jueves, 30 de noviembre de 2023

No procrastinar

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 30 de noviembre de 2023)


No son pocos los escritores que, a pesar de haber tenido una vida corta, dejan una obra larga.

 

En solo treintaidós años de vida, transcurridos en el siglo cuarto antes de nuestra era, Alejandro el Grande fue rey de Macedonia, rey de Egipto, rey de Media y Persia; expandió el imperio griego hasta el valle del río Indo por el Este y hasta Egipto por el Oeste; fundó setenta ciudades, una de ellas, Alejandría… Uno diría que los dioses lo eligieron para la gloria y, por tanto, soplaban con fuerza las velas de sus naves para que le rindiera tanto la vida.


Asimismo, uno se sorprende cuando se entera de que algunos escritores hayan vivido poco y publicado tanto y, en varios casos, una obra brillante. Edgar Allan Poe, Emily Brontë, Franz Kafka, Miguel Hernández, Federico García Lorca, John Keats, Sylvia Plath, Robert Louis Stevenson, Dylan Thomas, Mijail Lermotov, Alejandra Pizarnik, Andrés Caicedo, Antoine de Saint-Exupéry… y un largo etcétera de seres que no estuvieron nunca, como se dice, mano sobre mano, ni procrastinaron jamás.


A Poe le fueron suficientes cuarenta años para ser el fundador del género detectivesco, maestro del terror, autor de obras de ciencia ficción, poesía, ensayos críticos, convertirse en uno de los escritores más leídos de todos los tiempos y que más influencia dejaría en otros. La genialidad, la personalidad atormentada y las vivencias consiguieron el esplendor de su creación y estuvieron al servicio de esta. El miedo a la oscuridad, el insomnio, las borracheras que le dejaban semiinconsciente creaban fantasmas en su mente que se evidenciarían en sus relatos. Más de un centenar de piezas literarias lo mantienen vivo.

«De las innumerables imágenes lúgubres que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en trance cataléptico de duración y profundidad mayores que las habituales. De pronto una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: “¡Levántate!”.


Me senté. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía traer a la memoria ni el período durante el cual había caído en trance, ni el lugar donde yacía ahora. Mientras permanecía inmóvil, intentando reunir mis pensamientos, la fría mano me aferró con fuerza de la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:


—¡Levántate! ¿No te ordené que te levantaras?». 1


Cuarenta y uno le fueron suficientes a Franz Kafka para dejar obra copiosa y sorprendente. ¿Quién, que se llame lector, no ha pasado sus ojos por La metamorfosis? ¿Quién, que se llame reflexivo, no se ha identificado con las sensaciones de finitud y poquedad que definen a los humanos y que él remarca en sus obras? Al leer esas en las que pinta el absurdo burocrático, uno sospecha que este autor no era checo sino colombiano. Basta pensar en el adjetivo “kafkiano”, que se deriva del sentido de sus relatos y suele usarse para referir una realidad trágicamente absurda, para darnos cuenta de la importancia de este narrador que, como el anterior, ha influido sobremanera en la literatura mundial.


«¡Honorables señores de la Academia! Representa para mí un gran honor aceptar su invitación y, consiguientemente, presentarles mi informe a la Academia sobre mi anterior vida simiesca. No obstante, por desgracia, no puedo corresponder a sus requerimientos en tal sentido. Ya han transcurrido casi cinco años desde que me escindí de aquella condición de primate, un periodo de tiempo que, si nos atenemos al calendario, quizá pueda resultar breve, pero que fue infinitamente largo de recorrer, sobre todo si consideramos el modo en que yo lo hice, acompañado a cada palmo por hombres eximios, consejos, ovaciones, música orquestal, aunque en el fondo siempre estuviera solo, pues ese guirigay y acompañamiento —para decirlo en lenguaje figurado—, se mantenía tras la barrera».2


Recordemos que nuestro Andrés Caicedo, muerto a los veinticinco, después de haber dejado decenas de títulos entre cuento, novela y guion cinematográfico. Expresó con claridad en Que viva la música: “Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. Nunca permitas que te vuelvan persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño”.


