del hígado. Sin embargo, no sé un higo de mi enfermedad y seguramente tampoco pueda precisar qué es lo que me duele. No estoy en tratamiento y nunca lo estuve, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy supersticioso a más no poder, aunque lo justo, como para respetar la medicina. (Tengo la suficiente formación como para no ser supersticioso, pero lo soy.) Y si no deseo curarme es por rabia. Probablemente ustedes no estén dispuestos a entender esto. Pero yo sí que lo entiendo. Claro que tampoco podría decirles a quién exactamente estoy fastidiando con mi rabia; sé perfectamente que tampoco puedo «jorobar» a los médicos por no acudir a ellos. Sé mejor que nadie que con todo esto solo me perjudico a mí mismo y a nadie más. Pero a pesar de todo, si no me pongo en tratamiento, es por rabia. ¡Y si mi hígado está mal, pues que se ponga peor!”.


Este torrente iracundo es el arranque de Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski. Un sujeto sin nombre irrumpe como un volcán desde las primeras líneas para expresar su malestar, su malestar individual y social. A pesar de pertenecer a un grupo, como todos, está abrumadoramente solo, como todos. Su enfermedad es suya y de nadie más, e igual sucede con su inconformidad y su rabia. Nadie puede hacer nada contundente para favorecerlo; apenas si le es posible acompañarlo. Solo que esta verdad de a puño que todos sabemos —la de la soledad fundamental— él la expresa furioso. Creo que tiene razones para estar malhumorado. Y como cualquier malgeniado, no le importa regañar o injuriar al lector diciéndole que sabe de antemano que no estará dispuesto a entenderle.


Y aquí viene otro ruso. Vladimir Navokov. Pero este llega con otro talante, menos tremendista. El inicio de Lolita convoca al erotismo, el tono reinante en esta obra del autor nacionalizado estadounidense y suizo. La novela cuenta de un hombre de mediana edad que se enamora de una niña de doce años. Desde las primeras líneas sabemos lo que nos espera: otro tipo de fuego:


“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.”


El nombre de la rosa, de Umberto Eco, una novela histórica y policíaca, escrita en el siglo XX y cuyos acontecimientos transcurren en la Edad Media, desde el inicio da cuenta del teocentrismo de aquella época.


“En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible”.


El extranjero, de Albert Camus, comienza así:


Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.


El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial”.


Todavía sin saber lo que vendrá, pero con la ansiedad de saberlo, se presiente algo inusual en los sentimientos de este narrador. Muy poca alarma y menos pesar aun expresa por la muerte de la madre. Más bien frialdad o indiferencia. Estas requieren explicaciones y habrá que buscarlas en el relato.

 


Sueños y ensoñaciones

Katherine Anne Porter es una escritora y periodista nacida en Texas a finales del siglo XIX. Es autora de La nave de los locos, por la que es más conocida, y de decenas de relatos que transcurren en esa región donde se unen México y el Sur de Estados Unidos, del que es oriunda. De ella, Truman Capote se expresó así: “Hay escritores y artistas. Katherine Anne Porter pertenece sin duda a la segunda categoría”. Es maestra en el manejo del flujo de conciencia, esa técnica narrativa que consiste en la libre representación de los pensamientos de una persona tal y como aparecen en la mente, antes de ser organizados lógicamente en frases. Los lectores tienen salvoconducto para meterse en el cerebro de un personaje y enterarse de la corriente de sus ideas. Y estas aparecen ante él desnudas, sin preámbulos ni explicaciones. Uno de los inicios más fabulosos es el de la novela corta Pálido caballo, pálido jinete:


“En sueños, ella sabía que estaba en su cama, pero no en la cama en la que se había acostado hacía unas horas, y sabía que la habitación tampoco era la misma, pero aquella habitación le resultaba conocida. Su corazón era una piedra que descansaba fuera de ella, sobre su pecho; su pulso se demoraba y se detenía; ella sabía que iba a ocurrir algo extraño en el mismo momento en que los vientos de primeras horas de la mañana penetraban frescos por la celosía, los rayos de luz eran azul oscuro y toda la casa dormitaba”.


