viernes, 28 de junio de 2024

La inflación del ego

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 28 de junio de 2024)


https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/la-inflacion-del-ego-CG24880828



Los adjetivos soberbio, vanidoso y demás afines, parecen existir más que nada para hablar de escritores, poetas y artistas en general.

 


Narciso, de Caravaggio.


Otra vez vuelve a la mente Fernando González en el año en que se cumplen 60 años de su muerte. Ahora es por el tema de la vanidad, que a propósito de muerte, esta se encarga de llevársela o evaporarla. Y no solo se la lleva o la evapora cuando llega la hora última, en la que los humanos se despojan de vicios y virtudes como de una piyama raída, sino que la sola certeza del final, hace absurda o, más que absurda, ridícula cualquier forma de soberbia.


En Los negroides, el filósofo explica desde la primera página:


“Vanidad significa carencia de sustancia; apariencia vacía. Decimos “vano de la ventana”, fruto vano” (…)

Acto de vanidad es el ejecutado para ser considerado socialmente. Aparentar es el fin del vanidoso.

Vanidoso es quien obra, no por íntima determinación, sino atendiendo a la consideración social.

Vanidad es la ausencia de motivos íntimos, propios, y la hipertrofia del deseo de ser considerado”.


¿Y a qué vino tal evocación de las enseñanzas de González? Fue a partir de una conversación suscitada durante una sesión del taller de narrativa A mano alzada, que sucede, por cierto, en Otraparte, la casa museo del autor, aunque no recuerdo bien por qué alguno de los integrantes llegó a la pregunta: ¿por qué muchos escritores, aun más los poetas, y los artistas en general, son vanidosos o tienen el ego tan elevado?


Esta pregunta es pertinente; es resultado de una realidad incontestable. Gran número de escritores, poetas y artistas van por el mundo como levitando. Cuando se dirigen a los demás, a esos otros que sí huellan con sus pies la tierra, lo hacen como desde un escenario que ellos, sin duda, deben imaginar. (Los hay en otras áreas, como las de los médicos y los abogados, lo sé, pero ahora estamos hablando de los escritores, poetas y artistas.)


Pocas cosas tan fastidiosas como relacionarse con esa multitud de presumidos, que miran a los demás como desde lo alto de un campanario. Y nada tan deprimente como notar la genuflexión, la actitud aduladora de muchas personas hacia los creadores. A veces pienso, no sé, que los escritores, poetas y artistas envanecidos suponen que con su pose deslumbran al mundo, y quienes los adulan consideran que son más grandes que aquellos otros escritores, poetas y artistas sencillos.


A propósito, Tomás Eloy Martínez, el escritor y periodista argentino, en el Vuelo de la reina —una novela en la que un periodista soberbio se obsesiona con acceder a los afectos de una colega mucho más joven—, expresa su maravilla por hallar en nuestro idioma tantas palabras para referirse a esa peste, la de la soberbios en general. “Vanidad, vanagloria, presunción, jactancia, menosprecio, altanería, fatuidad.  Todos son variables de la soberbia” (…). “Creo que no en todas las lenguas hay tantas formas de decir lo mismo”. Y lanza esta perla: “el extremo mayor de la soberbia es creerse hijo de Dios”.


Puedo suponer que Tomás Eloy Martínez (1934-2010) era consciente de que no hay sinónimos en estricto sentido de la palabra. Los vocablos, aunque designen asuntos similares, poseen una sutil diferencia entre ellos y, por tanto, quien habla o escribe debe escoger el que resulte preciso en su mensaje. Sin embargo, es innegable la semejanza de sus significados. Y parecido también el hartazgo que en sus pobres interlocutores causa el vanidoso, el que se vanagloria, el presumido, el jactancioso, el menospreciativo, el altanero o el fatuo.


Volviendo al cuento, no tiene que ser así. Los creadores no tienen que ser petulantes. De hecho, existen escritores y poetas sencillos, y unos tantos, incluso, humildes. Los conozco. Por ejemplo… a ver… esperen… sí… los hay… sé de algunos. Ya hablaré de ellos.


