miércoles, 20 de septiembre de 2023

Del folletín a las series

(Columna publicada en Generación de El Colombiano, el 19 de septiembre de 2023)



Comentario en torno a las novelas del folletín o por entregas, célebres en Europa. En Colombia también tuvo cierto apogeo.



Portada de un folletín
 francés, 1867

No es preciso ser muy avisado para sospechar que el placer de disfrutar las series de televisión es comparable con el que producía la afición a las novelas por entregas hace más de un siglo. Producto del romanticismo, tales relatos aparecieron primero en periódicos europeos, bien en una sección interior o en un folletín incluido en estos; después, también en revistas de literatura. Y la modalidad se extendió por el mundo para deleite de los lectores.


Si algunos creen que se trata de literatura barata, deben cambiar de parecer. Por una parte, sí, había novelas no bien terminadas, marcadas por la exageración en los acontecimientos, la inverosimilitud y el trato no riguroso del lenguaje. Lacrimógenas historias movían la sensiblería general como las telenovelas actuales y, como las telenovelas actuales, exprimían hasta el hartazgo los temas de amores complicados por diferencias sociales o de hijos sin padres que pasaban de la miseria a la opulencia.


Sin embargo, de manera paralela, por entregas antes que en libro, surgieron creaciones de marca mayor. Guerra y paz, de Tolstoi; Los hermanos Karamazov, de Dostoievski; Los miserables, de Hugo; Los tres mosqueteros, El Conde de Montecristo, El tulipán negro y otras, de Dumas; Madame Bovary, de Flaubert; Comedia humana, de Balzac; La flecha negra, de Stevenson; Historia de dos ciudades, de Dickens; La dama de blanco, de Collins… y no sigamos con esta lista porque iríamos de Generación en Generación, sin acabar.


“—Comencemos por el principio, dijo el bandido. —Sí, sí, añadió Rodolfo. ¿Quiénes fueron tus padres? —No los conozco, respondió Flor de María. —De veras? —No los he visto ni conocido; nací tras de una mata, como se suele decir a los niños. —Pues es gracioso, observó el bandido; entonces somos de la misma familia, porque yo soy hijo del empedrado de París.” *


Algunos estudiosos distinguen entre novelas del folletín y novelas por entregas. En las primeras agrupan las de menor calidad y mayor explotación sensiblera. Motivadas por intereses comerciales, los autores se comprometían a escribirlas a medida que el público las fuera leyendo y expresara opiniones sobre la trama. Y se disponían a alargarlas, abreviarlas o torcer los hechos, de acuerdo con el sentir popular —como sucede con telenovelas—. Y en las segundas engloban las que estaban terminadas antes de editar el primer cuadernillo de la colección.


El fenómeno de las novelas por entregas atravesó mares. En América tuvo apogeo. En unos países más que en otros. En el caso colombiano, hubo algunas obras que aparecieron primero en publicaciones seriadas.


María Dolores o la historia de mi casamiento, de José Joaquín Ortiz, difundida en el periódico El Cóndor, según unos historiadores en 1836 y según otros en 1841; El Mudo, de Eladio Vergara y Vergara, en El Día, en 1848. Anales de un paseo. Novela y cuadros de costumbres, de Soledad Acosta de Samper, en La Mujer, entre 1879 y 1880. Y, saltando títulos, mencionemos una de las narraciones más conocidas del siglo XIX: Manuela, de Eugenio Díaz Castro, publicada en El Mosaico, en 1858… aunque la suspendieron tras el octavo capítulo. Los editores, José María Vergara, José Manuel Marroquín y Ricardo Carrasquilla, consideraron que le faltaba pulcritud.


Ligia Cruz fue primero
 novela por entregas.

Hasta Tomás Carrasquilla sucumbió a la tentación de incursionar en este formato. En 1919, los lectores de El Espectador tuvieron la fortuna de recibir Ligia Cruz. Se enteraron de la historia de Petrona Cruz, la campesina que se dejó convencer por su tío de viajar a Medellín a buscar curación para el paludismo, pero en realidad aceptó por llegar a ver a su amado, Mario Jácome.


“A la gran señora se le iba dañando el hígado con la última barbaridad de su marido. ¡Imposible que en el tal viaje a la mina no saliese con alguna remedianada de las suyas! ¡Si era que a los viejos chochos no les obligaba moverse de su casa! ¿Qué iba a hacer ella con el emplasto de su ahijada? ¿Dónde la pondría? Entre las criadas, ¿cómo? Entre las niñas, ¡ni a palos! Porque una montuna, hija de unos zambos mineros y que nunca había salido de Segovia, tenía que ser una calamidad abominable. ¡Hasta por el nombre se le veía!” **


Eso de publicar por entregas tiene gran encanto. Encanto que no disminuye con el paso de los siglos. A los escritores tal vez los seduce la posibilidad de enterarse —“en tiempo real”, como nos excita decir actualmente— de la manera en que la gente recibe sus obras. Los comentarios suscitados por sus tramas y el afecto o desprecio conquistado por los personajes… Y a los lectores seguramente los atrae esa forma de recibir la historia de manera dosificada, que juega con sus emociones y los hace permanecer en un suspenso que inquieta su imaginación y sus entrañas durante esos intermedios eternos.


Si hoy, cuando los seguidores de las series de televisión o formatos digitales no tienen que aguardar días para saber qué sucederá con su heroína o si el villano se saldrá con la suya, el goce es casi febril, ¿qué decir hace más de cien años, cuando no había opción diferente a la de esperar una nueva edición del periódico para seguir la trama? ¿Ah?

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Notas:

*Primeras líneas del capítulo III de Los misterios de París, de Eugenio Sue. Tomadas de la edición de Casa Editorial Maucci, Barcelona, 1905. Página 20.

 

**Primeras líneas de la novela, tomadas de Obras completas de Tomás Carrasquilla, tomo primero, publicada por Editorial Bedout, Medellín, en 1958. Página 381.


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