(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano, el 30 de agosto de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/puerta-de-entrada-IF25316680
Los inicios de novelas y cuentos pueden resultar decisivos para enganchar a
los lectores. Hay algunos maravillosos.
En
la literatura, a la hora de la creación, nada garantiza la aceptación de las
obras por parte del público. No hay fórmulas. Todo camino es incierto, pues
está cubierto de niebla; todo terreno es inseguro, ya que se trata de arenas
movedizas.
Sin
embargo, hay más probabilidades de que un lector se quede leyendo un relato, si
el inicio es un golpe certero que vaya directamente a su mandíbula. No es que me
atreva a sostener que comienzos menos intensos no cuajen, pero sí que puede
haber más posibilidades de triunfo si las primeras líneas son un cebo apetitoso
con el cual el pescador consiga atraer su presa.
Al
escribir esta figura, recuerdo a Ybraín Maza González, un pescador de La Habana
que nació dentro de la Santería y también dentro de la pobreza. La primera la
aprendió de sus abuelos; la segunda, de su madre. Lo hallé sentado en el
malecón de la capital cubana intentando pescar con una caña cuya carnada no era
una lombriz ni alguna suculenta vianda, sino una servilleta de papel. Entre
tanto, esperaba confiado la bendición de Olofin, a quien previamente le había
rezado su oración matinal en la que le pedía que ganarse el pan hoy fuera menos
duro que ayer. Con esta lección de fe, volviendo a la metáfora para aplicarla otra
vez al tema que nos ocupa, es indiscutible entonces que si hay magia, con
cualquier cosa, así sea insípida, se pueden pescar lectores.
Comencemos
nuestro recorrido literalmente por el principio: el Génesis. Este libro de la Biblia escrito hace más de tres mil años
y conformado por cincuenta capítulos en los que presenta una versión de la
creación del mundo y relata acontecimientos de la historia antigua de Israel, tiene
uno de los comienzos más sonoros y resistentes de la historia de las letras. Sus
primeros dos párrafos cuentan así las cosas:
“En
el principio creó Dios los cielos y la Tierra. La Tierra era caos y confusión y
oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las
aguas.
Dijo
Dios: «Haya luz», y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la
luz de las tinieblas; y llamó Dios a la luz «día», y a la oscuridad la llamó
«noche». Y atardeció y amaneció: día primero”.
Y
así, con ese tono místico y esa redacción segura, explica lo inexplicable sin
un asomo de vacilación, como si se tratara del asunto más simple. Su tono es
una especie de pinza que mantiene al lector agarrado para que no escape ni
siquiera a beber agua y se quede para conocer la delirante relación de
episodios de amores, heroísmos, asesinatos, traiciones, venganzas, milagros.
Hay quienes conocen todo aquello por haberlo leído y otros de oír repetida y
desordenadamente fragmentos del libro de los libros. Lo curioso es que hasta
estos, los que no han pasado sus ojos por tales relatos, son capaces de
discutir sobre sus tramas y defender ciertas interpretaciones.
Uno
no sabe —o tal vez sí— qué tienen los libros de temas sagrados o de teogonías,
de cualquier cultura, para envenenar dulcemente a quien los lee tan pronto
enfoca su mirada en la capitular inicial. Si no, miremos las primeras palabras
del Popol vuh, uno de los libros de
la literatura de la civilización maya.
“Esta
es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio;
todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo.
Esta
es la primera relación, el primer discurso. No había todavía un hombre, ni un
animal, pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas
ni bosques: solo el cielo existía.
No
se manifestaba la faz de la Tierra. Solo estaban el mar en calma y el cielo en
toda su extensión.
No
había nada junto, que hiciera ruido, ni cosa alguna que se moviera, ni que se
agitara, ni hiciera ruido en el cielo.
No
había nada que estuviera en pie; solo el agua en reposo, el mar apacible, solo
y tranquilo. No había nada dotado de existencia”.
Queda
clara la idea. Nada era todo. De modo que más nos vale mantenernos en la
lectura para saber cómo se habría de romper el silencio y la quietud anteriores
a la creación para dar paso a lo que conocemos como la vida. Cómo comenzó
entonces este barullo.
Los
kogi, de la Sierra Nevada de Santa Marta, también tienen un relato así: el mito
de la Creación. El antropólogo Gerardo Reicheil Dolmatoff lo recogió en su
investigación y lo incluyó en el libro Los
kogi.
“Primero
estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni
animales, ni plantas. Solo el mar estaba en todas partes. El mar era la Madre.
