(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 25 de octubre de 2024)
A propósito de la Cop 16 que debate en Cali la situación medioambiental
planetaria, la literatura también aborda el tema.
Los seres humanos están en guerra contra la
Naturaleza,
mientras que ella los protege.
Foto: Juan Antonio Sánchez, El
Colombiano.
En
materia de cambio climático, de calentamiento global, no hay razones para ser
optimistas. Los seres humanos somos conscientes de que estamos destruyendo el
planeta y, sin embargo, nos cuesta comprometernos a mejorar nuestras prácticas,
a no deteriorar el pedazo de mundo en el que tenemos incidencia. Y no solo a
comprometernos. Lo peor: cuando acaso lo hacemos, nos cuesta cumplir los
compromisos. Esta irresponsabilidad caracteriza a individuos, sociedades,
países y Estados.
Sin
embargo, a pesar de los augurios desalentadores, la ilusión de que la situación
pueda revertirse y ser favorable, debe ser un faro que ilumine a individuos,
sociedades, países y Estados (otro nombre de la ilusión, aunque menos
prestigioso en nuestro tiempo, es esperanza). Por eso, la Conferencia de las
Partes —Cop 16— que se celebra en Cali, con participación de personas,
entidades y gobiernos de 196 países del mundo —son 206 en total—, es uno de los
eventos trascendentales que ha realizado Colombia en su historia. Constituye
una manera de sentirnos parte del planeta, ciudadanos del mundo como a algunos
les gusta decir, lo que significa ser integrantes activos, comprometidos con el
bienestar general; actores dueños de deberes y derechos —no solo de derechos—.
Que como tales, debemos participar en la búsqueda de soluciones a los problemas
planetarios y tomar decisiones sobre lo que es común y público.
“Paz
con la Naturaleza” es el lema de esta cumbre que intenta evaluar la situación
de deterioro terráqueo y definir lo que es posible hacer para no exterminar de una
vez la vida en el tercer planeta del Sistema Solar. Tal expresión hace pensar
que la Cop 16 es una especie de tratado de paz para terminar una guerra contra
la Naturaleza. Guerra unidireccional, por cierto, declarada y librada por los
seres humanos contra el planeta, mientras el supuesto otro bando, el del
planeta, no ataca a los humanos, sino que les procura bienestar. La declaración
de dicha guerra está desde que los humanos decidieron desvincularse de la
Naturaleza, pensar que no hacen parte de esta, como si tal cosa fuera posible,
y expresarlo en el lenguaje científico y el cotidiano. En aquel se habla en
términos de “hombre versus Naturaleza” o de “Naturaleza versus cultura” y, en
este, de “acercarnos a la Naturaleza”, cuando deberíamos referirnos, más bien, en
los dos ámbitos, de reintegración, de unión con nuestra esencia. No olvidar que
animales, vegetales y minerales son nuestros iguales, compañeros de viaje, a
bordo de una nave esférica desbocada hacia ninguna parte.
En
la cumbre orbital, los representantes gubernamentales, así como los adalides de
organismos medioambientales y el público asistente tratan de establecer
acciones y calcular cuánto tiempo queda para que el proyecto de la vida humana
sea viable. Discuten sobre economía circular, prácticas de producción y
consumo, enfrentamiento de los desafíos del cambio climático, pérdida de la
biodiversidad, contaminación…
Ecotopías
literarias
La
literatura contiene el pensamiento y la esencia vital de la humanidad, y compendia
el humanismo. Se ha movido en torno a este tema angustiante. Mediante historias
de ficción y no ficción, se dirige a los campos reflexivo y sensitivo de los
seres. Les despierta emociones, sentimientos y sensaciones. Tal vez por eso, la
comprensión de los problemas resulta efectiva. La crisis medioambiental
planetaria tiene un género literario propio: la ecotopía, que integra el de la
distopía y la utopía. Ha conseguido visibilizar la dramática situación desde
hace mucho tiempo.
A
la mente nos llegan decenas de títulos de cuentos y novelas distópicas que
muestran realidades indeseables, —aunque muy posibles y, lamentablemente, muy
factibles— causadas por el deterioro ambiental. Historias apocalípticas narran
experiencias de personas o grupos humanos que luchan por sobrevivir en medios
hostiles por falta de agua, hambruna, extinción de especies de animales o
vegetales y, claro, nos estremecen. Uno de los maestros del género es el
británico de origen chino James Graham Ballard (1930-2009), cuya novela El imperio del Sol, llevada al cine por
Steven Spielberg, es bien conocida. Tiene una colección de narraciones sobre
catástrofes medioambientales que conmueve al más indolente y convence al más
acérrimo negacionista del cambio climático. En El mundo sumergido, novela de 1962, la mayor parte del planeta está
bajo las aguas y, por tanto, los personajes exploran ciudades sumergidas; en La sequía, de 1964, el desabastecimiento
de agua perpetuo transforma el paisaje, la sociedad y las relaciones entre las
personas; en El mundo de cristal, de
1966, cuenta el desconcierto de un hombre, Edward, cuando viaja al África a
encontrarse con una mujer que ama, Susan, y encuentra que la flora se ha
cristalizado... También son leídas novelas como La muerte de la hierba, de John Cristopher, que alude a la hambruna
derivada de la destrucción de las plantas gramíneas, y ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, de Harry Harrison, que habla de la
crisis total causada por la superpoblación, así como numerosas obras más de otros
narradores.
