(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano el 27 de septiembre de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/capote-rey-de-lo-cotidiano-MK25495988
En los cien años del natalicio de Truman Capote,
dediquemos unos minutos a hablar de su obra en la que la no ficción ocupa un
sitio fundamental.
Sucede a todos los artistas, con escasas excepciones:
escriben mucho y seguido y, por tanto, es normal hallar en ellos ciertos
altibajos. Piezas mejor logradas que otras. Aunque, claro, la lista de
excepciones es, en gran medida, subjetiva; depende del gusto y el conocimiento
estético de quien lee. Incluyo en ella a Truman Capote, el narrador que este 30
de septiembre cumpliría cien años de edad, de no haber muerto como lo hizo en
1984. No exagero al decir que cualquier escrito suyo, hasta los apuntes de compras
del mercado, constituyen un placer perdurable.
Capote nació en Nueva Orleans, Estados Unidos, y recibió el
nombre de Truman Streckfus Person. Cuando su madre se unió, en un segundo
matrimonio, a un comerciante canario, el muchacho tomó el apellido de este y
así se le fue conociendo, primero en el entorno campesino donde pasó los
primeros años; después, en las urbes, en el ámbito literario y en el jet set, del que hizo parte con deleite.
¿Quién, que se llame lector, no ha leído alguna de sus obras,
novelas, cuentos, crónicas o guiones cinematográficos? Música para camaleones, El arpa de hierba, A sangre fría, Desayuno en
Tiffany’s… están entre los títulos más celebrados del escritor de la tierra
del jazz. Los afortunados lectores suelen comentar sus historias pobladas de
personajes auténticos y ambientes plácidos, y su narración impecable y
seductora.
Lo primero que leí de Capote fue “Un recuerdo navideño”, relato
de 1956, en el Suplemento Dominical de El Colombiano. Y desde esa remota tarde,
el mago comenzó a ser parte de mi familia literaria. Basta leer algún fragmento
de este cuento para que cualquiera quede envenenado con su prosa de por vida.
Veamos las primeras líneas:
“Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de
comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo
caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero
también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras
delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie
junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey
gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina
de Bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros
horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln,
igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado,
de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.
—¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha
llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona a la que habla soy yo. Tengo siete años; ella,
sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno,
desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y
aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en
general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el
mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que
antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta
del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña”.
Y, bien, la historia entretenida de dos amigos dispares, pero
identificados por su espíritu alegre, comienza a desarrollarse. Confieso que este
se convirtió en uno de mis cuentos preferidos.
Después, el impacto lo recibí, ya no con una pieza literaria
propiamente dicha, sino con el “Prefacio” de Música para camaleones, un libro que contiene cuentos, una novela
de no ficción y entrevistas. Publicado por vez primera en 1980, en estas
palabras previas Capote explica —lo diré en pocas palabras para quienes no lo
conocen o lo olvidaron— cómo ha sido su proceso creativo desde que empezó a
escribir siendo un mocoso de ocho años, cuando encontró en esta actividad una
manera de no estar solo y “sin saber que me había encadenado de por vida a un
noble pero implacable amo”. Escribía de cualquier tema y en cualquier género:
aventuras, crímenes, cuentos. Y hallaba en eso algo absolutamente divertido,
hasta que entendió la diferencia entre escribir bien y mal. En ese momento
halló que el asunto, si bien no dejaba de ser gozoso, tenía un grado de
dificultad y exigencia que no podía soslayar. Años después, luego de muchos
escritos, algunos publicados en revistas, varios libros y guiones
cinematográficos, entendió la diferencia entre escribir bien y el arte
verdadero. Sufrió, porque, al revisar su producción halló que no se había
exigido tanto como podía. Tal reflexión desembocó en este planteamiento: “¿Cómo
puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura —digamos el relato
breve— todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias?”. Se
responde: “Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades
disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para
aplicarlos simultáneamente”. Así, pues, arrojó al cesto de la basura la
bizantina discusión de los géneros literarios, para no sentirse enjaulado en
ninguno de ellos, sino usar las expresiones necesarias y los recursos
efectivos, en cualquier escrito, con tal de conseguir la fuerza narrativa.
En fin. Este asunto que parece más bien técnico y una
tribulación del escritor que el lector no tiene por qué sentir, sirve a este
para comprender la evolución creativa de un autor que jamás abandonó la
experimentación. A diferencia de otros que hallan la fórmula que les funciona
una y otra vez y no se atreven a abandonarla jamás. El resultado de esas
reflexiones y experimentaciones es, dice el autor en ese “Prefacio”, el libro
que presenta. En el relato que da título al volumen se lee:
“Es alta y esbelta, quizá de setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color
oro pálido del ron. Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de
France, aunque también tiene un piso en París. Estamos sentados en la terraza
de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me
recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleans. Bebemos té de menta con
hielo, levemente sazonado con ajenjo.