Todo es cuestión de gustos. Para mí, el inicio más fascinante de las obras colombianas es el de La Vorágine, de José Eustasio Rivera:


“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.


¡Tantas cosas en una frase! Suficientes para mencionar que el personaje es enamoradizo, jugador y vive en un entorno conflictivo. No podría ser otra la entrada a la aventura por la selva.


Es lugar común mencionar como gran inicio el de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Un ejemplo de prolepsis, es decir, de adelanto de un acontecimiento que ocurrirá en algún momento avanzado de la novela —el fusilamiento—, que de suyo, consigue que nos carcoma la intriga o, por lo menos, la curiosidad hasta dar con el episodio en cuestión. Y a esa prolepsis la engancha a un acontecimiento que ocurrirá mucho antes de ese hecho y que el personaje recordará en aquel momento intenso: el conocimiento del hielo.


¿Cómo olvidar el arranque de Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazbal? Es contundente:


“Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las diez y Agobardo Potes haga quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito en donde la vida apenas se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en el cementerio”.


La contundencia puede estar en que la narración presenta un tono chismoso o, digámoslo mejor, de coro griego. Si bien se presenta en singular, se hace plural al tomarse la vocería del pueblo. Refiere las acciones de los personajes centrales, sus hazañas y desventuras, las comenta desde el punto de vista colectivo.

 


Cuentos

No solo novelas. Hay cuentos con inicios maravillosos. Esos, como dice Julio Cortázar en su conferencia “Algunos aspectos del cuento” (presentada en La Habana a principios del decenio de 1960 y publicada en la revista N° 60 de 1970), hablando en términos del boxeo, el relato corto debe ganar por knock out (mientras la novela puede ganar por puntos) de modo que lo recomendable es conectar el golpe desde el tañido inicial de la campana.


Los relatos de Edgar Alan Poe tienen comienzos poderosos. Veamos el de William Wilson:


“Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre. Este ya ha sido el exagerado objeto del desprecio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no cuelga eternamente entre tus esperanzas y el cielo?”


Esta puerta basta para que cualquiera desee saber tantos asuntos intrigantes que se desgranaron de golpe desde el quicio. ¿Cuál, es pues, el verdadero nombre del personaje? ¿Por qué lo oculta? ¿De qué infamia y desprecio habla, por Dios? ¿A qué se refiere con “nube densa, lúgubre, limitada? ¿Ah?


Por supuesto, tales palabras están impulsadas por una fuerza seductora inquietante. Quienes no han leído la obra de Poe no ha visitado el asombro. Después de un párrafo inicial, los siguientes no decaen en intensidad ni tensión. Como al perro que tientan con una salchicha dispuesta cerca de su nariz, que considera a su alcance pero no le es dado agarrarla, y así cruelmente es engañado y llevado por cuadras, de igual modo va cabestreando Poe a sus lectores, con la promesa tácita y latente de una solución a las incógnitas y la suma de elementos inquietantes durante el camino para acrecentar la angustia hasta el final. Una persona atormentada, por lo general, es la encargada de llevar la trama. Cuando no, es un narrador en tercera persona que no pierde el punto de vista del atormentado.


Precisamente, Cortázar tradujo la obra del maestro del terror. Tal vez por esto de traer las historias del inglés al español como una especie de médium o mediador, más que recibir influencia, el argentino fue hechizado por completo. Por eso, en su obra también hay personas con espíritu repetido y sombras de muertos que se involucran con los vivos. Una de esas historias es la del cuento Una flor amarilla. Narrada por un personaje secundario testigo de la situación, trata de un sujeto que descubre que la persona que habrá de sucederlo al morir, ya está muriendo. Para decirlo en mis palabras, plantea que la existencia humana es comparable a una carrera de relevos; un atleta debe entregar la posta a su sucesor. Pero en el relato, el corredor no halla a quién entregársela. Angustiado, observa cómo se rompe la continuidad, mientras ve que los demás competidores completan los ciclos. Esas líneas iniciales dicen:


“Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos”.


