domingo, 29 de septiembre de 2024

Capote, rey de lo cotidiano

(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano el 27 de septiembre de 2024)


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/capote-rey-de-lo-cotidiano-MK25495988



En los cien años del natalicio de Truman Capote, dediquemos unos minutos a hablar de su obra en la que la no ficción ocupa un sitio fundamental.

 

 

Sucede a todos los artistas, con escasas excepciones: escriben mucho y seguido y, por tanto, es normal hallar en ellos ciertos altibajos. Piezas mejor logradas que otras. Aunque, claro, la lista de excepciones es, en gran medida, subjetiva; depende del gusto y el conocimiento estético de quien lee. Incluyo en ella a Truman Capote, el narrador que este 30 de septiembre cumpliría cien años de edad, de no haber muerto como lo hizo en 1984. No exagero al decir que cualquier escrito suyo, hasta los apuntes de compras del mercado, constituyen un placer perdurable.


Capote nació en Nueva Orleans, Estados Unidos, y recibió el nombre de Truman Streckfus Person. Cuando su madre se unió, en un segundo matrimonio, a un comerciante canario, el muchacho tomó el apellido de este y así se le fue conociendo, primero en el entorno campesino donde pasó los primeros años; después, en las urbes, en el ámbito literario y en el jet set, del que hizo parte con deleite.


¿Quién, que se llame lector, no ha leído alguna de sus obras, novelas, cuentos, crónicas o guiones cinematográficos? Música para camaleones, El arpa de hierba, A sangre fría, Desayuno en Tiffany’s… están entre los títulos más celebrados del escritor de la tierra del jazz. Los afortunados lectores suelen comentar sus historias pobladas de personajes auténticos y ambientes plácidos, y su narración impecable y seductora.


Lo primero que leí de Capote fue “Un recuerdo navideño”, relato de 1956, en el Suplemento Dominical de El Colombiano. Y desde esa remota tarde, el mago comenzó a ser parte de mi familia literaria. Basta leer algún fragmento de este cuento para que cualquiera quede envenenado con su prosa de por vida. Veamos las primeras líneas:


“Imaginad una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Pensad en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.


Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina de Bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.


—¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!


La persona a la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña”.


Y, bien, la historia entretenida de dos amigos dispares, pero identificados por su espíritu alegre, comienza a desarrollarse. Confieso que este se convirtió en uno de mis cuentos preferidos.


Después, el impacto lo recibí, ya no con una pieza literaria propiamente dicha, sino con el “Prefacio” de Música para camaleones, un libro que contiene cuentos, una novela de no ficción y entrevistas. Publicado por vez primera en 1980, en estas palabras previas Capote explica —lo diré en pocas palabras para quienes no lo conocen o lo olvidaron— cómo ha sido su proceso creativo desde que empezó a escribir siendo un mocoso de ocho años, cuando encontró en esta actividad una manera de no estar solo y “sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo”. Escribía de cualquier tema y en cualquier género: aventuras, crímenes, cuentos. Y hallaba en eso algo absolutamente divertido, hasta que entendió la diferencia entre escribir bien y mal. En ese momento halló que el asunto, si bien no dejaba de ser gozoso, tenía un grado de dificultad y exigencia que no podía soslayar. Años después, luego de muchos escritos, algunos publicados en revistas, varios libros y guiones cinematográficos, entendió la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero. Sufrió, porque, al revisar su producción halló que no se había exigido tanto como podía. Tal reflexión desembocó en este planteamiento: “¿Cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura —digamos el relato breve— todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias?”. Se responde: “Un escritor debería tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente”. Así, pues, arrojó al cesto de la basura la bizantina discusión de los géneros literarios, para no sentirse enjaulado en ninguno de ellos, sino usar las expresiones necesarias y los recursos efectivos, en cualquier escrito, con tal de conseguir la fuerza narrativa.


En fin. Este asunto que parece más bien técnico y una tribulación del escritor que el lector no tiene por qué sentir, sirve a este para comprender la evolución creativa de un autor que jamás abandonó la experimentación. A diferencia de otros que hallan la fórmula que les funciona una y otra vez y no se atreven a abandonarla jamás. El resultado de esas reflexiones y experimentaciones es, dice el autor en ese “Prefacio”, el libro que presenta. En el relato que da título al volumen se lee:


“Es alta y esbelta, quizá de setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color oro pálido del ron. Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de France, aunque también tiene un piso en París. Estamos sentados en la terraza de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleans. Bebemos té de menta con hielo, levemente sazonado con ajenjo.


