(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 14 al 20 de octubre de 2024)
Trozo del Éxodo en caracteres hebreos. The Schøyen Collection MS 206, Oslo and London. |
Quién desconoce la expresión: “traductor, traidor”. Significa que quienes traducen obras literarias no son fieles al original. Es un dicho cierto, pero injusto y malagradecido. Cierto, porque es imposible trasladar un texto de un idioma a otro sin traicionar el inicial; una lengua no se adapta plenamente a otra. Injusto, porque, entonces, al verter un cuento, una novela, una leyenda, un poema, se pierden giros, juegos de palabras, bromas y figuras, o no funcionan con la misma gracia. Malagradecido, pues los lectores del mundo hemos leído gracias a interpretaciones.
No accederíamos al Calila y Dimna, si en el siglo XIII traductores alentados por
Alfonso X el Sabio no hubieran adaptado al español esos relatos morales de
origen indio. A la Biblia, si estudiosos como san Jerónimo no se hubieran
aplicado en pasarla de idiomas antiguos al latín, en el siglo IV, y después
otros de este a lenguas que se afianzaban en el medioevo. Tampoco a fabulas,
ensayos, tragedias y comedias. Hoy, poco llegaríamos a obras de Tolstoi o
Murakami. Por fortuna, ha habido osados que realizan la travesía peligrosa de llevarlas
de un idioma a otro.
Hay heroísmo en José María Valverde, por ejemplo, al
emprender la expedición de pasar la maraña del Ulises, de Joyce, de inglés a español. La obra entra en las mentes
de los personajes para apreciar desde adentro el flujo de pensamientos. Por
soportar en nuestra cabeza una corriente igual, sabemos que es caótica y
azarosa. Si se enreda uno con su propia madeja, ¿cómo padecería el traductor al
transmitir las ajenas?
Gracias profesor John por recordarnos la importancia de los “osados” traductores, que nos han permitido conocer de grandes obras escritas en idioma diferente al español.
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