En fin, paremos en este punto el dechado de inicios virtuosos. Digamos, por ahora dos asuntos. Uno: está claro que después de un arranque fenomenal, el problema que tiene cada creador es mantener la fuerza de esas líneas iniciales hasta llegar a un final potente. Pero ese es otro asunto que resuelve cada quien en su momento y no es un lío del lector. Y dos —este sí es asunto del lector—: quien no se conmueva con estos principios maravillosos tiene que estar muerto o moribundo.


jueves, 29 de agosto de 2024

Manu irá a la fiesta

(Columna Río de Letras publicada en diario ADN, semana del 26 de agosto al 1 de septiembre de 2024)

 

 

Manú. Editorial Destino


Manu vive entre la fantasía y la realidad. Esta le sirve de alimento a la primera. Disfruta de las piscinas de pelotas provistas de túneles que no aparecen en los mapas y permiten viajar a ciudades del mundo, ama los animales y odia las matemáticas.


Además de ser el personaje infantil del que acabamos de dar unos cuantos rasgos, es el título de la nueva obra del autor manizaleño Octavio Escobar Giraldo. El mismo que nos ha deleitado con títulos como El color del agua, De música ligera, Cielo parcialmente nublado, Cada oscura tumba, La manzana oxidada y Cassiani —esta, por cierto, también alude a túneles secretos que surcan el subsuelo bogotano.


Sin artificios que fuercen la suposición de lugares maravillosos o la aparición de seres fabulosos, Manu habla de todo eso desde la vida cotidiana de una familia que participa gozosa de tales viajes imaginarios, como si fueran los más naturales.


Manu es una figura infantil, no se sabe si es niña o niño, que ha quedado huérfana por efectos de la violencia y ahora se incorpora a la vida de un hogar en el que sus integrantes no destruyen la imaginación sino que, por el contrario, posibilitan que la vida sea un juego.


“Cuando visitamos los castillos que construyeron los españoles hace siglos, nos metimos en un túnel que iba de un lado a otro, por debajo de una especie de torre, y Manu me dijo que ese castillo debería tener una piscina de pelotas”.


Con ilustraciones de Elizabeth Builes, Manu será el centro de la conversación del autor en la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, que ya está encima.

sábado, 24 de agosto de 2024

Lo local es ancho y ajeno

(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano el 20 de agosto de 2024)



https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/lo-local-es-ancho-y-ajeno-JG25236924



Al hablar del territorio propio en los relatos literarios, no termina la discusión entre quienes consideran que se trata de una visión parroquial por parte del autor y los que creen valioso y natural tener como referencia el espacio conocido.

 

Centro de Medellín. Foto El Colombiano.


De modo que numerosos autores del mundo han escrito sobre sus territorios. Joyce, O. Henry, Dos Passos, Faulkner, Dostoievski, Tolstoi, Victor Hugo, Carrasquilla, Álvarez Gardeazábal… En fin, creo que todos lo hacemos. El del lugar donde se vive es, sin duda, un tema o un escenario que nos fluye natural a la hora de contar.


Escribir sobre el barrio y sobre el municipio no es un asunto de parroquialismo. Obedece a ese sentido de pertenencia e identidad cultural. Parroquial y limitado puede ser, más bien, la forma de abordar los temas. Por ejemplo, si en los textos hay muestras de chovinismo, es decir, de exaltación desmesurada de nuestra tierra sobre las demás.


Además, podríamos recurrir a la conocida recomendación de Lev Tolstoi a un narrador: “Si quieres ser universal, habla de tu aldea”. Ideas semejantes las han emitido centenas de personas. Por ejemplo, Platón la expresó de esta otra manera: “Lo que sucedió al mundo, sucedió en tu aldea primero”.


