(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 24 de abril de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/la-lengua-GA24352325
La lengua está viva. No solo esa que parece un pez y permanece mojada y sola en su ajustada pecera, la boca, sino esa otra, la española, que también pasa gran parte del tiempo en la boca jugando con ese pez. De la española, se dice que la hacen los hablantes… pero también los escritores y lectores. Unos y otros la reinventan cada día; no las Academias. Estas no son las que dictan cómo se debe hablar y escribir.
Los hablantes
en las calles, los cafés, el mercado, los púlpitos, las redes sociales; los
dirigentes en las plazas públicas o los recintos de debate; los académicos en
las aulas, las revistas, los auditorios; los locutores y periodistas en los
medios de comunicación; los escritores en los relatos, los ensayos y los poemas.
Toda esa masa parlante mantiene la lengua viva y gozando de buena salud.
Resulta
irónico pensar que el idioma nos da libertad o, por lo menos, la ilusión de
poder expresar cuanto soñamos, imaginamos, razonamos y creemos, y, sin embargo,
también se convierte en un medio de dominación. Recién traído a América, el
español sirvió para arrasar con ideas y cosmogonías, arte y folclor. Para enseñar
que las culturas de los nativos americanos y las de los africanos traídos para
el trabajo forzado, no eran importantes. Mejor dicho, para ejercer un
borramiento cultural a punta de lengua.
Sin
embargo, la lengua es como el agua: se mete por cualquier resquicio. En todas
las invasiones, el intercambio
cultural es inevitable. La musulmana en España; la romana en Grecia; la
japonesa en Corea…, y, cómo no, la ibérica en América Latina. La resistencia
cultural, las relaciones entre las personas (europeas, nativas y africanas)
para hablar y producir, y el mestizaje, consiguieron que no solo el invasor impusiera
su lengua y, con ella, sus creencias, su cultura… sino que el invadido, así fuera
en menor escala, aportara lo suyo al idioma imperante. Fue así como el español
incorporó decenas de vocablos de indígenas y africanos, como cacique, canoa,
loro, huracán, caníbal, maraca, iguana, jícara, guacamaya, tiburón, petate,
jaguar, caimán, tapir, papaya, maíz, tomate, caoba, butaca y chocolate,
bachata, cumbia, bongó, mochila, marimba y decenas más.
Y,
claro, lo importante es que detrás de las palabras se fueron ideas, las técnicas,
los mitos, los rituales, las costumbres y los cuentos. Se transmitieron
verbalmente de una generación a otra. Hay algunos relatos que, por fortuna para
los cazadores de historias, los buscadores de sueños y el acervo mismo del
idioma, han llegado a ser escritos por alguna pluma, como la que empuñara José
Eustasio Rivera, el enamorado de la selva. El huilense recogió el cuento de “La
Mapiripana”. Esta “es la sacerdotisa de los silencios, la celadora de
manantiales y lagunas”, encargada de crear más agua para los ríos. En alguno de
sus apartes se lee:
“En otros
tiempos vino a estas latitudes un misionero, que se emborrachaba con jugo de
palmas y dormía en el arenal con indias impúberes. Como era enviado del cielo a
derrotar la superstición, esperó a que la indiecita bajara cierta noche de los
remansos de Chupave, para enlazarla con el cordón del hábito y quemarla viva,
como a las brujas. En un recodo de estos playones, veíale robarse los huevos
del “terecay”, y advirtió al fulgor de la luna llena que tenía un vestido de
telarañas y apariencias de viudita joven. Con lujurioso afán empezó a seguirla,
mas se le escapaba en las tinieblas: llamábala con premura, y el eco engañoso
respondía. Así lo fue internando en las soledades hasta dar con una caverna
donde lo tuvo preso muchos años”.
Además de la
oralidad, el aporte de América a la lengua de Cervantes ha residido, por
supuesto, en la tradición literaria, que, lentamente y con
dificultades, se ha ido formando. Primero con autores y escasas autoras
que se atrevieron a cantarle a nuestro paisaje y contar escenas de nuestras culturas.
Luego, con más decisión. Y si bien algunas obras han recibido atención, todavía
hay una deuda por parte de los lectores y académicos del mundo en recibir y
estudiar las creaciones de Nuestra América —como llama José Martí al
subcontinente, al sur del río Bravo— con la importancia que se merece. Pero eso
no es lo grave. La deuda también está entre nosotros. Pocos lectores y
estudiosos atienden lo propio. Olvidados y como bajo una gruesa capa de polvo
están los Ricardo Carrasquilla, las Agripina Montes, los Candelario Obeso y mil
nombres más de ayer y de hoy, que han escrito en un español que se atrevieron a
domar para hacerlo cercano y acorde con nuestra realidad distinta. Y, bueno, a
estos al menos se les menciona. No más observemos cómo usaba la lengua el
bogotano Ángel María Céspedes (1892-1956), otro de los arrinconados, para
hablar de “La juventud del Sol”:
“Era un
silencio trágico que hervía
en el
ánfora enorme de la nada;
una
sombra mortal que retenía
con su
mano frenética y crispada
toda la
inmensidad. En su secreta
desolación
caótica el vacío
semejaba
un monstruoso analfabeta
de luz y
ritmo. Allí la pavorosa
noche sin
fondo; la mudez que reta;
el
triunfo cadavérico del frío;
la
imprecación callada y misteriosa
de lo que
no es y quiere ser. Difusa
por la
extensión, alguna voz discreta
consolaba
ese vórtice sombrío
con
promesas amables e inspiradas;
y al
escuchar un acento, en la profusa
sombra se
debatía una confusa
palpitación
de formas increadas (…)”.
Cada año trae su abril. Cada abril, su veintitrés. Y cada veintitrés de abril tiempo para pensar en la lengua. O, más bien, para pensar con la lengua. Esta vez, dos ideas: que el español no sería lo mismo sin los aportes de América, África y demás continentes, y que América pagó con sangre, oro y dignidad el derecho a decir que el idioma es nuestro; no solo de la península Ibérica, sino de todos.
Maravillosa compilación de lo q han sido estas 2 lenguas para las americas!!!
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