Ella era agua y agua por todas partes y ella era río, laguna, quebrada y mar y
así ella estaba en todas partes. Así, primero solo estaba la madre. Se llamaba
Gaulchováng”.
Por
lo general, las obras de mitología y teogonía se difunden por tradición oral.
Las personas que la reciben, mantienen y transmiten son libros vivos.
Obras
del mundo
Entre
las creaciones literarias más conocidas del planeta, una que cuenta con un
inicio genial es El ingenioso hidalgo don
Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes. Hasta quienes no han leído el
libro saben de memoria ese principio, y varias expresiones y refranes diseminados
por sus páginas.
“En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
Así
sea para debatir o especular por qué el narrador no quiere acordarse del sitio
de los acontecimientos, si es porque le traen recuerdos de un pasado pesaroso o
de personas infames, este comienzo se cuela en conversaciones de cantina o aula
de clases, y es raro quién no se sienta tentado a hablar de él. Bastan las
treinta y dos palabras citadas para que quede plasmada en la mente del lector la
imagen del personaje que habrá de cabalgar enseñoreado por su atención.
Historia de dos ciudades, de
Charles Dickens, es otra de esas novelas que enganchan desde el momento de abrirla.
“Era
el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y
también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de
la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la
desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en la
derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra,
aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables
autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal,
solo es aceptable la comparación en grado superlativo”.
Engancha,
tal vez porque desde la E inicial aparece una voz potente, característica de
los libros clásicos. Una voz que refiere con solvencia los asuntos grandes del
mundo, como si sus narradores hubieran sido nombrados capataces o guardianes del
tercer planeta del Sistema Solar, aunque nadie sepa en qué notaría quedó
registrado tal nombramiento.
La metamorfosis, de Franz Kafka, parte de
una idea deliciosamente escabrosa: “Al despertar Gregor Samsa una mañana, tras
un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso
insecto”.
Si La metamorfosis no fuera una novela corta,
estas líneas bastarían para conformar un cuento hiperbreve. Nos asustaría igual
y nos daría tarea de reflexión suficiente, inagotable. Los lectores seducidos
por la aventura, solo con ellas imaginarían al espeluznante ser que fue humano hasta
anoche y ahora es una cucaracha que aún no se ha levantado de la cama. Los
lectores interpretativos, quienes buscan símbolos y significados, intentarían
encontrarle un sentido alegórico y tal vez comprendan que el mundo, el siglo,
la sociedad, el consumismo, el Estado, hacen sentir a las criaturas humanas
como insectos que fácilmente caerán en una tela de araña. Qué sé yo. Lo cierto
es que, al trasponer esta puerta tan ancha que no deja ver el marco, es
irresistible seguir leyendo para saber qué pasa.
Si una noche de invierno un viajero, de Italo
Calvino, tiene un inicio ingenioso, irónico y simpático. Previene al lector de
las posibles competencias distractoras que pueden atravesársele, para que se
recluya en la soledad que merece su libro:
“Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Ítalo
Calvino, Si una noche de invierno un
viajero. Relájate. Concéntrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que
el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla;
al otro lado siempre está la televisión encendida.”
Es verdad: siempre. Todos los tiempos y lugares tienen distractores.
Mil cosas compitiendo por la atención de una persona. Si Calvino hubiera escrito esta novela en un tiempo
reciente, habría mencionado las pantallas de móviles y cosas parecidas.
Estados alterados
Hay inicios en
el que el personaje o los hechos aparecen con una fuerza huracanada, tal vez acorde
con lo apremiante de las circunstancias. No, no, esos personajes no pueden
esperar a que lleguen líneas posteriores. Dan la impresión de estar acezando.
“Soy un hombre
enfermo… Soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. Creo que estoy enfermo
del hígado. Sin embargo, no sé un higo de mi enfermedad y seguramente tampoco
pueda precisar qué es lo que me duele. No estoy en tratamiento y nunca lo
estuve, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy
supersticioso a más no poder, aunque lo justo, como para respetar la medicina.
(Tengo la suficiente formación como para no ser supersticioso, pero lo soy.) Y
si no deseo curarme es por rabia. Probablemente ustedes no estén dispuestos a
entender esto. Pero yo sí que lo entiendo. Claro que tampoco podría decirles a
quién exactamente estoy fastidiando con mi rabia; sé perfectamente que tampoco
puedo «jorobar» a los médicos por no acudir a ellos. Sé mejor que nadie que con
todo esto solo me perjudico a mí mismo y a nadie más. Pero a pesar de todo, si
no me pongo en tratamiento, es por rabia. ¡Y si mi hígado está mal, pues que se
ponga peor!”.