Por
este camino, el de las distopías, uno termina por pensar que no hay nada qué
hacer para evitar el desastre.
Sin
embargo, el aire que envuelve la Cop 16 de Cali es el de las propuestas, no el
de los diagnósticos fatales. Por tanto, hablemos de la otra vertiente, la de la
utopía, un tanto olvidada por los lectores. Contrario a la anterior, esta se
refiere a la concepción ficcional de realidades deseables. Historias sobre sociedades
con gobierno justo, distribución equitativa de recursos, libertad ciudadana,
seguridad alimentaria, nutrición general, ciencia y tecnología al servicio de
los humanos y no para esclavizarlos, medicina al alcance de la población
general, ausencia de consumismo, preservación de la Naturaleza…
Una
obra inspiradora de este género es Utopía,
de Tomás Moro, escrita a principios del siglo XVI. En la primera parte aborda
asuntos políticos, económicos y civiles. En la segunda, un habitante de la isla
Utopía cuenta cómo viven en esa sociedad pacífica.
Novela
clave del género es La isla, de un
escritor británico como Moro y Ballard: Aldoux Husley (1894-1963). En La
isla, el autor pone de manifiesto su fascinación por la filosofía y el
misticismo orientales, en especial de la India, y propone una fusión entre
estas y las de Occidente. Por tanto, es precursor de la Nueva Era. Publicada en
1962, un año antes de la muerte del escritor, esta novela es contrapunto de Un mundo feliz, que publicó 30 años
antes. En un planeta colmado de problemas como la superpoblación, la
destrucción de los ecosistemas, entre otros —que ahora palpamos seguramente de
manera más notoria que en la época de la escritura del libro— propone la
posibilidad de construir entre todos una sociedad equitativa y en armonía con
la Naturaleza.
En
su argumento, el periodista Will Farnaby visita la isla Pala. Una sociedad
organizada en la que los dirigentes son representantes de ambos hemisferios y,
por tanto, con mentalidades diversas. La producción industrial cede paso al
ocio y la observación meditada de la vida. Existe la tecnología, sí, pero es
selectiva, enfocada a la procura del bienestar. La educación de niños y jóvenes
estimula el desarrollo integral de los individuos y las prácticas cordiales con
el medio ambiente, con el que aprenden a compenetrarse, a sentirse complementarios.
Se trata de un sistema que comenzó con la ayuda mutua y siguió con el
cooperativismo y la distribución de las ganancias. En su recorrido, el
periodista recibe información de las ideas, creencias y costumbres:
“—Y
de pronto se encuentra en el bosque, y surge otro tipo de yoga: el yoga de la
selva, que consiste en tener conciencia total de la vida en el punto próximo de
la vida selvática en toda su exuberancia y putrefacción, en toda su suciedad
reptante, en toda su dramática ambivalencia de orquídeas y ciempiés, de
sanguijuelas y colibríes, de bebedores de néctar y bebedores de sangre. La vida
que produce el orden entre el caos y la fealdad, que ejecuta sus milagros del
nacimiento y crecimiento, pero que los ejecuta, al parecer, nada más que para
destruirse. Belleza y horror, belleza —repitió— y horror. Y luego de repente,
cuando uno desciende de una de sus expediciones a la montaña, de repente sabe
que existe una reconciliación. Y no solo una reconciliación. Una fusión, una
identidad. Belleza fundida al horror del yoga de la selva. Vida reconciliada
con la perpetua inminencia de la muerte en el yoga del peligro. Vacío
identificado con la yoidad en el yoga sabático de la cumbre”.
Habrá
lectores que digan: “eso es imposible. Una sociedad así y regida por semejante
sistema, no, no es aplicable”. Sin embargo, de eso se tratan las utopías: de
hacer posible lo imposible. De señalar un mundo ideal; de reinventarlo. Obras
de arte literario muestran, proponen alternativas de solución. Difíciles, casi
imposibles de implementar. Por supuesto. Tan difíciles y casi imposibles de
implementar como son difíciles y casi imposibles de resolver las crisis que
enfrentan.
Por
este camino, el de las utopías, uno termina por pensar que, con imaginación, es
posible hacer algo para evitar el desastre.
Aclaremos:
no se trata de seguir al pie de la letra los planteamientos de La isla u otro relato utópico y
aplicarlos en lo que llamamos “la realidad”, sino, más bien, de captar el
mensaje de que quizás haya posibilidad de revertir la situación horrible. Intentar
la creación de una idea propia y, luego, ponerla en práctica sin desanimarnos solo porque desde el planteamiento, la
iniciativa dé la impresión de desbordar nuestras capacidades.
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