(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 2 de febrero de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/cortazar-modelo-para-armar-NC23655228
Uno de los autores más leídos de América nos muestra que lo real y lo
fantástico se confunden más de lo que se piensa.
Bruja es el primer cuento que publicó Julio Cortázar. Apareció en la revista Correo
Literario de la capital argentina varios años antes de la mitad del siglo
veinte. Con el tiempo, habría de incluirlo en el libro titulado La otra orilla.
Trata, cómo no, de una bruja. Paula notó, desde la infancia,
que era diferente a las demás personas. Tal diferencia radicaba en que podía
tener cuanto deseara. Detectó esta singularidad un lejano mediodía, cuando se
sentó al comedor antes de que su madre frunciera el ceño y su padre pronunciara
las cinco letras de su nombre. No quería tomar la sopa. Deseó con fuerza que
una mosca cayera en el plato. De pronto, uno de estos insectos naufragó en su
almuerzo para librarla de consumir aquel potaje. A partir de ahí, comenzó a
desear diferentes cosas. Bombones, anillos, sombreros. La diferencia la
aterraba. “Toda su vida ha tenido miedo. Nadie cree en
las brujas, pero si descubren una la matan”. Se
apartó de los demás de la casa y, al crecer, se mudó a otra hecha a su gusto por
arquitectos creados por ella.
Estas son las primeras líneas de
Bruja:
“Deja caer las agujas sobre el regazo. La mecedora se mueve
imperceptiblemente. Paula tiene una de esas extrañas impresiones que la
acometen de tiempo en tiempo; la necesidad imperiosa de aprehender todo lo que
sus sentidos puedan alcanzar en el instante. Trata de ordenar sus inmediatas
intuiciones, identificarlas y hacerlas conocimiento: movimiento de la mecedora,
dolor en el pie izquierdo, picazón en la raíz del cabello, gusto a canela,
canto del canario flauta, luz violeta en la ventana, sombras moradas a ambos
lados de la pieza, olor a viejo, a lana, a paquetes de cartas. Apenas ha
concluido el análisis cuando la invade una violenta infelicidad, una opresión
física como un bolo histérico que le sube a las fauces y la impulsa a correr, a
marcharse, a cambiar de vida; cosas a la que una profunda inspiración, cerrar
dos segundo los ojos y llamarse a sí misma estúpida bastan para anular
fácilmente.”
Una flor
amarilla es el primer cuento que
leí de Cortázar. Apareció en el
Dominical de El Colombiano al final del mismo siglo, aunque, para más datos, lo
publicó por primera vez la Revista de Occidente, de José Ortega y Gasset, pocos
años después de la mitad de esa centuria. Después, el autor habría de incluirlo
en el volumen Final del juego. Digo de paso que se convirtió en mi favorito entre los de este genio de la narrativa
breve.
No trata exactamente de una flor amarilla. Un hombre descubrió
que era diferente a los demás. Mientras los seres que iban por el mundo eran
inmortales, él tenía la certeza de ser mortal. La línea de sujetos que, sin
saberlo, uno tras otro, constituían la perpetuidad de los individuos, en él se
acababa de romper con la muerte de un chico —su equivalente o, más bien, su
sucesor— que había conocido hacía días. Y se angustió al saberlo.
Estas son las primeras líneas de Una flor amarilla:
“Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por
la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un
bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad
aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el
vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la
cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un
rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la
municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada,
un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo
nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente
bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le
sentí ese olor que es la firma de París, pero que al parecer solo olemos los
extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.”
La realidad no
es asunto ordinario y sencillo, sino misterioso e incomprensible. El agua en
que, como peces, nos movemos, debería resultarnos, al cabo del tiempo, un asunto
común y dominado. Pero jamás deja de resultar tan enigmática —y tan increíble— como
la fantasía. Los individuos pasamos la vida entera tratando de encontrarnos, de
entender quiénes somos, cuál es nuestra identidad. Esos son los temas de este
escritor argentino, no solo uno de los más leídos sino también de los más
amados por los congéneres, tal vez porque gozamos cuando ponen ante nuestros
ojos el espejo que refleja los absurdos y las paradojas.
Y, dentro de
la realidad, la vida cotidiana tampoco es cosa simple. A veces pensamos que lo
cotidiano se torna obvio. Olvidamos que nada en este mundo fascinante en que
deambulamos como fantasmas perdidos puede calificarse de tal. Por eso, Cortázar
la cuestiona cuando nos da instrucciones para llorar, para subir una escalera, para
dar cuerda al reloj, para matar hormigas en Roma, en Historia de cronopios y de famas. Creer que algo es obvio, sabido y recontrasabido, nos conduce
a dejar de decir lo que es útil. La sensación de obviedad o, mejor, el abuso de
esta noción, es el resultado de estar acostumbrados al mundo y a la vida —o tal
vez hastiados del uno y de la otra—. Cortázar
invita a mantener la observación, la actitud de permanente descubrimiento y de asombro,
para seguir nombrando e intentando explicar el universo.
Este
2024 nos pone a pensar dos veces en Cortázar. Una, en la fecha cuando hace
tiempos nació; la otra, en la fecha cuando hace tiempos murió. Y en ambos
casos, son cifras más bien redondas, múltiplos de cinco y diez, como las que
persiguen los periodistas. El 12 de enero se cumplen cuarenta años de su
muerte, en París, a causa de una leucemia (o de un sida que, según afirman personas
allegadas, le contagiaron mediante una transfusión de sangre contaminada
durante su tratamiento médico). Y el 20 de agosto se celebran ciento diez años
de su nacimiento en Bruselas.
Julio Cortázar fue toda la vida un niño que creció de más en su aspecto físico, pero en su capacidad fantasiosa no terminó de crecer. En literatura fue juguetón. Por eso su Rayuela, la obra más conocida, se refiere a ese juego que los niños dibujan con tiza en el suelo —en Colombia lo llamamos golosa— para saltar sobre números para tratar de llegar al “cielo”. Esta novela se puede leer en orden convencional o en otro que propone el autor, saltando por los capítulos en una disposición diferente. Su personaje central, Horacio Oliveira, es una suerte de desplazado en el significado más vital. Viaja de Argentina a Francia para buscar el sentido de su vida y huir de la "gran costumbre".
Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández, así como una tradición europea de literatura fantástica y de surrealismo, son las fuentes esenciales donde bebió este autor que no percibe límite entre lo real y lo maravilloso, sino una zona nebulosa, indefinida.
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