(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 20 de junio de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/el-planeta-de-los-impavidos-LP24813901
En estos tiempos, muchos se quejan de la apatía, el individualismo y la indiferencia reinantes. En las letras no suceden las cosas de manera diferente.
El individualismo creciente de los últimos siglos ha ido derivando en la indiferencia. Incluso en la desidia. Hoy, solo a unos cuantos parece importarles la vida real y directa, en tanto que a muchos les interesa más la existencia virtual, que da la sensación de irrealidad. No se sienten los unos a los otros y las tribulaciones de los demás parecen apenas escenas de ficción que no alcanzan a considerarse.
Escasos son los que se inmutan por los problemas
colectivos, como el deterioro planetario por cuenta del cambio climático. Los
más indiferentes con este tema suelen ser —tanto países, como aparatos
productores y personas—, precisamente, los que más desechos y contaminación
producen. Para decirlo en términos adecuados, los que más honda huella de
carbono dejan a su paso.
Indiferencia también ante la pobreza, las guerras y
los cataclismos y, obviamente, ante las consecuencias de estos males, el
sufrimiento y el horror, suficientes para atormentar a varias generaciones.
De esto ha hablado la literatura. Tal vez los
indiferentes más grandes del mundo sean “Los jugadores de ajedrez”,
protagonistas de una de las Odas de
Ricardo Reich, uno de los heterónimos del portugués Fernando Pessoa. Ese
poema que parece también un cuento dice:
“Oí decir que antiguamente, cuando en Persia
hubo no sé qué guerra
y la invasión ardía en la Ciudad,
y gritaban las mujeres,
dos jugadores de ajedrez jugaban
su juego perpetuo.
A la sombra de un gran árbol contemplaban
el viejo tablero,
y a cada uno de los lados, esperando
sus momentos de calma,
habiendo ya movido la pieza
y esperando ahora al adversario,
una jarra de vino refrescaba
sobriamente su sed.
Ardían las casas y saqueadas eran
las arcas y las paredes.
Violadas las mujeres, eran colocadas
contra los derruidos muros
traspasadas por lanzas y los niños eran
sangre en las calles…
Pero donde ellos estaban, cerca de la ciudad
ajenos al estruendo,
los jugadores proseguían
con su partida de ajedrez".
Y así sigue el relato de la guerra, por un lado la
muerte asolando omnipresente en aquel sitio persa, la destrucción y la barbarie
y, por otro, la pasiva indiferencia de los jugadores. Vaya uno a saber si la
desidia se debía a que estaban desencantados de la vida por ingratas experiencias
o sabían algo que los otros no: nada valía la pena y era lo mismo vencer que
ser vencido. Tal vez intuían que, en la escala de valores, nadie podía afirmar
que un asunto fuera más importante que otro: más importante la guerra con fuego
y sangre librada bajo la mirada indolente de Zoroastro o aquella otra de la
ciudad cuadriculada en la que los muertos eran figuras de madera o piedra.
¿Cómo saber qué es trascendental y qué, fútil? Habrían de preguntarse aquellos
desdeñosos.
Otros
impasibles
Hay más como ellos. ¿Quién, si lo ha leído, puede
sacar de su mente a Bartleby, el escribiente, protagonista del relato homónimo
de Herman Melville? Por mi parte, lo considero uno de los personajes mejor
caracterizados de la literatura universal y de todos los tiempos. A la oficina
de un abogado de Wall Street, narrador del cuento, llega Bartleby a engrosar la
nómina de los escribientes o copistas. El narrador lo describe, tras verlo
llegar a tomar el puesto. “Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra,
lamentablemente decente, incurablemente desolada!”. Habría de conjeturarse que
se trataba de un ser solitario. Ubicado, por disposición del jefe, en el último
rincón del despacho, Bartleby estaba ocupado en transcribir “cartas muertas”,
esas que al llegar, el destinatario había fallecido. Así, en los mismos sobres
de las misivas, no pocas veces había también anillos, fotografías o mechones de cabello.
El narrador tenía en sus planes pedir a nuestro
héroe que ayudara en la revisión de documentos copiados por los empleados.
Ellos solían ayudarse entre dos en estos menesteres. Mientras uno leía la copia,
el otro iba siguiendo el original, para cerciorarse de que hubiera quedado
correctamente transcrito. La primera vez que se le ocurrió llamar a Bartleby para
tal efecto, el pálido sujeto contestó: “Preferiría no hacerlo” (I would prefer not to). Y así, cada vez que se le
solicitaba la ejecución de un trabajo, contestaba de igual manera.
