(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano, el 2 de octubre de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/la-bitacora-de-la-vida-FA25521051
Los diarios personales constituyen una herramienta valiosa para los
narradores y poetas. Unos los han llevado de manera rigurosa; otros,
desordenada.
Los Diarios de Alejandra Pizarnik muestran la depresión que se convierte en fuente de creación poética. |
Considerado
a simple vista, el llevar diario personal puede notarse como algo superfluo. Lo
relacionamos con ese que adolescentes, especialmente mujeres y mujeres de antes,
alimentaban con experiencias, sentimientos y pensamientos, bajo el encabezado:
“Querido Diario”. Ya remplazado por los modelos digitales, la idea de ir
contando la propia historia es la misma. Distintos son los límites entre los
ámbitos de lo público, lo privado y lo íntimo, que se han desvanecido.
Pero
el diario es importante. No es sencillo narrar cuanto pasa en nuestra vida. En
literatura, muchos creadores han acostumbrado escribir día a día o noche a noche
sus memorias. Y, como los cibernautas de hoy, no pocos de ellos han confundido
los límites de los ámbitos señalados; hasta parece que los hubieran redactado
con la idea de publicarlos un día. En ciertos casos, los diarios son hallados
después de la muerte del creador y publicados como obras de arte.
“Lunes 25 de enero
Mi
cumpleaños. Ningún regalo durante el desayuno y ninguno hasta que vino el Sr.
Gibbs, con un gran paquete debajo del brazo, que resultó ser un hermoso Queen Elizabeth, del Dr. Creighton.
Después del desayuno, salí a dar un paseo por el estanque con padre, ya que hoy
era día de dibujo para Nessa. Fui con Stella a Hatchards a preguntar sobre unos
libros para Jack, y después a Regent St. por unas flores y frutas para él;
después a Wimpole St. para ver cómo había dormido, y después a la casa de la
Srta. Hill, en Marylebone Rd. Jo estaba allí comentando con la Srta. Hill los
planes para la cabaña nueva de Stella. Estuvieron discutiendo apasionadamente
durante media hora, yo, mientras, sentada sobre un taburete, al lado del fuego,
y observando las piernas de la Srta. Hill.
Nessa
volvió a su clase de dibujo después de la comida, y Stella y yo fuimos a Story
a comprar un sillón, que es el regalo de S. para mí. Compramos uno muy bonito,
y volví directa a casa; Stella siguió hasta Wimpole St. Me dio una libra
Gerald, y Adrian, un soporte para mi estilográfica. Padre me va a dar La vida de Scott, de Lockhart. La prima
Mia me regaló un diario y otro libro de bolsillo. Thoby me ha escrito diciendo
que ha encargado algunas películas para mí. Me regalaron Reminiscences, de Carlyle, que ya había leído. Estoy leyendo cuatro
libros a la vez: The Newcomes;
Carlyle; La tienda de antigüedades, y
Queen Elizabeth”.
Esta
es parte de los Primeros Diarios de
Virginia Woolf escritos en 1897, es decir, cuando tenía 15 años. Y para darnos
cuenta de que en medio de los comentarios cotidianos, propios de una persona de
su edad, pendiente de recibir regalos el día de su cumpleaños, los seguidores
de su obra pueden hallar allí, además de señales del estilo desatado que habría
de alcanzar, datos de las lecturas que formaron su estética. Bajo esta sola
fecha menciona varios títulos: Queen
Elizabeth, una biografía de la reina escrita por el historiador y religioso
inglés Mandell Creighton, en 1896; Reminicences,
un volumen de Thomas Carlile, historiador y crítico social escocés del siglo
XIX; La vida de Scott, una
extraordinaria biografía del autor Ivanhoe,
escrita por su yerno, John Gibson Lockhart; The
Newcomes (en español, Los Newcomes),
una obra de folletín publicada por entregas entre 1854 y 1855 y después reunida
en un volumen, escrita por William Makepeace Thackeray, que cuenta la historia
de un militar y su hijo, aventuras en la India e Inglaterra, y La tienda de antigüedades, la conocida
novela de Charles Dickens.
