(Columna publicada en la revista Generación del diario El Colombiano el 11 de octubre de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/perdon-por-la-brutalidad-OL25597009
Doscientos años después de la expulsión de los colonizadores españoles del territorio americano, la barbarie sigue dando temas de discusión.
Fray Bartolomé de las
Casas es precursor de los Derechos Humanos. Obra de la Escuela Quiteña, atribuida a los Hermanos Cabrera. Permanece en el Museo Histórico Dominico. |
El jefe del Estado alemán, Frank-Walter
Steinmeier realizó una visita oficial a Tanzania en noviembre pasado. Ante un
monumento conmemorativo en Songea, ciudad que fue escenario de masacres
perpetradas por el ejército germano entre 1904 y 1908, les manifestó al gobierno
y el pueblo de este país africano: “Me inclino ante las víctimas del dominio
colonial alemán, y como presidente alemán, me gustaría pedir perdón por lo que
los alemanes hicieron aquí a sus antepasados”.
No
es descabellada la idea de que el gobierno español presente disculpas por la
llamada Conquista de América, como propusieron los presidentes de México, el
anterior, Manuel López Obrador, y la entrante, Claudia Sheinbaun. Pero no debería
ser solo a México, sino a todo el continente.
La Conquista y la Colonia de América fueron un conjunto de actos de barbarie que duraron más de tres siglos, de los cuales el continente no ha podido reponerse y tal vez no lo haga jamás completamente. Entre otros, Fray Bartolomé de las Casas informó a la Corona sobre los atropellos cometidos por los conquistadores. En su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, el religioso narró el trato déspota, tirano y sanguinario de los españoles, un régimen de terror erigido con el fin de robar riquezas. Un fragmento es el siguiente:
“El año de mil y quinientos y catorce pasó a la Tierra Firme un infelice gobernador, crudelísimo tirano, sin alguna piedad ni aun prudencia, como un instrumento del furor divino, muy de propósito para poblar en aquella tierra con mucha gente de españoles (…). Este gobernador y su gente inventó nuevas maneras de crueldades y de dar tormentos a los indios por que descubriesen y les diesen oro. Capitán hubo suyo que en una entrada que hizo por mandado dél para robar y extirpar gentes mató sobre cuarenta mil ánimas, que vido por sus ojos un religioso de San Francisco que con él iba que se llamaba fray Francisco de San Román, metiéndolos a espada, quemándolos vivos y echándolos a perros bravos y atormentándolos con diversos tormentos”.
Hay
quienes creen que no es preciso que España se disculpe. Justifican esta idea en
que gran número de países han sido imperialistas y que este sistema de
dominación y explotación ha existido desde que los humanos pisan el mundo. Como
si por generalizada y antigua, la perversidad tuviera que aceptarse. Pero es la
arrogancia —la autoimagen inflada, como dicen los psicólogos— la que no permite
a muchos excusarse y, menos, pedir perdón.
Dirán
que disculparse no cambia en nada las cosas. Porque un rey se excuse no van a
resucitar los asesinados, a conformarse nuevamente los pueblos destruidos, a
reaparecer las culturas arrasadas, a reconstruirse los templos y en torno a
ellos, las creencias y los ritos perdidos. Con unas disculpas, dirán algunos,
no va a reponerse lo robado…
Pero
pedir perdón y dar disculpas son demostraciones de nobleza y gallardía. Y lo
más importante, es la manifestación, por parte del agresor, de que el otro, el
esquilmado, el burlado, el agraviado, está en situación de igualdad con él. Es
digno de respeto. Mientras tanto, las afrentas siguen vivas, anidadas en el
alma de los pueblos y el imaginario colectivo. Esos sentimientos de ofensa
perviven en los tratos despectivos, como el de llamar a los sudamericanos con
el apelativo de “sudacas”, seres de segunda clase, como se refieren a los
latinoamericanos en ciertas partes del mundo, entre estas, España.
La
literatura se ha ocupado de narrar el colonialismo, con sus horrores físicos y
morales, y sus consecuencias simbólicas. El
corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, revela la atrocidad del imperialismo
belga en el Congo. Con arte magistral, el autor muestra el encuentro con el
otro, al que el invasor considera inferior, bestia, cosa utilizable o
destruible:
“Siluetas negras se
acurrucaban, dormían, se sentaban entre los árboles, apoyadas en los troncos,
aferradas a la tierra, apenas definidas, medio difuminadas bajo la luz
atenuada, personificando todos los gestos del dolor, el abandono y la
desesperación. Se oyó el estallido de otra mina en los riscos, seguido de un
leve temblor bajo mis pies. Los trabajos proseguían. ¡Los trabajos! Y éste era
nada menos que el lugar donde algunos de los trabajadores venían a morir.
