(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 24 de noviembre de 2023)
https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/volar-en-globo-HH23179835
El globo aerostático, de cumpleaños por
estos días, está asociado al imaginario de los relatos de aventuras.
En 1875 llegó a Medellín un acróbata y aeronauta mexicano llamado Antonio Guerrero. Traía un globo de trapo inmenso para echarse a volar en él. Se situaba en una especie de trapecio colgante y hacía “zafones y volteretas… y a la buena de Dios, donde cayera… Así podía descender en una ciénaga. Como en un árbol o en una torre. Y esto si el descenso se verificaba agarrado del aparato, que si no, lo mismo venía a dar la caída en cualquier parte. En tal caso… ¡velorio!, tal como dicen por acá…
En
aquella época se elevó Guerrero cinco veces con relativa facilidad. Siguió
luego su peregrinación”.
Esta
es parte de una crónica sobre el espectáculo aéreo en la capital antioqueña hace
más de un siglo, acontecimiento divertido para los habitantes de la urbe, incluida
en el Libro de Oro de Medellín, de Luis
Latorre Mendoza *.
¿Cómo
pasar por alto que el 21 de noviembre se cumplen 240 años del primer vuelo en
globo aerostático tripulado por humanos? Este mágico artefacto, dueño de una
forma graciosa, como de gota invertida, y capaz de vencer la gravedad para alzarse
al cielo, está presente en decenas de relatos de aventuras.
Un
trasto con tales principios fue presentado y accionado por vez primera, aunque no
tripulado, en 1709, por el sacerdote Bartolomeu Lourenço de Gusmão ante la corte del rey Juan V de Portugal,
el Magnánimo. El religioso e inventor vivía obsesionado con la idea de volar.
Nacido en Brasil, colonia portuguesa, De Gusmão viajó a la metrópoli cuando era
un adolescente y estudió en la universidad, maravillado con la física y las
matemáticas. Se ordenó jesuita y se dedicó a los inventos. Diseñó un aparato que denominó la Passarola. Impulsado con aire caliente, el
objeto conseguía levantarse del suelo. Como era de esperarse, tuvo enemigos. Consideraban
que el religioso tenía al Diablo por aliado y, por tanto, la Inquisición le
echó el ojo. Una máquina que podía levitar, como los extasiados o los santos…
no resultaba muy conveniente. El autor huyó a España, enfermó, murió antes de
los 39 años. Este asunto se observa en la novela Memorial del Convento, de José Saramago. En ella, el “padre volador” es uno de los personajes principales.
Sembrada la inquietud en otras
mentes ingeniosas, el desarrollo de esta idea no tendría marcha atrás. Años
después, hicieron experimentos en los que arriesgaron animales, ya que los
humanos no se atrevían a hacerlo. Los hermanos Montgolfier, Joseph-Michel y Jacques-Étienne,
dos franceses hijos de un fabricante de papel, descubrieron, mientras jugaban con
bolsas de papel infladas, que estas demoraban en caer cuando pasaban arriba del
fuego de la chimenea. Tal curiosidad dio sentido a sus vidas. Trabajaron en
ello por años. Hicieron demostraciones del bello artilugio volando sobre París,
aunque sin tripulación, hasta que el 21 noviembre 1783 invitaron a subir a
bordo a Jean-François Pilâtre de Rozier, y el marqués François Laurent d'Arlandes,
y los hicieron surcar los aires de la Cuidad Luz durante poco menos de media
hora. El primero de estos, profesor de física, habría de morir dos años más tarde en el Canal de la
Mancha, al estrellarse en un
globo propio, en compañía de un
tal Pierre Romain. Así, pasó a la historia por ser pionero de la aeronáutica y de los desastres aéreos.
Desde entonces, los globos aerostáticos se
quedaron en el corazón de los aventureros, los románticos y los escritores.
Vuelo literario
Edgar
Allan Poe, maestro del cuento fantástico, es autor de La incomparable aventura de un tal Hans Pfall. La publicó por
entregas en el Southern Literary Messenger durante un par de años, a partir de
1835. En este relato, el norteamericano se ocupa de uno de los temas que
cautivaban las mentes de muchos creadores del siglo XIX: viajar a la Luna. Habitante
de Róterdam, el artesano Hans Pfall resuelve ir al satélite a bordo de un aerostato.
Encuentra de pronto un “breve tratado de astronomía especulativa” y concluye
que la mejor manera de escapar de las deudas es poner varias atmósferas de por
medio. Cuenta con la ayuda de algunos de sus acreedores, a quienes enreda con
sutileza, y de su esposa, que lo considera un holgazán. De aquellos consigue
financiación; de esta, el compromiso de no revelar a nadie su proyecto de huir
al espacio.
Para
lograr credibilidad entre los lectores, Poe imprime al cuento un tono cientificista,
como es común en las narraciones de este tipo. Pfall va explicando los cambios
atmosféricos y la manera de sortearlos, y tomando apuntes de sus observaciones.