He
leído a columnistas que consideran el diario como herramienta esencial de los
creadores. No creo que sea esencial. Llevar un diario requiere una personalidad
particular. Los escritores que no acostumbran llevarlo, llenan los cajones de su
escritorio con decenas de cuadernos y libretas y, ahora, los archivos de su
computador con sus apuntes, bosquejos de historias, pensamientos, reflexiones
sobre asuntos de la existencia o la sociedad que pueden convertirse en ideas
para relatos, fragmentos de cuentos o poemas, bocetos de personajes,
acontecimientos que pasan, observaciones, sueños, comentarios de obras que lee…
sin necesidad del diario.
Volviendo
a este, hay autores que también les dan una importancia superlativa. Franz Kafka,
por ejemplo, lo magnificaba hasta el absurdo:
“Una
de las ventajas de llevar un diario consiste en que uno se vuelve, con una
claridad tranquilizadora, consciente de las transformaciones a las que está
sometido incesantemente, unas transformaciones que uno crea, presiente y admite
generalmente de un modo natural, pero que siempre niega inconscientemente cuando
se trata de obtener esperanza y paz con semejante reconocimiento. En el diario
se encuentran pruebas de que uno ha vivido, ha mirado a su alrededor y ha
anotado observaciones incluso en estados de ánimo que parecen insoportables”,
escribe, entre una variedad de comentarios sobre diversos tópicos, el 23 de
diciembre de 1911.
Absurdo
anotar que en un libro de memorias se hallan “las pruebas de que uno ha vivido”
y, por consiguiente, dar a entender que sea importante dejar pruebas de la
existencia. Bien podría decirse que las obras mismas —novelas, cuentos— aportan
evidencias suficientes del vivir. Y, como sabemos, Kafka no tenía intención de
dejar muchas obras publicada, aparte de algunos textos como La condena, pues ordenó a su amigo Max
Brod que se encargara de quemar sus creaciones, solicitud que él desobedeció,
para bien de la humanidad lectora. Absurdo, digo, porque el praguense,
supuestamente, no escribía los diarios para divulgarlos. Es decir, la prueba de
que habla Kafka, tal vez estaría condenada a perderse en la sombra. Pero, en
fin, ese era Kafka, absurdo. Y anotó en esas memorias sus reflexiones sobre la
Naturaleza, las ciudades, el judaísmo, su salud, las obras y los diarios ajenos,
y sus sueños. Con seguridad, muchas de estas anotaciones o mezclas de ellas
aterrizarían en boca de un personaje o en la descripción de un espacio, una
sensación o una escena.
En sus Diarios, bajo la fecha del 18 de
noviembre de 1911, se lee:
“Ayer
en la fábrica. Regreso en el tranvía eléctrico: me senté en un rincón con las
piernas extendidas, veía las personas del exterior, las luces encendidas de los
comercios, los muros de los viaductos por donde circulábamos, nuevas espaldas y
caras; al salir a la calle comercial del suburbio, una carretera sin otro signo
de humanidad que la gente que iba a casa, las luces eléctricas cortantes que
ardían en la oscuridad de la estación del ferrocarril; chimenea baja, muy
cónica, de una fábrica de gas; un cartel sobre la función de gira de una
cantante de Treville nos va saliendo al paso en las paredes hasta una calleja
cercana al cementerio, desde donde regresa conmigo del frío de los campos al
calor habitable de la ciudad. Uno acepta las ciudades desconocidas como un
hecho, los habitantes viven en ellas sin penetrar en nuestra manera de vivir,
del mismo modo que nosotros tampoco podemos penetrar en las suyas, uno debe
comparar, no puede eludirlo, aunque sabe muy bien que esto no tiene ningún
valor moral; ni siquiera psicológico; después de todo, a menudo puede uno
también renunciar a la comparación, porque la excesiva diversidad de las
condiciones de vida le eximen de ello.
