(Columna publicada en la revista Generación del diario El Colombiano el 26 de noviembre de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/noviembre-se-muere-NM25928533
Al mencionar algunas costumbres fúnebres, como los velorios, aflora la idea de que las despedidas finales son también actos sociales.
Los elementos funerarios narran la relación de los vivos con los muertos.
Foto: Manuel Saldarriaga Quintero, El Colombiano.
En Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievski, una de las novelas más leídas del mundo, además de que se cuentan los hechos que justifican el título del libro, es decir, un homicidio y una condena, hay otros asuntos interesantes. Muestra la vida de San Petersburgo de finales del siglo XIX. Su desarrollo, su prosperidad económica, su vida nocturna. Como las demás obras de Dostoievski, se detiene en aspectos psicológicos. En su caso, explora la culpa y la forma cómo esta martiriza a una persona hasta derivarle en trastornos de comportamiento y enfermedades físicas. Porque digámoslo de una vez: nadie sabría jamás cuánto le deben los psicólogos a este autor ruso; si Freud es el padre del psicoanálisis, Dostoievski es su abuelo.
Hay otro asunto en el
que deseo detenerme ahora cuando nos disponemos a sepultar a noviembre, el mes
de los muertos. En un episodio callejero, un hombre pobre es atropellado por
una calesa, es decir, una carreta tirada por caballos. En una demostración de
que nadie es bueno ni malo completamente, el personaje principal, Raskolnikov
—autor del crimen y sujeto del castigo—, acude a socorrer al hombre, pero es
tarde. Muere ante los ojos de los curiosos que arriman a presenciar la escena.
El personaje lleva al
difunto a la casa de su esposa y sus hijas, a quienes no conoce. Halla una miseria
tan grande que él, siendo también un sujeto pobre, se siente tan conmovido, que
da el dinero para los gastos del entierro. Hay una tradición en Rusia —aún
subsiste—: después del funeral, comparten el pastel de muertos. Es una comida
en la casa del finado. Sus amigos y familiares se reúnen, comen algunos
alimentos acompañados con vodka o té y recuerdan al ausente con anécdotas. Como
existe la creencia de que el alma del muerto permanece en el hogar por cuarenta
días, al día cuarenta vuelven a reunirse y repiten la cena.
«—¿O
sea que hoy se lo llevarán?
—Sí,
pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica que asista
a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.
—¿Hasta
comida de funerales…?
—Una
sencilla colación (…)».
Caribe alucinante
A
principios de este siglo escribí para El Mundo una crónica extensa —nueve
entregas dominicales— sobre un personaje del centro de Medellín. Un vendedor de
libros de izquierda, periódicos y revistas, llamado José Alfredo Jiménez, que
tenía el kiosco número 17, en la esquina de Junín con Pichincha. Aventuras y desventuras de un comunista.
Después de varios años de familiaridad, accedió a contarme su historia. Nacido
en un pueblo del gran Magdalena, careció de nombre durante los primeros años, aunque
poco le hacía falta porque solían llamarlo Chiquito. Fue en Barancabermeja,
donde fue a parar después de haber huido del lado de su padre, un hombre rudo y
maltratador, que registró su nombre con el que quiso rendir homenaje al célebre
cantante mexicano. Y le calzó preciso, porque tenía el mismo apellido del
artista.
Cuando
lo conocí, ya viejo, creía que su abuelo, Eugenio Jiménez, lo había protegido
siempre de males y peligros, en compensación porque él, siendo apenas un chico
de catorce años, le llevó un ataúd de madera, sin laquear ni pintar, que el
papá de nuestro héroe fabricó a su medida.
Y he aquí una
costumbre singular:
“Chiquito (…) salió
de su casa —un rancho de paredes de caña y tierra, y techo de palma amarga, que
ayudó a construir a su padre en un terreno que quedaría en medio de una roza
sembrada de yuca y plátano, entre Pivijay y Fundación— muy de mañana, arreando
el burro que cargaba el cajón. Llegó a la carretera y, con ayuda de dos o tres
hombres, lo encaramó en el techo de la chiva que lo conduciría a Puerto
Salamina, Magdalena, a orillas del gran río.
Cuando llegó,
hacía un sol tan fuerte como empujado por cuatro. El bus de escalera estacionó
junto al embarcadero y, de inmediato, hizo que dos hombres subieran el
armatoste en la balsa que lo pasaría a Puerto Giraldo, poblado situado justo al
frente de donde se encontraba.