“16
de abril. – Mirando hacia arriba lo mejor posible, es decir, por todas las
ventanillas alternativamente, contemplé con grandísima alegría una pequeña
parte del disco de la luna que sobresalía por todas partes en la enorme
circunferencia de mi globo. Una intensa agitación se posesionó de mí, pues
pocas dudas me quedaban de que pronto llegaría al término de mi peligroso viaje.
Este trabajo ocasionado por el condensador había alcanzado un punto máximo y
casi no me concedía un momento de descanso. A esta altura no podía pensar en
dormir. Me sentía muy enfermo, y todo mi cuerpo temblaba a causa del
agotamiento. Era imposible que una naturaleza humana pudiese soportar por mucho
más tiempo un sufrimiento tan grande. Durante el brevísimo intervalo de
oscuridad, un meteorito pasó nuevamente cerca del globo, y la frecuencia de
estos fenómenos me causó no poca aprensión”.
Tal
vez el narrador que más “ha usado” el aerostato para trasladar a sus personajes
ha sido Julio Verne. Apasionado por la geografía, las ciencias y el mar, este
francés, autor de los relatos más entretenidos, trepó en globos a seres que
actúan en Un drama en los aires, Cinco
semanas en globo, La isla misteriosa, Robur el conquistador y otras más. Él
mismo tuvo ocasión de subir a bordo de esta frágil nave cien años después de De
Rozier y el marqués D'Arlandes. Sobre esta experiencia
escribió un ensayo titulado Veinticuatro
minutos en globo.
“Partimos
a las 5 horas 24, lenta y oblicuamente. El viento nos llevaba hacia el sureste,
y el cielo estaba de una pureza incomparable. Solo algunas nubes tormentosas en
el horizonte. El mono Jack, tirado de la barquilla con su paracaídas, nos
permitió subir más rápidamente, y, a las 5 horas 28, planeábamos a una altura
de 800 metros, altura recogida con el barómetro aneroide.
La vista de la ciudad era magnífica. La
plaza Longueville parecía un hormiguero de hormigas rojas y negras, unas
civiles, otras militares; la flecha de la catedral disminuía poco a poco, y
marcaba como una aguja los progresos de la ascensión”. ***
Con evidentes
razones, a Verne se le asocia con el viaje en globo. No pocos creen recordar
que hasta en La vuelta al mudo en 80
días, el adinerado Phileas
Fogg y su ayudante Jean Passepartout cubrieron alguna distancia de su recorrido
en torno a la Tierra en este medio de transporte, el cual se suma a otros realizados
en tren, elefante, barco y demás. Pero, justamente, en esta obra no aparece
nuestro objeto destacado. La confusión se debe a que en la versión
cinematográfica de 1956 se incluye un tramo en esta simpática nave.
Un drama
en los aires, una de las
primeras obras del francés, cuenta una aventura sucedida en Alemania. Un hombre,
consumado volador de globo, tiene el propósito de llevar consigo a algunas
personas a pasear por las alturas. De pronto, en el último momento en tierra o,
mejor, en el primer momento de la ascensión, un sujeto salta al interior de la
canastilla. Un colado. No hay forma de apearlo. Minutos después, cuando están
muy arriba, una tormenta se forma en torno a los viajeros. Cuando el capitán se
dispone a descender para poner a todos a salvo, el intruso arroja sacos de
lastre al suelo para impedirlo. Su propuesta es subir por encima del fenómeno
meteorológico. “¿Qué hay más hermoso que
dominar esas nubes que aplastan la tierra? ¿No es un reto navegar de esta forma
sobre las olas aéreas?”, pregunta el intruso imprudente. Después se desata una
cadena de zozobra.
Volemos de regreso a Medellín, al lado del héroe de las primeras
líneas de esta columna, el mexicano Antonio
Guerrero. Según el cronista, volvió a la ciudad con sus compañías de acróbatas
y luego delegó el oficio a otros. El último de “esa rara y valerosa especie”
fue Domingo Valencia, antioqueño, que después de 1905, año en que se presentó
en Medellín, llevó su espectáculo a otros países de Suramérica.
Así
remata Latorre Mendoza: “Sabe Dios lo que suda el que se aventura en un avión
moderno bien sentado y sabiendo el destino que lleva. Pero aquello de ir
colgando de un trapecio y sin tener idea de lo que al final lo aguarda… ¡al
demonio!”. *
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Notas
*Latorre
Mendoza, Luis (1975). Libro de Oro de
Medellín. Editorial Bedout. Esta cónica también aparece en El periodismo en Antioquia, libro
compilado por Juan José Hoyos y publicado por la Biblioteca Pública Piloto en
2003.
**Poe,
Edgar Allan (2011). Cuentos completos. La
incomparable aventura de un tal Hans Pfall. Madrid, Editorial Páginas de
Espuma. Páginas 541-542.
***https://bibliotecavilareal.wordpress.com/los-textos-de-tesoros-digitales/verne-jules-veinticuatro-minutos-en-globo/
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