(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 25 de febrero de 2022)
Hay personas
que saludan sin pensar. Preguntan o responden como por reflejo. Hay quienes son
dueños de una especie de amabilidad comercial, fingida y estándar.
Conozco a un
Guillermo, contador él, que se queja porque sus clientes, en especial los de
mayor confianza, suelen decirle: “después lo llamo”, cuando los busca por
teléfono. Pero no lo llaman.
Tengo amigos
que, al vernos, me dicen: “tenemos que hablar”. Otros, que no desaprovechan
contacto para proponer almorzar o tomar café “un día de estos”. Pero no se
llega el día de hablar ni de tomar café ni de almorzar.
Esas fórmulas
verbales, con las mismas palabras de siempre como un “hola”, un “después lo
llamo” o un “qué hay de nuevo”, o con otras distintas como “tenemos que sacar
tiempo para tomarnos un café”, hacen parte de lo que los lingüistas llaman
función fática del lenguaje. Sirven para afirmar, mantener o detener la
comunicación. Casi que para administrarla.
Y no es que
los hablantes mientan. Tal vez ambos —o al menos uno de ellos— tienen la
intención de volver a llamar o el deseo de encontrarse a tomar un café e
intercambiar dos palabras, pero no siempre se da.
Puede que la función
fática no sea tan prestigiosa como la poética, pero es muy útil. Esos pequeños
contactos sirven, entre otras cosas, para mantener la amistad más o menos
aceitada. Son expresiones que intentan significar aproximación, que ahí está
uno y ahí está el otro y no nos hemos olvidado… del todo.
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