No
obstante, los suburbios de nuestra ciudad natal nos resultan asimismo
desconocidos, pero en este caso las comparaciones tienen valor; un paseo de
media hora nos lo puede demostrar una y otra vez; allí la gente vive
parcialmente en el centro de nuestra ciudad y parcialmente en la periferia
mísera, oscura, llena de surcos como un gran desfiladero, aunque todos ellos
tienen un círculo de intereses comunes mayor que cualquier otro grupo humano de
fuera de la ciudad. De ahí que siempre me meta en el suburbio con un
sentimiento heterogéneo de miedo, de desamparo, de compasión, de curiosidad, de
altivez, de espíritu viajero, de virilidad, y regreso con agrado, seriedad y
tranquilidad, especialmente de Zizkov”.
Los
textos que consignan los escritores en los diarios (y en las cartas de papel o
correos electrónicos) tienen gran utilidad. Por una parte, sirven de entrenamiento
para pensar y escribir. Constituyen un banco de datos, desordenado sí, pero
valioso. Y, como los personajes que un autor va caracterizando a lo largo de
las obras son él mismo, esas vivencias propias se diseminan por todos ellos. El
ejercicio de escritura de un diario, libre como el que más, puede ayudar a configurar
la voz propia del narrador.
El diario es semejante a una carta. Es una
misiva incoherente que uno se escribe a sí mismo. El Diario de Ana
Frank, que algunos sin mayor
fundamento creen que es una creación de Ana y su padre Otto, narra la zozobra,
las limitaciones y el encierro de dos familias de origen judío por más de dos
años en una buhardilla de unos almacenes de Ámsterdam para esconderse de los nazis durante su ocupación a Países Bajos. Ana, la narradora, es una adolescente
estudiosa y lectora. La relación de los días se interrumpe abruptamente en el
momento en que las personas escondidas son descubiertas por los invasores y
llevadas a campos de concentración. Cuenta la historia —no la del libro, sino
la que relatan los historiadores— que Otto Frank fue el único sobreviviente, de aquel grupo de la buhardilla.
Volvió a Ámsterdam y recibió, de manos de un vecino, un paquete con el diario
de Ana junto a un sinnúmero de papeles escritos por ella, que habían hallado en
el escondite. De acuerdo con el deseo de la autora, el padre buscó la forma de publicar
aquel documento, primero con el título Las
habitaciones de atrás. Novedosa es la personificación del diario al que Ana
bautiza con el nombre de Kitty.
“Miércoles
22 de diciembre de 1943
Querida
Kitty:
Una
gripe fastidiosa me ha impedido escribir hasta hoy. Es horrible estar enferma
en circunstancias semejantes. Cada vez que sentía deseos de toser, me
acurrucaba bajo las frazadas, tratando de imponer silencio a mi garganta, con
el resultado de que la irritaba más; debían entonces calmarme con leche y miel,
azúcar y pastillas. Cuando pienso en todos los tratamientos que tuve que
soportar, me dan todavía vértigos. Exudorantes, compresas húmedas, cataplasmas
en el pecho, tisanas calientes, gargarismos, unturas, cocciones, limones
exprimidos, el termómetro cada dos horas e inmovilidad completa.
Me
pregunto cómo me he repuesto habiendo pasado por todo eso. Lo más desagradable
era tener sobre mi pecho desnudo la cabeza llena de brillantina de Dussel,
dándoselas de médico y queriendo sacar conclusiones de los ruidos de mi pobre
tórax. No solo sus cabellos me cosquilleaban terriblemente, sino que me sentía
en extremo incómoda, por más que hace unos treinta años obtuvo su diploma de
médico. ¿Qué venía ese tipo a hacer sobre mi corazón? No es mi bienamado, al menos,
que yo sepa. Por lo demás, me pregunto todavía si es capaz de distinguir entre
los ruidos normales y los dudosos, porque sus oídos necesitarían urgentemente
una buena intervención; me parece que cada vez está más sordo.
Ya
he hablado bastante de enfermedades. Basta. Me siento mejor que nunca, he
crecido un centímetro, aumenté un kilo, estoy pálida y me siento impaciente por
recomenzar mis estudios.