Mientras halló sus nombres —los tengo guardados en un cajóncito de la neurona treintaitrés—, pensemos por un momento, que tal vez los más grandes y los más sabios no deben tener un ápice de vanidosos. Porque entienden que ninguna acción humana es perfecta. Que por nuestras realizaciones tenemos una deuda impagable con millones de seres que nos han antecedido en su paso por la Tierra y no han ahorrado esfuerzos para aportar al desarrollo de las ideas. Dicho de otro modo, nuestros pensamientos y creaciones son la suma de millones de pensamientos y creaciones anteriores, solo que transformados, recreados y a veces, solo a veces, algo enriquecidos a la manera de cada uno. En suma, porque estamos sostenidos en hombros de gigantes, como suele decirse.


Además, hay otra razón para no envanecerse. La expresó como pocos Porfirio Barba Jacob en su “Balada de la loca alegría”:


"La muerte viene, todo será polvo:

¡polvo de Hidalgo, polvo de Bolívar,

polvo en la urna, y rota ya la urna,

polvo en la ceguedad del aquilón!”


 

Un sabio como el mismo González ¿qué de vanidoso podría tener? No lo digo solo por lo enseñado en Los negroides, sino por toda una filosofía que considera la autenticidad y la autoexpresión dos claves de la trascendencia. Él se vació en los libros, se desnudó, como dice él, y alguien desnudo pierde cualquier posibilidad de envanecerse.


¿Cómo podría ser vanidoso Franz Kafka, ese sujeto tímido y enfermizo, que explora la insignificancia del ser humano, criatura condenada a un destino cruel e impredecible? Según sus amigos, no creía en la importancia de su obra ni le interesaba el reconocimiento. Por eso, desde el lecho en el que habría de morir de tuberculosis, ordenó que quemaran todas sus creaciones.


La arrogancia, dicen los psicólogos, es una compensación que ocurre en el ego de un ser, como producto de tener una autoimagen inflada. Sí, sí, como Narciso, el personaje de la mitología griega, hijo del dios fluvial Céfiso y la ninfa azul Liríope. Yo también estaba pensando en ese. Por su engreimiento, Némesis lo castigó haciendo que se enamorara de su propia imagen. Pero uno dice, este personaje era más que un pobre human(it)o mortal. Tenía de qué envanecerse. Pero no, tampoco. La soberbia es fastidiosa en hombres y dioses.


Por supuesto, bromeaba cuando fingía no conocer escritores, poetas y artistas sencillos. Muchos de ellos no son odiosos. Esto es obvio. Pero, no los mencionaré, no sea que se les suba el halago a la cabeza y se echen a perder.


Creo que escritores, poetas, artistas e incluso periodistas pedantes o presumidos van perdiendo ante la vida. Los creadores vivimos del contacto con las personas de todas las clases y pelambres. De observarlas, de hablar con ellas para conocer sus historias que quizá después habremos de contar. Si alguien llega encaramado en los zancos de la soberbia, establece una barrera que no puede romperse ni siquiera a golpes de mazo y cincel.


La permanencia de Foucault

(Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 24 al 30 de junio de 2024)

 


Oí decir que Michel Foucault pretendía escribir para dejar tirados a los lectores a un lado del camino, desde las primeras líneas. Mientras mayor número de ellos iba renunciando a la lectura, mejor. He hallado que este comentario es falso, pues no es cierto que su expresión sea indescifrable.


Este francés, de quien se cumplen 40 años de muerto el 25 de junio, fue filósofo, historiador, sociólogo y psicólogo. Pensador brillante y profesor de universidades de Francia y Estados Unidos, dejó varias “cajas de herramientas” —así solía llamar a sus libros— sobre asuntos que interesan a cualquiera que se llame integrante de una sociedad. Foucault nació en 1926.


Por ejemplo, en Vigilar y castigar hace un recuento de la evolución de la sanción a los delincuentes, las prisiones y la tecnología del castigo. La tortura en épocas monárquicas; después, la disciplina; más tarde, la duración de las penas y, recientemente, los panópticos que mantienen vigilado a todo el mundo, no solo a los convictos.


