(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 2 de noviembre de 2023)
En algunos casos, la muerte no
es punto final, sino puntos suspensivos. Esto se cumple en la realidad y en la
ficción por igual.
Antes que los cristianos, Platón señaló: “Cuando la muerte se precipita sobre el hombre, la parte mortal se extingue; pero el principio inmortal se retira y se aleja sano y salvo” (1).
Y con esta idea, una infinidad de escritores
han creado obras habitadas por personajes muertos que siguen vivos. O, por lo
menos, intervienen, en forma de espíritu o materia etérea, en ciertos
acontecimientos y se relacionan con los vivos.
Las rápidas mentes de quienes leen estas
líneas, con solo estas pistas, ya deben estar pensando en relatos de Edgar
Allan Poe, el socio de la muerte, el maestro del terror, en un intento de
hallar seres así, salidos de su atormentado talento. En efecto, me refiero,
entre ellos, a tres mujeres cuyos nombres dan títulos a cuentos de ese autor, que
son ejemplos de esta circunstancia con la que destacamos la llegada de
noviembre, el mes de los muertos. Morella,
Eleonora y Ligeia.
En el primero, un narrador omnisciente habla
de su esposa, Morella. Mujer culta que se entrega a lecturas místicas, tal vez
por influencia de estas, resuelve acostarse a esperar y ansiar la muerte.
Finalmente, muere en el parto de la hija. “Me muero, y sin embargo viviré” (2), son las enigmáticas palabras de la mujer. Pero no las
únicas. Le manifiesta al esposo que es consciente de su desamor por ella, pero tiene
la certeza de que algún día la querría con amor puro. Atemorizado, el hombre decide
no bautizar a la niña hasta los diez años. Cuando el sacerdote pregunta el
nombre que le pondrá, le susurra al oído para que ella no pueda oírle: Morella.
La niña responde: «¡Estoy aquí!» (3). Muere en el acto. Después, cuando el padre se dispone a inhumar
el cadáver en la sepultura de su madre, descubre que no hay restos allí.
Otro muerto vivo —vivo al menos durante un
tiempo necesario, valioso— es el rey Hamlet, el padre del príncipe de igual
nombre, en la tragedia Hamlet, príncipe
de Dinamarca, de William Shakespeare. En esta obra, el rey es asesinado por
su hermano, Claudio. Este codiciaba el trono y a la reina, y con ella,
digámoslo de una vez, ya que estamos de aguafiestas contando tramas, se
confabuló. El fantasma le informa al príncipe lo de la traición y el asesinato,
y le pide venganza.
ESPECTRO: —Y has de vengarme, cuando me
escuches.
HAMLET: —¿Qué?
ESPECTRO: —Soy el espíritu de tu padre, condenado
por cierto plazo a andar de noche, y sujeto de día a ayunar en el fuego, hasta
que se quemen y purifiquen los turbios delitos que cometí en mis días naturales.
Si no me fuera prohibido contar los secretos de mi prisión, podría hacerte un
relato cuya palabra más ligera te desgarraría el alma, te helaría tu joven sangre,
y te haría saltar los ojos de sus órbitas como dos estrellas, te separaría tus rizos
anudados y enredados y cada pelo se pondría de pie, por su lado, como las
espinas del irritable erizo: pero esa proclamación de eternidad no ha de ser para
oídos de carne y sangre. ¡Escucha, Hamlet, escucha, si has amado a tu querido
padre!
HAMLET: —¡Oh, Dios!
ESPECTRO: —¡Venga su asesinato, torpe y
desnaturalizado! (4)
Y, bien, como suele decirse en muchos casos,
los muertos se imponen sobre los vivos. Su voluntad, sus ideas. Y esto sucede
en la tragedia del príncipe infeliz.
En Pedro
Páramo, la novela de Juan Rulfo, precursora del Boom de Literatura
latinoamericana, son más activos los muertos que los vivos. Juan Preciado, el
personaje central, promete a su madre agonizante que buscará a su padre, Pedro
Páramo, para reclamarle lo que en vida no les dio. Y lo cumple, al menos en el
sentido que va a buscarlo. Sigue hablando con la mamá, que ya no está entre los
vivos. Y en Comala, el pueblo donde llega para dar con él, halla que bien puede
ser un pueblo fantasma. Unos le dan indicaciones, otros le relatan historias del
viejo cacique al que busca cuando ya es demasiado tarde. Preciado no tiene
claro quién es difunto, quién está o no está.
En
la Rusia zarista del siglo XIX, uno de los hijos del terrateniente Turgénev, Iván,
de talente pesimista, escribió una novela titulada Clara
Mílich, sobrenatural y, dicen, autobiográfica. Una mujer, tal vez
insensata o solamente enamorada, decidida a no separarse de su amado ni en la
muerte, se liga al vampirismo y soluciona así tal angustia.
Prudencio
Aguilar es el fantasma que hostiga a José Arcadio Buendía. Este fue quien lo asesinó,
cansado de los insultos sobre su hombría, entre los cuales llegó a gritarle en
una gallera que ojalá su gallo “atendiera” a su mujer, porque, según la gente
sospechaba y daba por cierto, José Arcadio y Úrsula no mantenían relaciones
íntimas por una supuesta impotencia del primero de la estirpe de los Buendía. Tal
acoso provoca en este la urgencia de salir del pueblo con su esposa y caminar
hasta un sitio alejado de todo en el que fundaría Macondo. Sin embargo, el
muerto siguió atormentándolo por mucho tiempo.
(…) Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua
en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una
expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su
garganta. No le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su
esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso. «Los muertos no salen»,
dijo. «Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia». Dos noches
después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el
tapón de esparto la sangre cristalizada del cuello. Otra noche lo vio
paseándose bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fastidiado por las
alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el
muerto con su expresión triste
—Vete al carajo —le gritó José Arcadio Buendía—. Cuantas veces
regreses volveré a matarte. (5).
Y así, un
sinfín de ejemplos de muertos de ficción que, como los de la llamada vida real,
siguen interviniendo muy orondos en los asuntos de quienes respiran y sufren.
Pero no todos los casos son así, agobiantes, con metempsicosis, vampirismo, tormentos
y acosos. Hay un muerto vivo juguetón: es Vadinho. En Doña Flor y sus dos maridos, de Jorge Amado, él es el primero de
ambos. Doña Flor, directora de una escuela de cocina de Bahía, en Brasil,
vuelve a casarse tras enviudar. Vadinho fue en vida un sujeto carnavalero,
asiduo visitante de bares y burdeles, y amante incansable; en muerte siguió acercándose
a doña Flor para solazarla, como abejorro goloso en procura de su néctar. Así,
la tediosa vida ordenada que prometía darle a la maestra de cocina el segundo
marido, pudoroso y flemático, encontraría un perfecto equilibrio. Está bien, no
perfecto, pero al menos sí divertido.
______
Notas:
1.
Platón, en Diálogos, “Fedón o
de la inmortalidad del alma”.
2. Morella, incluido en Cuentos completos de Edgar Allan Poe. Editorial
Páginas de Espuma, Madrid, 2011. Página 287.
3.
Ibiden. 289.
4.
Hamlet (Acto
primero, Escena V). Incluida en Tragedias de Shakespeare. RBA Editores,
Barcelona, 1994. Página 20.
5. García Márquez, Gabriel (1983). Cien años de Soledad. Bogotá, Oveja Negra. Página 26.
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