(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 24 al 29 de julio de 2023)
Uno
a veces tiene la sensación de que el mundo cabe en el barrio y duda que el
barrio quepa en el mundo. Su tupido tejido cultural y sus imaginarios recuerdan
esos abigarrados tapices hechos en telar manual, las lanas ensartadas apretadamente
una a una. En literatura aparecen tales lugares. Uno se demora en las páginas,
en las cuadras, a ver a las señoras, los vendedores, los religiosos, los hampones.
El
Barrio Latino de París es de los más conocidos. Situado en la margen izquierda
del río Sena, es un sector de estudiantes consolidado en torno a varias
universidades. Está colmado de bibliotecas, teatros y, claro, tiendas de
cerveza, porque donde hay universitarios tiene que haber cerveza. Lo recorremos
con Hugo en Los miserables; con Maupassant
en cuentos como El ermitaño, La señora
Baptiste, El protector…; con Balzac en Las
ilusiones perdidas. También son universales Harlem de Nueva York, por
Lorca, y Palermo de Buenos Aires, por Borges.
De
Colombia conocemos el Egipto de Bogotá, por Los
ojos del basilisco de Germán Espinosa; el Nelson Mandela de Cartagena, por Rencor de Óscar Collazos; Versalles de
Cali, por ¡Que viva la música! de Andrés
Caicedo…
En
Los cuentos de la Estación Villa de
Darío Ruiz Gómez se lee:
“Me
asomo a la puerta y veo la lluvia que cae, el ventarrón que mueve los alambres,
nadie está en la calle. Como grandes espejos, los charcos, el ruido de los
arroyos y ese olor a humedad. Nadie tampoco en el balcón y tengo la osadía de
pensarla sobre el diván escuchando el radio, tejiendo quizás, preparando las lecciones”.
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