(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 20 al 26 de enero de 2025)
Thomas Mann, al que evocamos en 2024 por los cien años de su obra La montaña mágica, tenía gusto por la magia, cosa natural entre quienes nos dedicamos a escribir, pues la literatura comparte con aquella la intención de asombrar. Lo demuestra en el adjetivo con el que califica la montaña y en relatos como El mago y Mario y el mago.
En
este narra las vacaciones de una familia alemana en la Italia fascista. Un aire
infestado de nacionalismo se respira con ahogo. El espectáculo de un
ilusionista —hipnotizador y lector de pensamientos— promete arreglar el paseo.
En sueño artificial, a una anciana la hace hablar sobre viajes a la India; a
unos muchachos, bailar como muñecos, y a Mario, camarero de una cafetería, revelar
su amor secreto por una chica. Lo induce a creer que ella está frente a él y a
darle un beso.
Cientos
de cuentos y novelas aluden a ilusionistas. Como no hay truco para estirar esta
columna para que quepan todos, recordemos al más grande: Merlín. Tal vez hijo
de un diablo y una mortal, usaba sus poderes para proteger al rey Arturo y su
reino de Camelot.
El 31 de enero es el Día
Internacional de Magos y Magas, porque en esa fecha de 1888 murió Juan Bosco,
un religioso que combinaba predicaciones con trucos de magia. Por cierto, una
vez conocí a un sujeto así, cura y mago. Niños de muchas
edades oían sus palabras y lo veían adivinar la carta de la baraja
que alguno había elegido previamente en reserva, o mostrar figuritas inexistentes en cucharitas de arequipe. Una
crónica titulada “El Evangelio de Yurek” queda de ese encuentro.
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