Algunos de sus libros son: Historia de la locura en la época clásica, Las palabras y las cosas, La arqueología del saber, Historia de la sexualidad y La hermenéutica del sujeto. En este, reinterpreta el principio griego de “conócete a ti mismo”. Considera incompleta la explicación que se le ha dado. Sugiere que la intención de Sócrates al instar a cada uno a volcarse al autoconocimiento, era que adoptara, más que una actitud pasiva, la idea de ocuparse “de sí mismos y de su propia virtud”. Cuidar de sí para luego establecer relaciones con los demás.

sábado, 22 de junio de 2024

El planeta de los impávidos

(Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano el 20 de junio de 2024)


 https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/el-planeta-de-los-impavidos-LP24813901



En estos tiempos, muchos se quejan de la apatía, el individualismo y la indiferencia reinantes. En las letras no suceden las cosas de manera diferente.

 

El individualismo creciente de los últimos siglos ha ido derivando en la indiferencia. Incluso en la desidia. Hoy, solo a unos cuantos parece importarles la vida real y directa, en tanto que a muchos les interesa más la existencia virtual, que da la sensación de irrealidad. No se sienten los unos a los otros y las tribulaciones de los demás parecen apenas escenas de ficción que no alcanzan a considerarse.


Escasos son los que se inmutan por los problemas colectivos, como el deterioro planetario por cuenta del cambio climático. Los más indiferentes con este tema suelen ser —tanto países, como aparatos productores y personas—, precisamente, los que más desechos y contaminación producen. Para decirlo en términos adecuados, los que más honda huella de carbono dejan a su paso.


Indiferencia también ante la pobreza, las guerras y los cataclismos y, obviamente, ante las consecuencias de estos males, el sufrimiento y el horror, suficientes para atormentar a varias generaciones.


De esto ha hablado la literatura. Tal vez los indiferentes más grandes del mundo sean “Los jugadores de ajedrez”, protagonistas de una de las Odas de Ricardo Reich, uno de los heterónimos del portugués Fernando Pessoa. Ese poema que parece también un cuento dice:


“Oí decir que antiguamente, cuando en Persia

hubo no sé qué guerra

y la invasión ardía en la Ciudad,

y gritaban las mujeres,

dos jugadores de ajedrez jugaban

su juego perpetuo.

 

A la sombra de un gran árbol contemplaban

el viejo tablero,

y a cada uno de los lados, esperando

sus momentos de calma,

habiendo ya movido la pieza

y esperando ahora al adversario,

una jarra de vino refrescaba

sobriamente su sed.

 

Ardían las casas y saqueadas eran

las arcas y las paredes.

Violadas las mujeres, eran colocadas

contra los derruidos muros

traspasadas por lanzas y los niños eran

sangre en las calles…

Pero donde ellos estaban, cerca de la ciudad

ajenos al estruendo,

los jugadores proseguían

con su partida de ajedrez".

 

Y así sigue el relato de la guerra, por un lado la muerte asolando omnipresente en aquel sitio persa, la destrucción y la barbarie y, por otro, la pasiva indiferencia de los jugadores. Vaya uno a saber si la desidia se debía a que estaban desencantados de la vida por ingratas experiencias o sabían algo que los otros no: nada valía la pena y era lo mismo vencer que ser vencido. Tal vez intuían que, en la escala de valores, nadie podía afirmar que un asunto fuera más importante que otro: más importante la guerra con fuego y sangre librada bajo la mirada indolente de Zoroastro o aquella otra de la ciudad cuadriculada en la que los muertos eran figuras de madera o piedra. ¿Cómo saber qué es trascendental y qué, fútil? Habrían de preguntarse aquellos desdeñosos.

 


Otros impasibles

Hay más como ellos. ¿Quién, si lo ha leído, puede sacar de su mente a Bartleby, el escribiente, protagonista del relato homónimo de Herman Melville? Por mi parte, lo considero uno de los personajes mejor caracterizados de la literatura universal y de todos los tiempos. A la oficina de un abogado de Wall Street, narrador del cuento, llega Bartleby a engrosar la nómina de los escribientes o copistas. El narrador lo describe, tras verlo llegar a tomar el puesto. “Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada!”. Habría de conjeturarse que se trataba de un ser solitario. Ubicado, por disposición del jefe, en el último rincón del despacho, Bartleby estaba ocupado en transcribir “cartas muertas”, esas que al llegar, el destinatario había fallecido. Así, en los mismos sobres de las misivas, no pocas veces había también anillos, fotografías o mechones de cabello.