“Con cualquier otra persona me
hubiera entregado ahí mismo a una ira espantosa, y, sin decir más, lo habría lanzado
ignominiosamente de mi presencia. Pero había algo en Bartleby que no solo me
desarmaba de forma extraña, sino que de manera prodigiosa me llegaba y me desconcertaba.
Comencé a razonar con él.
—Son sus propias copias las que vamos
a examinar. Le economiza trabajo, porque un único examen responderá por los
cuatro textos. Se trata de un uso generalizado. Todo copista tiene que ayudar a
examinar su copia. ¿No es así? ¿No va a hablar? ¡Responda!
—Preferiría no hacerlo —replicó con
tono aflautado. Me daba la impresión de que, mientras yo me dirigía a él,
ponderaba cuidadoso cada una de mis afirmaciones; que comprendía plenamente su
significado; que no podría oponerse a una conclusión irresistible; pero que,
simultáneamente, alguna poderosa consideración prevalecía en él, haciéndolo
responder como lo hacía”.
Uno descubre —claro, el autor lo conduce
a uno con delicadeza a llegar a esta conclusión— que no era egoísmo. Bartleby
no era un sujeto egoísta ni perezoso ni arrogante ni antipático. Transmitía, por
medio de sus palabras, gestos y actitudes, la sensación de que en este mundo la
suerte está echada, haga uno lo que haga; no vale la pena mover un dedo en una
u otra dirección y si se hace, en cualquiera de ellas, da lo mismo. Echar a
andar o quedarse quieto. Hablar o permanecer callado. Hacer o no hacer.
Con el tiempo, Bartleby se fue
quedando en la oficina, como si hubiera optado por vivir allí, sustentándose
apenas con galletas de jengibre. Más tarde lo llevaron preso por vagabundo y,
encerrado, no parecía extrañar tampoco la libertad. Todo era lo mismo que nada.
Impávido en la tormenta
Hay otro personaje indiferente e
incluso sin voluntad: el capitán MacWhirr, del vapor Nan-Shan, personaje
central de Tifón, de Joseph Conrad. Desde las primeras líneas nos damos
cuenta de la clase de glaciar con el que nos las veremos en esa historia que
transcurre en los mares de oriente.
“El capitán MacWhirr, del vapor Nan-Shan,
tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una
réplica exacta de su carácter: no presentaba ninguna marcada característica de
firmeza ni de estupidez; en realidad, no se distinguía en absoluto por ninguna
característica pronunciada; era sencillamente vulgar, impasible e inexpresiva”.
Sin pasiones ni emociones, como si
se tratara de una persona que se hubiera pasado la vida sentada frente a una
pared sin ventana, este sujeto difería de cuantos marineros nos ha mostrado la
literatura y presentado la vida.
Hijo de un tendero de Belfast,
nadie se imaginaba qué lo había empujado a ser hombre de mar. Lo mismo hubiera
podido ser un oficinista o un sastre, como si los humanos no tuviéramos la
posibilidad de elegir, sino que el destino, un río en cuya corriente uno se
abandona como la hoja que cae de alguno de los árboles de la orilla, hace de
uno lo que quiere. En palabras del
autor, como si “una mano invisible, potente e inmensa, que, introduciéndose en
el hormiguero de la tierra, atenazara hombros, entrechocara cabezas y girara
las caras inconscientes de la multitud hacia objetivos inconcebibles y
direcciones nunca soñadas”. ¡Con cuántas personas así se cruza uno en la vida!
A MacWhirr lo llamaron a encargarse
de un navío imponente. Un ascenso, sin duda, pues antes nunca había sido capitán.
Una O de asombro se dibujó en las caras de muchos, al saberlo. Él, en cambio,
como si le hubieran dicho que doblara el cuello de su camisa o lo hubieran
invitado a tomar una menta de la confitera del escritorio, apenas asintió, sin
mostrar emoción alguna, y, acto seguido,
agarró su paraguas, infaltable en los paseos por tierra, emitió una observación
sobre la mala calidad de la cerraduras de las puertas de hoy en día y se marchó.
En la expedición de la que se
ocupa el relato, llevaba una carga para él desdeñable: doscientos culis chinos —los
culíes eran peones orientales, especialmente ocupados como cargadores en
América insular y continental, después de abolida la esclavitud, a quienes,
después de unos ocho años de trabajo, compensaban con una miserable paga y el transporte
de regreso a casa—. Cada uno abrazaba su baúl con su ropa y monedas como si
fuera un tesoro. El capitán no los consideraba pasajeros.
