(Columna publicada en Generación de El Colombiano el 24 de octubre de 2023)
La norteamericana, ganadora del Nobel en 2020 y fallecida hace unos días, borró los límites entre la vida y la muerte.
Cuando
decimos: la muerte es uno de los temas recurrentes en la obra de Louise Glück,
tal vez no estemos diciendo mucho todavía. Si pensamos bien, la muerte aparece
como uno de los asuntos centrales y reiterativos en la creación de la mayoría
de poetas y narradores de todos los tiempos y lugares. La conciencia de
finitud, saberse mortales, sobrelleva a unos a la angustia, la rabia, la náusea
o el desdén. A otros, al entendimiento de que los actos humanos —y los afanes y
las angustias— son inútiles o, por lo menos, intrascendentes. En todos los casos,
la muerte se aborda como algo ajeno y distante de los seres mientras viven. Un
destino inevitable, una fuerza que permanece al acecho, una amenaza, un castigo
o un premio. De ella todo se desconoce; uno apenas alcanza a imaginar.
Esa
Louise Glück es una creadora extraña. Habla de la muerte como lo hace alguien vivo,
por supuesto, pero a la vez como si ya la habitara y nos dirigiera la palabra
desde esa morada eterna. No la concibe como un acto futuro, sino también
presente. Como si la vida y la muerte, el ser y el no ser, se fundieran.
Escúchame
bien: lo que llamas muerte
lo recuerdo.
Allá arriba,
ruidos, ramas de un pino vacilante.
Y luego nada. El débil sol
temblando sobre la seca superficie.
Terrible
sobrevivir
como conciencia,
sepultada en tierra oscura.
Luego todo se
acaba: aquello que temías,
ser un alma y no poder hablar,
termina abruptamente. La tierra rígida
se inclina un poco, y lo que tomé por aves
se hunde como flechas en bajos arbustos. (*)
Nacida
en Nueva York el 22 de abril de 1943 y muerta el 13 de octubre pasado, Glück
recibió el premio Nobel de Literatura en 2020. La suya la definen como una
poesía confesional. Este es un género surgido en Estados Unidos a mediados del
siglo pasado. Se caracteriza por la manifestación de aspectos íntimos del
poeta, sin esconder siquiera los concernientes a trastornos mentales o
sexualidad. Corriente en la que se conocen los nombres de grandes figuras de la
poesía estadounidense. Una de ellas, Sylvia Plath, a quien nos han acercado La
Oficina Central de los Sueños y el Teatro Matacandelas con un par de montajes
sobre su personalidad y sus ideas.
En
Glück subyace la seguridad de la existencia de un alma imperecedera. Un alma
que durante un intervalo fugaz llamado vida se alía con el cuerpo para moverse
en el espacio y el tiempo. Movimiento, pensamiento, habla. Con el cuerpo, el
alma tiene una manera específica de percibir la realidad en la que predominan
el sentir y el actuar. En el poema “Lago en el cráter”, incluido en el poemario
Ararat, se refiere a una guerra entre
el bien y el mal. El alma lucha a favor del cuerpo, al que considera bueno,
para vencer a la muerte, a la que cree mala. Pero este combate, como todo, es excepcional
y efímero.
Si
nos atenemos a su poesía, aceptó su destino de ser mortal sin aspavientos. Y distinto
a quienes pensamos que habrá (bastante) tiempo para pensar en la muerte cuando se
muera, vivió para pensar incansablemente en la muerte. Para soñarla. Para
imaginar sus paisajes sombríos sin horizonte, colmados de nubes en el
firmamento, jardines, ríos mansos que a veces están y otras no, un sol del que
apenas se intuye su presencia, no por percibir la tibieza del aire en la piel ni
la luminosidad que dibuja las cosas, sino por la sombra que reflejan los
cuerpos cuando se aleja. Y existió para habitar en la quietud y el silencio. Entendía
que debajo de las piedras y los seres está el vacío. Es decir, que en el fondo
de la vida subyace la muerte.
Aquellos
días dorados cuando tu muerte estaba cerca
pero aún
podías entablar conversaciones casuales con
desconocidos,
casuales
pero también premeditadas, de modo que las
impresiones
del mundo
aún seguían
tomando forma y cambiándote,
y la
ciudad estaba en todo su esplendor, casi vacía en
verano,
aunque
entonces todo sucediera más despacio:
comercios,
restaurantes, una pequeña vinoteca con un
toldo a
rayas,
donde una
vez un gato estaba dormido en el umbral;
hacía
fresco allí, en las sombras, y pensé
que me
gustaría dormir así otra vez, no tener en la
cabeza
ni un
solo pensamiento. (…) (**)
No
se crea que hay angustia. Tampoco tristeza. No, porque estas implicarían la
preferencia de la vida sobre la muerte y equivaldría a una nostalgia anticipada
por la pérdida de una existencia que se sabe difusa. Lo contrario: hay una
serenidad en habitar ese espacio ahora y después. En el libro Recetas invernales de la comunidad, uno
de los últimos poemarios de la autora, reflexiona sobre la vejez, ese tiempo en
el que falta dar solo unos pasos en el viaje. Con mayor claridad para hablar de
lo difícil que en los poemas de sus primeras etapas, sin alusiones mitológicas,
sin vueltas, da cuenta de que el paso por la existencia la ha llevado al punto
de aceptación absoluta de su condición de ser en el olvido.
Hay
otros temas recurrentes en la obra de Louise Glück, por supuesto. La infancia,
la soledad, la vida familiar, pero son satélites que orbitan alrededor de la
muerte. Los recuerdos de las edades tempranas y veraniegas son más bien sueños,
y si algo retorna, como algunos creen, lo que vuelve no es igual a lo que se
fue.
______
Notas:
*Versos
del poemario El iris salvaje (1992).
**Versos del poemario Recetas invernales de la comunidad (2021).
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