El narrador tenía en sus planes pedir a nuestro héroe que ayudara en la revisión de documentos copiados por los empleados. Ellos solían ayudarse entre dos en estos menesteres. Mientras uno leía la copia, el otro iba siguiendo el original, para cerciorarse de que hubiera quedado correctamente transcrito. La primera vez que se le ocurrió llamar a Bartleby para tal efecto, el pálido sujeto contestó: “Preferiría no hacerlo” (I would prefer not to). Y así, cada vez que se le solicitaba la ejecución de un trabajo, contestaba de igual manera.


“Con cualquier otra persona me hubiera entregado ahí mismo a una ira espantosa, y, sin decir más, lo habría lanzado ignominiosamente de mi presencia. Pero había algo en Bartleby que no solo me desarmaba de forma extraña, sino que de manera prodigiosa me llegaba y me desconcertaba. Comencé a razonar con él.


—Son sus propias copias las que vamos a examinar. Le economiza trabajo, porque un único examen responderá por los cuatro textos. Se trata de un uso generalizado. Todo copista tiene que ayudar a examinar su copia. ¿No es así? ¿No va a hablar? ¡Responda!


—Preferiría no hacerlo —replicó con tono aflautado. Me daba la impresión de que, mientras yo me dirigía a él, ponderaba cuidadoso cada una de mis afirmaciones; que comprendía plenamente su significado; que no podría oponerse a una conclusión irresistible; pero que, simultáneamente, alguna poderosa consideración prevalecía en él, haciéndolo responder como lo hacía”.


Uno descubre —claro, el autor lo conduce a uno con delicadeza a llegar a esta conclusión— que no era egoísmo. Bartleby no era un sujeto egoísta ni perezoso ni arrogante ni antipático. Transmitía, por medio de sus palabras, gestos y actitudes, la sensación de que en este mundo la suerte está echada, haga uno lo que haga; no vale la pena mover un dedo en una u otra dirección y si se hace, en cualquiera de ellas, da lo mismo. Echar a andar o quedarse quieto. Hablar o permanecer callado. Hacer o no hacer.


Con el tiempo, Bartleby se fue quedando en la oficina, como si hubiera optado por vivir allí, sustentándose apenas con galletas de jengibre. Más tarde lo llevaron preso por vagabundo y, encerrado, no parecía extrañar tampoco la libertad. Todo era lo mismo que nada.

 


Impávido en la tormenta

Hay otro personaje indiferente e incluso sin voluntad: el capitán MacWhirr, del vapor Nan-Shan, personaje central de Tifón, de Joseph Conrad. Desde las primeras líneas nos damos cuenta de la clase de glaciar con el que nos las veremos en esa historia que transcurre en los mares de oriente.


“El capitán MacWhirr, del vapor Nan-Shan, tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter: no presentaba ninguna marcada característica de firmeza ni de estupidez; en realidad, no se distinguía en absoluto por ninguna característica pronunciada; era sencillamente vulgar, impasible e inexpresiva”.


Sin pasiones ni emociones, como si se tratara de una persona que se hubiera pasado la vida sentada frente a una pared sin ventana, este sujeto difería de cuantos marineros nos ha mostrado la literatura y presentado la vida.


Hijo de un tendero de Belfast, nadie se imaginaba qué lo había empujado a ser hombre de mar. Lo mismo hubiera podido ser un oficinista o un sastre, como si los humanos no tuviéramos la posibilidad de elegir, sino que el destino, un río en cuya corriente uno se abandona como la hoja que cae de alguno de los árboles de la orilla, hace de uno lo que quiere.  En palabras del autor, como si “una mano invisible, potente e inmensa, que, introduciéndose en el hormiguero de la tierra, atenazara hombros, entrechocara cabezas y girara las caras inconscientes de la multitud hacia objetivos inconcebibles y direcciones nunca soñadas”. ¡Con cuántas personas así se cruza uno en la vida!