Tres camaleones verdes echan a correr a través de la terraza;
uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella
comenta:
—Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La manera en que
cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les
gusta la música?”
Capote
es un etnógrafo y usa la realidad y, más aun, la cotidianidad, como materia
prima. Una realidad con la que no suscribe un compromiso de no tergiversar, de no
ficcionar en ciertos casos. La suya es una etnografía aplicada no a grandes
grupos humanos, como hacen los antropólogos, sino a individuos y pequeñas
comunidades de conocidos o vecinos, como hacen los escritores.
Por
eso no debe extrañar a nadie que de su pluma saliera Color local, un libro de crónicas de viaje, apuntes, notas, bocetos
sobre personas, lugares, paisajes, calles y fachadas de casas de diversos
sitios del mundo. Destaca precisamente lo autóctono y auténtico, lo que hace
único a cada paraje. Sus gentes, la forma de hablar, de negociar, la música, el
color de las casas, las comidas que preparan y comparten. Observaciones
profundas y descripciones claras envueltas en una narrativa precisa.
Tal
vez a algunos les parecerá extraño —y no tan importante— la siguiente apreciación:
una de las características de Capote es su ajustado uso de la puntuación. Sí, ese
asunto que unas personas desdeñan por considerarlo secundario, en él es una
obsesión. Ya lo era en Color local,
su tercera obra. Su manejo escrupuloso de la puntuación permite que la
narración limpia y natural fluya tranquila o agitada, según el caso, y siempre
vigorosa, como un arroyo en época de lluvias. Se trata de un elemento
importante en su estilo; marca el ritmo del relato y, claro, de la lectura.
Ritmo que habla de la musicalidad interna de un narrador —¿el jazz?— que, como
pocos, consigue transmitirla. Y, repito, no es una tontería. Los escritores
suelen usar bien los signos y, si no, existen correctores que acuden a limpiar
sus desastres, pero en Capote es algo propio, natural, otra cosa.
En
la obra citada, bajo el título “Una casa en Brooklyn Heights”, se lee:
“(…)
Vivo en Brooklyn. Por elección.
Es
posible que aquellos que ignoren sus atractivos se pregunten por qué. Pues,
considerándola en su conjunto, se trata de una comunidad poco acogedora. Una
auténtica sábana de mal gusto, agravado incluso por los noms des quiartiers: Flatbush, Flusing Aveneu, Bushwick,
Brownsville, Red Hook. Sin embargo, en medio de este gris mugriento donde el
verde no existe, aparecen oasis, espléndidas contradicciones, vigorosos ecos de
días más prósperos. De todos estos aparentes espejismos, el ejemplo más típico
es el vecindario donde vivo, una zona conocida como Brooklyn Heights. Heights
porque se halla en una elevación que permite contemplar a vista de pájaro los
puentes de Manhattan y sus aguas surcadas de barcos, que desembocan en la bahía
y circundan a Miss Liberty, en pose permanente.
No
conozco mucho la historia de Brooklyn Heights. Sin embargo, creo (pero, por favor, no se fíen de mí) que la casa más antigua,
que todavía existe y está habitada, pertenece a nuestros vecinos de la parte de
atrás, el señor y la señora Philip Broughton. Se trata de una casa de estilo
colonial, de madera gris plateada, sombreada de frondosos árboles. Fue
construida en 1790, y en ella vivió un capitán de barco. Los grabados de la
época muestran la zona de Brooklyn Heights como un puerto acogedor con
abundancia de veleros; y, de hecho, gran parte de las mejores casas de la zona,
en particular las de estilo federal, se construyeron con la idea de albergar a
familias de capitanes de barcos mercantes. Estas casas son serenamente
austeras, tan elegantes y tan de otra época como las tarjetas de visita
formales, y nos hablan de un tiempo caracterizado por los criados competentes y
un sólido bienestar doméstico; de caballos enjaezados con campanillas (abundan
las antiguas empresas de carruajes, de ladrillo de color rosa; naturalmente,
ahora están todas convertidas en agradables viviendas, aunque de un estilo como
de casa de muñecas); evocan espectros de padres barbados y navegantes y esposas
con toca que los esperaban en casa: abnegados padres de una extensa prole de
futuros banqueros y elegantes esposas. Así debieron de ser las cosas durante un
siglo: una época de calles arboladas, avenidas de lánguidos sauces, perfumados
jardines de agosto llenos de abejorros, los barcos que hacen sonar la sirena en
el río, velas al viento, y un prado verde que desciende hasta el puerto, un
prado donde pace el ganado y vuelan las mariposas, donde los niños se tumban y
dejan pasar entre la brisa las tardes de verano, donde los trineos golpean las
nieves de diciembre”.
