(Columna publicada en el periódico GENTE, del grupo El Colombiano, el 11 de febrero de 2022)
Después de un
remedo de tiempo seco, llegaron los aguaceros. Y con estos, ay, reaparecieron los
chorros de agua de balcones y terrazas que se suman a los numerosos vertederos
de los aleros. Caen a las aceras, es decir, al sitio de los transeúntes. Si nos
descuidamos, se tornan en duchas que nos ensucian la cabeza y el vestido.
Aguas que
lavan suelos y terrazas. Mugres licuados de la vida doméstica, procedentes de
pisos untados vaya usted a saber de qué. O de terrazas en las que tal vez haya
excrecencias de animales; jugo de óxido de metales olvidados a la intemperie;
aguas desbordadas de llantas, poncheras con ropas enjabonadas, bacinillas o
botellas con sus bocas bien abiertas... ¡Qué asco! Y si fumigaron, nos cae además
zumo de insecticida…
Sin contar lo
obsceno de un espectáculo conformado por edificios dotados de apéndices
cilíndricos para verter sus micciones al mundo. Y pensar que sufren de
incontinencia. Escampa, cesan los chorros, sí, pero dan paso a goteos intermitentes.
Si estamos atentos, apostamos mentalmente que tenemos tiempo de pasar entre una
gota y otra, pero esto no siempre es fácil de calcular. Cuando menos pensamos,
una partícula traicionera cae con su peso plano, como una moneda líquida, y nos
deja su sello tatuado en la coronilla o la tela de un hombro.
Está bien que
a los edificios también los afecta la retención de líquidos, pero deberían
contar con métodos discretos para evacuarlos; en cualquier caso, no encima de
la humanidad que camina por su vera.
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