Cada lector tiene un conjunto de obras literarias que lo impresionan, asombran y deleitan en medida suprema.
“En una biblioteca estamos
rodeados de amigos”, imagen de L. Block, 1901. Fuente:
http://25.media.tumblr.com/tumblr_m9o2xvZEvp1qfijmro1_1280.jpg
Lo mismo
puede decirse de los admiradores de gatos, árboles, estrellas o catedrales. Tales
elementos hacen parte de su vida y sus pensamientos. Los de la literatura,
hablamos de obras y autores. En la librería nos conducimos como niños en una
tienda de golosinas. Y, claro, también tenemos listados tácitos o expresos de autores
y obras favoritas.
Julio
Cortázar, en una charla dictada en Cuba en 1962 (y publicada en la revista Casa
de las Américas número 60, de 1970), titulada “Algunos aspectos del cuento”,
compara la creación de obras narrativas con una pelea de boxeo. Mientras la
novela gana por puntos —explica—, pues tiene tiempo y espacio para ir venciendo
y convenciendo al lector, al desarrollar temas y situaciones, el cuento debe
ganar por knock aut, pues exige
contundencia de principio a fin. Lo que quiero destacar es que, en medio de
esas enseñanzas, no resiste la tentación de dar la lista de sus cuentos
favoritos o, como él los llama, “inolvidables”. Dice:
“¿No es verdad que cada
uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos
nombres. Tengo William Wilson de
Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de
Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote;
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge
Luis Borges; Un sueño realizado de
Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván
Ilich de Tolstoi; Cincuenta de los
grandes de Hemingway; Los soñadores
de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir...”
A renglón contiguo, el
autor de El perseguidor explica algo
sobre su elección: “Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son
obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los
cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma
característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la
de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no
haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto
(...)”.
Con seguridad, como los
demás fascinados por los libros, ese gigante también debía tener su lista de
novelas inolvidables, de ensayos inolvidables, de poemas inolvidables…
Jorge Luis Borges, por
su parte, no decía: “esta es mi lista”. Pero habló de las obras que le asombraron.
Y lo hizo, no una vez, sino varias veces, lo cual da cuenta de la fascinación.
Se ocupó de ellas en numerosos prólogos de creaciones universales, ensayos,
cuentos y poemas, con lo cual demostró que fue sincero al señalar la urgencia
de sentirse más orgulloso de los libros leídos —y, en su caso, releídos— que de
los escritos. No se cansó de elogiar piezas maravillosas, no con adjetivos,
sino con argumentos. Es moneda corriente —para usar una expresión suya presente
en la “Milonga de Manuel Flores”— su admiración por Las mil y una noches. Un libro de libros, un libro-mundo. “Uno
tiene ganas de perderse en Las mil y una
noches; uno sabe que entrando en ese libro puede olvidarse de su pobre
destino humano; uno puede entrar en un mundo, y ese mundo está hecho de unas
cuantas figuras arquetípicas y también de individuos”. Lo expresó en el ensayo
“Las mil y una noches”, incluido en el volumen Siete noches.
E indicó un resto de
cosas sobre esas historias que nos abrieron como ninguna otra el sentido mágico
del Oriente. “Otro autor cuya obra debemos agradecer todos es Chesterton,
heredero de Stevenson. El Londres fantástico en el que transcurren las
aventuras del padre Brown y del “Hombre que fue jueves”, no existiría si él no
hubiese leído a Stevenson. Y Stevenson no hubiera escrito sus Nuevas mil y una noches si no hubiese
leído Las mil y una noches. Las mil y una noches no son algo que ha
muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es
parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también”, mencionó en
el mismo ensayo.
El autor de Elogio de la sombra fue generoso en alabanzas para El corazón de las tinieblas, de Joseph
Conrad, esa novela corta sobre el colonialismo con sus violencias e iniquidades.
Lo consideraba “el más intenso relato que la
imaginación humana ha logrado”. Los Cuentos de Julio Cortázar
los tenía por superiores. De Franz Kafka valoraba América; de G. K. Chestertton mencionaba con especial
fervor El padre Brown y la cruz azul, y de Wilkie Collins, La piedra lunar.
Se sabe, porque él mismo
lo escribió en la revista Squire en 1935, que las obras favoritas de Ernest
Hemingway eran Anna Karenina y Guerra y paz, de Tolstoi; Cumbres borrascosas, de Emily
Brontë; Madame Bobary, de Flaubert; Los hermanos Karamázov, de
Dostoievski; Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain,
y Dublineses, de Joyce.
Las del aterrado y absurdo Samuel
Beckett, el de Esperando a Godot,
eran La vuelta al mundo en ochenta días, de
Julio Verne, y El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger. Él lo
mencionó en cartas.
Una autora de nuestro tiempo, la chilena Isabel
Allende ha revelado en entrevistas que entre las obras que más le gustan
están Las mil y una noches; Cien años de soledad, de García
Márquez; La mujer eunuco, de
Germaine Greer; Drácula , de Bram Stoker; Broken open, de Elizabeth Lesser, y La carretera, de
Cormac McCarthy.
Y, cómo no, también tengo mis listas. Entre los mejores cuentos del mundo encuentro El escarabajo de oro, de Poe; El policía y el himno, de O. Henry; Los asesinos, de E. Hemingway; Una rosa para Emily, de W. Faulkner; Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, de García Márquez; El libro de arena, de Borges; Una flor amarilla, de J. Cortázar; Las sepulcrales, de G. de Maupassant; Un recuerdo de Navidad, de T. Capote; La sombra en el cristal, de A. Christie; Podrida de dinero, de A. Munro.
Entre las creaciones de otros géneros, alucino con la Odisea, ¿de Homero?; las Fábulas, ¿de Esopo?; el Antiguo Testamento; Metamorfosis, de Ovidio; Calila y Dimna; la Divina comedia, de Dante; Lancelot, el caballero de la carreta, de Chrétien de Troyes; Las mil y una noches, de muchos; Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais; El Quijote, de Cervantes; Guerra y paz, de Tolstoi; Los miserables, de Hugo; El ruido y la furia, de Faulkner; Pedro Páramo, de Rulfo; Cien años de soledad, de García Márquez; La historia interminable, de Ende...
¿Por qué esos títulos? Podría decir: por las historias que someten y mantienen a uno cautivo; pero a veces —muchas veces— no son las historias las que lo vencen y lo convencen a uno. Es, ya lo saben, la manera de contarlas, la tensión, la intensidad, las atmósferas, las palabras, lo no dicho, los personajes impactantes… O mejor, no digo nada más para justificar un gusto, un aprecio, una exaltación. Lo cierto es que las cosas leídas, especialmente las poderosas —las que uno considera poderosas— llegan al fondo del ser y se hacen parte este, como las vivencias, los sueños, los recuerdos, los deseos y los pensamientos. Lo constituyen tanto como los músculos, los huesos, la sangre y las entrañas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario