(Columna publicada en el semanario GENTE, del grupo El Colombiano, el 25 de marzo de 2022)
La muerte, tan
vieja y cotidiana, aún consigue sorprendernos, estremecernos y sumirnos en la
tristeza a estas alturas de la vida. Y si se lleva a un ser generoso y sabio,
de esos que parecen ir adelante de uno poniendo piedras en el río para asegurar
nuestros pasos, como el padre Alberto Restrepo González, uno reniega impotente
por ese punto final, terco e inamovible, sin encontrar a quién reprocharle.
Como diez
curas presidieron la misa fúnebre llena de humo de incienso el lunes pasado. Un
llamativo y simbólico ritual en una Santa Gertrudis más o menos llena. El
féretro descansó en el suelo del altar y no en esos soportes metálicos en que
suelen esperar los muertos su funeral. Se hubiera dicho que el autor de Para leer a Fernando González seguía
dictando su lección de humildad y, en todo caso, de permanente pelea contra la
vanidad, como en vida.
Sentado a una
mesa del café Otraparte, con esa rara mezcla de hombre ceñudo y amable, diseñó
el recorrido que debía hacer para reconstruir el Viaje a pie del filósofo de la autenticidad, en 2012. Total, el
sacerdote estudió en Manizales y ejerció en pueblos caldenses. Sin ver la boca
que me hablaba, perdida entre barbas largas y grises como melenas epifitas,
le oí contar:
“Cuando yo fui
a estudiar a Manizales, Fernando me mandó una carta que decía: muy bueno que el
espíritu te llevó a la fría Manizales a observar a Dios en el Nevado”.
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