(Columna publicada en el periódico GENTE, el 30 de junio de 2023)
Hace
días oí a un locutor español en un espacio radial sobre temas de misterio reprobar
que, después del hallazgo de los niños en el Guaviare, sobrevivientes de un
accidente de aeronave, los colombianos siguiéramos preocupados por la suerte
del perro Wilson, héroe en las tareas de búsqueda.
Tal
inquietud —decía— mostraba que teníamos callo para soportar la violencia. No le
diré al ibérico que heredamos y aprendimos de sus antepasados el espíritu
violento, porque no quiero hablar de eso, al menos no ahora. Deseo decir que resulta
fundamental que nos duela Wilson. Y nos duelan los animales, las plantas y los
minerales que les ha tocado compartir con nosotros, los humanos, la estancia en
la Tierra y el Cosmos.
Después
de milenios de convertirles la existencia en un infierno a las demás especies, el
leve y reciente despertar de conciencia sobre la necesidad de cuidar la
Naturaleza representa una evolución afirmativa: los humanos de hoy, los que aman
el planeta, son mejores que los de antes.
Tampoco
es censurable que personas quieran a perros, gatos y otros animales de igual
modo que ellas mismas u otras estiman a otros humanos. Más bien, es loable. Amar
a seres de la misma especie es una tendencia común e instintiva. ¿Qué
dificultad puede haber en ello? Podría decirse: cualquiera lo hace. Querer con
igual afecto a criaturas de otras especies es derribar barreras. Barreras
afectivas. Es abrir la mente, despojarla del egoísmo que obliga a preferir a
los iguales.
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