(Columna publicada en la revista Generación del periódico El Colombiano el 11 de diciembre de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/escritos-del-dolor-JH26039918
La literatura tiene numerosas
letras que aluden a la enfermedad. Los enfermos se ocupan en sufrir, pero a
veces también en amar, pensar, pasear, jugar o trabajar. Las obras pueden tener
trasfondos políticos, filosóficos o sociales.
Hace unos días hablamos de La montaña mágica, de Thomas Mann,
porque celebramos un siglo de la primera edición de esta obra fundamental de la
literatura universal. Dijimos que era una novela sobre el tiempo. La imposible
definición de este fluido en que nadan los seres y las cosas; la relatividad del
ritmo de su paso, que depende de los estados de ánimo de las personas; el
tiempo que, en un claustro de los Alpes habitado por enfermos, parece enfermar también
y transcurrir con aceleraciones anómalas, como si sufriera subidas y bajadas
súbitas de presión.
Enfermar, enfermos, enfermedad.
Estas tres palabras ya están presentes en esta nota. Porque el ascenso a La montaña mágica me llevó a pensar en
obras que, como ella, se ocupan de las afecciones como tema central o
secundario.
En la citada, los personajes
están enfermos de tuberculosis. Sus vidas, en un hospital de las alturas
alpinas, transcurren entre tratamientos de reposo y tomas de temperatura, alimentación
controlada y caminatas al aire libre. Los pacientes tosen, se resfrían, les
silba el pecho, se agitan, sufren de calenturas.
Y si, a decir verdad, en la vida
real estos temas son un tanto odiosos, hechos literatura por el autor alemán,
se despojan de tragedia y adquieren, como cualquier otro asunto, la dimensión
del arte. Los personajes hablan y hablan —es una novela de la conversación—
sobre sus males; comparan la rutina que llevan allá arriba, la de la enfermedad,
con la de abajo, de su casa y trabajo, es decir, la de la salud.
En medio de los dilatados tratamientos,
se enlazan amistades y se tejen amores. Se filosofa sobre la enfermedad y la
fragilidad humana. Se desmenuzan las palabras, los actos, los gestos, los
síntomas. Porque cuando se está enfermo se tiene todo el tiempo que hay. Los
enfermos están ocupados en estar enfermos, sí, pero esto les deja momentos para
reflexionar y hablar de cada cosa con más detenimiento que los aliviados, que
no tienen tiempo de pensar en la salud… ni en nada.
Amar y
sufrir
Hay novelas en las que la
enfermedad y el amor —bueno, algunos creen que este tiene algo o mucho de
aquella—, van de la mano. Dos referentes de este enlace son La dama de las camelias, de Alejandro
Dumas (hijo), y María, de Jorge
Isaacs. Ambas del siglo XIX.
La del francés, basada según
cuentan, en una experiencia personal del autor, cuenta la relación entre
Armando Duval y Margarite Gautier. Él, un abogado de recursos precarios y ella,
una cortesana rechazada por la sociedad y enferma de tuberculosis. De cuantos
visitaban a la mujer, Armando fue el primero en preocuparse por su salud. Y
entre dificultades y separaciones, la dolencia empeoraba. Desde la distancia y
en los peores momentos de la enfermedad, ella rogaba por verlo otra vez “y
después morir”.
La de Isaacs, otra tragedia. María, el personaje de la novela
homónima, padece epilepsia. Un trastorno de convulsiones, en su caso,
hereditario. Sufrimos con ella y su amado Efraín, porque no solo se trata de
que la muerte esté constantemente, como un ladrón, acechando tras las paredes,
sino que tal acecho represente una amenaza a vivir un amor en plenitud. Nos
abatimos al notar que ese afecto no puede ser tranquilo, desprevenido, como el
de los más de los enamorados, sino melancólico y en constante zozobra. Efraín,
quien va a estudiar a París, no tiene vida en Europa esperando un mensaje
fatal. “Vente —me decía—, ven pronto, o me moriré sin decirte adiós”.
El
cáncer, ese gran monstruo
“El pabellón
de cancerosos tenía precisamente el número 13. Pável Nikoláyevich Rusánov nunca
fue una persona supersticiosa, ni habría podido serlo, pero se sintió
desfallecer cuando le escribieron en la hoja de admisión: «Pabellón número 13».
Porque a nadie se le hubiera ocurrido designar con tal número a un pabellón de
ortopedia o de enfermedades intestinales.
No obstante,
en ningún lugar de la república, salvo en aquella clínica, podían prestarle
ayuda.
