(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 5 de abril de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/meses-de-gabo-PC24152397
Marzo, por
el cumpleaños de su nacimiento; abril, por el de su muerte son pretextos
válidos para mencionar a García Márquez. Ah, y agosto por la novela recién
publicada.
Marzo, abril y, ahora, agosto hacen parte del calendario de Gabriel García Márquez, la figura más importante de la historia de la literatura en Colombia. Los dos primeros meses permiten recordarlo, hablar de él y volver a maravillarnos con su obra. Nació en Aracataca, el seis de marzo de 1927. Murió en Ciudad de México, el 17 de abril de 2014.
Debo decir que este
autor fue el primero que consiguió cautivar mi atención. La creación de
Macondo, los personajes desmesurados, la realidad distorsionada, su estilo
narrativo musical y adictivo fueron las “trampas” amables para tal seducción. La
llave que abrió la puerta de las emociones fue La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela
desalmada, un conjunto de relatos macondianos, cuya lectura constituía una tarea escolar. El cuento que da nombre
al volumen narra la historia de una niña esclavizada por su abuela, primero obligándola
a realizar labores domésticas superiores a sus fuerzas y, luego, a prostituirse
para conseguir dinero. Uno de los visitantes de la cama de Eréndira, tocayo del
héroe homérico, llegó un día para salvarla: a su lado y sin importarle los
riesgos, emprendió la odisea de la libertad. Este y los demás relatos, Un señor muy viejo con una alas enormes; La
prodigiosa tarde de Baltasar; El último viaje del buque fantasma; Blacaman el
bueno, vendedor de milagros; El mar del tiempo perdido… fueron instalándose
en mi mente sin permiso para no salir jamás.
Aparte de las tramas
envolventes sentía un encanto, un regusto dulce que permanecía al cerrar el
libro. Me hacía prometer —y cumplir— un pronto regreso a la lectura. ¿Cuál era
el secreto de aquella sensación indescriptible? Con más instinto infantil que
conocimiento, por supuesto, comencé a responderme que se trataba de la manera propia
de contar. El estilo, diría tiempo después.
Tras la cándida Eréndira… y unos libros más,
con amigos conformé un grupo para “estudiar” las obras de Gabo publicadas hasta
ese momento. No habían salido aún Del
amor y otros demonios, Noticia de un secuestro, El general en su laberinto, Doce
cuentos peregrinos, Memoria de mis putas tristes, El amor en los tiempos del cólera... Pero teníamos suficientes para
solazarnos: Ojos de perro azul, Los
funerales de la mama grande, El coronel no tiene quien le escriba, Relato de un
náufrago, La hojarasca, La mala hora, Cien años de soledad, El otoño del
patriarca, Textos costeños, Entre cachacos…
Nos maravillamos con los
muertos flotando en la atmósfera acuosa del cementerio, en el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo,
que se posicionó desde entonces y para siempre como mi favorito entre los relatos
del cataquero; Melquiades, el inmenso personaje y uno de los hilos conductores
de la gran obra…; la competencia entre los comedores Aureliano Segundo y Camila
Sagastume, apodada La Elefanta; el coronel alimentando un gallo como a un
campeón mundial mientras él y su esposa morían de hambre; el personaje que se
afeita con jugo de duraznos por falta de agua en Caracas; las cruces de ceniza
que nunca se borraron de las frentes de los doce Aurelianos; Eva, la mujer que se
cansa de su belleza y decide irse a vivir en el gato... Los argumentos, las tramas,
sí, son maravillosos. Pero entendimos que la mayor magia estaba en el lenguaje.
En las palabras que se suceden una tras otra sin esfuerzo, la musicalidad de
las frases largas y en contrapunto con las cortas, las figuras literarias, sobre
todo las hipérboles. Estas, absolutamente determinantes, como cuando dice en Del amor
y otros demonios que el caballo del médico Abrenuncio Sa Pereira Cao murió de cien años de edad. Es la trampa, el anzuelo con sebo dulce en
el que uno inevitablemente se pierde. Esas imágenes desmesuradas terminaron por
ser inolvidables por efecto de hechicería literaria.
Después, supimos que el
remedio para salir del embrujo, en nuestro caso que, además de lectores,
queríamos emprender un camino de escritores, era someternos de inmediato y de
por vida a una terapia intensa y extensa de lecturas de cientos de autores
diversos, de todos los tiempos y lugares, que mostraran imaginarios y
realidades distintas, y con lenguajes, obviamente, disímiles.
Falta contar que, dos
años después de haberlo conformado, el grupo se disolvió. Uno de los
integrantes manifestó que renunciaría en sus intentos de hacerse escritor.
“Cada vez que me siento a escribir —reveló— me da la impresión de hacerlo ante
un tablero de ajedrez. Al otro lado de la mesa, como oponente, está Gabo. Sé
que jamás podré superarlo”.