Tres camaleones verdes echan a correr a través de la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando su ahorquillada lengua, y ella comenta:

—Camaleones. ¡Qué excepcionales criaturas! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima. Rosa. Espliego. ¿Y sabía usted que les gusta la música?”

 

Capote es un etnógrafo y usa la realidad y, más aun, la cotidianidad, como materia prima. Una realidad con la que no suscribe un compromiso de no tergiversar, de no ficcionar en ciertos casos. La suya es una etnografía aplicada no a grandes grupos humanos, como hacen los antropólogos, sino a individuos y pequeñas comunidades de conocidos o vecinos, como hacen los escritores.


Por eso no debe extrañar a nadie que de su pluma saliera Color local, un libro de crónicas de viaje, apuntes, notas, bocetos sobre personas, lugares, paisajes, calles y fachadas de casas de diversos sitios del mundo. Destaca precisamente lo autóctono y auténtico, lo que hace único a cada paraje. Sus gentes, la forma de hablar, de negociar, la música, el color de las casas, las comidas que preparan y comparten. Observaciones profundas y descripciones claras envueltas en una narrativa precisa.


Tal vez a algunos les parecerá extraño —y no tan importante— la siguiente apreciación: una de las características de Capote es su ajustado uso de la puntuación. Sí, ese asunto que unas personas desdeñan por considerarlo secundario, en él es una obsesión. Ya lo era en Color local, su tercera obra. Su manejo escrupuloso de la puntuación permite que la narración limpia y natural fluya tranquila o agitada, según el caso, y siempre vigorosa, como un arroyo en época de lluvias. Se trata de un elemento importante en su estilo; marca el ritmo del relato y, claro, de la lectura. Ritmo que habla de la musicalidad interna de un narrador —¿el jazz?— que, como pocos, consigue transmitirla. Y, repito, no es una tontería. Los escritores suelen usar bien los signos y, si no, existen correctores que acuden a limpiar sus desastres, pero en Capote es algo propio, natural, otra cosa.


En la obra citada, bajo el título “Una casa en Brooklyn Heights”, se lee:


“(…) Vivo en Brooklyn. Por elección.


Es posible que aquellos que ignoren sus atractivos se pregunten por qué. Pues, considerándola en su conjunto, se trata de una comunidad poco acogedora. Una auténtica sábana de mal gusto, agravado incluso por los noms des quiartiers: Flatbush, Flusing Aveneu, Bushwick, Brownsville, Red Hook. Sin embargo, en medio de este gris mugriento donde el verde no existe, aparecen oasis, espléndidas contradicciones, vigorosos ecos de días más prósperos. De todos estos aparentes espejismos, el ejemplo más típico es el vecindario donde vivo, una zona conocida como Brooklyn Heights. Heights porque se halla en una elevación que permite contemplar a vista de pájaro los puentes de Manhattan y sus aguas surcadas de barcos, que desembocan en la bahía y circundan a Miss Liberty, en pose permanente.


No conozco mucho la historia de Brooklyn Heights. Sin embargo, creo (pero, por favor, no se fíen de mí) que la casa más antigua, que todavía existe y está habitada, pertenece a nuestros vecinos de la parte de atrás, el señor y la señora Philip Broughton. Se trata de una casa de estilo colonial, de madera gris plateada, sombreada de frondosos árboles. Fue construida en 1790, y en ella vivió un capitán de barco. Los grabados de la época muestran la zona de Brooklyn Heights como un puerto acogedor con abundancia de veleros; y, de hecho, gran parte de las mejores casas de la zona, en particular las de estilo federal, se construyeron con la idea de albergar a familias de capitanes de barcos mercantes. Estas casas son serenamente austeras, tan elegantes y tan de otra época como las tarjetas de visita formales, y nos hablan de un tiempo caracterizado por los criados competentes y un sólido bienestar doméstico; de caballos enjaezados con campanillas (abundan las antiguas empresas de carruajes, de ladrillo de color rosa; naturalmente, ahora están todas convertidas en agradables viviendas, aunque de un estilo como de casa de muñecas); evocan espectros de padres barbados y navegantes y esposas con toca que los esperaban en casa: abnegados padres de una extensa prole de futuros banqueros y elegantes esposas. Así debieron de ser las cosas durante un siglo: una época de calles arboladas, avenidas de lánguidos sauces, perfumados jardines de agosto llenos de abejorros, los barcos que hacen sonar la sirena en el río, velas al viento, y un prado verde que desciende hasta el puerto, un prado donde pace el ganado y vuelan las mariposas, donde los niños se tumban y dejan pasar entre la brisa las tardes de verano, donde los trineos golpean las nieves de diciembre”.