La amenaza del tifón —la
oscuridad, los nubarrones negros revolviéndose a cierta distancia y, después,
el viento; un viento huracanado, último de los elementos en llegar a bordo del Nan-Shan,
que zarandeaba el barco como si se tratara de una chalupa, y arrastraba a tripulantes
y viajeros de la proa a la popa, los abofeteaba con golpes de agua y amenazaba
a cada instante lanzarlos por la borda— que la olía cualquiera de los navegantes,
no forzó a MacWhirr a desviar el rumbo para esquivarlo. Los marineros le
recomendaron rodear la tormenta a cierta distancia para no perecer. Entre
ellos, el más insistente, el señor Jukes, segundo de a bordo.
“—Un temporal es un temporal,
señor Jukes —resumió el capitán— y un barco a vapor como este tiene que hacerle
frente. Hay muchos temporales alrededor del mundo, y lo correcto es enfrentarse
a ellos, sin ninguna de esas «estrategias de tormenta» (…).
Al parecer, el fenómeno natural
conseguirá sacarlo levemente de su inercia, aunque quién sabe si todavía estará
a tiempo de salvar la expedición.
Desde antiguo
Pero ¿por qué nos extrañamos de
los seres indiferentes, si no son exclusivos de los tiempos que corren? ¿No se
comportaban con indiferencia los dioses del Olimpo, incluso con indolencia, con
la especie humana? Solo de tarde en tarde, alguno de ellos —egocéntrico y
pasional— tenía un interés utilitarista, juguetón o libidinoso con uno u otra
mortales; a los demás, es decir, a la humanidad entera, ¡que se fuera al Hades!
Y se referían a ellos —es decir, a nosotros— con cierto fastidio por tratarse
de seres mortales, débiles e incompletos. Ni siquiera Prometeo, “el titán amigo
de los mortales”, era diferente. Si robó el fuego para dárselos a los hombres,
no fue porque le importara algo más que un pito la suerte de los humanos. Qué
va. Estaba enojado con Zeus y se propuso ofenderlo, más que favorecer a unos bípedos
insignificantes. No se diga otra cosa.
Lo que sí puede afirmarse es que la
modernidad, al elevar el papel del individuo en la sociedad, promover su
autonomía, su libertad y su posibilidad de tomar decisiones, produce impávidos por
multitudes.
En la historia del desarrollo de las ideas, es sin duda, un
avance grandioso el pensar por uno mismo y tener autonomía. Sin olvidar la
propuesta de la ilustración y que después retoman algunas corrientes
filosóficas como el existencialismo, que esa autonomía de pensamiento y esa
libertad de elección deben ir acompañadas de responsabilidad. Porque los actos
de los individuos tienen efectos. Y del mismo modo en que un sujeto se
beneficia de los derechos de pensar, decir y escoger, debe hacerse cargo de las
consecuencias. El cerrajero debe limpiar la limalla.
Pero
volvamos a esos dos fascinantes jugadores de ajedrez, grandes maestros de la
inmutabilidad. En las tres últimas estrofas, Ricardo Reich termina por explicarse
tal actitud, así como por justificarla y celebrarla:
“Lo que
arrancamos de esta inútil vida
tanto
vale si es
la
gloria, la fama, el amor, la vida,
como si
solo fuese
el
recuerdo de una partida bien jugada
y una partida
ganada
a un
mejor adversario.
La gloria
pesa como un fardo rico,
la fama
como la fiebre,
el amor
cansa, porque va en serio y busca,
la
ciencia nunca encuentra,
y la vida
pasa y duele porque lo sabe…
El juego
de ajedrez,
toma todo
el alma, pero, perdido, poco
pesa,
pues no es nada.
Ah, bajo
las sombras que sin querer nos aman
con una
jarra de vino al lado,
y atentos
solo a la faena inútil
del juego
de ajedrez,
aunque el
juego sea solo un sueño
y no haya
compañero,
imitemos
a los persas de esta historia
y en
cuanto, allá lejos,
cerca o
lejos, la patria y la vida
nos
llamen, dejemos
que en
vano nos llamen, cada uno de nosotros
bajo las
amigas sombras
soñando,
él los compañeros, y el ajedrez
su
indiferencia.
Un escrito, unas descripciones, realistas y más comunes de lo que queremos creer, sociologicamenfe a eso se le podría llamar enajenacion...
ResponderBorrar