Tal vez parezca
exagerado, pero de tal grado es la influencia del estilo garciamarquiano. Un
mar de arenas movedizas. Mientras uno más se mueve en él, más se hunde. Cuando
se va de excursión por esas regiones, debe irse prevenido con un lazo para,
cuando se sienta falsear el piso bajo los pies, pedirle a alguien que esté a
salvo, ate la otra punta a un elefante entrenado para tareas de rescate. Un
paquiderno que, con ciertas órdenes, logre sacarlo.
Por sus cumpleaños, varias
veces busqué su sombra en Aracataca. Sigue intacta. La casa natal, museo que rememora
los primeros once años del escritor, antes de trasladarse con su familia a
tierras sucreñas; parientes reales e imaginarios; vecinos añosos colmados de evocaciones de
infancia, como Luis Carmelo Correa, el Fello, quien lo recuerda tímido y, a
diferencia de los demás niños, siempre calzado; la biblioteca Remedios La Bella
donde estudian su obra; el tren, que si bien no lleva y trae pasajeros ni
bananos, sino carbón, se hace sentir en todos los rincones del pueblo como un
demonio ruidoso; la Calle de los Turcos; galleras; el Puente de los Varados… Y
en los billares, conversaciones permanentes sobre su figura mítica.
Lo saludé un día en Cartagena
de Indias durante un Hay Festival, después de haberlo buscado sin éxito en su
casa. Sin embargo, al caer la tarde, mientras hablaba con William Ospina en el
patio del Claustro de Santa Teresa, lo vimos entrar con su esposa, Mercedes, y
otras personas. Ospina había leído hacía poco tiempo un borrador casi
definitivo de Vivir para contarla y
tenía amistad con el Nobel. Nos acercamos. Sencillo y con la familiaridad de
quien me hubiera conocido por años, me invitó a sentarme a su lado. Hablamos de
literatura (“suele ser mejor que la existencia muchas veces”; de periodismo (“por
delante de este oficio no hay otra cosa”; de la vida cotidiana (“el clima del
trópico es una bendición incomparable”)…
Pocos creadores tienen
la fortuna de haber propiciado la invención de palabras por parte de sus
lectores y el público en general. Vocablos que ayudan a explicar el mundo o,
por lo menos, una situación. Cervantes, gracias a su gran personaje, motivó el
término “quijotada” para señalar una acción difícil, noble y desinteresada que
alguien hace en favor de otras personas; Dante, por ese Infierno y ese
Purgatorio de su Divina Comedia, tan
horribles, llevó a calificar de dantesco lo que resulta espantoso; García
Márquez condujo a nombrar de macondiano lo que resulta irreal o absurdo. Esto
es parte de su legado notable.
El más universal de los
escritores colombianos está entre quienes nos han enseñado a cantarle a la
realidad disparatada y violenta de nuestros pueblos latinoamericanos, al
paisaje exuberante, a las costumbres mágicas, al folclor… Hay lectores que encuentran
más bella o contundente Cien años de
soledad; otros, El amor en los
tiempos de cólera; los demás, Crónica
de una muerte anunciada o El coronel
no tiene quien le escriba. Hay quienes hallan más legible Doce cuentos peregrinos, por ser
historias del mundo vistas con ojos de latinoamericano… Hay obras para diversos
gustos. Y quienes no celebran su obra, tampoco niegan su calidad.
Ah, queda por hablar de
agosto, el otro mes del calendario garciamarquiano por En agosto nos vemos, la novela recién publicada. Si bien no
quisiera empañar este texto hablando de asuntos de baja talla, sé que algunos
no justificarían el que no refiriera unas palabras a la novela que había
permanecido inédita hasta este año —salvo por unas páginas iniciales que habían
salido hace tiempos—. Sobre todo porque es tema de moda. Se trata de una
historia atractiva, en la que el personaje central, una mujer en sus cincuentas,
acude sola cada año a alguna isla del Caribe, procedente de algún lugar del
continente, a ponerle flores a la tumba de su madre y a contarle sucesos
familiares acaecidos en los doce meses anteriores. De pronto, a partir de una
de las visitas, al motivo fúnebre se suma una aventura de infidelidad sin
explicaciones, como históricamente ha sido común entre numerosos autores con
personajes masculinos. La magia arrolladora de García Márquez está ausente. Los
personajes quedan sin desarrollar y los hechos sin mayor verosimilitud. Se
diría que él hubiera abandonado su escritura y refinamiento, quien sabe por qué
motivo. Este texto no suma a la inmensidad del creador. Por supuesto, tampoco
le resta, porque la mayor parte de las obras del cataquero son grandiosas y una
novela de inferior calidad no es luna capaz de eclipsar un sol radiante.
Hermoso comentario Jhon. Con palabras certeras enalteces esa realidad macondiaque solo Gabo podía transmitir. Soy y seré siempre una de sus admiradoras, pero no me animé a comprar el libro desde que supe que otros, con intereses que saltan a la vista, habían intervenido en él. Felicitaciones.
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