(Columna
publicada en la revista Generación de El Colombiano el 25 de enero de 2024)
https://www.elcolombiano.com/generacion/etcetera/la-exigencia-del-relato-corto-DG23613660
Contundente como un
recto a la mandíbula, el relato corto es exigente con el lector y el autor. Su
potencia y flexibilidad logran mantener la vigencia de esta forma narrativa.
Que
alguien tenga prestigio entre los demás, por poseer espíritu servicial,
conocimientos, logros académicos o, como suele decirse, don de gente, parece un
asunto natural. El prestigio también puede ser atributo de una institución. Pero
que una forma narrativa tenga una reputación mayor que otra resulta absurdo,
puesto que ninguna es superior a las demás.
Es
extraño que, entre no pocos lectores y escritores, parezca tener más prestigio
la novela que el cuento. Como si este fuera menos importante y exigente.
El
cuento se define como una narración breve, real o imaginaria. Es una de las
formas narrativas más antiguas de la literatura. Imposible precisar
su origen; posible decir que comenzó de manera oral
exclusivamente, pues ya existía cuando no había escritura.
Al
principio tuvo motivaciones míticas y religiosas. Luego de ese período antiguo,
surgieron las fases escritas. En la primera aparecen los escritos egipcios en
las pirámides, el Libro de los muertos
(1.550 a.C.) y textos de la Biblia
como el de Caín y Abel, José y sus hermanos, Sansón, Ruth y otros del Antiguo
Testamento; parábolas como la del Hijo Pródigo y la del Sembrador, en el Nuevo
Testamento. La Ilíada y la Odisea (siglo VI a.C.); El Panchatantra (siglo II a.C.); El cínico y el asno, de Luciano (siglo
II); El asno de oro, de Lucio Apuleyo
(siglo II)…
Los
historiadores sugieren que la segunda fase escrita del cuento se dio alrededor
del siglo XIV, cuando aparecieron preocupaciones estéticas. Ejemplos de esta
son El conde Lucanor, de Don Juan
Manuel; el Decamerón, de Boccaccio,
entre otros.
Después
se llegó al cuento moderno, que despegó en el siglo XIX con apoyo de la prensa.
Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant son exponentes de esa fase.
Tradicionalmente nos han enseñado que las
historias tienen inicio, nudo y desenlace. Esta estructura básica del cuento sigue
vigente. Sin embargo, desde el final del siglo XIX y en el siglo XX sucedieron
revoluciones narrativas que reventaron estructuras y formas de decir las cosas.
Creo que la más aplastante es la del desarrollo de la técnica del monólogo
interior o torrente del pensamiento. El narrador parece retirarse y dejar que el
lector asista directamente al fluir del inconsciente del personaje. Es un
concepto del psicólogo estadounidense William James (hermano del escritor Henry
James, el de Una vida en Londres), mencionado
y explicado por primera vez en su libro Principios
de psicología, de 1890. Noción que James Joyce usó y exprimió en la novela Ulises. También se usa en cuentos. Macario, de Juan Rulfo, está entre
estos.
Otra revolución es que los
géneros parecen fundirse. Truman Capote lo expresó así en el Prefacio de Música para camaleones: el escritor
debería disponer de cuanto sabe de guiones cinematográficos, comedias,
reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela, como el pintor dispone
de los colores en la misma paleta “para mezclarlos y, en casos apropiados, para
aplicarlos simultáneamente”.
Otro cambio es que el tiempo de
la narración no tiene que ser lineal. Y otro más, que puede haber varias
historias en un relato… En fin, las posibilidades abundan.
Los cuentos actuales son cada vez
más experimentales. Pueden ser escritos en lenguaje coloquial o informal para
dar sensación de cercanía con el lector, tener una estructura no tradicional y
explorar formas de contar sin camisas de fuerza. Han roto el esquema lineal de
inicio, desarrollo y final, posicionando sus ideas lo más atractivo posible,
logrando convertir una historia en toda una experiencia de lectura que pueda
iniciar por cualquier parte, incluso por el desenlace (…).
“Algunos
aspectos del cuento” es una célebre conferencia de Julio Cortázar, dictada en la sede de Casa de las Américas de
La Habana, en 1962. En ella compara la escritura con el boxeo. Señala que el
cuento debe ganar por nocaut, mientras la novela, por puntos. Indica que el
cuento se parece más a una fotografía, en tanto que una novela se asemeja más a
una película. En esa charla dio la lista de sus “cuentos inolvidables”. Dice:
“¿No es verdad que cada
uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos
nombres. Tengo William Wilson de
Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de
Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote;
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge
Luis Borges; Un sueño realizado de
Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván
Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los
grandes, de Hemingway; Los soñadores,
de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes
que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran
en la memoria? (…) Todo cuento perdurable es como la semilla donde está
durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en
nuestra memoria (...)”.
Por mi parte, también
tengo mi colección de cuentos inolvidables o, mejor dicho, favoritos y podría
dar algunos nombres: El escarabajo de oro
de Edgar Allan Poe, Los asesinos de Ernest
Hemingway, Una rosa para Emily de William
Faulkner, Monólogo de Isabel viendo
llover en Macondo de García Márquez; El
libro de arena de Jorge Luis Borges, Una
flor amarilla de Julio Cortázar, Las
sepulcrales de Guy de Maupassant, Un
recuerdo de Navidad de Truman Capote, El
policía y el himno de O. Henry, Así
fue salvado Wang-Fo de Marguerite Yourcenar, El hombre invisible de Gilbert Keith Chesterton, El hombre muerto de Horacio Quiroga, Un viejo cuento de escopeta, de José
Félix Fuenmayor…
Así comienza el último
de los mencionados:
“Petrona, la mujer de
Martín, llegaba a la ciudad —el poblado con sus moradores, anticipándose a la
realidad que un día debía ser, la llamaban ya ciudad—. Llegaba Petrona montada
en burra. Un cajón a lado y lado del sillón, el espacio entre ellos rellenado
con esterillas, mantas y almohadas. Encima, Petrona. Dos mozos la escoltaban, a
pie, el uno adelantado como guía y el otro detrás, empuñando un garabato, y la
burra lo sabía.
Ante una casa grande, de paredes de ladrillos y techo de tejas, el guía se detuvo y su parada se corrió a la burra y al del garabato.
—Aquí es, niña
Petrona.
En el sardinel
aguardaban una mujer y un muchacho. El guía no los miró, ni parecía haberlos
visto; pero mientras bajaba cargada a Petrona, dijo:
—Ella es Juana, la
cocinera, y él es Eugenio, su hijo, para los mandados. Ella tiene las llaves”.
Desdeñar o subvalorar el cuento o cualquier otra forma narrativa carece de inteligencia. El cuento puede ser tan contundente que el mensaje reviente el formato y nos deje la sensación de que dice mil cosas más de las que menciona. ¿Qué esto puede decirse también de la novela o de la poesía? Entonces estamos de acuerdo: ninguna forma narrativa es superior a otra.
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