(Columna publicada en el semanario GENTE, del grupo El Colombiano, el 18 de marzo de 2022)
Por la época
en que conocí a Fabiola Lalinde —la defensora de derechos humanos muerta en
Medellín el 12 de marzo pasado— era una mujer triste y amable. Triste, no como
alguien que acaba de llorar, sino como quien ha llorado tanto que se le secaron
las lágrimas y ha conseguido transformar su cuerpo en la imagen del dolor.
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Foto Museo Casa de la Memoria |
Ya habían
pasado los 4.428 días de incertidumbre —ella los contaba—, desde octubre de
1984 cuando su hijo Luis Fernando Lalinde fue desaparecido, torturado y
asesinado por el Ejército en una montaña situada entre Jardín y Riosucio. Días
después —¿750 quizá?, yo no los contaba—, nos acompañó en un evento de
noviolencia en Sabaneta. Con orden y calma, como quien lo ha hecho muchas veces,
narró los últimos días de su hijo, que ella reconstruyó, recorriendo la
geografía antioqueña. Cuáles montañas pisó, cuáles ríos vadeó, en cuál cañada
se agachó a beber agua, con cuáles campesinos conversó, hasta que… Luis
Fernando pareció evaporarse en la noche de niebla que envuelve y devora a los
desaparecidos. Habló también de su lucha incesante por hallarlo.
El día de la
desaparición del hijo ella murió en buena parte, pero dejó una chispita que le
alcanzara para buscarlo y convertirse en ejemplo para otros familiares de
desaparecidos.
Al donar su
archivo a la Universidad Nacional, en 2018, dijo:
“Cuando buscamos, dudamos, preguntamos, vamos en busca de la verdad, pero cuando encontramos, cuando tenemos una respuesta, nos damos cuenta que este es solo un paso…"
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