No
tengo ninguna novedad sensacional que anunciarte. Por extraordinario que
parezca, todo el mundo se entiende bien en casa, nadie se pelea; no habíamos
conocido una paz semejante desde hace por lo menos seis meses. Elli no ha
vuelto todavía.
Para
Navidad tendremos una ración suplementaria de aceite, bombones y mermelada. No
puedes imaginarte lo magnífico que es mi regalo: un broche hecho con monedas de
cobre, brillante como el oro, en fin, espléndido. El señor Dussel ha regalado a
mamá y a la señora Van Daan una hermosa torta, para cuya preparación comisionó
a Miep. Pobre Miep, le ha preparado una pequeña sorpresa como también a Elli.
Pedí al señor Koophuis que encargara pastelitos de mazapán con el azúcar de mi
avena matinal, que he estado economizando durante dos meses.
Llovizna.
La estufa hiede. Lo que se come pesa en el estómago, provocando detonaciones por
todas partes. Las mismas noticias por la radio. La moral, por el suelo.
Tuya,
Ana”.
Hablando
de judíos, Alejandra Pizarnik, la poeta argentina de ascendencia judía, cuya
personalidad depresiva alentadora de su suicidio en 1972 causa sensación, así
como sus temas y mensajes, dejó unos Diarios
significativos, en los que se percibe su caída libre hacia la desesperación.
Fueron publicados por Lumen a los 21 años de su muerte en una edición de más
ochocientas páginas.
En
el primer cuaderno, correspondiente a 1954, se leen estos versos:
“23 de
septiembre
un nuevo día
llegó
pleno de sol y
de sombras
un nuevo día
llegó
a enquistarse
en mi hondo caudal señero
el nuevo día
es torneado
e insulso
día sin soplo
ni dicha
es un sábado
verde molido en la nada”.
A
Fernando Pessoa nada lo ataba a nada, como reveló en su “Tabaquería”. Y en sus Diarios completos, cómo no, se nota el
monólogo constante y desasosegado del portugués, quien creía que la realidad
estaba dentro de un sueño. En su bitácora personal, a veces habló desde alguno
de sus heterónimos, a veces, desde Fernando.
El 3 de junio de 1906, a los 18 años, escribió:
“(…)
El odio a las instituciones, a las convenciones, incendió mi alma con su fuego.
El odio a los padres y a los reyes creció en mí como un torrente desbordante.
Yo era un cristiano ardiente, fervoroso, sincero; mi naturaleza sensible,
emotiva, pedía fuego para su hambre, alimento para su fuego. Pero cuando miré a
aquellos hombres y mujeres, dolientes y débiles, me di cuenta de que no
merecían la prolongación de su infierno. ¿Qué mayor infierno que esta vida?
¿Qué maldición más dura que esta vida? «La voluntad libre», me dije a mí mismo,
«es otra convención y otra falsedad que los hombres han inventado para poder
castigar y torturar bajo el amparo de la palabra justicia, que es un nombre que
oculta la palabra crimen. No juzguéis, dice la Biblia, la Biblia: no juzguéis y
no seréis juzgados». Mientras era cristiano creía que los hombres eran
responsables del mal que hacían; odiaba a los tiranos, maldecía a los reyes y
al clero. Cuando me libré de la inmoral, de la falsa influencia de la filosofía
de Cristo, odié la tiranía, la monarquía, el sacerdocio: el mal en sí mismo. De
los reyes y del clero tuve lástima, porque ellos mismos son hombres”.
Escritos
para sí mismos —o solo fingiendo que son para sí mismos— o para ser publicados,
los diarios de narradores y poetas nos permiten asomarnos sin pudor al armario
donde guardan sus cosas íntimas, a veces no muy limpias. O, mejor dicho, fisgonear
en su almario, es decir, ese
escaparate del alma que guarda los secretos de sucesos virtuosos o inicuos, al
tiempo que nos regodeamos con las formas secretas de su genialidad.
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