Y
continúa contando, sí, a partir de la duda, pero dando la impresión de poseer
un conocimiento superior al que confiesa, sobre las transformaciones
arquitectónicas de este distrito neoyorkino. Líneas abajo, pinta relaciones con
vecinos. Se reúne con uno u otro a charlar de noche y beber martinis.
¿Cómo no mencionar la revolución creativa más importante del
genio de Nueva Orleans? La novela de no ficción. Una propuesta que funde
definitivamente el periodismo y la literatura. A finales del decenio de 1950,
leyó una noticia sobre la masacre de una familia de apellido Clutter, en su
propia casa situada en Holcomb, Kansas. El móvil: robo de dinero. Pero, al
revisar, las autoridades encuentran que los asesinos solo se llevaron unos
cuantos dólares. Pensó que este acontecimiento podía llevarse a la literatura.
Por más de cinco años estuvo en contacto con investigadores del FBI, estudió
informes policiales, entrevistó a testigos y, más tarde, a los criminales,
Perry Smith y Richard Hickock, en la prisión. Algunos de sus contemporáneos
—Norman Mailer, entre ellos— no entendían la actitud de Truman Capote. Creían
que perdía el tiempo. Sorprendió a todos con la publicación, en 1966, de A sangre fría, la novela de no ficción
en la que narró este caso. Más tarde, el mismo método lo usó en Ataúdes tallados a mano, novela sobre homicidios
sucesivos en los que el asesino enviaba previamente a cada víctima un ataúd en
miniatura, cuyo interior guardaba la fotografía del destinatario de aquel paquete
macabro. Quedó claro que la realidad como materia prima de los relatos podía
conseguir el mismo impacto que la ficción.
Con ciertos escritores sucede que, a través de sus obras, uno
va tejiendo un vínculo parecido al de la amistad o el parentesco. Si está
muerto o muere de pronto es una tragedia, porque tarde o temprano agotamos
cuanto haya escrito y publicado. Cuando esto sucede, echamos en falta su
ausencia como la del más noble de los perros o el más cercano de los familiares
que hayamos despedido un día.
Algo así sucede con Truman Capote. Del mismo modo que ahora festejamos
que hubiera nacido hace cien años para endulzarnos la existencia con sus
palabras, hace un mes lloramos que hubiera muerto y, por tanto, interrumpido
irresponsablemente el flujo de sus creaciones para nuestra desgracia.
No sé si Capote también sufría de este síndrome del “lector
huérfano”, por decirle así, o era su personaje de “Una luz en la ventana”. Este
relato, incluido en Música para
camaleones, narra la velada nocturna con una mujer solitaria y amante de
los gatos, ocurrida en la casa de ella, en medio del campo. “Hablamos de Jane
Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me
los sé de memoria»)”. Si no era él, sino ella, es claro que conocía la
existencia de tal padecimiento.
En tal situación, aparte del consuelo eficaz de la relectura,
solo queda la esperanza, débil y a punto de extinguirse como una llamita al
viento, de que aparezca algo inédito de tal escritor. Algún texto aunque se
trate de uno menos cuidado, que él se hubiera olvidado de destruir.
En el caso de Capote, ha habido varios hallazgos afortunados.
Crucero de verano fue encontrado por
su abogado y amigo Alan Schwartz, en 2004. Es una novela escrita a los 19 años,
en la que cuenta que las
vacaciones son importantes para quien se queda y no se va de viaje. Grady
McNeil, una joven de 17 años, persuade a sus padres de que ella bien puede
quedarse en casa mientras ellos van de excursión. Secretamente, tiene un
motivo: está enamorada de un sujeto mayor, rudo, veterano de guerra y, claro,
quiere estar con él. En 2006
gozamos con Un placer fugaz. Cartas, sencillas
e inocuas las más de ellas, en las que Capote apenas dice algo, reclama a
alguien porque hace tiempos no le escribe o comenta naderías con genialidad. En
2013, el editor suizo Peter Haog descubrió, en la Biblioteca Pública de Nueva
York, catorce cuentos escritos durante la adolescencia. Se publicaron dos años
más tarde como Historias tempranas de
Truman Capote.
Vale la pena esperar que el Azar vuelva a meter su mano. Un estudioso
o pariente ávido de dinero pueden “descubrir” el tesoro de algún texto al
hurgar cajones y, después, cruzarse con un editor interesado en publicarlo… Si
tales acontecimientos ocurrieran otra vez, llegaría un alivio. Arrojarían un bocadillo
a los lobos hambrientos.
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