(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 23 de septiembre de 2022)
A
falta de cola —perdida lamentablemente hace quién sabe cuánto tiempo—, buenas
son las uñas para recordarnos nuestra animalidad. ¿O acaso hay algo más
animalesco que la imagen de cualquiera de nosotros, por más vestidos y calzados
que estemos, cuando nos rascamos la cabeza, bien por una preocupación, bien por
un insecto que no encontró mejor sitio dónde aterrizar que nuestro peludo cráneo
o un grano de arena que fue a caer a nuestra coronilla transportado por el
viento? No, no lo hay.
Como
los cascos y los cuernos de otros animales, parecen hechas de material
sintético, cercano al de los peines y los botones. Sabemos que son naturales y
biodegradables —asunto importante en época de preservación planetaria— porque
los bultos de cachos de uña que salen de los salones de manicura y pedicura,
que se sepa, logran pudrirse.
Al
tiempo que estos pequeños cascos hacen de defensas de los extremos de los dedos
de pies y manos, ¡siempre tan expuestos!, son herramientas útiles en
legumbrería, relojería, peluquería, artesanía, jardinería, cocina y casi todos
los oficios conocidos. Las uñas pasan desapercibidas. Apenas sí notamos su
presencia cuando, ay, se nos forma un uñero por comérnoslas o cortarlas mal, o cuando
se nos entierra la uña del dedo gordo del pie y, torpes, tropezamos a cada
paso.
Más
singular es la palabra que la designa. Dos vocales, una cerrada y otra abierta,
custodian la rara eñe, letra bien distinguida con su virgulilla encima, larga y
curva como uña de iguana, y dueña de uno de los sonidos distintivos de la
lengua española.
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