Este torrente
iracundo es el arranque de Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski. Un
sujeto sin nombre irrumpe como un volcán desde las primeras líneas para
expresar su malestar, su malestar individual y social. A pesar de pertenecer a
un grupo, como todos, está abrumadoramente solo, como todos. Su enfermedad es suya
y de nadie más, e igual sucede con su inconformidad y su rabia. Nadie puede
hacer nada contundente para favorecerlo; apenas si le es posible acompañarlo. Solo
que esta verdad de a puño que todos sabemos —la de la soledad fundamental— él la
expresa furioso. Creo que tiene razones para estar malhumorado. Y como
cualquier malgeniado, no le importa regañar o injuriar al lector diciéndole que
sabe de antemano que no estará dispuesto a entenderle.
Y aquí viene otro ruso. Vladimir Navokov. Pero este llega con
otro talante, menos tremendista. El inicio de Lolita convoca al erotismo, el tono reinante en esta obra del autor
nacionalizado estadounidense y suizo. La novela cuenta de un hombre de mediana
edad que se enamora de una niña de doce años. Desde las primeras líneas sabemos
lo que nos espera: otro tipo de fuego:
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío,
alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos
paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.
Li. Ta.”
El nombre
de la rosa, de Umberto
Eco, una novela histórica y policíaca, escrita en el siglo XX y cuyos
acontecimientos transcurren en la Edad Media, desde el inicio da cuenta del
teocentrismo de aquella época.
“En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el
Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería
repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya
verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible”.
El
extranjero, de Albert
Camus, comienza así:
“Hoy ha muerto mamá. O quizá
ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro
mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido
ayer.
El
asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el
autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y
regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo
negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a
decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía
haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le
correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado
mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera
muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo
habrá adquirido aspecto más oficial”.
Todavía sin saber lo que vendrá, pero con la ansiedad de
saberlo, se presiente algo inusual en los sentimientos de este narrador. Muy
poca alarma y menos pesar aun expresa por la muerte de la madre. Más bien frialdad
o indiferencia. Estas requieren explicaciones y habrá que buscarlas en el
relato.
Sueños y ensoñaciones
Katherine
Anne Porter es una escritora y periodista nacida en Texas a finales del siglo
XIX. Es autora de La nave de los locos, por
la que es más conocida, y de decenas de relatos que transcurren en esa región
donde se unen México y el Sur de Estados Unidos, del que es oriunda. De ella,
Truman Capote se expresó así: “Hay escritores y artistas. Katherine Anne Porter
pertenece sin duda a la segunda categoría”. Es maestra en el manejo del flujo
de conciencia, esa técnica
narrativa que consiste en la libre representación de los pensamientos de una
persona tal y como aparecen en la mente, antes de ser organizados lógicamente
en frases. Los lectores tienen salvoconducto para meterse en el cerebro de un
personaje y enterarse de la corriente de sus ideas. Y estas aparecen ante él desnudas,
sin preámbulos ni explicaciones. Uno de los inicios más fabulosos es el de la
novela corta Pálido caballo, pálido jinete:
“En
sueños, ella sabía que estaba en su cama, pero no en la cama en la que se había
acostado hacía unas horas, y sabía que la habitación tampoco era la misma, pero
aquella habitación le resultaba conocida. Su corazón era una piedra que
descansaba fuera de ella, sobre su pecho; su pulso se demoraba y se detenía;
ella sabía que iba a ocurrir algo extraño en el mismo momento en que los
vientos de primeras horas de la mañana penetraban frescos por la celosía, los
rayos de luz eran azul oscuro y toda la casa dormitaba”.
Todo es cuestión de gustos. Para mí, el inicio más fascinante
de las obras colombianas es el de La
Vorágine, de José Eustasio Rivera:
“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi
corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.
¡Tantas cosas en una frase! Suficientes para mencionar que el
personaje es enamoradizo, jugador y vive en un entorno conflictivo. No podría
ser otra la entrada a la aventura por la selva.
Es lugar común mencionar como gran inicio el de Cien años de soledad, de Gabriel García
Márquez. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo”. Un ejemplo de prolepsis, es decir, de adelanto de un
acontecimiento que ocurrirá en algún momento avanzado de la novela —el
fusilamiento—, que de suyo, consigue que nos carcoma la intriga o, por lo
menos, la curiosidad hasta dar con el episodio en cuestión. Y a esa prolepsis
la engancha a un acontecimiento que ocurrirá mucho antes de ese hecho y que el
personaje recordará en aquel momento intenso: el conocimiento del hielo.