Como si hubiera leído el anterior mensaje —cosa algo improbable porque murió seis años antes del nacimiento de Caicedo—, Antoine de Saint-Exupéry nunca dejó de ser niño. Escribió sobre aventuras y jugó a los aviones hasta que, al parecer, a bordo de uno de estos trastos se partió la crisma contra un peñasco, en maniobras de la Segunda Guerra Mundial. No se volvió a saber de él. Cuando los adultos evocan El principito, novela en la que también sugiere eso de resistirse a crecer, dibujan en su rostro una sonrisa, repiten de memoria frases del libro, se les iluminan los ojos y por un momento parece que fueran a recuperar la niñez perdida. Pero, claro, eso de recobrar la infancia, para quien la deja escapar por alguna de las alcantarillas de la vida, es un asunto casi imposible.


Nacido en 1900, este francés fue piloto de correos entre Europa y África. Después de 1927 se trasladó a Suramérica.


«Comodoro Rivadavia ya no oye nada; pero, a mil kilómetros de allí, veinte minutos más tarde, Bahía Blanca capta un segundo mensaje:


“Descendemos. Entramos en las nubes…”


Luego esas dos palabras de un texto oscuro aparecieron en la estación de Trelew:


“…ver nada…”


Las ondas cortas son así. Se las capta allí, se es sordo en ellas, aquí. Luego, sin razón alguna, todo cambia. Esa tripulación, cuya posición es desconocida, se manifiesta ya a los vivos, fuera del tiempo; y sobre las hojas blancas de las estaciones de radio ya son fantasmas que escriben.


¿Se ha agotado la esencia, o el piloto juega su última carta: encontrar tierra sin estrellarse? 3


Así, poco más o menos, pudo ser la desaparición de este aventurero en su nave. Comunicación entrecortada con las autoridades controladoras del vuelo, ruido de estática y, después, nada. Tan solo un fantasma que intentara hacerse oír.


Con este tema surgen dos inquietudes. ¿Se trata de un asunto de genialidad, el que en tan poco tiempo, algunas personas tengan esa chispa creativa al rojo vivo? ¿Cuántas maravillas no hubiera escrito de haber vivido más?...


Bah, pero no vale la pena seguir. Hasta aquí la reflexión sobre aquellos que parecen seguir la célebre frase cinematográfica: “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Porque luego de haberme sorprendido con las hazañas de uno y otro, de haber compuesto estas parrafadas sobre el asunto, me entero de que la Organización de las Naciones Unidas definió “jóvenes como aquellas personas de entre 15 y 24 años”, durante los preparativos para el Año Internacional de la Juventud, de 1985. Por eso, todas las estadísticas de dicha Organización sobre la juventud se basan en esta definición. 4


Más bien no tengan en cuenta lo que les he hecho leer. Los nombres mencionados corresponden, entonces, tan solo a un enjambre de vejestorios, ¡incluido Andrés Caicedo! ¿Por qué asombrarnos de sus realizaciones?

***

Notas

1.   Poe, Edgar Allan (2011). Cuentos completos. El entierro prematuro. Editorial Páginas de Espuma, Madrid. Página 206.

2.   http://www.maldororediciones.eu/pdfs/maldororediciones_kafka_informe_para_una_academia.pdf

3.   De Saint-Exupéry, Antoine ( 1968). Correo del Sur y Vuelo nocturno. Ediciones Barcelona. Clásicos del siglo XX. Página 243.

4.   Definición de jóvenes según Naciones Unidas:

https://www.un.org/es/events/observances/alfabetizacion/youthandeducation.html

 

 

 

 

3 comentarios:

  1. Excelente análisis de los escritores, felicitaciones John Saldarriaga.

    ResponderBorrar
  2. Que decir de los artistas cuya existencia se fue como agua entre sus dedos !!

    ResponderBorrar
  3. Gracias John por recordarme la importancia de los hechos.

    ResponderBorrar