Y estaban muriendo lentamente,
eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, ya no eran siquiera
algo terrenal. No eran más que sombras negras de la enfermedad y el hambre,
entreveradas confusamente en esa penumbra verdosa. Traídos desde todos los
rincones de la costa con el amparo legal de unos contratos temporales, perdidos
en ese territorio que les era ajeno, mal alimentados con comida extraña,
aquellos hombres enfermaban, se volvían ineficientes y al final solo se les
permitía arrastrarse hasta ese sitio para descansar. Estas formas moribundas
eran libres como el viento. Y casi tan insustanciales. De pronto, al bajar la
vista, junto a mi mano, me encontré con un rostro. Un negro saco de huesos
recostado contra un árbol sobre uno de sus hombros. Lentamente, los párpados se
abrieron y los ojos hundidos me miraron, enormes y vacíos, con una especie de
ciego centelleo proveniente de las profundidades de las órbitas, que volvieron
a cerrarse con la misma lentitud. El hombre parecía joven, casi un niño, aunque
ya sabéis que con ellos es difícil adivinar la edad que tienen. No hallé otra
cosa que hacer salvo ofrecerle una de las galletas del barco del sueco que
llevaba en el bolsillo. Sus dedos se cerraron muy despacio sobre la galleta. Y
entonces ya no hubo ningún movimiento, ninguna mirada. Tenía atado al cuello un
trocito de lana blanca. ¿Para qué? ¿De dónde lo había sacado? ¿Era un emblema?
¿Un ornamento? ¿Un fetiche? ¿Un acto propiciatorio? ¿Había siquiera alguna idea
relacionada con ese trozo de lana? Llamaba la atención alrededor de su cuello
negro este pedazo de fibra blanca traída desde tan lejos”.
Entre
decenas de obras más que muestran esas tragedias de pueblos, mencionemos El sueño del celta, de Vargas Llosa; Los días de Birmania, de George Orwell; La conquista de América, de Tzvetan
Todorov; Malinche, de Laura Esquivel…
Ah, y Azteka, de Gary Jenning, la
novela que exhibe la forma en que vivían las naciones prehispánicas, en
especial la que hoy es México, antes de la llegada de los españoles y, por
supuesto, la entrada de estos al territorio. El rey Carlos V desea saber cómo
eran las cosas en ese tiempo y pide al obispo Juan Zumárraga que se ocupe de
esta tarea. El religioso y sus colaboradores encuentran a un personaje
apropiado. Tiléctic-Mixtli o Nube Oscura es un
anciano en el presente de la novela, quien se desempeñó como transportador de
mercancías y comerciante. Para tal efecto, recorría los territorios que van
desde lo que son los territorios ocupados por Estados Unidos, que fueron
mexicanos hasta el siglo XIX. Y hacia el sur, iba casi hasta el istmo, donde la
selva del Darién le impedía el paso. Cuenta sobre creencias y costumbres;
arquitectura y arte. Deslumbra a los europeos al narrarles que en Nuevo Mundo
había, no solo ciencias desarrolladas, sino, lo que es más importante, espíritu
científico. Miope, en una de sus correrías, Nube Oscura consultó a un
fabricante de cristales pulidos y lupas, si tendría algo para curar su mal.
“Le platiqué cuan limitada era mi visión y añadí: «un doctor
maya me dijo que mis ojos estaban formados de tal manera que parecía que
siempre estaba mirando a través de uno de esos cristales de aumento. Yo me
pregunto si podría encontrar una cosa como cristal reducido y si al mirar a
través de él…»”
El hombre trajo un cajón de madera con cristales diversos,
que guardaba por curiosidad. Cóncavos, convexos o planos por una parte y
convexos por la otra… Mixtli —recuerda— se midió uno a uno, hasta que dio con
el preciso. Entonces exclamó gozoso: “Puedo ver (…). ¡Usted ha hecho que vea otra
vez!”.
Las conquistas y colonizaciones hacen pensar que en un pueblo
no hay conocimientos ni saberes y que si no es por los invasores estaría perdido
irreparablemente, relegado en el ostracismo. Llevan a olvidar que en cualquier
grupo humano hay desarrollo, aunque este vaya por distintos senderos a los
hegemónicos.
Por eso, las disculpas y la petición de perdón de quienes han
subyugado a otros tiene el valor de reivindicar al oprimido. De decirle: “por
supuesto, tienes valor”.
La
iglesia, por medio de algunos papas, ha pedido perdón por los crímenes
cometidos por sus integrantes. En 1997, Juan Pablo II pidió perdón por las
personas muertas en la hoguera entre los siglos XIII y XVII; en 2000, por las guerras
de religión, como las Cruzadas;
en 2015, Francisco pidió perdón a los pueblos indígenas de América Latina, por
los “muchos crímenes cometidos por la Iglesia en la Conquista”. Países Bajos se
disculpó por su pasado colonial y sus prácticas esclavistas; Italia se disculpó
con Libia; Portugal, con África y América por el tráfico de esclavos; Reino
Unido, con Kenia…
Lo
ideal es que las disculpas o la petición de perdón no fueran solicitadas ni,
mucho menos, exigidas, sino que surgieran por voluntad del agresor. Pero algo
es mejor que nada.
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