Hay regiones del planeta —no digamos “sobrecontadas” o contadas de más— que han sido narradas con abundancia y sin complejos. París aparece en la obra de Balzac. En las ochenta y siete novelas de La comedia humana habla de tal ciudad, de los ciudadanos, de los provincianos, del consumismo imperante entre los habitantes… En las de Victor Hugo también. En Los miserables cuenta hasta de rincones lumpenescos. De la gente marginal y la establecida, de la infraestructura (incluidos los alcantarillados), el habla popular, como el caló, y en Nuestra señora de París estudia la arquitectura de la capital francesa, su transformación desde la Edad Media hasta el Renacimiento; En Los misterios de París, Eugenio Sue lleva al lector adonde no suelen conducirlo ni siquiera los periódicos sensacionalistas: parajes habitados por hampones, inquilinatos, burdeles…


Nueva York ha sido contada por John Dos Passos. En Manhattan Transfer y El Paralelo 42 da direcciones exactas de oficinas y cuenta qué hay en una cuadra y otra, junto al mar y en el centro. O. Henry, por su parte, decía que podía hacer un cuento hasta de la carta de menú de un restaurante de la gran manzana…


Joyce relata en Ulises y Dublineses cómo viven sus paisanos de la capital, irlandesa, los sitios que visitan —cafés, carnicerías—…


Conan Doyle revela a Londres en las aventuras de Sherlock Holmes.


Katherine Anne Porter es una periodista y escritora texana dueña de un estilo excelso que nos invita a leer y releer sus novelas y cuentos a cada rato. De ella, Truman Capote dijo: “Hay escritores y artistas. Katherine Anne Porter pertenece sin duda a la segunda categoría”. Nació en 1890, es decir, cuarenta y cinco años después de que Estados Unidos anexara a Texas y a otros territorios mexicanos a cambio de un vulgar puñado de dólares. Como los límites culturales no corresponden con los administrativos, el intercambio de su tierra natal con México seguía siendo notorio en tiempos de Porter; así queda claro en sus obras. Los habitantes de sus relatos, la mayoría campesinos y pueblerinos, hablan del país azteca, de sus pueblos. Allá tienen sus amigos, llevan sus productos y compran artículos. Las costumbres son las mismas. Incluso, tiene relatos escenificados en Cuernavaca, Xochimilco y Tehuantepec. Total, ella vivió en México, trabajó en un periódico mexicano y compartió con algunos intelectuales de izquierda, como el artista Diego Rivera, y conocía con solvencia estos territorios.


Hacienda comienza así:


“Ver a Kennerly tomar el tren rodeado de personas de piel oscura de clase inferior bien valía el precio de un billete. A falta de otro plan, Andreiev y yo seguimos la estela de su avance de gigante (era un hombre de estatura descomunal, pues aunque físicamente tal vez fuera solo una cabeza más alto que el indio más cercano, su estatura moral en ese momento excedía todo cálculo) por el vagón de segunda clase en el que nos habíamos subido, en nuestras prisas por equivocación… Acaecida ya la verdadera revolución de sagrada memoria en México, los nombres de muchas cosas han cambiado, casi siempre con el propósito de aparentar un mayor bienestar para todas las criaturas, de modo que ya no se puede viajar en tercera clase, por pobre o humilde o tacaño que se sea. Se puede ir en segunda, en alegre desorden y sociabilidad, o en primera, en sobria comodidad; o, si se prefiere, puede uno instalarse, a un alto precio, en la suntuosa felpa del coche cama, aislado y envidiado como cualquier triunfal general norteño. «¡Ah, es hermoso como un coche cama!», dice el mexicano de clase media cuando desea alabar algo con toda sinceridad”.


Los personajes de sus relatos son latinos, más que gringos. Cuando aparecen estos, dan la impresión de ser los fuereños, los visitantes que están allí de paso. Y si se quedan a vivir o pasar una temporada, siguen siendo considerados extranjeros. Hay calor, desierto, tunas, caballos y ganado.


De América Latina, México ha sido un territorio atractivo para muchos. No solo los propios, Rulfo, Fuentes o Paz, sino también para foráneos como Graham Greene, quien en El poder y la gloria lo recorre palmo a palmo tras los pasos de un religioso que, en los años treinta del siglo XX, es perseguido por las autoridades, porque el Gobierno había prohibido el catolicismo en aquella época. La Habana y Buenos Aires también han tenido quiénes las cuenten de una manera más o menos abundante. Lima y las regiones peruanas aparecen en relatos de Vargas Llosa, Manuel Scorza y Santiago Roncagliolo.


