(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el viernes 15 de julio de 2022)
Muchos
califican la del bachillerato como la mejor época de la vida. Suelen hablar de
lo bien que la pasaron. Incluso acuden, año tras año, a reuniones con viejos
compañeros para evocar vivencias de aquel tiempo.
Por mi parte,
la considero una época para olvidar. Fui víctima de matoneo. Compañeros me burlaban
por ser taciturno, leer a todas horas y carecer de sentido práctico. Cobraban
la diferencia, tal vez. ¡Qué habría sido de mí sin la escritura y la lectura, actividades
a las que me había apasionado desde hacía tiempos! Hice con ellas una casa
segura, de paredes gruesas y puertas y ventanas cerradas, reforzadas por dentro
como para soportar la furia de un huracán. O, como dicen los psicólogos, un
subterfugio donde sentirme a salvo.
Pensé tales
cosas esta semana, tras escuchar una crónica radial: un adolescente de
Villavicencio, videojugador de fútbol, apareció muerto por golpes en la cabeza,
víctima de ese hostigamiento. Leí que Colombia ocupa el deshonroso segundo
lugar en el escalafón de este flagelo, entre los 10 países de Suramérica, y el
décimo entre los del planeta. Tres de cada diez estudiantes lo padecen.
Quizá deba
“agradecerles” a esos pesados que no me golpeaban. Nunca “pasaron” de infligirme
heridas morales con sus mofas y palabras afiladas. En ese ataque frecuente en
edad tan decisiva hallo parte de la causa de mi falta de decisión y de otros
odiosos rasgos. Y esta es una factura que a nadie puedo cobrar.
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