(Columna RÍO DE LETRAS publicada en el diario ADN, semana del 15 al 20 de mayo de 2023)
Los
bares son abrevaderos para los animales humanos que andan por pueblos y
ciudades. Sitios de descanso, encuentro y discusión. En literatura no son
escasos. Los personajes —personas de construcción abstracta, pero personas al fin— sienten sed y deben calmarla.
Nos
gustaría visitar —y frecuentar— La Catedral. El bar inmortalizado por Vargas
Llosa en Conversación en La Catedral.
El de la realidad está en ruinas; el de la novela, intacto. En Al filo de la navaja, de Somerset
Maughan, los personajes van al bar del Ritz, el Café de París, el Café du Dome y
a unos antros de mala muerte.
El
bar Central, de Cóndores no entierran
todos los días, de Álvarez Gardeazábal; La cantina Bucareli, de Los detectives salvajes, de Bolaño; el Dingo, de París era una fiesta, de Hemingway, y El pez que fuma, de Desde que compró la cerbatana ya Juana no se
aburre los domingos, de Cepeda Samudio…
El
Farolito, una cantina situada junto al Popocatépetl, aparece en Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. Este
se enamoró de México, sus volcanes y sus bares. También menciona el Salón
Ofelia, El Amor de los Amores y El Petate. En esas páginas, dice:
“Puede que vuelva al hogar, pero no a Inglaterra,
no a ese hogar. A media noche me fui en el Plymouth a Tomalín para ver a mi
amigo tlaxcalteca, Cervantes, el de las peleas de gallos, en el Salón Ofelia.
Desde ahí llegué al Farolito, en Parián, donde estoy ahora sentado en un
cuartito al lado del bar, a las cuatro de la mañana, bebiendo OCHAS y luego mezcal,
y escribiéndote en el papel que me robé del Bella Vista la otra noche (…)”.
En España los bares son los sitios de encuentro de amigos y familias. Los críos se levantan junto a sus padres en ese ambiente. Las vistas a los hogares son restringidas porque ellos son conscientes de que al abrir las puertas de su casa, abren las de su vida y su corazón, así que prefieren socializar fuera de esta.
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