La casa del
abuelo se levantaba al lado del afluente. El viejo lo estaba esperando. Lo vio
acercarse. Cuando Chiquito dio el salto para quedar en la barranca, no bien
estaba recibiendo su carga, este le dijo por todo saludo:
—Eh, Chiquito:
¡Tu papá sí es muy cruel! ¡No vino a traer la caja mortuoria sino que te mandó
a ti!
Porque la
costumbre era esa: el hijo llevaba el ataúd al padre; no el nieto.
(…) Esas
palabras del anciano, a las que Chiquito nada respondió en aquel momento ni
repitió jamás a su padre ni a persona alguna durante su existencia, estaban
acompañadas de una fuerza inefable que él sintió. Y es el conjunto de esos
sonidos emitidos por la voz terrosa del abuelo, sumado a la mencionada fuerza
de la supuesta protección del viejo y al significado de aquella tradición, la
que siente Alfredo ahora cuando lo cuenta.
Es una vieja usanza
costeña, ya caída en desuso, que las personas viejas fabriquen o consigan ellas
mismas su ataúd, sin siquiera estar enfermas. E incluso viven con el cajón
debajo de la cama o en un rincón del cuarto, mientras les llega la hora final.
El abuelo Eugenio tenía unos ochenta y cinco años (…) y era tiempo de que fuera
consiguiendo el cajón. A pesar de verse aliviado en la visita del niño, murió a
los dos meses”.
Rituales y costumbres
En
nuestro medio, el velorio es un encuentro de los vivos en torno al muerto. En
María, Jorge Isaacs muestra que, a mediados del siglo XIX, a la muerta, la vestían
con ropa blanca elegante, la metían en un ataúd y la cubrían con un lino para acompañarla
de un día para otro. Los esclavos velaban y rezaban de noche. En el día, los
parientes y vecinos.
Hasta
hace varios decenios, el velorio se realizaba en la casa. Hoy, en las salas de
velación. Más que comer, como sí hacen los rusos y los mexicanos, los asistentes
toman café o aguardiente. Hablan del muerto, recuerdan anécdotas y, a veces,
los más irreverentes, terminan contando chistes en el bar de la esquina.
En
La hojarasca, la novela de Gabriel García Márquez, sucede la velación del
médico del pueblo tras su suicidio. Poco concurrida, porque el facultativo era
odiado por los vecinos, cuenta cómo pasan las horas en torno al féretro, entre
comentarios alusivos al muerto por parte de los asistentes y la reconstrucción
fragmentada de la vida de ese hombre entorno al cual se reúnen. El lector
conoce los acontecimientos por medio de los pensamientos de un coronel, su hija
y su nieto, quienes asumen el sepelio. El niño, ingenuo y un tanto inseguro, es
la primera vez que ve un muerto. Los habitantes del pueblo, ofendidos con el
doctor, no permitieron realizar ninguna ceremonia. Fue enterrado en una fosa
común, cuando ya hedía por la descomposición. En algún lugar de la obra, dice:
“He
vuelto a mirar a mamá con la esperanza de que me diga por qué mi abuelo está
echando cosas en el ataúd. Pero mi madre permanece imperturbable dentro del
traje negro, y parece esforzarse por no mirar hacia el lugar donde está el
muerto. Yo también quiero hacerlo, pero no puedo. Lo miro fijamente, lo
examino. Mi abuelo echa un libro dentro del ataúd, hace una señal a los hombres
y tres de ellos colocan la tapa sobre el cadáver. Sólo entonces me siento
liberado de las manos que me sujetaban la cabeza hacia ese lado y empiezo a
examinar la habitación. Vuelvo a mirar a mi madre. Ella, por la primera vez
desde cuando vinimos a la casa, me mira y sonríe con una sonrisa forzada, sin
nada por dentro; y oigo a lo lejos el pito del tren que se pierde en la última vuelta.
Siento un ruido en el rincón donde está el cadáver. Veo que uno de los hombres
levanta un extremo de la tapa, y que mi abuelo introduce en el ataúd el zapato
del muerto, el que se había olvidado en la cama”.
Y
así, los vivos cantan, lloran, riñen, hablan, rezan, comen, ríen y beben “a la
memoria del muerto” como dice la canción de Fruko.