A MacWhirr lo llamaron a encargarse de un navío imponente. Un ascenso, sin duda, pues antes nunca había sido capitán. Una O de asombro se dibujó en las caras de muchos, al saberlo. Él, en cambio, como si le hubieran dicho que doblara el cuello de su camisa o lo hubieran invitado a tomar una menta de la confitera del escritorio, apenas asintió, sin mostrar emoción alguna,  y, acto seguido, agarró su paraguas, infaltable en los paseos por tierra, emitió una observación sobre la mala calidad de la cerraduras de las puertas de hoy en día y se marchó.


En la expedición de la que se ocupa el relato, llevaba una carga para él desdeñable: doscientos culis chinos —los culíes eran peones orientales, especialmente ocupados como cargadores en América insular y continental, después de abolida la esclavitud, a quienes, después de unos ocho años de trabajo, compensaban con una miserable paga y el transporte de regreso a casa—. Cada uno abrazaba su baúl con su ropa y monedas como si fuera un tesoro. El capitán no los consideraba pasajeros.


La amenaza del tifón —la oscuridad, los nubarrones negros revolviéndose a cierta distancia y, después, el viento; un viento huracanado, último de los elementos en llegar a bordo del Nan-Shan, que zarandeaba el barco como si se tratara de una chalupa, y arrastraba a tripulantes y viajeros de la proa a la popa, los abofeteaba con golpes de agua y amenazaba a cada instante lanzarlos por la borda— que la olía cualquiera de los navegantes, no forzó a MacWhirr a desviar el rumbo para esquivarlo. Los marineros le recomendaron rodear la tormenta a cierta distancia para no perecer. Entre ellos, el más insistente, el señor Jukes, segundo de a bordo.


“—Un temporal es un temporal, señor Jukes —resumió el capitán— y un barco a vapor como este tiene que hacerle frente. Hay muchos temporales alrededor del mundo, y lo correcto es enfrentarse a ellos, sin ninguna de esas «estrategias de tormenta» (…).


Al parecer, el fenómeno natural conseguirá sacarlo levemente de su inercia, aunque quién sabe si todavía estará a tiempo de salvar la expedición.

 


Desde antiguo

Pero ¿por qué nos extrañamos de los seres indiferentes, si no son exclusivos de los tiempos que corren? ¿No se comportaban con indiferencia los dioses del Olimpo, incluso con indolencia, con la especie humana? Solo de tarde en tarde, alguno de ellos —egocéntrico y pasional— tenía un interés utilitarista, juguetón o libidinoso con uno u otra mortales; a los demás, es decir, a la humanidad entera, ¡que se fuera al Hades! Y se referían a ellos —es decir, a nosotros— con cierto fastidio por tratarse de seres mortales, débiles e incompletos. Ni siquiera Prometeo, “el titán amigo de los mortales”, era diferente. Si robó el fuego para dárselos a los hombres, no fue porque le importara algo más que un pito la suerte de los humanos. Qué va. Estaba enojado con Zeus y se propuso ofenderlo, más que favorecer a unos bípedos insignificantes. No se diga otra cosa. 


Lo que sí puede afirmarse es que la modernidad, al elevar el papel del individuo en la sociedad, promover su autonomía, su libertad y su posibilidad de tomar decisiones, produce impávidos por multitudes.


En la historia del desarrollo de las ideas, es sin duda, un avance grandioso el pensar por uno mismo y tener autonomía. Sin olvidar la propuesta de la ilustración y que después retoman algunas corrientes filosóficas como el existencialismo, que esa autonomía de pensamiento y esa libertad de elección deben ir acompañadas de responsabilidad. Porque los actos de los individuos tienen efectos. Y del mismo modo en que un sujeto se beneficia de los derechos de pensar, decir y escoger, debe hacerse cargo de las consecuencias. El cerrajero debe limpiar la limalla.


Pero volvamos a esos dos fascinantes jugadores de ajedrez, grandes maestros de la inmutabilidad. En las tres últimas estrofas, Ricardo Reich termina por explicarse tal actitud, así como por justificarla y celebrarla:


“Lo que arrancamos de esta inútil vida

tanto vale si es

la gloria, la fama, el amor, la vida,

como si solo fuese

el recuerdo de una partida bien jugada

y una partida ganada

a un mejor adversario.

