(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 10 de marzo de 2023)
Hace
unos meses, al documentar hechos sucedidos en siglos pasados ya convertidos en
leyendas e historias de personajes populares de la segunda mitad del siglo
veinte, todos envigadeños, experimenté un fenómeno cultural: esos cuentos tienen
nidos en las mentes de ciertas personas. Estas los cuidan con ternura y hasta se
dirían preocupadas por procurarles tibieza, así como responsables de mantenerlos
a salvo de un depredador implacable: el olvido.
Esos
guardianes de historias son felices al recordar al Loco Moisés, por ejemplo, quien
en otro tiempo les resultaba tan familiar como un arroyo, o al evocar la
historia del Chorro de las Campanas, que recibieron de labios de otros. Se
solazan al hablar de tales asuntos, como si dejaran salir al pájaro a dar una
vuelta por esos aires que alguna vez surcó con sus alas. Y aunque hablen de la misma
ave, uno encuentra matices diferentes en el plumaje. Esas variaciones van formando
o enriqueciendo la leyenda.
Es
curioso darse cuenta también de que, aunque hayan mirado amablemente a los protagonistas
de esas historias, no hay plena coincidencia sobre los calendarios en que
sucedieron los hechos. Porque los recuerdan con la memoria del corazón, como
decía García Márquez. Se me antoja que esta memoria tiene parentesco con la
eternidad, porque se refiere a esa clase de tiempo que no se deja domesticar.
No se mide con relojes ni almanaques, sino con escenas que van llegando a la
mente, una pegada de la otra, al evocarlas.
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