—No tengo
cáncer, ¿verdad doctora? ¿Verdad que no? —preguntó esperanzado Pável
Nikoláyevich, palpándose suavemente, en el lado derecho del cuello, el maligno
tumor que crecía casi día a día y que seguía recubierto en el exterior por la
blanca e indefensa epidermis.
—¡No, claro
que no! —le tranquilizaba por décima vez la doctora Dontsova, mientras
rellenaba las páginas de la historia clínica con amplios rasgos.
Para escribir
usaba unas gafas cuadrangulares de ángulos redondeados, de las que prescindía
una vez finalizada la escritura. Ya no era joven y su aspecto era pálido y muy
fatigado”.
Estas son las
páginas iniciales de Pabellón del cáncer,
de Aleksandr Solzhenitsyn, el escritor ruso nacido en 1918 y muerto en 2008,
crítico del régimen soviético. En esta novela en la que echa mano, en parte, a
experiencias propias, cuenta la reclusión de Oleg Kostoglotov en un pabellón de
oncología, en un gulag de Taskent, capital de Uzbekistán, en el que encuentra
pacientes que, por su diversidad cultural, económica e ideológica, representan
la sociedad de su país. Esta obra ha sido comparada con la que nos movió a
pensar en este tema, la de Mann, porque, en ese hospital sombrío, el personaje
central interactúa con los otros enfermos. Reflexiona, conversa con ellos sobre
diversos tópicos, al tiempo que debe ocuparse de su tratamiento, el de las quimioterapias,
por ejemplo. De esas diferencias entre los personajes, la conclusión es siempre
la misma: todos los seres humanos somos iguales, infinitamente pequeños, ante
la muerte.
El terror
Hay un cuento salido del genio volador
de Ray Bradbury titulado “Sueño de fiebre”, incluido en el libro Remedio para melancólicos. La enfermedad
es inteligente y sabe cómo matar a una persona para seguir viviendo. Esa
persona es Charles, un chico de 13 años que se da cuenta de cómo la afección se
adueña de su organismo. Primero de una mano; después, de la otra; más tarde, de
las piernas. Y va notando que deja de ser él.
“—¿Cómo estás? —preguntó el doctor
sonriendo—. Ya lo sé, no me lo digas: «El resfrío está bien, doctor, pero yo
me siento horriblemente.» ¡Ja, ja!
El médico se rió de su propia broma, tantas
veces repetida. Para Charles, allí, acostado, esa bufonada terrible y vieja
era ya, casi, una realidad. La broma se le deslizó en la mente. La mente se
apartó sintiendo un terror pálido. El doctor no entendía cuán crueles eran
esas bromas.”
Desquiciado
Y de las letras que
aluden a las enfermedades psicológicas, entre las páginas mejor logradas están
las que conforman el relato Pabellón
número 6 de Antón Chéjov. Es la historia de Andrei Efímich, director de un centro
de reclusión para enfermos mentales. Establece una amistad con uno de los pacientes,
Iván Dmítrich, en quien reconoce una inteligencia fuera de lo común. Al
parecer, este vínculo produce un cambio en la forma cómo el doctor percibe la
realidad. Termina interno también él, recibiendo tratamiento. Ya cerca del
final se lee:
“Andréi Yefímich se
acercó a la ventana y contempló el campo. Ya había caído la noche y en el
horizonte, a la derecha, surgía una luna fría y empurpurada. No lejos de la
valla del hospital, a unos cien sazhens como mucho, se alzaba un edificio alto
y blanco, rodeado de un muro de piedra. Era la cárcel.
«Ahí tienes la
realidad», pensó Andréi Yefímich, y el espanto se apoderó de él.
La luna, la cárcel, los
clavos de la valla y la llama lejana de un quemadero de huesos daban miedo. Oyó
un suspiro a su espalda. Se dio la vuelta y vio a un hombre con el pecho
recubierto de brillantes estrellas y condecoraciones, que sonreía y guiñaba un
ojo con aire malicioso. También eso le pareció pavoroso”.
Durante la pandemia del covid-19,
mucho hablamos de letras dedicadas a enfermedades devastadoras transmitidas por
contagios masivos. La máscara de la
muerte roja, de Poe; el Decameron,
Bocaccio; Diario del año de la peste, de
Defoe; hasta brotes de cólera aparecen en el París de Los miserables, de Victor Hugo. Esta vez hablamos de dramas y
tragedias que duelen a los individuos en soledad.
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