 

La gloria pesa como un fardo rico,

la fama como la fiebre,

el amor cansa, porque va en serio y busca,

la ciencia nunca encuentra,

y la vida pasa y duele porque lo sabe…

El juego de ajedrez,

toma todo el alma, pero, perdido, poco

pesa, pues no es nada.

 

Ah, bajo las sombras que sin querer nos aman

con una jarra de vino al lado,

y atentos solo a la faena inútil

del juego de ajedrez,

aunque el juego sea solo un sueño

y no haya compañero,

imitemos a los persas de esta historia

y en cuanto, allá lejos,

cerca o lejos, la patria y la vida

nos llamen, dejemos

que en vano nos llamen, cada uno de nosotros

bajo las amigas sombras

soñando, él los compañeros, y el ajedrez

su indiferencia.

 

 


viernes, 21 de junio de 2024

Con lo que salió Escobar

 (Columna Río de Letras publicada en el diario ADN en la semana del 17 al 23 de junio de 2024)

 


Miren con lo que salió Octavio Escobar Giraldo, el autor de Manizales. Sí, el mismo de Cada oscura tumba, sobre falsos positivos, y el de esa otra historia en la que se visita Sulaco, la ciudad creada por Joseph Conrad, el escritor marinero.


Miren, pues, ya con lo que salió. Con una novela bien tejida de ciencia ficción titulada Cassiani. Una maraña de catacumbas subyace en una “Bogotá otra”, como me indica en la dedicatoria escrita con bolígrafo en la página del título. Unas galerías fueron construidas en tiempos prehispánicos por antiguos pobladores; otras, en época colonial, por los españoles para ocultar tesoros, y las demás, en tiempos recientes, por guerreros y otros seres que, como topos, viven a escondidas. Es el escenario de una realidad distópica, alentada con las sensaciones de incertidumbre, desconfianza y pobreza dejadas por una pandemia reciente.


Kike, el narrador, no está seguro de muchas cosas. Sigue alelado a Cassiani, valiente y misteriosa, nacida en San Basilio de Palenque y que, siendo niña, fue trasplantada del calor al frío. La acción perdura de principio a fin. La disputa entre Bibliotequeros y Conciliares genera tensión. Hechos y elementos nada comunes pasan ante los ojos del lector.


¿Qué buscan, qué hallan los héroes en las vías subterráneas? Es preciso entrar en ellas para saberlo. “Así que afronté el descenso. La luz amarilla se fue desvaneciendo y no quedaba más que confiar en el ritmo de mis pies y manos, en que la escalera estuviera bien fija y la distancia entre las barras no cambiara. Olía a concreto viejo y a moho (…)”.

jueves, 20 de junio de 2024

Afilar una lengua nueva

Columna publicada en la revista Generación de El Colombiano, el 19 de junio de 2024)



https://www.elcolombiano.com/generacion/criticos/afilar-una-lengua-nueva-BP24813406



En la lengua viaja la cultura de un pueblo. Aprender una diferente a la materna tiene su complejidad. Más aun el intento de hacer con ella literatura.

 


Hay pocas cosas más trascendentales en la vida de un ser que la de irse de casa. Por cualquier motivo: el deseo de independencia, la imposición de otros o el rigor de la Naturaleza iracunda.


Entre esas pocas cosas más trascendentales está la de migrar de idioma. Nacer y aprender a hablar en uno y, de pronto, irse a vivir a otro. Porque uno le debe la vida a la lengua. Con ella subsiste, se relaciona con otros seres para ganarse el pan como suele decirse y alcanzar cualquier nivel de desarrollo personal. Con la lengua se expresan deseos, sentimientos, necesidades y creencias. Por eso, complicado resulta aprender otro idioma y, por medio de él, una cultura diferente.


En la escala de dificultades por la que estamos ascendiendo, tal vez en un escaño más alto esté el de intentar hacer arte con el nuevo idioma. Por tal motivo he mirado con cierto arrobamiento a aquellos creadores que han migrado del idioma materno a otro y hecho literatura y poesía en el que han adoptado o, mejor dicho, en el que los ha adoptado a ellos. Y con cierto asombro a aquellos que lo han hecho de forma brillante.