En Colombia. Cepeda Samudio, Zapata Olivella y Germán Espinosa han hablado de Cartagena; Ramón Illán Bacca y Gabriel García Márquez, de Barranquilla; Andrés Caicedo, de Cali; Carrasquilla, los Nadaístas, Darío Ruiz Gómez, Fernando González, Jorge Franco, Tomás González, etcétera, de Medellín y otros lugares antioqueños.


De este etcétera, recordemos a uno que no evocan tanto: Jaime Espinel. Nacido en 1940 y muerto en 2010, ambos actos en Medellín, y cofundador del movimiento Nadaísta con Gonzalo Arango, Jaime Jaramillo Escobar y otros, solía decir: “Escribo sobre lo que conozco; no puedo escribir sobre otra cosa”. Incluso, esta afirmación sirve de epígrafe al libro Nadaísta bandido, publicado por Ediciones Unaula en 2019. Sus relatos se escenifican en Medellín —con predilección por el centro y Manrique—, municipios de Antioquia y departamentos del Eje Cafetero, así como Nueva York, donde lo llevaron sus pasos.


Chamorro muere en la víspera es un cuento de Espinel incluido en el volumen mencionado, cuenta de un juego de niños de policías y ladrones en los solares de Manrique. Su epígrafe es un poema, también juguetón, basado en “Los maderos de san Juan”, de José Asunción Silva:

 

“En Manrique si te dan pide kilos pide pan

en Manrique trique-triqui

en Manroque el doble troque.

En Manrique dong don dong las campanas

por mi Don.

En Manrique un dobletriqui

en Manhattan se nos matan

en Manroque el despelote

de Man Rique

¡Triqui! ¡Triqui!

En Manrique te lo dan por un kilo tu ¡Pám!

¡Pám!

En Manrique dong don dong las campanas

por el Don”.

 

El cuento es un canto a los juegos de una infancia sucedida a mediados del siglo pasado y a las costumbres cotidianas de un barrio. A la diversión en los terrenos vacíos de la comuna nororiental, que ya no existen. Las primeras líneas son estas:

 

“Solo a nosotros se nos puede ocurrir ponernos a jugar los policías y ladrones en este solar tan enfangado después del aguacero. ¿Solar? Un enorme fangal  al descampado con campamentos de arbusticos y sanjoaquines desde las calles que lo rodean hasta el cauce de la quebrada El Ahorcado que lo parte en dos: una tajada para el norte y otra tajada para el sur; un Manrique que se macromanriquea a partir de ese lote, donde ahora penetramos armados hasta los dientes con las opacas espadas de palo, las ametralladoras de tambor chispeante, las largas Luggers entre la pretina. De entrada, nuestros pies de quince años se hunden en el fango. Todavía no sabíamos quiénes iban a ser los policías y quiénes los ladrones (aunque a la larga guerra es guerra y uno pelea contra el enemigo por bueno o malo que sea), y ya estábamos casi tascados en el pantano. Había llovido todo el día y por eso no habíamos querido jugar. Pero cuando nos decidimos a hacerlo, me tocó huir con un grupo que se desplazó de la casa de Rodrigo Pareja en los límites de la quebrada y en lugar del cauce decidimos cruzar por las escaleras del edificio, cruzar la carrera calibre cuarenta y cinco, la cancha de fútbol y el cobertizo donde todavía moraban unos viejos tranvías y nos metimos por el túnel que forma la quebrada bajo la calle para seguir quebrada abajo y agarrar al enemigo por la espalda sin ser vistos”.


Así, pues, hablar de lo cercano es hablar del mundo entero. Aludir a un tiempo específico —pasado, presente o futuro— es hacer historia. Y a más de esto, referirse a lo vivido por uno, de manera fiel o tergiversada, es casi hablar de lo vivido por todos. En cualquier momento y en cualquier lugar, donde haya alguien escribiendo letras detrás de letras, palabras detrás de palabras, oraciones detrás de otras para conformar poemas o relatos, sentimos necesidad y tendencia a hablar de nuestra casa, nuestro barrio, el ámbito en el que nos movemos como peces, más que felices, cómodos.