(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 16 al 21 de octubre de 2023)
Hace unos años, algunos escritores sentían pudor
de que sus obras fueran “muy” bogotanas, “muy” caleñas, “muy” medellinenses o
de cualquier lugar. Creían que eso “tan local” no interesaría a los lectores,
en especial a los extranjeros. Ocultaban su origen, pero leían sin problemas
las historias “muy” neoyorkinas de Truman Capote incluidas en Color local.
Padecían lo que Fernando González denomina “complejo
de hijo de puta”. “Hijo de puta es aquel que se avergüenza de lo suyo (…). Todo
lo imitamos”, dice en Los negroides.
Y confundían lo local con lo parroquial. El parroquialismo es otra cosa: un
apego desmedido a las costumbres y tradiciones propias, y a supervalorarlas. Los
creadores han recuperado la confianza en lo local. Sospechan que si a nosotros
nos interesa y deleita saber cómo viven los habitantes de otras partes, a estos
les sucede igual.
Como todo, el concepto de identidad cambia. Con
las migraciones, el nativo y el forastero comparten espacio y se mezclan. Las
comunicaciones encogen el mundo y destacan formas de identidad marcadas, ya no
por folclor o costumbres, sino por tendencias, orientaciones sexuales, formas
de sufrimiento o gozo, sensibilidad hacia la Naturaleza, sin importar dónde
están los sujetos equiparados. La literatura acoge estas manifestaciones. La
canadiense Margaret Atwood, por
ejemplo, se interesa en el cambio
climático, la manipulación genética de alimentos, la pobreza, la religión. En La mujer comestible (1969) alude a la
marginación social de la mujer.
Las identidades, otro de los temas de
octubre.
"Describe bien tu villorrio y serás universal", dijo hace tiempo un famoso escritor. Vos y yo (y seguramente muchos lectores) sabemos quién.
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