Uno de los casos más admirables es el de Milan Kundera. El autor checo comenzó primero a perder su patria y hasta su identidad, desde la expulsión del Partido Comunista en 1950, cinco años después de haber ingresado, por supuestas acciones en contra del organismo. Tal incidente le sirvió de tema en La broma, novela de 1967, una sátira al totalitarismo en la era comunista. A Ludvik Jahn, el personaje central, lo excluyen del Partido, envían al exilio y condenan a trabajar en las minas. Todo por un chiste que le hace a su novia en una carta en la que alude a Troski. Con los años, las grandiosas novelas del escritor —La insoportable levedad del ser, La vida está en otra parte, La despedida…— fueron prohibidas en su país. Kundera, desempleado, debió resolver la subsistencia con trabajos informales e incipientes, como el de profesor de piano o escritor del tarot en una revista, pues, para lo primero tenía inmenso dominio y para lo segundo, gran imaginación.


Sin nacionalidad, porque el gobierno se la retiró, entendió que la vida estaba en otra parte. Emigró a París con su esposa, Vera Hrabankova. Allí se hizo profesor de literatura y fue adaptándose a la cultura y al idioma. Escribió todavía algunas obras en checo —El libro de la risa y el olvido y La inmortalidad— y, a partir de 1993 —dieciocho años después de su llegada— comenzó a crear en francés directamente. En este idioma escribió las novelas La lentitud, La identidad, La ignorancia y La fiesta de la insignificancia, así como los ensayos El telón (sobre el arte de la novela), Los testamentos traicionados y Un reencuentro (varios escritos sobre el totalitarismo). Y tanto en checo como en francés, sus obras rebozan de reflexiones y humor negro.


 

Absurdo

Al francés también fue a dar, muchos años antes, Samuel Beckett, el irlandés que llevó una vida agitada y tormentosa. Agitada, porque se vio envuelto en líos de faldas, como cuando sostuvo romances con tres mujeres por separado y sin consenso, de modo que no podría hablarse de un antecedente del poliamor; fue blanco de escándalos jurídicos y señalado de ateo en su país natal de catolicismo acérrimo; estuvo inmiscuido en militancias políticas anti nazis; se ganó la vida como recadero; sedujo a la hija de James Joyce, Lucía, solo por acercarse al genial autor del Ulises (lo cual él mismo le revelaría, causándole, no solo el consabido descorazonamiento, sino esquizofrenia). Y tormentosa porque peleó con su madre; sufrió lo indecible tras la muerte de su padre, al punto que lo internaron en un hospital psiquiátrico durante meses, y, más que nada, porque entendía que ni la vida ni el mundo tienen sentido y Dios no existe. Era un sujeto pesimista que expresó la tragedia con un humor sazonado en la salsa del existencialismo. Después de algunas obras en inglés —las novelas Molloy y Malone muere, y el ensayo Proust, entre otras— y de decir abiertamente que prefería una Francia en guerra que una Irlanda en paz, se radicó en el país galo. Y fue en la Ciudad Luz y en francés que escribió lo más grueso de su obra: la novela El innombrable y las piezas teatrales Los días felices, Acto sin palabras, La última cinta (llevada a las tablas por el Teatro Oficina Central de los Sueños, con actuación de Ramiro Tejada y dirección de Jaiver Jurado) y Esperando Godot (que puso en escena el Teatro Matacandelas, con dirección de Cristóbal Peláez).


El absurdo beckettiano hace que la vida resulte una tragicomedia. Para referirnos solo a las dos últimas obras mencionadas, digamos que con La última cinta, el autor encontró su camino literario. En ella, un sujeto avejentado, aislado en su habitación, escucha una y otra vez las cintas que grabó en su juventud y decide grabar una última cinta con sus impresiones sobre sí mismo en el pasado. Con Esperando a Godot hace evidentes el tedio y la falta de sentido de la existencia. Dos vagabundos, Vladimir y Estragon, esperan a un tal Godot que nunca llega y el lector —o espectador— jamás conoce. Algunos creen que Godot representa a Dios, pero Beckett negó siempre esta interpretación.