¿Cómo olvidar el arranque de Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez
Gardeazbal? Es contundente:
“Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y
aunque ha tenido durante años la extraña sensación de que su martirio va a
terminar por fin mañana en la mañana, cuando el reloj de San Bartolomé dé las
diez y Agobardo Potes haga quejar por última vez las campanas, hoy ha vuelto a
adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito en donde la vida apenas
se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por
las hileras de cruces en el cementerio”.
La contundencia puede estar en que la narración presenta un
tono chismoso o, digámoslo mejor, de coro griego. Si bien se presenta en
singular, se hace plural al tomarse la vocería del pueblo. Refiere las acciones
de los personajes centrales, sus hazañas y desventuras, las comenta desde el
punto de vista colectivo.
Cuentos
No solo novelas. Hay cuentos con inicios maravillosos. Esos,
como dice Julio Cortázar en su conferencia “Algunos aspectos del cuento”
(presentada en La Habana a principios del decenio de 1960 y publicada en la
revista N° 60 de 1970), hablando en términos del boxeo, el relato corto debe
ganar por knock out (mientras la
novela puede ganar por puntos) de modo que lo recomendable es conectar el golpe
desde el tañido inicial de la campana.
Los relatos de Edgar Alan Poe tienen comienzos poderosos.
Veamos el de William Wilson:
“Permitan que, por el momento, me presente como William
Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse con mi
verdadero nombre. Este ya ha sido el exagerado objeto del desprecio, horror y
odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable
infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado
de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás
muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una
nube densa, lúgubre, limitada, ¿no cuelga eternamente entre tus esperanzas y el
cielo?”
Esta puerta basta para que cualquiera desee saber tantos
asuntos intrigantes que se desgranaron de golpe desde el quicio. ¿Cuál, es
pues, el verdadero nombre del personaje? ¿Por qué lo oculta? ¿De qué infamia y
desprecio habla, por Dios? ¿A qué se refiere con “nube densa, lúgubre,
limitada? ¿Ah?
Por supuesto, tales palabras están impulsadas por una fuerza
seductora inquietante. Quienes no han leído la obra de Poe no ha visitado el
asombro. Después de un párrafo inicial, los siguientes no decaen en intensidad
ni tensión. Como al perro que tientan con una salchicha dispuesta cerca de su
nariz, que considera a su alcance pero no le es dado agarrarla, y así cruelmente
es engañado y llevado por cuadras, de igual modo va cabestreando Poe a sus
lectores, con la promesa tácita y latente de una solución a las incógnitas y la
suma de elementos inquietantes durante el camino para acrecentar la angustia
hasta el final. Una persona atormentada, por lo general, es la encargada de
llevar la trama. Cuando no, es un narrador en tercera persona que no pierde el
punto de vista del atormentado.
Precisamente, Cortázar tradujo la obra del maestro del
terror. Tal vez por esto de traer las historias del inglés al español como una
especie de médium o mediador, más que recibir influencia, el argentino fue
hechizado por completo. Por eso, en su obra también hay personas con espíritu
repetido y sombras de muertos que se involucran con los vivos. Una de esas
historias es la del cuento Una flor
amarilla. Narrada por un personaje secundario testigo de la situación, trata
de un sujeto que descubre que la persona que habrá de sucederlo al morir, ya
está muriendo. Para decirlo en mis palabras, plantea que la existencia humana es
comparable a una carrera de relevos; un atleta debe entregar la posta a su
sucesor. Pero en el relato, el corredor no halla a quién entregársela. Angustiado,
observa cómo se rompe la continuidad, mientras ve que los demás competidores
completan los ciclos. Esas líneas iniciales dicen:
“Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la
negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un
bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad
aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el
vino se les salía por los ojos”.
En fin, paremos en este punto el dechado de inicios
virtuosos. Digamos, por ahora dos asuntos. Uno: está claro
que después de un arranque fenomenal, el problema que tiene cada creador es
mantener la fuerza de esas líneas iniciales hasta llegar a un final potente.
Pero ese es otro asunto que resuelve cada quien en su momento y no es un lío
del lector. Y dos —este sí es asunto del lector—: quien no se conmueva con estos
principios maravillosos tiene que estar muerto o moribundo.