(Columna
Río de Letras publicada en el diario ADN, semana del 2 al 8 de junio de 2025)
Thomas
Mann habló así de él mismo: “Primeramente, soy un estudiante dejado. No quiere
decir esto que haya fracasado en el examen final de bachillerato: decir
semejante cosa sería fanfarronear. Es que no llegué ni siquiera hasta el último
año”.
Este
creador, de pobre educación formal pero enorme educación autodidacta, se distingue
entre los grandes conocedores de la Europa de la primera mitad del siglo XX,
porque se aplicó a su estudio y reflexión. Vivió una época agitada por dos
guerras mundiales y un mar de ideologías sociales y políticas que alimentaron dichas
confrontaciones. Al principio no creía en las democracias occidentales y más
bien sí en la rigidez planteada por los líderes de su país, pero este asunto
habría de cambiar: se opuso a los regímenes totalitarios y militaristas.
Mann
es el ejemplo del escritor que aprovecha sus experiencias, y las de sus
parientes y amigos, para sus creaciones. Los
Buddenbrook alude a su familia burguesa y comerciante; La montaña mágica, a su esposa, Katia Pringsheim, quien enfermó y se
recluyó en un sanatorio situado en los Alpes suizos; Su alteza real, a su noviazgo con Katia; Tonio Kröger, a sí mismo en años juveniles.
En la última de las mencionadas dice:
“Tonio siguió el camino que debía seguir con
cierta desidia y vacilación, silbando con indiferencia, ladeando la cabeza y
mirando en la lejanía; y si se extraviaba, era porque para algunos mortales no
existe un camino absoluto y fijo”.
Este 6 de junio se cumplen 150 años del nacimiento de Thomas Mann. Recibió el Nobel en 1929 y murió en 1955.

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