“VLADIMIR. —Dis quelque chose!

ESTRAGON. —Je cherche.

(Long silence).

VLADIMIR (angois). —Dis n'importe quoi!

ESTRAGON. —Qu'est-ce qu'on fait maintenant?

VLADIMIR. —On attend Godot.

ESTRAGON. —C'est vrai.

VLADIMIR. —Ce que c'est difficile!

ESTRAGON. —Si tu chantais?”

 

En español:

VLADIMIR. —¡Di algo!

ESTRAGÓN. —Yo busco.

(Largo silencio.)

VLADIMIR (ansioso). —¡Di cualquier cosa!

ESTRAGÓN. —¿Qué hacemos ahora?

VLADIMIR. —Estamos esperando a Godot.

Estragón. —Es verdad.

VLADIMIR. —¡Qué difícil es!

ESTRAGÓN. —¿Y si cantaras?

 


Un mar de ejemplos

Otro caso fascinante es el de Joseph Conrad. Comencemos por desenmarañar la geografía de su origen. Este escritor polaco nació en Berdyczów, una ciudad que al momento de su nacimiento, el 3 de diciembre de 1857, hacía parte del Imperio ruso y hoy hace parte de Ucrania. Quedó huérfano de padre y madre cuando estrenaba adolescencia. Desde entonces salió de su tierra. Vivió primero en un país cercano. Después se hizo a la mar y trabajó en barcos. Se nacionalizó británico y en inglés creó sus maravillas literarias en las que trata sobre la vulnerabilidad del ser humano y la inestabilidad de la existencia. Dos aprendizajes fundamentales obtenidos de ese gran profesor: el océano. El negro del Narcizo, El corazón de las tinieblas, El duelo, El agente secreto son algunos de sus relatos, en los que no faltan la zozobra ni la reflexión.


En 1917 apareció The shadow-line (La línea de sombra), una aventura de colonización, en la cual marineros viajan al Oriente y a lo más hondo del corazón humano. Observemos cómo los primeros dos párrafos, que sirven de introducción a las peripecias, surgen como un trasatlántico en el horizonte, que va creciendo ante nuestros ojos desde la insignificancia de un dedal hasta la grandiosidad de una ciudad flotante:

 

“Only the young have such moments. I don’t mean the very young. No. The very young have, properly speaking, no moments. It is the privilege of early youth to live in advance of its days in all the beautiful continuity of hope which knows no pauses and no introspection.


One closes behind one the little gate of mere boyishness—and enters an enchanted garden. Its very shades glow with promise. Every turn of the path has its seduction. And it isn’t because it is an undiscovered country. One knows well enough that all mankind had streamed that way. It is the charm of universal experience from which one expects an uncommon or personal sensation—a bit of one’s own”.

 

Así los han traducido al español:

 

“Solo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues estos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.



Cierra uno tras sí la puertecita de la infancia, y penetra en un jardín encantado. Hasta sus mismas sombras tienen un resplandor de promesa. Cada recodo del sendero posee su seducción. Y no a causa del atractivo que ofrece un país desconocido, pues de sobra sabe uno que por allí ha pasado la corriente de la humanidad entera. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un algo de nuestro yo”.


 

Algunos otros casos de creadores que migraron de lengua son los de Vladimir Nabokov, el de Lolita, quien nació en Rusia y en el idioma ruso, y escribió en inglés; Chimamanda Ngozi Adichie, la de La flor púrpura (Purple hibiscus), nigeriana, cuyo idioma natal es el igbo y escribe en inglés, y Antonio Tabucchi, el de Sostiene Pereira, de nacionalidad y lengua italianas, quien escribió en su idioma original y también en portugués. La lista sigue, cómo no, pero los mencionados bastan como ejemplos para ayudarme a señalar el fenómeno de irse de un idioma a otro a manifestar pensamientos, sentimientos y reflexiones, no solo en la vida corriente, en la que habría, tal vez, posibilidades de aclarar dos o tres veces lo que se desea decir, sino elevar la comunicación de lo básico y simple al arte verdadero.