(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 12 de agosto)
Entre los incontables
días invernales que usurpan la época de verano que debería reinar, aparecen
jornadas secas que sorprenden a todos. Se diría que uno que otro logra fugarse de
ese verano refundido en alguna parte o que la Naturaleza los envía con la
misión de mostrar que no sigue libretos y aún hace lo que le viene en gana.
Y, claro, esos
atravesados días cálidos pillan a una multitud equivocada en su vestuario. Ahogada
en chaquetas de cuero, buzos de lana, capas impermeables… Sudorosa como mulas
del Cauca. Y encartada con paraguas cerrados en la mano o salidos por una
esquina del bolso, como si portara utilería para un teatro del absurdo.
Sin embargo,
en esa muchedumbre sofocada surgen contadas personas, inexplicable y sospechosamente
atinadas, vestidas con pantalones cortos, camisetas vaporosas, sin mangas,
calzando tenis o sandalias... Humillan con su frescura a sus semejantes. No me
digan que es casualidad. ¡Por favor! ¡Respétenme!
Apuesto que
son brujos, adivinos o zahoríes. Cuentan con un elemental o, al menos, una
mariposa infiltrada que les pasa información clasificada y oportuna. No me vengan
con que se basan en cabañuelas y, menos, en aplicaciones informáticas sobre el
clima, porque tales cosas no funcionan en nuestro medio. Estas acaso sirvan en
Madagascar o Nueva Zelanda. Sé que allá, jefes de personal programan trabajos del
día siguiente, a la intemperie, con base en esos anuncios. Pero aquí…
Como sea, protesto:
¡no es justo que hasta en esos asuntos, los de la Naturaleza, se muevan
influencias!
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