Y continúa contando, sí, a partir de la duda, pero dando la impresión de poseer un conocimiento superior al que confiesa, sobre las transformaciones arquitectónicas de este distrito neoyorkino. Líneas abajo, pinta relaciones con vecinos. Se reúne con uno u otro a charlar de noche y beber martinis.

 

¿Cómo no mencionar la revolución creativa más importante del genio de Nueva Orleans? La novela de no ficción. Una propuesta que funde definitivamente el periodismo y la literatura. A finales del decenio de 1950, leyó una noticia sobre la masacre de una familia de apellido Clutter, en su propia casa situada en Holcomb, Kansas. El móvil: robo de dinero. Pero, al revisar, las autoridades encuentran que los asesinos solo se llevaron unos cuantos dólares. Pensó que este acontecimiento podía llevarse a la literatura. Por más de cinco años estuvo en contacto con investigadores del FBI, estudió informes policiales, entrevistó a testigos y, más tarde, a los criminales, Perry Smith y Richard Hickock, en la prisión. Algunos de sus contemporáneos —Norman Mailer, entre ellos— no entendían la actitud de Truman Capote. Creían que perdía el tiempo. Sorprendió a todos con la publicación, en 1966, de A sangre fría, la novela de no ficción en la que narró este caso. Más tarde, el mismo método lo usó en Ataúdes tallados a mano, novela sobre homicidios sucesivos en los que el asesino enviaba previamente a cada víctima un ataúd en miniatura, cuyo interior guardaba la fotografía del destinatario de aquel paquete macabro. Quedó claro que la realidad como materia prima de los relatos podía conseguir el mismo impacto que la ficción.

 

Con ciertos escritores sucede que, a través de sus obras, uno va tejiendo un vínculo parecido al de la amistad o el parentesco. Si está muerto o muere de pronto es una tragedia, porque tarde o temprano agotamos cuanto haya escrito y publicado. Cuando esto sucede, echamos en falta su ausencia como la del más noble de los perros o el más cercano de los familiares que hayamos despedido un día.


Algo así sucede con Truman Capote. Del mismo modo que ahora festejamos que hubiera nacido hace cien años para endulzarnos la existencia con sus palabras, hace un mes lloramos que hubiera muerto y, por tanto, interrumpido irresponsablemente el flujo de sus creaciones para nuestra desgracia.


No sé si Capote también sufría de este síndrome del “lector huérfano”, por decirle así, o era su personaje de “Una luz en la ventana”. Este relato, incluido en Música para camaleones, narra la velada nocturna con una mujer solitaria y amante de los gatos, ocurrida en la casa de ella, en medio del campo. “Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria»)”. Si no era él, sino ella, es claro que conocía la existencia de tal padecimiento.


En tal situación, aparte del consuelo eficaz de la relectura, solo queda la esperanza, débil y a punto de extinguirse como una llamita al viento, de que aparezca algo inédito de tal escritor. Algún texto aunque se trate de uno menos cuidado, que él se hubiera olvidado de destruir.


En el caso de Capote, ha habido varios hallazgos afortunados. Crucero de verano fue encontrado por su abogado y amigo Alan Schwartz, en 2004. Es una novela escrita a los 19 años, en la que cuenta que las vacaciones son importantes para quien se queda y no se va de viaje. Grady McNeil, una joven de 17 años, persuade a sus padres de que ella bien puede quedarse en casa mientras ellos van de excursión. Secretamente, tiene un motivo: está enamorada de un sujeto mayor, rudo, veterano de guerra y, claro, quiere estar con él. En 2006 gozamos con Un placer fugaz. Cartas, sencillas e inocuas las más de ellas, en las que Capote apenas dice algo, reclama a alguien porque hace tiempos no le escribe o comenta naderías con genialidad. En 2013, el editor suizo Peter Haog descubrió, en la Biblioteca Pública de Nueva York, catorce cuentos escritos durante la adolescencia. Se publicaron dos años más tarde como Historias tempranas de Truman Capote.


Vale la pena esperar que el Azar vuelva a meter su mano. Un estudioso o pariente ávido de dinero pueden “descubrir” el tesoro de algún texto al hurgar cajones y, después, cruzarse con un editor interesado en publicarlo… Si tales acontecimientos ocurrieran otra vez, llegaría un alivio. Arrojarían un bocadillo a los lobos hambrientos.

 


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